treinta doblones de oro - jesus sanchez adalid

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TREINTA DOBLONES

DE ORO

Jesús Sánchez Adalid

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CréditosEdición en formato

digital: diciembre de 2013© Jesús Sánchez Adalid2013

© Mapa: Antonio Plata2013

© Ilustraciones: JoanMundet, 2013

© Ediciones B, S. A.

2013Consell de Cent, 425427

08009 Barcelona

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(España)www.edicionesb.com

Depósito legal: B26.766-2013ISBN: 978-84-9019

669-4Conversión a formato

digital: El poeta (edicióndigital) S. L.

Todos los derechos

reservados. Bajo lasanciones establecidas en eordenamiento jurídico, queda

rigurosamente prohibida, sin

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autorización escrita de lotitulares del copyright, la

reproducción total o parciade esta obra por cualquiemedio o procedimiento

comprendidos la reprografíay el tratamiento informáticoasí como la distribución deejemplares mediante alquileo préstamo públicos.

TREINTA

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DOBLONES DE ORO

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LIBRO IDonde se cuenta cómo

entré a servira don Manuel deParedes y Mexía

1. UNA AMARGA EINESPERADA NOTICIA

 Nunca podré olvidaaquel día nuboso, espeso, queparecía haber amanecido

presagiando el desastre. La

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noche había sido sofocante einsomne para mí, y a media

mañana me hallaba en edespacho copiando una largalista de precios. En una

estancia lejana un reloj dio lahora. Luego sopló un vientorecio y tuve que cerrar laventana porque la lluviagolpeaba contra el alféizar y

salpicaba mojando lopapeles. Soñador como soyabandoné la pluma y lo

cuadernos y salí al patio

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interior para gozaescuchando el golpeteo de

agua que goteaba de todapartes. En medio de mipreocupaciones, un

sentimiento de equilibrioembelesado me poseyóquizás al percibir el frescoaroma de las macetahúmedas.

Pero, en ese instante, seoyó un espantoso grito demujer en el piso alto de la

casa. Luego hubo un silencio

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al que siguió un llanto agudoy el sucederse de frase

entrecortadas,incomprensibles, hechas debalbucientes palabras. Doña

Matilda acababa de recibiuna fatal noticia, y yoestremecido por el grito y ecrujir de la lluvia, me quedéallí inmóvil sin saber todavía

lo que le había sidocomunicado.Un momento después

una de las mulatas atravesó

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el patio, compungida, sinmirar a derecha ni izquierda

y subió apresuradamente pola escalera. Tras ella apareciódon Raimundo, e

administrador, empapado ysombrío; me miró y meneó lacabeza con gesto angustiadoantes de decir con la vozquebrada:

 —El Jesús Nazareno  seha ido a pique... ¡La ruina! —¡No puede ser! —

repliqué sin dar crédito a lo

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que acababa de oír—. ¡Enavío zarpó ayer!

Don Raimundo sehundió en la confusión ytragó saliva, diciendo en voz

baja: —Los marineros que

pudieron salvarse llegaron ala costa al amanecer, despuésde remar durante toda la

noche en los botes... Pero lacarga... —Volvió a tragarsaliva—. Toda la carga está

en el fondo del mar...

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El administrador no erade suyo un hombre alegre

seco, avinagrado y cetrinoparecía haber nacido para damalas noticias. Sacó un

pañuelo del bolsillo, seenjugó la frente y el rostroempapado, suspiróprofundamente comoinfundiéndose ánimo y

mientras empezaba a secarsela calva, rezó acongojado: —¡Apiádate de

nosotros, Señor! ¡Santa

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María, socórrenos!Acababa de musita

estas imprecaciones cuandodoña Matilda se precipitóhacia la balaustrada del piso

alto, despeinada, agarrándoselos cabellos como si quisieraarrancárselos y exclamandocon desesperación:

 —¡Qué desgracia tan

grande! ¡No quiero vivir!Era una mujeronagrande de cuerpo, imponente

que alzaba la pierna gruesa

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por encima de la barandahaciendo un histriónico

aspaviento, como spretendiera arrojarse avacío. Sus esclavas mulatas

Petrina y Jacoba, salierontras ella y la asieronfirmemente para conducirlade nuevo al interiorForcejearon; con sus mano

oscuras la sujetaban por lobrazos rollizos y blancos y letapaban los muslos con la

enaguas, evitando

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pudorosamente que enseñarademasiado. Aunque en los

ademanes de doña Matildaevidentemente, no habíaánimo alguno de suicidio, po

más que siguiera gritando: —¡Dejadme que me

mate! ¡No quiero vivir!En esto salió don

Manuel al patio, pálido y

lloroso; clavó en nosotrouna mirada llena de ansiedady luego alzó la cabeza para

encontrarse con la escena que

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se desenvolvía en el pisoalto. Al ver lo que sucedía

gimió y después subió asaltos la escalera, con unamano en la barandilla y la

otra en su bastón. Cuandollegó arriba, se detuvoadeando en espera de

recobrar el aliento, para acontinuación irse hacia su

esposa suplicando: —¡Por Dios, Matilda, nohagas una locura! ¡No te

dejes llevar por el demonio

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que no hay salvación paraquienes se quitan la vida!

La lluvia arreciabaincesante, insistiendo ensalpicar desde los tejados

desde los chorros impetuosode los canalones, desde loaliviaderos... Y en el mundotodo parecía desconsuelocomo si cuanto había quisiera

también hundirse en la nadadel océano, como la fabulosacarga del Jesús Nazareno, y

las aguas ahogasen la

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últimas esperanzas de donManuel de Paredes y de doña

Matilda, que eran tambiénnuestras únicas esperanzas.

2. UNA PROSAPIATRONADA

Para que puedacomprenderse el alcance dela tragedia que supuso la

noticia del hundimiento denavío llamado Jesús

azareno, referiré

primeramente la situación en

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que me encontraba yo poentonces y lo que sucedía en

aquella casa.Por razones que ahorano vienen al caso explica

con detenimiento, tuve queemplearme al servicio de donManuel de Paredes y Mexíaque era corredor de lonjaaunque pudiera decirse que

esa no era su única profesiónya que atesoraba toda unaretahíla de títulos que, no

obstante su rimbombancia

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no aliviaban su inopiaPorque don Manuel de

Paredes y Mexía erafundamentalmente, unhombre arruinado. Entré en

su oficina como contable yenseguida me cercioré de esapenosa circunstancia, pomucho que el administradordon Raimundo, tratase po

todos los medios deocultármela o al menos dedisimularla. Pues no bien

habían pasado los do

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primeros días de mi trabajocuando me abordó en plena

calle un hombre sombrío quesin recato alguno, se presentócomo el anterior contable, e

decir, mi predecesor en eoficio; y me previno de queno me ilusionase pensandopercibir salario alguno deaquel amo, puesto que a él le

adeudaba los dinerocorrespondientes a cuatroaños, como igualmente

sucedía con otros mucho

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mil pesos, de las queesperaba alcanzar cuatro

veces más y ademáincrementar el beneficio conlas correspondiente

ganancias de lo que pudieratraerse en el viaje de vueltaPor eso anuncié al inicio depresente capítulo de mi relatoque en aquel navío «navegan

todas nuestras esperanzas».Y al decir «nuestraesperanzas» digo bien, pue

esas esperanzas eran las de

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don Manuel, las de su esposalas de don Raimundo, las de

los pocos criados de la casa ytambién las mías propias, polo que paso a referir a

continuación.

3. UN CONTABLEDONDE NADA HAY QUECONTAR; ES DECIR, UN

OFICIO SIN BENEFICIOCuando tuve la certezaabsoluta de que don Manue

no poseía otra cosa que

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funciones sin ganancia ymuchas deudas, tuve la

valentía de encararmedirectamente con donRaimundo, el administrador

para, sin que mediaranpalabras previas, decirle consoltura y concisión:

 —Ya sé que en esta casano hay fortuna alguna, sino

penuria y pagos pendientesMi antecesor en el oficio meadvirtió de ello y he hecho

mis propias averiguaciones.

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del estropajo usado, quedejaba transparentar la pie

de la calva blancuzca. Era evivo espíritu de ladecadencia; todo en él estaba

gastado: la ropa, el cuelloamarillento de la camisa, echaleco descolorido, el tristefajín de lana pobre..También sus anteojos estaban

viejos, rayados, por más queél los cuidara como a supropia vida, pues no veía

nada sin ellos. A pesar de tan

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 —Señor y Dios míodadme humildad, humildad y

paciencia...Había algo frailuno enaquel extraño hombre, en su

mirada, en su manera dehablar, en sus manospequeñas y blancas, en todasu persona cavilosa yreservada. Eso me parecía a

mí entonces, cuando no bienhacía una semana que leconocía y las pocas palabra

que había cruzado con él se

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referían solamente al escasotrabajo de la correduría, cua

era apenas hacer uninventario, copiar algunalista de precios y revisar lo

que se pedía en las únicacartas que se recibían, queeran todas de reclamación depagos pendientes. Tal vezporque le veía así, inofensivo

y timorato, o por no tenenada que perder, insistí coninsolencia:

—Dígame de una vez

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fin la cabeza, me mirósombríamente y me pidió en

un susurro: —Siéntese vuestramerced, por Dios. Yo le

explicaré... Clavé en él unamirada llena de desconfianzay duda, pero acabéhaciéndole caso para ver quétenía que decir.

El administrador sacóentonces del bolsillo epañuelo y se estuvo secando

el sudor de la frente. Luego

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miró al fin a los ojos y mehabló con serenidad:

 —Lo que tengo quedecirle a vuestra merced letranquilizará mucho. Hablaré

con verdad, como enpresencia de Dios estamos ysabemos que Él lo ve todo ylo oye todo. Por lo tantopuede confiar en que todo lo

que diré es tan verdad comoque Dios es Cristo y Madresuya Santa María.

Dicho esto, se santiguó

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y esperó para ver qué efectoproducían en mí tale

palabras. Yo respondí: —Si lo que me va aproponer es que he de

trabajar a cuenta y fiados losueldos, no siga vuestramerced por ese caminoporque ha dado con alguienque no admite tratar de fia

ni ser fiado, que mi padre seperdió por ahí y me dio buenconsejo acerca de ese ma

negocio.

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 —Buen consejo es, enefecto —dijo él con calma—

Aunque también es muysanta razón la del que andapor este mundo haciendo e

bien a los semejantes fiadoen que Dios le ha de dar lagloria entera al final, sinanticipo alguno en estemundo.

 —No me eche vuacedsermones —repliqué—Vamos al grano: ¿qué es lo

que quiere decirme?

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Él suspiró, se echó haciaatrás y me habló con su tono

frailuno, como un maestrohabla a su alumno. —Don Manuel de

Paredes, nuestro amo —dijocon veneración—, es unvarón honesto, bueno, a quienel demonio ha hecho pasamuchas cuitas a lo largo de

su vida. Siendo hidalgo, hijoy nieto de cristianos viejospudiera haber ganado aína

fortuna y gloria en sus año

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mozos; mas quiso Dios queno ahorrándole trabajos n

sacrificios, no encontrasenada más que espinas en sucamino. Ahora es ya un

hombre cansado y viejo, sinhacienda, sin hijos ni nietoque le sostengan en la vejezSolo tiene esta correduría deSevilla, que se vino abajo ha

dos años, cuando emonopolio de los negocios delas Indias pasó a Cádiz y lo

negocios se fueron a aque

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puerto. Los jóvenes puedenhacerse componenda

nuevas. Pero ¿qué porvenir leaguarda ya a quien cuentamás de setenta años? No e

esa edad para empezar nada.. —Bien dice vuestra

merced —afirmé— tantoaños no dan para mucho, peroyo tengo poco más de veinte

y, como es natural, estoy enel momento oportuno paraasentar la cabeza, ganarme la

vida, casarme y fundar una

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familia, o sea, que tengo quetrabajar y cobrar un sueldo y

no hacer caridad a los viejoque ya cobraron lo suyo y loecharon a perder, sea por las

cuitas del demonio, por laespinas del camino o por loque quiera que sea.

4. MI HUMILDE

PERSONALlegados a estemomento, paso a referi

quién es el que esta historia

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escribe; a dar breve relaciónde mi vida, aunque

consciente de que mitrabajos y adversidades pocoimportan y en nada afectan a

la sustancia de los hechos tanextraordinarios que mepropongo narrar, con eauxilio de la divina Majestadpara rendirle gracias y

alabarlo por las grandemercedes que se dignó haceen favor nuestro aque

peligroso —y felicísimo a la

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vez— año del Señor de 1682cuando sucedió lo que no

ocupa en el presente relato.Mi nombre es Cayetanoaunque todos me llaman

Tano. Soy hijo de PabloAlmendro y María Calleja

ada de interés puedo contade mi infancia, salvo quenací en Osuna, villa de la que

cuanto se diga o escribasiempre será poco, por lahermosura y fertilidad de su

campos, la grandeza de su

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plazas, calles y palacios y lanobleza de sus linajes

Aunque de todas esasobradas bendiciones pocome correspondió a mí, po

haber nacido en casa ajena ypobre, al ser mis padrecriados de los criados deregidor Cárdenas y sologuardo de la infancia

memoria de infortunios yhambres. Murió joven mpadre, de fiebres, y siendo yo

de edad de diez años, cerca

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de once, y el menor de cuatrohermanos, hálleme con una

madre viuda muy honradamujer bella y buena cristianaque hubo de casar de

segundas con un hombreviejo, asimismo viudo, que leofreció casa y sustento. Y mpadrastro, que ya teníasuficiente a su cargo con los

hijos y nietos de su primematrimonio, me dio aconvento de los recoletos de

Monte Calvario. Allí los

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frailes me enseñaron lacuatro letras y apreciaron m

habilidad para hacer cuentaspero, viéndome crecidoaunque no de edad para casar

y que no me llamaba la vidadel convento, me devolvieronal mundo. Poco podía yohacer en Osuna que no fueraser criado de criados; así que

acongojado de la pobreza ydeseoso de fortuna, acordévenirme a Sevilla a busca

mis aventuras. Y sal

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descalzo, a pie y con solo lopuesto, que era una raída

camisa y unos zaragüelleviejos que me apañó mmadre. En esta ciudad de la

maravillas no le faltaacomodo a quien sabe leer yescribir, pero más difíciresulta hallar techo fijo; demanera que anduve dos año

aquí y allá, cobijándomedonde buenamente podía; yno viene a cuento referi

ahora todas las cosas que vi y

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oí, y los trances que paséprovechosos unos, mas poco

ejemplares otros. Y con todoello me vi con veinte añossin adquirir fama ni riqueza

alguna, por lo que me parecióoportuno ofrecerme en epuerto para lo que se pudieranecesitar de mi personahacer cuentas, escribir carta

o redactar memoriales.De esta manera, pasé aservicio de un sargento

mayor del Tercio Viejo de la

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mientras no, mataba las horaen convites y fiestas en la

haciendas más ricas, cuandono en tabernas y burdelesComo yo le seguía a toda

partes, recogía las migajas deaquel regalado vivirencantado, como si estuvieraen el mejor de los sueñosMas el despertar había de

llegar, y llegó, cuando lasautoridades dieron a la flotala orden de zarpar. Entonces

don Pedro, con la diligencia

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del más abnegado de losoldados, abandonó la

mujeres, su casa y el vinorecogió sus cosas y me dijouna mañana: «Hasta aquí e

holgar, ahora toca navegar.»Creyó él que yo estaría prestoa servirle en la mar lo mismoque en tierra y se puso adisponerlo todo para que me

dieran las licencias oportunaque requería el paso a laIndias. Pero, igual que siendo

mozo no me llamó e

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convento, mi voz interior medijo que tampoco era yo

hombre de navío ni deallende los mares. Así queme planté y le dije que mejo

me quedaba en Sevillaesperándole hasta su vueltaLe causó gran disgusto estarenuencia, y me contestó queen el Río de la Plata tenía

sobrada hacienda y gente a suservicio que necesitaba poneen orden; ofreciéndome i

allá y, con el tiempo, si hacía

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bien mi oficio, llegar aplenipotenciario en lo

negocios de su casa. A lo queyo respondí que debíapensármelo, porque nunca

había estado en mi juiciopasarme a las Indias. Esto lecontrarió aún más, hasta epunto del enojo, y se puso adar voces llamándome

«pusilánime», «cobardón»«alma de cántaro» y no sécuántas cosas más

diciéndome que a nada

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llegaría en el mundoestándome como quien dice a

verlas venir, sin arrojo ndecisión. Y como era hombrefuribundo y nada

acostumbrado a ser estorbadoen sus caprichos, me liquidóla cuenta pendiente y meechó a la calle, manifestandocon altanería y regodeo que

alguien sin arrestos como yono era digno de tener un amotan corajoso como él. Gana

me dieron de replicarle

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enmendándole, porque máque corajoso era corajudo, e

decir, colérico y enojadizo, ymala vida le espera a quiensirve a un hombre así, ya sea

en la Vieja España o en laueva.

Con este desengaño acuestas, volví al puesto deSevilla, a ofrecerme a lo

sobrecargos y a loscorredores para las cuentaslas listas y las relaciones, que

era lo que mejor sabía hacer.

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Y he aquí que eadministrador de don Manue

de Paredes andaba dandovueltas por los mentideros enbusca de algún contable

ocioso e ingenuo queestuviera dispuesto a seesclavo en su arruinadacorreduría.

5. LA CASAComo ya dijera máatrás, el negocio de don

Manuel de Paredes y Mexía

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estaba en el barrio de laCarretería, antes de la calle

del Pescado, en la planta bajadel caserón donde tenía suvivienda. El edificio era

señorial, tanto por fueracomo por dentro. La primeravez que lo vi me pareció unverdadero palacio. ¿Cómoiba a suponer que allí moraba

gente arruinada? La fachadaera espléndida, conventanales a la calle y un

gran balcón en el centro

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sobre la puerta principal. Aentrar estaba la casapuerta

amplia y fresca, a la que seabría la oficina de lacorreduría a mano izquierda

y al frente el primer patio. Ala derecha un portón daba alas bodegas y a lacaballerizas, que a su vez secomunicaban con las cocina

y con los corrales de la partetrasera. En el patio habíarosales, un cidro, naranjos

limoneros y multitud de

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macetas; y de un extremopartía la ancha escalera para

el piso superior. Toda ladistribución de la casa girabaen torno a aquel patio grande

y cuadrado, abierto a locielos. En la segunda plantaestaban los aposentos y unsalón alargado donde donManuel y doña Matilda

hacían la vida, pendientesiempre del balcón cerradocon celosías que permitía ve

una plazuela con su mercado

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y una iglesia pequeña. Abajodando directamente a la

calle, había un comedor y dohabitaciones pequeñas, unaera la del administrador y la

otra la ocupé yo. Los criadovivían en el entresuelo, sobrela bodega y las cocinas, enunos aposentos minúsculos ycalurosos.

6. DOÑA MATILDAHasta el último rincón

de la casa de don Manuel de

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Paredes estaba impregnadopor el aroma dulzón

penetrante, del perfume delilas que usaba su esposadoña Matilda. Era esta una

mujerona de gran estaturacuerpo abultado y ojonegros chisposos, queempezaba ya a ser maduraaun conservando su

abundante cabello y laenergía propia de una jovenEl busto grueso por encima

del talle y la anchura de su

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caderas le proporcionaban unaspecto voluminoso que

acompañaba su presenciaimpetuosa y el poderío de suademanes. No obstante, era

bondadosa y podía sedelicada, cuando su ánimo nopasaba del entusiasmo al mahumor. Es de comprenderque una mujer así, a pesar de

ser veinte años más jovenque su marido, llevara la vozcantante en todos los asunto

de aquella casa; y esa voz era

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potente y omnipresente hastael punto de penetrar hasta e

último rincón, lo mismo queel perfume de lilas.Doña Matilda estaba

permanentemente enmovimiento, metiéndose entodo; lo cual no quería decique hiciese algún tipo delabor o trabajo propio de una

dama de su categoría, comocoser, bordar o hacer encajestampoco se ocupaba de la

plantas. Le encantaba, eso sí

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ir a los mercados y organizarlas despensas y las cocinas

aunque, dada la ruinaimperante, poco podíaentretenerse en tale

menesteres. También debodecir que tocabaadmirablemente la guitarra yque, acompañándose con ellacantaba coplas maravillosas

Para su asistencia personal lamujer de don Manuel deParedes contaba con do

esclavas mulatas, Petrina y

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más criados: muleros, uncochero, mozas para ir a po

agua, cocineras, pajes... DonRaimundo me dijo una vezque llegó a haber hasta

cincuenta personas viviendoen la casa. Ahora él mismo ylas esclavas mulatas seencargaban de todo. Lascuadras estaban cerradas y

vacías y no había ni una solabestia en las caballerizasporque no podían

mantenerlas. No obstante, en

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su empeño de disimular lapenuria, el administrado

solía decir que no teníananimales porque a donManuel no le gustaba mete

porquería en su casa.Doña Matilda no había

dado a luz ningún hijoPosiblemente, en el caso dehaberlos tenido no hubiera

sobrevenido la decadencia enaquella familia. La sangrerenovada y el deseo de lucha

de los jóvenes es la única

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salvación de los viejolinajes, ya se sabe. Pero

parece ser que Dios habíaresuelto que se extinguiese ede los Paredes y Mexía.

Con todo, vivía ademáen la casa una muchachasingular que, siendo criadapudiera decirse que en ciertomodo hacía las veces de hija

Fernanda. Un poco máadelante me referiré a ellapues toda su persona e

merecedora de una mención

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aparte.

7. UN AMO TRISTE YDISTRAÍDOSeguramente don

Manuel de Paredes y Mexíafue en su juventud un hombreintrépido, emprendedor, quealcanzó fortuna en loTercios, viajando por e

mundo y haciendo buenonegocios a cuenta de tratacon la flota de Indias. Pero

todo eso fue tiempo atrás

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Cuando yo entré a suservicio, era un anciano

melancólico y ausente quevivía despreocupado de loasuntos y ajeno de lo que se

pergeñaba en la correduríaque llevaba su nombre. Todoestaba en manos de suadministrador y sometido ala permanente supervisión de

doña Matilda. Podía decirsepues que mi nuevo amo allno pinchaba ni cortaba

aunque se sintiera

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visiblemente apenado por lamiseria que se cernía sobre

su casa y de la cual seconsideraba el únicoresponsable.

Ya referí cómo donRaimundo se empeñaba enconvencerme de que habíaentrado al servicio de un amohonesto y bueno, por más que

ahora se viera caído endesgracia. Solía insistimachaconamente relatando

que don Manuel de Paredes y

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Mexía era de linaje decristianos viejos y hombre de

inmejorable fama, a quienDios no había ahorradotrabajos ni sacrificios a lo

largo de su vida; que fue ensu juventud un militar dearrestos, que supo cumplifielmente en el Tercio deArmas de la isla de la Palma

a las órdenes del maestre decampo general y gobernadodon Ventura de Salazar y

Frías; que combatió

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valientemente defendiendoSanta Cruz de Tenerife de los

ataques del pérfido pirataRobert Blake, y que luegosiempre de manera

sacrificada, estuvo en etercio que formó el rey paraExtremadura, con el queluchó en el penoso sitio deÉvora y en la feroz batalla de

Estremoz, siguiendo esta veza don Cristóbal de Salazar yFrías, hijo del antedicho

maestre de campo y suceso

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empezó a hacerse cargo detodo.

El administrador fuequien me empleó a mí. ajustóel salario, que bien sabía que

no se podía pagar, y trató dedisimular la ruinahaciéndome ver que donManuel era un hombre muyocupado, que andaba

enfrascado en sus tratos yque por eso iba poco a lacorreduría.

La primera vez que vi a

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viejo llevaba yo más de unmes a su servicio. Aunque la

impresión que me causó fuela de un señor de respeto, supresencia me dejó un estado

de ánimo raro. Don Manuede Paredes era un ancianogrande que debió de sefornido en su juventudllevaba una larga y pesada

pelliza negra que acentuabala curvatura de su espalda; epelo blanco y lacio le brotaba

bajo el sombrero. No

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el sombrero, apareció unacalva grande; solo le brotaba

el pelo en la nuca y lasienes. Cogió la pluma yestuvo como meditando

protegiéndose los ojos con lamano, como si le molestarala luz y deseara pensar aoscuras; pero no escribiónada durante el largo rato que

permaneció sentadoCarraspeaba de vez encuando y todo él rezumaba

aflicción y pesadumbre.

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puerta para irme cuantoantes, muy enojado al ver que

ni siquiera me pagarían lacuatro semanas que habíaestado ordenando papeles

copiando inservibleinventarios y haciendorelaciones de deudas. Perouna vez en el patio, me salióal paso repentinamente doña

Matilda y se me plantódelante, puesta en jarrasesbozando una sonrisa

extraña. Y pensé que, como

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nada de lo que sucedía en lacasa se escapaba a su control

seguramente había bajado desus aposentos en cuanto oyómis voces airadas y venía con

ánimo de intervenir en ealtercado.

Me detuve y me quedémirándola, dándome cuentade que, para poder seguir m

camino, tendría que rodearlaElla entones me dijo contranquilidad:

—Yo le pagaré a vuestra

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convenientemente las falday empezó a subir lo

peldaños. Muy extrañadomiré al administrador y él medirigió un expresivo gesto

que interpreté como quedebía hacer lo que habíapropuesto el ama. Así quecon la esperanza de cobrarme fui tras ella.

El lugar donde aparecer iba a ser el pago erala sala del primer piso

aquella que tenía el principa

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disipó mi mal humor, y tavez me predispuso con mayo

benevolencia a escuchar todolo que doña Matilda tenía quedecirme.

8. FERNANDARecuerdo haber visto a

Fernanda por primera vez enla armonía del patio, dentro

de un fortuito retazo de soltal vez al cumplirse el tercedía de mi llegada al viejo

caserón sevillano. Estaba ella

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embelesada, regando lamacetas de espaldas a mí

con el cuerpo erguido. Derepente se volvió y sus ojopálidos se me quedaron

mirando cenicientos, heridopor el sol que envolvía supelo y lo hacía desvanecerseen finísimos yresplandecientes mechone

rubios como la misma luzRecuerdo muy bien sumanos, manos pálidas

alargadas y con venillas

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azules, que sujetaban laregadera flojamente

mientras el agua sederramaba sobre el suelo ycorría por las losas de

mármol antiguo. Aquel díafeliz, en que inesperadamentela encontré allí, algonebuloso revoloteó dentro demí y me quedé como

pasmado, mirándolaúnicamente, sin poder decir ohacer nada, sino solo esta

presintiendo desde ese

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primer instante que me iba aenamorar.

Ella sonrió con unasonrisa leve y dijo: —¿Qué mira vuestra

merced? ¿No ha visto nuncaregar macetas?

Me azoré. No esperabaque me hablara y muchomenos que me lanzara una

pregunta. Creo que sonretontamente, mientras seguíamirando embobado su bonito

cuello, la barbilla redonda, la

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boca pequeña, la armonía desus rasgos y aquellos ojos tan

claros, transparentes casique tenía frente a mí a cuatropasos, interpelantes

esperando una respuesta.Entonces, desde un

rincón del patio, uno de lomuchos pájaros que teníadoña Matilda en jaula

colgadas en las paredes lanzóun trino estridente, largoensordecedor, que yo

aproveché para mirar en la

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dirección de donde venía yde esta manera, librarme de

hechizo que me producíatanta hermosura. —Es un canario —

explicó ella—. A esospájaros los llaman así porquese crían en las islas. DonManuel de Paredes los trajode allá hace años. El canto e

muy bonito, ¿verdad?Asentí con unmovimiento de cabeza

mientras trataba de disimula

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mi embelesamientoenmascarándolo en la

observación de aquel pájaroamarillo, que hinchaba suplumón al lanzar su gorjeo

chillón, sus repetidos trinos ysus silbidos.

 —Sí, muy bonito —balbucí.

Me volví hacia ella y

nuevamente caí preso de suprecioso semblante, pero estavez, al ver que el agua seguía

derramándosele a los pies, le

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dije: —Se te vacía la

regadera... —¡Uy! —contestó—Qué tonta!

Soltó la regadera a unlado y cogió un paño parafregar el suelo. Cuando la varrodillándose, me doblé yotambién y me puse a recoge

el agua con ella, sujetando labayeta por el extremotorpemente, de manera que

hubo un forcejeo tonto. Ella

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me miró y se echó a reírmientras decía:

 —Deje vuestra mercedque esto es cosa de mujeres. —No, si no me importa

contesté—. Estoyacostumbrado a hacer detodo.

 —¡Deje de una vez! ¿Nose da cuenta vuaced que está

entorpeciendo?Me estremecí como enun escalofrío y me aparté

quedándome de rodilla

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frente a ella. La veía movelas manos blancas con garbo

haciendo que se deslizara epaño, el cual retorcía luegocon destreza y escurría e

agua en el sumidero. Hastaque se detuvorepentinamente, me mirómuy seria y me ordenó:

 —Ande, vaya vuaced a

sus cosas, que no me gustaser observada cuando trabajoObediente, sumiso, me

retiré atravesando el patio

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embrumado por la luz del soque se filtraba atravesando

los limoneros, pero todavíahube de volverme una vezmás, para ver su espalda

delicada, la nuca, la seda dela blusa, las formaredondeadas bajo la falda... Ydesde aquel día me aficioné aobservarla a hurtadillas, a

espiar sus manejos, eencanto de su pausadocaminar, y a sentirme

arrobado cuando hablaba en

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alguna parte de la casa, ocantaba, pues su voz era para

mí el más delicado de losonidos que pudieran oírse eneste mundo.

9. DE LA MANERAEN QUE ME DEJÉCONVENCER 

Poco ducho estaba yo en

el trato con mujeres y muchomenos con damas. Es decomprender pues que, cuando

doña Matilda me subió a lo

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aposentos de la primeraplanta, me sintiera un poco

confuso y a la vez desarmadoen mis decisiones. Asocurrió. El salón era cálido

hospitalario, y la luz queentraba por la celosía debalcón principal matizabadulcemente la alfombra decentro, los muebles antiguos

la tapicería de los divanes ysobre todo, la delicada figurade Fernanda. Tal era la

impresión que me causaba

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aquella preciosa estancia, queme quedé como atolondrado

en la puerta. Entonces laseñora se acercó a mafectuosa, me tomó de la

mano y me condujo ainterior, diciéndome concariño:

 —Vamos, muchachopasa y siéntate. ¿ü acaso

tienes prisa? Si nos vas adejar hoy mismo, ¿qué mejocosa tendrás que hacer po

ahí a esta hora del día que

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 —Tomemos un vinitoo hay que ponerse tristes.

Llenó los vasos y lorepartió. Bebimos los tresmirándonos de soslayo, y

luego permanecimos ensilencio, mientras esapalabras revoloteaban en eaire: «No hay que ponersetristes.»

Un momento después, eama se echó a un lado yextendiendo la mano

gordezuela hacia la botella

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suerte de prodigio que mehubiera transportado al luga

de mis fantasías. —Y ahora sentémonopara hablar tranquilamente

 propuso el ama. Nos acercamos hasta lo

divanes con los vasos en lamano, tomamos asiento yprosiguió el encantamiento

Fernanda puso en mí sus ojotransparentes y dijo consinceridad:

—Nadie en esta casa

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cobra salario alguno...Un hondo suspiro salió

del pecho grande de doñaMatilda, que luego añadiócon resignación:

 —La vida se ha puestomuy difícil... Ya no es comoantes. Solo hay que asomarseal balcón para ver el mercadode la plaza. Antes ahí había

de todo: plata fina, sedamarromaque, nácarazabache... ¡Y hasta perlas

¿Qué hay ahora? Cuatro

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baratijas... ¡Si es que no haydinero...! ¿Quién puede paga

un salario?Como me veía obligadoa decir algo, reuní mi

tumultuosas fuerzas ycontesté:

 —Ya lo sé. Pero yo soyoven y necesito tener algo

propio en esta vida.

 —Naturalmente —dijoel ama sin abandonar el airematernal que había adoptado

desde el principio—. Todo e

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mundo quisiera tener su casasu mujer y sus hijos..

Naturalmente!«Casa», «mujer»«hijos»; eran palabras que

sonaban allí extrañas y queme provocaban ciertadesazón. Me ruboricé yasentí, disimulando mazoramiento:

 —Naturalmente, señoraElla entonces alzó lacabeza como mirando a

cielo y añadió suspirando:

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 —¡Ay, Señor benditoqué vida esta! Se han puesto

las cosas de tal manera quehabremos de irnoacostumbrando a pasa

calamidades y necesidadSevilla ya no es lo que eraYa ves, con lo que hubo enesta casa y ahora nos vemoasí, sin criados ni persona

que nos asista cuando novamos haciendo mayores... —¡No diga eso vuestra

merced, señora! —se

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seguir allí, dije: —En fin, debo irme.

Doña Matilde entoncealargó la mano y me agarróel antebrazo, apretándomelo

a la vez que decía con voztemblorosa:

 —Espera un momentoCayetano, muchacho... Aúnno hemos hablado...

Sentía aquella mano quese aferraba a mí como la deun náufrago a su tabla de

salvación. Me dio má

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lástima y pregunté: —¿Qué quiere vuestra

merced de mí? —Que no nos dejes —respondió suplicante, entre

sollozos—. Porque tenecesitamos en esta casa.

 —¿Para qué? —repliquéconfundido—. No hay trabajopara un contable en la

arruinada correduría. —No lo hay, pero lohabrá pronto —contestó e

ama, con la respiración

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agitada, aunque con granresolución—. ¡Por eso te

necesitamos! Si no fueracomo te digo, no tehabríamos ajustado en cien

reales. Aquí va a hacer faltauna persona que sepamanejarse; una persona jovenque tenga fuerzas paraacometer un gran negocio

una empresa que noproporcionará un buenbeneficio. ¡Por eso te

ajustamos en cien reales!

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Miré a Fernandacompletamente

desconcertado, y ellaresplandeciente deentusiasmo y sinceridad

exclamó: —¡Dice la verdad

Créala vuaced, por Dios!Reflexioné un poco

ada tenía que perde

escuchándola y, además, eraun ruego de Fernanda. ¡Quémagia no tendrá e

enamoramiento!

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Doña Matilda empezódiciendo:

 —Aquí no todo estáperdido. Esta casa, con lo quehay en ella, mis esclavas, mi

muebles, mis alhajas... ¡todoEsta casa vale más dequinientos mil maravedíes..Esto es un verdadero

palacio!

 —Lo creo, señora —ledije—. Pero bien sabevuestra merced que hoy no se

vende nada en Sevilla...

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yo podría ser tu madre... —contestó ella con la mirada

brillante, tiernamente.Después de deciaquello, se quedó observando

la reacción que producían enmí sus palabras. Yo sonreí demanera halagüeña y, trasmeditar un momento sobre loque acababa de revelarme

dije circunspecto: —Habría queadministrar 

convenientemente todo ese

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dinero... —He ahí la cuestión —

afirmó el ama—. Y nuestroadministrador no está ya paraesos trotes.

 —¿Dónde está edinero? —volví a preguntarcon preocupación.

Ella respondió concalma:

 —No es un pago enmetálico, sino enmercaderías de la mejo

calidad. El holandés no

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entregará paños finosherramientas, mantas y otra

manufacturas que seránembarcadas en Cádiz para laIndias cuando salga la flota

en su próximo viaje. He ahel negocio: todo eso serávendido en Portobelo y en ECallao y después se cargaráel navío con plata y otra

cosas valiosas de allá quepueden obtener aquí muybuenas ganancias.

—Comprendo —dije—

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anciano y nuestroadministrador está asimismo

viejo y medio ciegoecesitamos una personaoven, una persona como tú..

Sabemos que te criaste entregente honrada y que teeducaron los frailes; nofiamos de ti, muchacho. Estapuede ser tu oportunidad de

la misma manera que es lanuestra... Porque estoy segurade que serás un buen

contable. ¿Y quién sabe si tu

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pudiera dirigirme a ellallamándola «Nanda».

10. UNA CUARESMAIMPACIENTE

De manera que, ganadopor las súplicas de doñaMatilda y por la hermosurade Fernanda, resolvquedarme en la casa de don

Manuel de Paredes, aunquemás resignado que movido arazones. Y ahora que

pasados los años, echo la

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vista atrás, he de reconoceque aprendí más en los do

meses que siguieron a masentimiento que en toda mvida.

Transcurrió lo quequedaba del invierno en unaespera anhelosaAparentemente todo seguíaigual en el viejo caserón

repitiéndose idéntica rutinaque el mes anterior. Semadrugaba diariamente

demasiado para lo poco que

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dichosos quinientos mimaravedíes del empeño, n

del holandés, ni de la flota, nde las mercancías... Pero yointuía que, seguramente

dentro de la cabeza pequeñay redonda del administradoaleteaban las cifras al mismotiempo que las esperanzas desalir de toda aquella miseria

Sin embargo, no me atrevía apreguntarle por el asunto y nsiquiera se me ocurrió decirle

que yo estaba en ello, porque

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la señora me había reveladolos pormenores del negocio

Era de suponer que él losupiera. Bastaba pues conesperar y aguantar la

incertidumbre.Cuando cada día a

media mañana entraba eamo en su despacho, nada departicular sucedía. E

administrador se encerrabacon él durante un largo rato yyo imaginaba que trataban

acerca de aquello que tan

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preocupados nos tenía atodos en la casa. Sin pode

resistirme al impulso de lacuriosidad, pegaba la oreja ala puerta con el deseo de

enterarme de algo; pero laespesura de la madera solodejaba pasar el rumor vagode palabras incomprensiblespor más que las voces se

alzaban de vez en cuandocomo discutiendo, haciendoque se encendieran todavía

más mis ilusiones o, por e

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la Cuaresma todo cambia: lagentes abandonan su letargo

silente, se sacuden lamodorra del invierno y salende las casas para entregarse

apasionadamente a lomenesteres de la religiónPorque, si bien es cierto queel Creador está en todapartes y debe ocupar toda

las horas de los hombrespareciera que durante esetiempo se echara

particularmente a las calles y

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amonestar de los sermonesAsí las cosas, todo

permanece como detenidorespirando únicamente actoy pensamientos piadosos

Prohibido el juego en latabernas, las francachelas ylos malos ejemplosentretiénese la gente yendode iglesia en iglesia y de

convento en conventoentregándose a la escucha dela oratoria sagrada, a la

penitencias, a poner la

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rodillas en el duro suelo y asocorrer a los menesterosos.

También dentro de lacasa doña Matilda colocóaltares, como era su

costumbre. Pero, como nodisponía de autorización paratener oratorio, se conformabacon descubrir un bonitoretablo que estaba en un lado

del patio, bajo la galería, yque ordinariamentepermanecía cerrado con una

puertas de madera fina. Un

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LIBRO IIDe cómo se hundió e

navío en quenavegaban todanuestras esperanzas

1. EN FAMILIAAntes de proseguir con

mi relato, considero justoreconocer que mi vidacambió mucho a partir de

día en que doña Matilda tuvo

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porque nadie antes me habíatratado así por lo que me v

súbitamente rendidoobligado, y me olvidé desdeese momento de los cien

reales y de mi determinaciónde no trabajar a cuenta nfiado. En fin, que hastadesdeñé los consejos de mbuen padre y me abandoné

resignado a la suerte de seesclavo.Bien es cierto que en

aquella casa, como he

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estaba ya dispuesta, con sumantel blanco, pero todavía

no había nadie en la estanciacuando entramos doñaMatilda y yo. Ella me dijo:

 —Anda, siéntate.Me senté, pero a

momento hube de levantarmeotra vez, cuando entró donManuel, seguido por e

administrador y FernandaCada uno ocupó su sitio: eamo en la cabecera, frente a

ama; don Raimundo a m

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derecha y Fernanda en el ladoopuesto.

Ya no cabía ningunaduda: en mí se había operadoun cambio, me había vuelto

distinto. Ya no me importabanada el sueldo que se medebía, ni el porvenir, ni lanatural obligación decualquier hombre de

procurarse el sustentoFantasioso como soy, mesumergí en los recuerdos a

modo de prueba, pero a

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punto regresé al presentehorrorizado, como si hubiera

echado un vistazo a unespacio oscuro y tristeIncluso la alegre vida de

tiempo que estuveacompañando al sargentomayor me pareció ajena yestúpida. Allí, en el comedoríntimo de los amos, me sent

súbitamente a gusto, comotransportado a una realidadque, aun siendo

completamente nueva para

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mí, en el fondo era querida yaceptada en plenitud. Y

aquella sensación tanreconfortante se acentuócuando doña Matilda me

miró con ternura y mepreguntó:

 —¿No estamos mejoasí, en familia?

Creo que me ruboricé

algo desconcertado, pero amomento hice muy mías esapalabras: «en familia». Bien

es verdad que al deci

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«familia» todos pensamos enabuelos, padres, hermanos

en todo aquello que en mvida había sido tan breve, tanfugaz; y que los que

estábamos sentados a la mesadel comedor de don Manue

salvando el matrimoniopresente de los amos— enpoco nos parecíamos a eso

Pero yo estaba quizá tandeseoso de cariño... ¿En quéme había convertido? En una

suerte de mendigo que

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suspiraba tan solo por unamigajas de afecto y, encima

de sentirme acogido yconsiderado, para colmo demi dicha, allí, frente a mí

estaba toda la deleitable einalcanzable hermosura deFernanda.

Las mulatas sirvieron eplato único del almuerzo

nabos guisados con algo debacalao, muy poco, apenaunos pellejos y unas espina

desnudadas del pescado; y de

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postre un poco de compota decidra sobre una rebanada de

pan. Por la consabida escasezo porque era Cuaresma, no sesirvió vino. Pero el ama

escanciaba el agua en lacopas pulcras como si fuerapuro néctar.

 Nunca se hacíareferencia a la penuria que se

cernía sobre la vida de todoen aquella casa, poomnipresente que fuera. En

cambio, doña Matilda

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convertía aquellas frugalecolaciones en verdadera

fiestas. No paraba de hablar eincluso proponía brindisaunque fuera con agua.

 —Para la Pascuaencargaremos un cabrito y unpar de gallos gordos, vino deJerez y mantecados —aseguró como si tal cosa—

Lo pasaremos de maravilla!Y a mí me parecía yaestar hincando los dientes en

la carne tierna y saboreando

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 —Me parece muy bienSerá mejor estar prevenidos

aunque falta todavía más demes y medio.Don Manuel, enjuto y

pálido, con la servilletacolocada sobre el pechocomía con avidez, al tiempoque arqueaba las cejas ymiraba con aire culpable

como hacen los chiquillostan pronto a su esposa comoa don Raimundo. Daba la

impresión de que se habría

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echado a llorar si no fueraporque podía degustar con

placer la dulzura de la jaleade cidra y así mitigar suhambre y su permanente

tristeza.Cuando se acabó lo poco

que había para comer, todosnos quedamos en silenciocomo esperando algo más

Entonces doña Matilda soltóuna espontánea carcajada yluego, con socarronería, dijo:

—¡Mira que se hace

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larga la Cuaresma! Pero yavendrá la Pascua, ya vendrá..

Concluido el almuerzosalimos al patio y fuimohasta el retablo para da

gracias al Cristo, como eracostumbre. Entonceaproveché para miradetenidamente y de soslayo aFernanda, sirviéndome de m

posición a un lado, a laespaldas de los demás. Noarrodillamos. El olo

penetrante del azahar y la

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cera acentuaba el brío de miemociones; y arrobado, como

si volara, me encontré derepente enteramente feliz poparticipar junto a ella de lo

pequeños asuntillos de lacasa, y por podecontemplarla tan cerca. Fusubiendo la vista desde lacintura hasta la delgada

clavícula y me complací aver la nuca bajo el arco de lacoleta rubia, y más aún a

detenerme en el perfil chato

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fantásticas, deseos extremoy alguna ansiedad agobiante

todo eso que nace del amoral ritmo de una poderosafelicidad, y a la vez de una

atronadora confusión.

2. DAMASFLAGELANTES EN LAOSCURIDAD

Era jueves de Pasión. Lorecuerdo bien porque apenafaltaban unos días para la

Semana Santa, y porque en e

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cielo primaveral yadespuntaba una luna llena

poderosa. Después de la cenacuando los amos se retirarona sus aposentos, salí al patio

mientras las mulataencendían los farolesuspendidos en el crepúsculoMe gustaba permanecer allí aesperar la caída de la noche

haciéndome el distraído; peromi verdadero interés era estaatento al piso de arriba, a la

ventana de la habitación

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amos, a intervalos mellegaban retazo

quejumbrosos e indistintode una conversación. La vozde doña Matilda, insistente

machacona, sobresalía muypor encima del murmulloapagado de las pocas fraseque mascullaba don ManuelY por más que yo aguzaba e

oído, no lograba enterarmede nada. Únicamenteentendía palabras sueltas

«maravedíes», «galeones»

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«lonjas», «Indias»... Noresultaba demasiado difíci

hacerse al menos una idea delo que estaban hablandohabida cuenta del negocio

que estaba en juego. Laentrecortada pláticaprosiguió hasta bien tardeaunque de manera mátaimada. A mí se me caían

los párpados y me fui a lacama, porque mis problemaeran más livianos que los de

los amos. Así que no tardé en

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ninguna luz estabaencendida. Así que

permanecí acostado muyquieto, tratando de escucharAl cabo retornó el ruido

como golpes espaciados, yluego un gemir delicado, devoz de mujeres. Entoncedecidí levantarme e ir a ver.

Salí al patio. E

resplandor de la luna quepenetraba a través de loárboles creaba un mosaico de

sombras en el suelo, y junto

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preocupado, yendo hacia allá —¡No, no te acerques

contestó ella—. ¿No veque estamos haciendopenitencia?

En la penumbra, pudever al ama y a Fernandaarrodilladas a los pies deCristo, con unos flagelos enlas manos. Entone

comprendí que se estabandisciplinando.En voz baja, con

lacónica impaciencia, doña

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Matilda me dijo: —Anda, vuelve a

dormir, muchacho, que estoes cosa nuestra. Ya te llegaráa ti tu penitencia; que todo

en esta casa hemos de ponenuestra parte de sacrificios, aver si nos echan una manodesde lo alto...

Obedecí sin comprende

lo que quería decirme. Y mecostó trabajo conciliar otravez el sueño, porque se

golpeaban fuerte, ora la una

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ora la otra; y se me hacía quela pobre Fernanda estaba all

obligada, por lo que me dabamucha lástima al oír lozurriagazos y los suspiros.

Al día siguiente por lamañana, lo primero que hicefue aguardar en el patio, paraver si pasaba ella por allí oiba como cada día a esa hora

a regar las macetas. Y nadamás verla aparecer le espeté: —¿A quién se le ocurre?

¿Qué pecados puede tene

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hacemos penitencia. Pues nohay quien no tenga pecado

en esta vida... —No hay por quéenfadarse —le dije con

dulzura—. Me preocupabapor vuestra merced... ¿Oduelen los zurriagazos?Sonaban recios...

 —Eso es cosa mía —

contestó huraña, pasando podelante de mí en dirección ala escalera.

—No quería ofender —

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3. ESTACIÓN DE

PENITENCIAComo bien he confesadocon la correspondiente

vergüenza, por entonces notenía vida sino para pensar enFernanda, soñar con ella yseguirla a hurtadillas por lorincones de la casa, con una

ansiedad desmedida y unenamoramiento encarnizadoo era dueño de mí mismo y

me dejé convencer para

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dominio que emanaba de supecho, me puso en manos de

verdugo, que me dio unabuena mano de azotes en laespaldas; resultando, para

colmo, que ese verdugo fuyo mismo. Sí, me flagelé condeterminación; y a la vez conhipocresía, porque, haciendover que lo hacía po

mortificación y dolor de mipecados, no era sino por puroamor. Aunque bien es verdad

que, ya de por sí, el amor e

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una dura y dolorosa estaciónde penitencia.

La cosa sucedió comosigue. El Jueves Santo amediodía, se presentaron

doña Matilda y Fernanda enel patio, vestidas enteramentede negro. Pasamos acomedor como de costumbrepero se comió de pie, poco y

deprisa. Nada se sirvió parapostre, sino que, aterminarse la colación, todo

salimos de allí en silencio, a

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sin previo aviso: —Ande y póngase esto

vuaced.Estupefacto, me quedémirándola. Y, poniendo luego

mis ojos en la prendacontesté:

 —¿Esto? ¿Para qué? —¿Para qué va a ser?

¿No ve vuaced que es una

saya de penitente? Andevístala vuestra merced, quese hace tarde.

No repliqué más, tomé

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anjeo debe ir la piel y nadamás. Así que ve a desnudarte

y viste la camisa de hermanode sangre como Dios manda. —¡Hermano...!

¿Hermano de... sangre? —murmuré sin salir de mestupor.

 —¡Naturalmente! —dijodoña Matilda sulfurada—

Hoy es Jueves Santo y todolos hombres de esta casadeben disciplinarse en la

procesión de la Vera Cruz

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Esa promesa hizo mi señoesposo al Santísimo Cristo

hace treinta años, cuandoingresó en la hermandadcomprometiéndose él de po

vida y asimismo a todos suhijos varones. Como Dios noha estado servido deotorgarnos descendenciatodos los hombres que no

deben obediencia estánobligados por el voto. ¿No easí, esposo?

—Así es, esposa —

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respondió escuetamente eamo.

Enjuto, seco como eradon Manuel de Paredeofrecía un aspecto digno de

compasión; vestido con lacamisa tiesa de paño, largahasta por debajo de larodillas, ceñida en la cinturapor el basto cordón

franciscano; las canillaasomando enteramentedesnudas, como palos de

cerezo, delgadas y blancas; y

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asimismo los pies, largosdescalzos sobre el frío suelo

Aunque más pena dabatodavía ver a don Raimundoa su lado; ataviado con la

misma pobreza su corpezueloinsignificante, que parecía ede un fraile mendicante, sinotro adorno que las lentes enel redondo rostro, pálido y

ojeroso.Pasmado, miraba yo oraal uno ora al otro, haciendo

negación en mi fuero interno

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de humillarme cerrando etrío. Y Fernanda, en vez de

apiadarse de mí, se me plantódelante y me apremió: —Ande, vista el hábito

vuaced, que debemos irnoya.

Lo mandó y yo fui acumplirlo, como si mesujetara a ella un voto de

sumisión perpetua. Volví ami cuarto, me quité toda laropa y salí vestido solo con la

camisola, bien ceñida a la

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San Francisco fuimos delantelos tres flagelantes, cubierto

ya los rostros bajo el capiroteromo. Nos seguían laenlutadas damas a diez pasos

en completo silencio. Y ya enlas proximidades de lacapilla, nos unimos a unaturba de sayones, negros lode los hermanos de luz y

blancos los de los hermanode sangre. A la sazónarropados por aquella

multitud, todo fue má

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Ya sabíamos lo que teníamosque hacer los flagelantes, po

mucho que nos doliera, pueera nuestro sino; mientraque a los que llevaban la cera

les bastaba con ir descalzos yalumbrando, por mucho quetambién se llamaran«penitentes».

Salió el cortejo con toda

su solemnidad, en medio deun silencio impresionante. Eorden que se llevaba era e

siguiente: primeramente iban

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espalda como veía hacer aresto de los hermanos. E

primer golpe me lo dtaimado, con cautela, paraprobar, solo, pues era nuevo

en el oficio... Mas se pusoFernanda a mi lado, en lafila, con un cirio en la manosin quitarme ojo parainspeccionar la faena, a ver s

cumplía yo bien. Así que meaté los machos dispuesto aser el más eficiente; no fuera

a pensar que era un

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castigándome, con lamonotonía de aquel estrépito

de latigazos, el escozor, edolor mortecino, la sed y eesparcir de la sangre... Y

Fernanda siempre a mi ladoalumbrándome con su vela ycon la luz bella de sus ojosentre compadecida y llena dedevoción delirante.

Cuando todo acabó y lasagradas imágenes serecogieron en sus capillas

parecíame haber salido de

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esa manera...¡Menuda necedad la

mía! Me había tomado latarea mucho más en serio delo que correspondía. Ellos se

daban flojo, espaciadamentey con tiento; yo en cambioharto afanoso, con brío yvelocidad. De manera que mehabía lastimado a conciencia

Con la cara de tonto quese me debió de poner, miré aFernanda para ver su

reacción, avergonzado por m

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estupidez. Ella, lejos dereírse de mí, estaba muy

sentida, cabizbaja y tal vezpesarosa por la parte de culpaque le tocaba.

Y doña Matildamoviendo precavidamente lacabeza, dijo:

 —Habrá que curar esaheridas ahora mismo, no sea

que nos den que sentir..Anda, Fernanda, ve a poagua de romero, sal y

ungüento.

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Y entonces llegó paramí el más dulce consuelo

todos se fueron a dormimenos Fernanda, que sequedó allí conmigo

lavándome con cuidadoaplicándome los remedios yhablándome al oídodulcemente.

 —Ya veo cuán osado es

vuestra merced —decía—. Yyo que había pensado mal..Se me hacía que no iba

convencido a la penitencia

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y me besó por detrás de laoreja; haciéndome de súbito

ascender a la misma gloriaCon ese regalo se despidió ensilencio y escapó corriendo

por el patio como unasombra, dejándomeestremecido y arrobado.

4. DE REPENTE, LA

FELICIDADEl Viernes Santo, adespertarme, me sentí feliz

Un estado insólito en

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atmósfera... Y Fernandabrillaba para mí, como s

fuera transparente, en mediode toda esa luz. Cuando derepente —sería a finales de

unio—, llegó al fin eholandés tan esperado. Ecaso es que a don Raimundose le vio apreciablementepreocupado desde una

semana antes. Todas lasmañanas iba al Arenal ahusmear, a preguntar, a hacer

averiguaciones, y luego

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regresaba lleno de ansiedadDurante los parco

almuerzos, de apenas sopa decastañas o habas guisadassudaba copiosamente en su

redonda frente y se pasaba epañuelo arrugado una y otravez para secarla. En cambiodon Manuel seguía su vidataciturna y tristona, con

invariable monotonía.Hasta que, uno deaquellos días, e

administrador vino exultante

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con la cara roja deentusiasmo, proclamando a

voz en cuello: —¡Bendito sea Dios! ¡Eholandés ya está en Sevilla!

La noticia resonó en epatio como si fuera eanuncio del fin de todos loproblemas. Don Manuel sefrotó las manos con visible

alegría y por fin se le viosonreír. Doña Matilda soltóuna tormenta de risotadas y

el solo barrunto de la fortuna

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que podía avecinarse parecióhacerla más voluminosa

cuando hincó su pecho paraexclamar: —¡Llegó la Pascua a

esta casa!Esa misma tarde, sin

mayor dilación, se presentóel deseado personaje. Era eholandés un tipo de cuarenta

y pocos años, gordo y deaspecto vulgar; aunque vestíamuy ricamente: buena

camisa de hilo blanco, sayo

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veneración que no cabíaasomo de duda al creer que

en efecto, se iban a arregladefinitivamente las cosas pola sola presencia de aquello

dos hombres.Después de los saludos y

las primeras alegrías, de locumplidos y parabienesllegó el momento de habla

de aquello por lo que tantonos interesaba la visita: enegocio, es decir, el asunto

del navío y las mercancías

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Fue llegar la conversación aeste punto y empezar todo

allí a ponerse nerviososcomo si ya atesoraran en sumanos centenares de

doblones de oro... Y el taVandersa, reluciente desatisfacción, explicó quevenía directamente deLevante, que habría estado

aprovisionándose deabundante seda, buen pañocobertores, bayetas, hilo

lino...; todo aquello que

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hipotecario habían dado de slo necesario para que e

dichoso negocio sedesenvolviera por sus caucenaturales sin ningún

sobresalto.Por mandato de

Vandersa, su ayudante pusoencima de la mesa unacartera. Estaba tan gastada

como sus manos curtidascon las que extrajo uncuaderno de notas y fue

leyendo con detenimiento la

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un aspecto macilentocastigado, se iluminó.

 —Bien, bien... —dijoacariciando los papeles—Muy bien... Ahora confiemos

en que la segunda parte denegocio salga comoesperamos.

 —¡Clago, clago quesaldrá bene! —se apresuró a

exclamar el holandés—Naturalmente! ¡Clago quesí! En aquesto lo dificile era

conseguir el préstamo..

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Pero doña Matilda, conhabilidad y delicadeza

consiguió sacarles antealgunos maravedíes comoanticipo de lo debido; con e

fin de aprovisionarse yofrecerles un banquete debienvenida y celebración delos negocios, cuando todoestuviera finalmente resuelto

y el navío concertado.

6. UNA CENA

GENEROSA,

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aroma de las viandas que sele prometían, con la boca

hecha agua y avidez en lamirada. Y su ayudante traíaen la mano, en vez de la

cartera, una garrafa de mediaarroba llena de oscuro vinode Málaga. Al ver eobsequio, a don Manuel se leaguzó la vista y se le dibujó

en la cara una amplia sonrisade felicidad. Hubo regocijogeneral, abrazos y palmoteo

en las espaldas, cuando e

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. ¡Alabado sea DiosMatilda, baja! ¡Esposa mía

ven enseguida!Acudió el ama muycontenta, vestida con cuerpo

de terciopelo verde oscuro yenaguas de paño finozarcillos balanceantes deplata en las orejas, collares ytocado con pedrería. Detrá

de ella venía Fernandainmensamente bella, congalas de princesa, sedas

brocado, alhajas y el pelo

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vehemente, inflamada devapores de vino, de brindis

albórbolas y auspicios dedespreocupación. Era comosi se hubiera levantado e

lóbrego manto que pesabasobre la casa y todos suhabitantes. Y no podíanegarse que, aun siendo tiporaros, los holandese

resultaban divertidos ycariñosos.Vandersa, achispado por

el vino, no perdía ocasión de

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Como las mulatas nodaban abasto con los guisos

de vez en cuando tenía que iFernanda a ver cómo iban lacosas o a traer algo, ya que e

ama había bebido un poco demás y estaba desinhibidaenfrascada en el vocerío y elisonjeo del banqueteAprovechando uno de eso

viajes a la cocina, me fui yodetrás, haciendo ver que iba aechar una mano. ¡Y bien que

la eché! Acorralé a Fernanda

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en el corredor e hice presa enella, abrazándola fuerte, e

inmediatamente despuésdesenfrenado, seguí dándolebesos en las mejillas, en la

nariz, en los párpadosmientras la sujetaba por etalle delgado y firme. Ella nointentó zafarse, pero semantenía como en estado de

alerta, por si yo avanzaba unpaso más. —Ahora no, ahora no —

suplicaba, pero con la boca

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chica, mientras temblabatoda—; ¡déjame, que pueden

vernos! —Es que te quiero —decía yo—. ¡Te quiero tanto

Casémonos, Fernanda! —¡¿Te has vuelto loco?

Suéltame ahora mismo!Regresé a la mesa. Doña

Matilda acababa de empeza

a tocar la guitarra y sedisponía a cantar. Me sentécon el alma ensombrecida

acuciado por pensamiento

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confundidos. ¿Por qué mehabía llamado loco

Fernanda? ¿Por qué ahora merechazaba? ¿Cómo se mehabía ocurrido la tontería de

hablarle de matrimonio?Ciertamente, había obradocomo un loco... El vino y laexaltación me habíanperturbado.

El ama sacó el cuellopor encima de su bustosublime, y dejó escapar su

voz gloriosa en una copla

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alborozada, mirando aVandersa con picardía:

 No me case mi madrecon hombre gordo,

que en entrando en la

cama güele a mondondo...

Y el mercader, lejos deenfadarse, se regocijó muchopalmeaba y reía gustoso.

Miró entonces doñaMatilda al ayudante yprosiguió, guiñando un ojo:

 No me case mi madre,

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con hombre flaco,

que en entrando en la

cama parece un palo...

Y el tal Bas, que era

hosco, se quedó serio yretraído. Así que su jefe ledio un pescozón, sin dejar dereír, como para animarle aunirse a la fiesta.

Le llegó entonces eturno al administrador, y lemiró la cantora.

 No me case mi madre

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con hombre chico,

que lo muevo en las

manoscomo abanico...

También reía con ganas

don Raimundo. Lloraba de larisa y se le empañaron lagafas por el sudor y lalágrimas.

Cásame mi madre

con hombre güenoque lo visto con sayo

de Nazareno...

Sintió don Manuel que

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esta estrofa iba por él, viendola manera con que le miraba

su esposa, y se puso aaplaudir con ganas; noparecía el mismo hombre que

unos días antes, era como sle hubiera poseído el alma deotra persona: hablaba sinparar, manoteabacarcajeaba... y no paraba de

beber.La verdad es que el vinoempezaba a causar estrago

en todos los que

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participábamos del banqueteVandersa se había arrancado

a bailar y estaba zapateandoal final del salón, mientras suayudante cabeceaba

adormilado, don Raimundosudaba copiosamente; eamo, como digo, estabairreconocible, y doñaMatilda, dale que dale, con la

guitarra cantando coplapicantes. Y yoavergonzado! Me había

llamado loco y no podía

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perdonarme haber obrado conel ardor que solo era

achacable a la obviedadEntonces pensé: ¡FernandaElla no había regresado a la

mesa y temí que minoportunidad la hubieraasustado. Así que decidí ir aver y en su caso pedir perdón

La encontré en la cocina

sentada, llorando. Y lasmulatas, al unísono, meanunciaron en medio de una

nube de humo:

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 —¡El pollo conalmendras se ha quemado! —

Ha sido por tu culpa! —megritó Fernanda. —¡Perdón, perdón

perdón...! —supliqué—Tienes razón, soy un loco...

Mis palabraspronunciadas con undesasosiego que a mí mismo

me sorprendió, fueronacogidas por Fernanda conuna expresión rara, como de

angustia y a la vez esperanza

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Se puso en pie, vino haciamí, me tomó las manos y

entre gimoteos, dijo: —El pollo se haquemado porque... ¡Oh, Dios

qué locura es esta!Entonces las mulatas me

dieron la explicación: —Vuestra merced le pidiómatrimonio y se le fue e

alma a las nubes. Se puso acontárnoslo y ¡se quemó eguiso! Con una noticia así

¿cómo íbamos a atender a la

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lumbre? ¡Ella estáenamorada!

Me quedé espantado. Nosabía qué decir ni qué hacerasí que solamente balbucí: —

¿Entonces...?Fernanda me miraba a

los ojos, anhelante, llorosa, yacabó señalándome con ededo, mientras preguntaba:

 —¿Lo has dicho decorazón? ¿De verdad quiereque nos casemos?

oh, Dios mío, no podía

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creer lo que me estabasucediendo. ¿Era posible

tanta felicidad? —¡Claro que sí! —Laabracé—. ¡Lo juro, lo juro, lo

uro por mi vida!Y ella, envalentonada

me dijo a la oreja con vozfirme: —Entoncemantengámoslo en secreto de

momento. Cuando sesolucionen los negocios, se lodiremos a los amos. Y ahora

vuelve al banquete, que yo

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iré dentro de un momento.Obedecí sin rechistar

Mientras iba por el patiocaminaba con una inequívocasensación de triunfo. En e

salón el bullicio eratremendo. ¿Cómo podíanarmar tanto jaleo cuatropersonas tan dispares juntas?Lo comprendí al toparme de

repente con una escenagrotesca: todos allí se habíanpuesto a bailar. Doña Matilda

zapateaba en el centro y lo

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tres hombres, de cuerpos tandispares, evolucionaban con

torpeza a su alrededor, ahítosde vino, como si la adorasencomo si fueran fieles pagano

en torno a su diosa, y el casoes que yo, tan dichoso comome sentí, me uní a la danza...

Más tarde salimos apatio, cuando ya era noche

cerrada. Allí prosiguió ebeber, el cantar y el bailarTodo era felicidad. Fernanda

y yo estábamos el uno frente

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al otro, ella débilmenteiluminada por uno de lo

faroles, yo semioculto entrelas sombras de un limoneroPero nos veíamos bien; todo

nos los expresábamos conmiradas cómplices, mientrala copla de doña Matildedecía:

¿De dónde sois que tan

alto venísdon Pipiripío?

 Por lo despacio de

vuestro cantar 

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 y por quemarnos donde

no hay hogar,

debéis ser de cualquierlugar 

nacido en medio de

estío,don Pipiripío...

Con el canto, con elindo sonido de la guitarracon el vino, un cálido

cosquilleo recorrió mcuerpo, unos ojazos dulces yafectuosos relucían frente a

mí, ella me miraba con

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fijeza, mientras sus pieugueteaban al son de la

música, sobre el mármofresco.Ya que nos dais tanto

lacer,es justo que os demos

mujer,

mas me gustaría saber 

de dónde sois con

vuestro hechizodon Pipiripío...

En efecto, yo estaba

completamente enamorado, y

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mil lirismos nuevosnaciendo en las íntima

regiones de mi pobrehumanidad, me hacían ver emundo y la vida de manera

nueva y diferente.Con vuestra danza y

vuestras mañas,

 y vueltecitas tan

extrañas,

debéis venir de lasmontañas,

donde la alondra hace

su nido,

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don Pipiripío...

A todo esto, Vandersa

salió al medio del corrobalanceándose torpementesudoroso, ebrio; había

perdido toda compostura yanunció a gritos:

 —¡Ahora cantaré yoEn Murcia tenemo una copla

que dice...! ¡A ve, doña

Matilda, toque esa guitarraQue no pare el cante! Lacopla dice... Dice de así..

Toque por parranda, doña

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Matilda!En ese momento, no

obstante mi arrobamientopude darme cuenta conlucidez completa de que algo

muy extraño estabasucediendo: el tal Badormía, mientras su jefeparecía haberse transformadoen alguien diferente

descamisado, suelto, ya nohablaba de la misma maneraque una hora antes, con

aquellas erres pronunciada

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gangosas y las palabraitalianas intercaladas... Ahora

pronunciaba con el claroacento de la gente de EspañaAsí que concluí que había

estado fingiendo: ¡era unfarsante! Ya me habíarondado a mí la sospecha queahora se confirmaba; que noeran extranjeros, sino

españoles.Desconcertado por edescubrimiento, no supe qué

hacer en un primer momento

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Pero enseguida decidcerciorarme y, obrando en

consecuencia, me puse de piey le espeté con ironía: —Ande, calle vuestra

merced, que los murcianono saben de coplas ni decante alguno.

