diano carlo - forma y evento - principios para una interpretacion del mundo griego

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Colección dirigida y diseñada por Luis Arenas TITULO original : Forma td tvtnlo. Principi per una tattrfritizjanc itl minio gtitga [ 1951 ] © Luis A renas © Dt la traducción: CftSAR R.END LIELES © Visor Dis.. S. A., 2000 T omás Bretón, 55 - 28045 MADRID www. visorois . es © 1993 nv Ma&suio Editorí® s.p.a. in venf, 21a Impresión : G ráficas R óga R, S. A. N avalcaRNero (M adrid ) ISBN: 84 - 7774 - 6 SO-8 D epósito L egal : M-22.127-2000

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C o le c c ió n d i r i g id a y d i s e ñ a d a p o r

L u is A re n a s

TITULO o r i g i n a l :

Forma td tvtn lo .

Principi per una tattrfritiz janc i t l m in io gtitga [ 1 9 5 1 ]© Luis A r e n a s

© D t la traducción: CftSAR R.END LIELES

© V i s o r Dis.. S. A., 2 0 0 0

T o m á s B r e t ó n , 55 - 2 8 0 4 5 M A D R I D

w w w .v i s o r o i s . e s

© 1993 nv M a & s u io E d i t o r í ® s.p.a. in venf,21a

Im p r e s i ó n :

G r á f ic a s R ó g a R, S. A.

N a v a l ca RNe r o ( M a d r i d )

IS B N : 8 4 - 7 7 7 4 - 6 SO-8 D e p ó s i t o L e g a l : M - 2 2 . 1 2 7 - 2 0 0 0

Cario Diano

Forma y eventoP r in c ip io s para una in terp re tac ión del m undo griego

P refacio de Rem o Bodei

T radu cción de C ésar R endueles

M í n i m o t r á n s i t o

V i s o r

9 Cristales de historia p o r R em o Bode i

43 Form a y evento

Sg Apéndice. Carta a Pietro de Francisci

C R IS T A L E S D E H IS T O R IA

Remo Bodei

I

I. E ste texto — de nerviosa so lidez, sobrio en su s nocas y refe­

rencias— en segu ida m uestra una inusitada censión teórica. La

oposición, aparentem ente sim ple, que enfrenta las nociones de «for­

m a» y «evento», remice en realidad a una arciculación conceptual

ram ificada, a recorridos filo ló g icos en parte apenas trazados, en

parte interrum pidos. A partir de una sedimencada y cenaz frecuen-

cación de lo s clásicos, a la que se unen cu idadosas aproxim aciones

a la filo so fía contem poránea, incorpora a su exposición lineal p ro­

m inentes b loques de só lida h istoricidad.

U n a co n fo rm ació n co m o ésta , tan cu id ad o sam en te e labo­

rada, sin du da fa sc in a e ilum ina, pero cam bién puede llegar a

d e so rien tar . Para llegar a com pren der su sencido m ás p ro fu n ­

do es p rec iso ab rirse p aso enere do s acticu des o p u e sta s : la de

quien no alcan za a p on er radicalm enCe en cu estió n la te s is de

una p erfe c ta y unívoca sim etría enere « fo rm a» y «even to» (y,

m ás en gen eral, de una co m p atib ilid ad entre el p lan o ló g ico y

el p lan o h is tó r ic o ) y la de q u ien , en cam bio , a p e sa r de reco ­

n ocer esa in co n g ru e n c ia , la im p u ta en teram en te al clim a cul-

cural o a las e lecc ion es id e o ló g ic a s de las qu e b ro ta el d i s ­

cu rso .

Para evaluar críticam ente tanto las contribuciones más só lidas

com o las p osib les vacilaciones o los p un tos de fuga, es preciso

encontrar, al m enos de form a prelim inar, una clave de lectura in­

trínseca. E sto perm itiría entender las intenciones de C ario D iano,

sin duda a co sta de evitar el preju icio herm enéutico, de sobra co ­

nocido, en virtud del cual el intérprete es de suyo capaz de enten­

der la obra m ejor que el autor. Por el contrario, una cu idadosa

restauración favorecería una visión com plem entaria m ás perspicua,

adecuada a la m agn itud de las d ificu ltades que se ha de afrontar.

2 . D ejarem os que la definición de las do s categorías principales

de «form a» y «evento» se vaya gestan d o a través de la gradual re­

com posición «poliédrica» de su s diferentes lados; a sí pues, co ­

m enzarem os p or establecer, de form a llana, lo s aspecto s m ás explí­

citos y segu ros de la cuestión , para adentrarnos a continuación en

lo s m ás controvertidos y escurrid izos.

En d istin tas ocasiones se ha repetido con insistencia [ i ] que

se trata de ideas cuyo valor es «puram ente fenom enológico» y no

ontológico , p o r tanto, ideas válidas só lo «en el terreno de la h isto ­

ria» y «en la esfera de las actitu des y de las situacion es en que éstas

se reflejan». Q u izás esa excesiva insistencia sea en realidad síntom a

de un esfuerzo por exorcizar el tem or a que lo s datos filo lóg icos

term inen o c u lto s ba jo la ap iso n ad o ra de una lóg ica d u a lista

sim plificadora e im placablem ente m eta-histórica. N o obstante, en

el ensayo «L a poética dei Feaci» p odem os encontrar, en el curso de

un brevísim o inciso , un valioso indicio que nunca se llegó a desa-

[ i ] C f., por ejemplo, C. Diano, Forma y evento, pp. 71 (de ahora en ade­lante, se indicará con las siglas F E ) ; Linee per una fenomenología dell'arte, Vicenza: 1968, p, I I (de ahora en adelante, se indicará con la sigla ¿ ) . El adjetivo «fenom enológico» no debe encenderse en sencido técnico-filosófico (hegelia- no o husserliano), sino más bien como sinónimo o afín a histórico-descripcivo.

rrollar: D ian o recuerda — a través de una variación rigu rosa y exi­

gente de la idea, procedente de Vico, de la convertibilidad de lo

«c ierto» y de lo «verdadero»— que la naturaleza fenom enológica

de las categorías de «form a» y «evento» implica su índole «al tiem ­

po histórica y lóg ica» [2 ].

Pero, ¿qué sign ifican propiam ente «evento» y «form a»?, ¿cómo

es posib le que cada una de estas categorías participe tan to de la

dim ensión relativa, históricam ente condicionada, com o de la d i­

m ensión abso lu ta , lógicam ente válida para toda civilización y ex­

haustiva para to d a experiencia humana?

N o cabe duda de que, para el autor de este volumen, en un

principio era el «evento». D e él hem os surgido y, con algunas ex­

cepciones, a él tiende a retornar la experiencia moderna al acentuar

lo s aspecto s n ih ilistas (parece evidente la referencia a H eid egger).

El térm ino «evento» no indica el acaecer en general, sino el quod

caique evenit, lo que le sucede a alguien y tiene valor para el directo

interesado, no en s í m ism o. Al m argen de su relación con la expe­

riencia de un su je to específico, el evento se convierte en un con­

cepto vacío, carente de espesor.

A sí pues, siernpre es concreto e individualizado: constituye

algo vivido, no algo pensado. Pertenece a la fin itud del hic et nunc de

cada cuique al que se m anifiesta y, sim ultánea e inseparablem ente, a

la periferia espacio-tem poral indeterm inada e infinita en la que se

inscribe el evento y de donde proviene, esto es, la indistinta, infor­

me, trem enda e ineludible presencia com plem entaria del ubique et

semper.

E sta ú ltim a se evoca a través de d is t in to s nom bres y se m ues-

[2] Véase C. Diano, «La poética dei Feaci», en Saggtfga tpoeticht ctigli anticbi, Venezia: 1968 (de ahora en adelante se indicará con las siglas SP) , p. 191 y compárese este inciso con la afirmación que aparece unas líneas más arriba, según la cual, después de Vico, la historia «no puede ser más que fenomenoló­gica. Pero sólo puede serlo si la fenomenología se libera de ios "paréntesis" y, al quedar sólo la realidad histórica del fenómeno, el análisis de las estructuras se extiende a todas las manifestaciones históricas del hombre».

tra en su s n u m ero sas m e tam o rfo sis y resu rreccion es: es, en cada

o c a s ió n , elápeironperiéchon de A naxim andro; lo «d iv in o » , el tnánna

o elpraesensnumen que se m an ifie sta en el se n tim ien to re lig io so y

que m ora d o n d eq u iera (a lg o an á logo a la p ercepción de V ico del

Iovis omniaplenaque caracterizaba la fan tasía de la h um an idad p r i­

m itiva [ 3 ] ) ; en la era m oderna es «el se n tid o fu n d am en ta l del

se r» , tal y co m o aparece tan to en R o sm in i com o en el G iovan n i

G e n tile de laFilosofía del arte [4 ] ; e s e lUmgreifende de Ja sp e rs ; es «el

se r-en -e l-m u n d o » (e lIn-der-Welt-stin) h e id eggerian o , en cu an to

coperten en cia in extricab le a todocuique oD asein co n sag ra d o a la

nada y a la m uerte .

C uando el evento se le presenta a alguien obra de tal form a

que, por un lado, lo recorta en el espacio y lo congela en el tiem po,

m ientras que, por otro , lo hace depender de la totalidad del univer­

so , esto es, de la totalidad del espacio , del tiem po y de las «p o ten ­

cias» que lo habitan. Surgen así, con fuerza y casi espontáneam en­

te, algunas preguntas: ¿por qué precisam ente aquí?, ¿por qué pre­

cisam ente ahora?, ¿por qué precisam ente a mí? C om o en el Infinito

de Leopardi (au tor al que D iano dedicó su tesis doctoral en 1 9 2 3 ),

los lím ites evocan una totalidad que se persigue sin que sea posible

alcanzarla, donde «casi el pecho se estrem ece» y en el que naufraga

el pensam iento: lo s «interm inables espacios» allende «e sta espesu ­

ra», el « in fin ito silen cio» del pasado y del fu tu ro m ás allá del «su ­

surro» presente del zurrir del viento «entre el ram aje»*.

[ 3 ] G . V ico, Ciencia Nueva, M adrid: Tecnos, I995> § 93 3, p. 443 .[4 ] Cf. O . Longo, «Cario Diano dieci anní dopo», ahora en 11 segtto della

forma. Atli del Convegno di studio su Cario Diano [Padua, diciembre de 1984 ], Padova, 1986, p. 2 18 : «Créo que aquí se puede reconocer uno de tos momen­tos esenciales de la adhesión de Diano al pensamiento de Gentile, en especial porque es aquf donde se pone en marcha la relación de polaridad entre ese centro que es tanto el Y o gentiliano como el sujeto del evento, y una “ circun­ferencia in fin ita” — son palabras de Gentile— cuyo “ centro" es nuestro cuer­po tal y como lo sentim os efectivamente».

* G . Leopardi, «E l infinito» en Id., Cantos, trad. de M. Muñiz, M a­drid: Cátedra, 1998 , p, 2 3 3 . [N . del T .]

C en tro exacto y circunferencia infinita, proxim idad y d istan ­

cia, aislam iento y participación , consciencia humana restringida a

la inm ediación del ex istir y potencia divina ubicua y eterna se con­

traponen y, a la vez, se com plem entan en una relación lim inal m ó­

vil de reciprocidad y com penetración (t i Ineinander al que se refiere

C assirer a p rop ó sito del «espacio de la m entalidad prim itiva y del

m ito» o la idea de «participación m ística» con el todo que Lévy-

Bruhl atribuye al pen sam ien to «pre-lógico» de los p rim itivos).

E l evento, al que lo s «p o r qué» tácitos de la interrogación

subjetiva em pujan m ás allá de s í m ism o, descubre el «sentim iento

oceánico» de com unión con el todo del que ya había hablado Freud

— en la línea de lo s an tro pólo gos de lo sagrado y de lo s e stu d io so s

de la «m en talidad» de lo s salvajes— a p rop ósito de una experien­

cia in fantil insuperable a causa de la nostalgia que propicia y que

da aliento tanto a las re ligiones com o a las artes. Pero precisam en­

te este «n au frag io » en el gran mar del ser propicia la con-fusión

extática, dulce u horrorosa, al disolver y precipitar la especificidad

del individuo en lo inform e.

II

X. En térm inos genéticos, uno de lo s/rastros más rem otos de la

atención de C ario D ian o a la idea de «evento» es una carta a

G iovanni G entile , fechada el 10 de diciem bre de 1 9 4 0 . A llí afirm a

estar ocupado «en una vasta h istoria del concepto de Tycbe, y en

general del Azar, hasta A ristó teles» [5 ]. En el marco de esta «vasta

[5 ] La carra aparece cirada en L. Canfora, «D iano e ¡1 “ Tram onto dell’Occidence”», en AA.VV., Tramonto dtll'Occtdcntc'!. ed. por G. M . Cazzani- ga, D. Losurdo, L. Sichírollo, Urbano: Quatcro Vencí, 19&9, p* 223 (véase 'cambien la formulación anterior deí mismo artículo, sin variaciones sustan­ciales, en II segno dtlla forma, op. til., pp. 7 7 -8 9 ). Es probable que e! estudio de Epicuro también haya estim ulado este interés por el concepto de «azar». En efecco, Ectore Bignone había moscrado recientemente ia riqueza y los nexos

h isto ria» asum e progresiva im portancia, entre otras cosas por su

p rio rid ad cronológica, el papel de A naxágoras, el prim ero en p ro­

p orcion ar una definición conceptual de la tyche (« lo que se denom i­

na tycbe no es m ás que una causa desconocida para la razón hum ana»)

y en señalarla convergencia, según criterios científicos y no teológicos,

entre la civilización del evento y la de la form a [6 ] . En efecto , se

decía de A naxágoras que había «n acido para contem plar los cie­

los».

M ás adelante — precisam ente al inicio de Forma y evento— se

atribuye el origen directo del texto a una cuestión exquisitam ente

técnica: la diferencia entre el silo g ism o aristo télico y el silog ism o

estoico. La constitución del prim ero , dom inado por la necesidad

de la form a — la única válida en térm inos ab so lu to s— , le im pide

deducir la individualidad característica del evento. D e este m odo,

desem boca en una regresión de proposicion es condicionales, en

cuya conclusión se encuentra un m ero hecho no explicable u lte­

riorm ente. Parafraseando y anticipando los ejem plos de D iano:

to d o s los hom bres son m ortales; D em etrio es hombre; p o r tanto,

D em etrio es m ortal. H asta aquí el razonam iento es im pecable, en

el nivel de las form as. Pero, ¿cuándo y cóm o m orirá D em etrio? En

efecto, este hic et nunc no se puede recabar a partir de las p ro p o si­

ciones precedentes. E s preciso recurrir a una cadena de conjeturas:

m orirá si enferm a de pulm onía. Pero ¿cóm o podría sucederle esto?

de su pensamiento en los dos monumentales volúmenes de L ’Arisioich perduto c la formaz¡one filosófica di Epicuro. publicados por primera vez en Florencia, en 1 9 Jó (obra en la que, por otra parte, aparecían algunas tesis que Diano no com partía).

[6 ] Anaxágoras resuelve en sentido anti-réligioso el «dilema de Eurípi­des», expuesto en un fragmento de la Hipstpilc. «Porque s¡ existe/ la tyche, ¿qué necesidad hay de los dioses?/ Y si el poder es de los dioses, entonces la tyche/ ya no es nada» (cf. C, Diano, «Teodicea e poética netla tragedia attica», en SP, p. J0 3 ) . De este modo, tanto los eventos dolorosos como los gozosos se sustraen al control de la divinidad. Por eso Anaxágoras no puede culpar a la i^cht de la muerte de su propio hijo, episodio al que Eurípides alude en Alccstis, 903 ss. (cf. C. Diano, «La catarsi tragica», en SP, p. 2 2 4 ).

S i cae en agua helada. <Y por qué tendría que caer? S i..., si...,

etcétera.

A diferencia de A ristóteles, « lo s esto icos retoman este “ s i” de

la necesidad h ipotética que, finalm ente, excluye toda necesidad y

se resuelve en la pura indeterm inación de la tycbe [...]. Ignoran el

silo g ism o que extrae su necesidad de la form a» (FE, p. 46) . Los

térm inos de su silo g ism o «enuncian, en consecuencia, eventos y

no con ceptos». Al d isolver las esencias en verbos, las personas y las

cosas en acto s (o sea, en secuencias espacio-tem porales), los even­

tos no só lo se hacen inteligib les, sino que to d o s resultan sin am ­

bages igualm ente sign ificativos en su propia individualidad. En

ausencia de la form a, la p articu larid ad irreductible que lo s carac­

teriza y lo s design a es, sim bólicam en te, el dedo que señala, el

índice que, según una trad ición casi con toda certeza inventada y,

sin em bargo , sign ificativa , Z en ón se habría ro to al caer antes de

m orir [7 ]. A sí pues, con el silog ism o categórico aristo télico la

form a relega al evento; con el silog ism o hipotético esto ico el even­

to asim ila de nuevo la form a.

Para situar el problem a en una perspectiva filo só fica más am ­

plia, hay que reflexionar sobre el hecho de que A ristóteles fuera el

ú ltim o, en la edad clásica, que consigu ió mantener lógicam ente

unidas en una única constelación conceptual nociones fundam en­

tales que, m ás adelante, se independizarían, convirtiéndose casi

siem pre — en el período helenístico y cada una por separado— en

em blem a exclusivo de una Escuela: tyche, anánkí, autómaton, telos. En

efecto, para A ristóteles en la naturaleza no dom ina m onárquica-

[7 ] Véase P. Berrectoní, «11 dito rotto»: MD. Mauriali e discussioni per lo studio dei tesii classici 22 (1 9 8 9 ) . pp. 2 J - 3 6 y, para algunas precisiones teóricas, M. Conche, L'aléatoirt, París: 1990. La lógica estoica del evento, que analiza en parte Eimle Bréhier en La thtorit des incorporéis dans l'ancien sto'icisme (París: 1 928 ), pero sobre todo V íctor Goldschm idt en Lt systime stohien et l'idée du temps (París: 1 969 ). se ha desarrollado y modernizado en los últim os años gra­cias a los estudios de Gilíes Deleuze en La légUa del sentido, trad. de A. Abad. Barcelona: Barral, 1970 (sobre el evento, véase sobre todo. pp. 125 ss.).

mente lo accidental o la necesidad o las causas m ateriales, com o

habían sosten ido y sosten drán después otro s pensadores. Prevale­

cen la finalidad (télos) y el orden (taxis) , que se afirm an a pesar de

las excepciones [8 ] . En el cosm os de las esferas celestes la regula­

ridad, la necesidad y la finalidad son abso lu tas: en el cielo el m ovi­

m iento circular es «p erfecto» ([tetelesménos) y constantem ente igual

a s í m ism o, esto es, alcanza siem pre e inevitablem ente su télos, el

retorno sobre sí m ism o. En cam bio, en nuestro m undo sub-lunar

(el m undo de la generación y de la corrupción , el m undo del «m ás

o m enos»), pese a que la regularidad, la finalidad y el orden no

prevalecen siem pre, se dan la mayor parte de las veces. La naturale­

za — com parable a un m édico que en ocasiones yerra las d o sis de

los fárm acos— • genera m on struos, es decir, excepciones a la nor­

ma, finalidades no alcanzadas, adm ite num erosas inadecuaciones

(cf. P¿ys., II, 8, 199 a 32 s s .) . Así, en la especie humana a m enudo

no se logra la perfección: en los esclavos por naturaleza, en los

bárbaros, en quienes tienen defectos físico s y m orales congénitos,

o en casos sim ilares. N o obstante, el azar (tycbe) y la espontaneidad

(autómaton) no tienen la prim acía y no se oponen a la finalidad.

Precisam ente porque exisce un plus de regularidad finalista y de

orden, estam os en condiciones de afirm ar la casualidad para así

diferenciarlos. La casualidad, a su vez, no entra en conflicto con el

fin: voy al m ercado y encuentro a alguien que me debe dinero, no

pen saba cobrarlo , pero he alcanzado mi m eta, ciertam ente in es­

perada en aquel m om en to (cf. Pbys., II, 5, 196 b 3 4 - 1 9 7 a 14)-

D el m ism o m odo, tam poco la necesidad (andnke) se opone a la

finalidad: hablam os de ella cuando no so m o s aún capaces de re­

conocer el télos. A ristó te les no niega, por tan to el ju ego del azar y

la necesidad, ni o p ta por uno en detrim en to del otro , para bene­

fic io exclusivo de una visión cóm odam ente fin alista . Les deja un

[8 ] Cf. Aristóteles, Phys., II, 5, 196 b 10 ss.-.Depart. an., I, 645 a; Pol., I, 5, 1254, 5, 1254 a 31; De gen. An., V, 1, 778 b 3. Sobre la accidentalidad cf. An. Pr., I, 13; Phys., II, 5-6; De gen. an., I. 20, 7 2 7 b 29-30 .

am p lio m argen que, s in em b argo , no c o n trad ice su v isión

teleológica.

En lo s esto ico s, en cam bio, la tycbe coincide con la anánke y el

autómatort con el télos: tod o se transform a en evento y to d o evento,

al perder su accidentalidad, se inserta en la férrea cadena providen­

cial del destin o , de una necesidad entendida en térm inos lógicos,

que se puede encontrar p o r doqu ier y sin excepciones. S e difum ina

así la línea de dem arcación entre el hic et nunc y el ubique etsemper. La

tfchS no es m ás que un evento aislado cuya causa se ignora. Pero

ésta, sin duda, existe y, en consecuencia, el evento ha de tener por

fuerza un sign ificad o . E sta p osición , extrem adam ente coherente,

acabará, com o observará C icerón , por ju stificar cualquier conjetu­

ra, en un delirio socialm ente codificado de interpretaciones, de

sign os y su eñ os, por favorecer potencialm ente cualquier su p ersti­

ción [9 ] . N o obstante, tam bién se podría pensar que a lgun os pen­

sadores «d eterm in ista s» p osterio res — com o Sp in oza , Freud e in­

cluso el E in stein que afirm aba que «D io s no juega a lo s d ad o s»—

son autén ticos adalides de una victoria póstum a de la lógica esto i­

ca y su preten sión de hacer coincidir lo casual y lo necesario. Para

ellos, en efecto, cualquier evento de apariencia accidental e in sig­

nificante (ya sea un p rod u cto de la im aginación, un lapsus o la

perturbación en el recorrido de un rayo de luz que llega desde

espacios le jan os) es su scep tib le de una interpretación rigu rosa­

mente racional, si bien siem pre rectificable y, por tanto, no ex­

haustiva.

2 . R e su lta ex trañ o que no se haya su bray ado lo b a stan te que,

en el caso de D ian o , la idea de «even to» deriva del ám b ito de

la fen o m e n o lo g ía de lo sa g ra d o y de la re lig ión en general.

L o s n o m b res recu rren tes — al igual que en o tra s o b ra s m ás o

[9 ] C f. la lúcida «Introducción» de S . Tim panaro a Cicerón, Dtlla ¿tivi- na^ione, M ilano: 1998.

m en os co n tem porán eas— son V an der Leeuw , el m ás c itad o ,

E liad e [ 10] y R u d o lf O teo [ 1 1 ] . N o hay que o lv idar que, en

su m om en to , D ian o había segu id o en la U n iversid ad de R o m a

lo s cu rso s de Bonaiuti — du ran te una época en la qu e tam bién

en señ aba P e tta z z o n i— y que en 1 9 4 9 , tres años an tes de la

redacción orig in al de Forma y evento, había p u b lic ad o ju n to a

S a n so n i la tradu cción ita lian a de la Religiosidad griega de M artin

P. N i ls so n , una obra qu e dedica m u ch as p ág in as a la tyche.

A diferencia del espacio geom étrico, hom ogéneo y neutro, el

espacio de lo sagrado delim ita un centro cualitativam ente especial

y priv ilegiado del m undo. A través de la conm em oración-repeti-

ción ritual del sign ificado ya acontecido, se reinaugura el evento:

«r ito y m ito no son más que los m edios para reproducir la relación

del hic et nunc y del ubique et semper vivida en acto en el evento» (L ,

p. 1 8 ) . A la par que el rito, pero de manera subjetivam ente m ás

intensa, el evento se transform a tam bién en la experiencia de la

visión extática fulgurante: en la percepción/alucinación del Augen-

blicksgott, una im plosión p síquica en la que se funden de im proviso

el hic et nunc humano y el periéckon divino, el instante pro fan o del

m undo y el m anifestarse irresistib le y fugaz del ubique et semper. En

[1 0 ] É ste había estud iado la sim bología del «centro» no só lo en el Traite d'bistoire des religión* (P arís : 1 9 4 9 ) — que Diano cita, por ejem plo, en L. p. 17, n.— , sino también en muchos otros trabajos, como Das Heilige und das Profane (Hamburg: 1 9 6 7 ), o en el más reciente La preuve du labyrinthe (Parts: 1 9 7 8 ), donde el laberinto custodia en su centro un sencido que debe ser conquistado. Por !o demás, el ensayo «La catarsi tragica», en SP, pp. 215- 2 69 , está dedicado a Eliade y, por si fuera poco, el breve artículo «II mito delFeterno ritorno», en SP, pp. 363-366 se basa en una de sus obras más conocidas, Le mytke de l’éterncl retour (Paris: 1949).

[1 1 ] Véase la siguiente observación, realmente reveladora: «En el even­to, en cam bio, el sujeto, reducido a la pura e irrepresentable concreción del cuique, se comprende como separado: el "sentim iento del estado de criatura” del que hablaba R. O tto, y el "desam paro” de los existencialiscas. Porque frente al hic et nunc del ctttque se encuentra la transcendencia del ubique et semper de! periéchon, el mysterium tremendum y al tiempo/asínianí, que repele al hombre y, a la vez, lo seduce» ( ¿ , p. 3 3).

efecto, para D ian o resu ltó particularm ente im portante, a la hora

de form ular tanto el concepto general de evento (en su dob le for­

ma de pun tu alid ad cotidiana y «d ilatación» extática) com o el de

periéchon re lig ioso , la lectura de Usener, estud io so al que conocía

perfectam ente com o autoridad en el cam po de los estu d io s sobre

Epicuro: «Precisam ente Usenet; a p ro p ó sito de lo sAugenblicksgotter,

que son uno de lo s m ayores descubrim ientos que se ha hecho en el

cam po de la fenom enología de la religión, afirm a: "L o individual,

eso que ves delante, eso y no o tra cosa es el d io s” » [1 2 ] .