Él se volvió hacia mairado y contestó:

 —¡Que no sabemo lomurciano de cante! ¡Quiéndemonio dice eso! Sepa

vuestra mercé que en Murcia

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se cantan las parrandas mágraciosas y galanas que

pueden oírse en parte alguna.Después de estacontestación, ya no tenía

duda: era del todo murcianoy se había hecho pasar poholandés. ¡Un timo!

Me fui hacia él, leagarré por la pechera y le

zarandeé, gritándole: —¡Sinvergüenza!Estafador! ¡Con que

holandés! ¡Murcianos sois!

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Doña Matilda dejó detocar la guitarra y se hizo un

gran silencio. Puestos en piedon Manuel, el administradoy Fernanda me miraban

espantados. Yo les dije: —¡Vean vuestras

mercedes el engaño! ¿No sehan dado cuenta? Este truhánya no pronuncia como antes

habla el español a laperfección... ¡Es murciano! —Pero... ¿qué suerte de

engaño es este? —exclamó e

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ama—. ¿Cómo quemurciano? ¡Hablad!

Vandersa entoncesviéndose descubierto y tanborracho como estaba, se

arrojó a los pies de doñaMatilda de rodillas yagarrado a sus faldassollozó:

 —¡Murciano soy, sí

señora! ¡Murciano hijo ynieto de murcianos! ¡QueDios me perdone!

El ama dio un gran grito

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de horror y se llevó lamanos a la cabeza. A su vez

don Manuel empezaba a davoces: —¡Por los clavos de

Cristo! ¡Una estafa! ¡Unamiserable y despiadadaestafa! ¡Que venga lausticia! ¡Llamad a la

alguacilería!

 —¡No, por el amor deDios! —suplicó e«holandés»—. Yo lo

explicaré todo.

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 —¡Nada hay queexplicar! —replicó don

Manuel—. ¡Hemos sidoengañados! ¿Y nuestrodinero? ¿Qué ha sido de lo

quinientos mil maravedíedel préstamo? ¡Hablaladrón!

 —¡Señora, por caridadimploraba Vandersa—

Señora, escúcheme vuestramercé! —Pues habla de una vez

le dijo doña Matilda—

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¿Dónde está nuestro dinero? —Señora, todo está en

regla, tal y como expliqué edía de ayé. El navío ha sidoarmado ya, las mercancía

estarán pronto a bordo ysaldrán del puerto de Cadcomo estaba previsto. En estahistoria la única mentira eque seamo holandese. Pero

todo lo demá e cierto. ¡Louro por mi vida! —¡No me lo creo! —

contestó el amo—

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Miserable embustero! ¡Nohas engañado!

 —¡No, por Dios, juroque digo la verdad! Lopapeles no mienten; todas la

facturas y las licenciaprueban que digo la verdad.

 —Entonces —intervineyo—, ¿por qué os hicisteipasar por holandeses ? ¿ Qué

necesidad había de ello sicomo dices, el resto denegocio está cumplido y en

regla?

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 —Porque nadie enEspaña se fía sino de

extranjeros —respondió éldesmadejado, sudando achorros y con lágrimas en lo

ojos. —¡Estás borracho! —le

gritó a la cara eadministrador—. ¿Pretendeque nos creamos ahora esa

patraña? —¡Claro que estoyborracho! —contestó

sinceramente el holandés—

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Todos estamos borrachos¿Por qué no nos vamos a

dormir y mañana os explicotodo con detenimiento?Virgen Santísima, créanme

vuestras mercedes! —Tú no saldrás de aqu

sentenció doña Matilda—Nadie saldrá de esta casa

hasta que todo esto se aclare

¿Dónde están los quinientomil maravedíes? —En los papeles, en lo

papeles... ¡Los papeles no

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mienten! —¡Cielos, me va a

estallar la cabeza! —gritódoña Matilda—. ¡Dios míoqué desastre! ¡Nuestro

dinero, nuestra casa, nuestrailusiones... !

 —¡Señora, créamevuestra merced! ¡Juro que lamercancías han sido

compradas y están en loalmacenes! ¡Que me lleve edemonio si no digo la

verdad! Déjenme vuestra

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mercedes que me vaya adescansar y mañana daré

cuenta de todo conpuntualidad y detalleCréame de una vez!

Se hizo un silenciocargado de ansiedad, suspirosy jadeos, el otro murciano sehabía despertado ycontemplaba la escena

cariacontecido, callado, hastaque abrió la boca para decicon voz grave:

—Vandersa, durmamos

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aquí, en esta casa, y mañanales explicaremos todo

Entonces comprenderán queno les hemos mentido yvendrán con nosotros a

Arenal para ver lamercancías en el almacén yhablar con el sobrecargo denavío.

Así se hizo, más que

nada porque, en el estado enque nos encontrábamos, nopodíamos hacer otra cosa, as

que me tocó hacer guardia en

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murcianos rindieron cuentastal y como habían hecho

uramento. Aunque el amoamenazó con ir a la justiciano hubo necesidad de ello

porque todo estaba en reglaFuimos al Arenal, a lacontaduría, a los almacenesa las oficinas de losobrecargos... No había

falsedad alguna en lodocumentos de la cartera: enavío estaba concertado, la

mercancías compradas y

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pagadas, todo el dinero bienempleado y las licencias en

orden y con sus tasaabonadas. Entonces, soloquedaba saber el porqué de la

mentira: si eran murcianohonrados, ¿por qué se habíanhecho pasar por holandeses?El enredo tenía suexplicación. Ciertamente, po

aquel tiempo los extranjeroeran los dueños de todos lonegocios que se hacían en

Sevilla y en Cádiz. A los

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españoles nadie les confiabanegocio alguno, por lo que

con permiso de un taVandersa, que de verdadexistía y que era holandé

auténtico, aquellomurcianos habían hechotodas las gestionehaciéndose pasar por él. Eraalgo que, según nos dijeron

se hacía con ciertafrecuencia, dada la manera enque estaban las cosas. E

murciano se llamaba Tomás

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Moreno y su ayudante JuanBallester. El verdadero

Vandersa estaba por entoncesen Madrid y los murcianoactuaban en su nombre po

poderes. En fin, un enredopara un asunto en el fondotan simple; pero que anosotros nos causó unenorme sobresalto.

Cuando todo se aclaróme correspondió hacer copiade los documentos y obtene

los sellos y las firma

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necesarias que nos serviríancomo justificantes, para

después reclamar laganancias.El día 12 de julio de

aquel año de 1680, zarpó afin del puerto de Cádiz laflota de la Nueva Españacargada con cuatro mitoneladas de mercancía y tre

mil trescientos quintales deazogue. Al frente iban lalmiranta, el galeón Nuestra

Señora de Guadalupe, la

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Capitana, el galeón deuestra Señora del Rosario y

l a s Animas.  Seguíanles lomercantes y la escolta. En enavío de nombre Jesús

azareno navegaban rumbo aVeracruz todas nuestrasilusiones...

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LIBRO IIIDonde se cuenta lo que

sucedió trasel naufragio del Jesús

azareno y el modo

en que se recobraronlas esperanzas después

de algunos disgustomás

1. SOBRAS DE LACENA Y CUENTO

CINCUENTA REALES

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Se hundió el Jesús

azareno, merced a la

inmisericorde tenacidad deun temporal. Y a nosotrosnos llegó la noticia funesta

en medio de una tormentaAquel mes de julio se iniciótempestuoso. Estuvolloviendo sin cesar durantecuatro días. Primeramente

en la mañana del día 12, diocomienzo una larga oberturade truenos que parecieron

rodar por los tejados

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retumbando en los patioscolándose hasta las bodegas

y luego fue el aguaestridente, crepitando a ratocon gruesos granizos

Después del disgusto, lanoche fue larga, sobresaltadapor las cadenas derelámpagos y un vientocaliente que bufaba en la

galerías. El amanecer nohalló a todos desconcertadosmás pobres que nunca. De la

cloaca de las deudas

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habíamos pasado así, derepente, al abismo de la ruina

absoluta. En la casa solohabía silencio ydesesperación. Y enseguida

empezaron las angustiosacuestiones: si todo se habíaperdido y la casa ya no lepertenecía a los amos¿cuándo debíamos dejarla?

¿Adónde ir ahora? ¿Habíaalguna posibilidad, popequeña que fuera, de sali

adelante?

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Por la mañana llegaronlos holandeses que resultaron

ser murcianos. También ellosestaban deshechos, agotadoy llenos de preguntas

también ellos se habíanarruinado con el catastróficonegocio del Jesús Nazareno

Venían con lágrimas y conotra garrafa de vino de

Málaga, de una arroba estavez.Cuando les abrí la

puerta, debí de mirarles con

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cara nada amigable. EntonceTomás Moreno (antes

Vandersa), en el mismoportal, se hincó de rodillas ydijo:

 —Venimos a compartirla desgracia y a ahogarla coneste vino.

 —Aquí nadie tieneganas de fiesta —repliqué

con parquedad. —¡Déjalos entrar! —gritó a mis espaldas don

Manuel.

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Obedecí y pasaron apatio. Doña Matilda se hizo

presente enseguida y empezóa gritar: —¡Qué desastre

Maldita la hora que nopusimos en las manos devuestras mercedes! ¡Primerola mentira y ahora esto! ¡Nohan traído la mala fortuna a

esta casa! —Calla, mujer —le dijocon pesadumbre el amo—

adie es culpable de lo que

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nos ha pasado. También ellosse han arruinado... Habrá sido

el designio deTodopoderoso...Tomás Moreno se

arrodilló ahora delante deama diciéndole:

 —Señora, que me partaun mal rayo si hemopretendido causarles algún

mal a vuestras mercedesMentimos diciendo queéramos holandeses, cierto es

pero somos gente honrada

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También nosotros lo hemosperdido todo, como bien ha

dicho su esposo.Ante estas palabras, ellase quedó callada, mirándole

con expresiónextraordinariamente apenadaDetrás, a cierta distanciaestaba Fernanda, igualmentemuy triste. Se hizo un

impresionante silencio, aconstatarse la amistosasinceridad con que e

murciano se expresaba.

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Entonces don Manuesuspiró hondamente, alzó lo

ojos a los cielos y sentenció: —Dios da y Dios tomabendito sea Dios! En efecto

nos hemos quedado sin nadapero aún tenemos la fe.

Y después de decir estose fue hacia Tomás Morenole puso las manos en lo

hombros y añadió: —Álcese vuestramerced, que nada hay que

perdonar ya. Lo de la mentira

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quedar pernil de cochinoqueso, guiso de gallo...

 —Señora, el guiso degallo se quemó —observóFernanda—; las almendras se

pegaron al fondo del calderoy se quedaron negras comocarbonilla. Se lo eché todo alos perros, pues no se podíasacar provecho alguno por e

sabor tan malo que tenía. —Da igual, saca lo quehaya. Solo Dios sabe si esa

sobras serán lo último bueno

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que comamos en muchotiempo...

Se puso la mesa y aquenuevo banquete, trasunto deanterior, parecía un velatorio

Se comía entre suspiros; sebebía con mesura. Noobstante, don Manuel estabamuy raro: no ya melancólicocomo de costumbre, n

transido como el día anteriorestaba poseído por unaconformidad, una

aquiescencia que le brotaba

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de sus adentros; como si semanifestara plenamente

dispuesto a aceptar edesastre con obediencia a lavoluntad divina. Nadie decía

nada, las miradas estabantorvas, fijas en los platosmientras él murmuraba:

 —¿Qué se le va ahacer...? Así es la vida... E

hombre propone, pero Diodispone...Y a todo esto, como

perdido en sus meditaciones

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apuraba vaso tras vaso devino de Málaga.

Doña Matilda lloraba aratos y se lamentaba: —¿Y ahora qué? ¡Po

Dios, qué hacemos ahora!Entonces Tomás

Moreno le hizo una seña a suayudante, para indicarle quele acercara la cartera. Desató

las correas, metió la manodentro y sacó una bolsa. —Aquí hay ciento

cincuenta reales, unos cinco

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mil maravedíes. Es parte delo que se iba a emplear en lo

gastos necesarios a la vueltadel navío. Este dinero es devuestras mercedes.

Don Manuel cogió labolsa y dijo:

 —Algo es algo, benditosea Dios.

Pero doña Matilda

refunfuñó con exasperación: —¡Y qué hacemos coneso! ¿Qué son ciento

cincuenta reales sin tene

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casa? ¡Hemos perdido quincemil! No podremos recupera

este hogar... —¡Basta! —gritó donManuel, dando un fuerte

puñetazo en la mesa—. ¡Diocuidará de ti, mujer! ¡Nodesesperes de esa maneraque te empecatarás!

Después de aquello

nadie volvió a rechistarTampoco los murcianostenían ganas de fiesta, porque

se fueron pronto. Dejaron all

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la bolsa con los cientocincuenta reales y media

garrafa de vino.El amo llenó una vezmás los vasos; pero

constatando que nadieexcepto él bebía, acabóponiéndose en pie, y dijo:

 —En vista de toda estaamargura, yo me voy por ah

a airear las preocupaciones. —¿Por ahí? ¡¿Adónde?inquirió su esposa.

—No te preocupes —

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respondió él—. No soyhombre de mancebías ni de

pendencias, ya lo sabes. Mevoy en busca de vino... y derecuerdos...

 —¿Solo? —dijo ella—A ver si te va a pasar algo!

 —Yo le acompañaré —se ofreció el administrador.

Cogieron ambos su

bastones y se marcharonenvueltos en un manto depesadumbre. Allí en el patio

nos quedamos el ama

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Fernanda y yo, mirándonoperplejos.

 —No se apure, doñaMatilda —dijo Fernanda—Ya verá como todo ha de

arreglarse. —Cómo, hija, cómo... —Dios proveerá.Después de un largo

silencio y algunas docenas de

suspiros más, el ama memiró y me preguntó con vozpesada y somnolienta:

—¿Y tú, Tano? ¿Qué

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harás tú?Yo miré a Fernanda y

luego a ella. Hice un esfuerzogrande para sonreír yrespondí:

 —Yo de momento mequedo. Luego, Dios dirá...

Doña Matilda alargó lamano y me la puso en eantebrazo, cariñosamente

con los ojos inundados delágrimas y la bocatemblorosa, y dijo:

—Ay, hijo, que Dios te

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bendiga. ¡Qué bueno eres!Suspiré conmovido.

 —Nunca he tenido unafamilia —dije—. Aquí se meha tratado muy bien... Si en

algo puedo serles útitodavía...

Mientras decía aquellobien sabía yo que por nadadel mundo abandonaría esa

casa mientras morase en ellaFernanda. —Dios te lo pagará

Tano —contestó el ama.

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Tras la charla, a ellas selas veía cansadas. También

yo lo estaba. Habían sido trelargas noches sin dormir ynos retiramos pronto, cuando

todavía no había caído lanoche.

 No bien me disponía aacostarme, cuando alguiendio algunos débiles golpes en

mi ventana. Me asomé y allestaba Fernanda, haciéndomeseñas con la mano para que

saliera. Nos reunimos en e

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patio y fuimos a ocultarnoen las sombras. Hubo

abrazos, besos y palabras deamor susurradas. —Gracias, gracias

gracias... —me decía ella aoído.

 —Nada de gracias —replicaba yo sinceramente—

o te dejaré sola.

 —¿Y qué hacemos? —preguntaba ella, dejandoescapar algunas lágrimas—

Qué mala suerte!

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¿No te das cuenta? Ellotuvieron su oportunidad, su

propias vidas... No puedeunir tu destino al suyoEstán acabados!

Ella me miró a los ojoy contestó sin dudar:

 —No trates deconvencerme. Ni siquierapuedo imaginar hacer una

cosa así. Ya sabes cómo hasido mi vida; ya te lo conté..¿Cómo se te ocurre

proponerme que abandone a

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doña Matilda?Sacudí la cabeza. En

efecto, conocía bien suhistoria porque ella me lahabía contado. Su infancia

fue una de tantas, como lamía propia: un pueblomiseria, muchos hermanos..

ada había de particular enesa vida, excepto que habían

aparecido en ella los amoscuando Fernanda apenadejaba de ser niña. Ellos se

hicieron cargo de ella, se la

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llevaron a su casa de Sevillay la criaron como una hija

o era una simple criadaella se sentía eso, una hija; ytanto doña Matilda como don

Manuel la trataban como slo fuera. Era pues inútiinsistir. Fernanda los queríade verdad y ni siquiera se lepasaba por la cabeza la

posibilidad de abandonarlosprecisamente ahora que todoiba de mal en peor. Así que

dije:

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 —Está bienolvidémoslo; lo comprendo.

Fernanda me dedicó unasonrisa de agradecimiento yyo sonreí también. Pero lo

cierto es que me sentíacontrariado, porque meparecía todo aquello unaserie de coincidencias muydesafortunadas: no iba a

cobrar lo que se me debíahabía encontrado verdaderoamor y no quería perderlo; e

decir, me hallaba atrapado

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comprendiendo que debíacompartirla a ella con la

desventura que arrastrabaaquella casa. Y lo malo eraque, a mis veinticinco años

ya tenía la sensación de queel tiempo empezaba a corremuy deprisa y de que la vidaseguía sin ofrecermeposibilidades de elegir.

2. A GRANDESMALES, GRANDES

COGORZAS

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Apenas transcurrido unmes después del naufragio, se

personó una mañana en lacorreduría el oficial mayode la contaduría de Sevilla

con los alguaciles y loacreedores. La deuda estabavencida y venían a cobrar laprenda, que era la casa contodas sus pertenencias. Sin

que pudiéramos hacer nadapara impedirlo, lo registrarontodo a conciencia delante de

nuestros ojos, comprobando

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si el lote se ajustaba a lo queponía en los libros.

Uno de los prestamistase asomó a las cuadras yluego preguntó:

 —¿Y el caballo? —Murió —respondió

don Manuel. —Pues habrá depagarse su importe como sviviera —dijo el otro.

Después de lainspección, el contadoacordó concederle alguno

meses más de gracia a don

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Manuel, en atención a suhidalguía y a que había

prestado servicios en lotercios de su majestad. Peroadvirtió muy severamente

A últimos de diciembredespués de la fiesta de la

atividad de Nuestro SeñoJesucristo, y antes de que seinicie el nuevo año, deberá

ser el desalojo, sin dilaciónninguna. Mejor será quevuestras mercedes salgan de

la vivienda pacíficamente

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dejando todo dentro, paraevitar el desagrado de un

desahucio y los males queello acarrea. —No hay cuidado —

contestó don Manuel congran dignidad—. En esafecha entregaré las llaves.

Los acreedorequisieron protestar

considerando que la prórrogaera excesiva, pero efuncionario zanjó la cuestión

sentenciando:

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 —No se hable más. Hedicho pasada la Natividad de

Señor; así que a esperar.Esa misma mañanacuando aquello

desagradables visitantes sefueron, don Manuel entrósilencioso y meditabundo ensu despacho. Le vimosentado junto a su mesa, con

una pluma en la mano yalumbrado por la luz de unavela. El administrador a su

lado, medio inclinado hacia

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él, seguía con la vista lo quehacía. No hablaban una

palabra. Había por un ladouna preocupación grave; pootro, esa resignación

religiosa que se crece en latragedia. Yo no sabía qué seestaba escribiendo, ni a quiéniba dirigida la cartamemorial, solicitud o lo que

quiera que fuera. Peroevidentemente, donRaimundo sí que lo sabía. En

el patio oíase el persistente

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suspirar y gemir de doñaMatilda.

Después de más de unahora, y de haber hechoalgunas raspaduras en e

papel, don Manuel estuvoleyendo concienzudamente yen silencio el escrito, queocupaba varias cuartillas, polo menos diez. Luego se lo

pasó al administrador, quetambién lo leyó para síestampó los sello

correspondientes y lo metió

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en un sobre que cerró y lacrócon meticulosidad. Había

apreciable misterio en todolo que hacían. Nada revelaronde lo escrito y leído.

 —Ahora, vamos apuerto —dijo don Manuelcon una expresión quereflejaba convicción yautoridad—. Debemos dar a

correo esta carta... ¡Y quieraDios que llegue a tiempo a sudestino!

Ganas me dieron de

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preguntar el porqué, pero mecontuve. Los vi sali

apoyándose en sus bastonesapresurados, como si fueran aencontrarse con la

posibilidad de algún nuevonegocio. Y como dentro demí también aleteó ciertaesperanza, me acerqué adonde estaba el ama y le dije

 —Algo traen entremanos don Manuel y eadministrador. Han estado

escribiendo una larga carta y

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la llevan al puerto, acorreo...

 —¡Bah! —dijo ella condesdén—. Son cosas deviejos; fantasías...

Pasó el resto de lamañana, llegó el mediodía yla hora del almuerzo. Lamesa estaba dispuesta, perono regresaron con la

puntualidad que decostumbre. Ya muy tardetuvimos que empezar a

comer sin ellos. Luego

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viendo que pasaban las horasel ama empezó a

preocuparse. —¡Qué raro! ¡Quéraro...! —repetía, mirando e

reloj de pared.Era ya tarde cuando se

presentó don Raimundo solocon una agitación unida acierta embriaguez, exudando

vapores vinolentos. —¡Don Raimundo, poDios! ¿Y el amo? —le

preguntó doña Matilda nada

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más verle.El administrador sonrió

extrañamente y respondió: —Se ha quedado allí... —¿Allí? ¿Dónde?

 —En la taberna deGordo Diego.

 —¿Solo? ¿Lo has dejadoallí solo en la taberna?Estará borracho!

 —¡Psch! —contestó éltambaleándose. —¡Ay, Dios mío! —

exclamó el ama—. ¡Solo en

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la taberna y borracho! Prontose hará la noche...

 —No quiso venirseconmigo —dijo donRaimundo con cara

bobalicona—. Fuimos allevar la carta... Luego se leapeteció ir a tomar vino... Yallí, ya sabe vuestra merceddoña Matilda, se juntó con

unos y con otros, todos viejoamigos... En fin... —¡Gastándose lo

últimos reales! —gritó ella

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dándose una palmada en emuslo—. ¡Era lo que no

faltaba!El administrador seencogió de hombros, miró

hacia donde estaba suhabitación y dijo, derrotado:

 —Yo no puedo más..Me voy a dormir..Discúlpeme, señora...

 —Pero... ¿Cómo te vas air a acostar? ¿Y el amo?Me di cuenta de que don

Raimundo apenas podía

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tenerse en pie y no tuve máremedio que decir:

 —Señora, iré yo abuscarle. —¡Vamos, date prisa

contestó ella aliviada—¿Sabes dónde es?

 —Sí, señora, conozco lataberna del Gordo Diego.

Eché una ojeada a

Fernanda, y ella, con suojos, me animómanifestando de alguna

manera la seguridad que le

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infundía tenerme allí. Asque salí a la calle, contento

por resultar útil.Aquella tarde demediados de agosto

poniéndose el sol, el Arenaestaba animado, después deun día ardoroso, sofocante. EGuadalquivir se veía de unazul casi negro y el cielo era

vaporoso. A lo lejos, en epuerto, los palos de loveleros estaban muy quieto

y todas las barcas varadas en

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las orillas. Bandadas dechiquillos correteaban y

ugaban como gorrionerevoloteando, en torno a laatarazanas, donde lo

carpinteros componían yreparaban los costillares delos navíos, claveteabanaserraban, distribuían pez..La vida seguía allí hasta que

caía la noche; pero lotrabajos decaían poco a pocoy los marineros y las gente

del puerto se distribuían po

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las tabernas, donde hablabana gritos, discutían, opinaban

de lo mal que está todo o seagrupaban en torno a algúnmaestre que traía noticias de

otras costas. Anduve deprisaunto a la muralla, mientras a

mis espaldas la ciudadrefulgía iluminada por loúltimos rayos del astro, y

centelleaba en sus tejadorojizos y amarillentosdejando escapar destellos de

las vidrieras y de la

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azulejería de algúncampanario. Transitando

cerca de los muladaresdonde se amontonaba labasura bajo enjambres de

moscas, hube de cubrirme laboca y la nariz con epañuelo, pero más adelante eaire cálido traía el aroma delas orillas, fragante y

amargo.La taberna del GordoDiego estaba intramuros, a

pie de la torre de la Plata

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unto al Postigo del CarbónMe detuve antes de entra

con curiosidad y ciertanostalgia: detrás de aquellaparedes espesas, bajo e

tejado cubierto de hierbajosecos, había estado yomuchas veces acompañandoal sargento mayor don Pedrode Castro; era su taberna

favorita y en ella, detrás delas cuadras, gozaba casi enpropiedad de un tugurio, un

cuartucho sucio donde

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incluso llegó a tener uncamastro para dormir la

borracheras. Si no fueraporque sabía a ciencia ciertaque estaba él tan lejos, en la

ueva España, habría temidoel sobresalto deencontrármelo sentado enalguna de las mesasAtravesé el patio que hay a la

entrada, donde hallé lamismas matas y la tinajaventruda tumbada en una

esquina. El mesón tiene una

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única y vasta sala, enormeen la que está la cocina, e

comedor y un almacén otienda, en la que seamontonan grandes rollos de

cuerda en el suelo junto a loestantes en que hay aceitesbálsamos, botellas de licor ymedicinas. En las mesasdistribuidas aquí y allá bajo

los arcos que sujetan labóveda, no había demasiadagente, para el recuerdo que

yo guardaba de aquel sitio

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siempre atestado.Enseguida vi a don

Manuel. Estaba solo, en elugar reservado para lohidalgos, a la derecha de la

cocina. Apoyaba el codo debrazo izquierdo en el mármoblanco de la mesa y su carareposaba sobre la palma de lamano; miraba a su alrededor

como si esperara a alguiensonriendo extrañamenteEnjuto, pálido, con una

servilleta en el pecho, de vez

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en cuando pellizcaba unpedazo del queso que nadaba

en aceite en un plato. Luegosorbía el vino. La cabezagrande, las cejas poblada

cenicientas, el espeso bigotegris, curvado como un arcoel fuerte mentón, la barbalacia, los ojos azuletristones..., todo ello le daba

un aire melancólico yausente.Me acerqué con respeto

y le dije:

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 —Amo, me envía laseñora. Es tarde ya...

Me miró extrañadocomo tratando de recordarSu rostro adquirió entonce

la misma expresión desiempre, fría, ni inteligenteni estúpida.

 —¿Es tarde para qué? preguntó en tono

monocorde. —Dentro de un rato sehará de noche.

—Mejor que mejor

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muchacho. Que se haga denoche; de noche Sevilla e

embrujadora... Además, hayluna llena...Se bebió otro vaso, cas

de un trago. Luego puso enmí unos ojos llenos deautoridad y dijo:

 —Anda, muchachosiéntate y bebe conmigo.

Obedecí comprendiendoque no podría convencerlepara que nos fuéramos a casa

Mientras me llenaba el vaso

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observó ufano: —A mí el vino todavía

no me puede... a pesar de miaños... En cambio, donRaimundo hace muy poca

bebida. Será que, como es tanpequeño de cuerpo..., pocoodre tiene en la barriga...

Después de decir estosoltó una risita maliciosa

tras la que se quedópensativo, mirándome, antede añadir:

—¿Y tú, haces mucho

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amo. No se preocupe vuestramerced.

Asintió con la cabezame miró con asomo deternura, y contestó:

 —Me encuentro pobre yacabado, ya lo sabes; pero nome siento vencido del todoEso nunca! El mundo e

misterioso; la vida encierra

sus secretos: lo que hoy estáoscuro y bloqueado, mañanapuede iluminarse y abrirse..

Ah, si supieras todo lo que

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llevo pasado en estaexistencia mía! Tú me

conoces desde ayer, comoquien dice, pero atrás tengomucho camino recorrido..

Yo he tenido lo míomuchacho; lo que mecorrespondía, que no epoco...

Alzó la mirada al techo

perdiéndose en sus recuerdosLuego llenó una vez más lovasos, bebimos y él empezó a

hablar. Comprendí que

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necesitaba ser escuchado, quela vida pasada se le agolpaba

en la mente y deseaba contasus viejas historias. Refiriócómo fue su infancia, allá en

las Islas Canarias, en SantaCruz de la Palma, donde secrio a la sombra degobernador don Ventura deSalazar y Frías, su protector

Se emocionaba recordandosus inicios en la milicia, lavida de soldado, los ascensos

las batallas, los peligros... E

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vino que había bebido traía asu imaginación la locura de

la juventud, la brutalidad, lopecados... A ratos recorría sucara una amplia sonrisa

mientras evocaba momentofelices, o repentinamenteapretaba los labiosconteniéndose, y los ojos lebrillaban acuosos, quizás a

sentir nostalgia. Hablaba yhablaba, como consigomismo, y solo de vez en

cuando me miraba de soslayo

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para ver si yo estaba atentoMe sorprendió que

contemplara su vida como untodo en el que no cobrabanentidad sus últimos años

Dejaba en libertad lorecuerdos de su época desoldado con una avidezenorme, como si únicamenteentonces hubiera tenido una

verdadera vida, como si solodurante aquellos años hubierasentido alegría: años de

bebida, risas, canciones

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mujeres y pasionesdisfrutados entre amigos y

compañeros. Nada realmenteextraordinario había enaquella existencia, que era

como la de tantos hombres desu generación; por más que éla magnificase y se esforzasepara llenarla de sublimeactos de valentía y

abnegación... Sería por esemotivo, o porque el relato sealargaba demasiado, que se

me empezó a hacer pesado

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también el vino empezaba ahacerme efecto a mí, y me

llevaba revolado a mipropios amoríos yrecuerdos...

Cuando la taberna sequedó casi vacía, el gordoDiego emitió un ruidosobostezo desde el mostradorcomo un aviso, y empezó a

contar lentamente lamonedas recaudadas, paraque nos percatásemos de que

era llegado el momento de

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pagar. Pero don Manuel no sedio en absoluto por aludido

sino que pidió otra botella. —¡Es tarde ya! —protestó el tabernero desde e

mostrador. —¿Tarde para qué? —

replicó bruscamente el amo. ¡Anda, trae eso de una

vez!

El hombre cogió labotella del estante y seacercó arrastrando

pesadamente los pies y

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balanceando su voluminoso yblando cuerpo envuelto en un

delantal lleno de manchasEntonces, tres mozos queestaban en la única mesa

ocupada además de lanuestra, al ver que nos servíagritaron:

 —¡También a nosotrosdanos más vino, Diego!

 —¿Qué pasa hoy? —preguntó el Gordo—. ¿Es quenadie se quiere ir a casa? E

casi de noche...

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Y dicho esto, empezó arecorrer el local encendiendo

las lámparas lentamenteproduciendo con sus pesadopies un ruido peculiar, entre

fatigoso y resignado. —Don Manuel —dije—

deberíamos irnos ya; laseñora estará preocupada...

El amo resopló, llenó

los vasos y, como si lo queacababa de oír no fuera conél, se me quedó mirando

fijamente, arqueando la

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cejas, y dijo: —A los viejos nos gusta

contar nuestras historias... Nocreas que no soy conscientede haberte aburrido...

 —Oh, no, no... —meapresuré a contestar.

 —¡Anda ya! Nonecesitas quedar bienconmigo.

Me sentí avergonzado yme excusé: —Amo, no es que

quisiera irme porque

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estuviera aburrido. Pensabaen la señora...

 —A la señora no lepasará nada por estar en velaalguna noche. También yo

me he privado de venir a latabernas durante años... ¡Conlo que me gustan! Porque..vengo demasiado poco para

lo que me gustan la

tabernas!Me eché a reír, porquesu voz ebria, sincera y

quebrada, me hacía gracia

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rio también con ganas, hastaque le brotaron lágrimas

Repetía como para sí: —¿Y el vino? ¡No megusta nada el vino! ¡Bebo

demasiado poco para lo queme gusta!

Después se quedó seriode pronto, bebió un sorbo, memiró conmovido y dijo:

 —¿Qué quieres que tediga, muchacho? Tengo unabuera opinión de ti... Te

tengo cariño; todos en casa te

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hemos cogido cariño —prosiguió, poniéndome la

mano en el antebrazo yfrunciendo el ceño—, por esopienso que tenemos que

hablar... Por eso me haparecido oportuno pedir mávino y que nos quedemos unrato más...

Extendió la mano de

nuevo, cogió la botella yllenó los vasos. Le miré conrespeto y me esforcé para que

viera que no podía estar má

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atento a sus palabras. Y édijo de forma inesperada:

 —Sé lo tuyo conFernanda.Tragué saliva. Me cogió

por sorpresa y no supe quéresponder.

 —¿Qué...? —balbucí. —A estas horas, con e

vino que llevamos para e

cuerpo, no hace falta hacerseel tonto... ¡Lo sé y basta! Túeres un joven fuerte, bien

educado e inteligente

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Matilda no me ha dado hijospero Dios sí...

Apuré mi vaso, sin sabequé pensar ni qué decirEmpecé a sentirme

angustiado, pues nocomprendí lo que él queríadecir. Él entonces me mirócon lástima y dijo:

 —No te asustes

muchacho. ¿No te dije queteníamos que hablar? Para mhablar es hablar de verdad...

Bebió, se pasó el dorso

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de la mano por los labios yañadió:

 —La vida es, en efectohermosa; pero... ¡qué infiernode dificultades y mentiras

Seguir los impulsos decorazón no siempre procurafelicidad a los hombres..No! Sentirse libre y a

mismo tiempo feliz no e

nada fácil... Ya te he contadocómo fue mi juventudintrépida, apasionante; pero

también loca e inconsciente..

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Sí, muchacho, tuveamores...Tuve mis amores y

mis placeres. ¡Y engendréhijos! Cinco vástagonaturales me dejó aque

tiempo fugaz y atolondradodos los tengo en Lisboavarones; en Jerez, hembra yvarón; en Sevilla, un fraile deSanto Domingo... Todos son

ya hombres y mujeres hechoy derechos. De todos ellome ocupé y, ya ves, en e

pecado llevo mi penitencia

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viejo y arruinado! Esamujeres, las madres de mi

hijos, no eran de familias quetuvieran linaje o fortuna; asque proseguí mi vida

esperando sentar cabezaconforme a mi condición..Luego llegó doña Matilda yla boda... ¡Y más tarde laruina!

Tras esta confesiónenmudeció y se encerró ensus cavilaciones. Yo estaba

profundamente conmovido y

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sin acertar a decir nada.El gordo Diego estaba

terminando de apilar lasillas y las mesas, se quitó edelantal y lo colgó en un

clavo de la pared. —¡Señores! —exclamó

. ¡Voy a apagar laslámparas! Los tres mozoabonaron lo que debían y se

marcharon. Mientras etabernero ahogaba la últimallama, don Manuel se puso en

pie trabajosamente. Se apoyó

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en el bastón con la manoizquierda y con la derecha en

mi hombro. Salimos a laoscuridad exterior y fuimocaminando casi a tientas po

el laberinto de calles quepartía del Postigo del Carbónintramuros, que yo conocíade memoria por haberlorecorrido mil veces. Lo

gatos cruzaban comosombras y las ratas trepabanpor las paredes.

Al llegar a la casa, nada

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más abrir la puerta, doñaMatilda exclamó llorosa:

 —¡Por la VirgenSantísima, esposo! ¡Con lomales que tenemos encima!

 —¡A callar! —contestóél como un trueno—. ¡Agrandes males, grandecogorzas!

3. DESAZÓN YREPROCHES A CAUSADEL PASADO Y EL

PRESENTE

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Sentí deseos de contarlea Fernanda lo que don

Manuel me había referido latarde anterior en la tabernadel Gordo Diego. Era como s

aquel secreto me quemasepor dentro y necesitaracompartirlo con ella. Labusqué por la mañana, lallevé a un lugar apartado en

el patio, y después deasegurarme de que nadiepudiera oírme, le dije:

—Fernanda, me he

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enterado de algo que debesaber... Pero te ruego que no

se lo cuentes a nadie..., nsiquiera a la señora... —Confía en mí —

contestó. —Lo que voy a revelarte

son verdades muy crudas —empecé—. Son cosas queayer tarde me confesó e

amo, entre vino y vino... Nosé por qué, a mprecisamente, me contó cosa

muy íntimas...

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 —Pero ¡qué cosas! —sehorrorizó ella—. ¡Habla de

una vez! —El amo tiene hijoscinco nada menos!

 —¡Acabáramos! —exclamó con un suspirosonriendo—. Eso lo sabetodo el mundo; doña Matildala primera.

 —Entonces... ¡Tú losabías! —Claro que sí. Es un

secreto a voces... El amo

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tiene cinco hijos y nuevenietos. ¿De dónde sino cree

que le ha venido la ruina?Me quedé en silencio uninstante, mirándola con

asombro. Luego masculléalgo enojado:

 —¿Y por qué no me lohas dicho?

 —No lo sé... Porque no

me lo has preguntado... —¡Querida! —repliquémalhumorado—. ¿Qué está

diciendo, querida? ¿Por qué

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iba a preguntártelo? Lonormal es que hubiera salido

de ti decírmelo...Fernanda se quedó unmomento sin pronuncia

palabra, apenada, seria, lamirada fija en mi cara; luegodeclaró con frialdad:

 —Querido, ¿quéimportancia tiene eso? Don

Manuel tiene hijos y nietos¿y qué? ¡Pareciera que yo soyla madre!

—No comprendes lo que

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quiero decirte —repliqué—Creía que entre nosotro

había confianza... ¿Ves loque ha sucedido? En cuantoque yo me he enterado, he

corrido a contártelo... Queríaque lo supieras, puesto queno debe haber secretos entrenosotros. No es un asuntobaladí...

Ella frunció el ceñoirritada, sintiéndose cada vezmás molesta por mi

reproches.

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 —¡Pero bueno! ¿A quéviene esto? No acabo de ve

por qué me echas en caraesos hijos... ¿Acaso a ti y amí nos afectan en algo?

 —Por un lado, no noafectan en nada —repliqué

; pero, por otro, sí... ¿No tedas cuenta, querida? Hehipotecado mi vida en esta

casa, implicándome en suruina y en sus problemas, queno son pocos, y nadie me

había contado lo de eso

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hijos... ¿No será que hay másecretos aquí?

Fastidiada por midudas imprevistas y misospechas, ella contestó

enojada: —¡No digas bobadas

Qué secretos ni qué...!Me quedé pensando un

momento e inquirí con

decisión: —Dime con franqueza¿por qué no me lo contaste?

Dudó y luego respondió

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 —No lo sé... Tal vezporque temí que te abrumara

con un inconveniente más ydecidieras marcharte... —¡Ya veo! ¡Ah! Ahora

lo entiendo... Me lo ocultastede acuerdo con ellos.

 —¿Con ellos? ¿Conquiénes?

 —Con los amos

naturalmente. ¡Qué listosMuy bien pensado..Pensabais que si el tontito

este se enteraba de que hay

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más gente con la que repartilas ganancias...

Se produjo un silencioElla había perdido todas lafuerzas: su rostro ahora

adoptó una expresiónculpable, apenada..., confusacomo la de una niñaRetrocedió y después semarchó lloriqueando.

Ese mismo día, duranteel almuerzo, apenas se hablódesde que nos sentamos a la

mesa. Las caras estaban

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tristes y escurridizas. A mí seme había pasado todo e

enfado y ahora sentía unagran lástima por Fernandapensaba: «¡Qué vergüenza

Me he comportado como unchiquillo. Ella no tieneninguna culpa. He debido deparecerle ridículo y terco...»

Al final de la comida

cuando creía que íbamos alevantarnos ya de la mesapara rezar, sin que nadie

dijera nada, doña Matilda me

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miró cariacontecida y dijocon aflicción:

 —Los hombres sondébiles y pecadores... Lomalo es que la

consecuencias de los pecadoy las locuras de los hombrelas sufren las mujereinocentes...

Después de decir eso, se

echó a llorar con amarguraSe hizo un silencio más tensoaún que el anterior; mientra

ella sollozaba y se enjugaba

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las lágrimas con la servilletaMe fijé en la cara de don

Manuel; miraba a su esposacon una mezcla de estupor yseriedad, y al cabo de un rato

murmuró entre dientes: —Empiezo a cansarme

de tanto lloriqueo y tantamandanga...

Doña Matilda se volvió

hacia él y explotódesesperada: —¡Encima esto! ¡Un

respeto, por Dios

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El amo se puso a mirarlaen silencio, movía la cabeza

como negando, muestra de suánimo alterado. Mientras, suesposa proseguía entre

sollozos: —¡Es la triste realidad

¿Qué puede esperar ya de lavida una mujer como yo? Sinhijos, sin esta casa, sin

futuro, sin el navío... ¡Sinnada! ¡Dios tengamisericordia! Y todo por

culpa de tanta taberna, tanto

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vino, tantas malas mujeres..Ay, si yo lo hubiera sabido..

Ay! Quién me mandaría amí...Don Manuel suspiró

desde lo más hondo y laobservó ahora con ojoabatidos, diciéndole condébil voz:

 —Esposa, por el amo

de Dios, no me humillemás... ¿Acaso no sabecuánto sufro yo también?

Yo miré entonces a

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Fernanda y vi cómo lainvadía la tristeza. Agachó la

cabeza y le corrieronbrillantes lágrimas por labonitas mejillas. Pensé: «No

se merece vivir en medio deeste drama terrible. Ella ebuena y pura; no, no se lomerece...»

4. MÁS DISGUSTOS YMÁS HIJOS BASTARDOSEn la primera ocasión

que se me presentó para esta

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a solas con ella, le hablé confranqueza y seguridad.

 —Fernanda —le dije—decididamente, voy amarcharme de esta casa...

Ella me lanzó unamirada sorprendida y dirigiórápidamente su cabeza haciaotro lugar, como diciéndome«No tengo ninguna intención

de hablar de eso ahora.» —Fernanda, debeescucharme —le rogué—

Por favor, mírame!

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 —Ya sabía yo queacabarías dejándonos...

Esta frase llegó a mioídos como un lamentofúnebre. No quería afligirla

pero me sentí obligado a daalguna explicación; así quecontesté:

 —Debes comprenderlome siento como prisionero de

una existencia que no es lamía...Me miró fraterna, en

medio de una tristeza que

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dolor —susurró con voz muytriste—. Y le pido a Dios que

no tengas que conocerlonunca... Espero que te vayamuy bien y que encuentres a

quien te ame y te haga feliz.. —¡Ven conmigo

Fernanda! —supliqué—. Yote haré feliz a ti.

Sonrió y negó con la

cabeza.Aquella sonrisa meempujó, envalentonado como

un niño, a abrazarla y da

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rienda suelta a misentimientos:

 —¡Oh, Dios, cómopodría convencerte! No debeseguir aquí, esta tampoco e

tu vida. ¡Acabarás siendo unaamargada!

Ella temblaba y decidno insistir para no agobiarlaLa apreté contra mi pecho; y

entonces ella, de maneratotalmente inesperada paramí, dijo de repente:

—Sí, sí... ¡Llévame

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contigo! ¡No me dejes aquí! No podía creer lo que

oía, así que la aparté y mequedé mirándola fijamentepara ver si hablaba

convencida. —Sí... —repitió—

Llévame!Sentí el corazón po

encima de una ola de

felicidad, latiéndome confuerza. —¡Dios mío! —exclamé

. ¡Gracias a Dios!

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Con una cara queocultaba el sufrimiento

Fernanda dijo: —Esto es muy duro paramí... Llevo con los amos má

de ocho años... —¡No te arrepentirás

me apresuré a contestarcon el corazón suspirando—

o tenemos nada; ni tú ni yo

tenemos otra cosa en la vidaque nuestra mocedad..Adelante! Te juro que te

haré feliz...

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 —Hoy mismo hablarécon los amos —dijo con

determinación.Esa misma tardeFernanda subió al salón de

los amos, y allí permaneciódurante una hora que se mehizo eterna. Abajo en epatio, esperando para ver enqué quedaba aquello, llegué a

pensar que ella se echaríaatrás y que no sería capazsiquiera de abrir la boca

Pero, de pronto, se oyó arriba

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un agudo grito de doñaMatilda que me estremeció e

alma: —¡No, Fernanda, por eamor de Dios!

Hubo un silencio largoalgunos sollozos y palabraincomprensibles. Luegosonaron pisadas presurosaen la escalera. Bajaba

Fernanda, y tras ella veníanlos amos, suplicándole: —¡No hagas una locura!

—¡Piénsalo bien!

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 —¡Hablemos concalma!

 —¡Espera!Sobresaltado poaquellas voces acudieron

enseguida el administrador ylas mulatas. De repenteestábamos todos en el patioenvueltos en el aire trágicode un nuevo disgusto. Y doña

Matilda me miraba furiosaapretando los dientesmientras, don Manuel venía

hacia mí, amenazante

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alzando el bastón y gritandocon una voz exasperada po

el rencor y la ira: —¡Truán! ¡Hijo de malamadre! ¡En mi casa! ¡En m

propia casa! ¿Esto es lo quehas hecho con mi confianza?¿Engatusar a la moza parallevártela? ¡Ladrón!

Viéndome insultado de

aquella manera, traté dereunir toda la serenidad quepodía, a pesar de la tensión

del momento, y repliqué:

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 —¡Ella es libre! Ella noes una esclava y puede hace

lo que le dé la gana... ¡Y noconsentiré que se me ofendaCuidado con lo que se dice!

 —¡Canalla! —gritódoña Matilda—. ¿A eso hasvenido a esta casa? ¿Allevártela? ¡LadrónSinvergüenza!

 —¡Cuidado con lalengua! —contesté—. ¡Hedicho que ella es libre!

—¡Cállate! —gritó

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groseramente el amo—Fuera! ¡Fuera de esta casa

Aléjate de mi vista o harécorrer tu sangre en el mismosuelo que estás pisando

Don Raimundo, mi espadaVaya inmediatamente

vuaced por mi espada!El administrador iba de

un lado a otro por el patio

aterrado, desconcertado, yempezó a exclamar con vozdesgarrada:

—¡Calma! ¡Por Dio

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bendito, tengamos calma! —¡Mi espada! ¡He

dicho que me traiga vuacedla espada! —volvió a gritael amo.

Y doña Matildaadeante, avanzó hacia

Fernanda con los brazoabiertos.

 —¡Mi pequeña! ¡No te

dejes engañar, no te vayas!Fernanda empezó allorar. Se cubrió el rostro con

ambas manos y se dejó cae

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de rodillas en las losas demármol, gimiendo con

desesperación. Entonces yofui hacia ella y le dijevalientemente:

 —Ve por tus cosas..Coge tus ropas y salgamo

de aquí!Me miró desde un

abismo de amargura y tem

que fuera incapaz de haceotra cosa que llorar; peromilagrosamente, pareció

cobrar ánimo, se puso en pie

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y obedeció mi consejoVolvió a subir por la escalera

al piso alto. Los amos fuerontras ella, entre gritos: —¡¿Adónde vas?!

 —¡Detente! —¡No le hagas caso! —¡No te vayas!Arriba se oyeron nueva

voces, como truenos, entre

lamentos y sollozos. Luegohubo silencio. Siguió arribael rumor de una conversación

más calmada, y un nuevo

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silencio expectante. Al cabosonaron pasos en la escalera

Fernanda venía acongojadaacompañada por el ama quela llevaba con el brazo sobre

los hombros, besándola devez en cuando y hablándoleal oído.

 —¿Se puede saber quépasa ahora? —inquirí

temiendo que la hubieranconvencido—. ¿Vas a venirconmigo como dijiste o no?

Doña Matilda me

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traspasó con la mirada ymasculló:

 —¡Déjala, por DiosDéjala pensar! —¿Pensar? —repliqué

. ¿Qué tiene que pensar?El ama dio entonces una

fuerte palmada y les ordenó alas esclavas:

 —Jacoba, Petrina, id a

preparar un cocimiento detila y azahar... Necesitamostranquilidad... Sí, todo

necesitamos tranquilidad..

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Y después de suspirahondamente, añadió—: Será

mejor que entremos en ecomedor; aquí en el patiocon tantas voces, estamo

alimentando la insanacuriosidad de los vecinosAndando al comedor, all

hablaremos!Se hizo el silencio

mientras entrábamos. Nosentamos derrotados en tornoa la mesa. Y, al oírse los

pasos del amo en el patio y e

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golpeteo de su bastón, temque viniera provisto de su

espada... Pero, cuando abrióla puerta, apareció con unaactitud muy diferente a la

que había manifestado hacíaun rato: venía con su habituaaspecto melancólico, comosin energía, callado ypesaroso. Se sentó y estuvo

sorbiendo el caldo, mientrale corrían lágrimas por losurcos de las arrugas. Doña

Matilda le miraba con

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disgusto, sin decir nadadejándole apurar el tazón

Luego, en un tono que aunabaresignación y tristeza, leindicó a su esposo:

 —Ahora debes hablardebes contarlo todo... Con loque llevamos pasado, en estacasa no debe quedar nadaoculto... ¡Basta ya de

secretos! ¡Todo debe saberseAbsolutamente todo!El amo alzó la mirada

Ya no quedaban restos de

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enfado en su expresiónabatida. Soltó la taza, cruzó

las manos sobre el puño de subastón y afirmó con una vozdébil y monocorde:

 —Sí, debo contarlotodo... Se acabaron lomisterios... Dios quiere quela verdad salga a la luz...

El administrador era ya

el único que seguíavisiblemente alterado; sunervios lo dominaron de

repente y, entre jadeos

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murmuró: —Señor, considero

que... Señor... piense vuestramerced que... —¡Calla! —gritó e

amo, golpeando el suelo conel bastón—. ¡He dicho quedebo hablar y voy a hablar!

Se hizo unimpresionante silencio, en e

que todos estábamopendientes de él. Pensé: «Yasabía yo que debía de habe

más secretos en la casa.»

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El amo dio algunogolpes más con el bastón en

el suelo y después empezó ahablar con voz profunda: —Bien sabéis que me

crie allí en las islas, en SantaCruz de la Palma. Mi madreno era una mujer rica, peronunca le faltó de nada... Amis cuatro hermanos y a m

tampoco nos faltó de nadaaunque no teníamos padre..Bueno, toda criatura tiene un

padre. Y no me refiero a

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Padre Eterno; todos venimoal mundo merced a un padre

humano como nosotros... Yono supe quién era el míohasta que fui mozo... Con

dieciséis años cumplidos meenteré de que mi padre vivíacerca, aunque siempre medijeron que andaba lejos, enlas guerras... Y resultó que

mi señor padre era donVentura Salazar de Frías, egobernador de la isla...

Don Manuel se quedó

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callado, se le encogió el labioinferior mostrando una

sonrisa enigmática, yprosiguió con voz apagada: —Naturalmente, don

Ventura tenía otros hijosademás de los que engendrócon mi madre... Sus otrohijos eran los legítimoshabidos en su matrimonio

con doña Leonor deSotomayor Topete yVandalle, su legítima

esposa... Nosotros éramos lo

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bastardos... Pero no sedesentendió mi señor padre

de nosotros. A cada uno delos varones, cuando tuvimola edad oportuna, nos dio

oficio en la milicia y nollevó consigo a las campañamilitares... A las hembras lesdio dote y casamiento... A mme tenía especial cariño. No

obstante, nunca me llamóhijo, nunca me dijo que erami padre natural; pero siguió

sin faltarme nada mientra

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estuve bajo su autoridad..Años después, cuando decid

venir a la Península parabuscar mis propias aventurasme otorgó libertad y me dio

dinero suficiente paraempezar aquí la vida..Después ya se sabe lo quepasa: el tiempo todo lo alejay todo lo transforma... No

volví jamás a la isla y nadamás necesité de don Venturaaquí en Sevilla me encaminé

por mi propio camino y me

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labré mi propio destino, sinla ayuda de nadie, hasta e

día de hoy... Gracias adocumento que me acreditacomo hijo de don Ventura

Salazar de Frías, pudedemostrar la pureza de msangre y la hidalguía que meahorró mayores dificultadesViví años de prosperidad y

años de carencias, como todohijo de Dios, pues la vidacontiene en sí misma tanto lo

bueno como lo malo. No

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puedo quejarme pues. Eahora, en mi vejez, cuando

más estoy padeciendocuando más desvalido meencuentro...

Bajó la vista con dolor yabatimiento. Luego, con unatriste tranquilidad, siguió:

 —Ahora, aunque tengoya edad de ser abuelo, y Dio

me ha dado a mí también mipropios hijos y nietonaturales, vuelvo a necesita

un padre... Ahora vuelvo a

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acordarme de don VenturaSalazar de Frías...

Movió su mano, como squisiese explicar lo quequería decir, y añadió:

 —Y aunque ya hace polo menos veinte años desdeque supe que don Ventura, mseñor padre, había muerto enSanta Cruz, siendo maestre

general de campogobernador y regidoperpetuo de la isla, no le

molesté nunca. Nada reclamé

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entonces de lo que mepertenecía en derecho, según

ese documento que meacredita como hijo suyoporque nada necesitaba

entonces. Pero hoy, puestoque soy viejo y pobre, piensopedir la parte que mecorresponda en la herencia..Soy hijo y, como tal, estoy

seguro de que mi señor padredispuso en su testamentoalgo para mí, pues era un

hombre noble, justo y buen

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cristiano, cumplidor de suobligaciones...

Mientras escuchaba loque decía su esposo, en loojos de doña Matilda se

encendían chispas de alegríay esperanza; pero semantenía en silencio, pofuerte que fuera su deseo deestallar en manifestacione

de júbilo.Don Manuel prosiguió: —He escrito cartas a

obispo de Santa Cruz de la

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Palma, a los notarios yescribanos y al heredero

legítimo de don Ventura, mmedio hermano don PedroSalazar de Frías. Espero

pronta respuesta... Estoy bienseguro de que Dios no me haabandonado y tengo laesperanza de recibir el legadoque me corresponde en

usticia lo antes posible; nosolo por mí, sino por estaesposa mía, que tanto ha

sufrido por mi causa, por mi

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hijos naturales, a quienes yano puedo ayudar... Y

porque... —su voz se quebró. Y porque...Aquí doña Matilda ya no

pudo aguantar más, rompiólas ataduras que la manteníansumisa y callada, e instó a sumarido.

 —Dilo, dilo de una

vez... ¿No ibas a contarlotodo sin ocultar nada?El amo movió la cabeza

apenado; sus ojos se

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inundaron de lágrimas unavez más, y dijo a media voz:

 —Tengo una hija másla sexta, la más joven, y a laque debo cuida

especialmente...Se quedó callado. E

silencio y nuestra atención leapremiaron. Con la manoizquierda se retorció e

bigote nerviosamente, miró aFernanda y le dijo con voztemblorosa:

—Sí, eres hija mía

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Fernanda, te tengoreconocida como tal, aunque

nunca hasta hoy te lo dije...Ella se estremecióapreciablemente, enseguida

apareció el desconcierto ensu rostro, y observó con unhilo de voz:

 —Pero... Pero si yotengo padre y madre...

Don Manuel la siguiómirando con ternura yexplicó...

—Hija mía, en el pueblo

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tienes madre, en efecto, perosu legítimo esposo no te

engendró... No te mientocuando te digo que soy tupadre, porque lo soy, ante

Dios y ante el mundo. Puedeir y preguntárselo a tu madresi te cuesta creerlo; ella tedirá la verdad...

Doña Matilda se creyó

con derecho a intervenir ydijo en un tono serio, quedisimulaba sus auténtica

emociones:

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 —Yo lo supe hacemucho tiempo, Fernanda. Te

acogí en la casa porque mmarido me lo pidió... ¿Qué sno podía hacer? Después, con

el tiempo, te cogí cariño..Como a una hija de verdad

Así somos las mujeresaguantar, aguantar yaguantar... Y así son los

hombres: a lo suyo, siemprea lo suyo, como si suacciones y su egoísmo no

tuvieran consecuencias..

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Así son los hombres!Molesto, el amo

masculló: —Así sois vosotras, lamujeres, un manojo de

lamentos... Nos quedamos en

completo silenciomirándole. Para mparticularmente, aquella

revelaciones todo locambiaban. A partir de esemomento, ¿qué podía hace

yo? Ni se me ocurrió ya

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insistir más incitando aFernanda para que se

marchara conmigo. Así quecompletamentedesconcertado, me levanté y

me dispuse a salir de allí. —Con permiso —dije

abrumado—, yo me despidoVisto lo visto, no tieneningún sentido que siga en

esta casa... Me sientoconfundido, avergonzado... —Ha estado muy ma

querer llevarse a la muchacha

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me reprochó doña Matilda, muy mal; así, de esa

manera, sin pedir siquieranuestra opinión...Don Manuel le echó una

mirada furibunda a su esposay le dijo:

 —Deja que yo ponga lacosas en su sitio, mujer.

Luego me miró a mí con

un aire de serenidad que lehacía venerable. —Muchacho —dijo—

En efecto, eso ha estado mal

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muy mal. Comprendo queaquí no encuentres porvenir y

que estés enamorado; pero notenías por qué tratarnos deesa manera, sin tenerno

consideración,desechándonos como acacharros viejos einservibles... Me enojasteMe enojaste tanto que po

poco hago una locuraCuando no tenías necesidad..Pero, gracias a Dios, ha

dado con un hombre

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comprensivo, y alcanzo aentender que la juventud

tiene esas cosas... Ya te dijeque confiamos en ti. Puedeirte si quieres, pero no e

usto que te lleves contigo ami hija...

Calló mirándomeinterpelante. Un instantedespués, añadió:

 —Y, si en vez de esotambién te parecieraoportuno quedarte en la casa

puedes seguir con nosotros

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Te debo mucho y quieropagártelo. Cuando reciba m

herencia saldaré la deudacontigo. Por lo demás, todoestá perdonado. Aquí no ha

pasado nada...Tomé de nuevo asiento

y, volviéndome haciaFernanda, le dije:

 —No te he obligado a

hacer nada que no quisierahacer tú. Díselo a ellos. Hesido sincero contigo, como tú

lo has sido conmigo. Irte de

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esta casa o quedarte, edecisión tuya. Y comprendo

que un padre es un padre..Pero yo me iré. Ya tengorecogidas mis escasa

pertenencias...Ella no respondió. E

amo hizo con la manoizquierda ese movimientoque parece dar por terminada

una cuestión enfadosa ynadie dijo nada másEntonces salí de allí y fui a

mi cuarto para coger el hato.

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Sin que yo lo esperaradetrás de mí entró don

Raimundo, agitado, sudorosoy me dijo: —Cayetano, piénsalo

piénsalo bien...Y después de un silencio

lleno de ansiedad exclamó: —¡No seas orgulloso

demonios! ¿No te das cuenta

de que los tienes en el bote?Tuyo es el corazón deFernanda y los amos no harán

nada para impedir e

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matrimonio... ¡Demonios¿Por qué te marchas ahora

que parece que todo va asolucionarse?Hablando más bien

conmigo mismo que con élmurmuré:

 —Aquí siempre pareceque todo fuera asolucionarse... Y después

todo se echa a perder... —¡La herencia! ¡Piensaen la herencia!

Le miré atentamente

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creyendo que deliraba. Écontinuó:

 —Los Salazar de Fríason ricos, muy ricos. Popoco que le corresponda a

don Manuel, a buen seguroserán unos cuantos miles dedoblones, alguna hacienda enla isla, casa, ganados..Piensa en la herencia

Perderás a la muchacha yperderás la herencia... —¡A mí la herencia me

trae al fresco! ¡Ella es quien

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me importa!Me senté en la cama

hecho un mar de dudas. Eadministrador me puso lamano en el hombro y añadió:

 —¿Adónde irás? Noposees nada... Nada tieneque perder si te quedas...

 —Sí tengo que perdertiempo!

 —¡Bah! ¡Eres aúnmozo! Si tuvieras mis años...Mecánicamente, me

puse a deshacer el hato

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Suspiré con cierto alivio, ymientras devolvía mi ropa a

la percha, pensé que en efondo no había deseado irme

5. UNA CARTA Y UNANUEVA VIDA

A mediados de otoño serecibió una carta cuyaprocedencia era la isla de la

Palma. Cuando don Manuede Paredes hubo observadocon meticulosidad el remite y

los lacres, antes de abrirla, se

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quedó como sobrecogido deestupor y de alegría, como

cuando se está delante de unprodigio. Permaneció así, conla cabeza temblorosa y la

vista fija en el envoltoriomientras todos estábamopendientes de él, aguardandoa que dijera algo.

 —¡Vamos, ábrela de una

vez! —le apremió nerviosadoña Matilda—. ¿A quéesperas?

El amo balbuceó en voz

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baja: —Son los sellos de la

casa de Salazar de Frías, nohay duda... Me escribe mmedio hermano...

 —¡Ábrela de una vez!Don Manuel no dijo

nada. Tenía los labiospálidos, los ojos vidriosos ylas manos trémulas. Sin deja

de mirar la carta, anduvo conpasos vacilantes y cruzó erecibidor en dirección a su

despacho. Se encerró dentro

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con llave y nos dejó allsoportando nuestra

incertidumbre e impaciencia —A cualquiera que se lecuente —dijo doña Matilda

. Tanto tiempo esperando yahora parece no teneninguna prisa... ¡Cuando enesa carta está nuestroporvenir! Este esposo mío

cada día va teniendo mácosas de viejo...El ama ya lo venía

diciendo: «Mi esposo va

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decayendo.» Y era cierto quede un tiempo a esta parte, a

don Manuel de Paredes se leveía envejecer de maneraacelerada, casi de un día para

otro. Apenas hablaba y sepasaba casi todo el díasentado en el patio, manosobre mano. Ya no iba a lastabernas, ¡con lo que le

habían gustado!; ya nogolpeaba con el bastón lapuerta, cuando regresaba y

tardábamos en abrirle; ya no

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daba voces... En fin, estabamucho más abatido. Se

conservaba firme porque nose doblegaba, no se rendíasabiendo que debía

solucionarles la vida a losuyos. Pareciera queúnicamente le mantenía enpie la espera de recibinoticias de la isla, de tene

respuesta a su reclamaciónPor eso, la llegada de la cartale sumió en una suerte de

ensueño, como si no se

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creyera que fuera posibletenerla al fin entre su

manos.Pasó un largo rato, en eque no supimos lo que hacía

dentro del despacho, yllegamos a presentir y temeque la carta no tuvieraninguna buena noticia. DoñaMatilda aguantó cuanto pudo

su impaciencia; pero, cuandono pudo más, se fue hacia lapuerta y la golpeó

insistentemente con lo

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nudillos. —Esposo, esposo... ¿Te

sucede algo?Como el amo no le hacíacaso, volvió al recibido

bufando: —¿Cómo es posible que

no me tenga consideración?¿No se dará cuenta de mdesasosiego?

Después de una largahora de espera y repetidaquejas del ama, al fin se oyó

crujir la llave. Abrió el amo y

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asomó sonriente, conmovidolloroso... Lo enjuto de su

rostro, la profundidad de suarrugas y la mustiedadgeneral de su aspecto, no

restaban nada a la visiblealegría que traslucía susemblante.

El ama corrió hacia élexclamando:

 —¡Por Dios, esposoHabla! ¿Qué dice esa carta?El amo dijo en tono de

excusa:

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 —Debía cerciorarmebien... Comprende, mujer

que debía asegurarme de quelo que leían mis ojos eranrealidades y no sueños...

 —¡Por Dios, habla deuna vez! ¿Qué dice la carta?

Don Manuel levantó suvieja cabeza, alargó sudelgado y arrugado cuello y

poniendo la mirada en laalturas, exclamó: —¡Dios e

misericordioso! ¡Bendito

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sea! ¡Y bendito sea mi señopadre, don Ventura Salazar

de Frías, que no se olvidó deeste miserable hijo suyo! —¡Dios mío! —gritó e

ama—. ¡Dios bendito! ¡Diomío!

Don Manuel tenía lacarta en la mano, la apretócontra su pecho, como

abrazándola, y dijo con voztemblorosa: —Se acabó el infortunio

en esta casa... En e

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testamento de don VenturaSalazar de Frías se me

nombra como hijo natural, seme contempla y se me dotaen el codicilo con una renta

anual, una casa en Santa Cruzy una buena hacienda en elugar conocido como «LaCova», que está en unollanos de la isla... Aquí lo

dice todo, con puntos ycomas, en esta benditacarta... ¡Y aún hay más! En

Santa Cruz tengo dispuesto

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enterramiento en unconvento, junto a otro

parientes míos... ¡Ya puedomorir en paz!Doña Matilda soltó una

carcajada; lloraba de puraalegría. Exclamó:

 —¡Por Dios, esposoQuién piensa en morirse

precisamente ahora!

 —Sí, ríe, ríe —contestóel amo—, que nunca sesabe...

—¡Estaría bueno que no

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riera ahora, con lo que llevollorando!

El viejo esbozó unasonrisa que acentuó laarrugas de su cara y dejó ve

la dentadura irregular yamarillenta. Nunca se lehabía visto sonreír de aquellamanera.

 —Tendremos que viajar

dijo con satisfacción ycierto asomo de intrepidez enla mirada—. ¡Oh, quién me

iba a decir a mí que acabaría

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mis días allí, en la isla, dondenací!

Su esposa le miróvanidosa, se llevó las manoal pecho y murmuró con

mirada soñadora: —Una casa en Santa

Cruz, una hacienda, unarenta, criados... ¡Comoverdaderos señores!

 —Así es, esposa mía —asintió don Manuel—Debemos dar gracias a Dios y

manifestarnos humildes y

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arrepentidos... Haremocaridad con los necesitados..

o me esperaba ya tantamisericordia de parte deDios... ¡En su gloria tenga a

mi buen padre!Después de orar de esta

manera, se volvió haciaFernanda y le dijo:

 —Hija mía querida

¿ves cómo debías quedartecon nosotros? Ahora no tefaltará de nada. Allí serás

presentada como lo que eres

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como una verdadera hija.La voz frágil y ronca de

don Manuel anunciaba unagran plenitud de cariño ygenerosidad. Luego nos miró

al administrador y a mí. —Vosotros habéis

permanecido fieles —dijo—Os debo mucho, servidoremíos... Os recompensaré

Podéis venir con nosotros ala isla, donde podréis gozade una vida digna a nuestro

lado. Mi esposa, mi hija y yo

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nos sentiremos muy feliceteniéndoos con nosotros en

nuestra nueva casa de SantaCruz.Avancé hacia él, le miré

a los ojos y, con embarazomurmuré:

 —Señor... Fernanda yyo...