3 - S i el evento tiene que ver con lo s orígenes de lo sagrado y de lo

divino, si conserva en sí a lgo de arcaico, de «pre-lógico», ¿cóm o es

posib le que reaparezca d esp ués de que, con Parm énides, P latón y

A ristóteles, se afirm e el dom in io de la forma?

S in duda, la respuesta que ofrece D iano resulta una de las más

débiles del libro (s i bien, personalm ente, no creo que se le deba

atribuir sin am bages connotaciones larvadamente racistas u op cio­

nes p o líticas e ideológicas concretas en favor de la aristocracia

griega y en contra de la p lebe). Para D íano el evento tiene una

m a triz qu e se d e fin e , su ce siv am en te , com o «m ed iterrán ea» ,

«sem ítica» y «oriental», m ientras que el origen de la form a es úni­

cam ente griego (pero entonces, se podría objetar inm ediatam ente,

[12] L, pp. 26-27 = H. Usener, Gotternamen. Versuck einer Lchre von der reiigi'ósen Begriffsbildung[l$95], F rankfurt: 1948, p. 2 80 . Diano precisa en otro lugar: «Al retomar a la luz de este principio [en virtud del cual el héroe se encuentra genéricamente ante lo divino] la teoría de Usener, podemos afirmar que el Augettblickgott (m ejor el singular que el plural) y los Sondergotter no responden a dos estados del desarrollo religioso, sino a dos aspeccos del mismo fenómeno: solamente en el rito y en la oración et deus certus es cal, pero en el momento en que actúa y se revela como evento, es siempre numtn y es todo lo que hay de “d iv in o " en el m undo. E sto perm ite entender por entero la religión romana» (FE, Apéndice, p. 95). M ás en general, sobre esce punto, véase R. Bodei, «Hermann Usener nella filosofía moderna. Tra Dilchey e C assirer», en A. M om igüano (ed .), Aípetti di Hermann Usener Jílologo della religiont, Pisa: 1982, pp. 2 3-42.

¿por qué la form a no aparece entre los p rop io s g riegos — tal y

com o verem os— hasta el H om ero de la litada o la escu ltura griega

de los siglos vi y v a. e. c.? Aun más, ¿por qué desaparece más

adelante, para salir de nuevo a escena en la Toscana renacentista?).

Para tratar de proponer una explicación p lausib le de los m o ti­

vos de estas discrepancias es necesario proceder ahora a defin ir la

segunda palabra-clave, la «form a», com enzando por bosqu ejar su s

rasgos más característicos e inconfundibles. La form a se puede

entender, genéticam ente, y en una prim era aproxim ación, com o

una respuesta defensiva al desafío del evento. E s virtualm ente co ­

mún a tod os lo s indiv iduos y a tod as las civilizaciones, com o un

paradójico, m odo de volver a ceñir, contener y controlar, m ediante

su exaltación, la in trom isión ubicua de lo sagrado:

La reacción del hombre a este emerger del tiempo y abrirse del espacio que se crea en el interior y en torno al evento, consiste en darles una estructura y, mediante su clausura, dar una norma al evento. Lo que diferencia tanto a las civilizaciones humanas como a las vidas individuales, es la distinta clausura que en ellas se da al espacio y al tiempo del evento; tanto la historia de la humanidad como la historia de cada uno de nosotros es la histo­ria de esas clausuras. Los tiempos sagrados, los lugares sagra­dos, los tabúes, los ritos y los mitos no son más que clausuras de eventos ( i , p. 20).

L o que carac te riza la fo rm a es «el ser p o r s í m ism a», la

ob je tiv id ad , a d iferen cia del evento, que es siem p re para a l­

gu ien , para un su je to . A dem ás, su aparic ión es au tón om a, se

p rodu ce al m argen de cu alqu ier re lac ión con lo qu e la circun ­

da. P u esto qu e só lo el espac io es represen tab le , la fo rm a e je­

cuta una ru p tu ra con el tiem p o y una apertu ra al e sp ac io , a la

v isib ilid ad no só lo fís ica sin o tam bién m ental, a la fig u ra in­

m óvil que perc iben los o jo s y al eídos-idéa im ag in ad o o p en sa­

do, que recibe lu z de la « fa n ta s ía » o del ph$s noetón, de la lux

im aginativa o de la in telig ib le . C o n la prevalencia de la form a

se da un p aso e jem p lar d esd e ía d im en sión m ístic o -re lig io sa e

h istó r ic o -co n cre ta h asta la esfera, in conciliab le si su alteridad

se tom a en se r io , de la cien cia y la filo so fía , e sto es, de los

«v a lo res» c o n te m p lad o s só lo p o r s í m ism o s (co m o , p o r ejem ­

p lo , el « tr iá n g u lo » , lo « ig u a l» , la « ju s tic ia » o la «v ir tu d » ) .

T odo está, p o r tanto, encerrado en la form a, que pierde con­

juntam ente su ind iv idualidad o «h istoricidad» espacio-tem poral y

su periferia am orfa, oscura y pavorosa. D e lo vivido se pasa a lo

pensado, a lo estructurad o y ordenado sin centro ni periferia, a

una determ inada clase de ciencia, filo so fía o (con las restricciones

que verem os m ás adelante) de arte. Se trata originariam ente de

creaciones a las que llegó la civilización griega cuando alcanzó su

cénit. En ella,

por primera vez las cosas salen de la esfera mágica del evento, se elevan desde la dispersión y la inestabilidad de los accidentes a la unidad inamovible del ser, reducen enteramente a la superficie visible su esencia invisible [...] Se exorciza la realidad; se rompe la trama de relaciones simpacéticas sobre las que opera lo mági­co, se dividen los reinos de la naturaleza, los movimientos y las fuerzas quedan constreñidas a ciertos límites; no más acciones a distancia, no más metamorfosis; las potencias abandonan la es­fera de lo visible, que se abre al dominio del hombre, descienden a las profundidades de la tierra, a los abismos del mar. Los dio­ses de ía forma se separan del ciclo de las epifanías del evento(FE, p . 7 3 - 7 4 ) .

Al su p erar la o p o sic ió n en tre evento y periéchon, el espac io

c ircu n scr ito p o r la fo rm a ind iv idual se cierra, re su lta unívoco

y au to rre fe ren cia l: el e sp ac io «e x te rio r» a la fo rm a no es m ás

que un in tervalo re sp ecto a o tra s fo rm as, igu alm en te au to su -

fic ien te s. La fo rm a , p o r tan to , co n stitu y e y separa las form as,

m ien tras que el evento las liberaba en un acervo in d is tin to o

de co n to rn o s in e stab le s y p o ro so s .

4- Precisam ente porque son «ab strac to s» — se hallan escind idos

de los confines del tiem po, del espacio y del individuo— los valo­

res o las form as constituyen paradigm as, esto es, se convierten en

m odelos ejemplares, «c lásicos» , que surgen o se elaboran prim ero

en determ inada civilización, para después convertirse, dado el caso,

en universales (cuando se logra crear tradiciones hegem ónicas y

expansivas que se enseñan, de las que se hace propaganda o que se

im pon en ). A sí pues, las form as heredan el ubique et semper de la

experiencia religiosa del evento, aunque trastocan su sentido . En

efecto, anulan la com plem entariedad entre úperiéchon y tlhicet nunc

y se convierten en m edidas objetivas de todas las cosas, en produc­

to s que lo s órganos perceptivos o el intelecto de los hom bres ven

o, sin m ás, construyen.

M u y bien puede ser que in c lu so las fo rm as co n sid erad as m ás

gen erale s o m ás ev identes en el cam p o de la f ilo so f ía y de la c ien ­

cia no tengan lugar, que no co n sigan de hecho abarcar y conven ­

cer a to d a la hu m an idad , dada la d is tan c ia todavía en orm e, a p e ­

sa r de lo que q u iz á s p u ed a p arece r , qu e sep ara la s d i s t in t a s

cu ltu ra s del p lan eta . Pero, aun en este caso , segu irían s ien d o e s ­

tru c tu ra s de v isib ilid ad del m u n d o y p ro ce d im ien to s de d o n a­

ción de sen tid o . Y no so lam en te serían e stab le s, d ad o su «b a jo

ten o r» de h isto r ic id ad , sin o so bre to d o im person ales, an ón im as,

cu a lq u ie ra que se so m eta al h egelian o « tra b a jo del co n ce p to »

puede d is fru ta r la s . En efecto , ¿qué le im p o rta , desd e e ste p u n to

de v ista , a un m atem ático ch ino de n u e stro s d ías si un teorem a

ha s id o inventado p o r un g rieg o o un alem án, si el cero es una

inn ovación p roven ien te de la In dia a través de lo s árabes? C u a n ­

do las fo rm as arra igan en trad ic io n es e in stitu c io n e s, son cap a­

ces de su p erar, re lativam ente in d em n es y sin gran des cam b ios,

lo s co n fin es g e o g rá fic o s , las ép o cas h istó r ic a s y el su ce d e rse de

las gen eracion es (o , en caso de qu e se hubieran p erd id o , de ser

recu p erad as). C asi con to d a se g u rid ad D ian o apoy aría to d o lo

que he exp u esto h asta aqu í: so lam en te in s is tir ía en qu e el m érito

de haber d e scu b ierto la form a en su p len itud poética, f ilo só f ic a y

c ien tífic a — y de haber p u e sto en m ovim iento el p ro ce so webe-

riano del «rac io n a lism o o c c id e n ta l»— co rrespon d e en prim er

lu g ar al H o m e ro de lallíada, a P ín d aro , a Parm én ides o a P latón .

En realidad, esto no sign ifica que despreciase o rechazase las

civilizaciones del evento por ju zgarlas inferiores. Enere o tras co­

sas p orqu e C ario D ian o — si consideram os por un m om ento el

problem a desde la perspectiva de su biografía y de su s conviccio­

nes personales— no podía sentirse cercano a orgullos raciales

«a rio s» o a tendencias rígidam ente elitistas. Adm iraba el «gran

corazón m editerráneo» de Eu ríp ides; se sentía unido, com o su

am igo C ario Felice C rispo , a la C alabria, de profundas raíces «grie­

gas» y «m editerráneas», pitagóricam ente racionales y mistéricamente

ligadas a la tierra; era realm ente un «m estizo cultural». D e este

m odo, podía sentir el orgu llo y el peso de esta doble herencia. N o

obstan te, su actitu d se vincula en buena m edida a una im agen idea­

lizada, heroica y, para n osotros, a lgo anticuada de los m om entos

que cierta tradición hum anista ha considerado com o cum bre in su ­

perable de la creatividad científica y artística: la Grecia y laT oscan a;

lugares, precisam ente, en lo s que no só lo se elige la form a f ilo só f i­

ca y científica, sin o en lo s que lo s artistas e incluso h istoriadores y

p o lítico s, com o Tucídides, Pericles y M aquiavelo, logran un adm i­

rable equilibrio entre form a y evento.

III

I . N o hay du d a de que la « fo rm a » representa un m o m en to

raro y excep cion al, un m ilag ro en el d esarro llo de la c iv iliz a ­

ción , in c lu so en el de la helénica. M ás allá de lo s d a to s y de

las p refe ren cias ya c ita d a s, D ia n o co n sid era in exp licab les las

razon es de este sú b ito e in term iten te florecer de la fo rm a ; o,

lo que es lo m ism o , exp licab le só lo a través de una ta u to lo g ía :

lo s g r ie g o s d e scu b rie ro n la fo rm a p orqu e eran g r ie g o s , por-

4- Precisam ente porque son «ab strac to s» — se hallan escind idos

de lo s confines del tiem po, del espacio y del individuo— los valo­

res o las form as constituyen paradigm as, esto es, se convierten en

m o delo s ejem plares, «c lásicos» , que surgen o se elaboran prim ero

en determ inada civilización, para después convertirse, dado el caso,

en universales (cuando se logra crear tradiciones hegem ónicas y

expansivas que se enseñan, de las que se hace propaganda o que se

im pon en ). A sí pues, las form as heredan el ubique et semper de la

experiencia relig iosa del evento, aunque trastocan su sentido . En

efecto , anulan la com plem entariedad entre tlpeñéchon y el hicet nunc

y se convierten en m edidas objetivas de tod as las co sas, en produc­

to s que los órganos perceptivos o el intelecto de los hom bres ven

o, sin más, construyen.

M u y bien puede ser que in c lu so las fo rm as co n sid era d as m ás

gen erale s o m ás ev identes en el cam p o de la f i lo so f ía y de la c ien ­

cia no ten gan lu gar, que no co n sigan de hecho abarcar y conven ­

cer a to d a la h u m an idad , dada la d is tan c ia tod av ía enorm e, a p e ­

sa r de lo q u e q u iz á s p u ed a p arece r , qu e se p a ra la s d i s t in t a s

c u ltu ra s del p lan eta. P ero , aun en este caso , segu irían sien d o e s ­

tru c tu ra s de v isib ilid ad del m u n d o y p ro ce d im ien to s de d o n a ­

c ión de se n tid o . Y no so lam en te serían e stab le s, d ad o su «b a jo

ten or» de h isto r ic id a d , sin o so b re to d o im p erson ales , an ón im as,

cu a lqu iera qu e se so m eta al h egelian o « tra b a jo del co n ce p to »

p uede d is fru ta r la s . En efecto , ¿qué le im p o rta , desd e este p u n to

de v ista , a un m atem ático ch in o de n u e stro s d ías s i un teorem a

ha s id o inven tad o por un g rieg o o un alem án , si el cero es una

inn ovación proven ien te de la In d ia a través de lo s árabes? C u an ­

d o la s fo rm a s arraigan en trad ic io n es e in s titu c io n e s , son cap a­

ces de su p erar, relativam ente indem n es y sin gran des cam b ios,

lo s co n fin e s g e o g rá fico s , las ép o cas h istó r ic a s y el su ced erse de

las gen erac ion es (o , en caso de q u e se hubieran p erd id o , de ser

re cu p e ra d a s) . C as i con tod a se g u rid ad D ian o apoyaría to d o lo

qu e he ex p u esto h asta aquí: so lam en te in s is tir ía en que el m érito

de haber d e sc u b ie rto la form a en su p len itud poética, f ilo só fica y

c ien tífica — y de haber p u e sto en m ovim iento el p roce so webe-

riano deí «rac io n a lism o o c c id e n ta l»— co rrespon d e en prim er

lu g ar al H o m e ro de la litada, a P ín d aro , a P arm énides o a Platón .

En realidad, esto no sign ifica que despreciase o rechazase las

civilizaciones del evento por ju zgarlas inferiores. Entre o tras co­

sas porque C ario D ian o — si consideram os por un m om ento el

problem a desde la perspectiva de su biografía y de su s conviccio­

nes personales— no podía sentirse cercano a orgu llos raciales

«ario s» o a tendencias rígidam ente elitistas. Adm iraba el «gran

corazón m editerráneo» de E u ríp ides; se sentía unido, com o su

am igo C ario Felice C rispo , a la Calabria, de profundas raíces «grie­

gas» y «m editerráneas», pitagóricam ente racionales y mistéricamente

ligadas a la tierra; era realm ente un «m estizo cultural». De este

m odo, podía sen tir el orgullo y el p eso de esta doble herencia. N o

obstante, su actitu d se vincula en buena m edida a una im agen idea­

lizada, heroica y, para n osotros, algo anticuada de los m om entos

que cierta tradición hum anista ha considerado com o cum bre insu­

perable de la creatividad científica y artística: la,Grecia y la Toscana;

lugares, precisam ente, en lo s que no só lo se elige la form a filo só fi­

ca y científica, sin o en los que lo s artistas e incluso h istoriadores y

po líticos, com o Tucídides, Pericles y M aquiavelo, logran un adm i­

rable equilibrio entre form a y evento.

III

1. N o hay du d a de que la « fo rm a » representa un m om en to

raro y excepcion al, un m ilagro en el d esarro llo de la c iv iliza ­

ción , in c lu so en el de la helénica. M ás allá de lo s d a to s y de

las p refe ren cias ya c itad as, D ia n o con sidera in exp licab les las

razon es de e ste sú b ito e in term iten te florecer de la fo rm a ; o,

lo que es lo m ism o , exp licab le só lo a través de una ta u to lo g ía :

lo s g r ieg o s descu brieron la fo rm a p orqu e eran g r ie g o s , p o r­

qu e p o se ían aquel fa c to r im pon d erab le , esa x ante la qu e to d o

a n á lis is se d e tien e [ I 3 ] - E s com o decir que, en la co n c lu sió n

de una especie de larga cadena de s i lo g ism o s de t ip o a r is to té ­

lico , se d escu b rie ra que el aparecer de la fo rm a es de nuevo

un evento, un hecho no exp licab le u lte rio rm en te .

A quí acaba la historia, pero ¿dónde em pieza? L o s griegos, al

alcanzar la cim a de su civilización, su stituyen el prim itivo sentido

de la realidad com o evento por el sen tido de la realidad com o fo r­

ma, y lo descubren en el arte antes incluso que en la filo so fía y la

ciencia.

La v isib ilidad atribuida a la form a resu lta m ás p lausib le en la

escu ltura que en la poesía. En efecto, en la p lástica griega de los

s ig lo s vi y v la form a se define m ediante una luz «que procede del

in terior y arde en el lím ite que clausura. E l ejem plo por excelencia

es el A polo de O lim pia. Pero no es necesario recurrir a la estatua

de una deidad; basta una sola de las co lum nas del S u n io » (L, p.

46) . E sta lum in osidad es la belleza m ism a (a s í pues, ¿se puede

hablar de una m ism a raíz etim ológica para, en alemán, $chont bello,

y scbein, resplandecer?). Belleza que se m an ifiesta com o estup or

que golpea y llena el instante, sacándolo de lo s lím ites del tiem po

y del espacio físico , para trasladarlo a .ese ám bito caracterizado por

una extraña n o-situab ilidad oatopíacpiz P latón atribuía a lexaíphnes,

al m om ento im proviso que se m an ifiesta en su extra-territoriali­

dad respecto del tiem po (cf. P latón, Parménides, 156 c-d). En cuan­

to visibilidad contem plativa, la form a coincide con la luz: por eso

la obra de arte se presenta com o si la rodeara un aura resplande­

ciente, que surge im petuosam ente para volver a la obra sin d isipar­

se y, así, sale del centro para volver de nuevo a él.

[ l J ] Cf. 49 y, en otro contexto, C. Diano, «Edipo figlio della Tychi», en SP, p, 136, donde se refiere a «lo que Alois Riegl, en una intuición genial aún vigente, üamó Kunstwollem esa x no deducibte, donde coinciden la estructu­ra extsttncial deí hombre y la actitud formal iva del artista».

Se ha observado con ju steza [1 4 ] que ya A lois R iegl [ X 5 ]

hablaba de la «visible claridad de la individualidad absolutam ente

clausurada de las co sas» , de form a tal que no se puede separar de la

figura. En este sentido , tam bién se ha recordado a Spengler, cuya

im portancia, sin em bargo, considero un canto m arginal [ 1 6]- N o

me voy a detener en la labor de establecer dependencias direccas y

unilaterales entre D ian o y lo s d istin to s ceóricos de la «form a».

E sta idea se ha m odulado y retom ado de d istin tas m aneras en la

cultura europea, y asum ió un papel crucial desde finales del sig lo

pasado hasta la prim era m itad del nuestro. A m enudo desem peñó

funciones polém icas y se u só com o arma o talism án en distin to s

frentes: contra el h istoric ism o «invertebrado», es decir, entreteji­

do de eventos apenas regidos por un tenue hilo cronológico o es­

quem ático ; contra las « f ilo so fía s de la vida» que contraponen la

verdad inm ediata e inefable delErlcbnisa la aridez del pensam ienco

abscracto o form al; contra la interpretación de ios m itos com o

congerie incom prensible y carente de una lógica interna de carác­

ter «p o ié tico »; contra el esceticism o decadentista ligado a la sensi­

bilidad, a ía sensualidad o a la intuición inspirada e indeterm inada

del artista ; en definitiva, contra la traducción inm ediata de lo vivi­

do en la obra.

N o obstan te , resultan parcicularm ence cercanos a las p o sic io ­

nes de D ian o aurores com o H ildebrand, el Panofski de Idea, el

C assirer de la Filosofía de las formas simbólicas, las poesías y reflexio­

nes de Valéry (con su insistencia en mantener en tensión vida y

pensam iento, m ovim iento e inm ovilidad, y en unificar el pensa­

m iento m ism o con la v isib ilidad [ 17 ] ) y el Focillon de La vie des

[ 1 4 ] Cf. S . Viani, «Cario Diano c le arti figúram e», en ll stgno dtlla forma, op. c¡t„ p. 243-

[1 5 ] Cf. £1 arte industrial tardorromano [1 9 0 1 ], Madrid: V isor Dis., 1992.[ 1 6 ] L. Canfora, «D iano e il “Tram onto deü’O ccidente"», Uc. cit., pp.

219-229-[1 7 ] Valéry verá en el arce (y en particular en la danza1) precisamente este

formes, obra que se pub licó en París en 193 5 (cuyo eco, directa o

indirectam ente, parece resonar en las alusiones de D ian o al «v i­

brar» de las form as [ l 8 ] ) - N o obstante, D ian o m u estra la m ás

profunda afin idad electiva, no sé hasta que p un to consciente, ha­

cia G eorg Sim m el, sobre quien volveré a tratar en breve. E ste ú lti­

m o no só lo es el « filó so fo de la vida» por excelencia (o , si se pre­

fiere, del even to ), sin o tam bién, inseparablem ente, de su an tídoto ,

la «form a» que se revela com o auténtica «lógica del fenóm eno». La

form a se independiza del evento, para vivir su propia vida en vir­

tud de una rigurosa, en la m edida en que es aparentem ente contra­

dictoria, «ley individual».

equilibrio continuamente roco y continuamente recom puesto de «form a» y «evento», de claridad lógica y de representación espacio-tem poral perfecta del movimiento individualizado (cf. P. Valéry, L’anima t ía danza, de 1 9 2 3 ). Lo que ocurre es que para Valéry, autor del ensayo Inspiraciones mediterráneas, esta fluctuación inmóvil es, indivisiblemente, griega y mediterránea. Se puede com­probar en las primeras estrofas, de tersa belleza — precedidas sintom ática­mente por tres versos de Píndaro— de El cementerio marino. Aquí el trasfondo y el tema los propicia el Mediterráneo, tal y como se ve desde lo alto de la colina de C ite , ciudad natal del poeta (no se olvide, en este sentido, la intensa actividad poética que desarrolló el propio Diano): «Este techo, tranquilo de palomas, / Palpita entre los pinos y las tumbas. / El mediodía ju sto en él enciende / El mar, el mar, sin cesar empezando... [...] ¡Zenón, cruel Zenon, Zenón de Elea! / Me has traspasado con la flecha alada / Que vibra y vuela, pero nunca vuela. / Me crea el son y la flecha me mata. / ¡Oh sol, oh sol! ¡Qué sombra de tortuga / Para el alma: si en marcha Aquiles, quieto! / / N o, no, de pie. La era, sucesiva. / Rompa el cuerpo esta forma pensativa. / Beba mi seno este nacer de! viento. / Una frescura, del mar exhalada, / Me trae mi alma. ¡Salada potencia! / ¡A revivir la onda, corram os!» (P. Valéry, El cementerio marino, trad. de Jorge Guillén, Madrid: Alianza, 1998, estrofas I, XXI y X X II).

[1 8 ] Cf. Diano, «La poética dei Feaci», loe. cit., pp. 195 -1 9 6 : «para que el arte sea posible es necesario que, al ceder parte de la especularidad en la que se clausura», absorba la «polaridad» del evento y que, en consecuencia, «se unifiquen los dos elementos en un equilibrio que es al mismo tiempo polar y especular. E sto es lo que ocurre sin embargo se trata de un equilibrio inestable, que no puede realizarse más que en el m om ento, y se vuelve sensible en esa vibración que actúa como señal que perm ite reconocer la presencia del arte[...] Y lo que para los sentidos es vibración, para el alma es tensión entre realidad y sueño. Pues el sueño es la forma cuando no tiene más existencia que la que yo le proporciono, aquí y ahora».

2. S in em bargo, para D ian o el arte no es pura form a. En cuanto

producción, poíesi$, participa sim ultáneam ente de la form a (en la

que la existencia se disuelve com pletam ente en la esencia) y del

evento (del que asum e la naturaleza epifánica, espacio-tem poral).

D e este m odo, el arte se sitú a en el plano del «devenir», en la zona

que linda con la lógica del ser, propia de la form a, y con la del Uno

o de la con -fusión , prop ia del evento. Por eso participa tanto de la

contem plación serena y desinteresada, com o de la experiencia per­

turbadora capaz de im plicar al espectador; tanto de lo absoluto,

que carece de tiem po, de lugar y de nombre, com o de lo relativo,

cuya existencia depende, precisam ente, de estos a tributos: «En el

devenir confluyen la lógica del ser y la del U n o » [1 9 ] .

En térm in os de C roce se podría sostener que el arte es, tam ­

bién aquí, literalm ente «expresión»: só lo se m an ifiesta efectiva­

m ente en la «exterioridad» del evento, a la que llega tras su paso a

través del filtro de tradiciones y técnicas. Lo que ocurre es que,

para D iano, la expresión no es form a pura entendida com o lum i­

nosidad to ta l, sin o aletkeia, re-velación, que se desvela y se vuelve a

ocultar, que se m uestra y se esconde. Es, enteram ente, danzar y

vibrar de luz y som bra, de form a análoga a la Lichtung o «claro del

bosque» en H eidegger: térm ino, por otra parte, que el filó sofo

alemán conecta etim ológicam ente tanto con Licht ( lu z ) com o con

leicht (ligero ).

Por decirlo en un tono m ás afín al vocabulario de D iano: el

arte se sitú a a caballo entre la verdad contem plable de lo visible y

la s c o n d ic io n e s e p ifá n ic a s de l even to . E n el a r te , y m ás

específicam ente en la poesía, «hay como un halo en torno a cada

cuerpo, a cada form a, un halo que rriárca los lím ites y señala a

otro» [2 0 ] . N o obstante, su hic et nunc y suptriéchon son enteramente

diferentes a lo s de cualquier o tro evento, ya que, paradójicam ente,

[ 1 9 ] Loc.cit., p, 192 .[20] C. D iano, «La poecica di Epicuro», en SP, p. 114-

condensan tanto lo pensado/representado, com o lo vivido. En con­

secuencia, se m uestran a la par a jenos y a fin es al espac io y al

tiem po, cerrados y ab iertos, pero sin que se dé n inguna cíase de

co n m istión o Ineinander entre e sto s sectores o p u esto s. A ntes bien,

la in serción de la obra de arte en la dim ensión ep ifán ica del even­

to espac io -tem poral y su b jetivo (e sto es, la d istan cia y la co n ti­

gü id ad con lo que no es arte) co n sigu e el efecto de re fo rzar y

duplicar, com o una u lterio r y su prem a paradoja, la clausura en s í

m ism a.

C o m o he señ alado p o ca s lín eas m ás arriba, e sta teo ría se

puede eq u ip arar a la de S im m e l, au to r que A n ton io B an fi h a­

bía in tro d u c id o en la cu ltu ra ita lian a ya de sd e lo s añ os veinte.

L éase este p asa je , para cap tar la s a so n an c ias qu e ayudan a en ­

ten der el p en sam ien to de D ian o :

La esencia de la obra de arte ha de ser, en cambio, una totalidad por sí misma, que no tiene necesidad de ninguna relación con lo externo, sino que remite cada uno de los hilos de su trama al punto central. La obra de arte es aquello que, de otro modo, sólo pueden ser el mundo como totalidad o el alma: una unidad de elementos particulares que se separa, como un mundo, de todo lo exterior. Análogamente sus confines nada tienen que ver con lo que se entiende por límite de una cosa natural. En esta última, los confínes sólo son el lugar de una continua exósmosis ye ndósmosis con lo exterior, en cambio, en la obra de arte implican una abso­luta clausura que, al mismo tiempo, se manifiesta como indife­rencia, pero también defensa, en relación con lo externo y como síntesis tfhificadora respecto a lo interno. El papel del marco de la obra de arte consiste en simbolizar esta doble función de lí­mite, reforzándola [21].

[2 1 ] Cf. G. Simmel, «Der Bildrahm. Etn aesthecischer V e r su ch »[l9 0 2 ], en Id., Zur Pbitosopbit dcr Kunst, Potsdam: 1922. Banfi tradujo las siguientes obras de Simmel en el período de entreguerras: / prot/ími fondetmcntali della filosofía, Firenze: 1922, RembrattJl. L'arte rtUgioso-ertatrice, Roma: 193 I y, muy importante para entender la relación vida-forma, Intuizione della vita. Quattro capitoli mctafisici. Milano: I93&-

El m áxim o de sim ultaneidad perceptiva de las diferencias (lo

había n otado p o r vez prim era L essin g en el Laocoonte) se encuentra

en las artes p lásticas, esto es, aquellas que operan em inentem ente

en el espacio, en las que el golpe de vista contrae la tem poralidad.

En el extrem o o p u esto se encuentra la música, en la que la tem po­

ralidad del evento tiende a disolver la form a. En m edio, por así

decirlo, se sitú a la poesía, pues propicia un m ovim iento que re­

cuerda o anticipa la «v ibración » de la form a im aginada y pensada

que se proyecta en el arco espacio-tem poral de los eventos.

3. S in em bargo, no toda la gran poesía griega es m anifestación de

la form a, ni siqu iera ocurre a sí en lo s poem as hom éricos. D iano

establece una neta distinción entre e sto s últim os, una fractura que

es a la vez antropológica y de civilización, aun cuando am bas obras

pertenezcan al ám bito social de la aristocracia aquea y a la dim en­

sión religiosa que confía en la suprem acía de Zeus, divinidad helénica

de la form a (que puede diferenciarse de las otras form as sin tem or

a errores).

En la Odisea la form a term ina por sucum bir a las potencias

«prehelénicas» del evento y de lo U n o (crónicas, m istéricas, fem e­

ninas, procedentes de una única m ateria, mater-materia de índole

agraria, D em éter y D ion iso , form as paganas del pan y el vino, nu­

men «de m uchos nom bres», evocación de una falaz m ultip licidad ,

vinculada constantem ente a una potencia generatriz in d istin ta y

global com o es la T ie rra ). La Odisea recuperaría así todo lo que la

religión olím pica de la luz diurna y de la medida había som etido

parcialm ente. E sta obra se sum erge en los abism os para con jurar a

las divin idades destronadas, recluidas en el Erebo o exiliadas en el

Ades, es decir, vinculadas a creencias y cultos relativos al m undo de

lo s m u ertos [2 2 ] .

[22] Es importante recordar la atribución de ía forma a la masculinidad, por otra parce, ya presente, si bien en otros términos, en [os escrito s de «zoología» de Ariscóteles, y de ia tycht a lo femenino (en un sentido casi

Los héroes epónim os de la form a y del evento son , respectiva­

mente, A quiles y O diseo . Sin em bargo, desde esta perspectiva las

razones para d istin gu irlos no quedan suficientem ente ilu stradas y

ju stificad as. C iertam en te las características del «m ejo r de los

aqueos» se d istinguen con mayor n itidez una vez que se m iran «a

la luz de la form a». Aun así, el fundam ento de esta identificación

parece apuntar prim eram ente a un genial collage de analogías (al

igual que ocurre en el caso de O d ise o ), antes que a una figura de

por sí bien trazada.

Com o en el concepto de form a, tam bién la fuerza de A quiles

emana directam ente de un centro, de s í m ism o; de nuevo, com o en

la forma, la brevedad de su vida de sem idiós se consum a de manera

esplendorosa en una juventud que no teme a la m uerte. In cluso su

propia ira m an ifiesta el rechazo a com prom eterse con el m undo

externo, la voluntad de no parecer d istin to de lo que es, pues só lo

encuentra su propia m edida en s í m ism o.

El hecho es que — com o ocurre con la op osic ión categorial

entre form a y evento— tam bién su s encarnaciones literarias resp i­

ran la enrarecida atm ósfera de unas abstracciones que propician un

dualism o irreductible. Abstracciones: pues también la idea de evento

es una form a y las form as, ya lo sabem os, no pueden ju stificarse

m ás allá de cierto lím ite. D ualism o: porque la única form a de de­

fin ir cada uno de lo s térm inos es en virtud de su m utua oposición .

Por eso, frente a Aquiles, héroe del ser, necesariam ente se ca­

racteriza a O diseo com o su contrario, com o el héroe de la aparien­

cia: de la astucia, de la inteligencia, de lo s acu erdos y de lo s

fingim ientos, de los disfraces y de la u tilización de tod o recurso

técnico. En pocas palabras, es el héroe de las d istin tas m an ifesta­

ciones y m aquinaciones indirectas, oblicuas y «hetero-centradas»

de la metis y de las artes de la m ediación (verbales y m ateriales).

cercano a la tradición iconológtca o a esa otra, tan maquiavélica, en virtud de la cual la Fortuna es mujer).

Pero lo cierto es que la form a no es de suyo susceptible de m edia­

ción, m ientras que «el evento se da enteram ente en ía m ediación»

(FE, p. 7 8 ) , ya que se sitúa en el tiem po y en sus conexiones.

E l razonam iento de D ian o resulta m ucho más su gestivo (se­

ñal de que contiene sim ientes de verdad, dignas de ser desarrolla­

das) , aunque m enos convincente, cuando contrapone la form a, como

visib ilidad plena e integral de la figura de Aquiles, al aparecer es­

quivo y lateral del evento, p erson ificado en O diseo:

Porque, si bien el evento es siempre algo discinto de lo que apa­rece, la forma, en la que coinciden «ser» y «ser visto», se da enteram ente en la superficie, sobre un único plano: es la frontalidad y la «vista de conjunto» de la plástica arcaica y clási­ca. Aquiles mira siempre al frente, tiene un aire «cuadrado», como las estatuas del Canon de Policleto. En cambio Uíises siempre aparece torcido, itoXÚtiAokoc, «todo escorzos y espirales», como el puípo de ía jarra minoica de Gurniá y de la comparación que aparece en los versos de Teognis: ttoXÚttXokoí; y tro Aatc porros, mó­vil y presente en los trescientos sesenca grados de ía circunferen­cia... (FE, pp. 84).

A qu iles es «h e lén ico », U lise s es «m ed iterrán eo». E s te ú lti-

m o parece rep re sen tar el anh elo de una co n ju n ció n enere el

t ip o ideal de la n o b leza aquea, m ilicar y agon al, y el expon en te

u cóp icam en te m ás ev o lu c ion ad o de la c iv ilización «m ed ite rrá ­

n ea», com o d e m u estra el e jem p lo de lo s feacios, h o m bres d o ­

tad o s de ta len to p ara la técnica y la organ izac ió n , rá p id o s en

su s d e sp laz am ie n to s p o r m ar, e ficace s a la hora de actuar,

a te n to s a las gan an c ia s fru to del co m ercio y, so b re codo, p ac í­

fic o s , entre o tra s c o sa s p o rq u e n ecesitan la p az para m antener

su in depen den cia y p od er in crem en tar su s in tercam b io s co ­

m ercia les. D e e ste m o do , en la Odista «se en frentan d o s idea­

les de vida: el de las a r isto c ra c ia s gu erreras que tiene su re fle ­

jo p o sit iv o en la litad a , y el de una c iv ilizac ió n m arítim a

fu n d ad a en la técnica, qu e aborrece la gu erra y cuyas m ira s se

d irigen a la p az » [ 2 3 ] .

D e este m odo, va surgien do la sospecha de que D ian o — al

igual que A dorno y H orkheim er en Dialéctica de la Ilustración, obra a

la que, en este punto, se adhiere en parte su antiguo d iscíp u lo del

período am ericano, M o ses I. Finley, en E l Mundo de Odiseo— tiende

a ver en este héroe de la astucia y de la inteligencia, tan to el p ro to ­

t ip o del «hom bre ideo lógico» m oderno, que oculta con razon es

e speciosas su s intereses individuales, com o el prim er adalid del

«hom bre tecnológico», que no busca la verdad sin o la eficacia.

E sto explicaría a lgunos de lo s m otivos por lo s que Pareto ejer­

ció una notable e indeleble im presión sobre el joven D ian o. En

efecto, «n o dejaba de repetir [...] que había “ com enzado a enten­

der algo de la h istoria y, en generkl, de la realidad de las co sa s” só lo

después de leer el Tratado de sociología general de V ilfredo Pareto. Ahora

bien, si hay algo por lo que D ian o pueda considerarse deudor de

las doctrinas de Pareto, entiendo que debe buscarse, m ás que en la

teoría de las elites, en la consciencia de la relación que une “ rema­

n en tes” y “ derivaciones” » [2 4 ] . Pero, en definitiva, lo s «rem anen­

tes» y las «derivaciones» no son otra cosa, en la term inología p o s­

terior de D iano, que la revelación del carácter «m editerráneo»,

«o d isé ico » y oportu n ista de las «acciones n o-lóg icas» que caracte­

rizan la experiencia vivida que no se ciñe a la form a, alejada de la

ciencia, de las relaciones lógicas hacia las que la m ayoría de los

hom bres se sienten paretianam ente so rdos y ajenos, porque la cien­

cia (o la «fo rm a») só lo se constituye allí donde resulta posib le

neutralizar los conflictos y conciliar lo s intereses de to d o s. E s el

caso de la m atem ática, a pesar de que H obbes llegara a so sten er en

el Leviatán que, si el poder p o lítico quisiera, ni siquiera el teorem a

de P itágoras sería verdadero.

[2 3] C. Diano, «La poética dei Feaci», he. eit. p. 2 0 ? .[2 4 ] Longo, «Cario Diano dieci anni dopo», ioe. eit., p. 212.

I . A sí pues, la form a no se m anifiesta norm alm ente en su gran­

dioso aislam iento . Aparece siem pre ligada al evento en la medida

en que se-transm uta en una «form a evéntica» o, en el lenguaje de

C assire r , en una « fo rm a s im b ó lic a » (en ten d id a en se n tid o

etim ológico , es decir, las partes se recomponen a la manera delíym-

bálltin, del «juncar» los do s fragm entos de un sign o de reconoci­

m iento) [2 5 ] . Tam bién el rito es un ejem plo de «form a evéncica»,

pues al repetir según un orden secuencial preciso e inalterable algo

que se su pon e que ha ocurrido in ¡lio tempore, lo hace visible, esto es,

lo form aliza, y a sí reúne lo «represen tado» y lo «vivido». D e este

m odo, en el seno de la form a evéncica se experim enta la unidad en

la polaridad, m ientras que, por el contrario, en sí m ism a «la forma

es absolutam ente especular e idéntica» (L, p. 3 0 ).

«E n el lím ite que separa lo s re in os de la form a y del evento se

en cu en tra la m u erte , ya sea de una de las d o s ca teg o ría s o del

hom bre. D e ahí lo U n o de P lo tin o , el Brahm a y la N ad a de los

in d io s, la N a d a de Lao T z e » ( F E , A péndice, p. 1 0 1 ) . Pero, <se

tra ta de la m ism a m uerte com o separac ión , co n trap u esta al am or

com o u n ión , qu e D ian o ha e stu d ia d o con tan ta agudeza a p artir

d e lÁlcestis de E u ríp id e s? S ó lo en p arte y en un se n tid o a b so lu ta ­

m ente o r ig in a l. En efecto , A lc e s tis es una auténtica d o b le figu ra

« s im b ó lic a » de la separación su tu rad a , una heroína canco de la

form a com o del evento. En el p rim er caso, porqu e resp on d e a fir ­

m ativam ente — in m ediatam en te y sin el m enor cálcu lo de co n ­

veniencia, com o A qu iles— a la p regu n ta de si una p erson a puede

m orir por o tra [2 6 ] ,

[2 5 ] En Iz Filosofía de las formas simbólicas de E. Cassirer la forma es «sim bó­lica» en cuanto se vincula a la experiencia, al evento. Cf. E. C assirer, Filosofía dt las formas simbólicas, erad, de A, M ozones, México: FCE, 1971.

[26] Cf. C. Diano, «Senso dell’Alcesti», en SP, pp. 3 39-47 y en particu­lar la p. 342: Admeto «no puede impedir que su mujer haga una hazaña que la

E s así com o la form a expresa la voluntad que desafía a la muerte.

Lo que ocurre es que — y es éste el sen tido en el que A lcestis es

tam bién heroína del evento— ella actúa por amor, y «el am or quie­

re la resurrección» [2 7 ] , la repetición de lo ya acontecido, cosa

im posible en el ám bito de la pura form a. Por esta razón, según

D ian o , el Alcestis de Eurípides — com o la IV égloga de V irgilio—

se encontraría «entre las profecías paganas de C r is to » [2 8 ] .

2. S i m ediante el arte, por tanto, la form a universal se m uestra

epifánicam ente com o una configuración particu lar del evento, en

cam bio, en la filo so fía y en la ciencia griegas la form a reluce en

toda su cristalina lum inosidad: tam bién el tkeorcin im plica la bú s­

queda de una victoria frente a la m uerte, el anhelo de alcanzar, en

esporád icos m om en tos de felicidad, la vida de lo s d ioses. E s to

ocurre a partir de Parm énides, que se presenta com o el inigualado

adalid de la form a. En efecto-, para este ú ltim o la form a se m uestra

com o una unidad compacta, indestructible y eterna carente deápeiron

periéchon — «esférica» y conclusa— en la que se vinculan pensamiento

y ser, a través de la autoreflexión del «es-es», y el unum et idem de

su je to y predicado.

L a fo rm a, aun cu ando se vaya m arg in an d o y d eb ilitan d o

p rogre sivam en te , tod av ía m antiene su p rim ad o so b re el even­

to con P latón , A ris tó te le s y E p icu ro («e l ú ltim o A qu iles del

m u n d o g r ie g o » ) [ 2 9 ] , para d erru m b arse fin alm en te con lo s

pone a! mismo nivel que los hombres, para quienes el sacrificio, según el código caballeresco al que obedecen, es una obfigación que va más allá de la persona histórica en favor de ¡a cual se realiza la oblación y se inscribe en el firmamenco de esas «form as» que, ya desde los orígenes, habían stdo las ma­trices secretas de ta vida y det arce griego». Ei análisis que hace Diano de la tragedia evidencia, entre otras cosas, que las formas son también los ideales éticos, las normas de conducta que de suyo se respeta en un códice «objetivo», en el que ei individuo desaparece y por el cual está dispuesto a sacrificarse.

[2 7 ] Loe. cit., p. 344-[ 2 8 ] Loe. cit., p. 347.[2 9 ] No sólo por su serenidad al afrontar el dolor y ta muerte, sino tam-

esro ico s. S ó c ra te s , que se sitú a en este cruce de cam in os, re­

presen ta la unión de estas d o s alm as: «tiene ia in te ligen cia de

U lise s y la fu erza de A q u iles, pero m uere com o A q u ile s , acep­

tando co n sc ien tem en te la m u erte y m irándola a la cara, para

no desm erecer en la fo rm a» (F E , p . 8 6 ) .

En A r is tó te le s la fo rm a se p resen ta , en su nivel m ás alto,

en la co n cep c ió n de lo d iv in o com o perfección a b so lu ta del

bíos tbeóretikós, de la co n tem plación exclusiva de s í y de su n atu ­

raleza de «m o to r in m óvil» , que — a sem ejanza de lo am ado o

de la ca lam ita— atrae sin se r a tra íd o : «P o r vez prim era, el

hom bre co n tem p la la acción pura, que cieñe su fin en s í m is­

ma, que re torn a a s í m ism a y es ju eg o , esa acción qu e lo s grie­

g o s exaltaron en su s en cu en tro s agon ales y que A ristó te le s

p roclam ará, en tan to que pura enérgeia, p rop ia de la form a, la

acción en la que el hom bre es lib re, y la única qu e gu ía a la

c ien cia» ( F E , pp . 7 4 ) * En el p lan o hum ano, el in te lecto activo

a r is to té lic o represen ta la d e fin ic ió n m ás cum plida de la form a

aucosu fic ien te («e l noüs se ve a s í m ism o por p artic ip ac ió n

con el «oérón»). A hora, sin em bargo , es só lo el p á lid o refle jo

del e sp le n d o r d iv in o , el «ú ltim o O lim p o » de fo rm a s que han

acabado «e x a n g ü e s» [ 3 0 ] .

El D io s de A ristóteles es form a por excelencia, se encuentra al

margen del tiem po y del espacio y, por tanto, del m ovim iento. Es

autorreferen cial, soberanam ente o c io so com o tam bién lo serán

— en los intermundia, alejados de lo s lucrecianos magna rtaufragia de

bien por haber proclam ado que «el amigo morirá por el am igo», cf. Ur. át., p. 341 y C. Diano, «La filosofía del piacere e la societi degii am ici», en SP, pp. 271-288.

[30 ] F £ , p. 68. Com o etJos o «cosa vista» la forma no no puede verse más que desde sí misma: «Porque el o jo o el intelecto que la ve (y o jo o intelecto son aquí la misma cosa) no lo son más que en la medida en que la ven; como dice Aristóteles "entendimiento e inteligible se identifican” y sólo en la for­ma se ven a sí m ism os (Mrf., XII, 1072 b 2 0 ). Pero es un acto que no está en el tiempo» (L , p. 30 ).

los eventos del universo— los d ioses de Epicuro [3 1 ]- En este

sentido am bas concepciones de la divinidad difieren radicalm ente

del intervencionism o providencial que caracteriza al d ios esto ico ,

«fu ego do tad o de arte» que entrevera tod o evento, opera tan to en

lo particu lar com o en lo universal y, así, al extenderse en el espacio

y en el tiem po, se convierte en h istoria y existencia.

Para ju stificar que perm anezca esta naturaleza de la form a a

través de lo s sig lo s y los m ilenios, se invoca a dos f iló so fo s con­

tem poráneos: el prim ero, dada la form ación del autor, cae por su

propio peso ; en cam bio el segundo, si se tiene en cuenta su índole

extem poránea en la Italia de la época, no hace sino co n firm a rla

sorprendente curiosidad intelectual de D iano. Se trata respectiva­

m ente de G entile y de W ittgenstein : «G en tile escribía que “ no es

posib le ver los p rop io s o jo s más que en el espe jo ". Lo m ism o venía

a decir W ittgenstein : “ El su je to no pertenece al m undo, sin o que

es un lím ite del m undo. ¿D ónde descubrir en el m undo un su jeto

m etafísico? D ices que ocurre aquí enteram ente com o con el o jo y

el cam po visual: pero el o jo no lo ves realmente. Y nada en el cam po

visual perm ite inferir que es v isto por el o jo ” (L . W ittgenstein ,

Tractatus logico-pbilosopkicus, 5 .6 3 2 - 5-63 3 )» (L , pp. 3 2 -3 3 ) .

3. Pero el centro de gravedad del d iscu rso se aleja nuevamente

en dirección a la tyche. ¿C óm o es posib le que a partir de la lum i­

nosa categoría de la form a se retroceda nuevamente a la vivencia

del evento, a partir de la cual lo s esto icos darán lugar a una

auténtica lógica que propiciará la aparente paradoja de que se

pueda hablar — en térm inos de ío universal, deí lógos— de io par­

ticular y del azar?

[3 1 ] Epicuro, como es sabido, es un autor en quien Diano ha invertido muchas energías y sobre el que ha conseguido notables frutos canto en el campo filológico como en filosófico. Véase, sobre todo, además de las d istin­cas ediciones de textos y otras contribuciones, los estudios recogidos en los Stritti rpicurei, Firenze: 1974 y, en otro plano, «La poética di Epicuro», loe. n t pp. 71-117-

L as e tap as de esce p ro ce so so n d iversas, pero la dirección

hacia la qu e su m archa tiende h istó ricam en te , tal y com o D ia ­

no la enciende, parece unívoca y precisa. El co n cepto de tyche

— ya lo sa b e m o s— com ien za a ad q u irir valor au tó n o m o en

to rn o a la m itad del s ig lo V, con A n axágoras. L o s even tos del

m undo p ierden a s í su v íncu lo m iste r io so con la om n ipresen -

cia y om n ip o ten c ia del numen y no tienen o tra cau sa que sí

m ism o s (y ’ co m o dice Y o c asta en Edipo rey: « lo m ejor es vivir

al d ía , co m o se p u e d a » ) . La tyche, palabra qu e h asta en ton ces

tenía un re sab io eru d ito , en el s ig lo IV se d ifu n d e «entre el

vu lgo , qu e la tran sfo rm a en una d io sa : la F o rtu n a » (F E , p.

54 )- E lla rige el m undo en su s su ce siv o s a ltib a jo s ; da m iedo,

p ero se c o n s id e ra p o s ib le a d o ra r la y g ra n je a r se su favor.

A sí ah ora se vive un m u n d o huérfan o de la fo rm a, pero tam ­

bién lib re del nexo trág ico de un d e stin o qu erid o p o r lo s d io se s y

de la r ig id e z de la je rarqu ía so c ia l, un m undo en el que cualqu iera

es p o ten c ia lm e n te — al ig u a l que E d ip o — «h ij o de htyché», e sto

es, s im ila r a un «b a sta rd o » qu e la buena fo rtu n a ha generado, la

m ism a fo r tu n a qu e arran có de las g arras de la m u erte al n iñ o ex­

p ó sito y qu e lo llevará a con vertirse en tirano de T ebas. P ero can­

to den tro co m o fuera del tea tro , la traged ia aún no ha llegad o a

su térm in o , p u es la F o rtu n a m u estra su o tra faz y no se deja en­

g a tu sa r ni ad u lar fácilm en te. N i s iq u ie ra a u n cu an d o , com o E d i­

po, en una ép oca de n eb u lo sa an g u stia , se llegue a a d q u ir ir la

«con cien cia de la p rop ia fo rm a » — al descu brir que es ungennaios,

que perten ece a una noble e s t irp e y está d o tad o degnome, de una

aguda cap ac id ad para com pren der y evaluar tan to lo s en igm as de

la v ida co m o lo s de la E s f in g e — será p o sib le a lcan zar el perdón.

En e fe c to , la tyche es capaz igualm en te de acarrear la ru ina, de d e s­

tru ir de fo rm a im prev ista lo s even tos y m o strar a sí que «n in gu ­

na fo rm a es ab so lu ta y tod a sab id u ría es ciega» [3 2 ] .

[3 2 ] C f. FE, p. 67 y «Edipo fig lio delta Tyckí», loe. tit., p. 132 (aquí Diano

En relación con el p erío d o u lte rio r (el he len ism o, que se ­

ñala la a firm ación defin itiva de la tyche) to d o el an á lis is de

D ian o re p o sa en un fu lcro casi tá c ito : la convicción de qu e no

se crata tan to de una época de c r is is , com o de una ed ad de

flo rec im ien to y lozan ía del in d iv id u alism o : el evento , p o r d e­

fin ic ión , in d iv id u aliza e « h is to r iz a » , m ien tras que la form a

hace que lo sin gu lar d esap arezca ju n to con su s v ic is itu d es .

En esta fase histórica, triun fa el evento porque se debilitan las

fuerzas que lo habían com batido y m antenido a distancia: la aris­

tocracia agonal y guerrera, que ilu stra tanto la litada com o la obra

de Píndaro; el espíritu com unitario panhelénico que — con su s

form as ordenadas incluso en el ám bito de lo m ilitar: el ejército de

hoplitas y la flo ta que ejecuta m aniobras precisas— se op u so con

éxito, en M aratón y Salam ina, a las poderosas fuerzas del d e sp o ­

tism o persa. En este nuevo período, tanto en Grecia (que se convir­

tió primero en un protectorado m acedonio y a continuación en te­

rreno de incontables guerras civiles y de endémicas turbulencias p o ­

líticas) com o en el mundo de la koinc — que surge com o prolonga­

miento e hibridación de la fusión de la propia civilización griega con

las asiáticas y africanas— se asiste a un renacimiento de aquel arcai­

co estrato mediterráneo y a la «la lenta pero cada vez m ás profunda

penetración de elementos étnicos de procedencia oriental» [3 3].