Él clavó en mí unos ojo

en los que repentinamente seabrió paso la dureza. —¡Ah, claro! —contestó

bruscamente—. Ya sé lo que

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queréis. ¡Casaros! ¿No es esolo que queréis?

Y se detuvo, mirandoahora a su hija; pero, antes deque ella o yo tuviéramo

tiempo de responder, añadiócon voz airada y graveseñalándome con su delgadoy pálido dedo:

 —Este es un pelagatos

que no tiene otra cosa que loque le debo y esa recompensaque le he prometido; pero..

¿qué puedo hacer yo? ¡Ya lo

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habéis arreglado! ¡Ya lotenéis decidido!

 —Sí, señor... —balbuc. No hace falta que digaque, si he seguido en esta

casa, ha sido por ella... —No hace falta que lo

digas —respondió con vozsevera—. Si antes no mepareció mal que estuvierai

enamorados, ¿creéis acasoque ahora he cambiado deopinión? ¿Acaso por recibi

esa carta? ¿Por saber que ya

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no somos pobres...? No, novoy a negarme... Y si no me

gustare demasiado, meaguantaré... No tenéis quehacer más que pedirme

permiso. Una formalidad..Pero yo y solo yo fijaré el díade la boda, que, por supuestono será aquí, sino allá, enSanta Cruz, cuando ya

poseamos la nueva casa y lanueva vida...

6. LA MUERTE

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AVISAFuese casualidad, fuese

que hubiera en él unprincipio de inquietud, ecaso es que don Manuel de

Paredes intuyó que erallegada la hora de su muerteExtremándose los primerofríos, a mediados denoviembre, se sintió enfermo

y mandó a don Raimundo quellamara a un notario parahacer su testamento. Y una

semana después de ordena

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su herencia y de que loescribanos anotasen

minuciosamente hasta laúltima disposición de suvoluntad, ya no se levantó de

la cama.Doña Matilda

compungida, nos reunió en epatio y nos dijo entrelágrimas:

 —Está convencido deque ha llegado su hora..Debemos animarle entre

todos! Es tan terco que, si se

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empeña en morir, se morirá..Dios mío, ahora esto...!

Subimos a su dormitorioformando una suerte decomité vivificante

convencidos de que todoaquello era fruto de lafantasía del amo. Pero loencontramos acostado, sinfuerzas; la vejez y la

enfermedad parecían haberlearrebatado súbitamente lacarne y la vitalidad

dejándole apenas un cuerpo

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insignificante quedesaparecía en la lenidad de

abultado colchón bajo ecobertor. Solo la cara, ecuello y un delgado brazo se

dejaban ver, con una pieamarillenta y azulada pegadaa los huesos. Aquella visiónnos hizo desistir en nuestroempeño de darle enconado

ánimos. Únicamente donRaimundo se echó sobre él ybesándole la mano seca

exclamó:

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 —Señor, señor... ¡Ay,Señor! ¿Cómo se va a veni

ahora abajo vuestra merced?Ahora que al fin hemovencido las dificultades!

El amo estaba muypálido, incapaz de hacecualquier movimiento que nofuera entreabrir los párpadoo llevarse la mano al pecho

de vez en cuando. Miraba entorno suyo, como hombre quecomprende dónde ha caído y

que no espera ya levantarse

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y sus ojos acuosossucesivamente dirigido

hacia los que le rodeábamosse movían con una lentitudatenta y emocionada

Evidentemente, estábamoante un hombre anciano quehabía pasado de un día paraotro a ser moribundo.

Aun así, doña Matilda

hizo un esfuerzo para unirseal administrador a la hora dedarle ánimos.

—Esposo, no te deje

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y respondió: —Sí, solo Dios sabe..

Pero yo también lo sé. —Sellevó la mano al pecho yañadió—: Lo siento aquí

aquí dentro. La muerteavisa...

Doña Matildaprorrumpió en un llantosonoro y desconsolado.

 —No es justo, no eusto —sollozó—. ¿Y ahoraqué va a ser de nosotros? No

es justo... Esposo, ¡tienes una

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casa en la isla! Te espera alláuna nueva vida... ¡Cómo va

a morirte!El viejo sacó fuerzas dedonde pudo, hizo un gesto

con la mano para captar laatención de todos y comenzóa hablar:

 —Por mí ya no debéipreocuparos... Soy como e

hombre que ha trabajadoduro durante toda la jornadasoportando el calor, la fatiga

y la sed... y que al caer la

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noche solo le preocupa irse adescansar... Por eso, al pensa

en ese viaje a la isla y enaquella casa que tengo allíno siento sino agobio... Ya no

tengo fuerzas para empezauna vida nueva ni allá ni enninguna otra parte... A msolo me interesa ya alcanzala vida verdadera, la vida

eterna... Si es que el Altísimotiene misericordia de mí yperdona mis mucho

pecados...

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Interrumpió su discursoy carraspeó con mucho

esfuerzo, para librarse de unpicor en la garganta. Tragósaliva y alzó hacia el techo

sus ojos lacrimososemocionado, como scontemplara la misma gloriaLuego miró a su esposa yprosiguió con esfuerzo:

 —Pero tú, esposa míaeres joven y lozana... Tú stienes derecho a esa casa en

la isla, a tu hacienda y

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rentas... y a esa nueva vida...Se detuvo para toser

Después puso su miradalánguida en Fernanda yañadió:

 —Igual que tú, hijamía... También tú tienesderecho... Y has de saber quete doy mi permiso para quepuedas casarte con

Cayetano... Sed felices, ¡quédiantre! ¡Sed todos felices sos dejan! Yo he sido muy

feliz...

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Se hizo un silencio, aque siguió un coro de

lloriqueos y suspiros. El amotambién sollozó, tosiócarraspeó y pidió agua..

Después de beber, señaló conel dedo sarmentoso aadministrador y dijo con vozmás clara:

 —Don Raimundo

conoce mi voluntad, mipostreras disposiciones y loque he venido ordenando

durante las última

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semanas... He preparado todopara que no tengáis dificultad

alguna a la hora de dejar estacasa y emprender viaje a laisla de la Palma. Bien sabéi

que se debe abandonar lavivienda con todo lo que hayen ella después de la fiesta dela Natividad de NuestroSeñor... No debéis

preocuparos por eso... Fui atiempo al notario y a lacontaduría y les mostré lo

documentos que atestiguan

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mi herencia. Los acreedoreos dejarán estar todavía algún

tiempo más, en tanto podáiorganizar el viaje. Ya meencargué de empeñar mis

últimas pertenencias... Parael viaje que yo voy a hacer nonecesitaré nada... Desnudovenimos al mundo ydesnudos nos vamos de él..

Pero vosotros necesitaréis ia Santa Cruz de la Palma ysubsistir hasta haceros cargo

de la herencia. Tendréis

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dinero suficiente para el viajey los documentos que o

permitirán recibir lo que acada uno os corresponde..Don Raimundo tiene la copia

de mi testamento...Doña Matilda soltó un

largo gemido y luegoexclamó: —¡Cómo vamos asalir adelante solos! ¡Cómo

puedes decir cosas tanterribles!Don Manuel la miró y

dijo serenamente: —No sea

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chiquilla, esposa. No tequeda otro remedio que

cumplir fielmente todo loque te digo. Viuda y sin nadano podrás seguir aquí. En la

isla hallarás la felicidad y esosiego que no he podidodarte...

Doña Matilda se quedóen silencio, mirándole con

los ojos llenos de lágrimasEl amo concluyó con vozapagada:

—Bien, ya he dicho todo

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lo que tenía que decir..Ahora dejadme, os lo ruego..

Tengo mucho que rezar... Ydecidle al sacerdote quevenga a impartirme lo

últimos sacramentos... Notengo ningún miedo... Quierobienmorir... Y vosotrostambién rezad, rezad al únicoque puede dar alivio a

vuestras penas y males...Tres días después, donManuel de Paredes y Mexía

espiró. El notario leyó e

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testamento, que no conteníaninguna sorpresa. A su

esposa doña Matilda deAyala y a sus hijos dejaba subienes, con la fórmula de

costumbre: «Por el grandeamor que les tengo y porquepreguen a Dios por mánima.» Aunque el amoañadía algunas frases más de

su propia cosecha: «Poremediar sus malesresarcirles del daño que

pudiera haberles causado y

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que guarden de mí buenamemoria.» Reconocía a su

seis hijos naturales, dotandoespecialmente a Fernandacon una mejora, con la

condición de que siguieseviviendo con la viudamientras esta lo reclamaseAl administrador donRaimundo legole una renta

de por vida y techo dondecobijarse en su casa de SantaCruz. A las esclavas Petrina y

Jacoba les daba la libertad y

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por lo tanto, el derecho adecidir si querían o no segui

al ama. En cuanto a míademás me otorgaba cincomil maravedíes. En e

codicilo permitía nuestromatrimonio, como prometiópero la dote de Fernanda solosería recibida en el caso deque doña Matilda lo

autorizase. Por lo demáshacía relación de las deudas asu favor y en contra, daba

órdenes de pago e indicaba

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los contratos pendientes y lamercancías que le

pertenecían y que estaban poahí repartidas en diversopuertos y mercados. Po

último, designaba como lugade su sepultura la tierra decementerio donde fueranmenores los gastos, ya querenunciaba al sepulcro que le

correspondía por propiaherencia, en el sitiocorrespondiente en la isla

según el designio de su

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también difunto padre.El 18 de noviembre de

año del Señor de 1680, fueenterrado don Manuel deParedes y Mexía en e

cementerio del convento deSan Francisco de Sevillaamortajado con su hábito dela hermandad de la VeraCruz.

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LIBRO IVEn que se cuenta la

aventura del viaje haciauna nueva vida y sehace relación de un buen

cúmulo de peligros yadversidades

1. UNA ESPAÑA

POBRE YDESVENTURADALas fiestas de la

atividad del Señor pasaron

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en medio del luto y lainquietud por la nueva vida

que se avecinaba, en tanto lacasa estaba gobernada por loestados de ánimo de doña

Matilda: a ratos triste, a ratoanimosa y, ordinariamentecon impaciencia, como unvago anticipo de laimportantes mudanzas que

teníamos por delanteAñadíase a ello la inevitablesensación que a todos no

embargaba, mezcla de

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congoja y cierto alivio, aextinguirse un año que no

había mantenido enpermanente estado deansiedad e incertidumbre

Concluía aquel raro 1680, enel que pareció haberse dadolarga licencia a todos losdemonios para que afligiesena las gentes de España con

penurias, carestías ydesgracias sin cuento. Porquees justo reconocer que no

solo a nosotros, los que

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habíamos padecido la ruinade la casa de don Manuel de

Paredes, se nos habían puestolos asuntos cuesta arribaeran muchos, de toda suerte y

condición, quienes sufríannecesidades, hambres yaflicciones, no ya en Sevillasino a lo largo y ancho de lavastedad del reino. ¡Qué

tiempos tan malos eranHasta los viejos, de quienese dice que están curados de

espanto, se lamentaban

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amargamente y manifestabansin reparos que ni a su

abuelos habían oído contahistorias que siquiera separecieran a tanto desastre

decadencia y calamidadcomo se veía cotidianamente

 No está en mi ánimohacer relación exhaustiva delos males y desarreglos que

componían aquel estado decosas; pero permítasemeadobar este relato dando

cuenta de algunos sucesos y

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circunstancias que, a mcorto entender, tuvieron

buena parte de culpa en edesaguisado en que devino larepública y la sociedad. Lo

que entendían de estas cosadecían que todo era a causade la desgana de quienetenían encomendadas latareas de gobierno; los cuale

se habían preocupado más desu beneficio propio que debien común. Y resultaba

evidente que proliferaban en

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las intendenciamalentretenidos, noveleros y

personas ineficientes einteresadas; gentes medianaque no hacían otra cosa que

entorpecer con sus lenguas ymanos el buen curso de lonegocios. Y si los queestaban arriba como válidoy favorecidos no cumplían

con su oficio, sino que sededicaban a medrar y mirapor lo suyo, ¿cómo iba a

esperarse que los de abajo

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fueran honestos y laboriosos?En todas partes, tanto en lo

alto como en lo rastrero, enlo de mucha responsabilidady en lo de poca, había

arraigado la vagancia y larapacería, sin que fuera fáciencontrar personas honestay de palabra.

Los grandes señore

estaban muy lejos, y si fuerande verdad los únicos concapacidad y prestigio

suficiente para poner coto a

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los desmanes, o no querían ocomo tanto se decía po

ahí— eran los que mayoreganancias sacaban de tantorío revuelto. No cundía pue

el buen ejemplo, y por endela estimación de la justiciael bien universal y la prácticacomún de las virtudes estabaausente.

Bien es cierto que enombramiento del duque deMedinaceli como prime

ministro del reino fue

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recibido por la gente conesperanza y alegría, por e

prestigio de su nombre, suuventud y todas las buenacosas que de él se referían

Pero muy pronto se supohasta en el rincón máapartado que, aun teniendocualidades y buenas ideas, nogozaba de energía propia n

de partidarios suficientepara poner en orden el reino¿Qué hizo de nuevo? Poco

Recurrió al acostumbrado

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recurso de crear juntas. Osea, que puso más gente a

dictar ordenanzas y aentorpecer más la vida. Ya depor sí salir adelante era

difícil y, encima, toda lacarga de alcabalas y diezmosimpuestos y tasas por lamínima gestión. Sirva deejemplo lo que pasaba con e

vino: los cosecheros vendíanla arroba del mejor adiecisiete reales, pagando de

tributo doce reales y medio

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y gastando de coste pomedio de mozos y transporte

por lo menos tres reales¿Qué les quedaba deganancia teniendo en cuenta

el costo de las labores decampo y los lagares? NadaAsí que resultó queconcluyeron que estabandando el vino de balde y se

abandonaron viñas ybodegas. También lospanaderos dejaron de hace

pan, los zapateros se

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amotinaron y muchos otrogremios se negaban a segui

haciendo sus labores. Comoconsecuencia, empezaron aentrar productos y

mercaderías del extranjero, aprecios altos. La moneda eraen su mayoría falsa y estabatan devaluada que abundabala calderilla de metal pobre

desapareciendo la plata y eoro, que todo el mundo seguardaba. Esto propició que

el rey dictara un edicto

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alterando el valor de lamoneda de vellón, lo cua

enojó aún más al pueblo, quese veía pobre y sin remediode sus males y, para colmo

mermados sus ahorros si lotuviere. En fin, todo erancalamidades, desmanes yamargas quejas.

Los sabios decían que la

raíz de los males había quehallarla en tanta guerra comose había sostenido en la

décadas precedentes: ora con

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el turco, ora con Inglaterraora con Flandes... Decían

asimismo, que el reino estabadespoblado y sin fuerzas, pocausa de la expulsión de lo

moriscos y de la mucha genteque se había ido a repoblalas Indias. Los campoestaban solos y baldíos; loganados menguados y la

ciudades habitadas polegiones de pobresmendigos, maleantes y

pedigüeños. Los que estaban

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en edad de hacer un esfuerzoy tenían medios, en vez de

hacer negocios prósperos, seadquirían casas, tierraspréstamos al Estado, cargos

tributos de nobleza o seagenciaban cualquier otroarreglo para ganar la mínimarenta y vivir sin necesidad detrabajar. También achacaban

los sabios el mal de la patriaa esta holgazanería que contanta pujanza tenía a la gente

cruzada de brazos, como en

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espera, a ver si les venía eremedio desde fuera y no de

sudor de su frente. Lo cuaera vicio adquirido —decían  por el descubrimiento de

las Indias y las riquezas quedio a Castilla en oro y plataque vino fácil y velozdestemplando el ánimo de loespañoles. Luego el descuido

que la grandeza engendradejó escapar a las demánaciones la riqueza. En fin

que si España hubiera sido

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menos pródiga en guerras, ymás laboriosa en la paz, se

hubiera hecho con el dominiodel mundo. Pero ya maremedio tenía la ruina y

desconveniencia sobrevenidapor más que fueran delatadalas causas y los culpablesporque toda riqueza parecíahaberse esfumado y la poca

que hubiere estaba bajo llaveen las grades casas y linajesen lujos vanos de alhajas y

ornamentos, sepultados

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como aquellos otros tesoroque esconde la tierra

avarienta en lo hondo de suentrañas.

2. ATRÁS SE QUEDASEVILLA

Volviendo al puntoinicial del presente capítulodiré que pasaron las fiesta

de la Natividad del Señor yse presentó el Año Nuevo conla inexorable amenaza de

desahucio. Después de la

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Epifanía, se hicieronpresentes los acreedores, con

los oficiales de la contaduríay los alguaciles. No nocogieron de sorpresa esta

vez, puesto que estábamoconcienciados y prevenidos

uestras pertenencias yahabían sido empaquetadas ytodo en la casa estaba limpio

en orden y dispuesto parahacer el traspaso de lapropiedad y los ensere

correspondientes. Con

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dignidad, sin aspavientosdoña Matilda hizo entrega de

la llave y se desprendió sinuna sola lágrima de lo quehabía sido su hogar durante

los últimos veinte años de suvida.

Una carreta noaguardaba en la puertaAcomodamos todo aquello

que podíamos llevarnos y eequipaje particular de cadauno. Allí mismo en la calle

nos despedimos de la

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esclavas, que optaron poestrenar su libertad probando

suerte en aquella Sevillavariopinta que las había vistonacer. Al ama le costó

trabajo desprenderse de ellaspero bien sabía que llevarlaconsigo a la isla le hubieracostado el dinero de lopasajes, del que no disponía

Así que nos montamos en lacarreta los cuatro queemprendíamos aquella

aventura: doña Matilda

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Fernanda, don Raimundo yyo. El carretero arreó a la

mulas y atrás se quedó laplazuela, la calle dePescado, la Carretería y e

adarve. Por la puerta deArenal, salimos de la ciudada media mañana. A nuestrasespaldas, el cielo nubladoparecía suspirar triste, y e

bosque desguarnecido quecomponían las arboladuras delos navíos se quedaba como

en desamparo, en la soledad

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del puerto casi desierto eninvierno.

3. PESTE EN ELPUERTO DE SANTA

MARÍAComo andábamo

escasos de dinero y se tratabade ahorrar cuanto se pudieranos conformamos haciendo

el viaje en una barca sencillade las que llevaban viajerodesde Sevilla a Sanlúcar, con

la incomodidad de ir a la

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intemperie entre mercancíay pertrechos; en vez de

hacerlo de forma más rápiday segura en una galeraAcomodados donde no

dijeron, en un rincón depasillo de popa, vimos subiuna larga fila de soldadosfrailes y mercachiflesCargaron a bordo infinidad

de sacos, fardos, pipas ybaúles; también una docenade cabras, dos asnos y una

yegua. La barca iba hasta lo

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topes y zarpó fatigosamentecon la proa hundida cas

hasta la borda, que dabamiedo ver el agua tan cerca.Al poco de iniciar la

travesía empezó a lloverpara colmo deinconvenientes. Sentadocomo podíamos encima denuestro equipaje, empapados

vimos quedarse atrás Sevillabajo la inmensidad defirmamento gris. Todos

estábamos cariacontecidos y

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en silencio. El aspecto dedoña Matilda era lamentable

cubierta con una mantaoscura, pálido el rostro y ecuerpo torcido entre la

impedimenta, echó unaúltima mirada triste a laciudad.

 —¡Dios mío! —suspiró. ¡Ay, Dios mío, que no

nos pase nada!Luego apoyó la cabezaen el hombro de Fernanda y

estalló en amargos sollozos.

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El viaje hasta Sanlúcafue penoso, soplando viento

del norte y bajo una lluviacopiosa y fría. Al llegar a labarra, nos encontramos con

un fuerte oleaje que zarandeóla embarcación y causómareos a los que noestábamos acostumbrados anavegar. Y cuando ya se veía

el puerto, nos salió al paso unbarquichuelo rápido de dopalos, que nos avisó de que

no se podía atracar porque

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había peste en el Puerto deSanta María y las autoridade

tenían prohibido el entrar ysalir de las ciudades. Solo aCádiz, se podía seguir. De

manera que el maestre tuvoque ordenar echar el ancla yesperar instrucciones. En efondeadero se veían muchonavíos, pero el puerto estaba

en calma, sin que hubieraningún movimiento.Al cabo de varias hora

de ir y venir en los botes a

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lugar donde estaba el puestode emergencia de la

autoridad, esperando bajo epersistente aguacero, volvióel barco de dos palos y

descendieron de él loveedores y los funcionariopara cobrar la tasa. Hubomucho enojo, porque tuvimoque pagar religiosamente aun

no pudiendo desembarcaallí. Y los que íbamos apuerto de Cádiz no

preguntábamos preocupados

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¿Y ahora qué? El maestre nocomunicó entonces que solo

teníamos dos opcioneposibles: volver río arriba aSevilla o navegar hasta la

bahía, teniendo que abonar epasaje en cualquiera de lodos casos. Se armó unabronca tremenda. Lomilitares acusaron a lo

barqueros de saber deantemano lo que sucedía y apunto estuvo de formarse una

pelea.

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Después de un buen ratode voces, insultos y

amenazas, los marineros ylos viajeros llegamos aacuerdo de pagar solo la

mitad. A fin de cuentas, atodos los que viajábamos enla barca nos interesaba ir aCádiz y, puesto que no habíamás remedio que seguir, se

salía ganando.

4. LA FLOTA DE

TIERRA FIRME

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Llegamos a la vista deCádiz el día 20 de enero

Desde primera hora de lamañana caía una lluvia fría ycopiosa, el viento soplaba y

se había levantado un fuerteoleaje. Los que entendían denavegación decían que conese tiempo la barca no podríaentrar en la rada. Pero, tra

un gran esfuerzo, a golpe deremo, consiguió abarloar epiloto. En el atracadero

estaban alineados los veinte

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navíos que componían laFlota de Tierra Firme

Impresionaba el espectáculode los veinte galeonealineados, ¡inmensos!

costado con costado, y laconsiderable altura de lopalos, componiendo unasuerte de boscaje con laarboladuras y los cabos.

Desembarcamosatravesando peligrosamentela pasarela, que se movía

mucho a causa del oleaje

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Empapados, aturdidos y conla ropa fría pegada al cuerpo

cruzamos el puerto endirección a la ciudadansiando con desesperación

hallar un lugar dondecalentarnos y poder secatodo lo que se nos habíamojado. Pero, como suelesuceder en tales sitios, all

mismo se nos ofreció uncarretero que se empeñaba enllevarnos a una fonda que

decía ser la mejor. Le

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hicimos caso y sobrevinootro calvario, porque no

paraba de llover y ehospedaje se encontrabalejos, en la otra parte de la

ciudad. —Ya estamos llegando

decía a cada momentoaquel buscavidas—, al cabode aquella esquina está la

fonda...Pero el trayecto se hacíamuy largo, interrumpido a

cada momento por la

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circulación caótica deinfinidad de bestias y

carromatos de todos lotamaños. Como la flotaestaba ultimando lo

preparativos para su partidaCádiz entero era una locurade gentes variopintasmercachifles y negociantede todo género. Los precio

estaban por las nubes y todoel mundo andaba de aquí paraallá buscando su ganancia.

—¿Cuándo llegaremos?

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se quejaba doña Matilda. ¡Por Dios, esto se hace

interminable! —Ahí mismo estáseñora, ahí. Ese caserón que

ve es la fonda.Como me temí desde e

principio, cuando al fin sedetuvo el carretero delantedel hospedaje, aquello resultó

ser un tugurio infectoatestado de gente desaseadade animales y de sucio

pertrechos. Nada más entrar

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me di cuenta de que no eralugar propio para damas, y

me encaré con el hombre: —¿Cómo se te ocurretraernos a un sitio así? ¡Esto

está hecho un asco! No eadecuado para estas mujeres.

 —Pues no hay otra cosaen Cádiz —contestó él, muyofendido—. Si quiere busca

por su cuenta vuestra mercedy ¡con la que está cayendo...Allá vuestras mercedes!

—Llévanos a un sitio

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digno —le dije. —Esto es lo que hay

señores, lo toman o lo dejanpero a mí me tienen quepagar el viaje.

Viendo que la lluvia noiba a cesar, que no sabíamosdónde ir y queenfermaríamos de seguiempapados y helados, acepté

de momento. Entramonuestras cosas y noacomodamos bajo un

cobertizo. Salió el posadero

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un hombretón desmelenadobarbudo, mal hablado y

colérico, dijo: —Tendrán que esperaraquí vuestras mercede

mientras desalojan unaestancia que tengo en el pisode arriba.

 —Mire vuestra mercedcómo estamos —contesté—

Estas pobres mujeres no sehan secado desde hace dodías.

Las miró sin compasión

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y dijo desaprensivo: —Si se quieren calentar

tendrán que hacerse vuacedelumbre en el patio, por diezmaravedíes les daré la leña

que necesitan.Un momento después

don Raimundo y yo noteníamos otro remedio queintentar encender fuego en un

rincón, bajo un tejadillo, conla leña que nos habían dadoque estaba completamente

mojada. Menos mal que uno

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arrieros se apiadaron y nodieron ascuas de su hoguera

con lo que pudimos despuéde un largo rato obtener unalumbre medianamente

aceptable para nuestropropósito.

La noche fue eternahorrible, echados en unoapestosos jergones en un

pasillo del piso alto, dondellovía casi tanto como afueraa causa de las goteras. Y

encima doña Matilda

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lloriqueando y lamentándosetodo el tiempo:

 —Ay, ay, Dios mío..Qué penitencia! Ay, ¿cuándoquerrá Dios que lleguemos a

la isla esa? Si no morimoantes por el camino... ¡Ay, sno morimos!

Y don Raimundoqueriendo consolarla, le

decía: —Señora, tengapaciencia vuestra merced

hágase la cuenta de que

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somos peregrinos... Piense enaquel pueblo de Dios que

salió de Egipto e ibasufriente en busca de laTierra Prometida... Ánimo

que nosotros vamos a nuestrapropia tierra prometida, quees esa bendita isla de laPalma donde nos aguardanuestra nueva vida...

Pero el amaenfurruñada, replicó a voces: —¡Ande, calle vuestra

merced! ¡Calle, que no

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estamos para sermones! Quétierra prometida ni qué..

Calle y no me ponga de peohumor! —Pero... ¡Señora! Si lo

que yo quiero es infundirleánimos... ¿No ve que estacalamidades son pasajeras?

o desesperemos, señora... —¡Que se calle

demonios!Y así seguíandiscutiendo, el uno queriendo

animar y la otra poniéndose

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más soliviantada; y comoquiera que la porfía molestó

a unos huéspedes, subió eposadero y nos regañó demuy malas maneras:

 —O dejan dormir apersonal o ¡a la calle! —¡Ayque soy una dama! —gimoteó doña Matilda—¿Qué trato y qué maneras son

estas?A mí se me partía ealma, porque comprendía que

aquel trance no era propio de

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alguien como ella, hecha avivir con regalo y que nunca

se había visto en viajes nincomodidades de posadas ymalas camas. En cambio, aun

sufriendo también por mamada Fernanda, me alegréen cierta manera al ver queera recia, que no se quejaba yque se amoldaba a la

dificultad lo mejor que podíala pobre.

5. PARTE LA FLOTA

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Y ES MENESTEEMBARCARSE

Al día siguienteamaneció sin llover y eviento había amainado

Recogimos tempranonuestras pertenencias ysalimos del purgatorio deaquella mala posadabuscando dar reposo y algo

de calor a nuestros huesosDespués de no haber pegadoojo, íbamos sin hablar en e

carromato, bajo el cielo gris

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entre ráfagas frías. Gracias aDios, dimos con un carretero

que nos llevó hasta eextremo opuesto de la bahíadonde se alzaban uno

caserones nuevos y lomejores alojamientos deCádiz. Allí nos condujo a unafonda grande, limpia y bieniluminada, próxima a lo

atracaderos, y pudimos pofin secarnos, comer ydescansar. Fernanda y doña

Matilda dispusieron de una

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alcoba para ellas solas. Apesar de lo cual, el ama no

mejoró en su ánimomalhumorada,completamente hundida y

paralizada por la desgana, seencerró y se metió en cama.

Y viendo que se negabaa levantarse y que noafrontaría lo que tuviéramo

que hacer para proseguir eviaje, Fernanda me dijo conresolución:

—Hay que

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comprenderla: estádeprimida y llena de temores

unca se ha visto en trancecomo estos... —Lo comprendo —

respondí—, pero debemoseguir adelante... ¡No vamoa quedarnos aquí! ¡Nopodemos volver a Sevilla!

Ella se quedó un

momento pensativa. ¡Cómome asombraba la serenidadde Fernanda! Luego dijo

circunspecta: —Mira, Tano

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debemos hacernos a la ideade que a partir de ahora no

quedará más remedio quetomar las decisiones sincontar con el ama... Tampoco

don Raimundo va a servirnode mucho; ya lo ves: estácansado y como ausente..

unca fue demasiadoeficiente que digamos, y

ahora, que es viejo y castiene perdida la vista, estámás a expensas de que le

solucionen la vida que de

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cualquier otro menester..Qué se le va a hacer! La

cosas se han puesto de estamanera y hay que seguiadelante. Como bien dices tú

no podemos volvernos atráya... No podemos hacer otracosa que coger cuanto anteun barco y cruzar el mahasta la isla... Allí todo se

solucionará... Allí podremosdescansar y dedicarnos a sefelices...

—Sobre todo tú y yo —

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le dije conmovido—. Notengo a nadie más que a ti...

 —También yoúnicamente confío en ti... Túadministrarás lo que me

corresponda de esaherencia...

Luego nos dimos unbeso y pasamos un buen ratoapretados el uno contra e

otro, guardando silencio ysoñando con la venturosavida nueva que no

aguardaba en la Palma. No

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hacía falta que hiciéramoplanes. Nos casaríamos nada

más llegar y recibir laherencia. Entretanto, nodedicaríamos a cruzar cuanto

antes el dichoso mar.Después de aquella

conversación, era evidenteque yo tendría que ocuparmede los pormenores del viaje

Salí lleno de decisión y meenfrenté a una jornada larga yextraña. Igual que un hombre

que deja atrás su mocedad y

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se enfrenta por primera vezal rigor de la madurez

definitiva, me fui a gestionalos asuntos portuarios con laesperanza de encontrar lo

antes posible ese barco quehabía de llevarme al futurode mis ilusiones.

Ya en mis primeroscontactos con las gentes de la

mar, supe que arreciaba erumor de que la Flota deIndias iba a zarpar muy

pronto, tal vez en una

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semanas; algunos asegurabanincluso que en unos días

Todos los preparativos seestaban culminando y eambiente general del puerto

apuntaba a que no se tratabasolo de habladurías, aunquetodavía la autoridad no habíacomunicado nada en firme.

En los mentideros donde

se reunía la marinería meenteré de muchas otras cosasque había pendencias con lo

franceses, que la Flota de la

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ueva España iba a tardar enregresar y que en la Flota de

Tierra Firme, que estaba apunto de zarpar de la bahíade Cádiz, iba el nuevo virrey

del Perú, el duque de laPalata, y que ese era emotivo de tanta premura ydel hecho poco común de quepartieran los galeones en

fecha tan temprana. Tambiénsupe que había muchorevuelo e inquietud, a causa

de las noticias de ataques de

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piratas que llegaban dediversos naufragios en lo

que se habían perdido vidahumanas y mucho oro yplata.

Hice mis indagacionepara ver la manera de ir a laCanarias y allí todos medijeron lo mismo: que lobarcos que hacían el viaje a

las islas iban, como se decía«en conserva», que eranavegar siguiendo a corta

distancia a la Flota de Indias

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aunque sin integrarse en ellapero gozando de su

protección; porque de untiempo a esta parte habíamuchos piratas en eso

mares. Es decir, que habíaque esperarse hasta que se lediera la orden de zarpar a logaleones y adquirir un pasajeen uno de los muchos navío

que saldrían aprovechando laocasión.Pregunté en lo

atracaderos. Me informaron

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de que era preciso acudir a laoficina de un escribano para

firmar una escritura con econtrato de la compra depasaje, que previamente

debía ser concertado con epatrón del barco. Allí mismome indicaron dónde podíahallar a un tal Juan Barrosoque era un conocido corredo

de viajes que tenía por oficioencargarse de estos asuntosAsí que fui a él para pedirle

que arreglase lo nuestro.

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Barroso no era uncualquiera; en el puerto de

Cádiz era todo un potentadoTenía unas oficinas grandesprovistas de contables y de

personal dedicado a todos lonegocios propios de loviajes a Indias. Me atendióun subalterno cejijunto ydistante, que antes de nada

quiso saber el motivo denuestra necesidad de viajar alas islas. Con detenimiento y

precisión, le expliqué el caso

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que íbamos a Santa Cruz dela Palma para hacernos cargo

de una herencia. Por la caraque puso, comprendí que noestaba dispuesto a creerme

Entonces le di detallesnombres, apellidos, fechas ydemás. Él inquirió muyestirado:

 —¿Una herencia nada

menos que del regidoperpetuo de la isla? ¿Tienevuestra merced lo

documentos que lo prueban?

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 —¿No me cree vuaced? —Bueno, no tengo po

qué creer a nadie... Aquviene cada uno con suhistoria... Comprenderá que..

 —Está bien, traeré lodocumentos; los tiene eadministrador de la viuda.

 —Tráigalos puevuestra merced y entonce

hablaremos...Fui a la fonda, que noestaba lejos, y al momento

regresé llevando conmigo lo

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papeles. El escribiente loexaminó con detenimiento y

luego observó circunspecto: —Esto son solo cartas..o hay documento notaria

alguno... ¿Quién me dice amí que no sonfalsificaciones?

 —¿Falsificaciones?Están los sellos, las firmas

los nombres...Disimulando mal sudespecho y mirándome de

reojo, repuso:

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 —Bueno, hay por ahmucho despabilado que sabe

imitar muy bien todo eso... —¡Esto es afrentoso! —repliqué—. La viuda de don

Manuel de Paredes está acuarenta pasos de aquí, en lafonda del Buen Reposo. ¿Meva a hacer que la haga venien persona?

 —Eh, más despacio... —respondió irguiéndose—Estoy cumpliendo con m

obligación. Si he de

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agenciarles el pasaje avuestras mercedes, debo

asegurarme de que se cumplecon lo necesario.Respiré hondo y dije

con templanza: —Está bien, ¿qué má

necesitamos? —¿Tienen vuestra

mercedes dinero?

 —¿Cuánto?Hizo sus cuentas yrespondió:

—Son vuestra

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mercedes cuatro viajeros, dodamas y dos hombres. Para

ofrecerles un pasaje dignoconforme a la categoría deunas herederas nada meno

que del regidor de la Palmaesto último lo dijo con

retintín—, deberán pagaciento cincuenta pesos pocada una de las damas y cien

por cada uno de los dovarones. O sea, quinientopesos en total, a pagar en

escudos de a diez reales de

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vellón de plata antigua.Me llevé las manos a la

cabeza: —¡¿Tanto?! —Eso es lo que hay

Comprenderá vuestra mercedque se trata de un viaje queha de durar entre una semanay dos, según el estado de lamar, y que han de comer y

pernoctar en el navíoconforme a la dignidad de loviajeros, lo cual supone

cubierto de primera mesa

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para las damas, alojamientoen catres en la cámara

principal y derecho a llevael equipaje correspondientedos baúles de ropa y do

cajones más.Me quedé helado

mirándole. Y élacostumbrado a hacer suoficio, enseguida añadió:

 —Aunque...aturalmente, si quieren imás barato, pueden viajar en

cubierta, comiendo a segunda

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mesa... por cincuenta pesocada uno; o sea, dosciento

en total... Pero no se loaconsejo a vuestramercedes... Parece ser que la

flota zarpará en unos días..Es enero y a buen segurolloverá y arreciarán lofríos...

Después de permanece

pensativo, agobiado por estaexplicaciones, acabédiciendo:

—En todo caso, no

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disponemos de ese dinero enmetálico. Así que, puesto que

tendremos que pagar anuestra llegada a la isla, medecido por la primera opción

Los quinientos pesos seránabonados en Santa Cruz de laPalma, una vez queacudamos al notario allí yrecibamos la herencia.

Resopló y me miró conuna expresión indescifrableDespués dijo muy serio:

—Yo no tengo

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autorización para contratafiado. Para eso, he de

consultar con mi jefe..Vuelva vuestra mercedmañana...

6. UNADMINISTRADOR CEGATO, PEROEFICIENTE

 —¡¿Quinientos reales?exclamó doña Matilda. —Sí, además en escudo

de a diez reales de vellón de

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plata antigua cada uno —especifiqué.

 —¡Qué robo! ¡Quélocura! ¿De dónde sacaremotanto dinero?

 —Señora —le dije—nos fiarán. Tendrán quefiarnos a cuenta de lo quetenemos en la isla. Esubalterno me dijo que debía

consultarlo con su jefe. Yaverá vuestra merced comotodo se arreglará.

—No, no nos fiarán —

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suspiró descorazonada, apunto de echarse a llorar—

Es demasiado dinero...Al día siguiente volví ala oficina del corredor de

viajes, contrariado por teneque ver la cara del contablecejijunto otra vez; pero, noobstante, iba animoso.

Me hizo esperar el muy

desconsiderado, para luegodecirme secamente: —O el dinero en

metálico o no hay pasaje.

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 —¿Qué me estádiciendo? —repliqué—

¿Dónde está el jefe? ¿Dóndeestá Barroso? Debo hablacon él y explicarle...

 —Don Juan Barroso norecibe a nadie —contestó conaspereza—. No están lacosas como para andafiando. Imagine vuaced que

después de llegar a la islaresulta que no pueden laherederas hacerse pronto con

los quinientos reales. ¿Quién

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nos pagará el viaje? Vuestrasmercedes habrán viajado de

balde a costa de lacorreduría. ¡Ya nos hanengañado demasiadas veces

o estamos aquí para hacecaridad... Esto es un negocio.

Salí de allí deshecho yanduve de un sitio para otrodel atracadero, incapaz de

resignarme, intentando hallaa alguien que confiara en my me concediera los pasajes

o logré convencer a nadie

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Todos me respondían lomismo: que la vida estaba

muy mala, que ya no se fiabaque la palabra últimamenteno valía nada... En fin, o e

dinero contante y sonante onos debíamos quedar entierra. Y lo peor: circulabancada vez más rumores de quela salida de la flota era

inminente.Cuando volví a la fonday les conté a los otros lo que

pasaba, aquello se convirtió

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en un valle de lágrimas. —¿Y ahora qué? —

sollozaba el ama—Tendremos que volver aSevilla, pues aquí no

estamos gastando lo poco quetenemos... ¡Ay, Dios mío! ¿Yqué vamos a hacer allá, sincasa y sin nada? Tendremosque pedir limosna... ¡Ay!

 —¡No desespereseñora! —le decía donRaimundo, aunque llorando

también él—. Ya verá como

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Dios no ha de faltarnos... ¡Nopierda vuestra merced la fe

Confiemos en quien todo lopuede! —Pero... ¡Si no hago

otra cosa que rezar! —repusoella—. ¡Dios no me oye!

Convencidos de que noquedaba otra solución querezar, se fueron a misa. Yo

no tenía ánimo ni siquierapara eso; además, empezabaa faltarme la fe.

Esa tarde, abatido, me

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compré unas botellas de vinoy me bebí una entera sentado

frente a la ventana. Me decíaa mí mismo: «Mira queverme metido en este

atolladero; mira que teneque lidiar con barcos y gentede la mar a estas alturas demi vida, cuando nunca mellamó eso...» Pero a

momento, sería por laturbación de la bebidareparaba conmovido en mi

amoríos con Fernanda y

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desdeñaba cualquietentación de abandonarla allí

Veía el mar gris, hostil ydescomunal, ahí frente a míy quería decirle: «Maldito, s

no fuera por ti, tendría a lamano una vida felizcasándome con ella yviviendo con una renta de povida.»

Oí rumor de voces en laescalera. Regresaban de misacuando yo llevaba bebida la

mitad de la segunda botella

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Y entraron en la estanciaeufóricos, dando voces, de

manera que parecían estaborrachos ellos y no yoGritaban:

 —¡Un milagro! —¡Bendito sea Dios! —¡Nuestras oracione

han sido escuchadas!Me puse en pie y me

quedé mirándoles, atónitoEntonces Fernanda se colgóde mi cuello. Lloraba de

alegría y proclamaba:

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 —¡Ya tenemos lospasajes! ¡Ya los tenemos

Ya podemos irnos!Entonces,atropelladamente, entre

albórbolas de entusiasmo mecontaron lo que sucedía. ¡Loque son las casualidades! Osería que, verdaderamenteDios había escuchado

nuestras oraciones y seapiadaba de nosotros. Fuerona la catedral, y allí don

Raimundo se encontró nada

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más entrar con un frailecapuchino conocido suyo

Después de saludarse, eadministrador le contónuestra peripecia, y el buen

fraile, compadecido denosotros, fue a presentarle asu superior. Este escuchótambién la historia yuzgándola digna de se

creída, le pareció oportunohacer gestiones para que senos diera el pasaje en e

mismo navío que uno

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hermanos de su ordenconfiado en obtener a su vez

un buen donativo de doñaMatilda para su convento enSanta Cruz de la Palma.

 —¡Qué maravilla! —exclamé, poseído por unainmensa y repentina alegría

. ¡¿Es posible?! —¡Tan cierto como que

Dios es Cristo! —sentenciódon Raimundo, rojo deemoción, con los espeso

anteojos empañados.

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 —No lo puedo creer..o lo puedo creer... —repetía

yo, entre trago y trago. —Pues créelo —dijo eadministrador—. ¡Lo

milagros existen! Porque..mira que no veo casi nada!

pero me dio por poner estomis ojos torpes en aquellofrailes que estaban all

arrodillados... y resultó quereconocí entre ellos al buenode fray Pedro de Jerez

compañero de juegos que fue

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en mi infancia y despuéhermano mío en el convento

de los capuchinos deSevilla... ¿Quién me iba adecir que, al cabo de lo

años...? ¡Y precisamente eneste trance! Enseguida leconté lo que nos pasaba y, ncorto ni perezoso, estuvodispuesto a echarnos una

mano... —¿Y ahora qué tenemoque hacer? —le pregunté.

—¡Nada! —dijo él

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rebosando entusiasmo—Solamente acudir mañana a

convento de San Franciscodonde se hospedan, paraultimar los asuntos de

pasaje. Los frailes seencargarán de lo demás...

Tal alegría me entró enel cuerpo por la noticia y poel vino, que me puse a baila

y a dar saltos. Entonces seacercó doña Matilda a mí ymirándome muy fijamente

me preguntó:

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 —Tano, muchacho, ¿túhas bebido?

 —Naturalmente, ama, ymás que voy a beber ahoraque sé todo esto... ¿No se

acuerda de lo que decía sudifunto esposo? ¡A grandesmales, grandes cogorzas!

7. ¿QUÉ ES UN

PINGUE?Aquellos buenos frailecapuchinos «habían caído de

cielo», según decía don

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Raimundo. ¿Y cómo nocreerlo?, después de la

penalidades pasadas y viendoahora que todo sesolucionaba súbitamente.

Fuimos al convento deSan Francisco por la mañanatemprano, para solucionacuanto antes los asuntoadministrativos que requería

el pasaje. Allí nos recibiófray Manuel de Santa Maríael superior; alto, delgado

lívido, enteramente

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venerable, con su luengabarba blanca, la mirada

transida y una voz profunda ysusurrante. Nos hizo sentaen el recibidor a los cuatro y

nos ofreció un desayuno abase de pan, queso y pasas, aamor de una buena leñaardiente bajo la chimenea

os escuchó paciente, sin

abrir la boca, como quienestá acostumbrado a oíhistorias de miserias y

confesiones de pecados. La

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mujeres lloraron, no pudieronaguantarse; y solo entonces

como un buen padre, el frailehabló para consolarlas. —Bueno, bueno —dijo

, hijas mías, ya todo estápasado; no miremos a lo deatrás, sino a lo que hay podelante... Si es la voluntad deDios, pronto estaréis en la

isla y podréis recibir todo esoque os pertenece de plenoderecho.

—¡Gracias a Dios! —

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sollozó doña Matilda—. Ypueden estar seguras vuestra

caridades de que seré muygenerosa... No solo ledevolveré hasta el último

real, padre, sino que le daréun buen donativo... ¿Quémenos puedo hacer despuéde un favor tan grande?

 —Bien, hija mía —

contestó el fraile—. Perotodo a su tiempo... Ahora esmenester ocuparse de

arreglar convenientemente lo

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de los pasajes.Y dicho esto, se puso en

pie y salió del recibidor, pararegresar un momento despuécon los dos frailes que iban a

hacer el viaje: muy jóveneambos, mas con sus barbacapuchinas crecidasSentáronse y se celebró unaespecie de consejo.

 —El navío en el queviajarán vuestras mercedeempezó diciendo el padre

Manuel—, Dios mediante, no

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es demasiado grande... Locual no quiere decir que no

sea seguro... Es uno de esobarcos que llaman «pingue»que se emplean para lleva

mercancías y pasajeros a laislas. Navegará, como sueledecirse, «en conserva»siguiendo a la Flota de TierraFirme, a su abrigo y bajo su

protección, por lo que nadase ha de temer...Y después de pasear su

mirada lánguida por nuestro

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rostros, continuó: —Aunque... es preciso

decir que el navío hará unaescala en la costa de Áfricaantes de seguir su singladura

hasta las Islas Canarias...De nuevo se quedó

callado y volvió aobservarnos, como queriendoapreciar nuestras reaccione

ante esta revelación. —¿Una escala? ¿EnÁfrica? —pregunté yo.

—Yo os explicaré —

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respondió el fraile—. Resultaque, allá en la costa de

África, se halla La Mamoraconocida como San Miguede Ultramar; una poderosa

fortaleza que se alza mirandoal mar, sobre el río Sebúdonde hacen la vida comopueden unos trescientosoldados españoles

sacrificados compatriotanuestros que defienden laciudadela y el puerto

También viven allá unas

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cincuenta almas másmujeres y niños, familiare

de la oficialía. El barco en eque viajarán vuestramercedes les lleva el correo

alimentos, medicinas, armay otros suministronecesarios. Pero tambiénaquellos hijos de Dionecesitan el sustento

espiritual y el consuelo de lafe católica; y para esomenesteres, servía allí a la

Iglesia un hermano nuestro

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que, según supimos por unreciente aviso llegado de allá

murió de disentería hace domeses... ¡Dios le hayapremiado en su gloria! Po

ello, estos dos frailes denuestra orden van a hacersecargo del convento ensustitución del difunto... Osea, que esa escala e

necesaria. Pero apenademorará un par de días eviaje a las Canarias. Una vez

descargados los pertrechos y

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desembarcados los hermanosproseguirá la travesía hasta

las islas. —Hágase todo comovuestra caridad disponga —le

dijo doña Matilda—osotros desde ahora

estamos bajo su autoridad yamparo.

Después de aquella

explicaciones y de platicaamigablemente durante unrato más, el superior dispuso

que fuera yo con uno de lo

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frailes jóvenes a verme conel patrón del navío para

ultimar los requisitos depasaje. Nada más llegar a

atracadero, mi acompañanteseñaló hacia una hilera debarcos menores que estabanen el extremo y dijo:

 —Aquel es el pingue.

 —¿Cuál de ellos? Nos acercamocaminando aprisa.

—Ese es, ese de ahí —

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señaló.Me sorprendió, porque

era un barco pequeño, conunos aparejos simples; lapopa estrecha y, en cambio

la proa extraordinariamenteancha. No dije nada, porqueno era yo demasiadoentendido en asuntos denavegación, pero me pareció

aquel navío muy poca cosapara el viaje que había dehacerse, en comparación con

las naos y los galeones que se

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veían más allá, componiendoel grueso de la flota.

El fraile preguntó por epatrón a los marineros. Salióa la borda un hombre fornido

barbado y de aire feroz, conel torso desnudo, aun siendopleno invierno, como si fuerahecho de pura madera.

 —¡Qué hay! —soltó un

vozarrón. —Vengo a lo de loscuatro nuevos pasajes —

respondió el fraile—; ya sabe

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vuestra merced...Descendió al muelle e

patrón refunfuñando, porquetenía mucha faena, segúndijo. Farfullaba medio

español medio portugués yen cuatro palabras mahabladas, nos indicó quefuéramos al escribiente, queya lo tenía él todo arreglado

para que nos dieran laescrituras.Sin reparo alguno, en la

escribanía otorgaron pronto

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el documento con todas lafirmas y sellos. El pingue se

llamaba Santo Sacramento  yel patrón Joao de Reiportugués, como era obvio.

8. A BORDO YRUMBO A LAS ISLAS

El día 27 de enero, a lacaída de la tarde, un toque de

campanas, largo y bastantecomplicado, anunció en todoCádiz la decisión de partida

de la flota. Había sido un día

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soleado, y el viento, segúndecían, era el más propicio

Un gran revuelo, como unasacudida, recorrió las calleslas tabernas, las fondas y e

puerto. A la gente le entró derepente la prisa y unamuchedumbre agitada ynerviosa empezó a correr deun sitio para otro, acarreando

todo tipo de pertrechos yultimando los preparativosEl arsenal se llenó de

embarcaciones de infinita

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formas y tamaños, y lamarinería y la soldadesca

vociferante empezaron areunirse frente a logaleones, acudiendo a la

llamada de los pífanos ycornetas.

El día 28 de madrugadaabriéndonos paso entre lamultitudes, llegamos a

p i n g u e Santo Sacramentotemblando de emociónayudados por los mozos que

cargaban nuestra

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impedimenta. Subimos abordo, entre frailes, militare

y toscos marineros. Nohablábamos, solo mirábamoa derecha e izquierda

contemplando con asombroel loco torbellino de lamultitud en la luz vaga deamanecer.

Vimos llegar a los

magnates con sus séquitos: enuevo virrey del Perúmarqués de la Palata, que

venía a caballo, seguido po

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importantes caballeros ydamas; el almirante y lo

generales, capitanes ymiembros del alto mandolos obispos, nobles señores

regidores, mercaderestratantes... Interminablefilas de baúles y sacas de loequipajes eran cargados enlas bodegas y cámaras. ¡Toda

una ciudad se echaba a lamar!Al toque de campanas

se dio la orden de zarpar. Las

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pasarelas se recogieron y latripulaciones se entregaron a

frenético ajetreo de su oficio —¡Izad el trinquete! —se oía gritar—. ¡Alzad aque

briol! ¡Levad el ancla!Me entretuve

contemplando aquellaoperaciones. Zarparonprimeramente los grande

navíos de la flotasiguiéndoles los demás. Ahacer la virada para salir de

arsenal, atronaban a lo

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cielos las aclamaciones y lohurras del inmenso gentío

que desde tierra asistía aespectáculo del lentodeslizarse de las naves.

 Nuestro pequeño pinguesalió de los últimos; todavíanos seguían barcas menores ypataches. Cuando traspasó laboca del puerto, dejando a

babor el dique, aceleró sumarcha, y a estribor vimotoda la formación de la flota

con el velamen ya inflado

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oscilando levemente decostado, haciéndose a la

anchura de la mar...

9. ABURRIDOS Y

VOMITANDOLa flota navegaba lenta

a pesar de los vientos a favorporque las bodegas ibanrepletas y los vientres, po

ende, muy hundidos. Estaprimera parte de lasingladura que concluía en

las Canarias transcurría po

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el llamado mar de laYeguas. Según decían, la

distancia se cubría en diez odoce días, siempre aexpensas de los vientos

naturalmente. En la primeraornada, soplaron muy

favorables, de manera que senavegaba ligero, dado epeso. En cabeza iba la

Capitana, con el estandartebien alto izado en el palomayor; seguían los mercante

y los navíos de previsión; y

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cerrando la formación, consus insignias reales en e

mástil de popa, navegaba lalmiranta.  Los restante

galeones de la escolta

custodiaban a los mercantes abarlovento, para aproximarseen caso de ataque lo márápidamente posible y salvala carga. Por último, siempre

a la zaga, íbamos laembarcaciones en conservasiguiendo la estela de

aquellas fortalezas flotante

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que nos proporcionabanseguridad.

A doña Matilda y aFernanda las habíanacomodado en un camarote

compartido de la cubiertainferior, reservado para lasmujeres y los niños; fue unadeferencia, gracias a laintervención del superior de

los capuchinos. Los frailetambién iban a resguardo, enotro camarote. Pero a don

Raimundo y a mí nos tocó

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hacer el viaje en la cubiertaexterior, en un rincón entre

los bártulos que seamontonaban por todapartes. Poco más de una

veintena de viajerocomponíamos el pasaje abordo del Santo Sacramento

comerciantes la mayoría, lodos capuchinos, algún que

otro funcionario camino desu destino, buscavidasaventureros y nosotro

cuatro. El resto del persona

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pertenecía a la tripulación.Los primeros días de

navegación se nos hicieronharto duros, pues la visióndel mar inmenso e

inquietante nos suscitabatemores. No teníamocostumbre de navegar y lomareos nos obligaban avomitar constantemente

Soportando los males decuerpo, poca distracciónhabía a bordo. Las hora

transcurrían entre los oficio

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religiosos, la conversación yla contemplación de la rutina

de la vida de los marinerostrepaban con agilidad a lopalos, recogían, arreglaban y

ataban cabos, remendabanredes, fregaban las cubiertasrevisaban los aparejos yhacían reparaciones donde senecesitaban. De vez en

cuando se organizabansonoras broncas y peleastambién esto resultaba un

entretenimiento.

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Como estaba prohibidoterminantemente descende

al camarote de las mujeresyo me tenía que conformapasando muchas horas sin ve

a Fernanda. Solo podíaencontrarme con ella cuandosubía a la cubierta; pero estosucedía un par de veces al díanada más, porque no

resultaba oportuno que ladamas anduvieran cerca deaquella chusma marinera

que a cada momento soltaba

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los peores insultosexpresiones soeces

palabrotas y hastablasfemias. No obstante, cada

atardecer, después de losrezos de vísperas, tenía unrato para estar con ella. ¡Quémomento de felicidad! Nomirábamos, hablábamos a

media voz y nos contábamonuestras cosas. Ganas medaban de darle achuchones

pero me aguantaba, porque

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siempre estábamos rodeadode ojos curiosos y ante la

presencia del ama.Aunque esta era muycomprensiva y, de vez en

cuando, mascullaba: —Una sabe que

molesta... A los amantes lesestorba todo menos suamado... Pero ya tendréi

tiempo de arrimaroscriaturas... ¡Ay, qué par detórtolos!

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10. SOLOS Y AMERCED DE LA SUERTE

Al tercer día denavegación, con la primeraluz del alba, nos despertó e

revuelo de los marineros enla cubierta. Nos levantamos ynos enteramos al momentode lo que sucedía: la Flota deIndias timoneaba ya hacia e

suroeste y se alejaba en maabierto; mientras que nuestropingue iba rumbo a levante

os separábamos de la

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protección de los galeones ynos aventurábamos a

proseguir en solitario. A mlado, un marinero observócon inquietud:

 —Ahora viene lo malo.. —¿Por qué? —le

pregunté, aun sabiendo bienla respuesta.

 —Abundan en esta

aguas los corsariosarracenos —explicó él—perros rabiosos, cimarrones

ávidos de presa...

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 —¿Quiere decir eso quenos atacarán? ¿Peligran

nuestras vidas? —¡No lo quiera ediablo! Hay riesgo... Pero ya

sería mala fortuna que noavistaran en el corto trayectoque hay desde aquí a LaMamora... Si no nos faltaeste viento favorable, por la

tarde estaremos en aquepuerto. Además, tenemoscañones, armas y hombre

suficientes a bordo para

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defendernos si llega el caso..Muchos tendrían que ser para

hacernos pasar un matrago...Prosiguió la singladura

redoblada la vigilancia. Unmuchacho trepó a lo más altodel palo mayor y permanecióallí mirando en todadirecciones; decían que tenía

vista de lince. Había muchomás silencio que deordinario; las boca

malhabladas de los marinero

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enmudecieron y losemblantes estaban tensos

como impacientes y a la vezintranquilos. Todo el mundooteaba el horizonte, como s

en cualquier momento fueraa aparecer el temido barco.

 No faltó el viento ymucho antes de lo esperadose avistó las costas de

Berbería. Hacia el esteemergían del mar azul unascolinas parduscas. Todo

estaba en calma, y en lo

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rostros se dibujaron gestos dealivio.

Más cerca de tierra, secalmaron casi de repente lovientos y las olas, fueron

desmayando las velas y seredujo el avance. Se echómano de los remos y seavanzó por unas aguadormidas, de un verde oscuro

profundo, que lamían ecasco, abriéndose ante etardo paso de la proa y

formando ribetes de espuma

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El aire era húmedo y turbioCon una maniobra lenta, e

pingue se dirigió hacia eestuario de un río. —¡Esos remos! —

gritaba a cada momento epatrón.

Esforzados, sudorosostodos los marineromantenían el ritmo de la

boga, paleteando al compádel tambor.Pronto se vio el puerto

de La Mamora, aguas arriba

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en la desembocadura del ríoSebú, y la poderosa fortaleza

coronando una loma. Perotodo el mundo se extrañómucho al ver que en e

atracadero no había ni unasola embarcación. Los queconocían aquellos andurrialeexclamaban:

 —¡Qué raro!

 —¡Algo pasa ahí! —¡Todo está comodesierto!

Y lo que más inquietaba

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era ver al patrón y los quecomponían el mando, como

cuchicheando entre ellos, consigilo, con ademanes, y conlas miradas intranquila

oteando la distancia.Así fuimos avanzando

con lentitud, hacia efondeadero, viendo ya labanderas ondeando en la

torres del baluarte. Hastaque, de repente, se oyó unfortísimo grito del vigía:

—¡Jabeques! ¡Jabeque

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por la popa! —¡Jabeques! ¡Jabeques

Jabeques...! —corearon lomarineros en cubierta.Me volví para mira

hacia donde señalaban lodedos... Venían desde marabierto varias velarecortándose en el horizonteLos oficiales vociferaban:

 —¡Por los clavos deCristo! —¡Fuerza a los remos!

—¡Todo avante!

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El silbato decontramaestre chillaba

desaforado, entre eestruendo de las pisadas enlas maderas. Los hombre

que no estaban bogandocorrían a por las armas, ygritos de terror y sufrimientoempezaron a brotar entre loque se apresuraban a busca

refugio en la cubiertainferior. —¡Ánimo! —exclamaba

el patrón con voz de trueno

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. ¡Ánimo, que no tienensuficiente viento y no no

darán alcance! ¡BregadBregad como si os fuera lavida en ello!

El timonel mientratanto viraba a estribor, paragobernar el barco y llevarlohacia el atracadero.

Yo miraba a un lado y

otro y veía los rostros ferocede los soldados, a los frailerezar y a muchos hombre

que bramaban y maldecían

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ya fuera remando o aferradoa los mosquetes y las picas

Entonces, uno de los oficialevino hacia mí y, poniéndomeen las manos un espadón, me

gritó: —¡Coja esto vuestra

merced, diantre! ¡Que aqutodos los hombres tenemoparte!

Hasta ese momento, nome di cuenta verdaderamentede la gravedad de lo que no

estaba pasando. Miré hacia

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popa y, sobrecogido, vi quelos tres jabeques piratas se

nos venían encima, a unavelocidad endiablada. Ysúbitamente, una especie de

fogonazo puso una luzamarillenta delante de miojos, a la vez que unestampido y un inmediatochasquido de tablones rotos

Tembló toda la cubierta y sedesplomó uno de los palosenvolviendo con la red de su

cordajes y con el velamen a

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varios marineros. Y amomento, un herido yacía

cerca de mí horriblementemutilado; el pellejolevantado desde el cuello

hacia el mentón y la gargantaabierta. Los gritos de espantoeran terribles.

Un instante después, conun golpe estrepitoso

atracamos, chocando nuestrocostado contra el muelle. —¡A tierra! ¡Todo e

mundo a tierra! —gritó e

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patrón.Mientras se echaban la

pasarelas, muchos hombrese arrojaban directamentedesde la borda y otros se

apretujaban tratando de salilos primeros.

 —¡Las mujeres! —gritéyo—. ¡Por el amor de Dioslas mujeres!

Corrí hacia la escaleraque descendía a la segundacubierta y me topé con ellas

que ya venían despavoridas

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chillando; Fernanda y doñaMatilda de las primeras.

 —¡Corred! ¡Corred! —las insté.Como pudimos

atropelladamente, noabrimos paso entre locuerpos y el enredo de cabosmaderas, cajones ypertrechos. Mientras tanto

arreciaban los cañonazos, lodisparos de los mosquetes, efuego, el humo... Volaban

astillas y cascotes.

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Entonces, una vez quelogramos saltar a tierra

vimos que venían muchosoldados desde la fortaleza asocorrernos, corriendo

pendiente abajo; a la vez quecon mucho esfuerzo, sehacían entender a gritos ycon gestos, apremiándonopara que huyéramos hacia

ellos sin mirar atrás.Yo llevaba a Fernandade la mano; tiraba de ella

casi arrastrándola por e

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sendero empedrado, cuestaarriba, sintiendo detrás lo

gritos y jadeos del resto delos pasajeros. Cada unobuscaba su propia salvación

sin preocuparse de los demásBastante grande era e

peligro!Cuando nos cruzamos en

el camino con los soldado

que bajaban al ataquesentimos un alivio inmensoA nuestras espaldas e

estruendo de las armas no

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helaba la sangre; pero, enmomentos así, uno saca

fuerzas de donde puede yvencimos la empinadapendiente en un santiamén

Al llegar a lo alto miré y vi alos frailes jóvenes: ningunode ellos había sufrido dañoalguno. Doña Matilda estabaa mi lado, desgreñada, roja y

brillante de sudor, gritando: —¡Don Raimundo¿Dónde está don Raimundo?

—¡Aquí! ¡Aquí, señora

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contestó el administradorque estaba un poco más allá

desmadejado en el sueloentre la gente. Nos temblaban la

piernas, el corazón se nosalía por la boca, nos faltabael resuello...; peroadvertíamos, dando gracias aDios, que habíamos salvado

las vidas... Mientras alláabajo los tres jabeques seretiraban por el río hacia e

mar abierto, acuciados por e

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tiroteo de los soldados.Dos marinero

perecieron en el ataquevíctimas del primer cañonazoque nos alcanzó; y otros do

estaban heridos, aunque node gravedad. Se pasó revistaal personal. Estábamoaterrorizados, en silenciomirando los cuerpos de eso

dos pobres hombres queyacían en el suelodestrozados. Allí mismo

delante de la puerta, se

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hicieron las primeraoraciones. Con unas voce

que parecían no queresalirles de los cuerpos, lofrailes entonaron un salmo

mientras el sol se poníatiñendo de rojo la lejanía demar.

Los piratas se alejaronhasta ponerse a salvo de

fuego de los soldados, perose quedaron a distancia, en eestuario. Los tres jabeques

con la proa mirando hacia la

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fortaleza, parecían tres perrode presa, esperando la

oportunidad de lanzarse adespedazar nuestro barcoque estaba caído de costado y

medio hundido. No obstantepudo rescatarse la carga, quefue subida aprisafatigosamente, aprovechandola última luz del día.

Entramos en la fortalezacon la penumbra del ocasoagotados, en medio de una

gran pesadumbre. Aquellos

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espesos muros, la altura delas torres y la ausencia de

horizonte, le daban al lugaaire de presidio; máxime pola mortecina luminiscencia

de los faroles y efirmamento cada vez máoscuro.

El gobernador dispusoque se nos diera

inmediatamente cena yalojamiento. A partir deaquel momento, estábamo

bajo su jurisdicción, y

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autoridad, como así seapresuró a poner de

manifiesto, advirtiendo deque en el baluarte regían laleyes militares y que no se

consentirían los mínimodesmanes o indisciplinasSupongo que aquello lo dijopor el personal marinero, queno gozaba de muy buena

fama.Las mujeres fueronacogidas por las esposas de

los oficiales, en sus propia

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casas. Los frailes sehospedaron en su convento

Y el resto de los hombres queíbamos en el Santo

Sacramento, tripulación

soldados y pasajeros, fuimoa alojarnos provisionalmenteen unos cobertizos.

Cuando cayó la noche setocó silencio. Después de la

agitación vivida, por agotadoque uno estuviese, era difíciconciliar el sueño. La

imágenes tan reciente

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estaban muy vivas en lamente y acudían al cerrar lo

ojos: el ataque, los muertosla ferocidad de los hombreslos gritos...

Sería ya muy tardecuando, estando todavía envela, me sobresaltaron desúbito voces y ajetreo depisadas. Me levanté y salí. En

la plaza los hombres corríanhacia las escaleras queconducían a las almenas.

—¡El pingue está

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ardiendo! —exclamaban—Los malditos sarracenos han

prendido fuego el barco! Nadie me impidió subirasí que fui a ver. Al llegar

arriba, encontré que todoestaba sumido en la negrurade la noche, excepto un puntoallá abajo, en el atracaderodonde se alzaban las llama

devorando nuestro barco, conun resplandor tétrico que sereflejaba en las agua

quietas.

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Joao de Rei, el patrónrugía con desgarro:

 —Filhos da putaouros do diabo!

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LIBRO VDonde se verá lo dura

que era la vida enLa Mamora; plazafuerte, aislada, que miraba

con temor al mar, arío y a tierra adentro

1. SAN MIGUEL DEULTRAMAR La Mamora, aquella

fortaleza lejana, alzada desde

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antiguo en la costa deBerbería, había sido conocida

como «fuerte de San Felipede La Mamora», allá en lotiempos en que perteneció a

rey de Portugal. Luego pasó amanos de moros y fuereducto de piratas inglesemás tarde. Hasta que en eaño del Señor de 1614, un 10

de agosto, fue ganada poEspaña tras la conquista deLarache. A partir de

entonces, la plaza fue

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rebautizada como SanMiguel de Ultramar, como

hasta el presente se nombra.La ciudad fortificada sealza sobre un otero, a poco

más de una milla de distanciadesde la desembocadura derío Sebú, por lo que secontemplan desde laalmenas el estuario, la

riberas y el mar. Al pie de laloma está el fondeadero, depoco calado, dependiendo

siempre de las mareas y de

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caudal del río. Difícilmentese podrá hallar en aquella

costas un lugar tan inhóspitoy desangelado. Apenas haypróximas un par de aldeas de

moros, polvorientasruinosas, donde malvivengentes míseras con sucabras. No hay mercadocerca, ni caminos transitados

algunas pobres barcas depescadores faenan en laanchura del río; no se ven

velas en el estuario... ¿Quién

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se va a aventuratransportando una carga por

aquellos derroteros? Nadie ensu sano juicio, a no ser queignore que a tan solo sei

leguas al sur está Salé, enido de los pirataberberiscos, y a veinte leguatierra adentro, la ciudad deMequinez, donde reina e

belicoso sultán Mulay Ismaildel que se cuentan hechoterribles, por su ambición sin

mesura, su crueldad y el odio

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que profesa a la religióncristiana y al reino de

España.En La Mamora, cuandonosotros fuimos a dar allí con

nuestros malhadados huesosmoraban tres centenares dealmas. Toda la ciudad sehallaba dentro de lamurallas, las cuales eran muy

fuertes, elevadas y de purapiedra. Desde lo alto, sedivisa un amplio territorio, y

los cañones del baluarte

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apuntaban entonces hacia eatracadero permanentemente

Siempre había centinelas enlas torres y un constanteambiente de alerta

impregnaba el discurrir de lavida, con obras de refuerzoen los muros, frecuentecambios de guardia, ajetreode aparatos de guerra

maniobras, revistasrecomendaciones ysimulacros. En fin, el orden y

la disciplina marcia

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marcaban el paso de las horay los días. Enseguida se

apreciaba que aquella gentevivía acuciada por el temode un ataque. Lo cual era de

comprender, teniendo encuenta que la fortaleza habíatenido que resistir una decenade asedios en las últimacinco décadas. Tal estado de

cosas propiciaba en lohabitantes un evidenteespíritu desasosegado, como

si su existencia pendiera de

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monacal, cuando no decárcel.

Murallas adentro, lapoblación era compacta, concallejuelas estrechas, adarve

y pasadizos. Solo habíaholgura en la gran plaza dearmas, a la que daban laresidencia del gobernadorlas casas de los oficiales, e

convento de los frailes y laiglesia. Era aquel el únicositio por donde se podía

transitar con cierto desahogo

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y donde se encontraba eúnico establecimiento

comercial, que a la vez servíade cantina y donde podíacomprarse muy poca cosa, s

acaso unas castañas secasalgo de vino añejo, harinamiel, aceitunas... , todo ello aun precio abusivo. Por lodemás, casi nada podía

hacerse en aquel abigarradoconjunto de fortificacionesmuros, barbacanas, escarpa

y cuarteles, excepto cultiva

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la paciencia esperando a queun día u otro apareciese en e

horizonte un navío que nosacase de allí.El gobernador de la

plaza era el maestre decampo don Juan de Peñalosay Estrada, caballero de laOrden de Alcántara; hombrede complexión menuda, de

mediana edad, cabezapequeña, arrogantes bigoteatusados, finas piernas, paso

rápidos y cortos; imperioso

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nervioso, malhumoradogritón... Ya el primer día nos

fatigó con un largo discursosalpicado de admoniciones yseveras advertencias, en e

que dejó bien claro que él ysolo él eran la supremaautoridad, que todo pasabapor él, que nada se escapabaa su perspicacia, que no

toleraría reyertasinsubordinaciones, robosalborotos..., y que cualquie

grave indisciplina sería

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castigada sin miramientocon la máxima pena: la de la

vida.Por debajo degobernador, subordinado a él

sumiso y resignado asoportar su endiabladocarácter, ejercía el oficio deveedor don Bartolomé deLarrea, un navarro bonachón

y paciente, recio y a la vezbarrigudo. Le seguían poorden en el mando del fuerte

el capitán Juan Rodríguez; e

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alférez Juan Antonio deCastillo, joven y de aspecto

atolondrado, y el sargentoCristóbal de Cea, un viejo yastuto militar, hecho a salirse

con la suya y expertopelotillero. Ejercían tambiéncomo contables dohermanos gemelos, sobrinodel veedor navarro, por pura

recomendación de su tío.En lo que atañe al clerolos asuntos de la Iglesia eran

atendidos por los dos fraile

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que viajaron con nosotrodesde Cádiz: los padres fray

Andrés de la Rubia y frayJerónimo de Baeza, capellánprimero y capellán segundo

respectivamente. Eran ambonuevos, como ya se dijoigualmente silenciososdiscretos, recién salidos denoviciado y

consecuentemente,inexpertos y asustadizos.Por lo demás, la

soldadesca que estaba

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destinada a defender aquellaplaza lejana era de desigua

aptitud, algunos demasiadomozos, entregados a suoficio; pero los más de ello

perros viejos con el colmilloretorcido, tropa desechada delos Tercios, milicia de últimafila, rufianesca, de vuelta detodo y siempre atenta a

procurarse su propiobeneficio. Se comprenderáasí que no recibieran de buen

grado a la recién llegada

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marinería del malogradopingue Santo Sacramento; ya

que desconfiaban de unohombres hechos a laparticular vida de la mar

ruda, inestable y confrecuencia feroz. Se formópues en el fuerte una masaabigarrada y peligrosa, conunos y otros mirándose a

sesgo, recelosos, marcándoselas distancias y casenseñándose los dientes.

En cuanto al persona

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civil, era menguado eigualmente variopinto

confuso. Vivían allá algunosnegociantes, pocos, apenauna docena, ocupándose de

abastecer las necesidades dela población; un par deartesanos, cuatrocomerciantes, un médico ydos enfermeros, un sastre, e

cantinero y un barberosacamuelas. Todos ellostenían sus mujeres e hijos

sus viviendas, almacenes y

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talleres, detrás de laciudadela, en un pequeño

laberinto de callejuelasdonde también vivían en sucasuchas los pecheros, lo

esclavos y algunomenesterosos.

A toda esta gente fuimoa sumarnos los veintepasajeros y los treinta

marineros del SantoSacramento; acogidos a labenevolencia de la población

y a sabiendas de que

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resultábamos incómodospuesto que aquel luga

apartado y casi olvidado demundo carecía de recursopropios y los víveres que

llegaron a la bodega denuestro pequeño barco noiban a dar de sí para muchotiempo. Con todo, no faltabala esperanza; porque se tenía

la certeza de que en poco máde un par de semanas debíaarribar una escuadra de la

armada de las isla

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custodiando al relevo dedestacamento y portando un

buen cargamento dealimentos, armas ymuniciones.

2. INCURIAMISERIA Y MALTRATO

La plaza fuerte de LaMamora se componía, como

ya he referido, de unaciudadela interior reservadaexclusivamente para lo

militares y sus familias. Allá

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fueron llevadas doña Matilday Fernanda, con loable

deferencia, para que sesintieran seguras. Pero donRaimundo y yo tuvimos que

ir a morar a la otra parte de laciudad, a los barriocircundados por la murallaexterior, donde estaba epersonal civil, el populacho

los pecheros y una buenatropa de mendigos ydesheredados. Durante

aquellos primeros días de

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nuestra estancia embarazosay harto apurada en esta

particular villa, donRaimundo y yo anduvimovacilando, desconcertados

buscando acomodo de unlado para otro entre laescasas posibilidades que senos ofrecían. Encontramos demomento un poco de todo

compasión, favor, simpatía...pero también caras largasindiferencia e incluso

algunos malos modos. Como

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no teníamos dinero, nopodíamos pagar e

alojamiento ni lamanutención. Al principioquizá pensaron aquella

gentes que podrían sacaalgún beneficio de nuestrotrance, mas, cuando sepercataron de que estábamosolo con lo puesto y sin

blanca, empezaron arecortarnos el socorro, atorcer el gesto y a ahorrarse

los miramientos. No tuvimo

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más remedio que solicitar lacaridad de los más pudientes

hasta que finalmenteacabamos durmiendo bajo unarco del adarve, sin otro avío

que unas mantas viejasrodeados por la peor chusmade la marinería, soportandoburlas, malas palabras einsultos. Si para mí, que era

oven y estaba acostumbradodesde niño a la vida ásperaaquello resultaba insufrible

imagínese lo que suponía

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para el viejo administradorHacía mucho frío, llovía

azotaba el aire, comíamosiempre poco y a deshorasobras del rancho de lo

soldados, gachas, pan duro ygalletas rancias.

 No obstante, donRaimundo no se quejaba. Yyo, manteniendo firme la

ilusión, le decía: —Menos mal que estoha de durar poco... En uno

días vendrá esa escuadra y

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nos llevará a la nueva vidaque nos espera en la isla.

 —Veremos a ver... —contestaba él. —¡Ánimo, don

Raimundo! No hay nada quemerezca la pena en esta vidaque no se logre sin tener quesoportar algún sacrificio..Ahora nos toca padecer esta

contrariedad, pero ya vendráel goce y el descanso..Seamos fuertes.

Voluntad no le faltaba a

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pobre hombre, pero al cabode una semana enfermó

Tosía, tiritaba, le ardía lafrente, sudaba a chorros... Meentró una preocupación

grande y decidí finalmenteacercarme hasta la ciudadelapara tratar de ver a doñaMatilda.

Pero, tal y como me

temí desde un principiochoqué de frente con todolos impedimentos que

rodeaban al estamento

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militar. Los guardias de laspuertas del fuerte no me

hicieron ni caso, después detantos días de viaje, depercance del ataque y de la

penosa estancia en SanMiguel, mi aspecto debía deser poco diferente al de larufianería que malvivía enlas casuchas: mi ropa estaba

hecha jirones, mi pelodesgreñado, mi barba creciday la porquería adherida a

todo mi cuerpo... En fin, sin

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escucharme siquiera, medieron largas mandándome a

que guardara cola en unportón dondepermanentemente una fila de

mendigos y lisiados esperabaa que saliera alguien pararepartir limosnas.

Allí me puse, el últimoa ver qué pasaba. Al cabo de

algunas horas, crujieron lamaderas del portón ychirriaron los cerrojos. Lo

pordioseros, ciegos, cojos y

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mancos saltaban como scobraran repentinamente

bríos renovados. Todosempezaron a gritar a la vezTraté de abrirme paso entre

ellos, me llovieron encimabastonazos, puñetazostirones de pelo y hasta sentmuerdos en las posaderas..Por encima de la barahúnda

de cuerpos y sombreroviejos, vi el rostro de unamujer sonriente, que repartía

algo, unos fardos, tal vez

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ropas... —¡Señora! —grité—

Señora, por Dios!Avancé a trompiconesEntonces alguien me agarró

por el tobillo y perdí eequilibrio. Caí al suelo, mepisotearon a conciencia, conmaldad e inquina; y un paloen mi ojo casi me deja tuerto

Cuando pudelevantarme, el portón yaestaba cerrado y los feroce

mendigos se peleaban entre

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ellos tratando de repartirselas limosnas.

Volví a donde losguardias y los encontréretorciéndose de risa

disfrutando con eespectáculo. Así que, sinpoder contenerme, les gritécon todas mis fuerzas:

 —¿De qué se ríen

vuestras mercedes? ¡Necesitoentrar! ¡Vayan, por Dios, enbusca de mi ama, doña

Matilda!

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Me miraban extrañadoscon cierta fanfarronería. Yo

insistí, casi amenazante: —¡Mi ama doñaMatilda se aloja ahí dentro

en la casa de los oficialesVayan vuestras mercedes

inmediatamente a decirleque Cayetano está en lapuerta!

Por única respuestarecibí una tremenda patadaen la barriga y caí de nuevo

al suelo sin respiración.

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 —¡Fuera de aquí! —rugió uno de los guardias—

Fuera o te mandamos daveinte azotes! ¿Quién tecrees que eres?

Regresé al adarvemaltrecho y humillado. En unrincón, tiritaba donRaimundo. Me preguntó conun hilo de voz: —¿Qué pasa?

¿Y el ama? ¿Has podido veal ama? ¡Ay, yo me muero..

Compadeciendo al verle

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en tan penoso estado, fuincapaz de decirle la verdad.

 —Pronto vendrá doñaMatilda —respondí—. Yaestá avisada...

3. ENTIERROSFUERA Y ENTIERROSDENTRO

Comprendí que, en ta

estado de cosas, igual quenosotros teníamos impedidala entrada en la ciudadela, lo

de dentro no podrían salir a

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su antojo, máxime lamujeres.

Entonces me alegré poun lado al pensar que ellaestarían seguras y bien

tratadas en el ámbito familiade los oficiales; aunquetambién me asaltaron ladudas, los recelos y unamago de resentimiento

¿Acaso ellas no eranconscientes de que afuera loestábamos pasando muy mal?

¿Por qué ni siquiera

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mandaban recado conalguien? ¿Se olvidaban de

nosotros...?Para colmo de malesenfermé también yo. M

pecho emitía al respirar unruido raro, como de pitos, meardía por dentro la garganta ysentía una debilidad enormeLa fiebre me agotaba

deliraba por las noches y nome sentía siquiera confuerzas para ir a buscar la

comida cada día. A mi lado

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don Raimundo ya casi nohablaba. Entonces empecé a

considerar seriamente laposibilidad de que pudiera deverdad morirse; la cual se me

hacía más cruda al ver queun día sí y otro no, sequedaba tieso alguno deaquellos pordioseros ylisiados que pululaban po

los alrededores.Ciertamente, en LaMamora la gente se moría

con demasiada asiduidad. No

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solo los pobres que estabanfuera de la ciudadela

enfermaban y dejaban estemundo, también los dedentro, que comían a diario

buen pan, tasajos, lentejas eincluso carne y pescadoPorque, si bien los queestábamos fuera sabíamos aciencia cierta que dentro

vivían infinitamente mejornos enterábamos de quetambién había entierros allí

porque oíamos doblar la

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campanas.Aunque fuera doblaban

con mayor frecuencia... Y espreciso, antes de proseguirexplicar esto. Digamos que

había misas y rezos en lodos sitios: en la ciudadelaestaba el convento y, ennuestra parte, una capillitadonde acudíamos aquellos a

quienes no se nos permitíaentrar en el recinto militarAunque, cuando hablo de

«dentro» y de «fuera», en

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realidad me refiero a todo econjunto de San Miguel de

Ultramar, encerradoenteramente en las mismamurallas, las cuales, como

capas, defendían el reductointerior, donde moraban laoficialía y los intendentecon sus familias. Lacomunicación entre uno y

otro espacio era mínimapero la gente de dentro teníamayor libertad y podía salir a

la plazuela exterior, donde

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todos los martes se celebrabauna especie de mercadillo a

que acudían moros de locampos de los alrededorepara vender verduras

pescados secos y otraminucias. Dos marteseguidos esperé durante todala mañana, confiando en quedoña Matilda y Fernanda

aparecieran entre los queiban a comprar. Pero... ¡nadaEntonces, el segundo

martes, fui directamente

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hacia unas mujeres queestaban charlando muy

tranquilas, me puse a unadistancia de ellas de comounos diez pasos, temiendo

asustarlas, y con muchatemplanza y respeto, les dije:

 —¡Señoras! ¡Ehseñoras!

Me miraron. Yo había

procurado arreglarme el peloy la barba, recordando lo queme pasó con los centinelas

Les sonreí ampliamente y

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dije: —¡Dios las bendiga

señoras! Por favor, necesitoenviar recado urgente a doñaMatilda, viuda de Paredes y

Mexía, que vive en laciudadela...

Me seguían mirando sindecir nada.

 —Es muy importante

señoras... ¡Tengan caridadEl administrador de doñaMatilda y yo, su contable

estamos muy enfermos..

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Necesitamos hablar conella!

Una de las mujeres vinohacia mí con cara de interés yme preguntó:

 —¿Y por qué no vavuestra merced a ver a esaseñora?

 —Los guardias no medejan entrar.

 —¡Ah, claro! ¡Ahclaro! —contestó, dándoseuna palmada en el muslo—

Desde que vinieron todo

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esos marineros, se anda conmucho cuidado...

 —¡Señora, por Dios! —le supliqué—. Busquevuestra merced a doña

Matilda y dele el avisodígale que don Raimundo yCayetano están muyenfermos... La mujer sonrió.

 —Creo que tu ama vive

en la casa del veedor —dijo. Descuida, mozo, que yola pondré al tanto...

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4. ELADMINISTRADOR 

EMPIEZA ADESESPERAR  —No dejes que me

muera aquí —me suplicabadon Raimundo, con un rostrotristísimo, consumidoexangüe—. ¡Por la VirgenSantísima, Cayetano!

Yo no sabía qué decirleni qué hacer... También yome sentía sin fuerzas.

—Ellas deben de esta

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ya avisadas —respondí lomás animoso que pude—

Ande, no se venga abajovuaced! —Es que no quiero

morir aquí... No es este sitiopara dejarse uno los huesoen tierra... ¡Haz algoCayetano! Si ha llegado mhora, quiero ver esa isla ante

de dejar este mundo... ¡Ve abuscar a doña Matilda! —Ya he ido y está

avisada... Pronto ha de venir

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o se impaciente vuaced... —¡Ay, me muero! ¡Ve y

dile que me muero!Sus ojos vidriosostorpes, me miraban

fijamente, como buscandoescrutar la expresión de mrostro. ¿Cómo puede unhombre envejecer tanto entan poco tiempo? Apenas

podía ya incorporarse; seaferraba a mi mano con undébil apretón, sacando

fuerzas de su extrema

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flaqueza. —Vuaced no se morirá

le dije—. Ande, no pierdalas esperanzas, donRaimundo. ¿Ahora se va a

venir abajo? Vuaced siempreha sido un hombre de fe..Ande, confíe en Dios!

 —Yo confío... Confíomucho... Pero... ¿Por qué no

viene doña Matilda? ¿Se haolvidado de mí? —No, no se ha olvidado

Lo que pasa es que aquí la

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normas son harto estrictasEllas están dentro de la

ciudadela y a buen seguro noencuentran la manera devenir aquí. Igual que nosotro

no podemos entrar. Esto esuna plaza militar y hay leyecastrenses de por medio.

 —¿Y por qué nomandan recado? ¿Por qué no

se interesan por nosotros ? —Porque seguramentepiensan que estamos bien

Estarán esperando como

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nosotros a que de unmomento a otro llegue esa

escuadra de barcos... Creeránque nos estamos ocupando delas cosas del viaje...

 —¡Pues ve a ver a lofrailes, demonios! ¿No veque me estoy muriendo? ¿Nohay caridad en estepurgatorio?

Fui a ver al fraile. Yahabía hablado con él envarias ocasiones, al acabarse

la misa, y siempre me

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contestaba que no podíahacer nada, que eran mucho

los que estaban en idénticasituación que nosotros y aúnpeor.

 —¡Por el amor de Diosle supliqué—. Tiene que

hacer algo vuestra caridadeste compañero mío se estámuriendo...

Me miró visiblementecompadecido. Me puso lamano en el hombro y me

dijo, asintiendo con un

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movimiento de su cabeza: —Aquí muere gente cas

todos los días, hermano..Hay fiebres, disenteríamalnutrición, lepra

escorbuto... Todos los malesparecen querer venirse a esteinfecto lugar...

 —¿Y qué puedo hacerpadre? ¡¿Cuándo podremo

salir de aquí?!Apretó los labios congesto resignado y contestó:

—No lo sé

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sinceramente... Los militareesperaban que arribasen eso

barcos esta semana y no haynoticias... Solo queda tenepaciencia y confiar en Dios...

 —Don Raimundo semuere... Vaya vuestra caridady dígaselo a doña Matildadígaselo antes de que seatarde...

 —Ya se lo he dicho y tuama me aseguró que estátratando de hallar una

solución. Ellas se alojan en

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casa del veedor, donBartolomé de Larrea, y a

buen seguro estaránconvenciéndole para quehaga algo. Pero debe vuestra

merced tener en cuenta quedentro de la ciudadela rige unsevero reglamento queimpide la entrada a loenfermos de la parte de fuera

Ya hubo pestes y contagiosen otras ocasiones..Comprenderá vuestra merced

que no quieran poner en

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peligro al destacamentomilitar. Si los soldados

empezaran a enfermar¿quién defendería lafortaleza?

 —Lo sé, pero vayavuestra caridad una vez máspor el amor de Dios... Lacosa es inminente: eadministrador de doña

Matilda se muere... —Iré, pero no oaseguro nada...

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5. UNA FUERTETORMENTA Y UN RAYO

DE ESPERANZAEncima de todo lo queestábamos pasando, de

hambre, la enfermedad y eabandono, aquella mismanoche reventó una tempestadcomo yo, al menos, nuncahabía soportado

Primeramente los vientoazotaron las murallasaullando arriba en la

almenas y las torres

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brillaron los relámpagos y ecielo y la tierra temblaron

con los truenos; finalmentecayó el aguacero. ¿Qué mápodía tocarnos en suerte? E

vendaval arrancó latechumbres y los vecinovinieron a cobijarse bajo earco que nos servía de casaApelotonados, empapados

tiritando, transcurrieronhoras de horror ysufrimiento.

Luego, cuando vino la

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calma, la noche era fría, peroserena y transparente. A m

lado, don Raimundo noparaba de rezar y deliraba: —Ya, ya vienen los

ángeles de Dios a buscarme..Dios mío, ten compasión de

mí! Ya veo el cielo, ¿no vesesas luces? Perdón, Señorperdón... ¡Credo in Deum

atremomnipotentem!¡Credo in

eum...!

Después se quedó en

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silencio y temí que hubieraexpirado. Pero le o

removerse y más tardemusitar oraciones. Luegologré dormirme algún rato

aunque entre pesadillas ymalos presentimientos.

Cuando amaneciódesperté percibiendo rumorede pasos, lamentos y

conversaciones a media vozMe estremecí, porque mehabía puesto a pensar en

Fernanda. ¿Dónde dormiría?

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Seguramente muy cerca..Porque todo estaba cerca en

La Mamora, pero todo estabaseparado por gruesos muros..De pronto, se oyó una

voz fuerte y seca: —Cayetano!

La gente que se habíaresguardado bajo el arcoempezaba a removerse

Sobresaltado, miré hacia locuerpos pardos y laachaparradas siluetas que

deambulaban en la fría

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madrugada. La voz volvió aalzarse:

 —¿Están por aquí un taCayetano y un tal donRaimundo?

 —¡Aquí! —grité, dandoun respingo—. ¡Aquestamos! Se acercaba unsoldado llevando un farol enla mano: —¿Cayetano...?

¿Don Raimundo...? —preguntó. —¡Aquí estamoscontesté, agitando la

manos. Vino hacia mí y dijo:

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 —Vénganse conmigovuestras mercedes, que le

mandan llamar de lacomandancia.

6. EN LACIUDADELA, COMO ENLA MISMÍSISMAGLORIA

A don Raimundo

tuvieron que llevarlo encamilla. Iba trastornadodelirante, exclamando

apasionadamente:

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 —¡Ya me llevan aenterrar! ¡Pobre cuerpo mío

Acoja la tierra estos huesopecadores!Cuando me vi en la

plaza de armas, traspasadalas puertas de la ciudadelavolaron mis temores, setempló mi ánimo y una vivaemoción me sacudió de pie

a cabeza. ¡Si la tierra sehubiera abierto bajo mipisadas, no me habría

estremecido tanto! Y se me

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presentó el cielo delante aver de repente el rostro de

Fernanda, allí muy quieta ysonriente, al lado de doñaMatilda. Sin poder articula

palabra, fui hacia ellasardoroso y vencido por laturbación. No pude evitarlome eché a llorar.

Ellas parecían contentas

pero estaban espantadas antenuestro lamentable estadoExclamaban:/p> p<>—¡Dio

bendito! ¿Qué os ha

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sucedido? —¿Cómo estáis de esta

guisa?Me contuve. No podíaabrazarme a Fernanda

delante de todo el mundopero deseaba abandonarmerendido en sus brazos.

Junto a ellas estabanotras damas, el fraile, lo

oficiales y varias personamás. El veedor, donBartolomé de Larrea, tomó la

palabra y dispuso:

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 —Ahora es menesteque se den un buen baño con

agua caliente y se quiten deencima toda esa porquería. Eanciano debe ponerse en

manos del médico; se le vemuy mal... Pero el joven serepondrá enseguida. Quenadie se acerque a ellos máde lo necesario, no sea que

hayan contraído algún macontagioso. Toda precauciónes poca...

Así se hizo. Lo

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enfermeros nos frotaron conestropajos hasta cas

arrancarnos la piel; nodieron friegas, nos aplicaronungüentos, nos rasuraron la

cabezas y las barbas..Olíamos a trementinaromero, linimento... A mí medolía todo, pero parecíaretornar la salud y las fuerza

a los miembros comomilagrosamente. Aunquemayor prodigio se obraba en

don Raimundo, que dejó de

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toser casi de repente y sebebió con la avidez de un

muchacho un gran tazón decaldo ardiente. A pesar deque su rostro seguía como

extraviado, con sus ojos deloco, y decía cosas extrañacomo:

 —Bendita sea doñaMatilda, loada, ensalzada

sea... ¡Mujer bella yadmirable! Damabenefactora... ¡Bendita sea!

Cuando los médicos le

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dieron permiso, el ama yFernanda vinieron a vernos

Estábamos en las camas de laenfermería del cuartel. Ellanos miraban con el asombro

y la pena dibujados en surostros.

 —¿Cómo es posible queos veáis tan desmejorados?

se preguntaba el ama—

Si apenas han pasado quincedías desde la última vez queos vimos!

—Hemos estado a la

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intemperie —respondí sinexagerar nada—; llevamo

dos semanas malcomiendoenfermos, aguantando el fríode las noches...

 —¡Ay, Dios mío! —selamentó Fernanda—. No losabíamos... Pensábamos queestaríais acomodados con eresto de los hombres..

¿Cómo íbamos a suponer queestabais pasando un calvariotan grande?

—En la otra parte de la

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ciudad —expliqué—, ahafuera, la gente malvive

buscándose cada cual lamanera de salir adelante..Ahí falta de todo. Esa gente

está agotada, enfurecidarabiosa... Si hubiéramotenido que estar ahí un par desemanas más, ¡Dios sabe quénos podría haber pasado

Creí que don Raimundomoriría... —¡Yo sí que lo creía! —

exclamó el administrado

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desde su cama, estirando ecuello, sacando de entre la

sábanas su pellejo macilentoarrugado y lacio—Verdaderamente, creí que

había llegado mi hora... ¡Aydoña Matilda, qué amargotrance! Menos mal quevuestra merced nos enviósocorro... ¡Redentora nuestra

Al oírle hablar así, eama se enterneció; seaproximó a él y le hizo una

caricia delicada en la frente

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mientras le decía con cariño: —Bueno, ya pasó todo..

Gracias a Dios, haconservado la vida vuestramerced. Ahora, a reponerse

que no han de tardar en veniesos barcos que nos llevarána la isla.

Don Raimundo seemocionó y rompió a llorar.

 —¡Qué buena es vuestramerced, doña Matilda! ¿Quésería de mí si no la tuviera?

Porque... ¿qué hace un

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hombre viejo y solo como yoen esta vida? No tengo

familiares, ni a nadie en emundo... ¡Solo tengo avuestras mercedes!

 —¡Claro que síhombre! —le dijo elladándole unos golpecitos en epecho—. ¡Nosotros somos sufamilia! Ahora nos tenemos

los unos a los otros ydebemos cuidarnomutuamente. Por eso debo

pedir perdón, porque me

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descuidé pensando quevuestras mercedes estarían

bien... ¡He sido una tonta! Sles hubiera pasado algo peorno me lo perdonaría nunca..

Pero, gracias a Dios, aquestamos; todos juntos otravez... Y ahora, a esperar. Quetengo la corazonada de quelos navíos vendrán muy

pronto...Este discurso del amanos conmovió mucho. No

mirábamos con afecto

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verdadero. Era cierto quetodas aquellas adversidade

nos habían unido mucho. Nosentíamos cansadosdesnutridos; deseábamo

alcanzar por fin esa isla, esatierra prometida, esa vidanueva... ¡Ese cielo que se noprometía!

7. AMORÍOS EILUSIONESEn menos de tres día

me sentí repuesto. ¡ Qué

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milagro el cuerpo humanoMe volvió la fuerza a lo

miembros, engordé; mesentía eufórico y felizTardaba más en sanar don

Raimundo y siguió en camapero ya su aspecto estabamuy lejos del que teníacuando estuvo cercano a lamuerte. También a él se le

veía dichoso. Con frecuenciahablaba del pasado, contabamuchas cosas de la vida tan

buena sirviendo a los amos

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de lo bien que lo habíantratado, dándole casa

sustento y toda su confianza. —Ahora el ama lo etodo para mí —decía

entornando los ojosponiendo una cara muy raraen extremo dulcificada, comosi estuviera en trance.

Y a mí empezaba a

parecerme que idolatrabademasiado a doña MatildaTodo el día la tenía en la

boca, con exaltación y

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adulación desmedida. Algode locura había en aquella

veneración; posiblementeproporcionada por laextenuación sufrida, por la

enfermedad, por la fiebre...Pero también yo, en lo

que atañe a los sentimientosme encontraba seguro yventuroso como nunca ante

en mi vida; a pesar depeligro pasado, aun enaquella indigencia y en

medio del encierro que no

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mantenía inmóviles yexpectantes, sin poder hace

otra cosa que soñar con ladichosa isla, con los barcoque nos sacarían de allí para

llevarnos a esa nueva vidaque nos esperaba y que noterminaba de ser nuestra.

¡Fernanda sí que lo eratodo para mí! No hablábamo

de boda, pero imaginábamouna casa, unos niños y unacalma sencilla exenta de

cualquier preocupación

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Decirle que tener muchohijos sería mi mayo

felicidad era mi manera depedirla en matrimonio. —¿Cuántos? —

preguntaba ella. —No sé; muchos, siete

ocho, nueve... —¿Tantos? —decía

sonriendo, y eso para m

equivalía a un «sí quiero».Yo era capaz de vernuestro futuro con mucha

claridad. Aunque la isla

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estaba lejos y en mitad deocéano inmenso, la percibía

ya cercana. No íbamos apasarnos allí en San Miguede Ultramar toda la vida..

Tarde o temprano vendríanlos barcos y, entonces, ¡lafelicidad!

Mientras tanto, los díatranscurrían lentamente, muy

semejantes los unos a lootros, con una monotoníaespesa, castrense. Por la

mañana nos despertaban e

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toque de la corneta, los gritode los oficiales y el ajetreo

del cambio de guardia, lapisadas marciales, las secavoces cantando las novedade

de los centinelas... Había enla fortaleza un algo detiempo detenido, como unaatmósfera hecha de distanciae invariabilidad. La gente se

movía allí aferrada a lareiteración y la resignación.

8. EN CASA DE

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VEEDOR LARREATras salir del hospita

fui a alojarme en unaestancias de la parte traserade la casa del veedor, donde

vivían sus sobrinos, lohermanos gemelos Marcelinoy Hernando. En comparacióncon lo que yo había padecidofuera de la ciudadela, no me

atrevería a decir que allestuviera mal; pero, comoreferiré en su momento

aquellos dos mozos tunante

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no me pusieron las cosafáciles. Digamos por ahora

que no les sentó nada bienque yo me incorporase acompartir con ellos el pan de

cada día y la habitacióndonde estaban acostumbradoa refugiarse para ocultar sumucha holgazanería.

En cambio, el veedo

don Bartolomé de Larrea y sumujer eran personaencantadoras. Él, por su

llaneza y bonachonería

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incluso podía llegar a pareceun simplón; rollizo

sonriente, enseñabapermanentemente los dientede oro del lado derecho de su

boca, dejando escapar alegredestellos. Le gustaba el vinolo bebía a diario, y su rostroregordete se mostrabasonrosado a la caída de la

tarde. Doña Macaria, laesposa, era una maravilla demujer. Si no hubiera sido por

ella, según repetían el ama y

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Fernanda, no habríamopodido entrar nunca en la

ciudadela don Raimundo yyo. Era una de esas mujereque disfrutan haciendo feliz a

la gente y que no soportanver sufrir a los semejantesComo su marido, era de

avarra, sincera, espontáneay muy piadosa.

Con el ama y conFernanda, doña Macaria hizomuy buenas migas. Las metió

en la intimidad de su casa

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las hospedó en un buendormitorio y las sentaba a su

mesa en cada comida. Esopropició que, como ellas sepreocuparon tanto por mí y le

hablaron muy bien de mpersona, la veedora estuvieradesde que llegué muypendiente de minecesidades. Sintió lástima

también de don Raimundo yle buscó acomodo en unavivienda vecina, con una

familia de su confianza. De

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esta manera quedamos todoacogidos, sustentados y con

la posibilidad de teneinformación que en otracircunstancias nos hubiera

resultado inaccesible.En la casa de lo

veedores nos enteramos de loque de verdad sucedía en SanMiguel de Ultramar: de

abandono que allí se sufríaEra la fortaleza una suerte dedestino maldito, al que iban

nombrados, casi como

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castigados, todos aquellomilitares que habían tenido

algún percance desfavorableque eran víctimas de laenvidia, los celos o la inquina

de sus superiores o quesencillamente, eranconsiderados poco brillantes.

El veedor nada hablabade estos asuntos, pero su

mujer no desaprovechabaninguna ocasión paralamentarse, aunque sin

amargura ni resentimiento.

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 —Ya ven vuestrasmercedes —decía entre

suspiros—, aquí hemos deestar... ¡Dios sabe hastacuándo! Hasta que Dio

quiera... Aquí nos tienen ynadie se acuerda denosotros... Quince añollevamos en La Mamora..Ahí es nada! Hasta que Dio

quiera... —Déjalo estar, esposale decía don Bartolomé—

Lamentándonos todo e

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tiempo nada arreglaremosLos hay que están peor que

nosotros... —Eso sí, esposoResignarse es lo que queda...

Y ciertamente noquedaba otro remedio queese; la resignación en LaMamora resultaba muynecesaria. Al agobio propio

del encierro, se sumaba uninevitable ambiente deincertidumbre y de

precariedad. Según no

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contaron, nunca fue aquelloun lugar del todo seguro

siempre hubo ataques de lomoros; siempre merodearonpor aquellas aguas lo

piratas, ya fueran ingleses osarracenos, y en muy pocaocasiones hubo un tráficofluido y estable con lametrópoli. Pero, de un

tiempo a esta parteespecialmente en los últimodiez años, la cosa se había

complicado sobremanera

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Muy pocos navíos de banderaespañola se aventuraban po

unas costas tan peligrosasLlegaban algunos barcodesde las Islas Canarias

desde los puertos de Españacada vez menos. Esopropiciaba en la plaza un airede desánimo y hasta ciertoresentimiento, porque —

decían— el reino sedespreocupaba de aquellaplaza lejana.

Doña Macaria no

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mostraba ningún recato ahablar de estas cosas.

 —Al rey de España LaMamora le importa unrábano. ¡Aquí nos pudramos!

 —¡Calla, mujer! —leregañaba el veedor.

 —¡Ah, el día que notenga que pagar el rey todolos sueldos que nos debe! —

se lamentaba ella conamargura—. Si es que llegaese día... Porque me dice e

corazón que prefiere que no

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corten el cuello los moros. —No digas esas cosas

qué tontería! —¿Que no? Si noechan mano los moros y no

matan, se ahorrará sumajestad todo lo que nodebe...

 —El rey no piensa enesas cosas, esposa; el rey

tiene demasiadapreocupaciones como paraestar pendiente de tre

centenares de súbditos. Ya

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nos recompensarán suministros por cuidar de esta

cuatro piedras... Todo ha dellegar a su tiempo... —A su tiempo... Pues

bien podía ocuparse sumajestad y enviarnos a sutiempo más alimentos y másoldados para defender laplaza... ¡Aquí nos pudramos!

 —Calla, calla de unavez... ¿No te das cuenta decargo que tengo? ¡Acabarás

metiéndome en un lío!

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Y tenía razón donBartolomé preocupándose

por las amargas quejas de sumujer; porque, como veedogeneral de San Miguel de

Ultramar, era el encargado detodo lo referente a laadministración y lacontabilidad de la plazateniendo que intervenir en

todas las operacionenecesarias para eabastecimiento de la

intendencia. Un oficio difícil

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teniendo en cuenta que enaquel apartado y olvidado

lugar todo escaseabaAdemás, por la veeduríapasaban los requerimientos

escrituras, pagos, inventarioy relaciones de víveres ypertrechos. No obstante, nadase hacía en la fortaleza queno pasase primero por la

supervisión del gobernador.

9. EL MAESTRE DE

CAMPO DON JUAN DE

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PEÑALOSA Y ESTRADAINSUFRIBLE

GOBERNADOR DE LAMAMORADesde que estuve en e

hospital, me hicieron unasevera recomendación que nodebía dejar de cumplir ponada del mundo: evitacruzarme en el camino con e

gobernador o ponerme aalcance de su mirada. Porquedon Juan de Peñalosa era

inflexible y nadie se veía

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libre de su control, surígidas normas y su

decisiones fulminantes. Étenía rigurosamenteprohibida la entrada en la

ciudadela a cualquier hombreque no perteneciera a ladotación y cuyo nombre noestuviera inscrito en eregistro del personal. Por lo

tanto, si llegaba el caso enque me viese y resultase quemi rostro le pareciese

extraño, desconocido o

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sospechoso, enseguida haríalas averiguaciones oportuna

y podía verme metido en unserio problema. No obstante, esa

posibilidad parecía remotapuesto que el gobernador eracorto de vista.

 —Está cegato perdidonos dijo doña Macaria—

o ve a tres pasos. Deberíanhaberle jubilado ya, peroseguramente ocultó su

defecto a los superiores.

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La veedora no tenía enninguna estima a don Juan de

Peñalosa. —Es un hombreinsoportable —afirmó de é

sin reserva—, un mentecatoun altanero, un soberbio, undéspota... ¡Un diablo! No sepongan vuestras mercedes asu alcance, porque a buen

seguro se los llevará podelante. ¿Por qué creen si noque está aquí, en el culo de

reino? Se lo han quitado de

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encima en Madrid porquenadie lo aguanta...

 —Calla, mujer —lareconvino el veedor—¿Cómo dices esas cosas?

También nosotros estamosaquí, como tú dices, en eculo del mundo...

Ella miró a su esposocon aspereza y le contestó:

 —Sabes de sobra que lonuestro es diferente. A ti tehicieron una mala jugada

precisamente por lo buena

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persona que eres. Pero esediablo... ¡A ese no lo soporta

ni la bendita madre que loparió! —¡Ya está bien

Macaria! —No, esposo mío, no

me voy a callar, porquecomo cristiana, me creo en edeber de advertir a esto

buenos huéspedes nuestros dela clase de hombre que es emaestre de campo, para que

estén alerta y pongan cuidado

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de no tener que vérselas conél... Don Juan de Peñalosa e

un hombre peligroso eintempestivo... ¡Un trueno!Y, a pesar del desagrado

del veedor, nos contó que egobernador pertenecía a unaimportante familia, lo cual lehabía proporcionado muchaventajas y acomodos en e

oficio militarrecomendaciones yprebendas que él no supo

aprovechar a su tiempo

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precisamente por sucondenado temperamento

imperioso, altivopendenciero e imprevisibleYa antes, en el año de 1676

había sido vicegobernador dela plaza, enviado allí comocastigo por sus tropelías —según decía ella—; y luegoperdonado y devuelto a

España, volvió a hacer de lasuyas enemistándose concompañeros y superiores

teniendo broncas y

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cometiendo prevaricacioneshasta que de nuevo lo

mandaron al destierro.Y la veedora, después dedespacharse muy a gusto

relatando estos y otrodesatinos de don Juansentenció:

 —Ese se pelea con Diobendito; excepto con el santo

de mi esposo, con quien nohay Dios que se pelee... Conperdón...

—¡Macaria!

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LIBRO VIQue trata de lo que

sucedió durante laSemana Santa en SanMiguel de Ultramar

1. VELAS DE LONA YVELAS DE CERA

 —¡Navíos! ¡Galeones enel estuario! ¡Vienen velashacia poniente! —se oyó

gritar en lo alto de la torre.

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Era Domingo de Ramoy apenas acababa de salir de

la iglesia la procesiónCaminábamos en filasiguiendo el estandarte, con

nuestras palmas en lamanos, y el aviso hizo quenos detuviéramos y que noquedáramos perplejosmirándonos unos a otros sin

saber qué hacer. El fraile quepresidía la ceremoniainterrumpió el canto que iba

entonando y se quedó parado

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fijos los ojos en egobernador, que estaba a

unos diez pasos de él, con suuniforme de gala y laorgullosas plumas de

sombrero agitándosesuavemente por la brisa de lamañana.

A mi lado, donRaimundo susurró con voz

temblorosa: —Ah, los navíos... Lonavíos... ¡Por fin!

Un rumor sordo brotó

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entre los fieles, que mirabanhacia la altura de la torre

pendientes del vigía. Y estevolvió a gritar: —¡Velas! ¡Una escuadra

de navíos viene hacia efondeadero!

El fraile seguíapendiente de don Juan dePeñalosa, con gesto

interpelante, comodiciéndole: «¿Qué hago?¿Sigo o no con la

procesión?» A su lado, un

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monaguillo candorososostenía el incensario

haciendo que se balancease yque soltase el humo hacia locielos. Todas las miradas

estaban atentas, ora al vigíaora al gobernador, conansiedad, porque aquel avisono podía ser más esperado ydeseado, aunque se diese en

un momento tan inoportunoo había allí quien noquisiera salir corriendo para

subir a las almenas y ver lo

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ansiados barcos que traíanlos víveres tan necesarios.

Don Juan de Peñalosadudó nervioso, carraspeó y ledijo secamente al fraile:

 —¡Prosigamos, poDios! ¡Prosigamos, pero..prestos, prestos... !

La procesión dio lavuelta a la plaza a toda prisa

con el canto entonándoseatropelladamente.¡Hossanna in excelsis!

 Hossanna, hossanna...

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Entramos en la iglesiaLa misa fue cantada muy

rápida, en medio de laimpaciencia, del sofoco, delos sahumerios... Tras la

bendición final la gente salióen tropel, a empujones, ypudo al fin encaramarse enlas alturas para otear ehorizonte: allí estaban lo

cuatro galeones de laescuadra anclados en efondeadero, arriadas ya la

velas. El vocerío, la algazara

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las albórbolas arrebatadasaludaron aquella aparición

tan venturosa.Don Raimundo y yo noabrazamos, emocionados, y

luego fuimos a compartinuestra alegría con el ama ycon Fernanda. Ellas llorabandichosas, sabiendo que pofin podríamos proseguir e

viaje hacia las islas. —¡Bendito sea Dios! —exclamó doña Matilda—. ¡Se

acabó la espera!

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Desde lo alto vimos edesembarco de los marinero

y los soldados, cómocargaban con los pertrechos yse encaminaban por e

sendero en cuesta hacia lafortaleza, con las banderolaagitándose al viento. Lopífanos y los tamboremarcaban el paso, entre la

órdenes de los oficiales. Bajoel sol del mediodía, la visiónde la tropa resultaba radiante

y esperanzadora.

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Aquel domingo felizaunque daba comienzo la

Semana Santa, en LaMamora hubo fiestaalboroto, risas y vino a

raudales, hasta que a la caídade la tarde el toque de quedahizo reinar el silencio y laquietud.

2. UNA ALEGRÍADISIPADA Y UN JUEVESSANTO TRISTE

Habíamos inflado

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nuestras almas de ilusiones edomingo con la llegada de

los navíos; pero, al díasiguiente, todas nuestraesperanzas se derrumbaron

La escuadra no navegabahacia las Islas Canarias yaunque así hubiera sido, erangaleones de guerra que noadmitían pasajeros a bordo

Cuando estuvimos seguros deesta fatal realidad, se apoderóde nosotros el desaliento

Llevábamos en San Migue

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de Ultramar ya dos meses¿cuánto tiempo má

deberíamos permanecer allí?El dinero se nos habíaagotado y sobrevivíamos po

la pura caridad de las buenapersonas que nos teníanrecogidos en sus casas. Bienes cierto que nada noreprocharon durante la

estancia, pero, con todo, eraaquella una situación hartoincómoda. Y doña Matilda

poco acostumbrada a la

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humillación de vivir a costade los demás, no se cansaba

de decirles a los veedores: —Todos estos gastosque están haciendo vuestra

mercedes para mantenernoles serán satisfechos, hasta eúltimo maravedí. Nunca oestaremos suficientementeagradecidos... Quiera Dio

que pronto podamoembarcarnos y, una vez queestemos en Santa Cruz de la

Palma, lo primero que haré

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después de recibir la herenciaserá proveer lo necesario

para que seáis debidamenteindemnizados yrecompensados.

 —Ande, calle vuestramerced —le contestó doñaMacaria—, esto que hacemoes deber de cristianos. Dionos lo pagará...

 —No, ¡yo os lo pagaréreplicó muy digna el ama. Dios os premiará en la

Gloria, pero, aquí en la tierra

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yo les pagaré hasta el últimomaravedí.

 No quedaba sinoconformarse. Nadaganábamos desalentándono

ni dejando que el resto depaciencia se nos agostasetontamente en quejainútiles. Esta enseñanza, tanfácil de entender, pero tan

difícil de aplicar, aprendí yode Fernanda. ¡Qué mujerTodos estábamos

compungidos, ella también

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pero siempre había en suojos un destello de ánimo y

el brillo de la esperanza. Ellaconsolaba a doña Matildacuidaba de don Raimundo

me confortaba a mí... No séen qué momentos ni de quémanera se fortalecía a smisma. Pero, con toda labelleza serena que emanaba

de su rostro joven, aun entrelágrimas, sonreíasinceramente y nos animaba:

—¿Ahora nos vamos a

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descorazonar? ¿Ahora queestamos tan cerca de la isla?

Dios no permitirá que noquedemos aquí toda la vida..Que hay que esperar una

semana más, tal vez un mes..¿Y qué? Nos aguarda laherencia... Tarde o tempranonos llevarán a Santa Cruz dela Palma... ¡No no

desanimemos!Y la veedora doñaMacaria, que era una muje

muy perspicaz, se la quedaba

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mirando cuando le oíadecirnos estas cosas, asentía

con la cabeza y decía: —Esta muchacha es untesoro. El que tenga la suerte

de casarse con ella poco va anecesitar para ser feliz.

Como bien secomprenderá, el hombre queesto escribe sentíase

afortunado y, aun en mediode aquel trance, no paraba dedar gracias a Dios al ser tan

agraciado por saber suyo e

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tesoro.

3. LOS GEMELOSLARREACon toda franqueza

aseguro que estaba yofirmemente dispuesto aejercitar la paciencia, a noperder la esperanza, a nodesanimarme... ; mas no se

me pusieron las cosas nadafáciles para poder triunfacon holgura en tales virtudes

Porque, a las ya consolidada

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tribulaciones, como a sutiempo anuncié, vino a

sumarse la perniciosacircunstancia de tener quevivir con unos tunantes: lo

sobrinos del veedor, conquienes me veía obligado acompartir habitación; unoauténticos rufianes; mozodesalmados, ruines y

desprovistos del menodecoro; que si bien poseíancierto ingenio —a lo

truhanes no suele faltarles—

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no perdían ocasión deaguzarlo para su

bellaquerías. Como gemeloque eran, Marcelino yHernando se parecían el uno

al otro de tal manera queresultaba casi imposibledistinguirlos, si no fueraporque a uno de ellos lefaltaba un diente; rubicundo

ambos, lampiños, apuestosfornidos; igualmenteburlones, sobrados de

socarronería, irrespetuosos y

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temerarios; tenían siempredibujadas en sus rostro

semejantes sonrisas de mediolado y un algo desafianteindolente; se

complementaban en suabsoluta indiferencia por losentimientos del prójimo.

La buena de doñaMacaria, aunque los conocía

bien, dispuso para mí uncamastro en el cuarto de susobrinos, porque no tenía

más espacio en la casa. M

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acomodo no era ni mejor npeor que el de ellos, con

colchón y mantas. Esacomodidad, para alguiencomo yo que venía de lo

rigores de la parte de fueraresultaba todo un lujo.

 No me desagradaron demomento los hermanoLarrea; me parecieron

simpáticos a simple vistaPero esa primera impresiónmuy pronto se desvaneció. La

segunda noche, cuando llegó

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la hora de irnos a acostarfueron hacia mi cama sin

mediar palabra y, entrerisitas y con aire chacoterome arrebataron el colchón y

las mantas, apropiándoselasY como yo creí que erasimple guasa, les dijeamigablemente.

 —Dadme eso

muchachos, que tengo sueño. Nada respondieron a mpetición. Uno de ellos se

puso mi colchón encima de

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suyo y las dos mantas que mecorrespondían se la

repartieron. Soplaron la velay al rato estaban roncando. Amí me tocó echarme sobre

las tablas duras, arropado conel capote, y tardé un buenrato en dormirme pensandoen la mala condición que hayque tener para estar pasando

calor, como hacían esos dossobrados de mantas, por esolo antojo de fastidiar a un

semejante.

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 No rechisté ese primedía, desconcertado como me

hallaba, por no causar algúnproblema; encima de que mealojaba allí por la pura

magnanimidad de sus tíos loveedores. Pero la segundanoche, cuando vi queinsensibles se disponían aprivarme de la mínima

comodidad que mecorrespondía, protestédisgustado:

—¿Qué más os da

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dejarme el colchón y lamantas? ¿Qué ganáis con

verme perjudicado?Uno de ellos, cualquierapues ya digo que eran igua

de ruines los dos, mecontestó:

 —Cierra el pico yconfórmate con lo que hayque bastante es que te

dejemos dormir ahí en ecatre pelado; que esta enuestra habitación y no

tenemos por qué aguanta

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más hedor de pies que el delos nuestros propios. Y e

otro gemelo añadiódesdeñoso: —Y que no se teocurra soltar ni un pedo

siquiera. Aquí solamentepedorreamos mi hermano yyo...

Dicho lo cual, ambopusieron los traseros en

pompa y, apuntando hacia msin ningún recato, iniciaronun dúo de pedos sonoros que

me revolvió las tripas.

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4. UNA ESCOBA EN

LAS COSTILLAS Y LAHONRA MALTRECHAPara un hombre joven y

con energía, estar de prestadoy vivir de la caridad siempreresulta vergonzoso. Máximecuando tienes al lado quien temira mal; como me sucedía a

mí con los gemelos Larreaque me echaban ojeadadespectivas por encima de

hombro, como si yo le

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estuviera robando parte de supan. Así que, como allí en la

ciudadela había poco trabajoy nadie acababa de decirmelo que debía hacer, agarré por

mi cuenta un escobón y mepuse a barrer los patios. Yaunque no había másuciedad que la tierra quetraía el viento, me afanaba

con brío, arañando lapiedras, levantando polvosudando: ¡ris ras, ris ras, ri

ras...! Estaba convencido de

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que, si me veían laborioso yesforzado, me tendrían en

mayor estima mibenefactores. Como ademáera Jueves Santo por la

mañana y habían decretadodescanso en la oficialía, seme ocurrió que valoraríanmás mi voluntaria faena.

 No se me pudo habe

pasado por la cabeza unatontería más grande. Era muytemprano y se ve que todo e

mundo estaba todavía en la

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cama; de manera que el ruidoestridente que hacía yo a

barrer con tanto ímpetu ledespertó.De repente, me asustó

un vozarrón, como un truenoa mi espalda:

 —¡¿Qué carajo es esto?Me volví y me encontré

con la presencia desagradable

del sargento Cristóbal deCea; que venía a mediovestir, grueso, renegrido

velludo, bigotudo y

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visiblemente malhumorado. —Señor —dije—. Esto

está sucio... Y hoy es JuevesSanto... —¿Cómo que sucio? ¡Y

quién te manda a ti...! ¡Serámentecato! ¿Quién eres túpara decir lo que está sucio ylo que no? ¡Me hadespertado, hijo de...! ¡Y

mira la polvareda que estáarmando!A medida que gritaba, se

iba alterando más; avanzaba

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con pasos bruscos, alzando epuño. Y yo, intimidado, dije

apocadamente: —Lo he hecho conbuena voluntad...

 —¡Idiota, mastuerzoDeja eso!

Rabioso como estabalanzó una fuerte patada a laescoba, con tan mala fortuna

que, al soltarse de mi manobotó y le dio en la cara polas hebras, arañándole. Me

miró con los ojos encendido

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de ira, agarró la escoba y megolpeó primero en la cabeza

y luego, como yo meprotegiera con los brazos, entodo mi cuerpo, hasta rompe

el palo. Y no contentotodavía, me cubrió demanotazos, pescozones ypuntapiés. Bufaba:

 —¡Te mato! ¡Yo te

mato, majadero, mentecatonecio... !Escapé de la paliza

como pude y corrí lejos de él

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temiendo que de verdad mematase. Y al huir, reparé en

que la gente había salido aver qué pasaba, alentada polas voces y el escándalo. All

estaban riendo a carcajadalos gemelos, los asistenteslos centinelas... ; y tambiéndelante de la puerta de lacasa, la veedora, el ama y

Fernanda.Pasé entre las mujeresultrajado, con la cabeza

gacha. Me dolía más la

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vergüenza que los lomosdonde me habían llovido lo

golpes. Y fui a ocultarme enel último rincón queencontré, en las cuadras, en

lo oscuro de un pesebredonde se amontonaba la paja

Si hay alguna cosahorrible; si existe unarealidad que va más allá de

padecimiento del cuerpo, eesta: estar en plena posesiónde la fuerza, tener energía y

salud, notar un corazón que

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late y una voluntad quediscurre; sentirse hombre y

oven; en suma, amar ysaberse amado, y verserepentinamente afrentado a

ojos de la amada, sin podeuno alzar ni la voz, ni lopropios bríos para vencer lahumillación; defenderseustamente, desahogarse

aullar, pelear, desquitarse..o sé qué hubiera pasado deno ser porque mi raciocinio

milagrosamente, me contuvo

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diciéndome: «¡Quietoquieto, aguanta, aguanta!»

Tal vez de no ser por eso mehabría arrojado al cuello deaquel sargento mentecato

para ponerlo en su sitio. No obstante, algo

misterioso, como una voz decordura interior, me condujoa recluirme en lo oscuro de

pajar, donde lloré conamargura, como un niñovejado e incomprendido

Pensaba en mis adentros

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«¿Por qué estoy aquí? ¿Quéhago yo en este apartado

lugar? ¿Cuál es el sentido detoda esta humillación? ¿Quécaprichoso hado me trajo a

estos mundos, con esta gentehosca, intratable ydesconsiderada?» Y estuveallí no sé cuánto tiempoarrugado sobre mí mismo

entre la furia y edesconsuelo, añorando lavenganza, deseándole el ma

al odioso sargento.

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Hasta que unos pasodelicados y una voz

conocida, vagamente, mearrancaron de la ofuscaciónpara traerme a la realidad de

la vida. Era Fernanda quevenía a buscarmesusurrando:

 —Tano, Tano... ¿Dóndeestás? Tano, sal, que soy yo..

Aguanté sin contestaro quería ver a nadie; nsiquiera a ella.

—Tano, Tano —insistió

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. No seas crío y sal, pofavor.

 —¡¿Crío?! —repliquéyendo hacia ella—. ¿Mellamas crío? ¿También

quieres tú humillarme? ¿Tútambién?

Fernanda saltó hacia míme rodeó el cuello con lobrazos y empezó a besarme

en la frente, en la cara, en lolabios... —¡No! —protesté

rechazándola con un empujón

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. ¡Déjame! ¡Déjame enpaz! ¡Dejadme todos en paz!

 —Pero... ¡Tano! ¡Tanoquerido! No te pongas asípor Dios! ¿Qué te pasa? ¡No

me asustes, Tano! —¿Que qué me pasa?

¿Y encima me lo preguntas?¿Acaso no has visto lo queacaba de sucederme? ¿No ha

visto cómo ese cafre megolpeaba y me humillabadelante de todo el mundo?

Ella volvió a intenta

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abrazarme y, sin podercontenerse, con un tono en

que se unían la súplica y laangustia, se puso a decirme: —¡Tano! ¿Le vas a dar

tanta importancia? ¡Razona!Me dejé caer de rodilla

en el suelo, comodesesperado, y empecé arevolver la paja con rabia

gritando: —¡¿Que razone?! ¿Nolo has visto, querida? ¿No

has visto lo que ha pasado?..

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Me puse a barrer los patiocon mi mejor intención, po

hacer algo útil, por resultaprovechoso... ¡No me gustaque me miren como a un

haragán! ¡No quiero que meconsideren un vago! Y yaves: ¡una paliza! Ese asno merompió la escoba en lolomos... ¿Y me pides que

razone? ¿Que razone yo...?Ella se echó también derodillas junto a mí. Sonreía

como avergonzada, temiendo

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encolerizarme todavía más, ycambió su tono, excusándose

con gracia: —Tienes razón, vidamía... ¡Claro que tiene

razón! Lo vi todo: ¡ese cerdosin alma! Pero... ¡Tano...No seas niño! Tú eres m

hombre inteligenterazonable, cuerdo... ¿Qué te

importa eso? Tú a lo tuyo..osotros a lo nuestro..Piensa en la isla, Tano!

Yo comprendía muy

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bien lo que Fernanda venía adecirme, pero deseaba da

rienda suelta a mi iradesahogarme y destrabatodo lo que llevaba dentro.

 —¡Harto! ¡Estoy harto¿Qué demonios pinto yoaquí, en este cuartel?Cuando nunca me ha

llamado la vida militar! ¿Po

qué demonios tengo queaguantar a mastuerzos comoese, a pazguatos hechos a

humillar a los demás y a

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tenerlos bajo la suela de suzapatos? ¡Oh, Dios, Dios...

No me hables de la isla! Poculpa de esa maldita isla novemos aquí, ¡en este

purgatorio! ¿Cuándo se va aterminar esto? ¡Dios Santocuándo!

Ella rompió al fin allorar, muy perturbada a

verme en tal estado. —¡No desesperemos! —sollozó—: ¡Dios no

ayudará!

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 —Sí, nos ayudará..Pero... ¿cuándo?

 —Cuando Él quieraTano, querido... Hasta ahoraDios no ha dejado de

socorrernos... ¿No te dacuenta? Cuando teníamos unproblema, al final siempreacababa llegando la solucióncuando se hundió el Jesús

azareno  y todo parecíaperdido, llegó la noticia de laherencia; luego fue lo de lo

pasajes... y pudimo

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emprender la travesía... —¡Y por poco no

matan los piratas! —lainterrumpí. —Sí, pero ¡estamo

vivos!... Estamos vivosTano, vivos y con salud; nostenemos el uno al otro... ¡Noamamos! ¿Qué más podemopedir? Lo demás llegará a su

tiempo; estas cosas son asíTano, estas cosas son así..Piensa en la isla, mi amor

piensa en lo que allí no

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espera, en esa vida nueva conla que soñamos, en la boda

en los ocho hijos que diceque quieres tener...La miré a los ojos con

intensidad, como si quisierapenetrar en lo profundo de subondad y su fortaleza. Meavergoncé de nuevo; esta vezpor haberme comportado

como un chiquillo: por habesido un quejica. La abracéera tierna y cálida; siempre

me olía muy bien... Dije

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endulzando el tono: —Si no fuera por ti

Fernanda... ¡Ah, si no fuerapor ti! Eres de verdad loúnico que tengo...

 —Anda, tonto... ¡Quétonto eres! ¿Qué te importa ati ese gordo desalmado?¿Qué nos importa a nosotros?Este sitio es solo de paso en

nuestras vidas. Un díasaldremos de aquí y, luegocuando nos acordemos de La

Mamora, nos reiremos...

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En esto, llegaron doñaMatilda y la veedora, con lo

rostros abatidos y a la vezdespechados. —Muchachos, no o

preocupéis —dijo el ama—ya pasó todo! El sargento

ese se ha ido a sus asuntos yya no hay nadie en los patiosVolved a casa y desayunad

algo.Doña Macaria sonriólevemente y me dijo con

ternura:

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 —Has hecho muy bienen aguantar, Cayetano. No

quiero pensar siquiera lo quepodría haber pasado si tehubieras encarado con e

cretino del sargento Cea. Yasabes lo que te dije: debeprocurar pasar desapercibidopara que el gobernador no seentere de que te tenemo

recogido en la ciudadela. —¿Y si el bestia ese selo dijera? —le pregunté.

—No se lo dirá. Ya me

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encargué yo de cerrarle laboca con unos obsequios. A

Cea no le interesaenemistarse con mi esposono le trae cuenta tener a

veedor en contra... —Gracias, gracias

señora.Y doña Matilda

aprovechó aquello para

decirle a la veedora una vezmás: —Un día os pagaremo

todo lo que estáis haciendo

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por nosotros. Sois muybuena, Macaria, muy buena.

 —¡Vamos! —contestóla veedora—. Es JueveSanto; hoy habrá oficios en la

iglesia y saldrá en procesiónel Nazareno... Ya veréis quésagrada imagen de Cristotenemos aquí en La MamoraDebemos ir a rezar, debemos

pedirle al Señor que noayude...¡Todos necesitamossu ayuda!

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5. EL SEÑOR DE LAMAMORA

Aquella tarde, siguiendoel consejo de la veedorafuimos a la iglesia

convencidos de que debíamoencomendarnos a Dios enmedio de las dificultades quepadecíamos... Pues la fe enecesaria al hombre

Desgraciado quien no laposee!Allí acudí yo a busca

ese don, en medio de m

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humillación, de laprecariedad, de la

impotencia; porque ansiabaampararme en lo invisiblehallar cobijo en el misterio y

pedir luz, esa luz tan válidacuando todo alrededor pareceque se queda a oscuras y nose ven por delante sinosombras...

Fernanda y yo nopusimos en un rincón depequeño templo, cas

escondidos en la media luz

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cerca el uno del otro, de pielos dos. Nuestros corazone

estaban tan unidos en laprueba que seguramentepedíamos lo mismo: salir de

allí, seguir adelante, empezaesa vida nueva... No setrataba de dinero, ni debienes, ni de nada materialera únicamente eso: pode

vivir juntos y realizanuestros pequeños sueñosÉramos jóvenes; a nada má

aspirábamos...

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La iglesia estaba llena arebosar y los que no cabían

dentro esperabanapretujándose en la plazadelante de la puerta po

donde debía salir laprocesión. Cuando acabó eoficio, llegó el momento enque correspondía sacar a

azareno. Se oyó entonces e

toque destemplado de untambor y todas las miradaconvergieron hacia una

pequeña capilla, como un

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camarín situado a un lado dealtar mayor. Un denso

murmullo brotó tanto dentrocomo fuera.Pero, antes de proseguir

es preciso que explique eporqué de la devoción tangrande que la gente de SanMiguel de Ultramaprofesaba a su Nazareno.

Aquella imagen —segúnnos dijeron— había sidotraída de Sevilla haría uno

cincuenta años por lo

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frailes, por mandato deobispo de Cádiz, que era

quien tenía jurisdicción enlos asuntos religiosos de LaMamora. El Cristo era una

talla espléndida, hecha enmadera por los mejoreescultores de aquel tiemporepresentaba a Nuestro Señode pie, maniatado, con la

cabeza baja, como si sehallara en el día de su pasióndespués de haber sido

azotado y coronado de

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espinas; como suele decirseel Ecce Homo, presentado po

Pilatos al pueblo deJerusalén. Como la hechuraera de natural estatura, e

cuerpo perfecto y el rostroparticularmente humanodentro de su divinidadparecía tan real que se teponía la carne de gallina a

mirarlo. En suma, aquellaimagen proporcionaba acualquiera que lo viese una

semblanza inigualable de

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Jesús, llena de sublimehermosura, de mansedumbre

y de paz, como si la ternuraentrañable de Dios estuvieseen él derramada. Así me

pareció al menos a mí; seríaporque me encontréparticularmente unido a él, asentirme tan humillado ydesvalido por entonces.

Durante todo el año, eazareno de La Mamorapermanecía velado, oculto

detrás de tres cortinas de

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terciopelo granate, las cualese descorrían el Jueves Santo

después del oficio; solodurante ese día y en lamañana del Viernes Santo

podía venerarse la imagenDespués volvía a su camaríny quedaba de nuevo cubiertoÚnicamente los frailes teníanlicencia para ocuparse de él

para tocarlo y limpiarlo en sucaso; de esta manera seguardaba su encanto y su

misterio...

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Por eso, aquel JueveSanto todos los vecino

estaban allí congregadosesperando el momento quetanto habían deseado durante

todo el año. El tamboavisaba de que faltaba poco..De repente, se hizo un gransilencio. Se descorrió laprimera cortina, luego la

segunda y finalmente latercera, apareciendo la figuradel Señor, vestido con su

tunicela de color morado

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bordada con filigrana de hilode oro; su estampa era regia

y a la vez rendida, mansasumisa... ¡Qué emoción tangrande!

Las gentesapelotonadas, fervientesmiraban, lloraban, seaproximaban a acariciar epie, lo besaban, lo rodeaban

de plantas y flores olorosas...Cuando se estásufriendo mucho, cuando

todo sucumbe alrededor

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cuánto bien hacen ladevociones! Nunca había

experimentado yo algoparecido: me brotaronlágrimas, me latía el corazón

con fuerza; y me descubragradecido, al ver que misentimientos se purificaban ysanaban; que el ánimo y lafortaleza se renovaban

delante de aquel que escuchaal que padece y lo ama hastael fin...