P ero ¿qu ién llega a A tenas d esd e O rien te para re fo rm u lar

en térm in o s f ilo só f ic o s la experiencia vivida de la «rea lid ad

com o even to»? P recisam en te lo s p ad res del e sto ic ism o : Z e-

sólo habla de Edipo, sin enfrentarse directamente a las condiciones existen- ciales posteriores). Véase para ocros notables puntos de intersección con estas tem áticas artículos como «L 'uom o e l’evento nella tragedia atcica» (1 9 6 5 ), ahora en SP, pp. 503-327 y «La rfcht e il problema dell’acidente» (1 9 6 7 ), ahora en Studi t sttggi di filosofía antica, Padova: 1972, pp. 2 7 9-282 .

[3 3] FE, p. 52. Parece razonable objetar que, precisamente en ese mo­mento, florecen en la escuela alejandrina (además de la mecánica, la ingeniería hidráulica o ía filología) las ciencias formales, como la matemática, la astro­nomía o la geografía astronómica.

nón, que llega de F en icia , y C r is ip o , de C ilic ia , con su lógica

co n d ic ion al del « s i... en to n ces» que, según D ian o , deriva de

las fo rm a s de « re lig io s id a d se m ítica» y de la trad ición «m án-

tica», qu e «q u e en n in gún lu g ar a lcanzó las p ro p o rc io n es que

lo gró en M e so p o ta m ia » (F E , p . 59 )-

4- L legados a este punto, es lícito preguntarse: ¿puede la form a

realm ente desaparecer en el torbellino del evento, tanto en el nivel

categorial com o en el h istórico-fenom en ológico? M ás en general:

¿es concebible un evento individual o un fluir de eventos carente

por com pleto de form a (y viceversa), sin caer en una h ipóstasis de

ralea kantiana, en una entidad sim ilar a la «cosa en sí» o en tablas

de categorías eternas, análogas a las de los m andam ientos divinos

que M o isé s baja del m onte Sinaí? M ax W eber intentó solvencar

este dilem a a través de su s « t ip o s ideales», p uras construcciones

conceptuales, estructuras que tienen sentido no porque reflejen la

realidad en sí (concepto para él intrínsecam ente co n trad icto rio ),

sino porque ofrecen cuadros de inteligibilidad diferenciada de las

d istin tas form as del actuar hum ano.

N o obstan te, las categorías de D iano — «fen om en ológk as» ,

ciertam ente, y no «o n to ló g icas» , pero siem pre referidas a la p o si­

bilidad de describir esencias o fenóm enos que deben existir en cual­

quier lugar y m undo (al m enos com o las husserlianas reine Wesenhei-

ten, «p uras esencias» o fo rm a s)— no renuncian a la aspiración de

entender la realidad y hacer com prensibles los datos filo lógicos.

E s ésta una elección perfectam ente respetable en orden a construir

un m étodo que a m enudo reporta ideas heurísticam ente afortu n a­

das, ilum inaciones no previstas, m arcos intelectuales capaces de

localizar fenóm enos antes d isp erso s y descubrim ientos aislados.

Por su p u esto , tod o esto no qu ita para que, en ocasiones, no con si­

ga engarzar la form a y el evento, o evitar los g iro s fo rzad os y las

sim plificacion es que resultan de aplicar un esquem a binario dem a­

siado ríg id o en la com prensión de problem as de gran com plejidad.

Se p odría , desde una p erspectiva d isc in ta , in d icar o tro s

m o delo s qu e pud ieran servir de co m parac ió n y m o stra r — p o r

e jem plo— cóm o en el nivel concepcuaí la re lación enere « fo r ­

m a» y «even to» no se tradu ce tan to en una o p o sic ió n d iam e­

tra l com o en una co m plem en tariedad « s im b ó lic a » , en una co n ­

nivencia an tagó n ica (q u e perm ite in s titu ir , a través de una

refinada ars combinatoria, grad ac ion es «b ien tem p e rad as» que

oscilan en tre un m áx im o de « fo rm a » y un m ín im o de «even ­

t o » ) . T am b ién , p o r p ro se g u ir con esca h ip o té tica com parac ió n

a d istan cia , se p o d ría so sten er que n in gún evento es una m era

vivencia am orfa , com o se p resu p on e irrem ed iab lem en te cu an ­

d o se atribuye una m en talid ad p re ló g ica a lo s p r im itiv o s . D e

este m odo, las fo rm as m ism as se pueden co m pren d er igual de

bien (o in c lu so m ejor) en el ám bito de lo s s is te m a s categ o ria-

les que se articu lan , p o r e jem plo , a través del co n ce p to de

«m e ta -m o rfo s is» , de la tran sfo rm ac ió n «g e sta lc ica » de las d i s ­

tin ta s fo rm as en m ú ltip le s co n fig u rac io n e s de geo m etría va­

riable. P rec isam en te p o rq u e la c o n tra p o sic ió n en tre las fo r ­

m as y lo s even tos co n creto s y su s p e r ife r ia s no im plica que

aqu éllas su stitu y an a e s to s ú ltim o s; la s fo rm as p oseen su p r o ­

p ia h isto r ic id ad que se estru ctu ra a través de n u m erosas y

co n tin u as gem acion es. En defin iciva, se p od ría co n clu ir señ a­

lan do que, in c lu so en térm in os estr ic tam en te h istó r ic o s , la víe

desformes e s m ucho m ás rica e in in terru m p id a de lo que la co n ­

sid era D ian o , qu ien la concentra su stan c ia lm en te en d o s ú n i­

cas isla s a fo rtu n a d a s p erd id as en el océano de lo s even tos.

E s to le lleva a su b estim ar su co n tin u o y v ig o ro so renacer, e s ­

pecialm en te en n u e stro s d ías, ya que D ia n o en tien d e n u estra

época en térm in o s típ icam en te h e id eggerian o s: p o r una parte ,

se da un in e lu ctab le d o m in io de la técnica, m ien tras que, p or

o tra , el hom bre m o dern o su fre una «o d ise ic a » in q u ie tu d que

le com pele a in fr in g ir las fo rm as ya dad as para, así, exp eri­

m entar de nuevo y vivir in ten sam en te , de m anera excesiva, una

gran can tid ad de even tos qu e se com prim en en el tiem p o más

breve p o sib le .

Pero , ¿con qu é o b je to tra z a r to d o s e s to s e scen ario s con ­

ceptu ales a je n o s al p lan team ien to expreso de D ian o ? Sen c illa ­

m ente para co n firm ar, en au sen cia de una via regia com ún y

creíble, no só lo cuán d is t in to s pueden re su lta r lo s cam in os

que llevan al co n o c im ien to , s in o tam bién de qué m anera cada

d isp o s it iv o de se n tid o hace co n sp ic u o s c ie r to s fen óm en o s

m ien tras o fu sc a u ocu lta o t r o s . S in em bargo, é sta es la fu n ­

ción de las id e as y de lo s p u n to s de v ista que n o s orientan .

Por fortuna, Formay evento nos perm ite descubrir un pequeño

clásico en la galaxia de la cu ltura actual. El trazado de este libro, en

efecto, posee una originalidad d ign a de un clásico, algo que el lec­

to r podrá com probar en persona, recorriéndolo con un provecho y

placer intelectual m ás que previsible. Consticuye un testim onio

ejem plar de ese rigor que no incurre en la pedantería, de un estilo

de investigación cada vez m ás raro: aquel que, por un lado, incita a

tom arse en serio la coherencia argum entativa y, por otro, a tratar

de recon stru ir el sentido m ás rico, el menos banal, a p artir de la

docum entación dispon ible (renunciando así a la in sign ifican te ba­

jeza, travestida de m odestia laboriosa, de quien renuncia a pensar

por s í m ism o, ya que sin duda resu lta más cóm odo y m enos arries­

gado apoyarse en la autoridad ajena hurtada al por m ayor).

La a c t itu d de C ario D ia n o resu lta hoy p articu larm en te

estim ab le fre n te a la can tid ad de d e sp erd ic io s cu ltu ra le s que

desde hace tie m p o se acu m u lan p atéticam en te ante n u e stro s

o jo s . C u a n d o p ro líferan o b ra s e in terpre tacion es co m p u esta s

segú n c r ite r io s estr ic tam en te a rb itra rio s, fru to de ló g ic a s va­

cilan tes, llen as de in fo rm ac io n e s descu idad as e in ad m isib le s,

ap u n ta lad as p o r a r t i f ic io s r e tó r ic o s de baja e s to fa ; o bien

cuando los te x to s desem bocan en universos au to su fic ie n te s ,

que aten úan h asta hacerla d esap arecer cu a lq u ie r d iferen cia

entre su d im en sió n in terna y la «e x tra-te x tu a lid ad » ( t r a n s fo r ­

m an do ideas y even tos en «e fec to s de có d ice» o « s im u la c ro s» ) ,

sea en ton ces b ien ven ido este lib r ito , qu e m u estra en qué con ­

s is te la se ried ad a la hora de a fro n tar las fac iga s p ro p ia s del

o f ic io y la fid e lid ad a lo «rea l» en ten d ida , de fo rm a elem en tal,

co m o re sp eto p o r la co m p le jid ad de las re feren c ias «e x te rn as»

a aqu ello que aún no hem os co m p ren d id o y que c iertam en te

no se deduce de lo s « te x to s» .

FORM A Y EVENTO

Principios para una interpretación del mundo griego

La investigación , cuyos prim eros resu ltados presento aquí de for­

m a extrem adam ente sum aria y en buena m edida provisional, nació

de manera totalm en te fortu ita a partir de un problem a técnico de

h istoria de la f ilo so fía griega: la cuestión de las relaciones entre el

silog ism o de lo s esto icos y eí de A ristóteles. A lo largo de mi expo­

sición se m ostrará , según espeto, qué sign ificado le doy a lo s tér­

m inos « fo rm a» y «evento», así com o dentro de qué lím ites me

hago cargo de ellos. La explicación seguirá el orden en que se me

han ido presen tan do lo s problem as y de este m odo com enzará por

el final para rem ontarse a su s orígenes. S i es verdad, com o quería

A ristóteles, que en toda indagación es preciso partir de lo que nos

es m ás cercano y, en consecuencia, tam bién m ás conocido, el reco­

rrido que me he visto ob ligado a seguir, ajeno a cualquier presu­

p uesto doctrinal y azaroso en su s prim eros pasos, podría tener

valor de m étodo .

C uan d o se habla del silog ism o , se piensa en el silog ism o de

A ristóteles. E l ejem plo más m anido es el de Pedro o, si se prefiere

un nom bre griego, pongam os C oriseo : C oriseo es un hom bre y,

porque es un hombre, un día u o tro necesariam ente morirá. ¿De

dónde surge esta necesidad? D e la esencia, que proporciona a

C oriseo su form a; una form a que contiene en s í m ism a los contra­

rios y, com o tod as las form as de n uestro m undo sublunar, no tiene

realidad m ás que en la su cesión de lo s ind iv iduos que la encarnan

én el orden del tiem po. Y é s to s cam bian, com o las hojas de la

im agen hom érica.

Pero, ¿cuándo y cóm o m orirá C oriseo? A ristóteles no alcanza

a decirlo, no lo sabe. Y no p orqu e sea un hombre y no un dios: ni

siqu iera un d io s lo sabría. En su universo nadie puede saberlo; esto

es así p o r una razón harto sim ple, y es que la hora y el m odo de la

m uerte de C oriseo constituye un evento individual. L o s eventos

individuales encuentran su prin cip io en la m ateria y, com o só lo

dependen de causas eficientes, escapan a la necesidad propia de la

form a, la única que tiene valor ab so lu to y perm ite la previsión y el

silog ism o. L o s eventos indiv iduales só lo adm iten una necesidad:

la del hecho una vez que ha ocurrido , puesfactum infectumfieri nequit

[nadie puede hacer que lo que ha ocurrido no haya ocurrido]; ni

siqu iera lo s p rop ios d ioses, com o dice A gatón, podrían conseguir

que no haya ocurrido. S in em bargo, antes de que se consum e el

hecho, esta necesidad es kí, í)iTO0éo€cog y se expresa m ediante un

«si» . Traduzco de la Metafísica: «¿M orirá de m uerte violenta? S i

sale. ¿Y saldrá? S i tiene sed. ¿Y tendrá sed? S í...» . Pero no se puede

llegar muy lejos. En cierto p u n to la serie se detiene: se llega a un

«si» que «n o depende ya de o tro », y de las dos p osib ilidades que la

alternativa com porta, «se realizará emotép’ etuxeu»... ¿Q ué quiere

decir esto? La que se realice. O si se prefiere su stitu ir el verbo p or

un nom bre y expresarlo m ediante una figura: la que el azar o la

tÚxti quiera.

L o s esto icos retom an este « s i» de la necesidad hipotética que,

finalm ente, excluye toda necesidad y se resuelve en la pura indeter­

m inación de la tycbi\ sin em bargo, los esto icos niegan la tyche. Ign o­

ran el silo g ism o que extrae su necesidad de la form a: su silogism o

tiene do s figu ras principales, una h ipotética y otra disyuntiva. Es

preciso señalar un hecho capital y que generalm ente no se tiene en

cuenta: los térm inos enuncian eventos y no conceptos. L o s con­

ceptos no tienen realidad: lo s esto ico s son enteram ente nom ina­

listas: só lo lo s cuerpos son reales. Pero no lo s cuerpos en cuanto

tales, ya que se recaería en la form a y por tanto en el concepto, tal

y com o ocurre con Epicuro, sin o lo s cuerpos com o realidad h istó ­

rica, en el acto en que adquieren sentido , en pocas palabras: com o

eventos, xa según su propia expresión.

D e aqu í su rge la doctrina en virtud de la cual, por una parte,

só lo el presente es real y, por otra, en todo ju icio el predicado es

siem pre un verbo, incluso cuando tiene la form a de un nombre.

«Só crates es v irtu oso» equivale a «Só crates está ejercitando su vir­

tud». Por eso lo s esto icos afirm an que la virtud es un cuerpo:

¿dónde podría encontrarse la virtud más que en este Sócrates de

aquí que bebe la cicuta? H e aqu í su s fam osas y universalm ente mal

com prendidas categorías. Prim ero está el su jeto : el puro y sim ple

«esto», que, com o ellos dicen, se señala con el dedo, y no tiene otra

determ inación que la de ser hic et nunc. D espués viene la cualidad,

que ocupa el lugar de la form a, pero siem pre com o cualidad h istó ­

rica: el ejem plo que se nos ofrece es: ¡Sócrates! En tercer lugar se

encuentra elirci^ ’kytiv, el encontrarse en esta o aquella otra condi­

ción particular, y abarca tod o lo que para A ristóteles y Epicuro

caía dentro de la esfera del accidente. La cuarta y úlcima categoría,

en la que se encuentran com prendidas todas las dem ás y la única en

la que llegan a ser reales, es la relación, la categoría de la realidad en

acto, donde el «aq u í» coincide con el «to d o » y el «ahora» con el

«siem pre», y que C risip o com paraba a la bóveda. Por canto: ese

Sócrates de ahí, ese que está d iscutien do con Calias. iO n evento!

E sta es la realidad...

A sí pues, si esto ocurre, ocurre esto otro... o, com o ellos dicen,

sustituyendo por núm eros las letras de las que se servía A ristóteles:

si acaece lo prim ero, acaece lo segundo, ya que el evento se da en el

tiem po y el tiem po se expresa con el núm ero. S i acaece... Para

A ristóteles, com o hem os v isto , este «s i» abría una serie que en

cierto pun to se perdía en la nada. Lo m ism o vale para Ep icuro . En

efecto, la desacreditada doctrina del átom o no es sin o una tran s­

p osic ión de la teoría aristo té lica del accidente, de form a tal que el

á tom o cae en línea recta pero, cuando m enos se lo espera uno, se

desvía y rom pe la faral serie de las causas. D e o tro m odo, dicen a

coro A ristó teles y Epicuro, to d o sería por necesidad. Los e sto ico s

se sublevan. ¿Una serie causal que se pierde en la nada? ¿Por qué

no ha de ocurrir tod o por necesidad? ¿D ónde queda la unidad del

m undo y, con ella, D io s y la virtud, si no se produjeran to d o s los

eventos por necesidad? Pues en definitiva todo ju ic io es verdadero

o fa lso . Y de dos ju ic io s o p u esto s y contrarios, si uno es verdade­

ro, el o tro es falso . A quí interviene el silog ism o disyuntivo: m aña­

na D ió n m orirá o no m orirá. U na de estas do s prop osic ion es debe

ser verdadera: hasta ahora, desde siem pre. En caso contrario no

existe ni la verdad ni la fa lsed ad ya que, a fin de cuentas, lo verda­

dero no es más que el hecho.

D e este m odo, tod o ocurre por necesidad: la tycbe no es m ás

que un nom bre que, para lo s esto icos, só lo es aceptable usar en el

ám bito del evento aislado , cuando se ignora la causa: pero siem ­

pre hay una causa. ¿D ó n d e fin aliza la serie de las causas? En

D io s . ¿Y qué es D io s? La prim era de las causas m otrices. Tam bién

para A ristóteles es así, pero se traca de un m otor inm óvil, en tera­

m ente escindido de las co sas, cuya existencia ignora. Pues D io s es

una form a, la form a por excelencia, ió t i T}v e lvai tó irpwtop y, al

ser una form a, es inm óvil y se encuentra al margen del tiem po y el

espacio. Adem ás, tal y com o observa P lotino, «form a», en griego

€i6og, sign ifica «cosa v ista»; de este m odo, D io s es en sentido p le­

no y abso lu to la «co sa» en tanto que «cosa v ista», en el acto m e­

diante el que se ve a s í m ism a, «incelleta ed intendente», com o dice

D ante, una actividad contem plativa, un yoü$ que se tiene a s í m is­

m o por objeto.

Para los esto icos, en cam bio, D io s no tiene una form a que le

sea propia, ni tam poco está escindido de las cosas; se encuentra en

ellas com o cuerpo en un cuerpo, un cuerpo fluido, divisible al in­

fin ito , que tiene la naturaleza del fuego — «un fuego dotado de

arte»— y a sí penetra las cosas, ellas son sus form as. N o contem ­

pla, sin o que hace: es por excelencia «el que hace», tó iroioOv. S i

bien com o cuerpo está en el espacio , en virtud de su obrar está en

el tiem po. Pero al co incidir el ser con el hacer, espacio y tiem po

form an una unidad: pues la realidad es evento y, por canco, h isto ­

ria, la hiscoria de su s ep ifan ías. En un principio só lo él existe,

después, gradualm ente, «avanzando por su cam ino» como dice

Z enón, se convierte en cosm os. D espués D ios lo reabsorbe en sí

m ism o y lo inflam a: es la conflagración final. M ás adelante vuelve

cíclicam ente a hacer lo que ha hecho, así la serie de lo s eventos se

repite una y otra vez, eternam ente, sin variación: es el eterno retor­

no. Porque necesidad equivale a identidad, y só lo el círculo puede

conservar la identidad a pesar del m ovim iento, círculo móvil ál

tiem po que inm óvil, uno y continuo, donde todo punto , com o

dijo H eráclito , es principio y fin.

E ste D io s , principio de una realidad constitu ida p o r eventos,

es a su vez evento: es la concatenación, eUipnóc;, de los eventos; los

e sto icos, m ediante una falsa etim ología, solían afirm ar que, en

cuanto €lpiió<;, era adem ás ei\títp\íkvr\: destino. N o se trata de un

hado ciego: al tener su ra2Ón en el ciclo, realiza a cada instante la

identidad del ser que era y, en consecuencia, tam bién es irpói/oux,

providencia, m ientras que la ley, el vó[j,o<;, que lo gobierna, es Xóyoí,

d iscurso. D e este m odo D io s — que para ellos es t'ódas estas co ­

sas— es, ante codo.^óyoí;; no unv'oucque ve, sino una razón que se

mueve y pasa de un térm ino a o tro , y cada uno de e sto s térm inos es

un verbo: un evento.

A sí se com prende el p roem io , aun mal explicado, de iosFenóme-

nos de A rato. «C om encem os p or Z eus, a quien jam ás io s hum anos

dejam os sin nombrar. D e Z eu s están llenas tod os lo s cam inos,

to d as las asam bleas de los Hombres, lleno está el mar y los puer­

cos». Las calles, las p lazas, el mar, lo s puercos, no la tierra y el agua

y ei aire y el fuego, no los cuatro elem entos y las form as de las que

so n m ateria, sin o los lugares donde lo s hom bres se mueven y se

encuentran, llegan y parten, se enfrentan cara a cara con el evento;

lo s lugares donde la realidad se revela com o evento. Y com o toda

p rop osic ión no es cal más que en virtud de un verbo, y el verbo se

define por el evento, Z eu s, en cuanco prin cip io de tod os los even­

to s, es tam bién el su je to de to d o s n uestros d iscu rso s, todo verbo

pronunciado lo sobrentiende; él es precisam ente aquel que, aun sin

pro ferir su nombre, nunca dejam os de nom brar.

E l D io s aristotélico es form a y contem plación de la form a, la

ciencia, p o r su parte, es 0eopta, contem plación de las form as. El

D io s de lo s esto icos es evento y concatenación cíclica y providen­

cial de eventos, m ientras que la ciencia es razón o d iscurso de

eventos, A ó y o P o r un lado está el silog ism o categórico de la fo r­

ma que ignora los eventos; por otro el silo g ism o hipotético del

evento que ignora las form as. A sí pues, lo que A ristóteles no sabía

y era incapaz de decir a C oriseo , ¿se lo dirán lo s estoicos? N o en

cuanto f iló so fo s ; le rem itirán a los adivinos y a los a stró lo gos, ya

que la adivinación ocupa un lugar central en el sistem a de Z en ón y

de C risipo , m ientras que no tenía tabida en el sistem a de Aristóteles,

y aun m enos en el de Epicuro, quien la consideraba inútil y dañina,

ya fuera verdadera o falsa.

L legados a este punto, es preciso indicar un asunto im portan­

te que, según creo, nadie ha analizado hasta ahora: el trasfon do

h istórico que las posicion es de esto s do s f iló so fo s presuponen.

C icerón , en tlD eFato, al refutar a C risip o , escribe: «Tom em os uno

de los teorem as de lo s a stró lo gos: si uno ha nacido al salir S irio ,

no m orirá en el m ar». «Si»... En los libros de adivinación asírio-

babilón icos siem pre introduce lo s vaticinios la conjunciónskwnm a%

que quiere decir «s i» . ¿Proviene de aqu í el silog ism o de lo s e sto i­

cos? Z en ón era fenicio — «la vieja go lo sa de Fenicia» lo llam a T i­

món— , C risip o nació en Soli, en C ilicia, y su padre venía de Tarso.

E llos conocían aquellos libros: sin duda en sus.patrias habían visto

aplicar silog ísticam en te las predicciones. La coincidencia que se­

ñala el testim o n io de C icerón no puede ser fortuita.

S in em bargo no es ésta la cuestión . Aunque fuera fortuita, el

principio p sico lógico , y por tanto h istórico, que la explica es en

am bos casos el m ism o: el sencido de la realidad com o evento. De

este principio proviene todo el sistem a de los estoicos, a él remicen

en su m ayor parte las form as de la religiosidad sem ítica, só lo a

partir de él se puede explicar la m ántica, que en ningún lugar al­

canzó las proporcion es que logró en M esopotam ia.

Y, para com pletar en el plano oncológico lo que se nos ha reve­

lado en la lógica, nos encontram os con otro hecho aun m ás sign i­

ficativo que el anterior. En la concepción babilónica del destino no

só lo entran en ju ego los eventos, sin o también las form as. E s el

d ios quien fija, a la vez que el nom bre, la naturaleza de la cosa;

siem pre tiene la p o testad de cam biarla, ya que el destino es un

decreto que se renueva. E sta form a-destino se llama nam. «E l nam

babilónico», escribe Furlani, «es un prim er bosquejo de Ia<j)úoi<; y

del élSo<; aristotélicos». N o , estam os ein las antípodas de Aristóteles:

el nam babilón ico es un prim er bosqu ejo de la (j)úou; estoica, una

<t>úatc en la que el €Í5og es cualidad y no substancia, que se ha

inscrito en el .tiempo y se identifica con el evento. Lo que ocurre es

que su d ios, a diferencia del d ios babilónico, ni escucha ruegos ni

se deja p ersuad ir por las ofrendas: su paso por las categorías grie­

gas del ser le ha conferido el rigor de una voluntad eternamence

inm utable.

M ax Pohlenz, en su gran obra sobre la Stoa, ha retom ado el

problem a ya p lanteado por Bevan: cuáles son los rasgos del s iste ­

ma de Z enón y de C ris ip o que perm iten reconocer la m entalidad

originaria de su raza. En la so lución que propone enum era d istin ­

tos aspecto s. Por nuestra parte ya hem os ofrecido una respuesta:

el rasgo específico que am bos filó so fo s im portaron de la esfera

étn ica y cultural de la que provenían fue el sentido de la realidad

com o evento.

Introdujeron este sentido de lo real en un m om ento en el que

ya había com enzado a dom inar el espíritu griego. N o se trata de

que en algún m om ento se ignorase: form a parte de la experiencia

hum ana com ún y de la m atriz m editerránea propia de lo helénico.