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6. VIDA OCULTAPasó la Semana Santa

con su piedad y sus sagradoritos. A todos los oficiosacudí yo, con mi humillación

a cuestas, hecho uno con lapasión de Nuestro SeñorAdoré la cruz, confesécomulgué y no desdeñéninguna penitencia, a pesa

de que los agravios sufridolos tenía aceptadodócilmente como pena justa

por mis pecados. Lo má

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difícil para mí fue no odiar aviolento sargento De Cea

hice no obstante un esfuerzoenorme y acabé haciendomuy mío el consejo de

Fernanda: en efecto, ¿qué meimportaba a mí ese hombre?Así que opté por ignorarloevitando siquiera tenerlo a lavista; como si no existiera

como si jamás hubiera tenidopor qué verme con él. ¡Québuena solución resultó se

esta! Hay veces en la vida

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que trae más cuenta hacerseuno invisible que lucha

contra los elementos; no eresignación, es pura astuciaEsta táctica la cumplía a

rajatabla: en la iglesia asistíaa las ceremonias desde loángulos en penumbra, lejode las velas; en laprocesiones acudía con m

sombrero calado hasta loojos, la cabeza gacha y ecapote envolviendo mi

contornos; por el día andaba

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oculto, como un fantasmapor los adarves sombríos, po

los cobertizos traseros, polas cuadras; procurando noalzar la voz, hablar lo meno

posible, conformarme con loque me daban de las sobracuando todo el mundo habíacomido... Me sentía pobre ymarginado. Solamente a

Fernanda veía con frecuenciade lejos y nos encontrábamoal menos una vez al día, en lo

escondido de mis refugios

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Lo peor de todo era cuandollegaba la noche y debía ir a

dormir a la habitación de lodichosos hermanos Larreaaquellos sinvergüenzas

Gozaban haciendo todoaquello que sabían que mehacía sufrir y se burlaban demí una y otra vezrecordándome la escoba, la

paliza, los insultos desargento... No era aquella unavida fácil, pero era la que

tocaba en la ciudadela; y no

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correspondía sino aceptarlaconformarse, pues la única

alternativa suponía volver alos barrios de fuera, donde yasabía muy bien lo que había

miseria, hambre ymortandad.

Tampoco Fernanda lotenía fácil; nadie lo teníafácil en la rígida existencia

que se desenvolvía dentro delos espesos muros depresidio militar. Pero ella

tenía una aceptación, una

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fortaleza, unapaciencia...,¡una bondad

natural! Seguía cuidando deama y de don Raimundo. Amí me guardaba comida

todos los días; seguramentese la quitaba de su ración. Yole decía:

 —Fernanda, que nonecesito nada... ¡Estoy bien

Cuida de ti misma! —Sí, sí —contestabaella—, pero déjame

ocuparme de ti... Que lo

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hombres coméis mucho..Mucho más que las mujeres

 —Si yo no hago ningúntrabajo aquí; no gastoenergías...

 —Da igual. Tú comeque si no te vendrás abajo; tedeprimirás y empezarás averlo todo negro. Por lainanición vienen la debilidad

y la melancolía. ¡Hay queestar fuerte!Me asombraba su buen

humor. ¿Cómo iba yo a

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quejarme? Fernanda era purainteligencia y pura

generosidad. Casi nuncahablaba de sí misma, de loque pasaba por su preciosa

cabecita, ni de lo que semovía en su bondadosocorazón. Por eso yo intentabasonsacarla y con frecuenciale preguntaba:

 —¿Y tú, querida mía?¿Cómo estás tú? —Yo bienPor mí no te preocupes. Doña

Macaria nos trata de

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maravilla.

7. LA ASTUCIACOMO LA PACIENCIATIENE SU LÍMITE

Determinación paraaguantar no me faltó, peroresultó que los gemeloLarrea acabaronponiéndomelo muy difícil

o es porque fueran tunantessocarrones, pedorrerosmalhablados...; todo eso lo

hubiera soportado yo

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imperturbable. Pero metocaron el nervio más hondo

y más alterable: no tuvieronconsideración ni siquiera conmis íntimos afectos.

Ya venían esos dospajarracos soltando los picodesde hacía tiempobuscándome la paciencia; yyo aguantando, aguantando..

Hasta que un día ensuciaroncon sus puercas bocas enombre de Fernanda

empezaron con que si era

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bonita y grácil, alabaron supelo, sus ojos...; hasta ahí la

cosa podía pasar, aunque mehervía la sangre al oírlesPero luego se fueron

calentando y, cuandollegaron al talle y a lacaderas, viendo queacabarían donde estaba elímite del peligro, me planté

en mitad de la habitación ydije: —Una palabra más y

hago un desatino. ¡De esa

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doncella no se habla en mpresencia!

Callaron, gracias a DiosY aunque tuve que sufritodavía sus risitas y su

cuchicheos, no pasó el asuntode esa raya.

Pero, al día siguienteacabó sucediendo lo que erade temer. Todo fue como

sigue.Resulta que los veedoredieron una comida en su casa

con motivo de la Pascua e

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interés en ir, siendoconsecuente con el plan que

me había impuesto de pasalo más desapercibido posibledesde que sucedió lo de la

escoba. Pero no pude evitaescamarme cuando Fernandame confesó que ella y doñaMatilda iban a estapresentes en el banquete.

Muy molesto, le dije: —No me agrada, no meagrada nada que vayas a

eso...

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 —¿Por qué? —mepreguntó con candidez—

¿Por qué no te parece bien? —No lo sé... Esocondenados gemelos... ¿Irán

los gemelos? —Supongo que sí

Pero... ¿qué te importan a tesos?

 —Ah, querida, ¡qué

ignorante eres a veces! Losobrinos de los veedores nome gustan un pelo... ¿Acaso

no te has dado cuenta de que

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te miran? —¿Que me miran? ¡Qué

cosas dices, Tano! —Claro que te miranFernanda. Esos dos arden de

deseos de estar cerca de ti..Menudos puercos están

hechos! ¡Unos lascivos son¿Cómo no te fijas, mujer?

 —¡No me asustes, Tano

¿A qué vienes con esasahora? ¡No seas retorcido! —Retorcido, retorcido..

Yo sé muy bien lo que me

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digo. Los hombres nos damocuenta de esas cosas... A m

no me engañan ese par detruhanes. Mejor sería quehicieras como si estuviese

mala... —¿Como si estuviera

mala...? ¿Qué quieres decir? —Sí, diles que está

enferma; que te duele la

cabeza o la barriga... ¡Qué séyo! Dile a la veedoracualquier cosa y no vayas a

esa comida, que no quiero

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que pases la tarde ahí contodos esos hombres.

 —No estaré sola, Tanoestarán allí otras mujeres: laveedora, el ama, la mujer de

teniente...Acabé enojándome y le

grité: —¡Hazme caso, Virgen

Santa! ¡No vayas! Hazlo po

mí... ¿Tanto interés tienes enir? —Está bien, está bien..

Pero me sabe mal desairar a

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los veedores; ¡son tanbuenos!

 —¡Diles que estáenferma! —insistbruscamente.

Ella suspiró y replicócon firmeza:

 —No me gustan lamentiras, Tano, lo sabes desobra... No considero justo

andar engañando a esa buenagente y, además, no meparece nada bien dejar sola a

ama, cuando ella está tan

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ilusionada con ese banquete..Comprende que lo ha pasado

muy mal la pobre mujer y nole vendrá nada madivertirse...

 —Divertirse,divertirse... —contestémalhumorado—. Todos loestamos pasando mal... Yavendrán momentos mejore

cuando estemos en la isla..Allí nos divertiremosdiantre!

Fernanda hizo un mohín

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como de reproche tímido yafectuoso, y mirándome con

dulzura, dijo: —¡Anda ya! ¿Por qué tepones así por una minucia?

Qué chinche te estávolviendo! ¿No confías enmí?

Callé y medité, vencidopor su bonita mirada, tan

limpia. Y ella, sabiéndome asu merced, preguntósonriendo levemente:

—Entonces... ¿Qué

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hago? ¿Voy? ¿No voy...? —Ve, ve —cedí al fin

. ¿Cómo voy a desconfiade ti, mujer...? Pero no tequedes allí sino lo necesario

Cuando veas que los hombrehan bebido ya demasiadovino, te excusas y te retiras atus aposentos.

 —Te lo prometo

querido mío. —Me dio unbeso cariñoso, doblementecontenta.

Desde aquella

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conversación, anduve en unsinvivir hasta el día de

banquete. Asistí al ir y venirde los preparativos desde ladistancia: vi cómo mataban

los carneros, cómo encendíanla lumbre y cómo los criadoacarreaban las viandas, localderos, el pan, el vino... Yyo, con el alma en vilo

andaba de aquí para allá enun deambular desconfiadocon un husmeo que me iba

calentando los ánimos cada

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vez más, sobre todo, cuandolos gemelos estuvieron po

allí merodeandorelamiéndose por la fiestaque se iban a dar sentados a

la misma mesa que mFernanda.

Cuando llegó al fin lahora de la comida, desde unrincón del patio, observé la

llegada de los militares y lodemás invitados. Mujereentraron pocas, como me

temía; apenas cuatro, siendo

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Fernanda la más joven detodas con diferencia. Me

decía para mis adentros«Calma, Cayetano, calmaque ella sabe muy bien dónde

tiene la cabeza.» Pero nopodía frenar los latidos de mcorazón ni el brote de furoque me nacía dentro. Sobretodo, cuando vi aparecer a lo

hermanos Larreafanfarrones, ufanos, con subuenos jubones y sus calza

de seda ambarina, los capote

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a medio hombropresumiendo altaneros, como

gallitos que eran. «CalmaCayetano, calma...»Pasó como una hora

qué larga se me hizo! Oíanserisas, voces, ruido de platos ycubiertos, estridencias..«Qué bien se lo estánpasando —me dije—, y yo

aquí, dado de lado, apartadoignorado...» Alcé los ojos acielo y supliqué paciencia

más paciencia...

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Y de repente, no sé quéhora sería, pero ya tarde, me

pareció entender que una voznombraba a Fernanda. Noeran imaginaciones mías; se

volvió a oír con todaclaridad: «Fernanda estoFernanda aquello... Fernandapara acá, Fernanda paraallá...» Y después su risa

inconfundible. ¡Ella sedivertía! No pude más. Corr

hacia una de las ventanas y

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amparado en la penumbra dela noche que caía, vi lo que

sucedía dentro a la luz de lalámparas: había jolgorio ybrindis; los invitados en

torno a la mesa de pie yentre los caballeros máóvenes, estaba Fernanda

Todos allí se alegrabanencantados con la fiesta, y

ella parecía feliz, indolente..Entonces ocurrió lo que tantotemía yo: a su lado, lo má

cerca de ella que podían

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estaban esos dos pícaros..Esos dos con mi amada

Con lo que me hacían pasacada noche... !Y de pronto, algo estalló

dentro de mí cuando uno deellos, delante mismo de miojos, le tomó la mano aFernanda y se la besó conmucha laminería.

 —¡Hasta aquí hemollegado! ¡Se acabó la fiestagrité desde la ventana.

Y en un arrebato de

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locura, me encaramé y saltédentro. Agarré por la pechera

a aquel canalla, le zarandeéle abofeteé, le hundí la narizde un puñetazo... Entonces e

otro se echó sobre mí yrevolviéndome, también le dlo suyo... Les gritaba a la vezque les pateaba las tripas, oraal uno ora al otro:

 —¡Par desinvergüenzas,desfachatados, cabrones

hijos de puta... !

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Los hombres que allestaban de momento se

quedaron atónitos, pero luegonos rodearon y me echaronmano por todas partes

Mucho debió de costarleinmovilizarme, pues menacía dentro una fuerzaarrolladora, como la de untoro bravo; y soltaba yo

puños y coceaba a diestro ysiniestro, como un molinillomientras no paraba de grita

como un loco:

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 —¡Soltadme! ¡Yo matoa alguien! ¡Lo juro! ¡Por lo

clavos de Cristo que lomato!

8. EN UNA PRISIÓNOSCURA

Amanecí en un frío ysucio calabozo, allá abajo enlas profundidades de alguna

parte del cuartel; sin sabedónde, porque me llevaronallí envuelta la cabeza en una

capa, cegado, amarrado y

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sujeto por muchas manosdespués de recibir golpes po

todo mi cuerpo. La noche fuehorrible, entre la ofuscaciónla rabia y el dolor, en la tota

oscuridad.Supe que era por la

mañana porque oí lejano etoque de corneta queanunciaba la luz del día

Recuerdo que pasó un tiempoindeterminado, tal vez máde dos horas. Al cabo, v

acercarse un resplandor vago

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desde un lateral y al pocoaparecieron dos guardias a

otro lado de la reja. —¡Andando! —medijeron, mientras crujía la

llave en la cerradura. —¿Me van a colgar? —

pregunté aturdido.Se echaron a reír.Me condujeron por una

escaleras estrechas y luegopor unos corredoreigualmente angostos

Atravesamos el patio de

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armas y entramos en ladependencias de la

Gobernación. Allí, sentado enun banco del recibidorestaba el odioso sargenteo

Cristóbal de Cea; me mirócon desprecio, escupió asuelo y dijo secamente:

 —¡Adentro!Me eché a temblar

temiendo que cuanto menome cayera encima unpalizón; pero me llevaron a

despacho del alférez Juan

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Antonio del Castillo, jovencomo yo y más comprensivo

que me recibió de pie, detrádel escritorio. —¿Nombre? —me

preguntó. —Cayetano Almendro

Calleja.Lo apuntó en un papel y

luego me estuvo observando

en silencio, mientras movíala pluma que tenía entre lodedos.

Y yo, queriendo sabe

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cuanto antes la gravedad demi delito, le pregunté con

impaciencia: —¿Les hice algún dañograve a los gemelos?

El alférez meneó lacabeza y respondió:

 —Poca cosa: uno tieneun ojo morado y al otro lefalta un diente.

 —Ese diente ya lefaltaba —me apresuré a deci; por eso se les distingue a

uno del otro...

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 —Ya lo sé —dijocircunspecto—; todo e

mundo sabe eso. Pero es loque ha alegado en ereconocimiento...

 —¡Será cabrón! —No empeoremos má

las cosas, ¿eh? —exclamó é. Si te hubiéramos dejado..

Ay si llegamos a dejarte

¿Los querías matar? Dalegracias a Dios por queestuviéramos allí para

detener la pelea...

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 —No hice sino lo quecualquier hombre hubiera

hecho —interrumpí—defender mi honra. Esoandaban detrás de mi novia...

Me miró de maneracomprensiva y dijo:

 —Los celos son malosmuy malos...; hacen vecosas que no son como se la

ve... —¡Yo sé muy bien loque vi y lo que a esos dos le

corría por dentro!

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 —Bueno, está bien —dijo el alférez

apresuradamente, para zanjala cuestión—. El caso es quedebes presentarte ante su

excelencia el gobernadopara escuchar su veredictopues ya ha juzgado el caso.

 —¿Ya? ¿Sin oír lo queyo tengo que decir? —

protesté. —Las cosas en eejército son así; aquí estamo

bajo disciplina militar y lo

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uicios son sumarísimos...Dicho esto, dio la orden

a los guardias y fuconducido a las dependenciadel gobernador.

Cuando se abrió lapuerta, apareció una antesalasobria en la que meestremecí. Después mellevaron a un salón suntuoso

donde, sentado en un sitial enlo alto de una tarima, estabaaquel hombre menudo pero

terrible, con su gorguera

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blanca almidonada, sobre laque descansaba una cabeza

altiva, infinitamente distantey una mirada inflexible. Eescribiente que estaba a su

lado preguntó: —¿Nombre? —Cayetano Almendro

Calleja —respondí con lacabeza gacha, con toda la

humildad que pude extraer demi persona.El gobernador se puso

en pie, clavó en mí sus ojo

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usticieros y habló así: —No se consienten

altercados dentro de laciudadela y tú has organizadouna pendencia.

 —Señoría, yo... —dijetimorato.

 —¡Silencio! —exclamóel escribiente. Su excelenciaprosiguió con despectiva

autoridad: —Nadie que nopertenezca al estado militar oeclesiástico puede vivir en la

ciudadela. De modo que será

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llevado al lugar de donde nodebiste haber traspasado la

puerta para venir acá. Quedaexpulsado, so advertencia deque, si vuelves, será

ahorcado. He dicho.

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LIBRO VIITrata de lo que pasó en

mi segunda estanciafuera de la ciudadelaasí como de la manera

en que a la gente queallí estaba se le iban

caldeando los ánimos

1. FUERA DE LACIUDADELA:

INDIGNACIÓN Y

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ARREBATOPor la misma puerta que

un día entré en la ciudadelade La Mamora, salí un lune21 de abril, para retornar a la

dureza de la vida en la ciudadexterior, a la desdicha, ahambre..., a la separación demi amada Fernanda. Afuerame encontré nuevamente con

la marinería, con lopecheros, con los malhadadohabitantes de aquellos barrio

cochambrosos; todo e

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mundo allí estaba famélico yen extremo irritado, porque

faltaba de todo y sobrabanenfermedades, pulgas ypiojos; el enojo de lo

hombres rayaba en la cóleray el resentimiento hacia egobernador les hacía echapestes por la boca, pues leconsideraban responsable de

abandono y la desgracia enque se hallaban. Nada más enterarse de

que me habían expulsado y

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de que andaba yo pululandopor allí, vino en mi busca e

portugués Joao de Rei, quienfuera maestre del navío quenos trajo desde Cádiz

desgreñado y barbudo comoun salvaje, su cara estabaencendida de furormanoteaba, echaba fuego polos ojos, bufaba... Me hizo

muchas preguntas sobre lagente de dentro, sobre looficiales, sobre e

armamento, sobre el estado

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de ánimo de los soldados... —Ahí dentro están

mucho mejor que aquí —respondí sinceramente—. Laescuadra trajo víveres

municiones y otropertrechos.

 —Tudo, tudopara eles

dijo con ira—. ¡Egoístas!Comprendí su rabia, que

era la rabia de toda aquellagente; su desánimo, sucontrariedad y su rencor

porque yo había compartido

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antes la vida de aquel lugade miseria y había sufrido en

mi propia carne la incuria delos de la ciudadela, deaquellos que, al fin y al cabo

tenían la responsabilidad decuidar de toda la poblaciónpor ser la autoridad legítimalos custodios del conjunto dela plaza. Y yo que tenía mis

propios motivos, mi justainquina, me uní al coro de laindignación; sintiéndome

acogido a mi vez e incluido

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en aquella turba doliente eiracunda.

Y enseguida advertsorprendido que, a diferenciade lo que sucedía a nuestra

llegada que cada uno andabaa su aire, ahora reinaba allcierto orden, nacido asocaire del abandonoestaban de alguna manera

organizados; los másbravucones ejercían emando, imponían sus norma

y controlaban el curso de la

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vida del resto de los vecinosY al frente de todos, habían

nombrado un alcaide: Toribiode Ceuta, al que apodaban eCeutí; un marino viejo a

quien los piratas berberiscole habían quemado el barcoen el fondeadero, como nosucedió a nosotros; era unhombre tosco, sin lo que

llamamos ilustración, pues nsiquiera sabía leer ni escribirpero dotado de

extraordinarias facultade

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para organizar al pueblo y deun sutil conocimiento de

arte de la sublevaciónhabilidades estas que, comose verá, nos proporcionaron

imponderables beneficiomás adelante, cuando lacosas allí se pusieron hartopeligrosas y apuradasAdemás, el Ceutí era experto

en asuntos de moros, pohaberse criado cerca de elloy haberse pasado media vida

tratando con ellos

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comerciando, trapicheandopor las ciudades de Berbería

conocía a algunos magnatestenía amistades en Fez y enMequinez, que eran lo

emporios más nombrados enaquella parte de África.

Me mandó llamar ealcaide al segundo día de mexpulsión. Acudí a su

casucha, en la que solo habíados estancias: una interiocon su dormitorio, que

compartía con una

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mujerzuela que se le habíaarrimado, y otra exterio

donde tenía instalado unauténtico puesto de mandocon su mesa, sus papeles e

incluso un asistente paradespachar a las visitasToribio de Ceuta era uno deesos hombres jorobaditospequeño de estatura, pero de

brazos largos y manosgrandes, que miraba con lacabeza inclinada y que

parecen tener siempre un ojo

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guiñado. Mi primepensamiento, nada más verle

por primera vez, fuepreguntarme cómo eraposible que hubieran elegido

los calamitosos habitantes deaquel barrio a alguien ascomo jefe.

 —Siéntate, siéntate —me dijo el Ceutí con extrema

cordialidad, sonrienteesforzándose por resultaeducado.

Me senté y al momento

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su ordenanza puso en mmano un vaso lleno de vino

hasta el borde. —Bebe, bebe, joven —me animó.

Bebí, sintiéndomereconfortado, a gusto; porquede ninguna manera esperabaser tratado mínimamentebien entre aquella chusma de

la que guardaba tan malorecuerdos. Y como si meleyera los pensamientos, e

alcaide me dijo afablemente:

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 —Así que..primeramente estuviste

fuera, luego te dejaron entraa la ciudadela y... ¡fuera otravez!

 —Así es —respondí condespecho—. Ahí dentro nohay justicia, ni caridad, nconsideración alguna..Sinceramente, no sé qué e

peor aquí en La Mamoraestar dentro o fuera.Soltó una carcajada

hizo una señal a su ayudante

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para que me rellenara el vasoy, poniéndose de repente muy

serio, observó: —Tú lo has dichooven: ni justicia, ni caridad

ni consideración... Aquestamos olvidados, en emismísimo purgatorio, sinposibilidad de redención. Eque tiene la mala fortuna de

dar en La Mamora con suhuesos, ya sabe lo que leespera... Y no pienses que

esos militares de la escuadra

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que han venido tengan la mámínima intención de ir a

pedir socorro a España..Cuando se larguen, me temoque aquí ya no va a volve

barco alguno...El vino se me atragantó.

 —¿Qué dice vuestramerced? ¿Cómo sabe eso? —le pregunté, demudado.

 —Porque es evidenteLas cosas en España estáncada vez peor y nadie allí va

a preocuparse por un luga

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como este, tan apartadopeligrosamente rodeado de

piratas y moros belicososEstamos a merced dedesastre...

Dicho esto, se me quedómirando, para ver quéreacción producían en mestas palabras. Y luegoentrelazando los dedos sobre

su barriga, añadió: —Así que nos estamoorganizando: aquí hemos

tomado el toro por lo

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cuernos y estamos dispuestoa buscar alguna solución que

no sea estarse así, de brazocruzados, esperando lamuerte... Y tú, un hombre

oven, debes decidir en estemismo instante si estádispuesto a unirte a nosotroincondicionalmente...

 — 

¿Incondicionalmente...? —pregunté extrañado—¿Unirme a vuacedes para

qué?

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 —Para lo que seamenester —contestó rotundo

con un brillo enigmático ensus ojos entrecerrados.Reflexioné un momento

y dije: —Ahí dentro están m

novia y dos personas a laque estimo, con las que vineen el viaje desde Cádiz. S

me está hablando vuestramerced de un motín...Sonrió y respondió:

—Digamos que

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debemos hacernos valer paraque el gobernador nos tenga

mayor consideración... —Tienen armascañones, mosquetes... —

repuse. —¡Y nosotros también

contestó, dando con unpuño en la mesa—. Tenemosde todo eso aquí afuera

¿Cómo comprendes si no quepodríamos defender estaparte de la fortaleza? Ah

radica precisamente la

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cuestión: aquí tenemos lamismas obligaciones que lo

de dentro, pero ningúnbeneficio. Si los moroatacan La Mamora, lo

primeros en pelear y, en sucaso, en caer, seremosnosotros... ¡Y encima notienen hambrientos! ¡Ya estábien! Somos tan españole

como los de ahí adentroSomos súbditos del mismorey! ¿Por qué no nos tratan

como debieran? ¡Mira cómo

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estamos...! Aquí muere gentea diario... ¡Como perros!

Después de meditaacerca de lo que me decía, yde considerarlo en extremo

usto, dije con decisión: —Puede contar vuestra

merced conmigo para todo. —Así se habla, joven

No te arrepentirás!

La conversación sequedó ahí, y yo me puse aesperar órdenes. ¿Qué otra

cosa podía hacer?

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¿Resignarmeconformándome con

malvivir? Eso ya lo habíaprobado y así me había ido.Los día

inmediatamente posteriorefueron para mdesasosegados, en undeambular casi sin sentidopercibiendo en torno como

un vacío; el del destierro y lasoledad. Pero tuve noobstante un consuelo

Fernanda me envió comida

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mantas, mi sombrero y unpapelito en el que había

escrito su nombre y unabreve frase: «Prontovolveremos a estar juntos.»

2. LA HORA DE LASTINIEBLAS

Una mañana de aquellazarparon los cuatro galeones

Los despidieron con salvade cañón desde las torresSubimos a las alturas para

verlos. Mientras se alejaban

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por el estuario, los marinerodecían con rabia:

 —¡Ya se van esosAnden con Dios... —Para lo que nos han

beneficiado, mejor no habevenido.

 —Ahora nos dejan otravez aquí, a merced de lomoros.

 —Deberíamos haberlearrebatado los navíos parahuir de aquí...

Y yo también

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participaba de aquel arrebatode odio, al sentir que con la

escuadra se iban nuestrosueños y nos quedábamos enel mayor de los desamparos.

Apenas cuatro díadespués, un sábado 26 deabril de aquel año de 1681una quietud especial y unsilencio dormido envolvían

San Miguel de Ultramarrespirándose una brisamansa, que venía del mar y

arrastraba el aroma de la

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amarillas anémonas de laladeras. Cuando el sol se

ocultaba ya en el ponientedespejado, después de quesonaran las campanadas que

marcaban las siete de latarde, una tras otraespaciadas, monocordesrepentinamente se inició unrepiqueteo violento, desigua

y estridente en las doiglesias de la fortaleza. —¡Alerta! —gritaron

arriba los centinelas—

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Moros! ¡Alerta! ¡Morosmoros, moros...! ¡Alerta!

Todas las miradas sedirigieron a las alturas.Las siluetas de lo

campanarios y, algo máslejos, las robustas formas delas torres se recortaban sobreel cielo violáceo del ocasoLas voces preguntaban:

 —¿Qué ocurre? —¿Por qué tocan? —¿Qué diablos está

pasando?

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La gente se quedómomentáneamente

paralizada; pero, un instantedespués, empezó el abrirse ycerrarse de las puertas y

ventanas, las carreras, logritos, el alboroto depánico... Y las campanas nocesaban: tan, tan, tan... llamando a rebato de manera

ensordecedora, mientras enlas almenas las voces cadavez más desgarradas de lo

centinelas anunciaban:

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 —¡Moros, morosmoros...! ¡Alerta, alerta

alerta...!Un tropel de hombrescomo una estampida, cruzó e

barrio en dirección a larampas, y luego se vio agentío seguirles subiendo polas escalerasatropelladamente. Yo

también eché a correr y notardé en encaramarme en lomás alto de los muros

después de ascender a salto

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por una empinada escarpa. —¡Allí, allí...! —

señalaban los dedos.Miré hacia el sur, dondeestaban fijos todos los ojos

el negrear de una hilera dehombres y animalescaballos, mulas y camellovenía desplazándoselentamente, levantando

polvo. En torno a mí, potodas partes, exclamaban: —¡Moros! ¡Son lo

moros! ¡Un ejército de

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moros! ¡Dios nos asista!...Un escalofrío me

recorrió de pies a cabezaante la presencia de aquellaintempestiva amenaza que se

aproximaba a la par que lasombras de la noche.

En la fortaleza nopararon de sonar los pífanoslas trompetas, las órdenes

los lamentos... La poblacióniba de un lado para otroinquieta, augurando lo

males posibles: asedio

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asalto, derrota, cautiveriodegüello... Y los más viejos

que habían sobrevivido aotros ataques precedentes delos moros, decían má

tranquilos: —Ya están aquí, como

cada año... Esto tenía quellegar; tarde o temprano teníaque llegar...

 —Con la primavera, yase sabe: ¡moros! —Todos los años lo

mismo...

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Entrada la noche secernió sobre La Mamora una

calma espesa y a la vezinterrogativa. Allá abajo, apie de la loma, los enemigo

iniciaron un estruendo detambores, como un tronaque retumbaba en los montecercanos, y encendieronhogueras en una gran

extensión. La visión eracomo para ponerse atemblar...

También en nuestra

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parte de la fortaleza, en ecentro de la plaza principal

se amontonó maderasuficiente para encender ungran fuego, en torno al cua

se celebró una especie deconsejo. Toribio de Ceuta, ealcaide, se puso en medio dela gente rodeado por suhombres de confianza. La

preguntas cargadas deansiedad le llovían alrededor —¿Y ahora qué

haremos?

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 —¿Cómo vamos adefendernos?

 —Dinos lo que tenemoque hacer...El Ceutí parecía muy

poca cosa para dar respuestaa interpelaciones tanangustiadas: pequeñocontrahecho, nada en él seasemejaba lo más mínimo a

la figura de un gran líder. Sinembargo, aquel mediohombre ocultaba dentro de s

todas las cualidades para e

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gobierno; si no fuera así, noestaría amparado por su

rudos subalternos, quecumplían a pies juntillas todolo que mandaba, cualquie

cosa que fuese. —¡Silencio! —

ordenaron estos—. ¡A callartodo el mundo! ¡El alcaide vaa hablar!

Reinó un mutismoabsoluto, obediente yexpectante. Toribio se

adelantó, sosteniendo una

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antorcha que iluminaba surostro, y habló con voz

segura, cargada de dominio. —Lo que tantotemíamos ya está aquí, lo de

cada año —empezó diciendo; lo que tenía que pasar, lo

que veníamos advirtiendo, loque era lógico y natural..Los moros vienen a por La

Mamora! ¡Vienen a pornosotros! Vienen a intentarecharnos mano...

Un intenso murmullo se

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elevó de aquella humanidadindigente y sobrecogida.

 —¡Silencio! —gritaronlos brutos adjuntos—. ¡Todoel mundo a callar!

El alcaide prosiguió conaparente serenidad:

 —Los moros vienen poLa Mamora y esta vezparecen estar resueltos a

hacerse con la presa..uestras vidas, en efectopeligran; todos estamo

ciertos de esta triste realidad

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no somos niños, sabemomuy bien lo que nos espera..

Pero..., amigos, ¡compadres!no vamos a consentir que norebanen el cuello a la

primera. ¡No, eso noBuscaremos una salidaharemos uso de nuestrainteligencia y trataremos potodos los medios de salva

los pellejos... ¿Confiáis enmí, compadres? —Sí, sí, sí... ¡Dinos lo

que hay que hacer

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Muéstranos tu plan! ¡Teseguiremos en todo!

El pequeño Toribio secreció ante esta adhesiónincondicional, hizo girar la

antorcha en la negrura de lanoche y dijo:

 —Ahora, compadrestodos a descansar! Procurad

dormir, que nos esperan días

de fatigas... Y dejadlo todoen mis manos. Ahora es ya denoche y nada debemos teme

por el momento. Pero

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mañana, cuando amanezcamis hombres y yo pondremo

manos a la obra para tratar desalvar a cualquier precio lavida de todos vosotros

¿Confiáis en mí, compadres? —Sí, sí, sí... ¡Claro que

confiamos, alcaide! ¡Haz loque tengas que hacer!

A pesar del consejo de

Toribio, no creo que nadiepudiera pegar ojo esa nocheni siquiera él mismo. Yo por

lo menos no dormí ni un solo

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momento, cavilando sobre epeligro que se cernía sobre

nosotros. Y acordándome deFernanda, se me presentabantodos los males. ¿Estaría ella

bien? ¿Cómo vivirían laamenaza en la ciudadela? Ydaba vueltas y vueltas en eduro suelo, pensando en lapalabras del enigmático

Toribio: ¿qué se proponía?¿Cuál era su plan? ¿Quéquería decir con aquello de

tratar de salvar a cualquie

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precio nuestras vidas?...

3. EL ASEDIOAmaneció con estrépitode pisadas, voces y agudo

silbidos de pífanos. Siguió unsilencio expectante, que sealargó durante un rato largo yextraño. Tras el cual, derepente, los gritos arreciaron

en las torres: —¡Ya vienen! ¡Nosatacan! ¡Alerta! ¡Alerta!

Estalló en todas parte

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la agitación, el desorden y edesconcierto, mientras la

campanas iniciaron epertinente toque a rebato ylas cornetas enloquecían

resonando en los muros; y afondo, como un rugir lejano ya la vez próximo, el vocerío ylos tambores de los moros.

 —¡A las armas! ¡Todo

el mundo a las almenasPreparad las mechasApuntad! ¡Esos cañones

Todos los cañones mirando

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al sur! ¡Que nadie disparehasta que se dé la orden!

Una tropa de soldados, ala carrera, venía desde laciudadela para apostarse en

las defensas de la parte sur dela fortaleza. Los oficialegritaban las órdenes a voz encuello y los tambores latransmitían. Arriba las

mechas encendidacentelleaban en el crepúsculoy el aire de la madrugada

parecía estar impregnado de

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incertidumbre y temor. Lasmujeres, los ancianos y lo

niños corrieron a cobijarse enlos sótanos; y en la plazadesangelada nos quedamo

únicamente los hombresanos y jóvenes, esperando aque alguien viniera adecirnos lo que teníamos quehacer.

Se presentó allí ealférez Juan Antonio deCastillo, sudoroso y aturdido

acompañado por un cabo

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todavía más joven que élos miraron, pensaron

titubearon, y el alférez acabódiciendo: —¡¿Qué hacéis ah

parados?! ¡Todo el mundoarriba! ¡Arriba! ¡A lasalmenas!

 —¡No tenemos armasrepuso alguien—. ¿No van

a darnos nada paradefendernos?El joven alférez vaciló

como dudando, miró a su

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ayudante y le ordenó: —¡Corre a la

intendencia! ¡Que traiganinmediatamente cincuentamosquetes, munición

pólvora...! ¡Corre! No había acabado de da

la orden cuando estalló arribaun cañonazo... ¡Luego otro!..Y una fuerte voz gritó: —

Fuego! ¡Disparad!Un tronar deexplosiones y tiros brotó en

medio de una nube de humo

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negro, a la vez que nollovían encima piedras

pedazos de plomo y otroproyectiles. Corrimos aprotegernos bajo lo

soportales y desde allí vimoel ajetreo en las almenas: lacarga de los cañones, eacarreo de las balas, eencendido de las mechas, lo

estampidos... No había pasado mediahora cuando se oyó gritar: —

Se retiran! ¡Se van! ¡Alto

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Alto el fuego!Siguió una calma, con

toses y carraspeos entre ehumo denso, algún disparosuelto y después el silencio

total. —¡Vamos arriba! —dijo

alguien.Subimos a las almenas y

vimos a lo lejos el polvo que

dejaban atrás en su retiradalos asaltantes. Algunoscaballos sueltos vagaban en

desamparo por la ladera

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pasando entre los cadávereque yacían sobre la hierba

aplastada. Abajo, en el llanolos moros se concentrabanunto a su campamento.

 —¿Hay alguna baja? —preguntó el alférez.

 —¡Aquí, señor!Traían a un muchacho

herido. Una bala le había

rozado la cabeza, por encimade la oreja; tenía el pelopegado a la herida y un

viscoso chorro de sangre

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oscura le caía por la mejilla yel cuello, hasta empaparle la

camisa; pero la cosa noparecía ser demasiado grave. —Llevadlo a la

enfermería —mandó ealférez.

Un rato después llegarona la plaza dos carretones connuestras armas. A los que

nunca habíamos tenido unmosquete en las manos nodieron cuatro instruccione

básicas: la manera de

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agarrarlo, la carga, la mechael disparo... A cada cual se le

asignó su puesto en ladefensas, con severaindicación de no dispara

hasta que se diera la ordenHabía poca munición y no sedebía desperdiciar.

A pleno sol, a resguardode mi almena, me quedé yo

en el sitio que me fijaron, alado de un soldado viejo quedebía aleccionarme en

aquellos menesteres de la

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guerra tan desconocidos paramí.

En mi absolutodesconcierto, le pregunté: —¿Cómo ve vuestra

merced la cosa?Aguzando sus ojos de

aguilucho hacia donde estabael enemigo, oteóprimeramente el panorama, y

luego respondió con muchacircunspección: —¡Quiá! Son cuatro

moros piojosos... Han hecho

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un amago para ver cómoandábamos de fuerzas... —

¿Entonces? —Cualquierasabe...

4. ¿MOROSJACTANCIOSOS?

Cuando pasó edesconcierto inicial, loánimos se fueron sosegando

poco a poco. Los que teníanexperiencia por haber vividootros ataques precedentes no

parecían estar demasiado

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preocupados; notranquilizaban diciéndono

que todos los años por esafechas, con el buen tiempoprimaveral, los moros se

entretenían yendo aincordiar, por el puro gustode lucir sus caballos, las ricamonturas, las tiendas decampaña, las armas...; pero

que no era aquello sino unalarde; como una feria paraexhibir su espíritu belicoso

sin que tuvieran verdadera

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intención de hacerse con laplaza; que, por otra parte

hubiera de suponerles muchoesfuerzo, pérdida de hombrey bestias, gasto de pólvora y

munición... En fin, quedebíamos preocuparnos loestrictamente necesarioAquel ejército que habíaacampado al pie de la loma

no era lo demasiado grandecomo para conquistar unafortaleza tan robusta; que San

Miguel de Ultramar, aunque

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contaba con una guarniciónde soldados menguada, no

era presa fácil, por la alturade sus muros, la facilidadpara cañonear desde arriba y

la dificultad que suponían lapendientes y la proximidaddel río. «No es tan fiero eleón como lo pintan —decíanlos veteranos con cierta

indolencia—. Esos moroandrajosos mañana o pasadose cansarán de estar ahí, con

sus tambores y sus canturreo

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a pleno sol, y se irán podonde han venido como si ta

cosa.» O sea, que en LaMamora estabanacostumbrados a que, ya

fuera a finales de abril o aprincipios de mayo, lamorisma apareciera por allun día u otro a darles la lata.

5. ALGARADAPITORREO Y UNA SERIAAMENAZA

De momento no hubo

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ningún ataque importanteLos moros cabalgaban a

distancia, fuera del alcancede nuestros mosqueteshacían cabriolas con su

caballejos, exhibían sugrandes y desmadejadocamellos, sacaban a relucilos alfanjes, tiroteaban aaire, formaban algarabía

pero lejos. Parecía ser pueque tenían razón los viejosoldados cuando decían que

aquello no era sino pavoneo y

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vana algarada, pero que nohabía en el fondo ganas de

atacar seriamente, por muchoque el primer día nos dieranun susto.

El martes por la mañanala turba de enemigos estuvoespecialmente revueltadesde muy tempranoanduvieron formando tropa

e iban y venían al galopehasta el pie de la pendientedonde, siempre a prudente

distancia, hacían ostensible

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las armas, amenazantes, conmucho griterío y aspavientos

Y los nuestros a su vez, desdearriba, les insultaban a voz encuello, respondiendo a la

provocación: —¡Bujarrones! —¡Venid si tenéis

redaños! —¡Poneos a tiro si o

atrevéis, moros cagados!Y así siguió la cosa todala mañana, como en un juego

de críos. Pero a mediodía

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cuando el sol estaba en supunto más alto, nuestra

miradas dejaron de lado ecampamento y se dirigieronhacia el río: una veintena de

abeques y embarcacionemenores llegaba por eestuario, a la deshilada, y sedetenía como a media leguadel fondeadero, quedándose

estática, anclada y con lavelas recogidas. ¿Quiénevenían a bordo? ¿Acaso

piratas berberiscos? ¿Aliado

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de los atacantes? Nadie suporesponder a estas preguntas y

todo el mundo en La Mamorase quedó extrañado yhaciéndose todo tipo de

suposiciones.Esa tarde a mí me tocó

hacer guardia en una de labarbacanas que mirabanhacia el sur, desde donde se

divisaba una gran extensiónde terreno pelado, cerro tracerro. Tuve que estar all

muchas horas, aguantando a

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Santa! ¡Mirad, mirad!Una visión aterradora y

completamente inesperadame despabiló: venía una nubede polvo inmensa

envolviendo una enormemultitud de hombres ybestias. Un nuevo ejércitodescomunal este, seaproximaba lentamente po

la planicie donde crecía lahierba rala y pobre. Nuevamente

enloquecieron las campanas

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los pífanos, las trompetas, lavoces y las carreras de lo

hombres. Y nuestra gentesubió para ver la amenazaque se avecinaba. Una hora

después, horripiladosveíamos levantarse uncampamento cien vecemayor que el anterior...

6. UN TORBELLINODE HECHOSLo que sucedió a parti

de aquel martes fatídico fue

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tan vertiginoso, tanatropellado, que todavía me

cuesta trabajo poner en ordenen mi memoria cadaacontecimiento, cada

incidente y cada sobresaltodada la intensidad con quelos viví, poseído por unextraordinario estado deansiedad, como una zozobra

un enloquecimiento...Vayamos pues porpartes, y pido desde este

momento perdón si pudiera

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quedar trastocado el orden delos hechos u omitida

cualquier peripecia de menoimportancia.Conservo claro

recuerdos de lo que pasó esamisma tarde, es decir, el día29 de abril, en las horas quesiguieron a la llegada degran ejército de los moros

Como es natural, se desató unpánico morrocotudo que sepropagó hasta el último

rincón de la fortaleza. Si bien

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el primer ejército había sidorecibido con indolencia, y

hasta con cierta chanzaahora todo parecía perdidounca antes en la historia de

San Miguel de Ultramar sehabía conocido una amenazade tal calibre. Los ánimospues, quedaron de pronto polos suelos: la inminencia de

desastre era demasiadoevidente.Antes de que se ocultara

el sol, se vio salir de

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campamento enemigo unahilera de camellos que se fue

aproximando lentamenteconducidos por hombres quevenían a pie llevando la

riendas con una mano ysosteniendo en la otra unabandera blanca. Se trataba sinduda de un comité que veníaa parlamentar; al menos eso

nos pareció a todo el mundo.Como los de fuera de laciudadela éramo

considerados tan poca cosa

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que nadie nos dabaexplicaciones de nada

tuvimos que conformarnohaciéndonos suposicionesUnos decían una cosa y otro

la contraria. Pero finalmenteel alcaide reunió a la gente yexpuso sin titubeos una seriede informaciones: que esomoros de los camellos traían

una severa advertencia departe de sus magnates; quelas puertas de La Mamora

debían abrirse para hace

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entrega incondicional de laplaza; que si no no

rendíamos tendríamos queatenernos a laconsecuencias; y que aque

inconmensurable ejército erael grueso de la hueste desultán de Mequinez, MulayIsmail, el más poderoso ytemido de los reyezuelos de

Berbería, que había decididoformarse nada menos que unimperio, no estando

dispuesto a consentir que la

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presencia de una plazaespañola ensuciase la

vastedad de sus dominiosVenía pues resuelto aconquistar San Miguel de

Ultramar. Y por último, eCeutí concluyó diciendo queera locura resistir, ya que noteníamos municiones npólvora suficientes en la

santabárbara del fuerte paradefendernos de tal cantidadde atacantes: unos ochenta

mil, según decían los que

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sabían contar ejércitos a ojoLa suerte pues estaba echada

¿Cómo no enloquecer viendotan próxima la muerte?Esa noche, como no le

quedó más remedio, egobernador cedió en suobstinación y se dispuso aunir a toda la población parala titánica defensa: abrió la

puertas de la ciudadela ycomunicó la comandanciacon todos los barrios de La

Mamora, distribuyendo

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armas y municiones; aunqueadvirtiendo severamente de

que nadie de fuera podíapernoctar en el interior de laciudadela.

Por un momento, meolvidé de todo lo que nofuera correr a buscar aFernanda. La hallé en laplaza principal, pálida y

llorosa. Nos abrazamos ymezclamos nuestralágrimas. Ella decía:

—Perdóname,

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perdóname... ¡Fue por mculpa!

 —Deja eso ahora —contestaba yo—. ¡Estamountos!

Poco después deencuentro, las campanarepicaron y se anunció potodas partes que se iba ahacer una rogativa. La gente

se congregó en la iglesia ylos frailes descorrieron latres cortinas que ocultaban a

azareno. Al aparecer ante

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nuestros ojos la estampaserena del Cristo, cedió e

pánico y nos poseyó laconfianza. Hubo plegariascantos, gritos desgarrados..

La muchedumbre se echó asuelo de rodillas, implorantecomo si estuviera ante laúnica tabla de salvación. Yverdaderamente algo

emanaba de la imagen, algomisterioso y difícil deexplicar, como un profundo

consuelo, una última

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esperanza, en medio deaquella hora espantosa...

Después de los rezos, ala luz de las antorchas, egobernador compareció para

dar las órdenes. Su discursofue torpe, deslavazado y pocotranquilizador; más biendesmoralizante. Amonestóamenazó y amedrentó aún

más a la pobre gente. ¡Quéhombre tan inútil y tandesapacible!

Allí mismo se

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repartieron las armas, lapólvora y la munición. No

había más horizonte ni másalida que resistir. La gentese puso en lo peor, se

desazonó y brotó una llanterageneral. Algunos alzaron lavoz para suplicar:

 —¡Señor gobernadorrinda vuecencia la plaza!

 —¡Salve nuestras vidaspor Dios bendito! —¡No queremos morir!

Pero don Juan de

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Peñalosa no escuchaba; dioun rabotazo y se retiró a su

despachos sin decir ni unasola palabra más.

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LIBRO VIIIDe cómo hubo de

negociarse con premura,a causa del peligroinminente; y de lo que

pasó en La Mamorapor la obstinación

del gobernador de laplaza

1. LA CARTATranscurrió otra noche

en vela, cargada de ansiedad

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con ruidoso ajetreo decarretas y cañones por e

suelo empedrado, estrépitode pisadas, voces, riñasórdenes... La Mamora hervía

debatiéndose entre el pánicoy el coraje.

Después de no habedormido nada, por la mañanafui a echarme un rato bajo lo

soportales, buscando lasombra y algo detranquilidad; pues estaba

agotado por tantos trabajos

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subir y bajar por laescaleras, cargar pertrechos y

soportar todo el día el soimplacable. Apenas cerrabalos ojos cuando se presentó

un muchacho con un avisourgente: Toribioel Ceutí   memandaba llamar; y debía yoir al momento a su casa, soloy con discreción.

Encontré la puertacerrada, llamé y, cuando meabrieron, me topé en la

pequeña estancia con un

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montón de hombres. Mehicieron pasar con apremio

nadie hablaba, nadie me dijonada, y penetré en unambiente atestado y

sofocante, cuerpo con cuerpoCerraron detrás de mí lapuerta y quedé en medio delas caras rudas, sombrías, lamiradas torvas, la

expresiones contraídas y loojos con el brillo de laconspiración; todo el mundo

de pie, sucio y hediendo

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sudor podrido, hollín ypólvora quemada.

Me mantuve quietoesperando a que alguien medijera por qué se me había

llamado, puesto que no veíapor ninguna parte al CeutíHasta que este apareció amedia altura, abriéndose pasoentre sus rudos partidarios

con aire de misterio, el ojoderecho guiñado y unaostensible impaciencia en su

ademanes.

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 —Cayetano, ha llegadoel momento —me dijo a

bocajarro—. ¿Estás connosotros o contra nosotros?Medité un brevísimo

instante y respondí conresolución:

 —Con vuaced, posupuesto... ¿Qué hay quehacer?

El Ceutí sonrió, pero susonrisa no restó nada a laansiedad que dominaba su

cara. Contestó:

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 —Una carta... Hay queredactar de inmediato una

carta. Y tú la has de escribirpuesto que nadie aquí sabe deletras... Así que... ¡a ello!

Todos se hicieron a unlado, comprimiéndosetodavía más para dejaespacio junto a la mesa. Eaire era fétido, irrespirable

Me senté y un ayudante medio papel, pluma y tintero. —Vamos, vamos

escribe —me apremió e

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Me temblaban lamanos, sudaba, me resbalaba

el cálamo entre los dedosemborroné la hoja, raspétaché...

 —No importa, noimporta —me decía el Ceutídándome pescozones—Letra clara es lo único que tepido... ¡Letra muy clarita

Para que se entere bien...Después de titubear unrato y tener que desechar un

par de cuartillas, la carta

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quedó así:Al gobernador:

A la vista de que lamorisma edesmesuradamente superio

en número a los hombreútiles que defendemos estaplaza y que, defendiéndonosno haremos sino encolerizaal enemigo más, peligrando

de aquesta manera las vidade las mujeres, niñosenfermos y toda la

guarnición, reunidos en junta

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de marineros y vecinoshemos resuelto rendir esta

parte de la fortaleza y abrir lapuerta para tratar lacondiciones de paz con e

sultán de los moros. Así quepedimos que se haga ahí lomismo para no empeorar lacosas.

El alcaide y la junta

 —Muy bien —dijo eCeutí cuando terminé deleerla—. ¡Perfecto!

—¿Y los sellos? —

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observé. —¿Los sellos? ¿Quésellos? —Habrá que ponerle

un sello al menos... —¡Nadade sellos! ¡No tenemos selloaquí! Enróllala y

marchando!Toribio le dio la carta a

uno de sus hombres y leordenó que fuerainmediatamente a entregarla

en la ciudadela.

2. EL MOTÍN

Nos subimos a una de

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las torres desde la que sedivisaba muy bien el patio de

armas del cuartel. Vimosentrar al enviado y hablar conlos guardias de la puerta. A

cabo salió un oficial, recogióla carta y entró con ella en lamano en la Capitanía. Pasadoun rato, salió don Juan dePeñalosa con paso

acelerados, el rostroencendido, rojo de rabiallevando un arcabuz en la

manos. Se detuvo, apuntó a la

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cabeza del mensajero y ledisparó un tiro sin

contemplaciones, haciendoque los sesos y la sangresaltaran por los aires.

 —¡Será hijo de la granputa! —exclamó el Ceutí.

Todos estábamosperplejos, mirando hacia emuerto que yacía sobre un

gran charco de sangre en eempedrado. —¡Esto se acabó! —

bramó a nuestro lado e

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alcaide—. ¡Vamos a por esecabrón!

Los hombres no se lopensaron, echaron a correescaleras abajo; recogieron

las armas y se concentraronen la plaza a los gritos de:

 —¡Rebelión! ¡A porellos! ¡Tumbemos la puerta!

Un instante despué

reventó la puerta de laciudadela, por un cañonazo acuatro varas de distancia

Todo fue muy rápido a

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continuación: los marineros yla brava gente del Ceutí entró

en el recinto militatiroteando, aullando yllevándose por delante a

cualquiera que se pusiera pomedio. Yo iba también en laturba, con mi mosquetecomo poseído por una fuerzay un coraje desconocido

antes en mi personaDisparaba al aire, cargaba yvolvía a disparar..., formando

parte del atronador estallido

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de furia que cogió posorpresa a la guarnición. A

los oficiales no les diotiempo a reaccionar y nopudieron reorganizar a los

soldados. Y estos enseguidalevantaron los brazos ysoltaron las armas, porqueuna mayoría de ellos ya habíatenido conversaciones con

los de fuera y estabanconformes con el motín.Apenas hubo alguna que

otra pelea, forcejeo y

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finalmente, un solo herido, eodioso sargento Cristóbal de

Cea, que no se pudo librar dela inquina de aquellos aquienes había maltratado: su

propios subordinados ledieron una gran paliza y apunto estuvieron de arrojarloal aljibe.

También quisieron los

marineros y los soldadoapalear al nada queridogobernador, pero el alcaide

salió al paso y logró

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detenerlos con grandegritos:

 —¡No! ¡Quietos! ¡Queno se toque a nadie más! ¡Nosomos bandidos!

Trajeron a don Juan arastras al medio del patio dearmas y allí, delante de todoel mundo, el Ceutí le hablóde esta manera:

 —Vuecencia capitularála redención de la plaza conlos moros, quiera o no quiera

Así que nombre aquí mismo

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a un emisario y mándelo asultán, si en algo estima su

vida.El gobernador le mirabacon unos ojos lánguidos

raros, llenos de estupor. Todasu soberbia estaba rendidaante el ímpetu del pequeño yorobado alcaide que con

tanta autoridad le inquiría.

Entonces, el capitánRodríguez dio un paso afrente, al ver que su superio

no reaccionaba, y dijo con

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una voz quebrada: —Esto es una plaza

militar y ningún civil daórdenes aquí...Toribio se fue hacia él

le puso el cañón demosquete en la nariz y rugió:

 —Aquí se hará lo quedice la junta, que es quientiene ahora el mando. Así que

o capitulan usías ocapitulamos nosotros y allávuecencias...

—¡Eso, capitulemos ya

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gritó la gente—Salvemos las vidas

Nombrad un emisario! ¡Yque salga ya!De pronto, de forma

inesperada, el gobernadoalzó la voz y dijo condesesperación:

 —¡Dejadme hablarSoy el gobernador! ¡En

nombre del rey, escuchadme!Se hizo un silencioimpresionante, en el que

todas las miradas se

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volvieron hacia él. Don Juanestaba jadeante, brillante de

sudor, en camisa, sin susombrero, sin el penacho deplumas ni el resto de su

arrogantes atributos. —¡Yo y solo yo debo

decir lo que debe hacerse! —añadió.

 —Hable pues vuecencia

le instó el alcaide—. Digatodo lo que tiene que decirPero cuide sus palabras..

uestras vidas penden de un

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hilo... Así que cuide de nocontrariarnos... Porque..

Porque le dejo seco aqumismo!Don Juan tragó saliva

miró a un lado y otro, comobuscando ayuda en algunaparte... Al fin, habló:

 —Está bien. Comprendoque no hay salida... Si hay

que capitular... Si hay quecapitular... Si hemos de...Calló, como agobiado

como si quisiera medir bien

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sus palabras ante la acucianteamenaza del mosquete de

Toribio que le apuntaba a dospalmos. La expectación eraenorme; la tensión asomaba

en todos los rostros. —¡Hable! —le apremió

el Ceutí—. ¡Siga vuecencia ole mato! ¡No hay tiempo!

El gobernador hizo un

gran esfuerzo para aparentauna serenidad y un coraje queno le sobraban. Miró a su

oficiales y, como si ignorase

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a quien le amenazaba, dijo: —¡Sea! Pactemos

capitulemos, rindamos LaMamora... Pero hagamos lacosas como deben hacerse

siguiendo las sagradas leyede la guerra. Somos súbditodel rey de las Españas..Comportémonos como tales

 —¡Bien dicho, señor! —

exclamó el capitán Rodríguez. Haremos lo que vuestraexcelencia disponga.

—¡Calla tú! —gritó e

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Ceutí, apuntando ahora haciael capitán—. Deja que e

gobernador prosiga.Don Juan de Peñalosatragó saliva de nuevo y

retomando su fingidacompostura, añadió:

 —Yo rendiré la plaza asultán si se respetan lacondiciones que considero

oportunas para cumplir laleyes militares. —¡Diga vuecencia

cuáles son esas condiciones

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le exhortó el alcaide—Pero dígalo sin rodeos..

Nuestra paciencia se agotaY esos moros de ahí estándeseando atacarnos... Así que

hable! —Mis condiciones son

estas: que mi señora esposa ytodos los oficiales desargento para arriba con sus

mujeres queden libres; y queyo pueda salir al frente detodos ellos sin que nadie no

estorbe para embarcarnos en

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un navío rumbo a España...El gentío estalló en

airadas protestas: —¡Nada de eso! —¡Pégale un tiro

alcaide! —¡O todos o nadie!El Ceutí gritó con

autoridad: —¡Silencio todo e

mundo! ¡Dejadle terminar!El gobernadoprosiguió:

—Si cumplís esa

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condición; si nos dejáis partisanos y salvos, yo me

comprometo a procurar quelos demás seáis rescatadocuando llegue a España

Comprended que no hay otrasolución. Si todos cayéramocautivos del sultán, ¿quiénnos ampararía? En cambio, syo voy a presencia de la

autoridades cuanto antes yles convenzo de que la fuerzaenemiga era invencible, me

creerán. ¡Yo soy el único

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gobernador de La MamoraA mí me creerán!

Toribio le miró conseveridad y le dijo: —Está bien, de acuerdo

Pero yo le pongo a vuecenciauna condición por nuestraparte: que no se hable nuncadel motín; que laautoridades no sepan lo que

ha pasado... ¡Aquí todosomos uno! Si os dejamopartir en ese navío, no no

denunciaréis...

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 —Así será —asintió donJuan—. Aquí no ha pasado

nada. —¡Júrelo! ¡Júrelovuestra excelencia por Dios

le exhortó el alcaide—Júrelo por su alma!

 —¡Lo juro! ¡Tenéis mpalabra de cristiano y decaballero!

 —¡Pues adelante! —sentenció Toribio—. ¡Acapitular!

Una gran ovación de

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conformidad, brotadaespontáneamente del gentío

certificó el trato.Acto seguido, partieronel capitán Juan Rodríguez y

el propio alcaide hacia ecampamento de los moropara pactar las condicionede la rendición de LaMamora.

Mientras tanto, yo fui ala casa de los veedoresdonde estaban refugiada

Fernanda y doña Matilda. La

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encontré arrodilladaspálidas, aterrorizadas

rezando el rosario delante deun cuadro de la Virgen. Seabrazaron a mí.

 —Todo está resuelto —les dije—. Ahora solo quedaesperar.

Y luego, con mátranquilidad, les referí lo que

había pasado. Ellas memiraban, temblorosas, sinacabar de creerse cuanto le

decía. A ratos parecían

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consoladas, pero enseguidavolvían a inquietarse.

 —¿Ay, qué va a ser denosotros? —sollozaba el ama. ¡Señor, qué miedo! ¡Qué

miedo tan grande!Y Fernanda, poniendo

sus ojos espantados en emosquete que yo llevaba enlas manos, exclamó:

 —¿Y eso, Tano? ¡PorDios! ¿Y eso? —Ya te contaré... —

respondí.

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 —¡Tano! No habrás..o habrás causado mal a

alguien... —No, a nadie, Nanda, anadie...

Allí las dejé a mi pesarporque debía volver dondelos demás, para evitar quealguien pudiera sospechar demí; para no dar lugar a que

empeoraran las cosas...

3. LA

CAPITULACIÓN

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Dos horas después, antedel ocaso y en medio de una

gran expectación, regresaronlos emisarios con buenanoticias. Todo había

resultado como se esperabael sultán estaba conforme conlas condiciones y aceptaba larendición en los términopropuestos por el gobernador

Se respetaba la noche y sefijaba el mediodía como lahora en que debían abrirse la

puertas. Un barco estaría

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preparado en el puerto aamanecer para dejar que

pudieran irse solo lasiguientes personas: emaestre de campo don Juan

de Peñalosa y su mujer; eveedor don Bartolomé deLarrea y la suya; sus dosobrinos gemelos; el capitánJuan Rodríguez, el alférez

Juan Antonio del Castillo, esargento Cristóbal de Cea, ylas respectivas esposas de

estos tres últimos; más lo

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dos capuchinos que hacían decapellanes. En total pue

quedaban libres trecepersonas; ni una más. Eresto de los habitantes de San

Miguel de Ultramar, quesumábamos tres centenarede almas, con las mujeres ylos niños que había en laplaza, quedábamos como

rehenes a merced de loasaltantes.La noche fue larga

anhelante, cargada de

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suspiros de ansiedad. Laincertidumbre reinaba en La

Mamora en medio de unaquietud terrible. En cambioabajo en el campamento de

los moros había jolgorio: etamborilear y los cánticollegaban lejanos, con la brisadel mar. Arriba, solamentesilencio, miedo y ninguna

ganas de dormir.Cuando despuntó laprimera luz del día, vimo

que un barquichuelo solitario

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venía río arriba hacia eatracadero... Allí se detuvo

echó el ancla y se quedóesperando a los que tenían lasuerte de escapar de tanta

tribulación.Los afortunado

recogieron sus cosas yatravesaron la plaza ensilencio. Delante iban e

gobernador y su esposaseguidos por los oficiales. Afinal de la fila, los veedores y

sus sobrinos. La gente le

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miraba con una mezcla deresentimiento y expectación

Unas mujeres les gritaroncon angustia, entre sollozoahogados.

 —¡No se olviden denosotros vuestras mercedes!

 —¡Tengan caridad! ¡PorDios, no nos abandonen!

 —¡Lleven al rey

nuestras súplicas! ¡Que norescaten! ¡Por la VirgenSantísima! ¡Que vengan a

sacarnos de aquí!

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Solo doña Macaria sevolvió, alzó las manos y

llorosa, contestó: —¡Perdonadnos! ¡Noduele el alma por dejaro

aquí! ¡No nos olvidaremos devosotros! ¡Haremos todo loposible...! ¡Por mi vida quelo haremos! Nodescansaremos hasta que

logremos que os liberen...También los fraileslloraron, lanzaron

bendiciones y se fueron entre

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lágrimas. Qué lamentable eraver partir a los pastore

dejando allí a sus ovejas, amerced de los lobos... Pero etemor es tan humano...

ENTRE EL MIEDO YLA ESPERANZA

Amaneció: el soempezó a lamer San Migue

de Ultramar con una luzdorada, extraña, que fueacariciando las torres, lo

campanarios, las almenas, lo

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tejados... Se avecinaba latemida hora de abrir la

puertas y la gente se ibacongregando, apiñadabuscando la proximidad

humana para mitigar dealguna manera la desazón detrance. Yo estaba en lo altode una barbacana y vi zarpael barquichuelo de lo

liberados, batir remos yalejarse por el estuario haciael océano. No muy lejos de

fondeadero, el inmenso

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ejército de los moros seagitaba entre sus tiendas; la

hogueras de la noche seextinguían y lanzaban acielo innumerables hilillos de

humo negro; y los dichosotambores, que habíandescansado durante algúntiempo, volvieron a iniciar suinquietante fragor; mientras

una neblina marina empezabaa envolver el campamentolos caballos, los camellos, la

banderolas... Sin contornos

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el horizonte inaccesibleparecía sumido en una nada

opaca que resultabadesconcertante...Aun en medio de la

preocupación, hallé en mespíritu algo de calma ydecidí ir al encuentro deFernanda, del ama y de donRaimundo. Los encontré en

medio de la gente, rodeadode un ambiente impregnadode angustia mortal. Los llevé

aparte, me puse frente a ello

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y, sacando de mí toda laserenidad que pude, les dije

en voz baja: —Seamos fuertes..Ahora darán la orden de abri

las puertas y los moroentrarán...

Los tres me mirabandemudados, completamentependientes de mis palabras

Solamente doña Matildaemitió una especie de gemidoy balbució:

—Ay, Dios... ¡Dios mío

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¿Qué va a hacernos esagente... ?

 —Nada —respondí—o debemos ponernos en lopeor... Respetarán el pacto y

no tocarán ni un pelo acuantos estamos aquí; eso elo acordado... Aunque todo loque hay en La Mamora lepertenece, nuestras persona

tienen la condición derehenes; somos sus cautivoy negociarán un rescate. Eso

es lo que suele hacerse en

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estos casos... Confiamos enlo que juró el gobernado

antes de irse: que acudiránada más llegar a España alas autoridades para que

envíen cuanto antes aemisarios que negociennuestra liberación. Por lotanto, no nos queda otra cosaque esperar, esperar

resignados...Fernanda abrazó al amay, consoladora, le dijo: —

ada malo nos va a pasar..

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Habrá que confiar en DiosUna vez más, habrá que

confiar...Estando en estaconversación, la campana

empezó a emitir un tímidotintineo para convocar a lagente. Venía el alcaide contodos sus hombres para dalas últimas instrucciones. Se

puso en medio de la plaza yhabló con mucha autoridad: —¡Compadres —

comenzó diciendo—, no

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debemos tener miedo! Si nohubiéramos empeñado en

resistir, ahora todosestaríamos muertos... Perogracias a Dios, ha triunfado

la sensatez y hemos logradoablandar el fiero corazón desultán. Nadie sufrirá dañotodas las vidas seránrespetadas... Eso sí, debemo

pagar un tributo: cuantoposeemos, todo lo que devalor tenemos guardado en

nuestras casas o lo llevamo

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encima, debemos entregarloAsí que preparad el oro, la

plata, el dinero y las alhajaque tenéis, porque hay quedarle todo eso al sultán. ¡Y

que nadie se pase de listoada de esconder, engañar o

enredar... He dicho: ¡todo! Yno me haré responsable si seincumple esta ley... Si alguno

de vosotros quiere morir oque le corten una mano, ¡alláél!

Un denso murmullo fue

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creciendo, mientras seintercambiaban mirada

llenas de preocupación y lagente empezaba a palparselas ropas, los bolsillos, la

faltriqueras, las entretelas...rebuscándose lapertenencias de valor.

 —¡Y otra cosa! —añadió el Ceutí—. También

las armas deben entregarse..Todas y cada una de lasarmas! Así que id

amontonando los mosquetes

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espadas, cuchillos, navajas..Poned ahí a la vista todo

aquello que pudiera servipara defenderse... ¡Ytampoco en esto caben

trampas!La gente obedeció sin

rechistar. Pronto hubo enmedio un montón enorme dearmas y utensilios de todo

género; incluidos punzonesclavos, tijeras, hoces, azadasmartillos, horcas... All

encima puse yo el mosquete

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que me había acompañado denoche y de día desde e

ataque, sintiendo que mequitaba de encima un granpeso, pues siempre temí tene

que dispararle a alguien.Una vez que vio e

alcalde que se cumplía lomandado, prosiguió con sudisposiciones:

 —¡Compadres! No hacefalta que os diga que ya nohay gobernador en La

Mamora... El que había, va

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navegando a España... Apartir de ahora, yo soy la

única autoridad entre locompatriotas que aquestamos. Yo velaré por cada

uno; yo veré la manera deque no sufráis mal alguno; yoos defenderé y pondré ordenentre vosotros... Pero unacosa os digo ya desde este

momento: nada de riñasnada de peleas, nada dechinchorreo... Aquí todos

somos iguales, todos somo

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cautivos del sultán... ¿Habéioído bien? ¡Todos iguales

Que nadie se crea por encimade los demás ni se procure lalibertad por su cuenta... O

todos o ninguno¿Comprendido?

La gente asintió muyconforme:

 —¡Sí, señor!

 —¡Así lo haremos! —¡Confiamos en tialcaide!