G recia había afrontado y vencido por vez prim era el evento en la

época de H om ero, guarecida en las forta lezas de su s aristocracias

guerreras. L o volvió a contener en el s ig lo vi, al lograr plegarlo a

las leyes de su s ciudades que A polo y Atenea custodiaban , en un

m om ento en el que había resucitado con renovado vigor, com o

A nteo de la tierra, y am enazaba con provocar una convulsión. En el

s ig lo V se le expulsó más allá del m ar con las hordas de Jerjes, y se

celebró la victoria propia com o si fuera la de lo s d ioses del O lim ­

po. S in em bargo, ahora las fuerzas que habían perm itido a Grecia

re sistir estaban en buena m edida m erm adas y, al m ism o tiem po, las

circun stancias externas contribuían a hacer precarias las defensas:

la hegem onía de lo s M acedonios, la presión que ejercían en la peri­

feria lo s grandes estados su rg id o s a p artir del desm em bram iento

del im perio de A lejandro, las condicion es de inestabilidad en que

las continuas guerras m antenían las fortu n as públicas y privadas,

la lenta pero cada vez más profunda penetración de elem entos

étn icos de procedencia oriental. En efecto, el ensancham iento de

las fron teras p o líticas y la extensión de lo s horizontes culturales

del m undo griego, había abierto a O rien te las puertas de Grecia.

La gran edad de la H élade concluía y com enzaba el H elenism o.

T odos lo s hechos que los h istoriadores enumeran y describen

en orden a caracterizar la nueva era remiten a la categoría de even­

to: el individualism o, en el que la diferencia form al cede el p aso a

la existencial y num érica; el universalism o genérico y m eram ente

cuantitativo, que es su correlato necesario; el uso y abuso del ape­

lativo de «salvador» aplicado tan to a los d ioses com o a lo s h om ­

bres; la d ivin ización de tod os aqu ellos a quienes se consideraba

portadores de evento y, sobre todo, de los principes; el ím petu que

tom a el cuíco a A sclepio, el nuevo d io s del m ilagro; el abandono de

las divinidades m ás específicam ente helénicas en beneficio de otras

orientales, de carácter m isterio só fico y soteriológico; la gradual

involución de la concepción antropom órfica de lo divino y la su s­

titución del concepto de substancia por el de fuerza; el sincretism o,

del que el concepto de evento constituye razón y principio; la creen­

cia en lo s dem on ios; el retorno a las form as más groseras de su ­

perstición ; la d ifu sión de la m agia, la adivinación de carácter ocul­

tista y m ágico y, finalm ente, la astro logía. El hecho principal, que

basta por s í só lo para dar cuenta de esta nueva visión del m undo,

consiste en que el evento en cuanto tal adquiere carácter hipostático.

S u nom bre es la tvche.

D eten gám on os en este pun to , p ues es aquí donde las d istin tas

concepciones de la vida se encuentran y a partir de donde irradian.

La palabra tycbe es aorística, design a el hecho en su m om entáneo

acaecer y el verbo que le corresponde siempre se conjuga en aoristo.

E sto la d istin gu e de la ^totpa, cuyo verbo aparece en perfecto

(¿LpfiapTCCi) y que, incluso en su form a menos com prom etida y más

vaga— tal y com o aparece norm alm ente, aunque no siem pre, en la

litada— com porta , qu izás de form a inconsciente, la idea de una

necesidad predeterm inada. C uan d o se racionalizó esta necesidad a

través de la noción de un orden preconstituido, se añadió a laáwx,YKTl>

que ya está presen te en H om ero, el particip io perfecto elp.o:p}Ji€vr|.

C uando este ú ltim o se convirtió en un término técnico, abandona

el su bstan tivo y adquiere valor de nom bre.

D escon ocida en los poem as de H om ero, la voz tyche aparece

por prim era vez en H esíod o . Se trata de una de las num erosas

personificaciones a través de las que se aísla las form as, m an ifesta­

ciones de la actuación divina. D esde H esíod o hasta el sig lo v, m o­

m ento en el que adopta el papel de su jeto , la tyche rem ite siem pre a

la acción divina, que constituye su presupuesto . U na vez explícita,

la idea se evidencia en expresiones en las que los genitivos «de los

d io s e s » , «d e d io s » , «de Z e u s» , y m uy a m en u do «d el 6aí(j.(ov»

— térm ino con el que a m enudo se identifica— acompañan al nom ­

bre de Tyche.

Pero he aquí que hacia la m itad del sig lo v , en Atenas, bajo el

in flu jo de las ideas de A naxágoras, la tyche se separa de lo s d ioses y

lo s niega. O la tyche o lo s dioses, es el dilem a de Eurípides: «p orque

si existe latycki, ¿qué son entonces los dioses? Y si los d ioses tienen

poder, la tyche no es nada». Por prim era vez en la h istoria del pen sa­

m iento occidental el hom bre se enfrentaba al concepto de azar. Se

trataba de una noción que, com o residuo de una negación, se reso l­

vía en una tautología: afirm ar que la causa de un evento, esto es,

una tyche, no es la tyche de Z eu s o de los d ioses, sino Iztycbi sin m ás,

es lo m ism o que decir que ha ocurrido porque ha ocurrido y que, en

definitiva, no tiene otra causa que sí m ism o. E sto no escapó a las

m entes de los griegos y su rgió un nuevo térm ino para expresar esta

idea, elccótojiatov’, «el de suyo». A ristó teles en la Física, atendiendo

al u so de su tiem po, considera el autómaton com o p rop io de los

eventos accidentales de la esfera de la naturaleza y del m undo ani­

mal, m ientras que la tyche es específica del m undo hum ano. Pero,

dado que to d o s lo s eventos que no ocurren en vista de un fin y se

substraen a la necesidad de la form a, tienen com o principio ú ltim o

el no-ser y se producen «de suyo», A ristóteles recoge am bos térm i­

n os en una única definición y hace del autómaton el género y de la

tychi la especie.

En el s ig lo v la rfche-aznt es una palabra rara y su u so se lim ita

al ám bito de los hom bre cu ltos. E l pueblo la ignora, com o prueba

la ausencia de ejem plos en la com edia. En el sig lo JV se difunde

entre el vulgo, que la transform a en una diosa: la Fortuna. En

realidad só lo la razón puede so sten er el concepto de azar, de even­

to sin causa o, en tod o caso, de una causa que no opera con vistas

a un fin. La sensibilidad, y con él la m entalidad popular, lo rechaza.

Para la sensib ilidad , el evento siem pre tiene cierta aureola m iste­

riosa, rem ite a una potencia que lo transciende, i La T^che-diosul

Lo s f iló so fo s y io s poetas de la C om edia Nueva, elaborada a partir

de las recetas de los filó so fo s, protestan . «N o hay una I j^ f - d io s a ,

no», hace decir a uno de su s personajes Filem ón; «E n realidad, lo

que se conoce por Tyche, no es m ás que el evento tal y com o le

ocurre a cada uno, y no tiene o tra causa que sí m ism o». íSe traca de

la defin ición de A ristóteles! M ás aun: junco a las estacuas de la

Tycbe se elevan las de la Automatia, idel «D e su yo»! La Tyche-diosa

conserva la ilogicidad y el carácter momencáneo de la tyche-azar.

Pero se la concibe com o causa de bienes antes que de m ales: lo que

a m enudo se ha expresado, con intención apotropaica, añadiendo

el adjetivo áyaQrj: no en vano se la considera una d iosa. La «Buena

Tyche» se identifica, no sin una cierta degradación de sign ificado ,

con el «B uen D em onio» y, p u esto que hay un dem onio personal, lo

m ism o ocurre con la tjche, que adquiere categoría oficial en la tyche

de los reyes y de las ciudades.

La tercera y últim a form a que puede adopear el evento es la

-desciño. En ella se anula codo residuo de indeterm inación y,

así, entre tyche yheimarméne no hay ya más diferencia que la que se da

entre el aspecco subjetivo y particu lar del evento y la ley que lo

explica y lo convierte en la m anifestación de un orden universal y

ob jetivo. La tyche volvía de este m odo al sign ificado que tenía orig i­

nalm ente cuando era la túxíl Qewv» [tyche de los d io se s ] , es decir, el

aspecto m om entáneo de la necesidad que se personificaba en la

Motra y garantizaban los dioses, con cuya voluntad había term inado

por identificarse. «Tyche y Motra dan al hombre cuanto tiene» canta­

ba A rquíloco . Igualm ente, S ó fo c le s decía: «La Tyche no interviene

antes que la Motra». Lo que ocurre es que, en el pensam iento de

am bos poetas, tanto la una com o la otra remiten aún a d io ses per­

sonales, y no a la férrea cadena de causas a la que se reduce lo

divino en el estoicism o. Pues, en efecto, fue en la escuela estoica

donde se recuperó la tyché c o m o heimarmene. Só lo pasó al ám bito de

las ideas com unes más tarde y para ello, com o es lógico, tuvo que

perder buena parte de su rigor original. U n ejem plo sign ificativo

lo proporcionan la oda de H oracio «A la Fortuna»; esta últim a, a

pesar de marchar tras la serva Necessitas, no por ello deja de ser una

diosa, y como a tal la loa el poeta.

Tychi-izar, Tyche-diosa, tyche-dtsüno: tres interpretaciones del even­

to, tres actitudes y tres visiones de la vida.

Comencemos por htychi h ipostasiada com o Fortuna y conver­

tida en diosa. La tyche es el evento, com o hecho m om entáneo y

contingente; ¿qué es la diosa? U n a potencia: a s i lo hem os indicado

al describir, según la lógica de la sensibilidad, el proceso de su

nacimiento. Tras el descubrim iento del manna de los m elanesios y

de tantas otras nociones análogas que se han encontrado en las

religiones primitivas, el concepto de potencia ha p asado a ocupar

un lugar central en la investigación m oderna. D e este m odo, se ha

intentado reducir las d istin tas form as bajo las que se presen ta la

experiencia religiosa a este p rin cip io generativo. S i se pregunta

qué origina la representación de la potencia, la respuesta que se da

es: el «espanto» que experim enta el hom bre ante to d o lo que le

«sorprende» y siente «com o enteram ente otro». E s fácil observar

que si la representación más o m enos definida y consciente de la

potencia es la respuesta a la pregunta que el «e sp an to » plantea

implícitamente y, a su vez, la «sorp resa» y el sentido de «alteridad»

no son más que aspectos del «e sp an to», el proceso falla desde el

principio. La consecuencia es que, al quedar vacío el concepto de

potencia, toda deducción — y, p o r tanto, todo «p or qu é»— es

imposible o arbitraria y se debe recurrir a o tras categorías que, por

no haber sido recabadas del fenóm eno, se quedan en h ipo téticas y

gratuitas. Que es precisam ente lo que sucede.

Me planteo un razonam iento banal. ¿Q ué es lo único que hace

de algo una potencia? El hecho de que actúa, ¿no es así? «U n a cosa

es manna» — explicaba un indígena de la isla H ocart (c ito ia Religión

de Van der Leeuw)— «cuando actúa; cuando no actúa, no es manna».

Pues bien, eso que hace la potencia, ¿qué es? Qué es para mí, no en

sí: ¿qué es en el curso de mi vida, en el que esa actuación incide y

señala, cuando m enos, una interrupción? U no puede em plear el

térm ino que gusce; yo prefiero aquel al que recurrían los griegos:

una tyche, un evento. E s la cosa com o evento la que sorprende, la

que parece otra, la que oscuram en te hace pensar en la acción de

una poten cia y denuncia la presencia del dios. C ada uno de n o so ­

tros, de hecho, lo experim enta cotidianam ente. Sin salir del m un­

do griego se podría citar cien tos de ejem plos. Pero no es necesario;

n inguno tendría tanto valor com o el de la Tychi-diosa. Porque aquí

tyche es el evento desnudo que la reflexión recoge de la esfera de lo

universal para arro jarlo de nuevo en la particularidad y contingen­

cia del acto sin el concurso de lo s dioses: esta tyche es la que se

convierte en diosa.

E l evento es contingente y particular, contingente y particular

es tam bién la representación de la potencia: así ocurre precisam en­

te con la representación del manna. Por tanto, hay que p artir del

evento. S i bien en s í m ism o, tom ado com o concepto, resu lta tan

vacío com o la noción de potencia, lo que ocurre es que, de hecho,

siem pre es el evento de alguien. D e este modo, siem pre está deter­

m inado p o r la esfera del su je to y no por la de un ob jeto in cogn os­

cible; se determ ina en las form as de la experiencia vivida que cada

uno, según su actitu d y las cond icion es históricas de su existencia,

le va confiriendo. Así, en la m edida en que perm ite la deducción,

constituye una categoría enteram ente fenom enológica, m ientras

que la potencia es un concepto on tológico que, al margen del prin­

cipio que la determ ina, carece de contenido.

Se ha dicho que la edad helenística es la época de lo s contrastes.

S in duda el m ás estridente es el que se da entre el m undo de la

cu ltura y el de la religión: no obstante, cada uno de e sto s dos

m undos se abre a su vez a la contradicción y revela nuevos contras­

tes. L o s h istoriad ores hablan de involución y buscan su s causas en

circunstancias extrínsecas, en la mayoría de los casos renuncian a

buscar algún tipo de unidad. S in em bargo, esa unidad existe: se

encuentra en el evento com o principio constituyente. Enfrente,

con una calidad ya opaca, se encuentra la form a. P lutarco, en la

so led ad de Q ueronea, donde la form a había cedido d e fin itiv a­

m ente ante la fuerza del evento, será el ú ltim o que la contem ple.

A partir de entonces predom inará el evento. Pero ya había com en­

zado la nueva era, la nuestra: a partir de un evento. H abía nacido el

d io s niño con el que el m undo m editerráneo había fabu lado desde

su s orígenes; hijo de una m adre de carne, siendo él m ism o carne,

habitó entre lo s hom bres, m urió entre lo s hom bres y, tras resu ci­

tar, vivía entre lo s hom bres.

E l contraste que existe entre el m undo de la cu ltura y el de la

religión, só lo de un m odo inadecuado puede expresarse en térm i­

nos de razón y creencia. S i por razón se entiende la facu ltad

discursiva, lo cierto es que ésta celebra su s m ayores orgías en el

cam po de la creencia. En general no es la razón la que cim enta el

m undo que consideram os real, ni tam poco la que m antiene la figu ­

ra de las cosas. Por otra parte, la cultura, en su resistencia frente a

la religión, se apoyaba m enos en el sistem a de su s s ilo g ism o s que

en el de su s intuiciones. N o obstan te, para no iniciar un desarrollo

que nos llevaría m uy lejos y que, sin el apoyo de lo s hechos, care­

cería de utilidad , veam os cada uno de estos do s m undos en las

oposiciones que, en d istin tas esferas, marcan los extrem os.

En el m undo de la religión — si se hace abstracción de los

cultos y de las representaciones que, hasta cierto pun to , la fuerza

de la tradición conserva inm utables— los dos extrem os son: por

una parte, la concepción de lo divino en las form as particulares y

contingentes de la m entalidad prim itiva; por otra, la sistem atiza­

ción de carácter especulativo y dogm ático de los M iste rio s.

En el prim er extrem o se encuentra el individuo aislado, aban­

donado en la caótica tram a de potencias; en el segundo el indivi­

duo es m iem bro de una sociedad de iniciados, que se encuentran y

se reconocen en el cu lto a una única potencia. Por un lado está la

selva, por o tro la iglesia. L o s prin cip ios son idénticos para ambas:

evento y potencia; idéntico es el fin: lá salvación; no obstante, los

prin cip ios y el fin de la prim era son particulares y se lim itan al

instante, los de la segunda son universales y su trasfon do es lo

eterno.

La selva: en el centro se encuentra la Fortíina, sin form a ni

figura, a pesar de que los escu lto res la representen en su s estatuas.

A su alrededor, la vertig inosa zarabanda de dem onios y «fuerzas»

anónim as localizadas en las personas y en las cosas; el hom bre sólo

d ispon e de un arm a: la m agia. La iglesia: en el tem plo, en el que

sirven sacerdotes p rofesionales som etidos a un reglam ento, se en­

cuentra la divinidad, que tiene form a. S in em bargo se trata de una

form a sim bólica, y en el m ito que la expone aparecen los d o s even­

tos su prem os del m undo y del hom bre: el nacim iento y la m uerte.

E s generalm ente una d iosa, una madre, cuyo hijo o am ante muere

y renace. La salvación se alcanza en la consagración del hom bre a la

divinidad, m ediante un rito en el que también él muere y renace:

muere para el m undo b orrasco so y oscuro de lo s eventos y de las

poten cias; renace en la lum iniscencia y tranquilidad de una vida en

la que la precariedad de las fo rm as y la inestabilidad del evento

quedan anuladas en su identidad m ística con el principio que las

gobierna.

La distinción entre un extrem o y otro no es neta, pasa p or una

serie de grados, en el transcu rso de lo s cuales las d istin tas form as

de la experiencia religiosa ganan en universalidad y unidad a m edi­

da que pierden en contingencia. En medio, com o si fuera un vérti­

ce en el que converge el prim er extremo y del que se aleja el otro , el

terror del destino escrito en lo s p lanetas y en las estrellas; la cien­

cia que lo estud ia es la astro log ía . T odps estos grados, com o ocu ­

rre en la re lig iosidad de cualquier época, pueden entrar en ju ego en

una m ism a persona.

S i se busca un cuadro com pleto , es preciso releer iz Metamorfo­

sis de Apuleyo: la h istoria de un hombre que pasa de la selva a la

iglesia... En el punco de partida está la «esclavitud de la Fortuna»,

una servidumbre que le obliga a sobrellevar la form a de un asno a

causa de su «fatal curiosidad», que le llevó a penetrar con la m agia

en el inestable m undo del evento; el pun to de destin o es la «liber­

tad» del renacimiento a través de la m uerte m ística en lo s M iste ­

rios de Isis. «C urio sidad fatal» es tam bién la de P sique, cuya fábu ­

la tiene en la novela un sign ificado que desborda las leyes del géne­

ro bajo el que se presenta: una curiosidad que, a pesar de obedecer

a la misma lógica, es exactam ente opuesta a la de Lucio. Lucio

pierde su form a al tratar de actuar en la esfera nocturna del evento.

Psiqué pierde el evento por haber p'reténdido contem plar la form a

a la luz de una lám para en m itad de la noche, duran te la que se le

permite ser la esposa de Amor. La principal causa de su s m ales es

que ella mism a es portadora de la form a: su belleza. Y es también

la forma — la «curiosidad» de ver la belleza encerrada en el escriño

que lleva para Venus Celeste de parte de la subterránea Perséfone—

la que hace que sucum ba a la m uerte en su ú ltim a prueba. Pero en

esa muerte, tan d istinta de las d o s vidas que lo s M iste rio s d istin ­

guen, se reencuentra con A m or: la reunión se produce más allá de

toda representación, en el ám bito de la potencia que es, a la vez,

principio de las form as y de los eventos.

Las divinidades de los M iste rio s son casi codas orientales: <y

los dioses helénicos? ¿Las divinidades de P índaro y de H om ero?

Se transform an gradualm ente en potencias y se confunden con las

nuevas divinidades del evento. Las que, en virtud de su form a mítica

se resisten a la transform ación, aun cuando conserven su s cu ltos y

sus fiestas, ya no viven más que en ía poesía y en el arte. La divini­

dad más representativa de esta revolución o, si se prefiere, de esta

involución dinám ica que tiende a la unidad, es una nueva divini­

dad. Nace en la época del prim er Ptoíom eo, a p artir de 1a especu­

lación de Eum olpo de Atenas; se trata de Sarap is, que reúne en sí a

Z eus, D ion iso , O siris y Apis.

En el ám bito de la cultura, si la con sideram os a través del

reflejo que proporcion a la filo so fía , encontram os tres grupos: por

una parte, los aristo télicos, los epicúreos y los cirenaicos; por otra,

los cínicos y lo s esto icos; en m edio los académ icos y lo s escépti­

cos. Las letras y las artes — y con ellas, las costum bres de las clases

que continúan la tradición más francam ente helénica— se decan­

tan, en general, p o r A ristóteles y Epicuro.

C ín icos y e sto ico s reproducen en la esfera de la razón las dos

posiciones que habíam os considerado com o extrem os en el cam po

religioso. D el m ism o m odo que en el hombre de los M iste rio s se

m uestra el hom bre de la selva, así en el estoico se m uestra el cínico.

La oposición , com o enseña A ristóteles, se produce siem pre en el

ám bito de un m ism o género. Tanto los cínicos com o los esto icos

ignoran las form as y parten del evento. Sin em bargo, para los p ri­

m eros el evento se aísla y se vacía en la inm ediatez del hecho; para

lo s estoicos, en cam bio, es el m om ento de un proceso que se cierra

en el ciclo, un verbo del d iscurso divino.

El evento en la inm ediatez del hecho: los cínicos no creen en

las potencias, prescinden de D io s. Porque, Fortuna o D io s, lo real

es siem pre lo m ism o: un hecho. U nicam ente creen en una p oten ­

cia: el yo. E s un yo sin rostro , vacío, com o también está vacío el

evento que lo so lic ita y lo desvela. U na voluntad desnuda, del m is­

m o m odo que el evento es una necesidad pura, la necesidad inm e­

diata del hecho. E l yo tal y com o el evento lo desvela: pues, en

efecto, el evento desvela el yo. El evento individualiza; ésa es la

razón de que la edad helenística sea la edad-del individualism o.

Pero la individuación es d istin ta en cada ocasión, dependiendo de

que el evento sea el hecho, la Fortuna o D ios. Alejandro y D iógenes,

dos individuos; a lo s o jos del vulgo, el elegido y el rechazado. En

A lejandro se ve al h ijo de Z eu s, el nuevo H eracles; en D iógen es al

hijo del hecho, tam bién un H eracles, pero que se jacta de llam arse

perro. Tanto el uno com o el otro poseen voluntades invictas; sin

em bargo es m ás fuerte la de D iógen es: porque niega. La vida del

cínico es una negación absoluta, en ello consiste su virtud. S e trata

de una negación que conduce ai hom bre de regreso a la selva y que

convierte la selva en un desierto: su libertad.

La libertad del cínico está tan vacía com o su virtud, la libertad

del esto ico tiene un contenido y un sentido. Los eventos no están

a islados, form an un todo, y apuntan a un fin: su necesidad no es la

del hecho, es providencia y razón. La libertad con siste en iden tifi­

carse con esta razón. Escuchad a Oleantes:

Guíame, oh Zeus, y Tú, oh Destino, al finalque me habéis asignado; gustosoos seguiré. Y si no quisiera,

por ser malo, aun así os seguiré de igual modo.

La virtud: los eventos no están aislados, sin o que tod o evento

se da aquí y ahora. A su vez, D io s está en to d o s lo s eventos, al

igual que el círculo está en to d o s su s pun to s, de form a que en

tod os ellos encuentra su m ovim iento y su reposo . D io s siem pre

está aquí y ahora, para alguien, para mí. La acción es im prorroga­

ble. C ada cual tiene la suya: nadie pude su st itu ir a nadie, ni el rey

al siervo, ni el am igo al am igo. La virtud de uno es igual a la de

otro . O tro tanto ocurre con la culpa: todas las cu lpas son iguales,

pues tod os los eventos son necesarios, al igual que los deberes.

Los eventos son necesarios y esta necesidad es de índole p ro ­

videncial: ¿es tod o evento un bien? N o en s í m ism o, sin o en su

conexión con lo s otros. En sí m ism o no es ni bueno ni malo, es un

hecho. El bien y el mal se dan en el ju ic io que el hombre hace y en

la acción que sigue a ese ju icio . E l esto ico , al igual que el cínico,

aunque por razones opuestas, considera el evento com o algo indi­

ferente. S in placer o dolor, sin deseo ni tem or, hace aquello que la

tazón le prescribe, si fractus illabatur orbis... Y sí le es im posible ac­

tuar, y su m uerte puede servir de ejem plo, se da m uerte a sí m ism o.

También él es invencible e invicto.

¿Qué prescribe la razón? Q üe el hombre instaure para sí y en

su relación con los otros la unidad que le es propia, la so lidaridad

que existe en el cosm os, que el p un to tiene con la esfera. S i el

cínico es anarqu ista , el esto ico es ciudadano — de una ciudad cu­

yos m uros se corresponden con los del m undo, y que incluye a

griegos y bárbaros: la co sm ó po lis— . A llí donde las form as se ven

reducidas al evento, no puede haber distinciones de razas o pa­

trias. E l evento, al individuar, unlversaliza. S i esta universalidad

resulta vacía, es la selva; si tiene un contenido, entonces es la

co sm ópolis. La ciudad de lo s e sto ico s es universal, com o la iglesia

de lo s M iste rio s.

C uando el esto ic ism o llega a Rom a, proporciona un sentido a

su h istoria y un conten ido a su im perio. El poem a de Rom a es la

Eneida, y su héroe es un héroe del evento. N o obstante, V irgilio aún

estaba vinculado a la poética de io s alejandrinos y, así, introdujo

lo s d ioses de H om ero. D e ahí las disonancias que su arte no con­

sigue superar. E l poem a, que obedece por entero a la poética del

evento, in ten tó hacerlo Lucano, pero Lucano no era V irgilio . SÍ se

busca el «aq u í y ahora» de lo s esto ico s, individual a la vez que

total, puntual y continuo, es preciso d irig ir la m irada a las bóvedas

y a los arcos, donde la unidad aparece mediada por la relación,

donde el espac io se mueve con el tiem po, un tiem po cíclico que

abarca el m undo y lo clausura: la arquitectura de Rom a.

El m undo de la religión es el m undo del «tem blor» y del «te­

m or», el m undo de la filo so fía cínica y estoica es el m undo de la

voluntad firm e en la negación o tensa por el esfuerzo, un m undo

sin sonrisa ni reposo , que prescinde de las G racias y las M usas. Las

G racias y las M u sas, la son risa y el reposo los encontram os en el

m undo del azar — en el que viven A ristipo, Epicuro y A ristóteles—

que en cuanto tal, es tam bién el m undo de las form as: form as

extenuadas y um brías, com o el evento al que se contraponen, pero

form as.

D e A ristip o a Epicuro, de E p icu ro a A ristóteles, se pasa de un

m ínim o a un m áxim o. Para A ristipo las form as existen, pero son la

irisada espum a del instante, el ju ego prestig ioso e instable de un

p oeta que, con rapidez sem ejante a la volubilidad de su estro , las

evoca y las disuelve en ia nada. E ste poeta es el azar, un poeta

caprichoso e irónico, al que le gu sta ju gar y só lo es p ró d igo con

quien juega. La vida no es más que un juego que se desarrolla sobre

un escenario en el que cam bian continuam ente los bastidores y las

m áscaras. A ristipo las acepta to d as y en tod as se encuentra a s í

m ism o, con la facilidad y la gracia del hom bre que vive del arte y

para el arte, non inconcinnus, com o dice H oracio . A sí respondía a un

cín ico que le reprochaba haber reducido la filo so fía a una com edia:

« S í , pero la recito para mí, no para lo s dem ás». C om edia, ju ego y,

p o r tanto, placer; un placer que A ristipo sabe m oderar a su arb i­

trio . S i se le reprochase que el escenario sobre el que desarrolla su

representación es de m adera y su s m áscaras de tela, A ristip o res­

pondería que las form as que se reproduce no son madera ni tela, lo

m ism o da si tras ellas no hay nada, son form as: son. S in em bargo

to d o juego tiene su riesgo. A ristipo no se asusta: es el precio que

hay que pagar. S i se p iensa en la m uerte no se puede m enos que

desear para uno la muerte de Sócrates, no porque fuera la de Sócrates,

sin o porque su p o hacerla bella. S i se busca un ejem plo de esto al

revés, hay que d irig ir la m irada, cuatro sig lo s después, a la m uerte

de Petronio. La escuela de A ristipo fue efím era y se extinguió pron­

to. N o tod os tienen la capacidad de vivir com o realidad las form as

que la razón declara irreales, entonces el evento vuelve a la necesi­

dad bruta del hecho. H egesias, uno de su s ú ltim os d iscípu los, hace

propaganda a favor del su icid io .

«E s ridículo correr al encuentro de la m uerte» — escribe Epicuro

en una de su s cartas— «porque la vida se haya vuelto aburrida,

cuando es el m odo en que se ha vivido lo que obliga a correr al

encuentro de la m uerte». Ep icuro no acepta el juego: si el ju ego

entraña riesgos, entonces renuncia. Tam poco adm ite que las for­

m as sean la apariencia de un instante: es preciso que haya algo que

perm anezca en reposo; no es posib le que todo se p rodu zca por

azar, tam bién debe existir la necesidad y, así, entre m edias, queda

espacio para la libertad. Pues el azar nos da la posib ilidad de m o­

vernos com o queram os, m ientras que la necesidad nos asegura que

la tierra no se hundirá bajo n uestros p ies y nos perm ite dar una

dirección a n uestros p asos. Por eso Epicuro corrige a D em ócrito y,

tom ando prestada de A ristóteles la teoría de la substancia, basa en

lo s aetema foedera naturae la estab ilidad de la especie y proclam a la

eternidad de las form as. Pero las form as no só lo son eternas como

especie, tam bién lo son com o individuos: éste es el caso de los

d ioses que se encuentran entre m undo y m undo y evitan su des­

trucción: to d o s iguales, tod os bellos y bienaventurados <En qué

con siste su beatitud? En que nada hacen y nada temen. Porque la

«acción», que surge del deseo, y el «tem or» só lo se dan allí donde

reina el evento, y en los entrem undos no existen eventos. Lucrecio

se sirve de las im ágenes y de las palabras de H om ero para descri­

b irlos: en realidad lo s d ioses de Epicuro son los m ism os que los de

H om ero, tran spu esto s al m odelo de una única form a y converti­

do s en sab ios.

E l hom bre puede realizar su condición en este mundo y, así,

vivir m ortal entre bienes inm ortales, dentro de los lím ites im pu es­

to s por las necesidades que conlleva la propia existencia, y redu­

ciendo al m ínim o el ám bito al que afecta el evento. Porque, si el

dolor golpea a las puertas de la carne, uno puede retirarse, com o

últim o refugio , a las trincheras del alma, donde se encuentra las

im ágenes que la m em oria conserva de los bienes que antes se ha

gozado. Para la vida de cada día y contra las sorpresas del azar

creará su ínterm undo extram uros, en un jardín, lejos del ajetreo de

la m ultitud . A llí dará cita a un pequeño grupo de am igos que com ­

partan su g u sto s e ideas, bellos o feos, nobles o plebeyos, pero

griegos, pues la sensatez únicam ente está al alcance de los griegos.

Pocos, y resueltos a establecer un pacto; pues la am istad, com o

todo consorcio humano, nace de un pacto y encuentra su fu n d a­

m ento en lo útil. N o obstante, va m ás allá del pacto, es bella tam ­

bién por s í m ism a, pues el placer ama la com pañía: los o jo s se

reflejan en lo s o jo s, las m anos se encuentran con las m an os: «Tam­

bién tú existes, ¡tam bién tú !» Y florece la gracia, la ¿Y la

m uerte? C uando llegue, llegará. Ahora no existe, existo yo y, p u es­

to que existo, d isfru to : ¡Carpe diem! — Carpe diem, pero tras ese día

tal vez ella perm anezca aquí, m ientras que tú ya no estarás. — Tras

ese día. Pero un día es una vida: un día, un instante y la eternidad

so n lo m ism o. — ¡E n el ám bito de la form a, o E p icuro ! Precisa­

m ente, de la form a: porque la form a es la tierra fírm e desde la que

se puede contem plar riendo el m ar del evento... la form a, lo único

que se encuentra al margen del tiem po.

La form a para Epicuro es un m edio. Para encontrar una form a

que sea un fin en sí m ism a, es preciso rem ontarse a A ristó teles y,

an tes de él, a Platón. Pero P latón la escinde de la tierra y, de este

m odo, es incapaz de decidirse a declarar el evento com o sin sen ti­

do , la diluye en el número y en la teo logía de los M iste rio s. A sí

pues, queda A ristóteles. Pero, ¿qué es la form a para A ristóteles? Ya

lo hem os dicho al hablar del prim er m otor inm óvil: es «la cosa

v ista». En efecto, el conocer es un ver, desde el grad o m ás bajo

representado por el sentido, y el sentido por excelencia es la vista,

al m ás alto co n stitu id o por el intelecto. El intelecto, el noüs, es un

o jo , el o jo del alma, com o lo había llam ado Platón, que ve el uni­

versal, m ientras que los o jo s del cuerpo están lim itados a lo p arti­

cular. E sto s necesitan de la luz para ver, y lo m ism o ocurre con el

intelecto: la luz se la proporciona o tro intelecto que reside en él y

actúa a la m anera del sol.

Los o jo s ven los cuerpos, lo s ven com o figuras, y transm iten la

im agen a la fantasía, una facu ltad a m edio cam ino entre el sentido

y el intelecto: en esta im agen el intelecto ve el universal: lo que

para lo s o jo s era una figura, aqu í se convierte en form a, elSoc; en

sentido pleno. A sí pues, éste es el punto central. ¿Q ué diferencia

hay entre la figura y la form a? La m ism a que hay entre el particular

y el universal, responde A ristóteles. Pero, ¿qué sign ifica universal,

cuando la form a es igual de visible que la figura? Porque se corre el

riesgo de deslizarse en lo abstracto y concebir la form a com o espe­

cie. E s un riesgo al que A ristó teles no pudo sustraerse. Pero no

está allí su experiencia verdadera-El se había form ado en la escuela

de Platón, al igual que Platón era griego, y en lo que se distingue el

griego es en su sentido de la realidad com o form a: un gran ojo

abierto sobre el m undo que proyecta las imágenes en lo eterno.

La figura y la form a. C om enzaré diciendo, con P latón , que la

form a es inefable, no puede enseñarse: se ve o no se ve. In fin idad

de hom bres no alcanzan a verla, entre ellos m uchos f iló so fo s . N o

obstan te, el hom bre más ingenuo puede llegar a verla, tan to más

clara cuanto más ingenuo sea. Q uien consigue verla, lo hace com o

p or una gracia, de im proviso , &;ccí<j)VT̂ , com o dice Platón. L a ve en

la figura; le parece que es la figura m ism a que, de repente, e s com o

si se separara del su jeto que delim ita, reabsorbiera en s í el espacio

y se evadiera del tiem po. M uy en especial la ven los artistas; son

artistas en la m edida en que la ven y, cuando la h aavisco , la trans­

portan desde un su jeto vivo, que hasta ese m om ento había s id o un

evento, a un su je to inerte, una m ateria cualquiera, mármol, bronce,

tela, para que la veamos en su singularidad. Platón no es capaz de

verla m ás que escindida, la ve fuera del mundo, allende el cielo, én

o tro cielo en el que no hay tem pestades ni fulguran los eventos.

S in em bargo esta escisión es innecesaria; pues cuando se la separa,

o bien se convierte de nuevo en figura y exige otra form a, o bien no

es ya ni figura ni form a. Incentaré exponer esto de otra m anera.

U na estatua griega, de finales del vi o de la primera m itad del siglo

v, el koüros ático de M unich, p o r ejem plo, o el Apolo de O lim pia,

tiene en corno a sí un halo, una especie de aureola m isteriosa, que

crea una tensión en el límice y al m ism o tiem po lo clausura, convir­

tiendo la figura en algo abso lu to , la aíyXri, que para H om ero y

Píndaro circuye a los d ioses. Se trata de la form a, sin em bargo no

es algo eterno, viene del interior, del centro, y retorna al centro.

A ristóteles ve esta aureola. Pero, al igual que Platón, term ina

por separarla de su su jeto : construye un su jeto sin figura, y en el

su je to que posee la figura, en el lugar de la form a, deja la especie.

«C o n esta carne y estos huesos: Sócrates; con e sto s o tro s: C alias» .

N o considera que Sócrates y C alia s sea cada uno una form a, en vez

de una m ateria más la especie. D e este m odo, el individuo se vuelve

contingente y, al igual que E d ipo , es hijo de la tyche. A sí pues, com o

lo s ind iv iduos constituyen la h istoria , la h istoria se convierte en el

reino de la tyche. D onde no hay tyche, no hay h istoria : en lo s cielos,

cuyo m ovim iento tiene la inm ovilidad de lo idéntico; m ás allá de

lo s cielos, donde la form a es una actividad pura, el desn ud o y ab s­

tracto intelecto del m otor no m ovido; en el intelecto del hom bre

que — a pesar de estar, paradójicam ente, m ás determ inado que el

divino, pues adem ás de verse a sí m ism o, tam bién ve las form as y

refleja el m undo— no presenta m ás que diferencias num éricas.

A ristóceles llega a conclusion es análogas a las de Epicuro e invita

al hom bre a recluirse en el oc io contem plativo de este intelecto,

le jo s de lo s tum ultos de la h isto ria y de las fa tiga s de la acción. El

intelecto es el ú ltim o O lim p o de las form as, lum in osas, sí, pero

exangües, pues están d isociadas de lo s cuerpos, no se trata ya de

su bstan cias, com o tiem po atrás aún las consideraba P latón ; son

form as que no cautivan el eros y por las que no se pone la vida en

juego. C uan d o A riscóteles es acusado de im piedad, evita el p roce­

so refugiándose en Calcis. Lo hacía, dijo, para no dar a lo s atenienses

la ocasión de pecar por segunda vez contra la filo so fía .

Fuera del intelecto, en el m undo de lo s cuerpos, la form a es

especie: una form a degradada y genérica, sobre cuyo fon do vacío

lo s rasgos del individuo están m arcados por el azar, el evento al

que se enfrenta el hom bre desde su nacim iento y en cuya esfera se

desenvuelve su vida. En este ám bito de nada sirve el intelecto, es

preciso recurrir a la (j>póvr]Otc, e sto es, a la «prudencia», un dom inio

a caballo entre la sensatez y la astucia, en el que el esclavo se

maneja m ejor que el rey y el hom bre «práctico» m ejor que el f iló ­

so fo . C u a n d o tiene que e sco g er entre sab id u ría y pruden cia

A ristóteles parece estar anunciando a Epicuro, pues escribe en su

Ética cjue es m ejor carecer de la prim era que de la segunda. Así, la

virtud es un com prom iso , una m edia cuantitativa enere dos exce­

sos: es el ju sto m edio. N o resu lta fácil dar con la m edida correcta,

porque cuando es ju sto para mí, es in justo para ti. F orm a genérica

o «especie m ás azar» — y, con el azar, la voluntad, que oscila entre

la E scila del placer y la C aribd is del dolor— constituyen el carác­

ter, el ií9oc, el con junto de háb itos, en virtud del cual se desciende

de la especie a la subespecie, el atavío variopinto y variable con el

que se cubre la desnudez de la tyebi.

A partir de e sto s elem entos, resulta sencillo constru ir la poéti­

ca: o bien una figura, que su stitu y e la aureola de la form a por el

pulim ento y el brillo de una superficie: los him nos de C alim aco ; o

bien la especie, que oscila entre la necesidad y la contingencia: el

universal que resu lta de lo p osib le según lo necesario y lo verosí­

m il — un ju ego de caracteres en una peripecia cuyas filas m antiene

prietas el azar: la com edia nueva de M enandro— . C om edia: por­

que, com o la form a se degrada en la especie, el evento se vacía de

cualquier valor en el concepto de azar, y el azar es una de la s M u sas

del cóm ico. S e trata de una com edia que, justam ente p o r esta ra­

zón, no ríe, sonríe: pues es una com edia de sem i-form as, del m is­

m o m odo que el evento es un sem i-evento. S í se busca la risa que

resuena en el cielo y la cierra, es preciso acudir a A ristó fan es: allí el

evento es un d ios, es D io n iso -F a le s, un dios cósm ico, el d io s de la

vida que vence, y el p ro tagon ista tiene las dim ensiones de un hé­

roe. Aquí, p or el contrario , n o hay d ioses, el p rotagon ista es Davo,

un siervo. S u so n risa es benévola, aunque en ocasiones quede vela­

da por la m elancolía, Pues, bajo codas esas sem i-form as, se en­

cuentra el yo, un yo que es el m ism o en todos — (¿orno sumí— , del

m ism o m odo que el evento convertido en azar es igual para todos.

E l yo es h ijo de la nada, com o el evento que lo desnuda, y la nada

es la m uerte; la sim patía tem pera la sonrisa: es la philantropía.

A los alejandrinos la com edia de M enandro les parece el espejo

m ism o de la vida. Lo era, en efecto: de su s vidas. C o m o lo es el

epigram a que reúne codos los m om entos com o en el óvalo de un

cam afeo. C om o lo es el m im o de H érodas y, en parte, el id ilio de

Teócrito. S ó lo en parte, ya que también reencontró en lo s pastores

de la S icilia el an tiguo hálico medicerráneo, ese que nos extraña y

encanta en las p in turas de C n osos y de H agia Tríada. V irgilio ,

entre las calígines y las m arism as de M incio, conseguirá captar la

m úsica pero n o lo s colores.

La form a no escindida de su su jeto : los d io ses y lo s héroes de

H om ero, del H om ero de la litada, los dioses y los héroes de Píndaro,

lo s d ioses y lo s héroes de F id ias: «porque única es la estirpe de los

hom bres y de los d ioses, y la m ism a m adre in su fló a am bos el

aliento vital».

Ya se ha dicho anteriorm ente que estos d ioses son form as eter­

nas, lo s p rop io s an tigu os así lo expresaron. Igualm ente se ha afir­

m ado que lo s griegos que veneraban aquellos d ioses, concebían al

hombre com o una idea. S in em bargo el sign ificad o de estas form as

y el valor de esca idea se quedan generalm ente en el estadio de

intuiciones, su lógica interna está en gran parte por construir. Lo

que se ha hecho hasta ahora — la obra clásica en relación con este

tem a es Los dioses griegos de W. F. O teo— su fre una doble deficien­

cia. En prim er lugar, olvida que lo s d ioses só lo existen en la repre­

sentación de lo s hom bres, y que ésta no só lo cam bia conform e a la

edad y a lo s su je to s, sin o también en el p rop io su je to según la

situación en la que se encuentre. Así, se ha con stru ido una teología

de cada una de las figuras divinas, que el h istoriad or refuta y resul­

ta de poca u tilidad para el filó so fo . En segundo lugar, adem ás de la

form a, está el evento: en cuanto se mueve, se convierte en su so m ­

bra. N inguna divinidad es enteram ente una divinidad de la form a,

ni siqu iera A polo, que es su m ás alta expresión: com o d ios que

lleva la m uerte y hace recobrar la salud, com o d ios de la m ántica, es

d io s del evento. S i bien se ha descubierto , al m enos parcialm ente,

los p rin cipios de la lógica de la form a, en cam bio la lógica del

evento está aún enteram ente por investigar. Pero — y éste es el

pun to que resulta capital— hay que considerar la form a y el even­

to com o p u ras y sim ples categorías y, además, com o categorías

fenom enológicas y no on to lógicas (pues en caso contrario se haría

m etafísica en el vacío); es decir, categorías que se articulan exclusi­

vamente sobre la base del fenóm eno y, por tanto, sobre el terreno

de la h istoria, en el ám bito de las actitudes y de las situacion es que

en ellas se reflejan. D esde esta perspectiva, la h istoria de lo s dioses

de G recia co incide y se identifica con la historia de la religiosidad

de lo s griegos, <que tam bién es la h istoria del p rop io esp íritu grie­

go. U na h istoria que se debe investigar y reconstruir s ig lo a siglo,

a partir de las obras en que ese esp íritu se expresa. Pues, en efecco,

só lo a través de estas obras tenem os oportunidad de reencontrar

su experiencia vivida con la form a que tenía en aquel m om ento, la

única sign ificativa y real: una h istoria en la que la filo lo g ía y el

análisis literario, la investigación de los hechos políticos y el estu­

dio de los m onum entos, la filo so fía y la ciencia de las religiones

deben colaborar y converger en un único proceso de an álisis y de

síntesis.

L as lindes que he im puesto a este discurso me im piden tratar,

siquiera sum ariam ente, las posicion es a través de las que se desa­

rrolla el esp íritu griego, desde H om ero hasta Sócrates, bajo el in­

flu jo de estas do s categorías. E sbozaré los principios, no sin antes

advertir que las generalizaciones a las que recurriré deben enten­

derse en su función de lím ites. Cum plen la m isión de reportar una

cierta claridad conceptual, aun a co sta de dejar en la som bra todo

un acervo de d iferencias en las que el individuo h istórico se deter­

mina y se mueve.

Form a y m ultip licidad van juntas: no existe ninguna razón para

que allí donde hay una form a no haya otra, incluso o tra idéntica.

El ejem plo m ás sign ificativo nos lo ofrece A ristóteles: tras dem os­

trar la unicidad del prim er m otor a partir del principio de indivi­

duación, que se ubica en la m ateria, entiende que esta dem ostra­

ción só lo es válida en la m edida en que se considere la form a com o

especie y no como substancia. Por eso m ultip licó el núm ero de los

m otores inm óviles, igualándolo al de las esferas. L o s d ioses de la

form a son m uchos y, en razón del lím ite que cada form a com por­

ta, no pueden m ás que ser m uchos. A la unidad de lo divino no se

llega más que m ediante la lógica del evento, valga com o prueba las

teo logías opuestas de los epicúreos y lo s esto icos. Para Epicuro

los d ioses son form as y son num erosos, incluso in fin itos, com o

infin itos son io s m undos; para los esto icos, que operan con la

categoría del evento, el m undo es uno, al igual que D io s. L o s

prim eros d io ses , p asad o s p o r el tam iz de la su stan cia aristo té lica

— según C icerón, de la p latónica— no tienen m ás que una única

form a; el o tro d ios tiene m iles, tantas com o eventos que celebran

la epifanía.

La oposición que hay entre estas do s teo logías rem ite — en la

época cuya sensibilidad reflejan— a una tensión entre la fe trad i­

cional y la nueva que, en virtud de un cam bio en la actitu d de los

espíritus, la va sustituyendo gradualm ente. D e form a análoga, aun­

que siga un m ovim iento inverso, encontram os en lo s orígenes una

tensión entre el sim bolism o m últiple p rop io de la religión m edite­

rránea y el p luralism o olím pico de Ia,religíón griega. La prim era

está enteram ente dom inada por la lógica del evento: las form as

son m últip les, pero rem iten a algo d istin to de lo que su figura

representa, su función es m eram ente evocativa y sim bólica. En el

centro, com o en la religión de los M iste rio s, se encuentra una d io ­

sa, una madre, «de m uchos nom bres, pero en esencia única», com o

dice E squ ilo a p rop ósito de la T ierra, d iosa de la vida y la muerte,

señora o pótnia de los m ontes y de las aguas, de las flores y de las

p lantas, profetisa y m aga, protectora y guerrera. S u s representa­

ciones, desde la esfera humana, en la que ella tiene su form a prim e­

ra y m ás sign ificativa, hasta la animal y vegetal, e incluso hasta la

de las cosas inanim adas, cam bian com o cam bian las ideas que se

'reflejan en su s m etam orfosis y lo s ám bitos sobre lo s que ejerce su

influencia. A su lado, aunque en una posición inferior, com o exige

su carácter inicialm ente andrógino, normalmente hay un paredro*,

igualm ente po lim orfo y sim bo lizado de d istin tos m odos, su jeto ai

ciclo del nacim iento y la m uerte, a veces hijo, a veces hermano, a

veces amante. L a d iosa reúne en sí los principios de la perm anencia

y de la caducidad en la doble figura de la madre y de la hija, perpe­

tuadas, ya en la época h istórica , en las dos d iosas de E leusis. En

torno suyo, adoptan d o las figuras híbridas de dem on ios, se en­

cuentra una m u ltitud de fuerzas que ella dom ina y que se sustrae a

los grandes ritm os del m undo.

A los o jo s de los griegos este m undo flu ido y am biguo de con­

ceptos tran sp u esto s y de sím bolos, se escinde y se fija en la singu­

laridad unívoca de las figuras. L o s sentidos transferidos caen, la

m ultip licidad de representaciones se convierte en m u ltip licidad de

substancias. Por prim era vez las cosas salen de la esfera m ágica del

evento, se elevan desde la d ispersión y la instabilidad de lo s acci­

dentes a la unidad inam ovible del ser, reducen enteram ente a la

superficie visible su esencia invisible. Aparece así el m undo de las

form as y, con ellas, el espacio se separa por vez prim era del tiem­

po, a cuyo flu jo lo arrastra el evento y con el que lo confunden la

experiencia existencial y la m entalidad prim itiva. D esde ahora, el

espacio se considera lím ite de la form a que lo crea, al margen de

ésta no es nada. E ste es el espacio que conocem os a través del arte

griego y que A ristó teles definirá com o aquel «en el que el m undo

está contenido en cuanto a su s partes, pero no en cuanto al tod o»,

m ientras que para lo s e sto ico s es externo al m undo y se define por

el evento. Se exorciza la realidad; se rompe la trama de relaciones

sim patéticas sobre las que opera lo m ágico, se dividen los reinos de

la naturaleza, lo s m ovim ientos y las fuerzas quedan constreñ idas a

ciertos lím ites: no m ás acciones a distancia, no más m etam orfosis;

las potencias abandonan la esfera de lo visible, que se abre al dom i-

* De irápíSpoí. Equivalente a compañero, miembro del cortejo, acom­pañante o comensal. [N . dei T .]

nio del hombre, descienden a las p rofun didades de la cierra, a los

ab ism os del mar. Los d ioses de la form a se separan del ciclo de las

ep ifan ías del evenco.

Escos dioses son codos ellos antropom órficos, pero inm unes a la

vejez y a la muerte, se encuentran inmóviles en una edad sin tiem po:

la aureola que clausura la figura del hombre se sustancializa y se

proyecta en lo eterno. En la esfera de lo eterno se yergue la m ontaña

que habitaba la Potnia y su séquito de dioses con form a de anim ales

salvajes; para los griegos que venían de Tesalia, el O lim po; donde,

com o canta H om ero «se dice que está la sede, siem pre firm e de los

d ioses; ni los vientos la sacuden, ni la lluvia la m oja, ni allí se acum u­

la la nieve, sino que una serenidad sin nubes la envuelve y una blanca

luz, laatyArj, la corona». Pero no es la luz del sol, sino esa otra luz que

P lotino proclamará inseparable de la form a, la visibilidad que cons­

tituye la esencia, la luz de la plástica griega, interna a la form a.

A bsueltos del tiem po, los d ioses no asim ilan el evento que, o bien se

aísla en la necesidad vacía que caracteriza a la motra por contraposi­

ción a los dioses, o bien se pierde en la genérica e im personal repre­

sentación de un daímort sin figura, l o d o esto pertenece a la lógica del

principio al que deben su origen, toda la m etafísica de A ristóteles da

fe de ello: en efecto, si la cosa es «la cosa vista», es decir, la form a, los

accidentes caen inevitablemente fuera de la substancia, y al evento

só lo le queda la necesidad propia del hecho, tal y com o la m anifiesta

la tyche. Precisam ente por esta razón los m otores de A ristóteles son

inmóviles y los dioses de Epicuro ociosos. C om o ociosos son tam ­

bién estos dioses. R edim idos, en efecto, de la necesidad que hay en

las cosas, só lo actúan por el placer de hacerlo. En ellos, por vez

primera, el hombre contem pla la acción pura, que tiene su fin en sí

m ism a, que retorna a sí m ism a y es juego, esa acción que los griegos

exaltaron en sus encuentros agonales y que A ristóteles proclamará,

en tanto que pura enírgúa, propia de la forma, la acción en la que el

hombre es libre, y la única que guía a la ciencia.

D esde su plena posesión de s í m ism os, inm unes a fa tigas y

desvelos, «go zan to d o s los d ías», son los d ioses «de la vida fácil»

« lo s b eato s» por excelencia: felices, «inm ortales» y «celestes». S o ­

bre to d o s ellos dom ina Z eu s; pero es un dom inio d istin to al de la

Potnia, ya que es el dom in io de una form a y no de una potencia, se

funda en la fuerza v isible y externa, y no en esa o tra , interna e

invisible. S e trata de un do m in io siem pre antagónico y casi siem ­

pre nom inal, porque las fo rm as son absolutas y lo excluyen, no es

m ás que un residu o de la lógica del evento. C uando las form as se le

subord inen enteram ente, n o serán ya form as, sino eventos, y Z eu s

no tendrá ya figura. Z eu s, un d io s, y no una diosa; incluso esto

pertenece a la lógica de la form a: en efecto, el evento no existe más

que en el acto que lo engendra, rem ite a la idea de la m adre y de lo

fem enino; m ien tras que la form a, que existe aislada y p o r sí m is­

ma, es esencialm ente viril. C uan d o Atenea pasa a la esfera de los

o lím picos, de ja de ser una de las representaciones de la Pótnia, en

quien la tradición reconocía una m aternidad, para convertirse en la

V irgen p o r excelencia, a qu ien se supone nacida de la cabeza de

Z eu s. Por el contrario , D io n iso , el eterno d ios hijo, está siem pre

entre m ujeres y él m ism o es fem enino. En todas las religiones de

tipo agrario , y p o r tanto del evento, la prim era y m ás antigua re­

presentación de la d ivin idad es femenina. N o en vano la fuente de

to d o s lo s oráculos es la T ie rra y Th ém is es su hija. Es la m aestra

de la form a que A polo y Atenea defienden contra las Erinias, venga­

doras de la m aternidad y del evento en las Euménides de Esqu ilo .