Dentro de la ansiedad

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que reinaba, las palabras deCeutí lograron sembrar algo

de esperanza. Y los ánimosse aquietaron todavía mácuando dijo con aire

tranquilizador: —¡No os preocupéis

compadres! Comprendo quetengáis miedo, porque esta euna hora mala, pero yo o

aseguro que saldremoadelante... Yo conozco bien aesos moros; algunos de su

efes son buenos amigo

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míos. No son tan mala gentecomo pensáis; tienen otra

religión, creen en su Alá y ensu profeta Mahoma, pero sontemerosos de Dios... En toda

partes hay gente buena ymala... También entrenosotros... ¿O no? Así quearriba esos ánimos

compadres!

Algunos aplaudieron ygritaron: —¡Eso, muy bien!

—¡Que sea lo que Dio

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quiera! —¡Estamos en la

manos del Señor!Como no quedaba otracosa que confiarse y rezar

todo el mundo echó mano dela fe. Y unas mujerespropusieron:

 —¡Saquemos aazareno! ¡Oremos todo

untos al Divino Señor de LaMamora!Esto pareció una

buenísima idea y fuimo

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todos a la iglesia. Allí afondo estaban las tre

cortinas, corridas, ocultandola imagen del Cristo. Nadiese atrevía a acercarse, puesto

que, al no estar los frailes, nose sabía quién debía hacersecargo, porque eran ellos losúnicos que tenían potestadpara manejar las cosas de

azareno. De manera que seprodujo una situación raracon aquella muchedumbre

ferviente, quieta, mirando

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hacia el camarín quepermanecía velado.

Entonces alguienexclamó: —¡El monaguillo! ¡E

monaguillo! ¡Que retire lacortinas el monaguillo!

Todas las miradas sevolvieron hacia un chiquillode unos ocho años, muy

despierto, rubito y candorosoque hacía de monaguillo enlas misas cuando estaban lo

capuchinos.

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 —¡Anda, ve! —leordenó el alcaide.

El niño titubeó, sonrió ydio una carrerita hasta lacortinas.

 —¡Abre, abre...! —leinstaban—. ¡Abre de unavez!

Descorrió la primeracortina, temeroso, y luego

miró al Ceutí. —¡Todas! —le dijo este. ¡Las tres cortinas, hijo!

Tiró de la última y

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milagro. Cuando todosucumbe, ¿quién no alberga

en el fondo de su ser labendita ilusión de unprodigio? Yo pensaba: y si

ese sultán decidiera ahora, derepente, por una misteriosainspiración, levantar sutiendas y volverse a surecóndita ciudad; y si tal vez

apareciera en la mar unaescuadra de cincuentagaleones españoles, todo

provistos de diligente

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soldados y eficaces cañoneque pusieran en fuga a

ejército moro; y si una legiónde ángeles enviada por eTodopoderoso descendiera

desde lo más alto del cielo..Pero era la jornada dedestino, el cual había derecibirse como venía. Porqueuna fuerza superior tenía

designado aquel día como ede nuestro cautiverio. Yaunque no hubiéramo

perdido la fe, aunque en lo

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más hondo confiásemofinalmente en Dios, no

dábamos perfecta cuenta deque el sol estaba en lo máalto y que dentro de un

momento se abrirían lapuertas de La Mamora aaquella muchedumbre dehombres desconocidos que senos antojaban aterradores. De

ahí el espanto de todos; deahí el silencio escalofriantede esas almas sencillas

indefensas, que no tenían ya

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nada que decir ni que hacedespués de haberse

encomendado al único quepuede gobernar los destinos. —¡Ya vienen! ¡Ya están

ahí! —gritaron los centinelaen las torres.

Y el alcaide, con todo lomenudo y deforme que erapareció crecerse, se puso

delante de los dos centenarede personas que estábamoallí pendientes de sus órdene

y dijo:

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 —Hagamos las cosacomo se ha acordado..

Compadres, no temáis!Y después de esta últimaadmonición, se dirigió a su

hombres y les mandó: —¡Abrid las puertas!Un estremecimiento y

algunos suspiros angustiadorecorrieron la masa que se

iba apretujando cada vezmás, como buscandoconvertirse en algo compacto

y sólido. Nos santiguamos

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mientras veíamos descorrelos cerrojos, alzar la

aldabas, recoger las gruesacadenas; el crujir de lamaderas, los chasquidos de

los hierros y el chirriar de logoznes acabaron de poner envilo las almas. A mi ladoFernanda me tomó de lamano y susurró:

 —Bueno... Que sea loque Dios quiera...Oímos luego estruendo

de cascos de caballo, voces y

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relinchos en las partes de laciudad que no se veían desde

allí. Todos los ojos estabanmuy fijos en el arco deentrada de la ciudadela, cuyo

gran portón permanecíaentrecerrado. Y de repenteacabó de abrirsebruscamente, dejando ver unaturba de moros armados

vestidos con aljubas y petode cuero, las cabezas conturbantes y manifiesta avidez

en los rostros oscuros y

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barbudos. Detrás de ellovenían otros moros a caballo

a lomos de asnos, encamellos, todos ellos conlanzas, mosquetes y alfanje

en las manos. Penetraban enla plaza con ímpetu, peroenseguida se deteníanmirando a un lado y otrocomo desconfiando. A ratos

prorrumpían en griteríoespontáneos; a vececallaban, como si no

terminasen de creerse de

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todo su fácil victoria. Noobservaban con sus cara

asombradas, pero semantenían a distancia denosotros.

El alcaide se fue haciaellos con las manos en alto yles habló en su lengua, conafabilidad y sumisión. Loque parecían ser los jefes po

su aspecto, contestaronsonrientes, apreciablementesatisfechos. Uno de ello

montaba un camello blanco

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imponente, al cual hizoinclinarse con facilidad

obligándole a doblar las patadelanteras; descabalgó ycaminó con desparpajo

haciendo que su capa verde yvistosa oscilase con poderíoera un hombre fornido, bienparecido, con hilos de plataen la barba negra

Conversaron brevemente eCeutí y él, sin quecomprendiéramos su

palabras. Luego el moro

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aquel se dirigió a nosotrosnos miró con suficiencia y

dijo algo en su lengua.El alcaide tradujo: —Quien os habla e

Omar, ministro del sultánMulay Ismail y general desus ejércitos. Ha dicho queahora somos cautivos de suseñor, el rey de Mequinez

que ya es también nuestroamo y único dueño. Dice quenada hemos de temer, pues e

sultán es compasivo y

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misericordioso como Alápero que no habrá compasión

ni misericordia para quienese resistan o se nieguen aobedecer.

La gente, al oír aquellomurmuró:

 —¡Ay, gracias a Dios! —Menos mal. —Bendito sea Dios.

Miré a los míosFernanda parecía tranquilano así doña Matilda, pálida

exhausta y despeinada. Don

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Raimundo, a su lado, habíamenguado mucho, envejecido

por tantas peripecias, y teníacierto delirio en los ojosperdidos tras las lente

empañadas. —No hay que

preocuparse —les dije—. Nova a pasaros nada...

 No pararon de llega

más y más moros, consemejantes atavíos, algunocon pieles de leopardo y de

león; eran los magnates de

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ejército. Hablaban entreellos, formaban algarabía

lanzaban risotadas, a vecedaba la impresión de quediscutían... De pronto se

formó un gran revuelo; todoellos se volvieron para vequé sucedía a sus espaldastronaban los tambores y lachirimías, arreciaban la

voces... —¡El sultán, el sultánviene! —nos indicó e

alcaide—. ¡Haced

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reverencia! Nos inclinamos. Yo vi

de reojo cómo entraba acaballo el rey moro, sobreuna montura riquísima, de

pelo de gineta, con adornode oro, perlas y sedas. Supresencia resultabaimponente, bajo unasombrilla que sostenía un

negro enorme, una especie decoloso. No era el sultán muyalto; de mediana talla, tenía

el rostro largo, moreno, la

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barba partida y fuego en lamirada. Detrás venían otro

aguerridos gigantecustodiándole, todoigualmente negros

igualmente musculosos ybrillantes de sudor, hechoscomo de acero. Solo estos semantenían de pie y erguidosporque a derecha e izquierda

todos los demás se habíandoblado hasta casi dar consus narices en el suelo. Un

pregonero de aguda voz

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lanzaba al aire proclamaincomprensibles, como

aullidos, que erancontestadas con albórbolas deentusiasmo.

El sultán descabalgóvio lo que había y apenas sedetuvo allí un momentoDespués desapareció podonde había venido y

pudimos enderezarnosEntonces llegó la hora de larapiña...

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6. EL SAQUEOEstalló repentinamente

como una locura. Los morose esparcieron por laciudadela, penetrando en la

casas, hasta en los últimorincones, mientras se oía etronar de las hachadestruyéndolo todo, eencrespado vocerío de la

disputas y el fragor deforcejo afanoso de la codiciaArriba en la torre de

homenaje seguía ondulando

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la bandera del rey católicosubió uno de los guerreros, la

arrancó del mástil, la mostróufano y luego la arrojó desdelo alto, yendo a caer al patio

delante de nosotros, donde lahicieron trizas con saña.

Era la hora ya de paganuestro tributo. El alcaideToribio y sus hombres

entregaron al general Omados cestos con todo el oro yla plata recogidos entre

nosotros. A mi lado, doña

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Matilda se lamentó en unsusurro:

 —Ahí va mi alianza..Qué pena! Mi anillo debodas y los obsequios de m

difunto esposo... —¡Anda con Dios! —

dije—. Eso son solo cosas..Mientras conservemos lavida...

Lo peor todavía no habíallegado. A continuación losefes moros entraron en la

iglesia, impetuosos

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furibundos. Nuestra gente averlo se removió

estremecida. Hasta me duelela mano al tener que escribilo que sucedió a

continuación; una escenapara la que no estábamopreparados: ¡un sacrilegioSalieron los sarracenoarrastrando entre varios la

imagen del Nazareno, sinningún respeto ncompostura, y la arrojaron

allí delante de nosotros, en

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medio de la plaza. La sagradatesta dio en el empedrado un

tremendo golpe; seco, derecia madera, que retumbóbajo las galerías. Nuestra

gente gritó y gimióhorrorizada. En el suelo, decostado, yacía el Señor de LaMamora, con las manoamarradas y los pie

descalzos. Uno de losaqueadores le arrebató lacorona y las potencias de oro

bruscamente, y el otro

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desnudó la imagenencantado, feliz por hacerse

con la túnica tan bonitabordada con hilos de oro.El resto de las imágene

corrieron semejante suertefueron sacadas con despreciodespojadas de cualquieelemento valioso yamontonadas en un rincón

Me conmovió mucho ellanto de las mujeres, queveían por el suelo las talla

de la Virgen María, del Niño

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Jesús, de San Miguel, de loapóstoles, de los santos..

Qué gran dolor y quéespanto! Era como ssucumbiera todo, en aque

torbellino, en aquel caos quenos rodeaba por doquier sinque pudiéramos hacer nada ndecir nada. Porque, a cadamomento, el Ceutí no

advertía: —¡Quietos! ¡AguantadCallad y aguantad! S

queréis salvar las vidas, no

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hagáis ninguna tontería..Mirad hacia otro lado, cerrad

los ojos... ¡Aguantad! Unaanciana alzó la voz y replicóPero ¿no ves lo que están

haciendo? ¡Mira cómo tratanlas sagradas imágenes!

 —¡Silencio! ¿No mehabéis oído? —contestó ealcaide—. Dejad eso ahora

porque nada lograremoenfrentándonos... Ya meencargaré yo a su tiempo de

salvar todos esos santos...

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El saqueo se prolongómás de tres horas, durante la

cuales permanecimos en emismo sitio, sin comer, sinbeber, atemorizados y

confundidos. Los que málástima daban eran loancianos, los enfermos, loniños... No había por emomento ninguna compasión

ni miramiento hacia ellospor mucho que el tal Omar lohubiera prometido.

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7. DE CAMINO AMEQUINEZ

Pasamos una últimanoche en La Mamora, junto alos escombros y las ruina

resultantes del saqueo. Al díasiguiente, 1 de mayoamaneció una extrañamañana, pesada y sofocantegrandes masas de nube

oscuras pasaban por el cieloy el viento levantaba unpolvo molesto que se metía

en los ojos y en la boca.

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Con prisas, con vocescon empujones, nos sacaron

de la fortaleza en fila y nocondujeron por el sendero enpendiente, hacia donde se

arracimaban las multitudeque componían einconmensurable ejércitomoro. Ya se habían levantadolas tiendas y empezaba a

marchar la cabeza de laingente masa humana, haciadonde nacía un so

amarillento, velado por la

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brumas y la polvareda. Comouna riada oscura, la masa de

hombres y bestias seencaminaba hacia Mequinezla capital de su reino. Y

nosotros debíamos seguirla apie, componiendo una hileraasustada y llorosa.

Caminábamos despaciopero sin descanso, por lo

llanos, por los cerros, posenderos serpenteantespasando entre alamedas

atravesando olivares

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labrantíos, barbechoscruzando ríos, por vados, po

encima de viejos puentes..Hacíamos noche en cualquieparte, dondequiera que

encontrásemos un prado, unterreno uniforme, unavaguada... Nos daban decomer, aunque poco, como eagua; siempre a destiempo

Cuando hallábamos unmanantial, bebían hasta labestias antes que nosotros.

No solamente la gente

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de La Mamora íbamocautivos en aquella caravana

el ejército había ido juntandoprisioneros por otraconquistas: negros, blancos

morenos, trigueñosberéberes, alárabesmontañeses, gentes de lariberas, aldeanos... No sé conexactitud cuánto

sumábamos en total; perocreo recordar que por lomenos dos mil. Como todo

éramos propiedad particula

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del sultán, nadie se atrevía amaltratarnos, siempre que

fuéramos dóciles y diligenteen la marcha. Pero había muypoca caridad y casi ninguna

humanidad entre unos yotros; iba, como se sueledecir, cada uno a lo suyo. Ypor las noches había quetener mucho cuidado porque

en la oscuridad se movíansombras sospechosas yalgunos desalmados pasaban

entre los cuerpos, buscando a

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las mujeres jóvenes para suprovecho. Así que yo no

dejaba a Fernanda y a doñaMatilda ni a sol ni a sombraporque me daba cuenta de

que las remiraban lohombres, con la lujuriaasomándoles por los ojos.

Algunos incluso, yafueran soldados o

prisioneros, se acercaban conel mayor de los descaros aFernanda y le preguntaban en

lengua española bien

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entendible: —¿Tienes marido

guapa? ¿Necesitas esposo?Me hervía la sangre y apunto estuve de hacer un

desatino, si no hubiera sidoporque se hallaba siemprecerca el Ceutí, que metemplaba diciendo:

 —Calma, calma

Cayetano... No te pongas enpeligro, que aquí el quelevanta el gallo acaba

desplumado.

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Pero ya el alcaide se ibapreocupando por lo que le

estaba pasando a las mujeresY como para evitar malemayores, nos reunió una

tarde, cuando noencontrábamos detenidos enun páramo al final de laornada, y nos habló muy

sabiamente, instruyéndono

acerca de lo que debíamos ylo que no debíamos hacepara no tener problemas con

los moros.

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 —Mucha paciencia —nos dijo—, mucha paciencia

y humildad hay que tenersiempre con sumisión, conacatamiento; no olvidemo

que ellos son ahora nuestroamos, que somos prisioneroy que no consentirán lamínima actitud de soberbia orebeldía. Pensad en todo

momento en el rescate, poneden él todas vuestraesperanzas... Confiemos en

que pronto nos enviarán a

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alguien que pagará el preciode nuestra liberación. E

gobernador así lo juró. —¿Adónde nos llevanalcaide? —le preguntaban—

¿Está muy lejos? ¡Estamocansados!

 —Nos llevan aMequinez, donde el sultántiene la capital de su reino

o está lejos; dentro decuatro o cinco jornadas decamino habremos llegado..

Yo he estado allí y lo

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conozco bien. No tengáimiedo, compadres, no es ma

lugar aquel..Sobreviviremos! —¡Dios te oiga, alcaide

exclamó una mujer—Quiera Dios que vengan

pronto a rescatarnos! Pero nodejes que nos perjudiquenestos moros... A las mujeres

no nos dejan en paz ni unmomento... Cada día se estánponiendo más pegajosos...

Y todas allí empezaron a

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contar sus peripecias: cómoeran solicitadas por lo

hombres, cómo laobservaban, les hablaban eincluso llegaban a

toquetearlas...Esta situación creaba

mucho malestar, confusión ydesasosiego; mucho más quetener que caminar cada día

bajo el sol, con hambre y consed. Solamente aquellamujeres que estaban

acompañadas por su

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maridos se veían libres deeste acoso. Por eso yo

permanecía constantementeal lado de Fernanda y lomismo hacía con doña

Matilda; para que en ningúnmomento las vieran solas ydesprotegidas.

El Ceutí meditó sobreeste asunto peliagudo, muy

preocupado, y finalmentepropuso: —Hagamos una cosa

hagamos matrimonios

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establezcamos parejas demaridos y mujeres entre

nosotros. —¿Qué quieres decicon eso, alcaide? —le

preguntaron con extrañeza—¿Cómo que hagamomatrimonios? ¿A quédiantres te refieres?

 —Muy sencillo —

respondió—. Se trata de algoelemental. ¿No os dais cuentade que nadie se acerca a la

mujeres casadas? Ya os dije

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que los moros son temerosode Dios, a su manera. ¡No

son salvajes! Tienen suleyes, sus costumbres, surespetos... Los hombres y

mujeres de la religiónmahomética también secasan, igual que nosotroscomo todo el mundo. Yconocen muy bien la palabra

«pecado». El adulterio estáprohibido para ellos, iguaque para los cristianos, y está

muy mal visto y duramente

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castigado. Por eso no searriman a las mujere

casadas, sino únicamente alas solteras. Así que estáclaro: ¡hagamo

matrimonios! Formemoparejas entre todos lohombres y mujeres solteraque aquí estamos y de estamanera evitaremos e

desagradable arrimarse y eagobio que sufren esapobrecillas.

—¡Pero qué cosas dices

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alcaide! —replicaron—¿Cómo vamos a casarnos, s

no tenemos curas? ¿Cómovamos a hacer eso? ¿Quiéncelebrará las bodas?

 —Creo que no mehabéis comprendido bien —contestó el Ceutí, sonriendolacónico—. ¡No hace faltacasarse de verdad

mentecatos! Bastará con quefinjamos los matrimoniospara que nadie parezca

soltero... ¿No comprendéis

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compadres? Es muy sencillose componen las parejas y, a

partir de ahora, cada maridocon su mujer...Le miraban con tanto

estupor, que tuvo queexplicarlo un par de vecemás. Hasta que se hartó ealcaide y acabó gritando:

 —¡Hay que ver qué

memos sois, compadresaturalmente que no enecesario que se metan mano

los maridos y las mujeres

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bastará con que se acuestenel uno al lado de la otra para

que los moros vean que estáncasados... —¿Entonces no

podemos tocar a nuestramujeres? —preguntó uno queestaba casado de verdad.

 —¡Me cago en...! —bramó el alcaide—. ¡Me

refiero a los solteros quefingen estar casados! Locasados de verdad pueden

hacer lo que les dé la gana..

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¿Tan torpes sois? —Pues no lo entiendo

alcaide... —¡Idos a la mierda!

8. LOS FALSOSCASAMIENTOS

Finalmente, después demuchas explicaciones, deporfiar, de refunfuñar unos y

otros, se acabócomprendiendo que lasolución que proponía e

Ceutí era muy acertada. Se

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concertaron pues los fingidomatrimonios, emparejando a

todas las solteras para queninguna quedase sin marido ya merced de los molesto

requerimientos de amor poparte de los moros. Costótrabajo poner de acuerdo aunos y otras, porque, encimatenían sus preferencias o su

prejuicios a la hora deaceptar al marido asignado; yhubo riñas y algún que otro

tirón de pelos.

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 —¡Demonios! ¡Poneode acuerdo de una vez! —se

exasperaba el alcaide—. Sesto es solo para salir depaso —repetía una y otra vez

. ¡Contentaos ya, carajo!Aunque estábamo

agotados, famélicos ysoportando una grantribulación, aquello tenía

cierta gracia. Al menos a mme lo parece ahora que hapasado el tiempo. Había

algunas mujeres encantada

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con el marido que les tocabaen suerte; se les veía en la

caras, en el rubor de lamejillas, en el brillo de loojos. Y lo mismo pasaba con

los hombres, que inclusollegaron a jugarse a los dadoa las más lozanas.

Yo me puse conFernanda, como era natural

feliz a pesar de todo, comoella con ser mi esposa. Pero adoña Matilda, que estaba

muy solicitada, se la rifaron

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y le correspondió uncastellano de Burgos

bobalicón, palurdomontuno... —¡Ni hablar! —protestó

el ama enérgicamente.En fin, al final acabó

emparejada con donRaimundo por propiavoluntad, aunque de mala

gana, ya que nadie terminabade convencerle.Y el administrador se

puso muy contento

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complacido por resultarle útia ella, su admirada patrona.

 —Yo cuidaré de vuestramerced, doña Matilda —decía—. Ya verá como nadie

se acerca; ya verá qué buenmarido soy yo...

De esta maneraemparejados, tratando deayudarnos unos a otros

aguantamos cuatro jornadade camino por aquellocampos extraños, tragando e

polvo que dejaba tras de sí e

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ejército; con la mugreadherida al cuerpo, las ropa

hechas jirones, quemados poel sol, abrasados por el aireseco, malcomidos y llenos de

incertidumbre. Por que esoera lo peor: el no saber quéiba a ser de nosotros y cómosería la vida en aquel ignotolugar a donde nos conducían.

Hasta que una mañanade repente, apareció aremontar unas lomas un valle

verde, y Mequinez allá abajo

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entre palmerales y arboledasUnas murallas altas, doradas

envolvían el conjunto de laciudad; se veían casas dedesigual altura, unas con

tejados, con azoteas otrasesbeltos alminares, tapiasgrandes y compactaedificaciones, palacios... Sno fuera por la fatiga y la

aprensión que llevábamos, lavisión hubiera resultadohermosa: con las montañas a

fondo, las lomas áridas

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pardas; los caminoblanqueando entre lo

huertos, los olivosalmendros, naranjos...La muchedumbre

guerrera, en cuya colaíbamos los míseros cautivosmarchaba camino de lapuerta principal de lamurallas, siendo recibida po

un abigarrado gentío que laestaba esperando, clamorosoextendiéndose por una gran

explanada, formando un

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colorido panorama en el quedestacaban los lánguido

camellos, las vestimentas detodas las tonalidades, loborricos, las aguaderas, lo

mantos, los capotes, lachilabas rayadas, loturbantes...

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LIBRO IXTrata de lo que

hallamos en Mequinez,la ciudad del sultánMulay Ismail,

y de las duras prisioneque allí sufrimos

los cautivos españolede La Mamora

1. MEQUINEZ

Era una hora tardía y

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penumbrosa cuando hicimonuestra entrada en Mequinez

el polvo, la pesadumbre, ecansancio, la media luz deocaso y la envolvente

muchedumbre que sedispersaba no nos dejabanver con nitidez los contornosAsí que muy poco puedoreferir de la primera

impresión que me causó laciudad. Recuerdo el terrenoarcilloso, las muralla

terrosas, muy altas, de uno

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quince pies de elevación; laperspectiva mirada desde e

camino, con sus torres, latapias, las puertas, loolivares... Vi mucha gente

incontable; no creo que hayavisto en mi vida a tanta juntahombres de todas las edadesvestidos de mil manerasaunque la mayoría con la

aljuba rayada, que era lapropia del lugar, corta hastamedia pantorrilla, holgada, y

el manto marrón sobre lo

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hombros. Las mujeresenteramente cubiertas de la

cabeza a los pies, dejaban vesolo sus ojos y algo de lanariz; los niños, cas

desnudos.Después de pasar bajo e

gran arco de entrada, la masaguerrera dobló hacia laderecha por un amplio adarve

y desapareció lentamenterodeando los espesos murosA los cautivos entonces nos

condujeron por una especie

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de túnel, un conducto oscuroy estrecho que nos introdujo

en un dédalo de tapias, poencima de las cualeasomaban palmeras y

naranjos. Cruzamos lo queparecía ser una plaza públicao tal vez un mercado, porquehabía vendedores en todapartes: verduras, legumbres

carnes, tortugas, lagartos..os miraban con ciertaindiferencia, acostumbrado

como estaban a ver pasa

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cautivos frecuentemente. Vcaras compungidas y cara

risueñas... Había mendigoscentenares de ellos, cojoslisiados, ciegos, mancos...

legiones de harapientomerodeando por loarrabales. El barullodominaba las calles, podonde éramos llevados como

en vilo, con frecuencia aempujones, presionados polos de atrás, apretujado

contra las ancas de la

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acémilas y los asnos, contralas paredes, contra montone

de escombros, tenderetesmaderas viejas, toldopolvorientos... Y así iba

cayendo la noche sobrenosotros, a medida quepenetrábamos en los recintointeriores que servían paratener encerrados a lo

cautivos...Pero, antes de ir málejos, bueno será describi

con algunos pormenore

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cómo era aquel Mequinez deque tantas y tan asombrosa

cosas se cuentan, las cualealgunas son verdades, otraexageraciones y las más de

ellas simples invenciones ypatrañas.

Cierto es que, despuéde ser proclamado sultánMulay Ismail había llevado

la ciudad a su mayor gloriaAhora era la capital del reinoy la residencia de lo

principales magnates. Pero

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con el fin de impresionar amundo e instalar su

residencia en un solar dignode ser el centro de unimperio, el pretencioso sultán

llevaba diez años atosigandoa su gente para concluir unareformas emprendidas en eaño 1672, cuando a la muertede su hermano se hizo con

todo el poder. Mandó destruila anterior alcazaba y unaparte de la antigua medina

para levantar aquella

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gigantesca muralla con máde cien torres y dotada de

monumentales puertas; hizoconstruir mezquitas, bañospalacios, bastiones para su

guardia, graneros, cuadras decaballos, jardines...; ydispuso que se fortificara unextenso recinto, un granpresidio, donde tener a buen

recaudo a sus prisioneros..Porque Mequinez era el reinode los cautivos; diríase que

estos eran más numeroso

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que los ciudadanos libres. ¿Yquién si no hubiera podido

afrontar el sacrificio quesuponía hacer tantas obrahechas en tan poco tiempo?

Pronto nos enteramos de quetreinta mil hombres esclavose habían afanado duranteuna década cotidianamentesin descanso, para levantar e

inconmensurable laberinto dealcazabas que componíaaquella ciudad fortaleza

habitada en su conjunto po

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un total de sesenta mil almasde las cuales la mayor parte

vivía fuera de las murallasen los aduares, junto a loarroyos, en las montaña

cercanas y en los poblados depastores de las llanuras, yacudían solamente a lomercados, durante las fiestay a pagar los tributos que le

exigían los recaudadores detesoro del sultán.

2. LA VIDA EN EL

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CAUTIVERIODe toda aquella

grandeza de la cual contabanmaravillas, de la hermosurade los jardines y los palacios

nada vimos de momentoPorque fuimos conducidos ainterior de las prisiones. Allídebilitados, enajenados casinos tuvimos que conforma

alzando los ojos hacia loúnico que se veía por encimade los altísimos muros: e

firmamento intensamente

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azul por el día y sembrado deestrellas durante las noches

En aquel apestoso ydesangelado lugar, hacinadoscomo si fuéramos ganado

permanecimos doce semanasque se nos hicieron unaeternidad por tener quemalvivir con una pobre yúnica ración de alimento a

día; comidos de piojosmoscas, mugre y sarna. Enfin, ya digo, como animales..

Poco se puede contar de

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aquella mísera existenciaporque nada de particula

sucedía, excepto el monótonotranscurrir de las jornadasdesde el amanecer hasta e

ocaso. Al menos estábamosprotegidos, en quietud, noteníamos que caminar ynadie venía a incordiarnosY nos manteníamos juntos!

 No obstante, no todo fuecaos durante el encierro. Apesar de la aglomeración y e

poco espacio en que

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hacíamos la vida unas domil personas, reinaba entre

nosotros cierto orden. Lamayoría éramos cristianosgente de diversos orígenes

condiciones y suertesTambién en aquel purgatoriocontaba el linaje, la cuna, laposición y la hacienda que seposeyera en España. Porque

todos allí albergábamos laesperanza de ser rescatadoun día y regresar, y recuperar

aquello que por el momento

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considerábamos perdidoTodo se anotaba a cuenta

para el incierto futuro: lofavores, las mercedes, lopréstamos de servicios...

todo se compraba y se vendíafiado, por si algún día podíacobrarse en efectivo...

Había en el cautiveriosus autoridades: alcaides

ueces y alguaciles. Toribiode Ceuta siguió mandandosobre el grupo de La

Mamora, como así fue

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acordado y refrendado en sudía. Él continuaba en su

potestad con denuedo, conauténtica vocación; aunsiendo analfabeto, pequeño y

orobado. Nos dirigíafrecuentes admoniciones, nodefendía mediante sus rudosubalternos, nos daba ánimoy ponía paz entre nosotro

cuando había disputas. No sé de dónde le veníaal Ceutí aquel empeño en e

mando, pero no pondré en

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duda su valía y su templeprovidencial para quiene

estábamos tan abatidos ydesorientados.Reuniéndonos nada má

llegar, nos lanzó un largodiscurso, como una arengapara mantenernoorganizados:

 —Compadres —empezó

diciendo—, ya estamos enMequinez, cautivos, comobien sabíamos que

tendríamos que estar despué

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de rendir La Mamora. Esto elo que hay, esta es nuestra

suerte... Desesperándononada conseguiremos... Estoes cuestión de paciencia

nada más y nada menos queeso: cuestión de paciencia yde no perder las esperanzas

o queda otra queencomendarse a Dios y

esperar que vengan muypronto a rescatarnos... —¿Cuándo crees que

será eso, alcaide? —le

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abajo, sin dejarse arrastrapor la melancolía... Pero

tampoco confiandoingenuamente que serámañana, pasado mañana o

dentro de una semana cuandovendrán a liberarnos... Pensaeso es una necedad. Mejor ehacer la vida sin poner fechay, el día menos pensado, ¡la

libertad! —¡Ay, Dios te oiga! —exclamó una mujer—

Parece que lo estoy viendo!

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 —Pues deja de verlo —repuso él—; porque pasará e

tiempo... y te desilusionarácuando menos lo esperesTen confianza, pero no te

impacientes...Se hizo un silencio

mortal, como un vacío en eque todos allí podíamosentir ese tiempo perdido

extinto, fugado...

3. CAUTIVOS, PERO

GRACIAS A DIOS, EN

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FAMILIAA todo se hace uno, por

duro que sea, cuando hay fe..Pero sin ese don, ¡qué difícies a veces vivir! Era triste

ver cómo algunos perdían loánimos y enloquecían. Estoles pasaba sobre todo a loque se encontraban másolos, más aislados, má

perdidos... Porque lolenitivos del cautiverio son lacompañía, el consuelo, e

calor humano...

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Ya nos lo advirtió eCeutí:

 —Aferraos a la amistadal compañerismo y al cariñode los otros. Porque solos no

llegaréis a ninguna parte eneste navegar a la deriva polos días, las semanas y lomeses, sin rumbo y endesamparo. Si permanecemo

unidos, aguantaremos hastael final.Y veló nuestro alcaide

desde el primer momento

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para que se mantuvieranunidas las familias, para que

no se separasen los gruponaturales de amigos ni sedisgregasen las tropas

cofradías y tripulaciones demarineros que un díahabitaron San Miguel deUltramar. Por otro lado, a losque no tenían a nadie se le

buscó acomodo y compaña.Los niños, más quenadie, ¡qué pena daban! Era

muy lastimoso verlos en

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aquel mundo, sin máhorizonte que los fríos muro

y aquel polvoriento patiodonde se condensaba tantaindigencia, enfermedad y

mortandad humana. Por esoera menester tratar de quetodos ellos encontrasen quienles proporcionase cuidados ycariño. Así que los

repartimos entre todos. A losque andaban huérfanos sinpadre, sin madre, ¡sin nadie!

los acogimos como si fueran

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nuestros.Y aquel pequeño de

ocho años, el monaguillo quedescorrió la cortina deazareno, nos correspondió a

nosotros, al ama, a donRaimundo, a Fernanda y amí, que verdaderamentehabíamos llegado a ser unaauténtica familia. Su nombre

era Doroteo, pero le llamabanDorito. Andaba el pobre deaquí para allá, como un

perrillo vagabundo

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pegándose a unos y otros, sinque nadie terminase de

ocuparse de él del todo; locual era de comprenderporque casi no se le oía

quejarse, menudito como eray porque tampoco dabamucha guerra el pobrecillose ponía por allí, a la sombrade los que le hacían algo de

caso, y como todo el mundoestaba demasiado preocupadopor sus propios problemas

casi no se reparaba en su

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presencia y soledad. Así queFernanda empezó a darse

cuenta de que estabadesnutrido, mocoso y llenode sarpullidos; de que no

tenía quien le amparase, aunsiendo tan pequeño. Y un díacomprobando queverdaderamente estaba solodel todo, le preguntó:

 —¿Y tú, Dorito, notienes madre?El niño puso cara

extrañada, con esos ojo

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azules tan abiertos, el pelorubio apelmazado y la

naricilla roja requemada, sincontestar nada. —¿No tienes madre? —

insistió ella. —Yo sí —respondió a

fin, con timidez. —¿Y dónde está? —No lo sé...

 —¿Cómo que no losabes? Si tienes madre, enalguna parte estará... ¿No e

ninguna de las mujeres que

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hay aquí? —No, ninguna.

 —Entonces... ¿Dóndeestá tu madre?Se encogió de hombro

él, con una sonrisita dedespiste.

 —¡Ay, Dios mío! —exclamó conmovidaFernanda—. ¡Tú no tiene

madre! —Sí que la tendré —dijo el niño—; pero no sé...

Fernanda se echó a

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llorar, le abrazó, le llenó debesos...

 —¡Ay, criatura...! —sollozó—. Pero... ¡DoritoMi niño! ¿Por qué no lo ha

dicho? ¿Por qué no...? ¡Tú tequedas conmigo a partir dehoy! ¡Tú te quedas connosotros!

Luego estuvimo

preguntando y nos enteramode que el pequeño había sidocomprado en Salé por un

comerciante de zapatos, que

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luego se lo vendió en LaMamora a un viejo tullido

que acabó muriéndose, y quefinalmente lo habíanrecogido los frailes. En fin

con este ejemplo se podráhacer una idea de lo quepasaba; de la precariedad y lamalandanza humana que norodeaba.

Fernanda llevó a Doritoal lado del pozo, sacó agualo lavó, le buscó por donde

pudo algo de ropa, se la

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arregló y lo puso comonuevo, si es que allí algo

pudiera parecemínimamente decente... Perodel antes al después, ¡daba

gloria verlo!, como unmuñeco, tan aseadito y tancontento. Y ella después sefue directamente al alcaide yle dijo:

 —A Dorito lo cuidaréyo a partir de hoy. ¿Le parecebien a vuaced?

—¿Y cómo va a

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parecerme mal? —respondióel Ceutí—. Eso es lo que

tenemos que hacerocuparnos los unos de lootros. ¿O no es lo que vengo

diciendo desde el principio?Y, después de quedarse

pensativo un momentoañadió—: Pues ya tenéis hijoCayetano y tú, mujer. Aquí se

trata de hacer familias... Aslos moros verán que sois deverdad marido y mujer..

Porque tú estás de muy buen

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ver, Fernanda, y no esmenester que se piensen que

andas soltera..¿Comprendéis lo que quierodecir?

¡Claro que locomprendíamos! Seguía eingenioso juego de lomatrimonios apañados... Y amí me pareció muy oportuno

que nos ocupásemos deDorito; no solamente por epobre niño, sino también po

nosotros, para evitarno

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problemas, aunque esté mael decirlo...

Así que, desde aquel díala cosa quedó de la siguientemanera: fingíamos que doña

Matilda y don Raimundoeran los padres de Fernanday por ende mis suegros y loabuelos de Dorito. Había quever la suerte de engaños que

teníamos que urdir para saliadelante airosos, sinproblemas: ¡mentiras y

enredos! Con el fin de

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despistar a los moros. Perobueno es decir que aquello

tenía su propio encanto...Todo era ir pasando lomejor posible las primera

semanas en un mundoconfuso, donde la personatenía poco valor y se perdíala perspectiva de quiéneéramos cada uno y de lo

destinos que en otro tiempocreímos nuestroilusoriamente.

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4. FERIA DECAUTIVOS

Transcurrió un tiempoindeterminado, tal vez domeses, en el que no hubo má

oficio ni tara que sobrevivien medio del hacinamiento yla miseria, ver la forma deconservar la esperanza ymantener vivos nuestro

sueños. Pero más adelantequiso Dios que empezasen acambiar las cosas; no digo

que para mejor, pero a

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menos comenzaron acambiar...

Era pleno verano, seríaya julio, cuando aparecieronpor allí los intendentes que e

sultán tenía nombrados paragestionar los asuntos de sucautivos. Venían con sussecretarios y escribienteshombres muy duchos en la

industria de poner en tareavarias y sacarles partido atoda aquella masa humana

que consideraban propia y

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susceptible de producibeneficio. Hasta entonces no

se habían preocupado denosotros porque todavíaandaban muy afanados en la

campañas guerreras, laconquistas, los saqueos y lacosecha de más cautivosporque su avidez de apresagente parecía ser insaciable..

Estos administradorehicieron recuentoinspeccionaron y tomaron

buena nota de la importancia

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y número de cuantoestábamos allí; valorando en

consecuencia las gananciaque se podían obtener con lorescates y, en su caso, de la

aptitud para el trabajo de lohombres más sanos y fuertes

La supervisión fue lentaminuciosa y, como secomprenderá, harto

humillante. Uno por uno, nohacían pasar por un examenen el cual valoraban e

origen, la edad, las fuerza

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físicas, la salud, lacualidades personales..

adie se libraba de laagraviante observación desus ojos escrutadores, de la

preguntas, del manoseo, detener que enseñar hasta lodientes y las vergüenzas... Aellos tuvimos que contarletodo: quiénes éramos, de

dónde veníamos, el valor ensu caso de los bienes queposeíamos en España

nuestros oficios, nuestra

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hacienda, nuestrahabilidades y la

consideración que teníamocuando fuimos hombres ymujeres libres. Porque, en

suma, nuestro cautiverioconstituía la base de unnegocio, de un sustanciosomodo de obtener pingüeganancias.

Y el alcaide, que eraconocedor de la urdimbre denegocio, nos explicó lo que

iba a pasar después de

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reconocimiento que duróvarias jornadas completas.

 —Compadres —nos dijo, aquí todo sigue su ordenel que mandan las leyes de

cautiverio. Somomercancías, nada más... Yahora vendrá erepartimiento...

5. ELREPARTIMIENTO —Aquí hacen las cosa

siempre de la misma manera

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explicó el Ceutí—. Esto eun negocio y, como tal, tiene

su propio método. ¿No odije que yo ya he estado aquy que conozco bien el percal?

Pues bien, dejadme que oadvierta de lo que ha devenir... Llevamos aquí en lasprisiones más de dos mesescompadres, aunque o

parezca que ha pasado unaeternidad... Durante todo estetiempo, ellos, los moros, se

habrán hecho su

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componendas. O sea, quehabrán estado con la

cuentas, los cálculos, lonúmeros...; porque tienen quesaber muy bien con qué

ganado cuentan: ya que, paraellos, nosotros somosolamente eso: ganadogénero del que esperanobtener sus ganancias. Y los

beneficios que pueden sacade nosotros han de venirleprincipalmente por tres vías

la primera, el rescate, lo

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dineros que piensan exigir acambio de nuestra libertad; la

segunda vía será nuestrotrabajo, todo aquello quepodamos hacer para ellos y

que les resulte útil... Lo quesignifica que cada uno denosotros deberá ejercer aquun oficio. ¿Por qué creéis queos preguntaron en la

inspección los intendentequiénes erais, lo que sabíaihacer, si teníais habilidades o

experiencias? Ni más n

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menos porque quieren sacaprovecho de nuestra

personas...Escuchábamos muyatentos, por lo que no

convenía, esperando queaquellas lecciones del Ceutnos sirvieran para alivianuestra situación en esedichoso repartimiento, que

todavía no sabíamos aciencia cierta ni lo que era ncuándo iba a ser.

—Alcaide —le pregunté

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yo—, ¿y qué hay de la terceravía? Nos acabas de decir que

los moros buscan sacabeneficios de nosotros potres vías; has nombrado la

dos primeras, ¿y la tercera?El Ceutí se puso muy

serio; arrugó el morrocarraspeó y luego contestóguiñando el ojo:

 —Tienes razónCayetano; tres vías son, enefecto, o sea, tres maneras de

ganar dinero a nuestra costa

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Pero la tercera... En fin, latercera me la callaré, no sea

que os cause desazón...Se levantó un granmurmullo entre los cautivos

que se sintieron descontentopor esta explicacióndesconcertados y nadaconformes con que se leocultara la tercera vía. As

que yo me lancé y le dije: —No nos dejes asíalcaide, con ese misterio

suspendido en el aire... Ya

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que has empezado diciendoque las vías eran tres, debe

decirnos la tercera; si nohaber dicho que eran solodos...

Se lo pensó y, al cabocontestó:

 —Está bien, lo diré..Pero, compadres, temo queos desaniméis, ya que la

tercera vía es la peor paranosotros... —¡Dilo de una vez! —le

instó la gente.

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 —¡Nos tienes en ascuas —¡Habla y no te calle

nada!El Ceutí, circunspectoentrelazó los dedos sobre su

barriga, y dijo: —Compadres, si esto

moros de Mequinez nolograran sacarles a nuestrocompatriotas y familiares de

España todo el dinero queesperan, nos venderán comoesclavos. Eso es lo que hay

compadres... Ya lo he dicho..

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A estas palabras dealcaide siguió un silencio

mortal, roto solo por algúnque otro suspiro. Esa terceraposibilidad era la má

terrible.Y el Ceutí, viendo e

efecto que había causado ennosotros conocerlaprosiguió:

 —Pero... ¡no opreocupéis, compadres! Esono va a pasarnos, porque

pagarán nuestro rescate...

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 —¡Ah, Dios te oiga! —Dios se apiade de

nosotros. —¡Pagarán! ¡Egobernador lo juró!

El alcaide sonrió avernos esperanzados ycontinuó:

 —Y ahora, compadresexplicaré qué es eso de

repartimiento, porque a buenseguro va a ser muy prontotal vez mañana o pasado... Ya

habéis visto cómo nos han

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examinado y preguntadoPues bien, el repartimiento

tiene que ver con eso: ahoravendrán los intendentes y nosacarán de aquí para

repartirnos entre la gente ricay principal de Mequinezpara que trabajemos paraellos, para que les sirvamos ypara que, en su momento, le

paguemos una parte denuestro rescate por los gastoque harán nuestros amos en

el mantenimiento de nuestra

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pobres personas. O sea, queencima de que vamos a

trabajar sin cobrar nadadeberemos pagarles nosotroa ellos...

 —¡Qué descaro! —¡Qué sinvergüenzas! —¡Qué villanía!El alcaide meneó la

cabeza lacónico

resignadamente sonriente, ysentenció: —Esto es lo que no

toca en suerte, compadres

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esta es la vida del cautivo...

6. ¡FRAILES!Esperábamos el dichosorepartimiento con una mezcla

de sentimientos: convacilación; debatiéndonoentre el anhelo esperanzado yel miedo receloso; loprimero, porque ya

estábamos muy cansados deestar en aquella prisióndesamparada, como gallina

en un corral; y lo segundo

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porque al menos allestábamos juntos y en cierta

manera organizadosayudándonos unos a otrosmientras que no sabíamo

dónde podían llevarnos y conquién.

En esta incertidumbrepasaron algunas semanamás, aguantando un calo

tremendo, que nos agotaba yque nos iba dejando sinánimos, sin ideas y hasta sin

ilusión, embotados

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permanentemente agobiadopor enjambres de moscas de

día y por ejércitos dechinches por las noches.Y el alcaide, al ver que

tardaban en repartirnos, sepreguntaba extrañado:

 —¡Qué raro...! ¿Por quéno harán ya el repartimiento?

o sé qué estarán pensando

estos demonios de moros..La última vez que yo fucautivo hicieron el reparto a

mes de estar aquí...

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Porque Toribio de Ceutahabía sido cautivo dos vece

más en su vida, además deesta, y la última vez queestuvo en Mequinez fue

durante su segundocautiverio, hacía solamentetres años. Por eso sabía tantode estos menesteres; digamoque era un cautivo veterano

A pesar de lo cual, le habíansalido mal los cálculos y esole tenía en un sinvivir.

Hasta que una mañana

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se produjo una novedad quenos llenó repentinamente de

esperanzas.Todo comenzó cuandoalguien empezó a gritar: —

Frailes! ¡Frailes! ¡Alabadosea Dios! ¡Vienen losbenditos frailes arescatarnos!

Se armó un revuelo

enorme. Todo el mundo sepuso en movimientoalborotado, sin que

supiéramos de dónde venía e

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aviso ni quién lo proclamabacon aquellas voces que

seguían anunciando: —¡Frailes, frailesfrailes...!

Y en medio de labatahola que corrió hacia lapuertas de la prisión, vi aalcaide, apresurado y con lacara desencajada. Le

pregunté: —¿Qué pasa? ¿Quéfrailes son esos? ¿Es verdad

que nos rescatan?

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 —¡Qué sé yo! —respondió entre jadeos—

Vamos a ver!La multitud se agolpabadelante de la puerta, como en

una locura colectiva, con lorostros transidos, conlágrimas, con una ansiedadindescriptible... Creían deverdad que había llegado la

hora tan esperada: ¡que lofrailes venían a rescatarnos!Vinieron los carceleros

con sus varas y empezaron a

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poner orden. Solo después derepartir algunos golpe

lograron que la gente seechara a un lado y que sehiciera cierto silencio

temeroso.Entonces apareció ante

nuestros ojos una visión queparecía llegada demismísimo cielo: ¡frailes! En

efecto, había allí frailevestidos con el benditohábito de la Orden de la

Santísima Trinidad y de lo

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Cautivos, conocidos comotrinitarios; los que tenían

como misión redimir aaquellos infelices caídos bajoel yugo de la cautividad, lo

cuales allí éramos ¡nosotrosHe ahí el motivo de tantaalegría y entusiasmo.

Porque no era nadaaventurado, nada ilusorio

suponer que estaba muycerca nuestra libertad, ya quenadie ignoraba cuál era la

dedicación principal de lo

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frailes trinitarios. Por todaEspaña corrían frecuente

noticias de las buenas obrade estos hombres abnegadoy santos; de los viajes que

hacían a tierras de moropara hallar, consolar y salvara los cautivos. Sus hábitoblancos y las cruces rojas yazules sobre el escapulario

eran signos de redención, deliberación, y su sola vistarepresentaba para nosotros la

única posibilidad de salir de

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la prisión.Así que los cautivos, a

tenerlos delante, no parabande gritar: —¡Llevadnos a España

padres! —¡Sacadnos de esta

cárcel! —¡Caridad, padres

Caridad y libertad!

Imposible describir lasensaciones que se nodespertaron dentro: la

esperanza, la ilusión, la

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calmar a la gente. Y estoscon autoridad, pedían una y

otra vez: —¡Callad! ¡Dejadhablar a los padres

Silencio!Cuando al fin se pudo

conseguir que reinara eorden y que cesara ealboroto, fue el Ceutí quien

tomó primeramente lapalabra y, dirigiéndose a losfrailes, dijo:

—¡Bendito sea Dios

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hermanos trinitarios! ¡Veníscomo caídos del cielo! ¿Qué

tenéis que contarnos? ¿Quénoticias nos traéis? ¿Seremoredimidos pronto?

Los dos frailes eran deestaturas semejantes, eigualmente resultabanvenerables vestidos deblanco. Aunque uno de ellos

por ser de mayor edadparecía ser el superiordelgado, reposado y con uno

ojos bondadosos. El otro, e

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más joven de los dos, erapelirrojo, pecoso, asimismo

delgado, pero más robusto yde expresión más retraídaSuponíamos que hablaría e

primero, el más viejo; perono fue así, sino que habló ebarbitaheño:

 —Hermanos nuestros —dijo con una voz taimada—

benditos seáis del Señor...Yo le oía muy bienporque estaba delante, apena

a diez pasos de él, pero los de

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atrás protestaron: —¡No nos enteramos

¿Qué dice? ¡Hable más altopadre, por caridad! —Hermanos —repitió e

fraile—, benditos seáis deSeñor... Venimos enviadospor el Dios misericordiosobondadoso y fiel... De Éviene todo don... Él ha de

daros la libertad... —¿Qué dice? —gritaronlos de atrás.

—¿Que somos libres?

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 —¡Aleluya! ¡Benditosea Dios!

Y se formó de nuevo unenorme alboroto, conalaridos, albórbolas

empujones y gran agitacióndel gentío.

 —¡Silencio! —pidieronde nuevo los hombres dealcaide—. ¡Callaos o vendrán

los guardias con las varasDejad hablar a los frailes!Cuando se hubieron

calmado, el trinitario

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pelirrojo volvió a tomar lapalabra, poniéndose muy

serio. —¡Hermanos! —dijocon mayor energía—

Comprendemos vuestraimpaciencia, vuestra angustiay vuestro sufrimientoEstamos aquí para ayudarosEsta es nuestra misión: trata

de que seáis redimidocuanto antes; daros lalibertad que tanto anheláis...

Calló un momento

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mirándonos con pena, yluego añadió:

 —Pero lamento teneque comunicaros que eso, poahora, no podrá ser... Todavía

no ha llegado ese momentopero confiemos en Dios...

Un denso murmullohecho de suspiros dedesilusión, de quejas y

gemidos, se elevó como unlamento fúnebre. Aquellaspalabras cayeron sobre

nosotros como una lluvia de

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agua helada. Y algunospreguntaron ansiosos y

frustrados: —¿Y cuándo noredimirán?

 —¡Por Dios! ¡Decidnocuándo!

 —¿Pasará mucho mátiempo?

El fraile juntó la

manos, se las puso delantedel pecho y contestócompadecido y sincero:

—Hermanos, lo siento

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lo siento en el alma... ¡Nadapuedo deciros! ¡Ojalá

pudiera! Pero nada sé sobreese menester que no sepáivosotros... Estoy enterado de

que el gobernador de LaMamora juró acudir cuantoantes a los ministros derey... Pero aquí no se hanrecibido noticias después..

o sabemos si ya se conoceen España vuestro cautiverioosotros somos solo pobre

frailes que nos ocupamos de

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hospital de Mequinez y muyde tarde en tarde recibimo

cartas de España... Pero no odesaniméis, hermanosconfiad en Dios y en

nosotros. ¡Pedidle a Dios mápaciencia! Y en cuantotengamos buenas noticiascorreremos acomunicároslas...

De muy poco consuelonos servían aquellaexplicaciones. Todo eso, en

efecto, ya lo sabíamo

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nosotros. En conclusióndebíamos seguir esperando

no quedaba otro remedionada más podía hacerse...Los frailes traían

consigo una carreta cargadacon panes y dátiles, querepartieron para mitigar algonuestro padecimiento: penacon pan son menos..

También fueron a ver a losenfermos que estabanpostrados o moribundos. Y

luego rezaron, nos dijeron

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nuevas palabras de aliento ynos bendijeron. Se

despidieron prometiendo queno nos abandonarían y queenviarían una pronta carta a

sus superiores de España paradarles la referencia decuántos éramos y el tiempoque llevábamos en Mequinez

7. REPARTIDOS Y, APESAR DE TODOESPERANZADOS

Pasó otro mes y alguno

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días más. Los buenos fraileno se olvidaron de nosotros

venían todos los sábados ylos domingos; traían lodátiles y el pan, nos decían

misa, nos confortaban consus sermones y suplegarias... Pero de laredención no decían nadamás que lo que ya sabíamos

era menester esperar, confiarenviar cartas, nodesanimarse... La gente

mientras tanto iba

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desmayando cada vez másenflaquecida, enferma

moribunda...Y resultó que, cuando yanos habíamos olvidado de

repartimiento, se presentaronuna mañana los intendentedel sultán con un contingentede guardias y los escribienteprovistos de sus cuadernos y

anotaciones. Todo fue acontinuación rápido yatropellado, con voces, malo

modos y empujones. Ponían a

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algunos a un lado, comoapartados, y a otros se lo

llevaban con prisas. —¡Nos reparten! —exclamó el alcaide—. ¡Po

fin nos reparten!A él le tocó el turno

pronto, porque tenía allí suamistades y vino a sacarlo unmoro poderoso para

llevárselo a su casa. Cuandole vimos salir, nos quedamoscomo álamo sin sombra, muy

desolados, porque el Ceut

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había llegado a seindispensable a la cabeza de

la desgraciada caterva quecomponíamos aquellos trecentenares de alma

provenientes de La Mamora.Tuvimos que pasa

todavía un par de días más enla prisión, llenos deincertidumbre y

preocupación, temiendo quepudieran separarnos. Pero, atercer día, cuando ya se

habían llevado a casi todo

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 —No os preocupéis, nosacan de aquí... ¡Bendito sea

Dios! Nada puede ser peoque este asqueroso lugar..Dondequiera que nos lleven..

Salimos al fin a unaespecie de plaza, donde habíamucha gente, animalestenderetes, voces, algarabía..Estábamos tan nerviosos y

confundidos al vernos por finen el exterior que noacertábamos a endereza

nuestros pasos, empujado

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por los de atrás. Yo llevabade la mano a Fernanda, y ella

a su vez tiraba de Dorito; noseguían el ama y donRaimundo. Y solo una idea

me pasaba por la cabeza: queno iba a consentir que nosepararan.

De pronto, mi sorpresafue enorme cuando descubr

en medio del gentío al Ceutímuy sonriente, vestido conuna aljuba limpia, con lo

brazos abiertos.

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 —¡Compadres! —exclamó—. ¡Vosotros os

venís conmigo! ¡Vamoscompadres!Extrañados por aque

encuentro inesperado, noquedamos maravilladosmirándole, mientras la puertade la prisión se cerrabaruidosamente a nuestra

espaldas, sin que ningúnguardia nos incordiase ya nnadie más nos dijera lo que

debíamos hacer.

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Miré a un lado y otro. Yen medio de toda aquella

confusión, vi cómo sellevaban a otros cautivospero a nosotros nadie se

dirigía, excepto el Ceutí queseguía diciendo:

 —Pero ¿qué os pasacompadres? ¿No me oís?Vamos! ¿Qué hacéis ah

parados? ¿Queréis acaso queos vuelvan a meter en lacárcel?

—¿Adónde vamos? —le

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pregunté en mi desconcierto. ¡¿Somos libres?!

 —¡Ah, ojalá!... Nadie elibre en Mequinez... Pero apartir de ahora estaremo

mucho mejor, compadresVendréis conmigo a una casadonde nos espera una vidamucho más llevadera..Andando, seguidme!

8. COMO PÁJAROS ALOS QUE LE HAN

ABIERTO LA JAULA

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Íbamos en pos del Ceutpor las calles de Mequinez

entre el abigarrado gentíoaturdidos por el ruido, por ecolorido, por el movimiento

por percibir los deliciosoaromas de las especias, de lahierbas olorosas, de loabones fragantes, de

almizcle, de las soporífera

esencias... Era como si unaoscura cortina se hubiesedescorrido repentinamente

mostrándonos la maravilla de

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un mundo vivo yhaciéndonos sentir que

resucitábamos, después detanto tiempo como habíamopermanecido en la tumba de

la prisión. Y a medida quenos alejábamos del encierroadentrándonos por eintrincado y misteriosolaberinto de callejuelas, po

la angostura de los pasadizoy adarves, nos parecíapenetrar en una suerte de

ensueño.

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Por delante, con supasos cortos, desiguales y sin

gracia, Toribio nos guiabavolviéndose de vez en cuandopara apremiarnos:

 —¡Vamos! ¡Deprisacompadres, que nos esperanpara comer!

Él conocía palmo apalmo aquella infinidad de

vericuetos y travesíascaminaba resuelto, sinreparar en la multitud que

nos parecía tan amenazante, a

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pesar de que aquella genteestaba afanada en sus cosas

en comprar, vender yacarrear abastos de todogénero; o sencillamente

quieta, conversando oentregada al tedio delante delas puertas de las casas.

El Ceutí era pequeño yrengo, pero corría como un

ratón, perdiéndose por entrelas oleadas de aquellamorisma; diríase que estaba

imbuido de una energía

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secreta. Y le seguíamosporque, en medio de todo

aquello tan extraño paranosotros, confiábamos aciegas en él.

Hasta que, de repente, ogritar a mis espaldas:

 —¡Ay, no puedo másPor Dios, esperadnos!

Me detuve y, a

volverme, vi la cara sudorosade doña Matilda, que estabaparada y doblada sobre s

misma, jadeante, con una

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expresión aterrada y enextremo vencida por e

agotamiento. —¡Vamos! —le dije. —¡Ay, que no puedo...

Que no tengo fuerzas...!Fernanda y Dorito

también se habían detenidoTodos estábamosderrengados; ¡tanto tiempo

sin apenas movernos enreclusión! Los cuerpoestaban flojos, embotados

famélicos...

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 —¿Y don Raimundo? —le pregunté, al darme cuenta

de que no se le veía poninguna parte. —¡Qué sé yo! —

respondió el ama—. Se habráquedado por ahí atrás..Bastante tengo yo con cuida

de mí misma! ¡Si no puedocon el alma...!

 —Esperad aquí —dijemientras iba a desandar ecamino en busca de

administrador.

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Gracias a Dios, loencontré a pocos pasos, a

volver una esquina; estaba epobre hombre desorientadoen mitad de la calle. Lo cog

del brazo y lo llevé hastadonde esperaban los demás

uestras cabezas no teníanagilidad para pensar y epoco ánimo que

conservábamos no nopermitía grandes esfuerzos.Y Toribio, que había

regresado al percatarse de

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que no podíamos seguirlecomprendió que debíamos i

más despacio. —Ya falta pococompadres —nos animó—

Pronto podréis descansar afin.

 No nos engañabaapenas tuvimos que recorreun par de callejas más

doblando alternadamente aizquierda y derecha, yacabamos en una plazuela

solitaria, donde rumoreaba

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una fuente bajo un sicómoro. —Aquí es —dijo e

Ceutí, señalando con el dedouna puerta—. Esta es la casade mi amigo Abbás e

onetero.  Compadres, tenéisuerte... Me habéis caído engracia y pensé que, cuandollegase el repartimiento, nodebíais ir a mal sitio. Yo me

ocupé de todo. Porque, comoya os dije, tengo enMequinez amigo

bienhechores. ¡Adentro pues

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Que os esperan el bañobuenas camas y un plato con

verdadera comida... Aquvais a estar como en vuestrapropia casa...

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LIBRO XDonde se verá cómo

fue nuestra vidaen Mequinez desde edía que salimos

de la prisión

1. LA AURORA DE LA

TRANQUILIDAD No sé cuántas horahabía dormido; me pareció

que despertaba de la

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eternidad. Raras veces sucedeese prodigio, esa magia que

te lleva a creer que has vueltoa nacer, porque en la honduray la nada del descanso

profundo es como si seliberara todo el temor, toda laangustia, todo el dolor... y emundo y la vida fueran depronto nuevos. Había tenido

apacibles sueños; no lorecordaba, pero habíandejado en mí el poso de la

felicidad. Contribuyendo

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quizás algo a esto la extremablandura de la cama, la

dulzura de una almohada y lasuavidad de una manta delana... Todavía tenía los ojos

cerrados, pero iba sintiendono obstante, los contornos dela alcoba pequeña, aseadadiscreta, en la que se abríauna gran ventana a oriente

dando al patio interior de lacasa. El silencio era total...Mi primer pensamiento

cuando salí de aquel ensueño

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fue de alegríaExperimentaba esa reacción

del alma que ya no desea, demanera alguna, retornar a ladesgracia; y que la descubre

lejana, olvidada... Así, sinquerer ver, me iba haciendoconsciente únicamente depresente, y abandoné todamis fuerzas en una espera; no

sabía de qué cosa, ni poqué...Pero, de improviso, la

intuición de una presencia

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me asaltó inundándome deuna felicidad indecible

Entonces abrí por fin los ojoy me encontré con dorostros impregnados de

claridad, dos caritapreciosas... Y como me dabael sol de la ventanadirectamente, se me figuróque seguía soñando: ¿eran

dos ángeles? Para mí como slo fueran: Fernanda y Doritoestaban sentados a mi lado

mirándome, dorados de

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limpia luz...Salté de la cama, me

abracé a ellos y lloré, lloré depura dicha... Nos hallábamos por fin

fuera de la prisión yamanecíamos en la casa deAbbás el Bonetero, el amigode Toribio de Ceuta. Despuésde tantas penalidades, de la

incomodidad y la mugre, dedormir durante meses en eduro y frío suelo, ¡qué

maravilla despertar allí!; a

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abrigo de unas paredeencaladas, frente a un

ventanal por el que se veíauna pacífica palmera... Y quéfelicidad tan grande

evidenciar que seguíamovivos y que permanecíamountos. Mi alma quería

expresar todo eso y ningunapalabra hubiera sido capaz de

manifestarlo, así que mibrazos estrechaban a esas dofrágiles criaturas mientra

mis lágrimas fluían con la

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esperanza y el consuelo... Taes la juventud: pronto

considera inútil el dolor y seenjuga los ojos; porque siguela vida y no hay más opción

que continuar con ella; estoes, ¡vivirla!

2. EN LAS CASA DEABBÁS, EL BONETERO

Toribio el Ceutí   nohabía hecho un favoimpagable, logrando que

fuéramos acogidos en la casa

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de su amigo. De los múltipledestinos que pudieron

habernos tocado en suerte enel repartimiento, aquel erasin duda el más beneficioso

o es que supusiera que yafuéramos del todo libresporque todavía seguíamosiendo cautivos y propiedaddel sultán, pero al meno

podíamos vivir en Mequinezcon comodidad, sintiéndonoseguros y gozando de la

posibilidad de movernos con

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cierta autonomía. Lo cualdespués de haber estado tanto

tiempo encerrados entremuros tan altos que solohabría podido remontar un

pájaro, suponía unamaravillosa y nuevasensación.

 Nada más llegar, nosproporcionaron una

estancias propias, noofrecieron un baño y nodieron ropa limpia a lo

cinco. No hace falta decir que

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estábamos encantadosCuando se ha sobrevivido

con tan poco, cualquiepequeño beneficio parece unverdadero lujo. Al sentirnos

limpios, alimentados y bajoun techo, tan de repente, noencontramos como en lamisma gloria.

 No es que la casa fuera

muy grande, pero nos parecíaun verdadero palacio. Lafachada era semejante a la

de las demás viviendas de

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Mequinez: de puro adobeamasado con paja, pero bien

lucida con una capa de estucoarcilloso. El ancho portóndaba a un zaguán amplio y

este a un patio interior, dealtos muros, al que seasomaban galerías en sus dopisos. Al final había otropatio donde crecía una

altísima palmera y al quedaban nuestras habitacionesEl ambiente interio

resultaba fresco, íntimo y

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cuidado, con muy pocomuebles. La vida se hacía en

la estancia más ampliaabierta al primer patio. Esuelo estaba cubierto con

tapices en los que sedistribuían los mullidocolchones que servían comoúnico asiento.

El día de nuestra llegada

no vimos al dueño de la casaos recibió una mujer muydispuesta; alta, voluminosa

los ojos rasgados y la

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pupilas grandes; la miradapenetrante, como indicio de

fogosidad en su carácter. Sellamaba Manola y nosorprendió que hablara

perfectamente el español. Locual no era de extrañarpuesto que era española ymalagueña. El Ceutí lapresentó como la esposa de

tal Abbás el Bonetero, edueño, el cual según dijo sehallaba de viaje.

—¡Pobres criaturas! —

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exclamó ella, llevándose lamanos a la cabeza, nada má

ver nuestro lamentableestado—. ¡Qué desastreLástima de cautivos que tan

mal cuidados andan... Estomoros no tienen caridadninguna.

Y era de comprender suasombro: ¡había que vernos

Estábamos sucioscochambrosos, con laporquería de mucha

semanas adherida a nuestro

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pobres cuerpos. Mas si fuerasolamente eso... Habíamo

enflaquecido hasta el puntode parecer esqueletos. A losque éramos por naturaleza

más o menos delgados antedel cautiverio se nos notababastante; pero a doñaMatilda, que siempre fuerellenita, no se la reconocía

parecía otra mujer, con unafigura enteramente diferenteel cuello largo y fino, la

barbilla afilada, los pómulo

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marcados y los ojos saltonespor no hablar del talle y la

absoluta falta de rellenodonde antes huboredondeces... De igua

manera, don Raimundoparecía insignificante, muchomás envejecido y sobrándolela ropa vieja y sucia potodos lados.

El baño fue unaexperiencia inusitada; algoque ya casi habíamo

olvidado. Nos tenían

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preparada agua calienteabón y estropajos, y hasta

nos parecía que perdíamoalgo muy nuestro cuandofriega tras friega, lográbamo

desprender la negra mugrePero la mayor sorpresa llegócuando nos miramos poprimera vez al espejo y novimos tan flacos.

 —¡Ah, esta no soy yogritó con desgarro el ama. ¡Si parezco una galga!

Luego estuvo llorando

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durante un largo ratoencerrada en su habitación

os tenía preocupados. —Dejémosla, pobrecillanos decía Fernanda, que la

conocía mejor que nadie—Todo esto ha sido muy duropara ella, demasiado duro..Y tiene que desahogarse.

Pero don Raimundo, aun

estando tan débil, sufríamucho al oírla sollozar; sefue a la puerta del cuarto y le

dijo: —No llores, esposa

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mía; ya verás como prontonos rescatarán... Y volverás a

engordar cuando puedacomer todo lo que quieras..Anda, esposa, no llores!

Dentro doña Matildadejó de gemir, abrió conbrusquedad la puerta y asomóbramando indignada:

 —¡Cómo que

«esposa»...! ¡¿Será posiblebobada más grande?! ¡Le hedicho a vuaced que no me

llame «esposa»! ¡Yo no soy

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su esposa! ¡Era lo que mefaltaba!