M ien tras la civilización griega tenga fe en las form as será viril y

exaltará la belleza en la figu ra del hombre, que representará desnu­

da en el d io s y en el efebo, reduciendo al m ínim o los sign o s sexua­

les; en cam bio la m uchacha y la d iosa aparecerán veladas. S ó lo du­

rante la edad helenística se volverá a la diosa desnuda del neolítico

y del paleo lítico superior, y lo fem enino dom inará tanto la vida

com o el arte: la edad helenística es la edad del evento.

La op osic ión entre el m undo unitario del evento y la dim en­

sión plural de la form a es la m ism a, por la analogía de su s térm inos

y a p esar de que su m ovim iento es inverso, en lo s orígenes y en la

ú ltim a época griega. Por su parte, el proceso de unificación que

concluye en ese m om ento tiene su equivalente en la revolución

re lig iosa del sig lo vi que, com o en la edad helenística, coincide con

una revolución política. En am bas épocas concurren la especu la­

ción de lo s filó so fo s y la su perstición de la plebe. La idea que guía

el m ovim iento de la segunda es el evento, que adopta las form as de

la tyche, del heimarméne y de las divinidades de lo s M iste rio s. En la

prim era época, por su parte, la Tyche-diosa. se corresponde con la

tyche de los dioses; el beim arm énque es a la vez razón y ley, con la

moira, que es providencia y ju sticia; las d io sas madres con Dem éter,

el d io s que nace y muere con D ion iso . E s D io n iso , precisam ente,

el que irrum pe en el m undo de las form as y las desbarata; un D io s

cuyo sím bolo es un m áscara hueca: la form a vacía y precaria que

adopta el evento en su s aspecto s volubles.

D esd e el cam po, adonde lo habían re legado lo s n obles, irru m ­

pe im petu o sam en te en la ciudad y allí se in sta la ; se arrastra so b re

un estrad o delante de la o rq u esta donde danzan su s chivos, d e sp o ­

ja a lo s héroes de H om ero de su s em b ozos reales, arranca a cada

uno su ro stro y hace una m áscara ba jo la cual m uestra al hom bre

d e sn u d o , ese hom bre que está en to d o s n o so tro s , saca a la lu z su

an on ad am ien to . La traged ia: la revolución de la época de lo s t ira ­

nos. E l p ro p io D io n iso , b a jo la form a de F ale s, prende al hom bre

de la gleba, lo arrastra ebrio en el séqu ito de su s ithyfallos, lo conduce

al desen fren o en el regocijo ex tático del hornos, le hace conocer, fe ­

rinas o hum anas, to d as las fo rm as que ad o p ta el evento para exal­

tar la fu erza de la vida en el m undo, lo convierte en un triu n fad o r,

un represen tan te de esa m ism a fuerza en su expresión m ás o r ig i­

nal y m ás baja, la barriga y el sexo, lo eleva h asta hacerlo sím b o lo

de la vida v ic to rio sa , le p ro p o rc io n a — a través del ch iste vu lgar y

la inventiva descarada— el arma que lo redim e, le hace alcanzar

con la risa la cim a op u esta a la que había con d ucid o al héroe con el

llan to . La com edia: la revolución de la edad del pueblo .

L as d ivin idades helénicas de la form a, y las prehelénicas del

evento, d istin guen , hasta cierto p un to y com o lím ites dentro de

los que se mueve la inspiración am bivalente del autor, los do s poe­

m as de H om ero. En am bos la divinidad suprema es la m ism a, Z eus

— son los p oem as de la nobleza aquea; sin em bargo, en la Ilíada,

Z eu s se encuentra bajo el dom in io de la form a y, en general, es

d istin to del evento. En cam bio, en la Odisea es enteram ente una

divinidad del evento, apenas se entrevé la form a. Así, la motra en la

Odisea, es^siem pre la moka de los dioses, m ientras que en la litada,

excepto en el canto X X IV que señala el tránsito entre el m undo

del prim er poem a y el del segu ndo, es exterior y opuesta a ellos.

M ientras que en la litada las d ivin idades dom inantes son m ascu li­

nas, en la Odisea son fem eninas, incluso es una diosa quien guía la

acción: Atenea, la antigua d iosa del palacio, la diosa tutelar del rey,

la d iosa que, ya en la época h istórica , defenderá la polis, que en su

últim a transform ación , en la edad helenística, será la « tyche del rey»

y, en la m ism a ciudad que llevaba su nombre, la «B uena tyche», a la

cual en lo s tiem pos de L icurgo se dedicaba una parte de las ofren­

das que hasta entonces ella había recibido en exclusiva.

E l héroe de la Ilíada es un héroe de la form a y, com o tal, de la

fuerza. Pues la única relación posib le entre una form a y otra se

basa en la fuerza: la form a es un abso lu to que excluye la m edia­

ción. R elaciones de fuerza, sí: pero esta fuerza no es la fuerza

bruta, cuyo prin cipio y final se encuentra fuera de ella, com o ocu­

rre con to d as las fuerzas naturales, y que remite al evento: es la

fuerza de la acción que tiene su fin en sí m ism a, la fuerza propia de

la form a. S i bien en cuanto a su s efectos es tan material com o la

otra, y por tan to esp ía, en relación con el principio del que emana

es KpátOC, es maiestas. Krátos y Bía son en H esíodo ayudantes de

Z eus, y en el Prometeo de E sq u ilo su s m inistros.

En la m edida en que expresa la superioridad individual, y en

virtud de la d ign idad que la form a le confiere, esta fuerza e s ápení,

excelencia o virtud, y va acom pañada de la gloria, tWXkoc,, en la que

se refleja y perdura, incluso aunque sucum ba al encuentro con el

evento: porque la form a es absoluta e indiferente al evento. Por

eso Píndaro quiere que se honre en el adversario y H om ero la en­

salza en el vencido. De ahí el carácter agon ístico de las guerras

arcaicas y el sentido que los ju ego s tenían para lo s griegos. Al

hacer que lo s Juegos en honor de Patroclo siguieran a la m uerte de

H éctor, H om ero pretendía que saliese a la luz la esencia de aquella

guerra tal y com o los aqueos la entendían y, en efecto, ésta es una

de las claves de su poem a. Y si el Rescate propicia la catarsis en la

lógica del evento, lo m ism o hacen lo s Juegos en la lógica de la fo r ­

ma. Porque la catarsis es doble: una es d ion isíaca; revela al hom bre

la inanidad de las form as y la índole insuperable del evento y, así,

lo conduce desde las contradicciones y las lim itaciones de lo m ú l­

tiple a la qu ietud indiferenciada e in fin ita de lo uno; la otra es

apolínea: eleva las form as a la unidad de lo eterno, las su bstrae al

tiem po y proclam a la nulidad del evento. La prim era es trágica, la

segunda es épica. Eurípides las opondrá m utuam ente en XzsBacantes

y en Iftgenia en Aulide; Tucídides condensa en la segunda «la alta

tragedia» del im perialism o ateniense.

S i el héroe de la Ilíada es un héroe de la form a y por tanto de la

fuerza, el héroe de la Odisea es un héroe del evento y, com o tal, de

la inteligencia; pues si bien la form a no es su scep tib le de m edia­

ción, el evento se da enteram ente en la m ediación. También aqu í es

preciso hacer una distinción: al igual que la fuerza de la form a es

en su princip io krátos y no bía, esta inteligencia es infrie y no v'óoc.

Se trata de una inteligencia calculadora, ni contem plativa ni p asi­

va: no tiene otra finalidad más que la acción, el «hacer». E s la

inteligencia que m ás tarde se denominaráooc|)La y <J>póvTjGu;, l;weai<;

y yvcó^, que A ristóteles definirá, en o p osic ión al intelecto y a la

ciencia, com o facultad del cálculo o raciocinio , y que llam ará tó

XoyioTLKÓv, recuperando así, sin saberlo, la idea de m edición a la

que remite la etim ología de metis. D e este m odo, el raciocinio, p rin ­

cipio com ún de la actividad práctica y poiética, se divide en dos

especies: «prudencia» o <j>póvt|üu; y «arce» o xé^vr] (que no debe

confundirse con el arte tal y com o nosotros lo entendem os hoy, al

que lo s g riegos denom inaban «m úsica» y que entraría en el dom i­

nio de la form a, sin o que m ás bien tiene que ver con la técnica). La

prudencia, a su vez, cae bajo el m ism o género que la iravoupYÚK o

astucia, y lo m ism o ocurre respecto a la metis: en este ám bito el

héroe es precisam ente U lises que es a la vez prudente, astu to , y

mañoso.

Ante tod o , en lo que concierne a la prudencia, U lises es A i! p.l>

xw áTcUauTog, « igu al a Z eu s en la metis». Pero adem ás es algo que

Z eus, com o verem os, nunca podrá ser, es itoXú^titk, «de la metis

m últip le» y, en cuanto tal, por una parte, es TOiKiA.on-nxTK, «de una

métis que cam bia sin cesar de co lo r» y, por otra, TioA.U|níxttuog, « rico

en recursos», es decir, rico en C uando se presenta a Alcinoo,

la prim era cosa que m enciona, son su s engaños: es en virtud de

uno de su s engaños y no de su arete que esTrxoXítropQo?, «destructor

de ciudades». En cuanto a las artes, no hay arma o herram ienta que

no sea capaz de utilizar, sabe hacer de todo, desde la alm adía en la

que parte de la isla de C alipso , al lecho en el que duerme.

S ó lo hay una cosa que no sabe hacer, cantar acom pañado de la

cítara com o hace A quiles lo s K^ea áuSpúi/, las gestas de los héroes:

y no por fa lta de mitis, sino porque, a pesar de su fecundidad para

la invención de «técnicas», la metis es estéril en el dom inio del arte.

Entre to d o s lo s ep ítetos que califican a las M usas, no es posible

encontrar ni uno só lo que la recuerde: las M u sas son afínes al

espíritu que contem pla, no al que calcula. E s H erm es quien inven­

ta la lira, pero A polo quien la toca. U lises no contem pla: para no

caer víctim a del «hechizo» de las sirenas — que, sin em bargo, no

cantan m ás que las gestas de lo s héroes— se hace atar al m ástil; la

razón de que no se tape los o íd o s con cera es su philomathía, que es

propia de la metis, y no su am or a la theoría. El canto, que le es ajeno,

no puede actuar sobre él m ás que com o una fuerza externa propia

de potencias dem oniacas; y cuando oye cantar su gesta, su Kkéoq,

llora. Llora, porque en su m undo las form as no son m ás que aspec­

to s del evento, la gloria es una ilusión y la única realidad es el

«d o lo r» : él es precisam ente el que «sufre m uchos do lo res», y los

narra, no los canta. L o s narra uno tras otro , según el orden del

tiem po: «¿qué contaré para empezar, qué para term inar?». Porque

lo s eventos se dan en el tiem po y se ligan uno a o tro hasta form ar

una cadena; só lo las form as se aíslan y están exentas del tiem po: de

ah í el estilo narrativo y continuo del arte oriental y, m ás tarde,

rom ano; así com o el estilo contem plativo y d iscon tin uo del arte

griego; de ahí, ya en el propio H om ero, la diferencia entre zlstaccato

de la litada y el legato de la Odisea.

La metis, inteligencia del evento. C ontem plad la en lo s d ioses.

E s propiedad suya: C rono, Prom eteo, E festó , Atenea, H erm es, son

to d as divinidades que, o por su origen o por su función , pertene­

cen a la esfera del evento. En C ron o, es picaresca; en

E fe sto cojo y am bidiestro, TToA,iV'nri<; y Kfoxoxkyyr\$, que con dos

m anos hace lo que no logran las centenares de m anos de lo s

H ecatonquiros y, a pesar de ser renco y tardo , «alcanza al velocísi­

m o Ares», es técnica. E s técnica y prudente al m ism o tiem po en la

•noAújxryru; Atenea, que es hija directa de M étis a través de Z eus,

cuyzpolymitia, com o dice un poeta del sig lo v, no sería nada si ella

no interviniera. En H erm es la metis es artera por excelencia y, en

ocasiones, tam bién técnica; precisam ente H erm es, al igual que

U lise s , es noXórponoq y5oXo¡j,r¡rr^, es el d ios de tod os lo s cam inos y

de todas las.sorpresas, em bustero y ladrón. En cam bio en Prometeo,

que adopta to d as las form as, es prudente, artera y técnica. Aun

m ás, p uesto que el krátos de la form a se opone a la bta del evento, y

el nóos a la metis, a sí se puede ver la metis asociada a la bía de los

C íclopes, que conjugan el «vigor y la violencia» con «la ^irixaWi de

su s obras». Precisam ente M 6tis fue esposa de uno de ellos, de

Bronte, antes de serlo de Z eus. H ijo s d irectos de U ran o y Gea,

que fue la prim era en pensar un «arte del engaño» contra la violen­

cia de su esposo , lo s C íclopes tienen com o herm anos inm ediatos a

lo s H ecato n q u iro s que, con su s cien tos de m anos y su s cincuenta

cabezas, no son más que pura y estó lid a bía.

Z eu s debe recurrir a esta estúp ida bía de los H ecatonquiros

para poder triunfar sobre lo s T itan e s, pero no lo hace por propia

iniciativa, sin o conform e al «co n se jo » de Gea. Pues no posee la

metis desde el origen, la adquiere después, cuando, una vez conver­

tid o en rey, d e sp osa y engulle a la hom ónim a hija de O céano. Tam ­

bién aqu í lo s nom bres son sign ificativos: Métis tiene com o inme­

diatas herm anas a Eutynomé y Tdesto, o lo que es lo m ism o Imperium

y Auctoritas, a trib u to s que ju n to con el Consilium definen in trín se­

cam ente a la realeza. En consecuencia, aunque Z eu s es|¿r]i:Í€Ta por

excelencia, lo es só lo por el consilium, por la poutaí, es decii; en la

m edida que es rey y en tanto que, com o divinidad suprem a, e s dios

del evento. Pero en n ingún ca so es y aun m enos

áYKulojiTÍtrie, com o C ron o o Prom eteo. C iertam ente Prom eteo,

gracias a supoíymétia, se las sabe to d as, iráik <sív népi p.T)5ea dfiofc; en

cam bio, Z eu s só lo conoce las verdades inm ortales, a<f>@ira urj&a

€Í6g5<;, verdades al margen del tiem po y del evento, inm utables y

únicas: es el saber de la form a, el único que A ristóteles atribuye a

su Intelecto inm óvil: un saber puram ente teorético. En cam bio, el

L ó gos de lo s e sto ico s es a la vez práctico y técnico.

¿Q u eréis ver en to d a su m a je sta d a este Z eu s de la fo rm a?

O b servad lo cu an d o está en la cim a de la Ida y co n tem p la , sin

intervenir, «la ciu dad de lo s troy an os y las naves de lo s aq u eo s,

y el b rillo del bron ce y a qu ien es m atan y a lo s que caen , KÚÓei

yaíw v, o r g u llo so s de su g lo r ia » . A sí pues, a pesar de g o z a r de

u n a fu erza invencib le , ba jo la do b le form a de la bía y e l i'.ratos

— su ce tro y su rayo— , en la qu e basa su do m in io , Z e u s está

exp u esto a las in s id ia s de la in teligen cia y con gran fac ilid ad

cae v íctim a de sed u cc io n es y en gañ os. P or eso d e te sta las ar­

tim añ as, al igual que od ia las a rte s que cam bian la fo rm a de

las co sas; y p o r eso, a p esar de su «co n se jo » , en la llíada a

m enudo se sep ara de la motra y se ve im poten te fren te a ella.

En este Z eu s se fijó el genio de E sq u ilo en su Prometeo, cuanto

hem os dicho explica por qué. D e un lado, la fuerza en toda la

m ajestad que le confiere la form a, de otro , la inteligencia en toda

la variedad y m ultip licidad propia del evento. Sé trata de esa inte­

ligencia que enaltecía A naxágoras, in d agador de m eteoros, de

A.a)iirá8e<; T reS áo po i, com o dice E squ ilo en un pasaje que aún no se

ha com prendido correctamente de las Coéforas; el m ism o Anaxágoras

para quien la inteligencia (complementada con las m an o s), el tiempo

y el evento (reducido a la desnudez de la tyche), eran los tres ele­

m entos característicos del progreso hum ano, «la m ás terrible de

entre cuantas co sas terribles hay en el m ar y la tierra y lo s espacios

que están entre la tierra y el cielo». N o obstante, al igual que la

fuerza de Z eu s es ignara y debe som eterse al evento, a sí la inteli­

gencia de Prom eteo, hijo de G ea-T hem is, cu stod ia de to d o s los

eventos, es m edrosa y debe rendirse a la fuerza. Finalm ente se con­

cillarán, pero Z eu s será superior a Prom eteo, que llevará lo s sign os

del antiguo castigo en el anillo y en la corona de sauce. Porque

E sq u ilo es un m aratonóm aco y, al igual que A quiles, tiene un cora­

zón de león; precisam ente porque tiene lo s o jo s de A quiles, por

encima de la ju stic ia del evento cree, com o P en d es, com o más

adelante Tucídides, en la ju sticia de la form a.

Tan necesaria es la metis para U lises, com o inútil le resulta a

A quiles, porque este ú ltim o no actúa nunca en vista del evento, en

su caso la acción no nace de la reflexión, sin o de la pasión : de la ira,

la única de las pasion es que es propia de la form a, esa ira que

A ristóteles defiende y a la que los esto ico s se oponen. S i la acción

de la form a es una acción basada en la fuerza, su principio no

puede ser m ás que una fuerza. Pero del m ism o m odo que esta

fuerza no es la fuerza salvaje del evento, sin o esa otra consciente

de sí y concentrada prop ia de la form a, lo m ism o ocurre respecto a

la ira que la mueve. Por eso ella m ism a se m odera: A quiles, cuando

va a desenvainar la espada contra Agam enón, se contiene: el Poeta

hace intervenir a Atenea, pero Atenea no es más que la p rop ia arete

de A quiles hecha diosa. La ira de Aquiles só lo se desborda una vez,

y es contra H éctor; pero es que le había herido en su am or y el

am or es una de las fuerzas cosm ogónicas del evento. Precisam ente

aquí la Ilíada pasa de la epopeya a la tragedia.

C on trasta con la ira de A quiles la paciencia de U lises, que es

iroA-úrAac a la par que TroAú¡iri-n.g. En ningún caso m onta en cólera,

pero no por eso renuncia a la venganza: antes bien só lo la suya es

venganza, ricas, en el sen tido m editerráneo de la palabra, m editada

y fría, desp iadada. Por el contrario, Aquiles actúa im petuosam ente

al calor de la pasión , mas a la postre se deja aplacar y se lamenta

con Príamo de la insignificancia del hombre. La venganza de Aquiles

está su jeta a las leyes de la form a, se trata de un duelo, un com bate

en igualdad de arm as, que él afronta sabiendo que, venza o salga

derrotado, se juega la vida. En cam bio, U lises trama su venganza a

través del engaño, un engaño que propicia un com bate; pero ya no

es un duelo, es una m atanza que él ejecuta só lo cuando ha d ispu es­

to cada cosa y se ha asegurado, con la ayuda de Atenea, de haber

puesto a salvo su propia vida. O tro hecho significativo es que Aquiles

com bate «con lanza y esp ad a», que son las arm as de la arete, m ien­

tras que U lise s m ata a lo s Pretendientes con el arco, el arma de la

insidia y de la som bra, un arm a que no precisa arete, el arma que

hiere rápida e invisible com o el evento, el arma que los griegos

atribuyeron a su A polo asiático y a su hermana A rtem is, en su cali­

dad de «p ortadores de m uerte», pero que siem pre consideraron vil

y bárbara. Ilion es conquistada mediante el engaño y el arco, por­

que la motra quiere su destrucción y no puede ser obra de la ante.

Tam bién H eracles utiliza el arco, com o U lises, es prehelénico y

héroe del evento, si bien es héroe de la bía y no de la metis: p o r eso,

antes de em plear eí arco, u tiliza la clava y las m anos «inaccesibles»,

com o las de lo s h ijos de Gea. E scindida del krátos'y sin el so stén de

la metis, e sta bía no puede ser m ás que sierva o ciega, así, H eracles

toda su vida está condenado a servir; cuando no sirve a nadie, en lo­

quece: es paciente y loco, así com o U lises es paciente y sabio. Los

cínicos y lo s esto icos harán de él un héroe del deber, pero el héroe

del griego A ristóteles es Aquiles.

En cuanto héroe de la metis, U lise s tam bién es p or excelencia

elocuente. N o se trata de la elocuencia de N éstor, evocador de

«glo rias», que exhorta con los ejem plos y descuida lo s recuerdos,

Atyúc;, «canoro» — y el térm ino es técnico— com o so n «can oras»

las M usas, h ijas de la M em oria, y cuya palabra, com o la de las

M u sas, es «d ulce» con la dulzura verdadera y pura de la «m iel». Sí,

la elocuencia de U lises está enteram ente orientada al presente, sólo

atiende al evento; por eso, al igual que el evento, es am bigua y

«cam bia de co lo r», envolvente y m órbida «com o la nieve», fJ.íiAixt'n

y K€pScdén, «de apariencia benigna, pero dirigida al interés p ro­

p io» ; su elocuencia remeda el canto de las M u sas, de cuyo coro es

desterrada, y adopta su form a, com o lo fa lso adopta la de lo verda­

dero; es la elocuencia que tiene a H erm es por patrón y, com o

H erm es, hechiza y arrastra tras de s í las alm as. E s to es lo que

Aquiles odia por encima de todo; considera que es un «enem igo

com o las puertas del H ades guien dice una cosa y tiene otra en

m ente», y no p o r respeto a ninguna clase de princip io ético, sino

por obediencia a la lógica de su naturaleza. Porque, si bien el even­

to es siem pre algo d istin to de lo que aparece, la form a, en la que

coinciden «ser» y «ser visto», se da enteram ente en la superficie,

sobre un único plano: es la frontalidad y la «v ista de con ju nto» de

la plástica arcaica y clásica. A quiles m ira siem pre al frente, tiene un

aire «cuadrado», com o las estatuas del Canon de Fblicleto. En cam­

bio U lises siem pre aparece torcido, itoAÚttXokoc, «to d o escorzos y

espirales», com o el pulpo de la jarra m inoica de G urn iá y de la

com paración que aparece en lós versos de Teognis: hoXÚttAokoí y

TroXútponoc;, m óvil y presente en lo s trescientos sesenta grados de la

circunferencia, en las cuatro dim ensiones que reaparecen con Lisipo

en la época helenística, cuando la form a cede ante el evento y el

espacio, de nuevo exteriorizado, se vuelve a fundir con el tiem po y

la luz se vetea de som bra. Por eso, m ientras que A quiles, helénico,

es esencialm ente escultural, y da nombre a las estatuas de los efebos

que época tras época perpetúan su s rasgos, U iises, m editerrán eo ,

es de su y o p ic tó r ic o ; m ás que en el Ulises G rim an i de Venecia

— una de las pocas e sta tu as que se hicieron de él— , debem os ob­

servarlo en las p in tu ras del E squ ilino , p inturas rom anas y no grie­

gas, ilu sion istas, donde las form as se desem barazan de su substan ­

cia en la accidentalidad del espacio, un espacio abierto, que hace

que tod o p u n to tenga la caducidad del instante.

E sp ac io y tiem po, luz y som bra, en la unidad dialéctica del

continuo; y el color, la ilu soria visibilidad del continuo, en la at­

m ósfera líqu ida e inquieta de la que se rodea el evento, y en la que

toda aparición es posible, tod o m ilagro es real: m etam orfosis y

magia. E sta es la a tm ósfera en la que se mueve U lises, la atm ósfera

en la que viven los m on stru os con lo s que com bate, las d io sas de la

seducción m ágica de las que se defiende, lo s feacios, barqueros de

hom bres o de alm as — ¿cóm o saberlo?— , es la a tm ósfera que él

crea cuando llega a su isla, en torno a su casa profanada. Por eso,

adopta tod as las form as, al igual que Proteo, que descubre el secre­

to de to d o s lo s eventos; com o Atenea, que lo guía, está siempre

travestido y so porta bajo lo s harapos de un m endigo las risas y los

go lpes de los Pretendientes. A quiles, en cam bio, no es capaz de

ninguna transform ación , porque el espacio que él lleva dentro de

sí es inm óvil y se encuentra al m argen del tiem po y la luz que

ilumina su figura es indivisa. A sí pues, tiene una única form a, como

su s d ioses, y nunca, ni siqu iera al precio de la m uerte, aceptaría

vestir los andrajos de T ersites. Pero A quiles m uere joven, porque

la form a, incapaz tanto de cam biar com o de ceder, se rompe al

chocar con el evento: U lises, versátil y cim breño, sigue las espiras

del evento y la m uerte lo atrapa de viejo. Am bas m uertes se o p o ­

nen tanto com o su s vidas y derivan lógicam ente de los principios a

los que esta s obedecen: A quiles m ira la m uerte a la cara y la elige

libremente, m ientras que a U lises lo mata por error su hijo Telégono,

aquel «n ac id o en tierra lejana» y al que ni siqu iera conocía.

A quiles y U lises so n las dos alm as de Grecia, y la h istoria de los

g riegos es la h istoria de estas dos alm as. Am bas convergen y se

sublim an en S ócrates. Sócrates tiene la inteligencia de U lise s y la

fuerza de Aquiles, pero muere com o A quiles, aceptando conscien ­

tem ente la m uerte y m irándola a la cara, para no desm erecer en la

form a; piensa en A quiles frente a lo s jueces que lo condenan. Rara

A quiles la form a era su propia figura m ortal eternizada m ediante

la gloria: la contem plaba m ientras cantaba, acom pañado de la cíta­

ra, las gestas de lo s héroes. Para Só crate s la form a es la ley, los

i'óp.OL de su patria. Lo s ve entrar en su angosta prisión , en el m o ­

m ento solemne de la prueba, no los ve com o im ágenes de con cep ­

to s elaborados p o r la razón, sin o com o esencias reales, criaturas de

carne y hueso, de una carne transustanciada por la luz, en el c¿íykr[

que envuelve las form as, del m ism o m odo que A quiles había visto

a su s dioses, con lo s m ism os o jos, e so s o jos incom unicables que,

de entre sus d isc íp u lo s, heredará Platón .

Por la form a (com o A quiles, ya antes de Só crate s) habían

m uerto sobre el escenario las heroínas de Euríp ides — el poeta

bajo cuya m irada la motra se había d isue lto en la tyche, y que había

visto cóm o los d io ses de la form a desaparecían en el éter— . Pero

la form a perm anece en su corazón, una form a que ya no tiene m ás

sustancia que la de su poesía: una apariencia. Por esta apariencia

m uere Ifigenia, Ifigenia joven, en la época en que se cree en las

apariencias. Precisam ente, el poeta, ya canoso, dedicó a la juventud

su canto más bello, a la juventud y a las G racias, com pañeras inse­

p arab les de las M u sa s gu ard ian as de lo s sep u lcro s, pero que

eternizan con su s cantos, allende el m ar tem pestuoso de lo s even­

to s, la gloria de la form a, la aureola lum inosa de :1a form a en la

noche de la m uerte.

En la noche de la muerte, que es adem ás la noche a partir de la

que se genera la vida. H esíod o hace a la N oche hija de C aos, ju n to

a su hermano Erebo; y de ella y de Erebo nacerán E te r y D ía.

P lotino su stitu irá a C ao s por lo U no, de donde procede el In telec­

to, el m undo lum in oso y transparente de las form as y, en tercer

lugar, el Alma, el m undo ten ebroso y am biguo de lo s eventos. Así

pues, lo U no se encuentra m ás allá de la form a y del evento, es

inefable, carece de figura, tod o lo m ás que se puede decir es que,

inm óvil y sin pensam iento, es el S e r que coincide con la N ada.

A PÉN D IC E*

* Carta a Pietro de Francisci publicada en el Ciormle critico ¿tila JilosoJia italiana 111, julio-septiem bre (195 3), Florencia, Sansoni. [N . del E .j

a Pietro de Francisci

Escribes: «E n el cam po relig ioso hay un punco en el que los dos

m om entos se unen, es el rito, entendido com o form a de conjurar o

de provocar eventos: otro tan to ocurre en el derecho. ¿D ebem os

dar preferencia a los eventos o considerar prim arias las form as?

E stas ú ltim as, ¿no se consideran esenciales sobre todo en los pe­

ríodos prim itivos, precisam ente en esos m om entos en los que la

hum anidad se espanta frente a las potencias?».

S in duda éste es el pun to crucial del problem a, todo depende

de cóm o se definan am bas categorías. Te diré lo que estoy en con­

diciones de afirm ar, dado el estado actual de m i investigación y

sobre la base de lo s resultados a los que había llegado anterior­

mente. N o obstante, quiero in sistir una vez más en lo que ya he

afirm ado en mi ensayo, es decir, que doy a estas categorías un valor

puram ente fenom enológico. N o so tro s hacem os h istoria y no m e­

tafísica. S i se puede y se debe extraer consecuencias para la m etafí­

sica es un asu n to d istin to que no tiene cabida aquí.

* A propósito del ensayo con el mismo título publicado en este Ciorrtal< (1952 ). p. 1.

Em pecem os por ei evento. Evento proviene del latín y traduce,

com o a m enudo hace el latín, ía voz griega tyche. A sí pues, el evento

no es quiccfuid evenit, sin o id quod cuique evenir, o t i yLyueTOi ocaoio),

com o escribe Filem ón, insistiendo en lo que ya había afirm ado

A ristóteles. La diferencia es fundam ental. Q ue llueva es algo que

acaece, pero esto no b asta para con stitu ir un evento: para que sea

un evento es preciso que yo sienta ese acaecer com o un acaecer

para mí. Y en consecuencia, aunque tod o evento se presenta a la

consciencia com o un acaecim iento, no todo acaecim iento es un

evento. E sta d istinción , um versalm ente mal entendida por lo s co ­

m entaristas, se encuentra ya en A ristóteles, quien afirm a a p rop ósi­

to de la tycbe, que él restringe a la esfera del hom bre, que no todos

los acontecim ientos que excluyen la necesidad propia de la natura­

leza y del arte son (¡oró túxtk. s in0 s ° lo aquellos que el hom bre

supone que deben suceder en vista de un fin , lo que equivale a

decir: acontecidos para él. S i se prescinde de la interpretación del

universo propia de A ristóteles, se obtiene la tycbe en todas las acep­

ciones que adopta en la lengua y en la experiencia de lo s griegos:

en unas ocasiones aparece com o azar, en otras com o diosa, en otras

com o destino y, en la época m ás antigua, com o m anifestación con­

creta de lo «d iv in o», latúxTi 0€coi/ o ¿k toO 8eíou [xúxt] de lo s dioses

o que procede de los d io se s].

A sí pues, só lo se puede hablar de evento en relación con un

determ inado su je to y en el ám bito de d icho su jeto . Pues en esta

relación y en este ám bito es donde el acaecim iento, al constitu irse

en evento, se desvela a la conciencia com o auténtico acaecim iento,

este acaecer no es lo único que puede percibirse com o evento, sino

también eso que llam am os «las co sas» , esto es, las form as que el

hombre encuentra frente a sí, en el acto en el que advierte la exis­

tencia com o algo que es para él y no por s í m ism a. E s to explica la

ausencia de distinción entre nom bre y verbo que, según los lin ­

güistas, habría caracterizado el estad io m ás an tiguo del lenguaje y

que, en efecto , encontram os en m uchas lenguas prim itivas, aunque

no só lo en ellas. La doctrina estoica, según la cual la esencia de la

proposición se encuentra en el verbo y el nombre es un elemento

secundario — m ientras que para A ristóteles av0pur|TTO<; P a5 í(a [el

hom bre cam ina] es igual a ai'0po7io<; kaxi (JaSíCcov [el hombre está

cam inando]— , se explica, ante todo, por la sensibilidad lingüística

de Z enón y C risip o , am bos sem itas.

En tan to id quod cuique evenit, el evento es siem pre hic it nunc. N o

hay evento m ás que en el preciso lugar donde yo me encuentro y en

el instante en que lo advierto. U n rayo ha caído sobre un árbol

durante la noche, yo lo veo por la mañana. El hecho, que para m í es

un evento, lo es en la m edida en que el evenit se actualiza en un

evenit, de este m odo, el árbol deja de ser un pun to más en el espacio

para convertirse en el hic en el que me encuentro. Se sabe que uno

de los m edios que utilizan los prim itivos para su straerse al evento

consiste en ignorar voluntariam ente y voluntariam ente no mirar el

lugar o la cosa donde ha ocurrido lo que para ellos puede constituir

un evento. D e form a atenuada, aunque siem pre reconocible, esto

vale tam bién para n oso tro s.

A sí pues, está claro que no son el hic et nunc lo s que localizan y

tem poralizan el evento, sin o el evento el que tem poraliza el nunc y

localiza el hic. Y el hic se da a consecuencia del nunc: pues el evento

emerge y se im pone com o una interrupción de la línea indiferenciada

y no reconocida de la duración — es decir, de la existencia como

existencia vivida— , en esta interrupción y por esta interrupción se

reconoce y se desvela z\hic. La distinción que hacen lo s estud iosos

de la m entalidad prim itiva entre el espacio y el tiem po, que según

ellos están en el m ism o plano, es un error: Tal y com o prueban los

m itos y lo s rito s, en la m entalidad prim itiva espacio y tiem po son

uno, y es el tiem po el que es prim ario. El m ito siem pre tiene forma

histórica, en los tiem pos sagrados que se renuevan m ediante el rito

los lugares y los ob je to s sagrados se perciben en toda su majestad.

Lo m ism o vale para n oso tro s: en nuestra vida vivida tod os los

lugares tienen una fecha, y só lo son reales en la m edida en que esa

fecha es actual y se hace presente com o evento. É sta es la razón de

que «las co sas» puedan sentirse com o eventos y lo s nom bres se

confundan con los verbos. Pero en el plano objetivo de la concien­

cia la relación se trastoca, porque só lo el espacio es representable.

E l evento se da siem pre en la relación entre do s térm inos: el

uno es elcuiqut com o pura existencialidad que se concreta en clhic

it nunc, el o tro es la periferia espacio-tem poral de la que proviene

el evenit y cuyo centro es e lhicet nunc. El prim er térm ino es fin ito , el

segu n d o es infin ito y c o m o n ^ n t et semper com prende tod o el espa­

cio y codo el tiem po: en él se asienta lo «d ivino». E sta relación

entre fin ito e infin ito se siente, no se piensa, só lo tiene realidad en

tanto que relación sencida, porque no es posib le entender el even­

to al margen de la esfera existencial y, adem ás, se encuencra m ás

allá de codo pensam iento consciente. La prim era defin ición de esta

periferia que se m anifiesta en el evento es el cúreipoi/ irepiéxoi' que

A naxim andro identificaba con lo «divino» y, según él, «codo lo

gobierna».

E ste pun to es de la m áxim a im portancia. C ada evento tiene su

propia dim ensión y su dirección, pero tod os se caracterizan por la

presencia reconocible y vivida del áptiron periéchon. A sí lo prueba la

experiencia, la fenom enología de la religión y do s de los siscem as

m ás típ icos del evento, el esto ic ism o , que expresa la m áxim a clau­

sura, y el existencialism o, en el que se presenta de form a m ás abier­

ta. C ualquiera sabe por experiencia que, al m enos durante un in s­

tante, en el acto en que se experim enta un evento se concentra la

totalidad de los eventos del m undo; la sensación que lo acom paña

es, en el orden espacial, de aislam iento y de vacío y, en el orden

tem poral, una especie de parada en la que el tiem po em erge y se

arremolina, un elem ento es inseparable del otro.

Por lo que toca a lo s orígenes de la religión, si bien es notorio

que el manna se presenta com o algo determ inado y particular, por

otra parte, tam bién tiene cierto cariz universal que se ha querido

ver com o un prim er esbozo de la unidad y la cosm icidad de lo

«divino». «P anteístas y m o n istas» — escribe P. Sain tyves (La forcé

magique [ 1 9 1 4 ] , p. 4 6 , c itado por Van der Leeuw, L a religión, p.

1 6 )— «son lo s herederos de una tradición inm em orial». Ahora

bien, esta universalidad, com o universalidad vivida, no es más que

la vivida infinidad del periécbon. E so explica por qué todo lugar

sagrado se siente com o centro del mundo y com o, p o r otra parte,

para tod os los prim itivos el m undo tiene su centro en un lugar o

en un ob je to sagrado: el árbol, la montaña, el tem plo, etc. Tam bién

se entiende así cóm o tod o tiem po sagrado se ubica en el plano de

lo eterno, a través del rito se renueva un evento p rototíp íco que

rem ite al «origen». S e trata de un tiem po que está al margen del

tiem po y lo abarca por entero — lo que se ha dado en llam ar tiem ­

po del m ito— . En efecto , y es algo que se ha observado en nume­

ro sas ocasiones, toda la vida de lo s prim itivos se desarrolla en el

p lano cósm ico y de la eternidad.

A través del análisis estrictam ente estructural que he hecho de

la Ilíada en el curso que he im partido este año, he p od ido com pro­

bar que, m ientras la acción se desarrolla norm alm ente sobre un

plano único, o bien se ignora el tiem po o bien se d ispon e en senti­

do lineal, pero apenas la acción se hace trágica, aparece el espacio

externo y el presente parece unirse con el pasado y el futuro: en

este sentido el libro X X II es paradigm ático. E sto perm ite explicar

el teatro. La escena no nace de una exigencia de realism o, resulta

esencial para la acción, no im porta la form a bajo la que se repre­

senta, sin ella no hay dram a. Al igual que en el periécbon espacio y

tiem po se unen y son tod o el espacio y todo el tiem po, lo m ism o

ocurre con el hado, que las viejas definiciones consideran co n sti­

tu tivo de la tragedia. Pero no puede haber periécbon más que en

relación con el hic et nunc. de ahí las tres fam osas unidades. Hay

otro hecho que he descubierto analizando el m ism o poem a y que,

en tanto que confirm a la relación de la que hablo, tiene valor de

principio : en el acto a través del que se siente una divin idad com o

praesens numen, ésta pasa de form a a potencia y constituye todo lo

«divino». Así se explica algo que se ha observado en m ultitud de

ocasiones y, en vano, se ha intentado explicar, esto es, que m ientras

que el poeta sabe cuál es la divinidad que interviene en cada oca­

sión, el héroe siem pre habla genéricam ente de lo «d iv ino», que

designa con las expresiones 0eó<; 0eoí, Saíneos. S i retom am os a la

luz de este princip io la teoría de Usener, podem os afirm ar que el

Augenblicksgott [el d io s del instante] (m ejor el sin gular que el p lu ­

ral) y los Sondergotter [d ioses particu lares] no responden a dos es­

tadios del desarrollo religioso, sin o a do s asp ecto s de un m ism o

fenóm eno: so lam ente en el rito y en la oración el deus certus es tal,

pero en el m om ento en que actúa y se revela com o evento, es siem ­

pre numen y constituye todo cuanto hay de «d iv in o» en el m undo.

E sto perm ite com prender enteram ente la religión rom ana.

Al pasar al p lano del pensam iento reflexivo y de la filo so fía , se

com prueba cóm o, al igual que en el esto ic ism o todo h'tc el nunc

coincide siem pre con el ubique et semper, así para el existencialism o

de H eidegger la prim era estructura del Dasein es el ln-der-Welt-$ein\

un ser en el m undo que está m ás acá de lo que denom inam os cons­

ciencia, y es inseparable de la «com pren sión » que el Dasein tiene de

su Sein. Dasein es la existencia, y no es posib le entender la defin i­

ción que hace H eidegger sí no es en relación con el evento. «D asein

— escribe (Sein und Zeit, p. 5 2 )— ist Setendes [el puro íi de los

esto icos, que es siem pre hic et nunf], das sich in seinem Sein

verstehend [el sen tido fundamental del ser del que'hablaba Rosm ini

y que ha sido retom ado en IzFilosofta dell’Arte de G entile] zu diesem

Sein verhalt»*. Y precisa: «D asein ist ferner Seiendes, das je ich

selbst bin. Z um existierenden D asein gehó'rt die Jem einigkeit» [el

ser siempre mi existencia y que, com o tal es irrepresen tab le]**. El

* «El “ser-ahí” es un ente que en su ser se las ha relativamente — compren­diéndolo— a este su ser» (M. Heidegger, Str y títmpo, § 12, trad. J. Gaos, M éxico/Madrid: F C E , 1989, p. 6 5 ). [N . del T .]

** «El "ser-ahí" es, además, un ente que en cada caso soy yo mismo. Al exiscente “ser-afu” le es inherente el “ser, en cada caso, m ío '» [N . del T .]

Umgreifende [lo englobante] m ediante el que Jaspers ha retom ado el

periéchon de Anaxim andro es siem pre un Umgreifendes vivido y es siem ­

pre in fin ito , de este m odo se trata de un concepto análogo al In-

der-Welt-sein de H eidegger.

La relación que hay entre el hic et nuttc del cuique y el ubique et

semper del periécbon, es dinám ica y recíproca. D e ahí que C assirer

rem ita al Ineinander [la im bricación] para caracterizar el espacio y

el tiem po de la m entalidad prim itiva o, com o él dice, del m ito.

E sto hace inteligible e incluso utilizable el concepto de participa­

ción de Lévy-Bruhl. En este Ineinander, las figuras se vuelven preca­

rias, las cosas pierden su substancialidad , todo se torna fluido, el

hombre siente cóm o se rompen sus propios límites, el espacio eterno

lo penetra, descubre en él a lgo que está en la raíz m ism a de su

respiración, lo suspende entre la nada del instante actual y la nada

del porvenir, convirtiendo la duración en un torbellino en el que la

irreversibilidad del tiem po queda abolida (cf. Van der Leeuw, La

religión, p. 3 7 9 ) : todo es posible. H e aquí tlthámbos, el horror, \zScheu,

de la que habla O tto , el awt de M arett, y enfrente, el manna, el

orenda, el numen tremendum, D io s.

La reacción del hom bre ante está fractura del tiem po y apertu­

ra del espacio que él crea dentro y alrededor del evento consiste en

dotarlas de una estructura y, clausurándolas, dar una norm a al even­

to. Lo que diferencia tanto a las civilizaciones humanas, com o a las

vidas individuales, es la d istin ta clausura que en ellas se da al espa­

cio y al tiem po del periéchon. La h istoria de la hum anidad, com o la

h istoria de cada uno de n oso tro s, es la h istoria de estas clausuras.

T iem p o s sagrados, lugares sagrados, tabúes, rito s y m itos no son

más que form as de clausura. El esquem a de una civilización prim i­

tiva viene dado por el esquem a espacio-tem poral en que se d isp o ­

nen los eventos. C uando los an tropólogos dicen que el espacio y el

tiem po de lo s prim itivos siem pre están calificados (com o, por otra

parte, ocurre con cada uno de n o so tro s) , esta calificación no está

con stitu ida m ás que p o r la posic ión que se da a los eventos en cada

región del espacio y para cada d ivisión del tiem po. T odo lo que no

se puede colocar en un esquem a de ese tipo, queda expulsado fuera

de la periferia, que norm alm ente coincide con el territorio habita­

do, m ás allá de la cual se encuentra el lugar de las. fuerzas incon­

trolables y, a m enudo, de lo s m uertos. De ahí el horror que el

prim itivo siente a salir de su territorio y a todo cuanto p rócedeíle l

exterior.

Y aqu í llego a tu pregunta. ¿Acaso todas estas clausuras no son

form as? ¿Hay que darles p rio ridad frente a lo s eventos? La res­

puesta m e parece sencilla. En relación con su origen, está claro que

la preem inencia corresponde al evento. S i, en cam bio, se atiende a

su función — es decir, a la m anera en que p osib ilitan la vida.— >

estas form as no só lo son «esenciales» en el m undo de lo s p rim iti­

vos, sin o tam bién en el nuestro y, en general, en cualquier estadio

de civilización, ya que gracias a ellas logram os dotar al evento de

una estructura y una dirección a p esar de su incom unicabilidad.

Pero — y éste es el punto im portante— no es posib le escindirlas

de los eventos, porque su m utua relación no es la de unpost respec­

to a un prius; hay la m ism a dinám ica y reciprocidad que en la rela­

ción entre el bic et nunc y la infin idad del periécbon.

Trataré de aclarar estas ideas con un ejem plo. U na de las for­

mas más sim ples de clausurar el evento es el nom bre. E s conocida

la im portancia que tienen los nom bres en el m undo de lo s p rim iti­

vos y, en general, en el ám bito de lo sagrado. El nombre especifica

la potencia que se revela en el evento y así perm ite superar su

índole in fin ita que la hace aterradora y la lim ita; de este m odo

perm ite al hombre liberarse del thambos que lo paraliza y dar una

dirección a su propia acción. E l e jem plo más conspicuo de clausu­

ra sagrada hecha a base de nom bres son los Indigitamenta. S i consi­

deram os el m ito , que es la m ás com pleja de las form as dadas al

evento, el d iscu rso es el m ism o. El m ito es la figura del evento que

sirve de arquetipo para el rito y que, bajo form a sim bólica, da

razón dtldromenon. Hay ritos que carecen de m ito, pero un m ito no

es tai si no es en relación con un rito y con el acto de su celebra­

ción. Al m argen del rito queda reducido a una fábula y pierde sus

aspectos sacros.

Pero en tu pregunta hay otra im plícita, y es. preciso esclarecer­

la. Puede dividirse en tres proposiciones: I ) ¿qué diferencia hay

entre estas fo rm as y la form a kat* exochen'!', 2 ) ¿hasta qué pun to esta

diferencia está fenom enológicam ente ju stificada y hasta qué pun­

to esta form a kat* exochen puede ser ju stificada y aceptada como

categoría?; 3) ¿para las form as que se diferencian de ella debe

m antenerse el m ism o nom bre o es preciso buscar otro?

En relación con el prim er pun to , lo que yo llam o por excelen­

cia «la fo rm a» es el eidos de P latón y de A ristóteles, su característi­

ca principal es el autótes, el ser por sí m ism a. S ó lo ella es KaS’autó,

y lo que es lo es en sí m ism a y por s í m ism a, y excluye toda rela­

ción. D e este m odo, su esencia se agota en su índole contem plati­

va: en ella aquello que no es contem plable, sencillam ente no es. En

cam bio, las form as que el hom bre da al evento tienen un carácter

totalm ente opuesto . N in gun a de ellas es KaQ’ autó, son siem pre

kcct ’ aXXo t i y 'éveca xivot; cUlou y enteram ente relaciónales. Puesto

que se trata de form as, son contem plables, pero su índole contem ­

plativa no agota nunca su esencia, só lo es un m edio para llegar a

algo que no se m uestra en ellas y a lo que rem iten, a lgo cuya

naturaleza excluye toda contem plab ilidad y só lo puede ser vivi­

do: estas form as son symhola y funciones, no cídi, son form as

evénticas y no «las fo rm as» , su valor es siem pre práctico , n o teo­

rético.

En cuanto al segundo pun to , si fenom enología es, p o r una par­

te, verificación del fenóm eno (y por tanto h istoria) y, por otra,

análisis estructural (y por tan to lógica), esta diferencia queda ju s­

tificada tanto histórica com o lógicam ente. E stá ju stificad a en el

plano de la historia, porque no só lo es posible encontrar, de form a

oscura e incom pleta, este sen tido de la form a kat’ exochen en num e­

rosas civilizaciones, sino que caracteriza con gran n itidez la civili­

zación griega; tanto ias m anifestaciones del pensam iento reflexi­

vo, com o, sobre todo, los ám bitos m ás inm ediatos de la religión, el

arte y la costum bre. E stá ju stificad a en el plano lógico porque, en

virtud de toda la experiencia que hem os heredado tras m ilenios de

especulaciones, podem os afirmar que toda proposición versa o sobre

la esencia o sobre la existencia, y esencia y existencia son lo s dos

extrem os dentro de los que se mueve todo el pensam iento lógico.

N o obstan te, esencia es aquello que una cosa es de suyo, es decir,

en lenguaje tradicional, la form a kat’exochin o etdos, todo lo que no

es pura esencia en sí y para sí es siem pre la existencia de alguien en

el acto en que él la vive y la experimenta y, por tanto, remite al

evento. D ados estos dos extrem os, si el evento es una categoría, la

otra es la form a en cuanto tal.

Tercer punto: <se debe m antener un único nom bre o hay que

hacer una distinción? En mi op in ión , hay que m antener un único

nombre, porque los extrem os son do s, y lo s grad os interm edios

surgen del progresivo dism inuir del uno y aum entar del otro . Las

form as del evento, tom adas com o form as, lo son al m ism o título

que lo es la form a kat* exochen, en cualquier m om ento pueden con­

vertirse en form as kat’ exochen, basta con que se oblitere el evento al

que se refieren y se conviertan en o b je ta de contem plación para

que se vuelvan abso lu tas. Fue de este m odo com o las form as

evénticas de las divinidades m editerráneas se convirtieron en las

form as substanciales de las divinidades olím picas. D el m ism o modo,

el cuadrado, hasta P itágoras, era un sím bolo y, com o tal, estaba

cargado con tod os los valores del evento y se encontraba rodeado

de un halo m ágico: P itágoras, en cam bio, lo veía com o un cuadra­

do y nada m ás y, de este m odo, sentó las bases de la ciencia.

N o hay que entender en térm inos abso lu tos este paso del even­

to a la form a evéntica, y de esta a la form a kat' txochin. H ay que

cuidarse de convertir estos tres térm inos en tres m om entos d istin ­

tos de un proceso de dirección única e irreversible. Form a y evento

son categorías y só lo se pueden d istin gu ir com o categorías. En la

realidad vivida su relación es inestable, fluida y siem pre reversible:

la m ism a divinidad que en cierto m om enco aparece com o forma,

un instante después se m uestra com o evento y se confunde con el

periéchon. N o so tro s no vivim os só lo en la existencia, com o creen los

ex isten c ia lista s, ni só lo en la esencia, com o querían P latón y

A ristóteles, sin o en una existencia que continuam ente se cierra en

la esencia, y en una esencia que a cada mom ento se rom pe en la

existencia. S in em bargo, la relación entre form a y evento no es

siem pre la m ism a: siem pre dom ina uno de los elem entos, si bien

los grados so n in fin itos. E s to perm ite identificar la estructura de

las civilizaciones y d ispon erlas en una escala: hay civilizaciones en

las que la form a dom ina sobre el evento, otras en las que el evento

dom ina sobre la form a.

Por tanto , una cosa resu lta segura: dado que el p aso de un

extrem o al o tro es cualitativo, hay un lím ite más allá del cual la

form a kat’ exoche ti cesa, y to d o lo que sigue tiene valor funcional y

sim bólico . En el m ism o lím ite, aunque en el otro sentido, el even­

to pierde su índole cósm ica y se reduce a un mero accidente. La

oposición que hay entre las do s categorías no es solam ence lógica,

es real; e sto hace que la vida sea dram ática: el rey no puede diver­

tirse con el bu fón y viceversa. En el lím ite que separa lo s reinos de

la form a y del evento se encuentra la muerte, ya sea de una de las

d o s categorías o del hombre. D e ahí lo U no de Plotino, el Brahma

y la N ad a de lo s indios, la N ada de Lao T ze .

C ario D iano

Ju lio , 1952