Don Raimundo se quedóperplejo, mirándola entre erespeto y el cariño, y añadió

sin titubear: —Aquí somos marido y

mujer, Matilda; esas son lasnormas... ¡No te enojesmujer!

El ama dio un gritocerró de un portazo yprosiguió dentro con su

sollozos de desesperación.

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Y don Raimundovolviéndose hacia nosotros

dijo: —No comprendo poqué se pone así... Ahora quetodo se va arreglando; ahora

que tenemos una casa... Aesta esposa mía no hay quienla entienda...

Fernanda y yo nomiramos llenos de

preocupación. Hacía tiempoque veníamos percatándonode que el administrado

parecía no ver la realidad

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que de vez en cuando eracomo si perdiese la razón y

dijese cosas incongruentesYa en la prisión le habíamosvisto como enajenado

confuso y ausente. Yempezábamos a darnocuenta de que se habíatomado tan en serio lo de lomatrimonios fingidos que

había llegado a creérselo detodo.Tanto era así que

Manola también se lo creyó y

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resultaba muy difícil hacerlever la auténtica realidad

porque don Raimundo sedirigía siempre al amallamándola «esposa» y la

trataba como si de verdad lofuera.

 —No me entero —nodecía la mujer de Abbás—¿Están o no están casado

esos dos? —No, no —contestabaFernanda—; ella es viuda y

él soltero.

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 —Pues parecen unmatrimonio... Discuten como

si de veras lo fueran...

3. SECRETOS Y

NEGOCIOS OCULTOSHabíamos creído en un

principio que Toribio e

Ceutí  iba a vivir con nosotroen la misma casa. Eso no

daba mucha tranquilidadPero resultó luego que sealojaba en otra vivienda, que

al parecer se hallaba lejos de

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la nuestra. Por ese motivoantes de irse nos reunió para

darnos algunaexplicaciones: —Compadres —nos dijo

, yo no voy a dejar deocuparme de vosotros. Mevoy a otro lugar, pero nodejaré de venir a veros. Aquíen la casa de mi amigo

Abbás, podéis estatranquilos. Nadie se meterácon vosotros y espero que no

tengáis que volver a la

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prisión... —¡Ay, Dios mío! —

exclamó doña Matilda—Allí no! Allí no, porquemoriremos...

 —Esté tranquila vuestramerced —la tranquilizó eCeutí—. Como digo, ya notienen por qué temer. Abbáses un buen amigo mío y

aunque se encuentra ahora deviaje dedicándose a sunegocios, su esposa Manola

cuidará de vuestras mercede

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hasta su vuelta. AmbosManola y el Bonetero, son

personas de mi enteraconfianza; nos conocemodesde hace años y estarán

encantados de teneros en sucasa... Comprendocompadres, que estéipreocupados, porque todoaquí es nuevo para vosotros y

nunca antes os habéis vistoen un trance semejante. Peroyo tengo experiencia en esta

lides y os aseguro que todo se

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arreglará; tarde o tempranose solucionará... Cuando

regrese Abbás, dentro dealgunas semanas, quiera Dioque no tarde mucho más, se

arreglarán las cosas. Ya loveréis, compadres, confiad enmí... Os he traído a buensitio, Manola cuidará devosotros.

 —Sí —le dije—confiamos en ti, alcaideporque no has dejado de

ayudarnos... Pero dinos a

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menos cómo se arreglarán lacosas... Necesitamos sabe

algo más... ¿Quién arreglarálas cosas? ¿Quién se ocuparáde lo nuestro? ¿Cuánto

tiempo crees que estaremoen esta casa esperando?

Él agachó la cabezapensativo y con evidenteperplejidad. Y yo, al ver que

dudaba y que no respondía amis preguntas, insistí: —¡Dinos algo, alcaide

¿Cuánto más hemos de

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esperar? ¿Qué debemohacer?

El rostro del Ceutí sesonrojó, perdiendo suhabitual seguridad, y

respondió turbado: —Compadres, esto e

muy complicado... Pomuchas explicaciones que odé yo, os seguirá resultando

muy difícil entender lo queaquí sucede... Todo esto decautiverio y el rescate tiene

su miga... No es fácil..

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Vosotros no dejéis de confiaren mí y no perdáis la

esperanza... Yo me ocuparéde todo, compadres... No me quedé nada

satisfecho con aquellaexplicación. Me parecía quehabía demasiado misterio ensus palabras y meintranquilicé.

 —¿Por qué no teexplicas con claridad? —inquirí nervioso—. ¿No

ocultas algo? ¡Dinos de una

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vez lo que pasaNecesitamos saber qué se

mueve debajo de todo estoPor Dios, habla!Vaciló él, resopló, y

luego, vencido al fin por minsistencia, me dijo:

 —Está bien, Cayetanote lo contaré todo... Pero serámejor que hablemos tú y yo a

solas en un lugar aparte... —¡Nada de eso! —protestó doña Matilda—

Nosotros también queremo

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enterarnos! —No, no, señora —le

dijo él con suavidad—. Hagavuestra merced caso de mí..Hay cosas que requieren su

entereza, su estado de ánimoy vuacedes están cansados ydemasiado débiles. Ya seenterarán a su tiempo...

Con estas explicacione

se quedaron conformesaunque todavía confusos. Asque el Ceutí y yo nos fuimo

fuera de la casa, al rincón de

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la plazuela donde estaba lafuente. Y allí, en la umbría

que propiciaba el sicómorofui puesto al corriente de unmontón de circunstancias y

asuntos oscuros que nsiquiera había podidoimaginar.

 —Lo primero que debesaber —empezó diciendo e

Ceutí—, antes de nada, eque no hay otra manera aqude hacer las cosas que la que

te voy a referir. Y debes

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creerme, Cayetano, sinhacerte juicios precipitado

sobre mi persona ni sobreninguno de los individuoque nombraré..

¿Comprendes a qué merefiero?

 —No, no lo entiendo —contesté completamenteconfundido—, no comprendo

nada... ¡Habla con claridad!Me miró a los ojos conternura, apreciablemente

conmovido, me dio un par de

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cachetes cariñosos en la caray dijo:

 —Ah, Cayetanomuchacho, no creas que nome duele tener que contarte

todo esto... Pero la vida edura, muy dura, y hay quesalir adelante como seaaunque a veces no nos agradelo que tenemos que hacer...

 —¡Habla de una vezdiantres! ¡Me estás poniendomuy nervioso!

Inspiró con fuerza

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como llenándose del ánimoque necesitaba, y dijo

calmadamente: —Bien, hablemos confranqueza, compadre... Esto

de los cautivos es un grannegocio, ya sabes eso. Esultán y toda su corte vivenricamente a costa de laganancias que obtienen po

ello. Pero también para lagente más baja y con menopoder: simples comerciantes

artesanos y hasta lo

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pequeños negociantes sacansu tajada... Para toda la gente

de aquí es un gran negocio ecautiverio, vuestrocautiverio, el mío... Eso lo

sabe todo el mundo y no eningún secreto, porque anadie se le oculta y yo mismoos lo he explicado reiteradaveces... La gente en esta

ciudad vive de eso; le sacanun gran beneficio... En fin, sehan acostumbrado a

trapicheo con lo

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desgraciados cautivos y aqunadie ve mal ese oficio..

Pues bien, compadre, meduele mucho tener quedecirte esto; pero ya veo que

no me queda otra... Estoamigos míos de Mequinezlos que nos amparan en sucasas, no nos acogen por puracaridad cristiana, no lo hacen

por desinterés... Sino todo locontrario: por auténtico ysimple negocio, por interés

por ganarse un buen dinerito

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fácil... O sea, que piensansacar un beneficio a costa de

vuestro rescate, el cual lecorresponde en la parte queles toca por teneros a buen

recaudo en sus casasvigilados y mantenidos... Esoes lo que hay, compadre; yate lo he dicho, aunque meduela...

Me quedé atónito, sinsaber qué pensar acerca de loque me contaba. La

sospechas acudían a m

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mente; así que acabépreguntándole en un susurro:

 —Entonces, ¿el Abbásese ganará dinero a costa denuestro rescate? ¿Te refieres

a eso? —A eso mismo, ni más

ni menos... —¿Y tú...? ¿Y tú

alcaide, sacas algo de todo

esto?Arrugó el hocicofrunció el ceño, guiñó el ojo

y respondió:

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 —Pues claro, compadreyo también obtendré en su

momento la parte que mecorresponde. Me sabe muymal confesarlo, pero he

decidido no andarme conmentiras. Si lo digo, lo digotodo... Aquí todo el mundosaca lo suyo, ¿voy adesperdiciar yo la

oportunidad? Yo me ocupode gestionar los repartos, deentenderme con los que

hacen los tratos para decirle

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cuáles son las piezas mágordas del lote; es decir, para

hacer averiguaciones yponerles al corriente de loque pueden sacar de cada

cautivo. Porque de aquelloque más tienen en España sepuede sacar más..¿Comprendes, compadre? Meduele mucho decírtelo, pero

así son aquí las cosas; así ela vida, compadre...A él le dolería tener que

darme aquella

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explicaciones, pero a mí mecayeron encima de la cabeza

como mazazos. Resultabaque aquel hombrecillo tandispuesto, a quien

considerábamos nuestrobienhechor, no era otra cosaque un aprovechado... Perocomo no terminaba decreérmelo, le dije:

 —Alcaide, tú tambiéneres cautivo... ¡Estuviste connosotros todo el tiempo en la

cárcel!

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 —Sí, compadre, yotambién soy cautivo —

contestó con aparentesinceridad, llevándose lamano al pecho—. Y yo

también tendré que pagar asu tiempo el rescate por mlibertad. Por eso, compadredebes comprenderme... Notengo bienes, parientes n

hacienda y he de cuidar de mmismo. Mis amigos de aqume ayudan, pero yo he de

ayudarles a ellos... ¿Lo

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entiendes, compadre?Asentí con un resignado

movimiento de cabeza, comoaceptando sus razones. ¿Quéotra cosa podía hacer? Él lo

había explicado con todaclaridad: éramos mercancía ynada más. Allí no se andabancon compasión ncontemplaciones. A nosotros

nos habían considerado genterica, y por lo tantosusceptible de

proporcionarles un mayo

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beneficio. Así funcionabanlas cosas entre toda aquella

gente de Mequinez que vivíadel gran negocio de locautivos.

 Nada podía reprocharleal Ceutí. Al fin y al caboconservábamos la vidagracias a él. Nos habíaprotegido, cuidado y

orientado en un mundo hostipara nosotros, en el que nohubiéramos podido sali

adelante sin su ayuda. Y

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ahora venía lo más tristeasimilar que no era tan buena

persona como suponíamosque era un simplesuperviviente que se movía

por espurios intereses.Y como viera él que yo

le miraba entre la sorpresa yla indignación, exclamóamigablemente:

 —¡Vamos, compadreno pongas esa cara! ¡No memires de esa manera! Estái

salvos tu novia, tu ama, don

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Raimundo y tú, atendidos enuna buena casa, bien comido

y a la espera solo de laredención... Que hay quepagar luego..., pues pagáis y

en paz. Esto es así... Yo nohago sino tratar de saliadelante...

 —Visto de esa manera..dije irónico, sin sali

todavía del pasmo. —¡Pues clarocompadre! ¡Anda, alegra esa

cara!

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A estas alturas, ydespués de haber escapado

una tras otra de tantaadversidades pasadas, no ibaa desasosegarme aque

descubrimiento, podesagradable que resultasePero había todavía cosas queno me cuadraban del todo yya puestos, quise saberlo

todo acerca de aquel negocio —Está bien, Toribio —le dije—, en cierto modo

alcanzo a comprender tu

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razones y no quiero hacermeningún juicio sobre ti... Pero

no acabo de entender cómose harán luego los tratos derescate y qué parte tienen tu

amigos en todo esto... ¿Quiénes ese tal Abbás el Bonetero

al que todavía no hemovisto? Porque estamos en sucasa, atendidos por su mujer

pero a él no lo conocemos enpersona, sino solamente poel nombre...

—Yo te lo explicaré

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compadre —respondió muyconforme—. Justo es que

conozcas hasta el últimodetalle; que desliemos detodo la madeja, ya que hemo

empezado a tirar del hilo...Entonces me contó con

detenimiento cómo seorganizaba el negocio de loscautivos; un complicado

entramado en el queparticipaba Mequinez en suconjunto. Arriba del todo

como dueño soberano y amo

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de los destinos y lavoluntades de cuantos vivían

allí, fueran libres o esclavosestaba el sultán MulayIsmail, que había amasado su

inmensa fortuna con laproductiva industria decautiverio. Seguíanle en laerarquía del poder y po

consiguiente en el volumen

de los ingresos, suministros, visires yconsejeros. A continuación

estaban los magnates de

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reino, ordenados a su vez enun minucioso escalafón que

abarcaba tanto al ejércitocomo a la sociedad civilincluidos los ulemas, que

eran algo así como el cleroY, por último, siguiendo unexhaustivo orden debeneficiarios, estaba el restode la población; es decir

cuantos tenían el rango deciudadanos y súbditos desultán por ostentar el derecho

de vivir dentro de la

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murallas de Mequinez.Una vez visto esto, e

Ceutí pasó a explicarmecómo funcionaba el negocio. —Si no hubiese cautivo

dijo—, no tendrían sultánni visires, ni magnates, nejército, ni murallas... En finsi no fuera así, ¿qué carajo vaa haber en un sitio como este

donde no hay nada más quecamellos, cabras y dátiles?De los cautivos ha salido

todo el reino, toda la riqueza

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y la poca gloria que aqupueda verse. Porque no ha

habido en Berbería mátrabajo que el de ir a apresagente, ya sea en los mares, en

los territorios vecinos, en epaís de los negros o en emismísimo infierno si fueramenester... Y como la cosales ha ido muy bien, como

puede verse, toda su codiciase centra en cautivar más ymás, pidiendo cada vez

mayores rescates. Esta gente

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ya no sabe vivir ni ganarse esustento de otra manera. De

ahí que tengan un ejércitonada menos que de cientocincuenta mil hombres

veinte mil caballos, cuatromil camellos y solo Diosabe cuántos burros...

 —¡Increíble! —exclamé.

 —Ya ves, compadre —continuó—. Y la cosafunciona así: se cosechan lo

cautivos como si fuesen trigo

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y se guardan en lo«graneros», que son esa

prisiones donde nos tuvieronde las cuales únicamentevisteis una mínima parte

pues son harto más grandescon capacidad para albergarcuarenta mil almas. Aunquecomo ya sabes, muchocautivos, los má

afortunados, viven en lacasas de los particularescomo vosotros, compadres

Pues bien, una vez que se

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tiene hecho el agostoempieza el trapicheo; o sea

enviar gente a los sitiodonde viven los familiares yvecinos de los desdichado

prisioneros para sacarles eprecio de su libertad. Y enese trato, porfía y regateo edonde intervienen centenarede hombres; negociantes que

hacen de su vida un constanteir y venir de los puertos aMequinez y de aquí a lo

puertos, para sacarse una

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buenas ganancias con el tantopor ciento de las comisione

que les corresponden. ¿Hacomprendido, compadre? —Perfectamente —

respondí lleno de asombro—Ahora ya sé cómo funciona lacosa.

 —Muy bien —dijo—pues ahora te diré quiéne

son mis amigos aquí y a quése dedican. El primero deellos se llama en cristiano

Andrés Pilarón, aunque aqu

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se le conoce con el nombrede Jalil; el segundo es e

dueño de la casa donde vivísA b b á s el Bonetero, y etercero es Ibrahim, conocido

como el Tuerto, pues le faltaun ojo, en cuya casa yo mehospedo. Todos ellos fueroncristianos, bautizados enEspaña, pero acabaron dando

aquí con sus huesos, pocautiverio unos y pomercachifleo otros, y

renegaron haciéndose

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mahometanos. Eso, como yaverás, compadre, es muy

frecuente en estos lares: sonmuchos los cristianos, hijos ynietos de cristianos que, po

haber sido cautivos y buscasu libertad, o por puracodicia, se dejaroncircuncidar y abrazaron la fede Mahoma. Pero no así yo

compadre; ese no es mi casoyo nací cristiano y morirécristiano... ¡Lo juro!

Dentro de todo lo malo

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que me estaba contando, amenos eso me pareció

honrado por su parte. Perome espanté del todo cuandoprosiguió:

 —Mis amigos no sonmala gente que digamos..Son como todo el mundoaquí; como ya te he referidoUn día empezaron a

dedicarse al negocio y hoy yano pueden quitarse devicio... En fin, compadre, que

viven del trapicheo de lo

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cautivos. Se montan en sumulas y camellos y se van a

las puertas de Ceuta, Laracheo Melilla, donde entran enconversaciones con lo

frailes mercedarios ytrinitarios y les dicen quiénestá aquí y quién no; leindican el rescate que se pidepor ellos y acuerdan lo

pormenores de la liberaciónTodo esto, naturalmentehaciéndose pasar po

mercaderes cristianos y

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honrados que fueran allá asus tratos de mercancías, sin

que aparentemente tuvierannada que ver con lo que haydebajo... ¿Comprendes

compadre? —Comprendo,

comprendo... ¡Miserables! —Ah, compadre, la vida

es así de engañosa, así de

cruel... Pero no te enojescompadre, porque, a fin decuentas, si no fuera por eso

hombres no habría rescate n

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libertad. Si no fuera poellos, ¿qué sería de vosotros?

Moriríais aquí después deagotaros como pobreesclavos.

 —Pero esos hombres —repuse indignado—, esoamigos tuyos, viven a costadel sufrimiento. Si eso no emaldad, que venga Dios y lo

vea... Renegaron de su fe ysus creencias, ¡de su patria!y ahora se enriquecen con e

sucio negocio de trapichea

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con pobres hombres, mujerey niños...

 —Esto es lo que haycompadre... No diré que notengas razón, pero así es la

vida... —Si un día me los echo

a la cara... —dije con rabia. Si Dios quiere que lo

tenga delante... ¡Buitres!

El rostro del Ceutí sedemudó. Y repuso muy serio —Mal haría

enfrentándote a ellos

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compadre. Nada tienes queganar con eso y, en cambio

te pondrás en peligro tú ypondrás en peligro a lotuyos. Sigue mi consejo

compadre: deja todo comoestá; no te indignes, noquieras trastocar las cosas..Este mundo está torcido y túsolo no podrás enderezarlo

Así que aguanta, espera yconfía en que no ha de pasademasiado tiempo antes que

seáis libres...

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Me tomé muy en serioesto último que dijo y cre

comprender que me lanzabaun mensaje. Entonces, llenode entusiasmo, le pregunté:

 —¿Por qué dices esoahora? ¿Sabes algo? ¿Tienenoticias del rescate?

Sonrió con su habituapicardía, guiñó el ojo y

respondió: —Sí, compadre. Esotres amigos míos, Pilarón

Abbás y el Tuerto, salieron

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hace tres semanas camino deCeuta. A estas alturas ya

habrán entrado enconversaciones con lofrailes... Pronto tendremo

noticias... Pero, compadresigue este consejo: olvidatodo lo que te he contado ypor supuesto, nada de estorefieras a tu novia, a doña

Matilda y al viejo. Ellos notienen por qué desengañarseni sospechar aquí de nadie

así será todo más llevadero

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así estarán más confiados ytranquilos... ¿Comprendes lo

que quiero decir, compadre?Asentí con unmovimiento de cabeza y

estreché la mano que metendía, haciéndole ver así queobedecería a las razones desu recomendaciónCiertamente, no era prudente

tener problemaprecisamente ahora. Yademás, quería librarles a

ellos de la gran desilusión

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que yo acababa de llevarme.

4. UNA MUJER MUYPIADOSA Nuestra vida de

cautiverio siguió en la casade Abbás el Bonetero; la cuapara nosotros era más bien lacasa de Manola, su mujeruna española de buen

corazón, con desparpajo yextraordinaria mano para lacocina. Suponía yo que ella

sabría de sobra en qué turbio

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asuntos estaba metido sumarido y que sería

conocedora de que lodineros no entraban enaquella casa por la venta de

bonetes precisamente... Perodoy fe de que, si lo sabía, lodisimulaba muy bien, ya quenunca mencionó más oficioal referirse al ausente Abbás

que el de los bonetes quetraía desde Ceuta cada tremeses y que se vendían muy

bien —según decía— en

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Mequinez y sus alrededores. Nada podía yo

reprocharle, aunquesospechase algo, porque eramuy buena con nosotros: no

compró ropas nuevas, no noescatimaba el alimento y sela veía esforzarsediariamente para hacernofelices. Y de esta manera

como en familia, pasaronalgunas semanas más sin quetuviéramos mayo

preocupación que esperar la

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noticias de nuestra redencióno dejando Manola pasar un

solo día sin que nos dijerallena de convencimiento: —Anímense vuestra

mercedes y tengan confianzaque cuando menos lo esperenvolverá mi marido paradecirles que ya está todoarreglado en Ceuta y que

muy pronto vendrán lofrailes a redimirlos. Ya veráncómo no ha de pasar la

atividad del Señor sin que

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eso ocurra... Y pónganse enmanos de Dios y de la

Virgen; no dejen de rezarque eso es muy importante..Ya rezo yo también

constantemente pidiendo queno tarde el día...

Y yo pensaba«Cualquiera que la oigahablar, diría que es una

monja de la caridad y sumarido un santo; cuando sevan a forrar a costa nuestra.»

Porque Manola, a pesar de

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todo, era muy piadosa. Suesposo se habría hecho

mahometano, pero ella teníaa todas horas en la boca aJesucristo y a su Santísima

Madre. Tanto era así, que nofaltaba a la misa que decíanlos frailes a diario en ehospital, a pesar de que no seencontraba cerca de la casa.

Pero, cuando le dijimoque queríamos ir con ella a lamisa, nos quitaba la idea

visiblemente azorada:

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 —No, mejor que nosalgan a la calle de momento

vuestras mercedes; ni aun amisa... Así nos ahorraremoscomplicaciones; no sea que

empiece a verlos la gente yse les excite la curiosidad..Aquí en las ciudades demoros no es prudente que lamujeres anden demasiado po

ahí, dejándose ver, y muchomenos si son cristianas ycautivas...

Y tenía mucha razón a

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aconsejarnos de esta maneraBien lo sabía yo, porque

Toribio el Ceutí   me hacíarecomendaciones semejantesandar con discreción, no

hacer vida pública, estar encasa recogidos..Recordatorios que meparecían en extremooportunos para las mujere

principalmente.Pero, con todo, empecéa sentir mucha curiosidad

Llevábamos demasiado

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tiempo encerrados y meentraban grandes deseos de

salir a las calles para vecómo era la vida en aquellaciudad y para intenta

enterarme de algo. Así queinsistiendo, acabéconvenciendo a Manola paraque me dejase ir con ella ahospital.

 —De acuerdo —asintióal fin—. Pero habrás devestirte a la manera de lo

moros, bien cubierto ese pelo

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castaño con el turbante, e irácaminando detrás de mí

siguiéndome a veinte pasospara que no piensen queandamos juntos.

Así se hizo. Salimos unamañana muy temprano. Enlas calles apenas había genteCaminábamos deprisapasando por delante de lo

talleres de los carpinterosherreros, talabarterostejedores... La vida empezaba

cadenciosa a esas horas y lo

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hombres salían adormiladosvestidos con las aljuba

rayadas; las barbas crecidas ylentos los movimientos. Lamismas caras tenían lo

alfareros que vi por laventana de un sótanotrabajando la arcillamacilentos, con las piernadesnudas al aire; y

asimismo, los curtidores querevolvían apestosas pieles engrandes tinas o los carnicero

que degollaban un carnero en

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plena calle, dejando correr lasangre por el suelo sucio...

Manola se detuvo al findelante de un edificio medioen ruinas. Llamó a la puerta

mientras yo me quedaba adiez pasos, sin atreverme aavanzar, cumpliendo con susindicaciones. Entonces abrióaquel fraile pelirrojo que no

visitaba en la prisión. Ella ledijo algo y luego se volviópara hacerme una seña con la

mano. Me acerqué y entré

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con ellos.Aquello era el convento

de los trinitarios y a la vez ehospital; si es queverdaderamente se lo pudiera

llamar de una u otra maneraPorque ni parecía hospital nconvento; era apenas un pade casuchas unidas: en unavivían los frailes y en la otra

acostados en esteras sobre esuelo, yacían los enfermos ymoribundos, hacinados y en

muy malas condiciones.

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El fraile me reconocióenseguida y se asombró a

verme limpio, saludable ycon mejor aspecto. —¡Alabado sea Dios

hermano! —exclamó—. Sno pareces el mismo... Enapenas un mes te handevuelto el lustre...

 —Yo los cuido muy

bien, padre —dijo Manola—ya lo sabe vuestra caridad. —Sí, Manola, ya lo sé

Ahora es menester que

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vengan pronto a redimirlos. —Se lo pido a Dio

todos los días —contestó ella. Y me da la corazonada deque no ha de pasar mucho

tiempo... Antes de laatividad del Señor habrá de

ser, padre. —¡Dios te oiga, hija!Estando en esta

conversación fue llegandomás gente, hasta juntarseunas veinte personas. Todos

se conocían, pue

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diariamente se reunían parala misa, ya que eran

cristianos; aunque no todoeran españoles, sino quetambién había franceses y

portugueses.Como no vi por allí a

otro fraile, aquel que era máviejo, pregunté por él. Medijeron que estaba en Fez

ciudad que se hallaba a diezleguas de Mequinez, dondetambién había cautivos de lo

que ocuparse.

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El fraile pelirrojo sellamaba fray Pedro de lo

Ángeles; era de Sevilla yllevaba allí ya más de cuatroaños, siendo muy querido no

solo por los cautivos a loque asistía, sino también pomuchos hombres y mujerelibres cristianos, y aun polos moros que le tenían po

hombre bueno y virtuoso.Después de la misacomo le sabía tan ocupado

con tantos trabajos como

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tenía cuidando enfermos ycautivos, me ofrecí a él por s

en algo podía ayudarle. —Claro que puedes seútil, hermano —me dijo—

Aquí siempre hacen faltamanos, porque las tareanunca acaban. ¿Vendrás?

 —No tengo nada mejoque hacer en Mequinez —

contesté—. Así que cuentevuestra caridad conmigo.Y a partir de ese día, sin

faltar, acudí cada mañana a la

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misa y luego me quedabaayudando, curando la

heridas, repartiendo comidaslimpiando o simplementeesperando dispuesto a hace

lo que fray Pedro tuviera abien mandarme.

5. LA LIBERACIÓNDE DON RAIMUNDO

Sobrevino un tiemporaro, en que nuestra vidafluyó en Mequinez con una

calma extraordinaria. A

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veces incluso me sorprendíapor la ausencia de

sobresaltos, tanacostumbrados comohabíamos estado a vivir en

vilo últimamente. Era comosi mis pensamientos sobre epasado reciente seesparcieran involuntaria eimperceptiblemente, sin

dejarme resquicios dedesasosiego, del temor, de lainminencia del peligro..

Ahora todo parecía habe

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quedado sometido a un ordeny una tranquilidad que

incluso resultaban naturalesaceptados. Uníase a esto lareconfortante sensación que

se experimentaba arecuperarse la salud, el vigorpor el alimento y el descansoPorque Manola nos cuidabade más; se esmeraba

cocinando para nosotros y noescatimaba en gastos. Hastallegué a pensar que esa

atenciones suyas eran la

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consecuencia de suremordimientos. Esto es, que

nos atendía tan bien porqueen el fondo se sentía culpablede nuestro cautiverio; porque

sabía a lo que se dedicaba sumarido y se consideraba dealguna manera cómplice, yen cierto modo, carceleracomo todos en Mequinez. No

obstante, si teníaremordimientos, Manola nolos hacía visibles, no se la

veía reservada ni afectada

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por ninguna preocupación oansiedad; muy al contrario

manifestaba una alegría y unbrío que lograbacomunicarnos a todos

Toribio el Ceutí   estuvo muyacertado cuando nos vaticinóque en aquella casa íbamos asentirnos como en la nuestrapropia.

Las comidas eran tanbuenas y abundantes queacabamos engordando muy

pronto; lo cual nos devolvió

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nuestras naturales figuras, yaque habíamos estado

demasiado flacos. Doritoprincipalmente, acusó latransformación,

convirtiéndose en un par demeses en un niño preciosoenérgico y feliz; sin perder sucandor y su docilidadFernanda se puso guapísima

cuando su cara recobró ecolor, su precioso pelo ebrillo y la serenidad se

aposentó en sus claros ojos

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Doña Matilda recuperó suredondeces, la lozanía, la

energía y hasta su poderío ysu endiablado carácter. SManola se lo hubiera

permitido, habría acabadohaciéndose el ama de la casaporque, perdido el miedoempezó a meterse en todosiguiendo los dictados de su

imperiosa manera de ser.Solo don Raimundo mepreocupaba; me preocupaba

mucho, porque, en vez de

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mejorar, parecía irempeorando día a día

menguaba, se ibaencorvando, sus pasoempezaban a ser torpes

vacilantes; andaba comoausente, perdido ydesmemoriado, sirviéndoseya del bastón. Y si solo fueraeso... Además, y era esto lo

que más me inquietaba, seiba apoderando de él unasuerte de locura, un extravío

de la razón; confundía e

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pasado y el presentemezclaba lo

acontecimientos, no veía larealidad... Al principio nostomábamos un poco a risa

sus extravagantefiguraciones, sus despistes ysus chifladuras. Comocuando se empeñaba a todacosta en que doña Matilda y

él estaban casados de verdadalgo que le decía a todo emundo y que

verdaderamente, había

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llegado a creerse del todo émismo. O cuando llamaba

hija a Fernanda o nieto aDorito. Todo eso tenía ciertalógica, puesto que e

fingimiento de la falsafamilia había durado muchotiempo y nos lo habíamotomado muy en serio.

Pero, a medida que

pasaron los meses, lademencia de don Raimundose precipitó y empezó a se

causa de honda preocupación

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entre nosotros. Sirva comoejemplo de lo que refiero lo

que sucedió el día de Todoslos Santos, cuando Manolatuvo a bien ofrecernos un

verdadero banquete.El día 30 de octubre

cumplíamos un mes desdeque salimos de la prisión y aManola le pareció que sería

oportuno agasajarnos paracelebrarlo, aprovechando a suvez que al día siguiente era la

fiesta de los Santos. Para ta

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menester, mató unos gallos yse puso a cocinarlos. Doña

Matilda y Fernandaestuvieron encantadaayudándola durante toda la

mañana a desplumar las avey realizar el resto de lopreparativos de la comida. Selas oía parloteaamigablemente, reír

canturrear y hasta discuticon toda confianza. Me hacíafeliz sentir el rumorear de la

voces femeninas y

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comprobar que, gracias aDios, nuestra vida de

provisionalidad en la casa deAbbás en nada se asemejabaa nuestro pasado cautiverio.

Disfrutando de estapercepciones, en aquella horadel mediodía, me quedécomo absorto en el patioviendo la fuerza de la luz

haciendo brillar sus destelloentre las hojas de la palmerasentí entonces como una

oleadas cálidas que batían m

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pecho, y mis pensamientos sedispersaron por doquier

como las doradas cintas queformaban los rayos del soque descendían entre la

palmas, tocándolo todoacariciándolo y haciéndoloresplandecer. A mis ojos, lasflores de otoño, las paredeocres, las plantas, el tronco

de la palmera, los tejados y esicómoro de la plazueladelante de la casa, relucían

con el mismo brillo

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reflectante, del chorro querumoreaba en la fuente. Y las

personas bajo esa luz mecausaban el mismo efectoFernanda, en su hermoso

sosiego, me transmitía unamor inconmensurable, comoun ser al que sentía mío, sinasomo alguno de sombra omalicia; Dorito parecía un

ángel, sentado en un poyetede piedra, jugueteando conlas hormigas del suelo. Todo

se había purificado con e

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sufrimiento y cobraba ahoraluminosidad y verdad, como

esos rayos del mediodía. Ymientras en la cocina seguíael guisoteo, que iba dejando

ya escapar los deliciosoaromas del gallo conalmendras, apareció por allFernanda, que iba a por no séqué cosa, sumida en su

pensamientos al atravesar epatio. Me fui hacia ella, laretuve, la abracé, la besé con

pasión, y le dije lleno de

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dicha: —¡Acabo de tener unpresentimiento, querida mía

Me miró como extrañada, sindecir nada, peroapremiándome con sus ojo

para que se lo dijera. Así queañadí:

 —Pronto, muy prontonos redimirán... Lo sé. Estoytan seguro como de que Dio

existe. Y tú y yo seremos porfin libres... Yemprenderemos esa nueva

vida... ¿Lo crees? Se le

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escaparon unas lágrimasSonrió y respondió:

 —Sí, lo creo... Tambiényo tengo esa corazonada...Estábamos del todo

abstraídos, gozando denuestro abrazo y de nuestroaugurio feliz, cuando, depronto, sentí un fuerte golpeen las posaderas. Di un

respingo y me volví: ahestaba don Raimundoenarbolando su bastón

amenazante y diciendo con

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indignación: —¡Qué poca vergüenza

Delante del niño... ¿Es que yano hay decencia en esta casa?Suelta a esa muchacha

aprovechado, caradura! Nos quedamo

estupefactos, mirándole, sinpoder comprender aquellaactitud suya que nos cogía

completamente por sorpresaMientras tanto él seguíadespotricando sin sentido:

—¡Aquí lo que hace

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falta es mano dura! Me tenéicogido el pan debajo de

brazo... Pero esto se va aacabar... A partir de hoy enesta casa se va a hacer lo que

yo diga... ¡Esposa! ¿Dóndeestás, esposa? ¡Matilda, venaquí inmediatamente!

Salieron el ama yManola, alertadas po

aquellas voces. Comonosotros, miraban a donRaimundo, sin alcanzar a

entender lo que le pasaba.

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 —Pero... ¿qué diantreestá diciendo? —le llamó la

atención doña Matilda—Cállese de una vez vuaced yno alborote, demonios!

 —¡Cállate tú o te doy unbastonazo! —replicó écolérico—. ¿Qué manerason estas de hablarle a unesposo?

El ama se quedóboquiabierta, sin acabar decreerse lo que veían sus ojos.

—Pero... ¿se ha vuelto

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loco del todo? —balbució. —¿Loco yo? ¡Loca tú

que no piensas nada más queen ti misma! ¡Egoísta!Y después de solta

estos exabruptos, eadministrador se dio mediavuelta y se fue dandoresoplidos.

 —¿Adónde va ahora? —

me preguntó el ama con lacara desencajada—. ¿Sepuede saber qué le pasa?

Me encogí de hombros

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pues estaba yo igualmentedesconcentrado. Y mientras

permanecíamos perplejos enel patio, oímos crujir lapuerta que daba a la calle.

 —¡Se va de verdad! —exclamó Manola—. ¡Hay quedetenerle, no vaya a pasarlealgo!

Corrí tras él y logré

alcanzarlo enseguida, antede que acabase de atravesala plazuela. No me resultó

fácil calmarle, porque estaba

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muy alterado; perofinalmente, dándole la razón

en todo, conseguconvencerle de que volviera aentrar en la casa.

Más tarde, cuando yaestábamos sentados a la mesapara disfrutar de la comidanuestros semblantes se veíancariacontecidos, con aire de

mucha preocupación. FrayPedro estaba también allíinvitado por Manola por la

fiesta, y no le habíamo

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contado nada; así que, comonos veía afligidos, trataba a

toda costa de consolarnos: —¡Hermanos, ánimodecía—. ¿Qué os pasa?

Hoy es el día de Todos losSantos. ¡Es fiesta! Prontoseréis libres, ¡alegrad esacaras!

Y don Raimundo, a

oírle hablar de esa manera, sepuso repentinamente muycontento, eufórico, y

exclamó:

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 —¡Diga que sí, padreSi eso mismo es lo que yo le

estoy repitiendo todo el díaque no se amarguen, queconfíen en la Divina

Providencia, que crean enDios... ¡Ay, si no fuera pormí, qué sería de ellos!

 Nos alegramos entoncemucho, porque, si bien no se

le veía del todo cuerdoparecía actuar con ciertanormalidad.

La comida fue desde ese

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momento afable. Nos parecíamentira estar sentados a una

mesa que tenía mantelplatos, pan tierno, un guisocaliente de gallo con

almendras... ¡Un lujo! Asque agradecíamos todoaquello, encantadossintiéndonos como en unsueño.

Pero, cuando fray Pedroalabó la manera de cocinar deManola, diciendo que la

comida era exquisita e

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inmejorable, don Raimundose alteró nuevamente y, muy

contrariado, repuso: —Pues tendría que vevuestra caridad cómo hace e

pollo mi señora esposa..Una delicia! Ella siempre

guisó muy bien, porque emuy lista y muy hacendosa..Cuando vivíamos en

Sevilla...Al oírle decir estacosas, el ama se puso furiosa

no soportaba ya que la tratara

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como a su mujer y se encarócon él: —¡Le he dicho a

vuaced más de cien veces queno me llame «esposa»! ¡Nosoy su esposa! ¡Vuaced es

soltero! ¡Y yo soy viuda!Don Raimundo se la

quedó mirando con unos ojoextraviados y contestó conuna voz rara, como una queja

profunda que le nacía muydentro: —Serás desagradecida..

¿Tú te crees que yo me

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merezco este disgusto? ¿Poqué me tratas así delante de

toda la familia? ¡Tú eres mesposa, Matilda! ¡Te pongascomo te pongas!

A partir de ese instantecomprendimos y aceptamoya que don Raimundo sehabía vuelto loco de remateYa no podíamos tratarle

como a una persona normal..Durante los días siguientesla cosa empeoró mucho; no

quería probar alimento

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únicamente tomaba agua; nodormía y se pasaba la

noches deambulando por lacasa, dando vocesdesvariando y sin dejarno

descansar a los demás. Seescapó varias veces yllegamos a temer queterminara perdiéndose por elaberinto de la ciudad o

metiéndose en algúnproblema. Y finalmenteacabó sin poder caminar

exhausto, agotado por tanta

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ansiedad, por dar tantavoces, por no saber ya n

dónde estaba y ni siquieraquién era... Por último, callósu boca definitivamente; solo

nos miraba con ojodelirantes... De este estadopasó a no poder levantarse dela cama; entrando acontinuación en una

precipitada agonía... Nos tuvo pendientes deél, llenos de preocupación y

de pena, hasta que expiró e

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día 15 de diciembre, sinhaber logrado verse

rescatado. Dios le otorgó laverdadera libertad; la que epara siempre...

Lo enterramos fuera delas murallas, en un pequeño ydiscreto cementerio dondereposaban los difuntocristianos. Allí estuvimos

llorando mucho, porque noimpresionaba el lugar, tandesolado...

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6. FRAY PEDRO DELOS ÁNGELES

Fray Pedro de loÁngeles era un hombreextraordinario; una verdadera

bendición en medio de aquemundo extraño y hostil paranosotros. Su nerviotemplado, la dulzura, lainvariable gravedad y

sabiduría de sus palabras, noayudaban mucho. Y comoT o r i b i o el Ceutí   había

desaparecido

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misteriosamente y no volviómás por la casa de Abbás e

onetero desde poco despuéde confesarme queparticipaba de los beneficio

que se sacaban con lorescates, el fraile se convirtióen nuestro único apoyo yreferencia en aquella vida deespera e incertidumbre.

Yo seguía yendoinvariablemente cada mañanaal hospital, para ocuparme de

los enfermos; pero también

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para beneficiarme de loconsejos y las sabias plática

del fraile. Ocuparse de loenfermos era un trabajo muyduro, al que acababas no

obstante acostumbrándoteLe ahorraré al lector lodetalles de lo que tuve quever mientras me dedicaba aaquella humanidad recogida

allí cuando ya no servía paratrabajar, ni para sacar deellos beneficio ni dinero

algunos por su rescate

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cuando ya solo esperaban lamuerte...

Cuatro años llevaba enMequinez fray Pedro. Cassiempre estaba solo; porque

el otro fraile, como ya dijecumplía la misma misión enFez y solo venía muy detarde en tarde. ¡Qué vida lade aquellos santos trinitarios

Solo podrá comprenderse sse tiene presente a Dios..Eran muy pobres, estaban a

merced del desprecio, de lo

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insultos, de la arbitrariedadde un mundo que se servía

del ser humano sincompasión para lograganancias sin cuento.

 Nunca oí una queja de laboca de fray Pedroúnicamente, de vez encuando, decía conaquiescencia:

 —Poco podemos hacepor esta pobre gente; peroDios, que todo lo sabe

guarda en su divino misterio

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la explicación de todo esto...Yo, en cambio, no era

capaz de hallar en mí tantaresignación y acababa poexasperarme algunas veces.

 —¡No lo comprendo! —me quejaba—. ¿Por qué Diono hace algo... ?

Y él, con una calmagrande, con su expresión

reposada, me decía: —No te hagapreguntas, Cayetano..

Confía, solo confía... ¿Acaso

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crees que los que se creenlibres lo son de verdad? Mi

cautiverios sin cuento hay enesta vida, aun sin prisiones ncadenas... Hasta los que se

suponen ricos y felices sesaben en el fondo cautivosde sus afectos, de sus deseosde sus pasiones, de supertenencias... Todos somos

aquí cautivos... Aunque sololo seamos del tiempo quepasa... Pero caminamos a

pesar de eso, hermano

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caminamos todos hacia lalibertad... Y solo Dios puede

liberarnos... Él destruirá undía todas las cárceles, todalas cadenas serán rotas

soltados los ataderosdescorridos los cerrojos yabiertas todas las puertas..

uestra fe puede ver esoporque mira más allá de este

mundo, que es apenas unasombra que pasa...Y yo, que me quedaba

arrobado por esta

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explicaciones, quería sabemás no obstante, y contesté:

 —Sí, lo creo... Quierocreerlo, fray Pedro... Pero nolo veo... Porque no pienso

solo en mí... Pienso más quenada en la gente que tantoquiero; en Fernanda, en epequeño Dorito; son tandébiles, tan indefensos... ¿Po

qué tengo que ser testigo desus sufrimientos? ¿Hayderecho a eso? Rezo a Dios..

Pero parece que no escucha..

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Llevamos pasado tanto...!Me miró con ternura

suspiró y respondió lleno deconvencimiento: —No pierdas la

confianza, Cayetano. Diosabrá remediar todos lomales a su debido tiempo. Yen tanto eso sea, no podemohacer otra cosa que cumpli

con nuestro cometido... Túhaces lo que tienes que hacercuidar de ellos. Sé fuerte

pues y no te vengas abajo

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ahora que todo va llegando asu final... Lo que dispone e

Señor está bien y debe seaceptado como viene. Si nosomos capaces de entende

eso, siempre acabamosiendo esclavos de tristeambiciones y ansias vanasser inmunes, creernos queúnicamente podemos confia

en nuestras pobres fuerzas..La vida debe ser vivida conlo que conlleva, incluidos e

dolor y la contrariedad..

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Añoras la libertad y lafelicidad, eso es muy natural

pero en esa misma añoranzaestá la intuición de otra vidala vida verdadera... Y esa es

la vida de Dios... —Quisiera verlo..

Debéis creerme! Quisieraverlo, pero no puedo...

Se puso muy serio

enarcó las cejas y, clavandoen mí la penetrante mirada desus ojos profundos, dijo:

—Te creo... Somos

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humanos, Cayetano, y poeso somos tan frágiles. Pero

es más fuerte y máverdadero lo que no se ve queaquello que alcanzan a ve

nuestros ojos; porque tener fees ver de verdad; o sea, vemás allá...

7. COMPARTIENDO

LA FEDebía rezar, queríarezar; para tener fuerzas, para

ser capaz de ver de verdad

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de ver más allá... Pero confrecuencia todo en torno a m

se volvía oscuro, pesadolechoso... Me dominaban mipensamientos cambiantes y

era un amasijo de dudas y denegros presentimientos... Aveces sentía mi almasacudida y como si fuese unabarca expuesta a un temporal

Me decía: «A pesar de todoestamos vivos; debo esperay confiar; debo tener fe.» Y

de nuevo me rehacía hallando

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la energía suficiente paraseguir adelante, para tener e

ánimo tranquilo ycomprender que todo eracosa de seguir adelante..

Mas era inevitable sentir queesos recursos se desvanecíande nuevo fácilmenteapareciendo otra vez esinsentido, la brutalidad y e

hastío del cautiverio. Sobretodo, porque pasaban los díay las semanas, sin que

hubiera ninguna novedad...

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Procuraba aguantar solotoda esta incertidumbre y no

dejar que me viesen decaídoo vacilante. Pero a veces mevenía completamente abajo y

entonces tenía que compartimis ansiedades.

A Fernanda le conté loque había estado hablandocon fray Pedro y cómo él me

había estado confortando. Yasabía que ella era más fuerteque yo... Y me dijo con

mirada soñadora:

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 —Yo sí que creo quepronto seremos libres, Tano

Lo veo perfectamente! ¿Túno? Hace tan solo unos díame dijiste que tenías un

presentimiento: que prontonos darían la libertad...

 —Sí, pero ahora measaltan las dudas...

Al oírme decir eso se

quedó pensativa, comoextrañada por mi poca feLuego se echó a reír y

entonces el extrañado fui yo.

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 —Anda, ven aquí —meabrazó. Puso su mano en m

nuca y estuvo jugueteandocon los dedos entre mi pelo. ¡Qué niño eres!

 —Sabes que no megusta que me digas eso —refunfuñé en su oído—. Nome trates como a un crío.

Soltó una risita

maliciosa y contestó: —Sí que lo sé y por esote lo digo: eres eso, como un

crío. Los hombres os creéi

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muy fuertes, pero ¿qué seríade vosotros sin nosotras, la

mujeres?La apreté contra mpecho. Tenía razón: ¿qué

hubiera sido de mí en mediode todo aquello sin ella? Nsiquiera era capaz deimaginarlo...

 —Te quiero mucho

Fernanda —le dijetímidamente—; muchísimo..Eres mi ángel...

Se apartó un poco

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Frunció el ceño paraconcentrarse y, mirándome

dijo: —Pues escúchame conatención...

Hizo un silencio y, convoz turbada y firme a la vezprosiguió:

 —¿Recuerdas al Señode La Mamora? ¿A

azareno?Asentí con unmovimiento de cabeza. Y ella

entonces dijo:

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 —Yo sé que no debemotemer... está con nosotros

hasta el final... Soñé quevenía a rescatarnos... ¿Sabes?Era tan real! Desde entonce

perdí el miedo y estoy segurade que muy pronto Évendrá...

 —¡Dímelo otra vez! —le rogué con ansiedad.

 —Él vendrá, Tano..Estoy completamentesegura... Él nos rescatará..

Jesús no se olvida de

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nosotros... Solo en Édebemos confiar... Solo a É

debemos esperar...

8. LLUVIA DE

ESPERANZAHay veces en la vida que

pareciera que todo lo que nosucede obedece a un planprevisto, al designio oculto

que nada tiene que ver connuestros esfuerzos, ni con loarranques de la voluntad o

los destellos de la

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inteligencia; sino con algomisterioso que se escapa a

entendimiento, que quizá nopodemos comprender, peroque está ahí, como esperando

a que estemos en íntimaconexión con ellodepositando toda nuestraconfianza, abandonándonos asu misterio...

Eran ya los últimos díade diciembre, por laatividad del Señor, cuando

desperté de repente una

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noche, sobresaltado. Eviento bufaba, aullaba

Estaba casi amaneciendodespués de una larga nochede oscuridad. Me levanté de

la cama y miré por laventana: en el pedazo decielo que se veía, refulgió eresplandor de un relámpagoal que siguió el horrísono

estallido de un trueno queretumbó en toda la casa. Acontinuación hubo un

silencio extraño. Luego se

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desató una lluvia violentaque crepitó en los tejados, en

la palmera y en los enlosadodel patio.La voz quejumbrosa y

aguda de Manola resonabaentre sus rápidas pisadas enel suelo del zaguán. Fernanday Dorito también estabandespiertos e igualmente

asustados, porque alguienllamaba con fuertes golpes ala puerta.

—¡Ya va! —gritaba

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Manola—. ¡Un momentoYa voy!

 —¿Quién será a estahoras? —preguntó Fernanda. ¡Con esta tormenta!

Me vestí y fui a ver quépasaba. En ese momentoabría la puerta Manola: allfuera estaba fray Pedro de loÁngeles, bajo la lluvia

cubierta con la capa negra sucabeza. —¡Por Dios, padre! —

exclamó Manola—. ¡Qué

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susto nos ha dado! Pasevuestra caridad.

Entró el fraile. Veníaempapado y apreciablementenervioso. Nada más verme

dijo: —Cayetano, debes veni

conmigo ahora mismo. —¿Adónde? —Ya te lo diré por e

camino... ¡Vamos!Cogí mi capa, me laeché por encima y salimos a

toda prisa. Fuera las cinta

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blancas de los relámpagos seprecipitaban sin descanso

sobre las casas, iluminandolos alminares que serecortaban en la penumbra

Anduvimos deprisacorriendo casi, por las calleembarradas, mientras echaparrón nos fustigabahelado, calándonos hasta lo

huesos... —¿Adónde vamos? —preguntaba yo.

Pero el fraile no

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respondía; iba delante, con ehábito pegado al cuerpo, con

pasos largos y apresuradosdoblando esquinas, saltandopor encima de los charcos

como llevado en volandapor una decisión y un ciegopropósito que yo desconocía.

Así, atravesando laobstinada cortina de lluvia

fuimos de una parte a otra dela ciudad, hasta llegar a unolodazales que terminaban en

un terraplén cubierto de

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cascotes, de basuras, dehuesos pelados de la

bestias... Y allí se detuvo, enun muladar donde el aguacorría en torrenteras

arrancando y arrastrando latierra, entre desperdicios yescombros.

 —¡Aquí! Aquí es... —dijo jadeante—. Ahí está...

 —¿ Qué? ¿ Qué es loque hay ahí? —preguntétratando de ver con mis ojo

empañados.

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Fray Pedro señaló con ededo algo que estaba delante

de nosotros, tapado por ebarrizal. Y luego se arrodillóunto a ese algo.

Me acerqué: parecía uncuerpo humano, todo éenfangado, yaciendo entre lapodredumbre del basurero.

 —¿Qué es? ¿Es un

muerto...? —quise sabehorrorizado. El fraileextendió sus manos hacia

aquel cuerpo rígido; se

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abrazó a él, lo levantó conesfuerzo y sollozó:

 —¡Señor! ¡Ay, mSeñor! ¿Cómo te han hechoesto...?

Entonces pude verlo conclaridad, porque el agua de lalluvia intensa lavó suimagen; retiró el barro y ladesveló ante mí: ¡era e

divino Nazareno de LaMamora! Alguien lo habíaarrojado allí, en aquel infecto

muladar...

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Y me quedé comoparalizado, mirando la cara

serena, ¡tan humana!; laexpresión intensa, los ojopenetrantes... Era una visión

sobrecogedora,resplandeciendo a cadainstante a la luz de lorelámpagos, en la inciertaopacidad de la madrugada y

del nublado cielo; con labrillantes gotas como sudoen la frente y como lágrima

en sus ojos... ¡Bendita la luz

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de su mirada!Estuvimos allí un rato

quietos, arrebatadosarrodillados, como orantesmientras fray Pedro sostenía

en sus brazos la pesada ydesnuda figura...

 —Vamos a llevárnoslode aquí —dijo al fin.

Se quitó la capa y entre

los dos envolvimos con ellala imagen. Después lacargamos sobre nuestros

hombros y emprendimos la

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cuesta llevándola concuidado. Así anduvimos con

mucho esfuerzo por loarrabales, por los adarvespor las calles... Pensaba yo

«Esto sí que es una procesiónde verdad; esto sí que es unaestación de penitencia...»Porque sentí que llevaba acuestas algo muy grande

algo que trascendía la purahechura de madera de cedrola simple devoción, el rito

las rutinas de la religión..

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Cargábamos con la fe enbruto, con la esperanza bajo

la lluvia...

9. EL SEÑOR

RESCATADOLlevamos la imagen de

azareno al hospital. Allí loestuvimos lavandocuidadosamente, con respeto

Sobrecogía mucho verlo decerca, por el tono oscuro dela madera, la perfección de la

talla, la suavidad de lo

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rasgos... Y por todo lo querepresentaba, como icono que

era del Salvador. Porqueaunque sabemos bien que laesculturas que representan a

Señor, a la Virgen María y alos santos son hechurahumana, también sentimoque son sagradas, porquerecogen en sí la fe de la

gente, las plegarias, ladevociones... No resulta fáciabstraerse tanto como para

no participar de ese misterio

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Y, además, aquella imagende Cristo era tan real, tan

prodigiosamente inspiradaque impresionaba e imponíatocarla.

Cuando el Nazarenoestuvo seco del todo, lopusimos encima de una mesay lo estuvimos contemplandoemocionados. Gracias a Dios

apenas había sido dañadotenía solamente algúnrasguño y un poco astillado

un pómulo.

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 —Menos mal que no lodestruyeron —observó fray

Pedro—. ¡Parece un milagroHubiera sido una verdaderalástima perder algo tan

bello...Como el Cristo estaba

desnudo, porque learrebataron su túnica el díaque se tomó La Mamora, no

pareció oportuno vestirlo: lepusimos una capa sobre ehombro derecho, cubriéndolo

a la vez desde la cintura para

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abajo, de manera que soloquedaba al descubierto parte

del torso, un brazo y lamanos que tenía juntas yamarradas sobre el vientre.

 —Ecce homo —dijo frayPedro—. He aquí el hombre..Un cautivo más de tantos..Como vosotros...

Delante del Nazareno

encendimos una lamparillade aceite y pusimos un jarróncon flores blancas. Luego

vinieron los enfermos a

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venerarlo. Resultabaconmovedor verlos turbados

rezar, besarle los pies y hastaderramar lágrimas deemoción. Seguramente nunca

antes en sus vidas habíanvisto una talla como esa...

Y yo no dejaba depensar en lo extraño queresultaba todo aquello: en

que hubiera tenido que ser yoprecisamente a quien le tocóir a recuperar la imagen; y

seguían grabados muy

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vivamente en mi memoria emuladar, el barro, la lluvia

los relámpagos... Todoaquello parecía tener unamisteriosa conexión con e

asalto de La Mamora, nuestrocautiverio y las penalidadeque estábamos pasando. Asque acabé contándole a frayPedro cómo fue el saqueo, e

despojo y lo que pasó con eazareno y con el resto delas imágenes.

—Todo eso lo sabía —

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me dijo—, porque otrocautivos me lo contaron. He

rastreado todo Mequinezpreguntado, indagando, parasaber qué había pasado

finalmente con todoaquellos objetos sagrados... Yasí fui dando con algunoindicios y conseguí recuperala imagen de la Virgen y de

san Miguel Arcángel; perodel Nazareno nadie sabíanada... Y entonces, cuando ya

no esperaba encontrarlo

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porque suponía que habíaacabado quemado o roto en

mil pedazos, vinieron ayetarde a decirme que habíanvisto a uno de los ministro

del rey vestido con latunicela morada bordada enoro, ¡la del Nazareno! Corral palacio y pedí audiencia aministro. Gracias a Dios

tuvo a bien recibirme... Nadale reproché por que vistierala túnica, pero le supliqué de

rodillas que me dijera dónde

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estaba la imagen... no losabía, pero me indicó e

nombre de uno de suservidores que debía desaberlo por haberse

encargado de ir a deshacersede la talla. Por él me enteréde que había sido arrojado enaquel muladar, a las afuerasde la ciudad... No pude ya

dormir en toda la noche yantes del amanecer, cuandoestalló la tormenta, no pude

más... Me levanté y decidí i

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a pedirte que meacompañaras a buscar la

imagen...

10.

¿PRESENTIMIENtO OINSPIRACIÓN?

Cuando volvía a casapensaba en todo esto por ecamino. La tormenta ya se

había calmado y solo caíauna lluvia fría y pausada. Lamañana era fría, gris y

deslucida, con olor a

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humedad y lodo sucio. Lonubarrones se desplazaban

hacia occidente y el cieloparecía hosco. Pero en malma había una extraña

alegría; volvía a mí epresentimiento: todo aquelloiba a terminar muy pronto...

Cuando llegué a laplazuela, no la encontré

solitaria como de costumbredos carretas estabandetenidas delante de la casa

de Abbás; había gente por los

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alrededores y una recua demulas abrevándose en e

pilón junto a la fuente. Y areparar en que la puerta deBonetero estaba abierta de

par en par, cuando deordinario permanecíacerrada, me sacudió unacorazonada: «¡Abbás haregresado!», me dije

sobresaltado.Entré y recorrí el zaguány el primer patio en cuatro

saltos. Al final de la casa, en

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el segundo patio, formandoun corrillo alborozado bajo la

palmera, estaban ManolaFernanda, el ama, Dorito..Y el Ceutí! Y con ellos

había tres hombres: unodesgarbado, muy morenootro rechoncho y, el tercerocon un parche tapándole eojo. Ya no había duda, si este

último era Ibrahim el Tuertolos otros dos debían de seAbbás y Pilarón...

Fernanda corrió hacia

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mí con la cara encendida dealegría y se colgó de m

cuello, exclamando entrelágrimas de felicidad: —¡Nos vamos, Tano

Nos rescatan!Me quedé paralizado sin

ser capaz de asimilar aquellamaravillosa noticia. Se mehizo un nudo en la garganta y

solamente pude murmurar: —Bendito... Bendito seaDios...

Nuestra dicha era tan

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grande que no sabíamos sreír, llorar o ponernos a

bailar. Doña Matilda habíacogido en brazos a Dorito ysaltaba con él; Fernanda

sollozaba abrazada a mí y yosentía que me habíanabandonado todas mifuerzas, dejándome en unestado de languidez que me

impedía el movimiento y erazonamiento.Y permanecimos no sé

cuánto tiempo dominados po

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aquella turbación... Hasta queel Ceutí nos sacó de ella

exclamando: —¡Compadres, calmaPrestad atención! Ya habrá

tiempo para festejarlo..Ahora, escuchadme

compadres!Le costó que le

atendiéramos, ¡tan arrobado

estábamos! Y cuando vio quepermanecíamos yapendientes de lo que tenía

que decirnos, me presentó a

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sus amigos: —Compadre, estos son

Abbás, Pilarón e Ibrahimcomo ves, han regresado yade Ceuta... Traen muy buena

noticias, compadre; pareceser que las cosas se arreglanpara vosotros: muy prontoseréis redimidos y podréiregresar al fin a España...

Doña Matilda dio unsuspiro sonoro, una suerte degemido, y después se puso a

gritar alzando la mirada y la

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manos al cielo: —¡Alabado sea Dios

Gracias, gracias, Dios míoVirgen Santísima! ¡Santosdel cielo!

 —Calle, señora, ydéjeme terminar —le rogóimperativamente el Ceutí—Deje ahora vuestra merced enpaz a los benditos santos y

preste atención, diantre. —Es que me va a daalgo... —contestó ella—. ¡Me

va a dar algo!

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 —Pues cuide de que nole dé, señora; porque estaría

bueno que le diera ahora queva a ser libre...Cuando consiguió

calmarnos del todo, Toribionos reunió y nos explicó conmás tranquilidad el asuntosus amigos, que delegaban enél las explicaciones, habían

entrado en conversacionecon los padres trinitarios deCeuta, tal y como estaba

previsto, contándoles que

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esperábamos en Mequinez laredención y tratando con

ellos los pormenores derescate. Y los buenos frailesfieles a su misión, se habían

puesto inmediatamente encamino y venían ya paranegociar con los ministrodel sultán nuestra libertad...

 —¿Cuándo? ¿Cuándo

llegarán aquí? —les preguntécon ansiedad.Abbás el Bonetero  tomó

ahora la palabra. Era un

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hombre pausado y reservónque evidentemente se

guardaba para sí los detalleque no le convenía revelarpero, escuetamente

respondió a mi pregunta: —Pronto; tal vez dentro

de una semana o dos... Esosolo depende de los avataredel viaje...

 —Pero... ¿Vienen losfrailes? ¿Vienen de verdad? —Sí, sí, no dude de eso

vuaced... Los padre

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redentores vienen ya decamino...

Habló ahora Pilaróngordezuelo, barbudo, convenillas azuladas en la nariz.

 —No se impacientenahora vuacedes —dijo—. Loque falta por hacer no es tansencillo...

 —¿Y qué falta po

hacer? —inquirí connerviosismo. —Los pormenores de la

redención —respondió—. Lo

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cual tiene su trabajo y sutiempo... Los frailes traen e

dinero recaudado para ellopero deben ponerse deacuerdo con el sultán... Esa

es la costumbre en estocasos. Eso es lo que mandanlas leyes de aquí...

Ibrahim el Tuerto, posu parte, permanecía en

silencio, asintiendo a todo loque decían sus camaradassonriente y observándono

fijamente con su avispado

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ojo sano.Aquellos astuto

hombres sabían hacer muybien su oficio. En ningúnmomento decían nada que

pudiese darnos algún indiciode que llevaban parte en enegocio. Ante nosotrosaparecían como lobenefactores a quienes le

debíamos en última instancianuestra salvación. Y yo, queconocía el trasfondo de la

farsa, debía aguantarme y

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callar; porque teníaconstantemente pendiente de

mí al Ceutí, que escrutabacon mirada de lince mireacciones...

Así que dije, fingiendoresignación:

 —Hágase todo comodeba hacerse... Pero debo ir allevarle la noticia a fray

Pedro de los Ángeles, que noestá enterado de nada yconsidero que debe estar a

corriente...

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 No pareció gustarlenada la idea, pero como yo

insistiera con cara deinocencia, acabó asintiendoel Bonetero:

 —Ea, me parece muybien; pero fray Pedro nadatiene que ver con esto; y nosuele participar en laconversaciones con lo

ministros del sultán. Él solose ocupa de los enfermos..De las redenciones se

encargan los frailes de Ceuta

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11. ESQUIVANDO EL

MAL Y LOS NEGROSFONDOSSupe que había hecho

bien yendo cuanto antes acomunicarle a fray Pedro delos Ángeles el asunto porquecuando supo que lomercaderes habían venido de

Ceuta, en sus ojos apareciósúbitamente un asomo deduda.

—Hum... —murmuró

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pensativo—. Resulta queesos ya están aquí...

Luego se pusovisiblemente nervioso, lelanzó una mirada afectuosa y

suplicante al Nazareno ydijo:

 —¡Señor, ahora escuando debes ayudarnos! ¡Eel momento! ¡Pon tu mano

poderosa, Señor!La intensidad de aqueruego penetró hasta m

corazón y me estremecí

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comprendiendo que algograve habría de por medio

alguna complicación ocontrariedad. —¿Qué sucede, fray

Pedro? —le pregunté—Dígame vuestra caridad

¿qué pasa?!Él contestó inspirando

de forma audible, como si la

pregunta removiera supreocupación: —Ahora debemos actua

con cautela, con suma cautela

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y rapidez... —¡Por Dios, no me

asuste vuestra caridad! —ledije lleno de ansiedad—Hace un momento estaba yo

muy contento por la noticiapero ahora veo que no todoestá resuelto... ¡Dígame quésucede, fray Pedro!

El fraile sacudió la

cabeza con pesar y murmuró —Que Nuestro Señonos tome en sus manos y no

ayude. Ahora vamos a

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necesitar su auxilio..Debemos sortear una serie de

obstáculos... Porque lodemonios querrán entorpecela redención... Pero, no te

preocupes, conseguiremovencer en esto...

 —No comprendo lo quequiere decirme vuestracaridad... Hable más claro

por favor.Me miró entrecompadecido y alentador:

—Cayetano —dijo

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poniéndome la mano en ehombro—. Aquí en

Mequinez la máxima es: cadacual para sí... Debecomprender esto para

alcanzar a ver la importanciay la dificultad de lo que tú yyo tenemos que hacer desdeeste mismo momento. Porquedebemos pasar por encima de

todo tipo de sutileoperaciones, zancadillasengaños, mentiras... En fin

debemos actuar con mucha

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inteligencia para no pisar lamultitud de víboras que se

mueven a ras de sueloesperando morder acualquiera que amenace su

intereses...Se me encendió dentro

como una luz, porque medaba cuenta de que lo que meestaba diciendo tenía mucho

que ver con lo que Toribio eCeutí  me contó.

 —Empiezo a

comprender —dije—. Vienen

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los frailes trinitarios con lodineros del rescate y ahora

todo el mundo querrá sacasu parte de ganancia, de unamanera u otra... ¿No se trata

de eso? —Exactamente,

Cayetano. En otras palabrascuando lleguen los frailes aMequinez con esos dineros

saldrán negociadores eintermediarios por todapartes complicando los trato

para beneficiarse. Y esos

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hombres en cuyas casas ohospedáis, como Abbás e

onetero, Pilarón, el Tuerto eincluso el Ceutí, tratarán atoda costa de inflar lo

precios para conseguir sutanto por ciento.

 —¡Canallas, bandidosexclamé, ardiendo de rabia. ¡Y parecía que eran

buenas personas...! ¿Cómo noles remuerden laconciencias?

Fray Pedro seguía

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mirándome condolido ycompartiendo m

consternación, dijo: —Esos hombres siguensolo a un guía: la necesidad

Casi carecen ya deconciencia y han hecho unaespecie de tabla rasa con suprincipios; desconocen ya lavirtud, el desinterés, la

caridad... Sus madres sondos: la miseria y laignorancia... os sacaron de la

prisión para el repartimiento

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puestos de antemano deacuerdo con los carceleros y

los funcionarios del sultánmediante el pago desobornos, contentando con

regalos a unos y a otros... Setrataba de teneros bienguardados, sanosalimentados y lejos de lopeligros y las enfermedade

que acaban con las vidas detantos cautivos. Porque, shubierais muerto en la cárcel

se acabó el negocio. Sin

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embargo, de esta manerarecogidos en sus casas, solo

ellos saben dónde estáis y eprecio que se puede pedir povuestra libertad... Y ahora

cuando vengan los frailesvuestros custodios correrán apresentarse a los intendentedel sultán para decir cuántocautivos tienen, dónde están

y si están sanos o enfermoslas riquezas que poseen enEspaña y el dinero que se

puede pedir por ellos

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porque, por desgracia, en estemundo no somos todo

iguales, cada uno tiene suprecio... Satanás pone eprecio y complica las vida

de los hombres... Cuandopara Dios todos somoiguales...

 —Es terrible —dijeapesadumbrado—. ¿Y qué

podemos hacer? —Yo sé lo que hay quehacer —respondió con

firmeza—. Tú regresa ahora

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a la casa del Bonetero y siguela vida como si nada. Finge

estar contento y haz como sesta conversación no sehubiera producido. Y yo

mientras tanto actuaré por mcuenta; porque deboprepararles el terreno a mihermanos trinitarios antes desu llegada, para que no lo

extorsionen ni engañen. —Haré todo lo que medigáis, fray Pedro. A partir de

hoy solo me fiaré de vuestra

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caridad. —Muy bien, Cayetano

Vuelve ya a la casa y esperanoticias mías. Dentro de pocoenviaré a alguien para que

vaya a avisaros del día y lahora exacta en que debéisalir de la casa del Boneterosin que se enteren esotruhanes. Escapad entonce

de allí con disimulo y venidaquí al hospital a toda prisaDe la rapidez y la cautela con

que actuemos dependerá e

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éxito de este plan... Yo meencargaré de todo lo demás..

Y rezad, hermanos, poneroen las manos del NazarenoÉl nos ayudará...

12. SIN NOVEDADESEn la casa de Abbás e

onetero la vida transcurrió apartir de aquel día con una

normalidad exenta demayores novedades; a pesade que se palpaba en e

ambiente la impaciencia po

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la inminencia de la llegadade los trinitarios; lo cua

suponía para todos allí unacontecimientotrascendental: ganancias para

los dueños de la casa y lalibertad para nosotros. Noobstante, allí todo el mundodisimulaba sus verdaderaintenciones; y yo también

siguiendo el plan de frayPedro.Aunque habrá de

comprenderse cómo me

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reconcomía por dentrosentarme a la mesa con

aquellos hombres sin alma ytener que participar en laconversaciones,

esforzándome en todomomento para poner buenacara e incluso mostrarmeagradecido por que notuvieran allí recogidos y

hubieran ido a hacer lagestiones de nuestro rescate aCeuta. Ya que

aparentemente, eran persona

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normales; que disfrutabanuntándose para comer y que

se mostraban amigables entodo momento. Pilarón hastaresultaba gracioso, ocurrente

contando chistes que nohacían reír con ganas. Abbásapenas hablaba; andabaenfrascado en la venta de lobonetes y parecía que

siempre tenía en la cabezaúnicamente los números, lapérdidas y las ganancias. Y e

Tuerto era simpático; así le

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parecía sobre todo a doñaMatilda, que se pasaba largos

ratos conversando con élmuy distraída y divertida conlas cosas que aquel hombre

tosco, pero con ciertagallardía natural, le contabaacerca de sus viajes yaventuras.

Toribio el Ceutí , por su

parte, seguía igual quesiempre; aparentementepreocupado por nosotros y

dispuesto a soluciona

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cualquier problema. Durantelas partidas de cartas que

cada tarde echábamoafablemente bajo la palmeradel patio, me costaba mucho

tener que pensar mal de él yaguantar por dentro lo quesabía de sus sucios manejos.

Así pasó todo el mes dediciembre, con la Natividad

por medio, el Año Nuevo, laEpifanía y la fiesta deBautismo de Nuestro Señor

en un estado cada vez má

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anheloso y contingenteesperando, confiando

rezando...

13. PRECIPITACIÓN

Y NERVIOSUn día de mediados de

enero, por la tarde, sepresentó en casa de Abbás unhombre enviado por el fraile

El corazón me dio un vuelcocuando me comunicó quedebíamos salir lo ante

posible siguiendo el plan

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previsto.Ahora venía lo má

difícil: hacer lomovimientos con todocuidado para que nadie

notase nada raro allí. Paraeso, hablé primeramente conFernanda, llevándola a unlugar apartado, con todadiscreción:

 —Presta atención —ledije con una seriedad que elladebía interpretar como un

apremio apurado—. Coge a

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Dorito y llévalo fuera de lacasa, a la fuente que hay en la

plaza... Haced como que vaia beber con naturalidad...Me miró muy extrañada

sin comprender. Así que tuveque añadir con mayogravedad:

 —Haz lo que te digo yno me hagas preguntas. Y

procura que Manola no veanada anormal ni en tu cara nen tus movimientos. No

recojas nada, ninguna

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pertenencia, ni objeto algunoni siquiera una prenda de

abrigo... ¡Date prisa!Un momento después, lavi salir con el niño de la

mano, cruzando la plazuelahacia la fuente. Esperé untiempo prudencial y luego fua buscar a doña Matilda. Conella la cosa resultaba má

difícil, pues la hallé en lacocina ayudando a ManolaPensé durante un breve

instante lo que debía hacer y

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luego, cubriéndome un ojo, ledije:

 —Doña Matildanecesito que me ayude: se meha metido algo en el ojo...

Era una excusa muytonta, demasiado tonta, ycomo era de esperar, noresultó: salieron ambamujeres a mirarme el ojo

soplármelo, a toquetearmelos párpados... Me puse muynervioso y exclamé:

—¡Ya! ¡Ya me ha

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salido! Muchas gracias..Qué alivio!

Volvieron ellas a lacocina y yo, muy aprisa, sala la plazuela. Allí junto a la

fuente esperaban Fernanda yel niño, con cara de no sabequé hacer.

 —¡Vamos! —lesapremié—. ¡Seguidme todo

lo deprisa que podáis!Corrimos por elaberinto de callejuelas que

nos separaban del hospital. Y

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no tardamos en llegar. FrayPedro nos recibió con visible

intranquilidad. —¡Los padreredentores están en

Mequinez! —nos anunció—No hay tiempo que perder!

 —¿Dónde están? —lepregunté.

 —En el palacio de

sultán. Ya han empezado lasnegociaciones... Debemos iallí de inmediato.

—¡Dios Santo! —

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exclamé—. ¡Doña Matildaestá en la casa de Abbás!

 —¡Corre! ¡Corre a poella y llévala a la puerta depalacio! Allí os esperaré yo

con Fernanda y el niño. ¡Estoes cosa de mucha urgenciaCorre y tráela como sea!

Volví a la casa y entrélleno de decisión. En la

cocina seguían aquellas dosajenas a todo, canturreandoY sin más trucos, le dije a

ama imperativamente:

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 —¡Vuaced se vieneconmigo!

Las dos mujeres sequedaron pasmadasmirándome:

 —¡Vamos, doñaMatilda, sígame! —insistcon más ímpetu, agarrándolapor el brazo.

 —Pero... ¿Adónde me

llevas? —balbució ellaresistiéndose a soltar lacazuela de barro que tenía

entre las manos.

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Entonces no me quedómás remedio que arriesgarme

a decirle la verdad delante deManola. —¡Vámonos de una vez

diantre! ¡Los fraileredentores están enMequinez! ¡Hoy seremoredimidos! ¿o quiere vuacedquedarse aquí...?

El ama dio un grito ysoltó la cazuela que se hizoañicos contra el suelo. A su

lado, Manola empezó a da

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voces llamando a su marido: —¡Abbás! ¡Abbás

corre, ven enseguidaAbbás! ¡Esposo!Conseguí arrancar de

allí a doña Matilda yconducirla hacia la puerta, apesar de que Manola seinterponía para impedir quesaliéramos, mientras no

dejaba de gritar como unaloca: —¡Abbás, corre! ¡Ven

Abbás! ¡Que se escapan

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Que se van los cautivos!Le di un fuerte empujón

y la arrojé a un lado. Ellaentonces empezó a chillamás fuerte todavía, pidiendo

socorro fuera de sí. Pero eBonetero, gracias a Dios, noandaba por allí cerca. Así quepudimos huir y perdernopronto por un intrincado

mercado, entre lotenderetes, confundidos enmedio del gentío...

Un rato después

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estábamos delante de la granpuerta del bastión que

albergaba el palacio, dondenos esperaba fray Pedro conFernanda y Dorito.

14. LA IMPACIENCIAEn el palacio del sultán

ya había empezado ecomplicado regateo que

precedía a la redención. Unalarga fila de cautivos, trescentenares, acompañados po

sus amos y carceleros

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esperaba su turno en mediode un ambiente cargado de

ansiedad, con vocesdiscusiones, lamentos yalguna que otra pelea.

Los frailes trinitarioredentores eran tres: frayJesús María, el padre Juan dela Visitación y el padreMartín de la Resurrección. Se

hallaban ambos sentadodelante de una mesa, en laque tenían las listas de lo

nombres, los cuadernos, la

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bolsas, los montones demonedas de oro y plata... Le

asistían sus ayudantes: unadocena de caballeroespañoles que lo

acompañaban y les dabanescolta en su ardua misiónUno de ellos custodiaba earca donde se guardaban lodineros. Y los intendentes de

sultán estaban muypendientes del negocio, comoauténticos tratantes, para no

dejarse escapar la mínima

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ganancia.Fray Pedro se acercó a

la mesa. Mientras, nosotronos quedábamos a distanciaen un extremo del enorme

patio donde se realizabantodos estos trámites, y vimocómo los frailes selevantaban para saludarle yatenderle. Comprendimo

que se ocupaban de nuestraredención, porque nomiraban de vez en cuando, a

la vez que consultaban lo

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papeles.Después nos llamaron

Estábamos hechos un manojode nervios. Fernanda y eama, cogidas de la mano, no

dejaban de rezar y desuspirar, pálidas deimpaciencia.

 —Ay, encima estoencima esto —se iba

lamentando doña Matildallorosa—. Encima esto... —Ánimo, ya falta poco

le dijo Fernanda—; no se

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venga abajo ahora, que yacasi somos libres...

Y el ama, muyhumillada, sollozó: —Ay, me he orinado

encima... ¡Con tantonervios!

En la mesa de los tratonos preguntaron los nombresla procedencia, los detalle

de nuestro cautiverio... Atodo eso tuve que contestayo, porque ellas no eran

capaces de articular palabra..

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Los redentores, despuéde hacer sus anotaciones

sacaron del arca unopuñados de monedas queestuvieron contando. No pude

enterarme de la cantidad dedinero que pagaron; nuncame lo dijeron...

15. LA

NEGOCIACIÓN No sé cuántas horapasaron, pero se nos hizo una

eternidad, hasta que por fin

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vino fray Pedro paraanunciarnos con cara de

satisfacción: —Hermanos míos, yaestá resuelto. el rescate se ha

pagado. Todo ha sido muchomás fácil de lo que podíapreverse; porque, al pareceruna señora se ocupó enSevilla de entregarles una

buena cantidad a los frailes yun papel donde estabanescritos vuestros nombres...

—¡Doña Macaria, la

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veedora! —exclamó el ama. ¡Seguro que ha sido ella

Me lo prometió! ¡Benditasea! —Es muy posible —dijo

el fraile—, porque sabemoque se trata de una de ladamas que quedaron libreantes del asalto.

Un momento después, se

acercó a nosotros uno de lofuncionarios del sultán paracertificar el trato. Nos miró

nos preguntó cómo no

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llamábamos y dóndehabíamos sido apresados

cuando se lo dijimos, asintiócon la cabeza y le dijo algoen su lengua a fray Pedro

este tradujo: —Me pregunta en qué

prisión o casa habéis estadorecogidos y le he dicho queen la prisión del sultán. No

hay que darle máexplicaciones, porque ya hancobrado el rescate.

No acababa de deci

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esto, cuando se oyeron derepente fuertes voces que no

sobresaltaron: —En marcha todo emundo! ¡Nos vamos!

 Nos volvimos y vimovenir a los ayudantes de lofrailes, apremiando a locautivos. Las negociacionehabían llegado a su fin. Lo

ministros del sultán recogíansus dineros y parecíansatisfechos. Era el momento

de la partida...

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 —¡Gracias sean dadas aDios! —exclamó con alivio

fray Pedro—. Todo se hahecho con rapidez y sincomplicaciones... Ahora es

menester salir cuanto antede Mequinez... Así se hacesiempre, con la premura deun simple negocio; como sde ganado se tratase... ¡Qué

lástima!

16. EL ÚLTIMO

CAUTIVO

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Toda aquella gente sepuso en movimiento en un

santiamén. En la explanadaque se extendía delante dearco de entrada a los palacio

esperaba ya una recua demulas, camellos y asnos paraformar la caravana. Noparecía mentira pensar quede un momento a otro

íbamos a abandonar aquellaciudad donde habíamopadecido tanto...

Pero todavía, antes de la

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partida, sucedió algo que notuvo con el alma en vilo

hasta el último instante.Esperábamos con muchainquietud a que los ministro

del sultán dieran el permisopara ponernos en camino, yse estaban terminando decargar los últimos pertrechosen las bestias y lo

carromatos. Entonces frayPedro se preocupó de quetuvieran mucho cuidado con

un bulto muy especial: e

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gran envoltorio que conteníaal Nazareno de La Mamora

que el fraile había mandadotraer desde el hospital muybien empaquetado para que

fuera llevado a españaporque así lo habíansolicitado las autoridademilitares, teniendo noticia deque se hallaba en Mequinez

Todos sabíamos allí lo quecontenía aquel embalajeporque había corrido la voz

durante las horas que duró la

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negociación. Pero, al parecerlos intendentes del sultán no

lo sabían.Fuere casualidad, fuereque alguno de lo

funcionarios moros se habíapercatado, aparecieron poallí cuatro guardias yempezaron a examinar efardo, con caras escrutadoras

palpándolo y con apreciableinterés por saber qué eraaquello.

—Ay, Dios mío —

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masculló fray Pedro—. Metemo lo peor...

Y se preocupaba conrazón, porque, un instantedespués, se presentó uno de

los intendentes y les ordenó alos guardias que cortaran lacuerdas y desliaran locueros y las telas queformaban el envoltorio.

con gran desasosiegovimos aparecer la imagen, ala vez que los funcionario

del sultán se alteraban y

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empezaban a dar grandevoces, espantados y con

evidente enojo.Hubo a continuación unmomento muy tenso, en e

que fueron llegando máfuncionarios; hasta formarseuna gran algarabía, violentaamenazante, llegandoalgunos al extremo de

lanzarles improperios eincluso zarandear a lofrailes, recriminándoles que

hubieran tratado de sacar de

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allí oculta la escultura.Fray Pedro hacía

grandes esfuerzos paracalmar a unos y otrosdándoles explicaciones

diciéndoles que la imagenhabía estado desechadaabandonada en un muladarPero ellos no entraban enrazón, alterándose cada vez

más y replicando a voz encuello que el Nazareno nosaldría de allí; que era

propiedad del sultán y que no

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nos lo llevaríamos sin suconsentimiento.

De esta manera, enmedio de nuestra congoja yangustia, llegamos a teme

que no nos dejaran partir anadie; porque la crispaciónera muy grande...

Hasta que, pasada comouna hora de tensión, sucedió

lo que menos esperábamosse presentó allí el sultán enpersona; venía rodeado po

sus ministros, con el gesto

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grave, la mirada de fuego yademanes impetuosos.

 Nos obligaron aecharnos por tierra, igual queaquel día que entró victorioso

en La Mamora. Se me hizoentonces que volvíamos amismo punto y que nuestrocalvario iba a empezar denuevo...

Pero, con muchahumildad, los frailes sefueron hacia el rey moro y le

estuvieron suplicando que le

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dejase llevarse al Nazarenorazonándole que ningún valo

tenía para él, que era simplemadera; mientras que paranosotros significaba mucho..

como si fuera nuestromismísimo rey!

El sultán los escuchómeditó, sonrió y hablólacónicamente en un españo

perfecto: —¿Vuestro rey? ¡cuánestúpidos sois los infiele

cristianos!

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Los frailes aceptaronsumisos el insulto y

volvieron a sus ruegosinsistiendo tanto, queconvencieron al sultán.

 —¡Sea! —sentenció afin—. Podéis llevaros avuestro rey de madera; peropagad por él como por uncautivo más...

 —¿Cuánto? —preguntófray Martín de laResurrección, que era el que

se ocupaba de los dineros.

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El sultán se lo pensóantes de contestar con

displicencia: —¡Treinta doblones deoro!

Allí mismo se cerró etrato. El padre abrió sinrechistar el arca, contó lamonedas, las puso dentro deuna bolsa y se las entregó.

El sultán tomó el dinerodio media vuelta y entró ensu palacio seguido por su

cortejo, dejándonos all

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postrados y temblando.Seguidamente, e

caballero que guiaba lacaravana dio la orden tanesperada:

 —¡arriba todo emundo! ¡Nos vamos! Noabrazamos a fray Pedro, conlágrimas. —¡Sois libreshermanos! —nos dijo

emocionado. Su mirada grisprofunda, reflejaba dicha.Pero a nosotros no

entristecía dejarle allí, po

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felices que nos sintiéramoen aquel momento.

 —¡Dios le bendiga! —ledije—. Toda nuestra vidarecordaremos a vuestra

caridad... Y no dejaremos derezar... Nunca dejaremos deestar agradecidos...

 —En el cielovolveremos a encontrarno

murmuró, bendiciéndonosEra 20 de enero, a lacaída de la tarde, cuando

salimos de la ciudad de

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Mequinez. caminábamosumidos en un silencio

meditativo, roto solo por eruido de las pisadas de labestias y el chirriar de lo

ejes de los carromatos... Nonos atrevíamos siquiera avolvernos para mirar haciaatrás... Por delante, se abríala calzada entre huertos y

labrantíos verdes. Luegoascendía por unas pendienteszigzagueaba ligeramente en

las alturas y proseguía

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adentrándose entre los cerrosel sol se ocultó por su

perdedero, y a su tiemposalió la luna... Ni de noche nde día se podía parar; porque

la libertad requiere su propioesfuerzo, sus fatigas y susenda...

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FINALCarta del padre

trinitario descalzofray Martín de laResurrección

a su Excelencia donJuan Francisco

de la Cerda Enríquezde Ribera,

VII duque de

Medinaceli

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Sevilla, 27 de abril de1683

Excelentísimo Señor,

Dios sea con VuestraExcelencia. Recibí emandato de poner por escritocon detalle cómo se recobróen Mequinez de Berbería la

venerada imagen de NuestroSeñor, al cual se conoce ya adía de hoy en la Villa y Corte

de Madrid y por toda nuestra

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católica España como JesúRescatado.

Bien sabe VuestraExcelencia que teníamomuchas y muy eficace

razones para narrar cosamaravillosas de lo quesucedió en nuestro viaje aÁfrica, al reino de Mequinezcuando estuvo servido Dios

por medio de los reverendopadres trinitarios descalzode nuestra orden y por la

intercesión de los santos, que

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fueran redimidos trecentenares de cautivos que

allí estaban, todos elloapresados en San Miguel deUltramar por el sultán

agareno Mulay Ismail.Hizose todo con la

diligencia prevista en unnegocio de tan grandehumanidad, según lo

dispuesto por el Consejo deguerra que acordó destinacaudales al rescate de lo

susodichos cautivos y a la

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vez de las imágenes quefueron despojadas por lo

moros de la iglesia de LaMamora. Reuniéndosetambién en Madrid la

cantidades recaudadas de lalimosnas que se solicitaronque sumaban un total de domil reales de plata, más otrocien ducados de oro y

cincuenta doblones, quevenían aparte, sobrantes de laredención anterior hecha en

Tánger, de la cual ya d

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cuenta a Vuestra Excelenciaen otro memorial. Con mi

reales más de plata y cienducados de a ocho que meentregaron aquí en Sevilla

conteniendo lo recogido enCórdoba por fray Juan de laVisitación, pasamos a Ceutael día 28 de diciembre deaño 1681. Tres fraile

trinitarios descalzos íbamos acumplir con nuestro sagradodeber de completar la

redención: el susodicho fray

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Juan de la Visitación, frayJesús María y el humilde

servidor que esta suscribe. Ypara defendernos, noacompañaban los siguiente

caballeros: el capitán deInfantería Domingo Grandede los Coleos, el noblehidalgo de Sevilla don Lucade Zúñiga y don Francisco de

Sandoval y Roxassumándose en Ceuta donAntonio Correa, que se había

encargado de las

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conversaciones con el cadí deTetuán y de componer la

escolta y todo lo necesariopara emprender el viajedesde allí.

A mediados de enero denuevo año de 1682 estábamoen Mequinez, donde se hizotodo según lo acordado por etal Correa. Se pagaron lo

dineros del rescate, con todala premura que permitía tanapurado negocio y la

desconfianza de los tesorero

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moros; y fueron juntados locautivos en la plaza de arma

del palacio del sultán, comoestaba previsto, sin faltar nuno solo: dosciento

cincuenta soldadosdieciocho mujeres yveintisiete niños de edadediversas.

Pero resultó que

hallándose en la ciudad frayPedro de los Ángelestrinitario descalzo

perteneciente a nuestra

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orden, el cual regenta allí unpequeño y pobre hospital, y

se encarga de atender a losnumerosos cautivoespañoles, se complicó a

última hora la salida potener este fraile en su podela hermosísima imagen deque fuera el Nazareno de LaMamora, por haberle

permitido el sultán que laguardara, pero bajo amenazade que si resolvía mandarla a

España debía pagar un buen

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rescate, y que si no lo hacíasería quemado vivo con la

sagrada imagen. Y comoquiera que los lacayos desultán se percatasen de que

pretendíamos llevarnooculto al Nazareno, seencolerizaron mucho y apunto estuvieron de armar undesastre y dar al traste con e

negocio. Fue menesteentonces iniciar conhabilidad y rendimiento

nuevas conversaciones, para

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llevarles a razones y queestuvieran conforme

aceptando algunos caudaleen pago.A todo esto, cuando

temíamos que no seconvencieran por sentirseagraviados en lo queentendieron era un engañopor nuestra parte, estuvo

servido Dios de que sepresentara por allí el reysarraceno en persona; el cua

exigió que le fuera entregado

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el precio de 60 ducados, en30 monedas de oro, doblones

por los que tiene desordenadoapetito. Se le dio lodemandado, sin rechistar

pues no era cosa decontrariarle y hacer peligralo que más nos importaba denegocio, que eran los pobrecautivos. Contento el sultán y

sus ministros y tesoreros pola pingüe ganancia obtenidanos dieron pronto la licencia

para emprender viaje de

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vuelta.Tres jornadas de camino

dista Mequinez de Tetuánsiempre hacia el norte, sinvariación alguna. Los cuale

hicimos casi de un tirón, aveces sin aliento, pero sinquejas de los desdichadocautivos, por débiles que sehallasen; en todo momento

ilusionados, contentosporque cada palmo de terrenoque se quedaba atrás le

alejaba un poco más de

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infortunio vivido...Al segundo día, cuando

vencíamos ya la mitad detrayecto, empezó a lloverGrandes masas de nube

oscuras venían de ponientemientras avanzábamos por unsendero áspero, atravesandoagrestes y montuosos campodonde crecían apretado

arbustos entre peñascos yretorcidas encinas. Nuestracaravana proseguía lenta

frenada a veces por el barro

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recorriendo extensionebaldías y territorio

inhóspitos en los que sedivisaban apenas míseraaldeas de cabreros. A la

cabeza iban los caballeros ensus monturas y tras ellocabalgábamos los frailes ennuestras mulas. Nos seguíanlos cautivos formando una

larga hilera, la mayoría a piey los que no podían caminaa lomos de borricos. Detrás

guardaban la retaguardia

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medio centenar de hombrearmados, a los que se le

pagaba por custodiarnos. Poúltimo, cerrando la fila, ibanlos viajeros y mercaderes que

se unían para transitaseguros por los peligrosocaminos siempre tanasaltados por bandidos.

Y de esta manera, sin

apenas darnos descanso, secompletaron las treornadas; avistándose Tetuán

la última de las ciudade

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moras, descolgándose por lafaldas de una montaña alta

Allí hicimos noche, mas nodentro de las murallas, sinoen los arrabales que se

extendían por las afueraspróximos a las casapolvorientas que sedesparramaban por un llanodesamparado.

 No tardó el cadí de lafrontera en venir a reclamala parte que le correspondía

por dejarnos pasar adelante

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hubo porfía, regateostratos... Nada puede hacerse

en aquel reino sin gastamucha saliva y sudores enlargas conversaciones con

cualquier motivo; máximecuando andan de por mediolos dineros.

Cuando dio el cadí epermiso era media mañana

Proseguimos entoncenuestro viaje, como siemprehacia el norte, sorteando lo

montes y esquivando aldeas y

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pueblos, para evitar tener quepagar ni un solo maraved

más. Y al ponerse el solapareció a lo lejos el mar...Después de pernoctar en

una playa solitariacastigados por un vientofuerte y frío, salimos aamanecer por un senderobien marcado cerca del mar

llano, que iba derecho haciael norte. Y tras una últimalarga y anhelante jornada de

camino, llegamos a la vista

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de Ceuta...Un alentado

sentimiento de gozo, que eraa la vez ansiedad, dio ánimoa nuestro corazón

impulsándonos a apretar epaso, al tiempo que locautivos rescatadoprorrumpían en unalborozado griterío. Querían

las pobres criaturas reírsaltar, cantar y sacudirse esafatiga pesada del largo

cautiverio, del infortunio, de

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viaje... Un último rayo de sohacía brillar las murallas y

los edificios hacia oriente; ecielo estaba claroligeramente purpúreo, y era

maravilloso saber que ahíapenas a cien pasos, íbamos apisar al fin el suelo deEspaña...

Entre las 17 imágene

rescatadas, se encontrabacomo ya he referido la deJesús Nazareno de La

Mamora, de natural estatura

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muy hermosa, con las manocruzadas adelante... Se

desembaló y se le colgó acuello, sobre el divino pechoel escapulario de nuestra

orden, como asimismo sehizo con todos los redimidoque traíamos, como ecostumbre para culminar laredención. Y fue luego

colocado el Nazareno encimade unas andas traídaoportunamente por la

buenas gentes de Ceuta, que

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salieron pronto alborozadasenteradas de que

transportábamos connosotros al Señor RescatadoY de esta manera, en

procesión solemne, hacíamoentrada en Ceuta el 28 deenero de 1682, congrandísimo júbilo y alegríaSalieron a la puerta a

recibirnos todos locaballeros y soldados de laplaza, y tomando las anda

sobre sus hombros con

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devoción y ternuraacompañadas de toda la

ciudad, las llevaron al ReaConvento de los PadreTrinitarios Descalzos, donde

se cantó con toda solemnidade l Te Deum Laudamus , enacción de gracias.

Cuatro días despuésalimos de Ceuta

embarcados con destino aGibraltar; de allí a Sevilla ydespués a Córdoba. En toda

estas ciudades hubo grande

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recibimientos, procesionedel Jesús Rescatado con lo

cautivos redimidos, solemnemisas en acción de gracias yfiestas.

El 17 de agosto de 1682llegó la comitiva a Madriddonde ya sabe VuestraExcelencia cómo fueacogida, celebrada y

festejada. Y el día 6 deseptiembre se hizo susolemnísima procesión en

presencia de sus majestade

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católicas el rey y la reina ylos mayores señores de la

Corte, con una muchedumbreinmensa que hizo suyo poaclamación al Nazareno

llevándole a recorrer lo mánoble de la Villa y Cortehasta ser depositado a últimahora de la tarde en econvento de los trinitarios de

Madrid, donde hasta hoy evenerado con tanto cariño ydevoción por los madrileños.

Aquel mismo día

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delante de nuestroreverendísimo padre genera

fray Antonio de laConcepción, VuestraExcelencia me mandó pone

por escrito la peripecia de locautivos de La Mamora y eportentoso rescate de laimagen de Nuestro Señor.

Pareciome poco

oportuno narrar yo la parteque no presencié; la cuadebía ser contada mejor po

uno de los que la habían

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vivido en sus propias carnesY quiso Dios que hallase a la

persona indicada: había entrelos cautivos un joven demirada limpia y franca, de

nombre Cayetano AlmendroCalleja, que sabía escribimuy bien, según fuinformado. Estaba esteacompañado por una moza

prometida suya, y por unniño de unos ocho añohuérfano de padre y madre, a

que decían haber tomado

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consigo durante el cautiverioy al que adoptarían como hijo

cuando pudieran casarse; ycon ellos estaba también unadama viuda, doña Matilde de

Paredes y Mexía de nombrea la que servía el jovenTodos ellos fueron hechoscautivos, según me contaronmientras hacían escala en

San Miguel de Ultramaryendo embarcados de viaje alas Islas Canarias para recibi

la herencia del difunto

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esposo de esta última.Con ellos vine a Sevilla

Al tal Cayetano Almendros leencomendé que escribieracon detalle el memoria

necesario para guardacumplida relación de lohechos que nos ocupanEstuvo muy conforme y leentregué dos mil quiniento

reales del caudal de laredención para que pudieranirse todos a Santa Cruz de la

Palma, donde tenían la

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hacienda que le correspondíaa la viuda por legítimo

testamento del finado.El pasado día 20 demarzo del presente año de

Señor de 1683 recibí cartadel joven, en la que me decíaque ya estaban en la islamuy bien acomodadoscasados y resueltos todos su

problemas. Envíaagradecimiento a los padretrinitarios descalzos de

nuestra orden y un buen

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donativo, devolviendoademás los dineros que se le

dieron en préstamo para suviaje. En documento muybien redactado y limpio

cumple fielmente el mandatorecibido de un servidordetallando el relato de susalida de Sevilla, la estanciaen La Mamora, el cautiverio

en Mequinez y la gloriosaredención. Le paso copia desusodicho escrito.

Dios guarde a Vuestra

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Excelencia. Indigno siervo devuestra merced

FRAY MARTÍN DE LARESURRECCIÓN

NOTA HISTÓRICA

1. LA ESPAÑA DEFINALES DEL SIGLOXVII

El final del siglo XVI

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consolida una de las épocamás controvertidas de

pasado español, la que hasido considerada por lahistoriografía como e

período de la decadencia. Efracaso de la monarquíahispana pone fin a lagrandeza del imperioacuñado por los monarcas de

siglo anterior. Y las riquezasamericanas, lejos de permitiel desahogo, habían venido

agravando la situación

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Porque España habíamonopolizado la economía

del Nuevo Mundo en unaestructura imperial típicaapoderándose de las materia

primas y abasteciéndolo demanufacturas, y, ahoracuando muchas de lariquezas se agotan y todoparece ir a la deriva, no e

capaz de gestionar el nuevopanorama que se presenta. Ymientras tanto, negociante

franceses y holandeses se

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aprovechan de los últimometales preciosos que llegan

a los puertos de la PenínsulaLa realidad es bastante crudala corrupción y el caos reinan

en la administración, laciudades están atestadas depícaros y gentes de mal viviy crecen el desorden y laapatía.

Termina un siglo decontrastes desmesurados. Poun lado, se observa cómo la

personas que viven atentas a

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la vida pública en MadridSevilla u otras ciudades, se

dan cuenta, estremecidas, deque parecen sobrevenir todaclase de calamidades

miserias, crímenes yfracasos.

 No obstante, si bien enlo militar, político yeconómico la decadencia e

palpable, no sucede lo mismocon la literatura y el arte. Esiglo XVII con el final de

siglo XVI constituye e

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momento literario y artísticomás álgido del sentido

creativo español, su etapaestelar. De ahí que se ledenomine el Siglo de Oro de

las artes y las letras, en ecual escribieron sus obramagistrales Cervantes, Lopede Vega, Góngora, Quevedoy Calderón de la Barca.

Aquella sociedadpresentaba todavía uncarácter estamental muy

claro heredado de los siglo

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precedentes, separada engrupos de población muy

definidos: la nobleza, eclero, los militares y la claseinferior. Los hidalgos

constituían el eslabón mábajo de la nobleza; teniendofundamentalmente doorígenes: algunos de ellopertenecían a familias que

habían recibido el título poméritos en la Reconquista yotros habían adquirido la

hidalguía en fecha

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posteriores por servicios uotros méritos. Pero en esta

época se había producido yaun paulatinoempobrecimiento de lo

mayorazgos, hasta llegar adistinguirse únicamente posu orgullo y por su pobrezaY los hijos de los hidalgosarruinados los más de ellos

buscaban acomodo en eclero y en las tropas. Sobretodo los segundones, es decir

los que no heredaban, se

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alistaban en la miliciabuscando la aventura y

deseosos de obtener poméritos alguna prebendaTambién sobreabundaban los

hijos bastardos; ladescendencia natural de unasociedad tan proclive a laaventura, los viajes, laconquistas...; en una realidad

muy marcada por la idea depecado, en la que lomatrimonios se acordaban

por conveniencia, generando

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una infinidad de relacioneextramatrimoniales ilícita

por tanto, pero que eranconocidas por todo el mundoComo una consecuencia má

de la crisis del siglo, hay quedestacar el progresivorelajamiento de las tropasLlegó a extenderse la figurade los soldados españole

como fanfarrones, pícaros eindisciplinados.La decadencia empieza

a extenderse por todos lo

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órdenes de la vida cotidianaEsto produce un desengaño

del mundo que provoca laabsoluta valoración de lotrascendente, el deseo de

escapar al engañoso mundoPor eso el Barroco secaracteriza por una constantetensión entre vida y espírituAparece en aquella sociedad

un hombre que busca la vidacon sus placeres, pues la sabebreve; y otro en cambio que

tiende al ascetismo, que mira

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únicamente hacia arriba, asacrificio por causas grande

y nobles, al optimismo y a lafe. Así es el arte en estaépoca; un contraste entre do

fuerzas poderosas: una que leinvita a ascender y otra quele retiene.

En el hombre del sigloXVII están los valores de

Renacimiento, pero enproceso de asimilación yconviviendo con rasgos de

espíritu medieval en mayor o

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menor medida. A fin decuentas, nos encontramo

ante el afianzamiento de unnuevo sistema de valores, deuna nueva estética, en una

época de esplendor hispanoen algunos aspectoculturales y una convivenciaconflictiva marcada por econtrol religioso y estatal.

2. UN REINO ENDEPRESIÓN

La crisis del siglo XVI

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es uno de los aspectos mácontrovertidos de la historia

económica española. Porqueen términos generales, no secuenta con datos fiable

sobre la población, laproducción agrícola o textide las ciudades castellanasni acerca de las verdaderacifras de negocios de lo

banqueros y comerciantes, ode la recaudación deimpuestos, y las escasa

referencias a los gastos de

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guerra dificultan cualquieconclusión. No obstante

existe acuerdo general entrelos investigadores en admitique todos los países de

occidente europeo sufrieroncasi en la misma época unaregresión económica. En todocaso, parece obvio admitique dicho siglo fue duro para

Europa y particularmentecatastrófico para España. No hay recuento

fiables, pero parece ser que la

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población española sufrió undescenso notable en el siglo

XVII. Para algunohistoriadores, disminuyó enun veinticinco por ciento

entre 1600 y 1650. Algunostextos literarios dan cuentade este hecho. En una obra deTirso de Molina leemos:

 Dinos: ¿en qué tierra

estamos, qué rey gobiernaestos reinos y cómo tan

despoblados tienen todos

estos pueblos?

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Si bien parece que lapoblación de las ciudade

españolas se mantuvo, encambio, la población ruradisminuyó. Y estos cambios

afectaron sobre todo a laagricultura. Hubo carencia demano de obra y descenso enel pago de rentas y dediezmos. Al mismo tiempo

se producían modificacioneen las técnicas empleadas yen los productos cultivados

por ejemplo, se sustituyeron

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muchas plantaciones decereales por otras de vid y

olivo. La propiedad tendió aconcentrarse: aumentan lolatifundios. Mucho

campesinos tuvieron queconvertirse en jornaleros parasobrevivir, sobre todo en esur, en ExtremaduraCastilla-La Mancha y

Andalucía. Y al mismotiempo se acusaba laexpulsión de los moriscos

especialmente en Valencia y

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Aragón. Aunque, en sentidopositivo, debe destacarse la

introducción de nuevocultivos procedentes deAmérica, como la patata y e

maíz, decisivos en algunazonas del norte. Y también laexportación de lana siguiósiendo rentable para ecomercio español, aun

resintiéndose por las guerrapermanentes.Y en este contexto de

retroceso económico y

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demográfico, también efactor fiscal resultó

enormemente afectado. Loproblemas económicos setradujeron en dificultade

fiscales: Castilla no estaba yaen situación de proveer aEstado de los enormerecursos que precisaba paradesarrollar su gravosa

política exterior. Lasincontables guerraemprendidas llevaron a la

Hacienda a una situación

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lamentable, porque granparte de los metales que

llegaron de América sedestinaban a costear logastos militares. Y las

elevadas partidas empleadaen mantener los cuantiosogastos de la Corona, segúnlos niveles de las épocas deesplendor, empeoraban

notablemente esta situaciónEn el reinado de Carlos II, laCasa Real gastaba alrededo

de un siete por ciento de

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erario del Estado. Gastos queademás eran dobles, ya que

además de la Casa del Reyhabía que mantener la Casade la Reina madre y, más

tarde, las de las dos reinasEn pleno Barroco, estogastos eran suntuosos, apesar de que la débiHacienda era incapaz de

soportarlos. Y todo esto setradujo en complicacionemonetarias.

La atormentada

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situación de la Hacienda y lainsuficiencia de sus ingreso

obligaron a buscar nuevomedios de financiación. Yadesde los inicios del siglo

XVII, la manipulaciónmonetaria había sidopreferida por los gobernantecomo recursocomplementario cuando la

situación se veía atosigadaEl resultado de esta políticafallida fue un sistema

monetario inestable, que

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dificultó en gran medida laactividad comercial de

reino.La triste situacióneconómica a que acabamo

de referirnos obligó a ensayaremedios tardíos en todos loórdenes. Y al terminar esiglo, muy poco es lo quequedaba en pie.

3. EXTRANJEROSPESCANDO EN EL RÍO

REVUELTO DE ESPAÑA

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Por otro lado, el procesode crisis de la economía

española se vio agravado polas concesiones otorgadas polos poderes públicos a lo

comerciantes extranjerosLos puertos del Levanteespañol constituyeron escalade rutas comerciales queintegraron a regione

económicas europeas, comoFlandes, Inglaterra, Francia eItalia. Cada grupo naciona

de mercaderes aportaba y

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arrastraba la fuerza de suorigen, de sus relacione

económicas y sociales. Loitalianos, por ejemploconectaban con las poderosa

repúblicas mercantiles deGénova y Venecia; o de losincipientes estados de NizaSaboya y Liorna-Toscanaque incluían a ciudade

económicamente importantecomo Turín, Milán yFlorencia. En el reinado de

Felipe III la paz permitió no

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solo la reanudación decomercio directo con

Holanda e Inglaterra, sino lainstalación de comercianteingleses en los puertos de

Levante y, sobre todo, epredominio de estas nacioneatlánticas en el transportemarítimo, en detrimento defranceses e italianos. Fue esta

una posición que seconsolidó bajo Felipe IV yCarlos II, a causa de la

guerras con Francia, que

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dieron lugar a la casi totadesaparición de los franceses

Hasta tal punto llegó estasituación que casi no habíaya mercaderes españoles

sino que casi todo ecomercio estaba en manos deholandeses e ingleses. Estodio lugar a que, en muchocasos, los mercaderes de

Levante tuvieran quefuncionar al amparo de loextranjeros.

Tales concesiones a

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extranjeros condicionaron uncreciente desarrollo de la ruta

del Atlántico, entre Cádiznueva sede del monopolio delas Indias, y los puerto

franceses, inglesesholandeses y hanseáticosLos beneficiarios fueron poende las ciudades de la Hansaen 1647; y las Provincia

Unidas de Holanda con la pazde Westfalia.El comercio americano

preocupaba mucho porque su

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importancia era enorme. Y eEstado defendió muy

celosamente su monopolioaunque en la práctica cayótambién en mano

extranjeras. Las colonias deholandeses e ingleseestablecidas en Cádizprocuraban introducirse en enegocio por todos lo

medios. En 1668 se elevó unmemorial a la regenteMariana de Austria, en e

cual se explicaban los ardide

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puestos en práctica por loextranjeros para sortear la

prohibición de comerciadirectamente con AméricaEntre otras cosas, se

denuncia que procuraban quesus hijos o allegadocontrajeran matrimonio conespañoles en Cádiz, Puerto deSanta María o Sevilla, para

que su descendencia gozaradel privilegio de lonaturales. Y también que se

servían de mercadere

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españoles como simplemáscaras tras las que se

ocultaban, siendo loextranjeros quienes en verdadmercadeaban.

 No obstante, y a pesadel declive que sufrieron lonegocios con las Indias, ecónsul francés en CádizPierre

Catalan, podía escribien 1670 al ministro Colberque «el comercio en este

puerto de Cádiz es el mayor y

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más floreciente de Europa»Y en su informe, estimaba e

valor total del comerciointernacional en los puertoandaluces durante aquel año

en unos trece millones depesos, de los cuales soloquedaban en España unmillón y medio. El grueso denegocio se hallaba pues en su

mayor parte en manos deextranjeros, que eran loauténticos beneficiarios.

Aunque es posible que

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sobre este asunto seexagerara. Godolphin

escribía en 1675 desdeMadrid: «La opinión habituaaquí es que todas las demá

naciones viven y se hacenricas por su comercio con lodominios de esta Coronaopinión que aunque everdadera en buena parte, no

lo es hasta la exageración deque se ufanan los españoles.»

4. UN MUNDO SOBRE

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EL QUE SE CIERNE LARUINA

Aquella población, contan apuradas y precariaposibilidades de sobrevivir

acosada por condicionehabitualmente adversas, nogozaba de muchaperspectivas ni posibilidadede prosperar. Esto se tradujo

en una gran facilidad paradescender en la escala sociay llegar a caer en la pobreza

y la marginación; nuevo

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estado para muchos quehabían vivido con cierta

holgura antes y del queresultaba, en cambio, muydifícil salir.

Y por todas partesgentes muy variadas y pomotivos muy diversosnutrían el contingente demarginados: vagabundos

pobres, mendigos, viudashuérfanos, enfermos, pícarosdelincuentes, prostitutas

presos, bandoleros... Y ante

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tanta contrariedad, lasociedad oscilaba entre e

rechazo y la solidaridad.

5. EL DUQUE DE

MEDINACELILa indolencia de lo

últimos Austrias propició quelas tareas de gobiernorecayeran en el llamado

«valido», un gobernanteefectivo, un ministro quetomase sobre sí la pesada

carga. Dos grandes

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personajes tenían capacidad yprestigio suficientes para

asumir tan altaresponsabilidad: el duque deMedinaceli, sumiller de

Corps y presidente deConsejo de Indias, y el duquede Frías, condestable deCastilla, decano del Consejode Estado.

La muerte de don Juande Austria había creado unvacío de poder que era

preciso llenar cuanto antes

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Pero en los primeromomentos era difícil predeci

en quién recaería laresponsabilidad del gobiernoEl rey Carlos II no podía

estar solo. Pero no surgíaningún personaje equiparablea don Juan. Un nuevo validono parecía aconsejable. Peroera urgente atender a

gobierno y los proyectos dereforma estaban pendientes.Por algún tiempo, la

intrigas de don Jerónimo de

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Eguía, apoyado por econfesor del rey y por la

duquesa de Terranovacamarera mayor de la reinadificultaron la elección. Pero

finalmente el rey se decidiópor Medinaceli y el 22 defebrero de 1680 se expidió undecreto por el cual se lenombraba primer ministro

La decisión real fue bienrecibida, porque el duque eraoven todavía, y a la vez

según don Gabriel Maura

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«igual por su sangre a lomejores, superior a todos en

bienes de fortuna, no inferioen entendimiento a los máavisados. Correcto en su

costumbres, probo en eejercicio de sus funciones»Parece ser que era hombrecauto que, según el mismocronista, «tuvo cualidades y

defectos de los políticoflexibles».Sin juzgar esta

cualidades, discutibles para

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otros, resultó que el duque notuvo altura de miras n

energía para sobreponerse aambiente de crisis ydecadencia. Lo real es que

acudió al tan acostumbradorecurso de crear juntas, yentre ellas, una «Magna deHacienda», que no hizo sinoentorpecer la ya lenta marcha

de los negocios con sudiscusiones y vacilaciones.

6. 1680: ANNU 

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ORRIBILIS 

Al iniciarse la década de

1680 la situación descritaparecía llegar a su punto mácrítico. No obstante, el año

comenzó entre festejoorganizados para celebrar lallegada de la nueva reinafrancesa María Luisa deOrleans al palacio real. El día

13 de enero, montada acaballo, recorría la Villa yCorte, desde el Buen Retiro

hasta el Alcázar, con un

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vistoso séquito, aclamada poel pueblo, que se había

echado a las calles conentusiasmo. Cinco arcotriunfales se habían erigido

para loar a la reina con loversos de los más insigneescritores, entre los queestaba Calderón de la Barcaentonces ya un anciano de

ochenta años.Pero toda esta alegríafue efímera, porque pronto

empezó a desatarse un

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cúmulo de circunstanciaadversas que, si bien ya

venían gestándose en ladécada precedente, dieronahora la cara con toda su

virulencia.El desbarajuste

monetario, que era una de lamás pesadas cargas que yaarrastraban los reino

castellanos, había llegado aprovocar una situaciónverdaderamente desastrosa

Circulaba una moneda de

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baja calidad, el vellónformada entonces por una

aleación del 93 por ciento decobre y un pobre 7 por cientode plata, cuyo valor real era

de 10 reales el marco, entanto que su valor legal erade 24. Semejante diferenciase consideraba como unfraude, que el gobierno era e

primero en consentir y en eque intervinieron muchodedicados a falsifica

moneda. El resultado fue un

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descrédito absoluto de lamoneda, con gravísima

consecuencias: inflaciónaumento escandaloso deprecio de la plata y el oro y la

consiguiente especulación.Era pues necesario hace

algo para solucionar unproblema que causaba tantoperjuicios a la economía y

que constituía uno de lofactores principales de lacrisis. Y, finalmente, por un

decreto de 10 de febrero de

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1680, se devaluaba el marcode moneda de molino en un

75 por ciento de su valocorriente, lo cual suponíapasar de 12 reales a 3 reales

Y, además, todo el vellón decobre puro fue devaluado auna cuarta parte de su valocorriente. A la vez se adoptóla excepcional medida de

legalizar todo el vellón falsoe importado, reduciéndose eprecio de la plata del 275 po

ciento al 50 por ciento.

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El resultado inmediatodel decreto fue catastrófico

cundió el pánico, muchoperdieron sus ahorros, locomerciantes suspendieron

sus negocios y algunofueron a la quiebra. Y dadoque la moneda circulabaescasamente, el trueque sehizo corriente. La

devaluación provocó tambiéngeneral confusión y alarmaentre los asentistas, y

ocasionó el descenso de lo

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préstamos.El cronista Antonio de

Solís escribía a uno de suamigos para decirle que ladevaluación «ha dejado en

total perdición el comercio, yacabadas las haciendas de loparticulares. No hay quiencobre ni pague [...]. Se hahecho uso la pobreza [...]

Todo es miseria y quiebrasde mercaderes».En suma, el impacto

inicial del decreto de

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devaluación fue enorme en lavida del país, y el gobierno

también se vio gravementeafectado, teniendo quesoportar grandes pérdida

fiscales, que venían aempeorar todavía más lacrisis de la Hacienda. Potanto, se planteaba una vezmás la necesaria reforma

fiscal. En marzo de aquel añodos ministros del Consejo deHacienda presentaron un

memorial denunciando como

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ruinoso el sistema dearriendo de impuestos y

proponiendo su sustituciónpor encabezamientos, comomedio más limpio y eficaz, y

dejando solo para arrendalos monopolios, como la salel tabaco y las aduanas.

Sirvan como muestra dela situación las impresione

que dejó escritas poentonces el marqués deVillars, embajador de Luis

XIV: «Sería difícil describir

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en toda su magnitud edesorden reinante en e

gobierno de España. Puededecirse en general que hallegado a tal punto que

parece casi imposible el quese pueda restablecer, porquecarece de súbditos que tenganla capacidad y la voluntad detrabajar en ello, y, por otra

parte, porque los hombres ylos fondos están allí tanagotados que tal vez fuera

inútil el emprenderlo.» Y no

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era solo esta una opinión máo menos despectiva de un

altivo extranjero. En efectopor muchos motivos, 1680fue el peor año de una pésima

época.Tampoco la naturaleza

parecía querer ayudar, sinotodo lo contrario; lainclemencias del tiempo

azotaron duramente laPenínsula: hubo tormentasgranizo, lluvias torrenciales e

inundaciones. Y por si todo

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esto fuera poco, en octubreun terremoto devastó alguno

pueblos de Málagadejándose sentir hasta enMadrid. Uniéndose a

desastre la peste, que seguíaasolando las tierraandaluzas. Los males desiempre, en definitiva, peroagravados por la crisis de la

economía y el gobierno dereino.Tales eran las

tribulaciones, que alguno

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hasta veían en ellas uncastigo del cielo y buscaban

señales que mostraran ecamino a seguir. Según ecronista valenciano Ignas

Benavent, el 22 de diciembrede aquel año «se vio uncometa muy grande yespantoso de color doradoque duró cinco semanas a la

parte de Poniente». Tacúmulo de apocalípticadesdichas, como escribía no

sin razón el marqués de

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Villars, «llenaban España deideas sombrías sobre e

presente y de nuevos terroredel futuro».Si, como se ve, el año

1680 había resultadodurísimo, los que le siguierontampoco fueron fácilesContinuaron las inclemenciadel tiempo con su

consecuencias sobre laagricultura, la sequía queafectaba a tantas comarca

significaba el hambre para

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miles de personas. Comorelataba Francisco Godoy

«No cogiéndose ningunofrutos, estrechándose lanecesidad común hasta llega

a la extrema miseria, abuscar los hombres yerbasilvestres con que sustentalos cuerpos [...]. La tierra decasi toda Andalucía se secó

los frutos se quemaron; loárboles se ardían; los granose perdieron; los campesino

se fueron a mendigar a otra

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provincias; los ganadoperecieron. Se encareció e

pan, y por su carestíamurieron muchos.»Y para colmo de males

una terrible tempestadhundió en el Atlántico loscinco grandes navíos quecomponían la flota de laIndias, con la pérdida de

1.400 personas y de20.000.000 de ducados, quesuponían la suprema

esperanza del agonizante

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erario.

6. SEVILLA: UNACIUDAD EN DECLIVEYa en torno al año 1600

la ciudad de Sevilla alcanzósu máximo número dehabitantes, que se calcula en150.000, siendo la primera delas poblaciones española

igualada en el conjuntoeuropeo con Londres yRoma, según palabras de

Domínguez Ortiz en e

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volumen La Sevilla de las

uces.

El año 1621 sube atrono el rey Felipe IV consolo dieciséis años de edad

iniciándose el declive de ladinastía de los Habsburgotambién conocida como«decadencia de los Austrias»Durante este siglo XVII

España cede su puesto aFrancia como potenciaeuropea y, como ya vimos

más arriba, es opinión

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general de los historiadoreque da comienzo un siglo de

recesión general, que afectósobremanera a Andalucíadonde la climatología

adversa, con años de sequía ylluvias torrencialesalternándose, y el descensoen la llegada de oro de laIndias, hicieron menguar la

riqueza y opulencia del sigloanterior.Con el último de lo

Austrias, el rey Carlos II

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termina un siglo desastrosoen lo que a política y

economía se refiere. Pero enlo referente a las artes nohallamos en lo que se conoce

como «Siglo de Oroespañol»; en el que brilla unapléyade de nombres insignesCervantes, Lope de VegaGarcilaso, Tirso, Calderón

Santa Teresa, San Juan de laCruz, y un largo etcétera. Porentonces, Sevilla es cuna de

grandes artistas: Montañés

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Roldán, Velázquez, Murillo..En los primeros años de

siglo, Lope también pasa poSevilla tras su amada CamilaLucinda (la cómica Micaela

Luján).Sevilla decae con

aquella España en crisis. Yun motivo fundamental de sudecadencia fue precisamente

que Cádiz se erigiera comonueva receptora del Oro de

Indias desde mediados de

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siglo. Ya desde 1558 se veníaautorizando a los buques que

venían de las Antillas concargamento de cueros yazúcar a que descargasen en

el puerto gaditano. Pocodespués se hacía extensiva lalicencia a todas aquellanaves que no pudierantraspasar la barra de arena de

Bajo Guía (Sanlúcar deBarrameda). Y para colmo, acrepúsculo sevillano se fue a

sumar la preferencia de lo

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comerciantes extranjeros pola bahía de Cádiz, donde

encontraban mayorefacilidades para el comerciopor tener que pagar menore

derechos arancelarios.Como primera

consecuencia, cuando seproduce la peste de 1649Cádiz se recuperó fácilmente

de la crisis, pero no asSevilla, que acusó el desastrede manera terrible. Se dice

que hasta 200.000 personas

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de los 300.000 habitantes quetenía la ciudad, fallecieron

entre esa fecha y 1650Abandonados los barrios mápopulosos, la población

quedó expuesta al hambre yla miseria, lo que ocasionaríala sublevación llamada «delos ferianos», por iniciarse enla célebre calle Feria. E

gentío hambriento seamotinó ante la carestía depan y comenzó a saquea

tiendas e incluso pretendió

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tomar la Casa de la MonedaLa revuelta fue reprimida y

los cabecillas ajusticiados.En lo sucesivo, emonopolio sevillano sería

meramente nominaltrasladándosedefinitivamente la Casa deContratación a Cádiz.

El rey Carlos II pondrá

fin a un siglo lleno decontradicciones y desastresincluyendo el terremoto de

1680 y la inflación monetaria

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que provocó la depreciaciónde la moneda de curso legal

el vellón. En palabras deMadoz: «Sevilla es el espejodonde se ve la decadencia

española de aquel tiempo, ysin comercio, con unaagricultura exánime, lomiles de telares que suindustria había contado en

otro tiempo quedaron tanreducidos que en 1673 apenallegaban a 400.»

Toda la opulencia que

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trajo el descubrimiento deAmérica a Sevilla llegó a su

fin pues.

8. EL PUERTO DE

CÁDIZEn 1680 se solventó e

largo contencioso queenfrentaba a Sevillatradicional sede de

monopolio y lugar obligadode carga y descarga de lasmercancías americanas, con

Cádiz, que le disputaba la

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exclusiva gracias a laventajas que ofrecía su gran

puerto natural. Preferido polos barcos de gran tonelajeque tenían dificultades para

remontar el río Guadalquiviry a pesar de las protestas dela Casa de ContrataciónCádiz, con su mayoaccesibilidad, había atraído a

un gran número demercaderes. Y, finalmenteen 1680, el gobierno, deseoso

de incrementar al máximo la

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facilidades para el comerciocon las Indias, aceptó la

realidad y designó comopuerto obligatorio de carga ydescarga a Cádiz. Aunque de

momento la Casa deContratación permaneció enSevilla, la ciudad de Cádizempezó a experimentagrandes mejoras, con un

crecimiento poblacional quela situó en torno a los 72.000habitantes; estableciéndose

allí 86 compañías de seguro

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y 61 corredores de lonja.En 1680, todos lo

buques con destino a laIndias tienen la obligación deparar en la bahía gaditana. E

papel de Sevilla se limitará apartir de entonces aburocráticas funcionecomerciales a través de laCasa de Contratación; aunque

por un tiempo limitado.

9. LA IMAGINERÍA

BARROCA

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Al iniciarse el sigloXVII, podemos apreciar un

hecho trascendental, el deque la escultura españolaadquirió su particula

identidad, pues ebarroquismo italiano noencajaba en sus gustos. EnEspaña prevaleció de maneradefinitiva la inspiración de lo

natural, de modo que etérmino «realismo» es el quemejor identifica al arte de la

primera mitad del siglo. Era

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un realismo concretosincero, que huye de la

abstractas bellezas ideales.En Sevilla se inicia unperíodo singular con la

imaginería de la escuelaandaluza. Todavía hoy seadmiran en los desfileprocesionales de la SemanaSanta sevillana las obras que

con este fin realizó MartínezMontañés, autor de imágenede Cristo plenamente

humano. Algo más barroco

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fue uno de sus discípulosJuan de Mesa, autor de

veneradas imágenes como loCristos del Amor, de laAgonía o de la Buena Muerte

y el popular Jesús del GranPoder.

Los escultoresimagineros, dotados desingulares carismas y fieles a

sus creencias, sirvieron a laexpresión de este realismoo conviene olvidar que esta

inspiración tan singular nació

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y se desenvolvió en plenaContrarreforma, en la que

había que afirmar frente a lacorrientes adversas a laimágenes el valo

catequético, religioso yespiritual de estas, mostradaal pueblo en procesiones quede forma rápida se hicieronmultitudinarias.

10. LA MAMORAEn los siglos XVI y

XVII se conoció como La

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Mamora o La Mámora a unapoblación-fortaleza que

actualmente está en ruinaunto a la ciudad marroquí deMehdía, en el norte de

Marruecos. Situada en lacostas del Atlántico, a 115kilómetros de Larache y 25de Salé, se hallaadentrándose a poco más de 2

kilómetros en el río SebúFue conquistada por loportugueses en 1513, tras la

toma de Azamor, y el rey

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Manuel I mandó que seedificase con fine

estratégicos un baluarte. Estaprimera construcción solopreveía defender e

fondeadero, pero no servíafrente a un ataque por el ladode tierra, lo que hizo que seperdiera pronto, llegándose aconvertir en reducto de

piratas bajo el mando deinglés Mainwaring durantealgún tiempo.

Tras la conquista de

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Larache en 1610, loespañoles dominaron esta

parte de la costa, ocupandoLa Mamora en agosto de1614. A partir de esta fecha

la fortaleza fue rebautizadacomo San Miguel deUltramar. La guarniciónespañola construyó un fuertediseñado por Cristóbal de

Rojas, llamado San Felipe, yunto a él creció unapoblación amurallada. A

partir de entonces, la plaza

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tuvo que resistir permanenteasedios musulmanes en 1619

1625, 1628, 1647, 16551668, 1671, 1675 y 1678.

11. LA PÉRDIDA DELA MAMORA

Según consignan lacrónicas de la época, el día26 de abril del año 1681

entre las ocho y nueve de lanoche, un numeroso ejércitode moros al mando de

alcaide de Omar puso sitio a

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La Mamora. La poblacióntotal de la fortaleza la

formaban 295 personas, solo160 podían tomar las armasSe resistió tenazmente

suponiendo que se trataba deun asedio más de tantosPero, tres jornadas despuésel martes 29 por la tarde, sepresentó por el sur el sultán

de Mequinez, Mulay Ismailcon un ejército de 80.000hombres. Y al día siguiente

miércoles 30, los soldado

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españoles se amotinaronporque veían que no era

posible la defensa.Se hizo una junta deoficiales y rebeldes

decidiendo rendir la plazaLas condiciones de lacapitulación dejaban encalidad de prisioneros a todolos habitantes de La Mamora

Pero quedarían libres y conposibilidad de partir en unnavío a las siguiente

personas: el maestre de

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campo y gobernador donJuan de Peñalosa y Estrada

al veedor Bartolomé deLarrea; al capitán JuanRodríguez, al alférez Juan

Antonio del Castillo, asargento Cristóbal de Cea, ylas respectivas mujeres detodos ellos; más los padrecapuchinos Andrés de la

Rubia y Jerónimo de Baezaque hacían de capellanes; ydos sobrinos del veedor. De

resultas, 250 soldados, má

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las mujeres y niños que habíaen la plaza, fueron apresado

y llevados cautivos aMequinez, juntamente conlas imágenes y objetos de

culto que había en la iglesiaademás de los pertrechos deguerra.

12. MEQUINEZ

La ciudad marroquí deMequinez, en árabe M'knas yen francés Meknes, está

situada al pie de la

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montañas del Atlas Medioen un valle verde, a unos 130

kilómetros de Rabat y a 65 aoeste de Fez. Los orígenes seremontan al siglo VIII

cuando se construye unakasbah, o fortaleza. Aasentarse en el sitio la tribubereber conocida comoMeknassa en el siglo X, la

ciudad recibedefinitivamente nombre eidentidad por la población

que fue creciendo alrededo

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de la fortaleza.Pero Mequinez no

alcanzará su apogeo hastaque fue elevada a la categoríade capital imperial por e

sultán Mulay Ismail (16721727) de la dinastía alauitael cual, después de haber sidoproclamado sultán a lamuerte de su hermano, en

1672, erige en la vieja ciudadla capital política y militaremprendiendo la colosa

tarea de reformarla po

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completo en un estilo muypersonal. 3.000 cautivo

cristianos llegados de Fezmás 30.000 prisioneros de latribus de las regione

vecinas, fueron empleadocotidianamente en la tarea. Esultán mandó destruir laalcazaba meriní y una partede la ciudad antigua para

construir una formidablemuralla dotada demonumentales puertas

Mandó erigir mezquitas

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alcázares para su guardiagraneros, cuadras de

caballos, jardines y la DaKebira. Hizo traer materialeromanos y mármoles desde

las ruinas de Volubilis y depalacio el-Badi deMarraquech, para realizacon fastuosidad su ciudadimperial: Dar el-Majzen, en

la que estableció suadministración personal y suharén, del que se dice que la

quinientas mujeres que lo

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componían eran originariade todas las comarcas.

Los graneros llamadoHeri es-Suani, contiguos apalacio, servían para

almacenar las reservaalimenticias de la ciudad, ascomo el heno y el granoprevistos para mantener a lo12.000 caballos del sultán

Los muros de siete metros deespesor y una red decanalizaciones subterráneas

mantenían una temperatura

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fresca en el interior de lainmensas despensas que

permitía la conservación delas reservas. Ya que, segúnlos cronistas de la época

Mulay Ismail tenía auténticotemor a estar sitiado; y de ahel origen de lo desmesuradode los graneros, de los cualese decía que llenos «habrían

podido asegurar lasupervivencia de la ciudaddurante veinte años». Aunque

ningún asedio llegó a dura

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en realidad más de unasemana durante los años de

su reinado.

13. EL SULTÁN

MULAY ISMAILAbdul Nasir Mulay

Ismail As-Samin Ben Sharifconocido universalmentecomo sultán Mulay Ismail

nació entre el año 1635 y1645 y reinó en amplioterritorios de lo que hoy e

Marruecos entre los año

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1672 y 1727; heredando epoder de su medio hermano

Mulay al-Rashid Rama. Perolo que más célebre hizo aeste personaje en su tiempo

es el hecho de ser unverdadero recolector decautivos y haber mantenidoun harén de 500 mujerescreando una enorme familia

en la que se le atribuyeron700 hijos, el último de locuales se dice que nació 8

meses tras su muerte

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Reclutó un ejército de150.000 esclavos y, con este

inmenso poder gran parte deMarruecos cayó bajo sudominio durante 55 años

Tras la muerte de Ismail, sunumerosos hijos sedisputarían la sucesióndurante medio siglo.

La gran armada de

sultán estaba compuesta poesclavos negros, emigranteárabes, sudaneses, andalusíe

y cristianos. Con el fin de

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mantenerla y regenerarlainstaló en Mequinez un

gigantesco campamentocercano al palacio. Diomujeres a los soldados y

siguiendo el ejemplo de loturcos, todos los niñonacidos en el campamentofueron formados para servial Estado desde edad

temprana. A los quince añoseran incorporados al ejércitoMulay Ismail creó por todo

el imperio una red de

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fortalezas, todavía utilizadacomo guarniciones.

En una plaza vecina a supalacio de Mequinez, estabala Qubba el-Jayyatín (lo

costureros), llamada así poel gremio de sastres instaladoalrededor de la plaza. En estepabellón, Mulay Ismairecibía a los embajadore

extranjeros y hacía lonegocios de transacción yrescate de cautivos. El padre

Busnot que estuvo allí para

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redimir, y contó cómo eranestos encuentros, describe as

al sultán: «De mediana tallatenía un rostro un pocoalargado y delgado, la barba

partida y un color casi negrolos ojos llenos de fuego y unavoz fuerte.» También hay allsalas subterráneas quetodavía hoy se conservan y

pueden visitarse, a las que seaccede por una escaleracontigua a la qubba.  Esta

estancias lúgubres son

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conocidas aún con el nombrede «prisión de lo

cristianos». Se cuenta que laprisión fue construida por uncautivo portugués al que

Mulay Ismail habríaprometido la libertad slograba construir una cárcepara 40.000 cautivos.

14. LOS CAUTIVOSSe puede afirmar conpropiedad que los cautiverio

de españoles entre

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musulmanes se iniciaron conla misma invasión islámica

Porque se tienen noticias deredenciones desde lomismos orígenes de la

dominación. Aunque enaquellos primeros momentosla libertad se gestionaba atítulo personal, por lomismos cautivos o su

familiares y amigos; y pomercaderes que conseguíande esta manera una comisión

por los rescates, en función

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de su cuantía y de ladificultades de acceso a lo

cautivos. Solamente concarácter muy excepcional, lapropia Corona pudo mediar

y aun exigir, la liberación oel intercambio de cautivos.

Los Reyes Católicos nose detuvieron en la empresade la Reconquista y

decidieron proseguir en enorte de África; y luego sunieto Carlos V y su biznieto

Felipe II protagonizaron

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sonoras victorias contra loinfieles; pero también un

buen número de derrotas enlas que gran cantidad desoldados españoles fueron

hechos cautivos. En eámbito del Mediterráneohubo pues un estado deconflicto persistente y fueronmuchos los años de guerra

contra los musulmanes. Ecautiverio permaneció comoun fenómeno corriente en

toda la Edad Media; que

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continuó en la EdadModerna; una situación

frecuente que se producíacada vez que llegaba atérmino una de las mucha

campañas que se emprendíano cuando una nave cristianaera apresada por corsarios. Ycomo era común laconcepción medieval de

cautivo como prisionero deguerra que pertenecía aapresador, se veía legitimado

este para retenerlo sin más a

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la espera de que se comprarasu libertad mediante el pago

de un rescate. Si bien ecaptor se consideraba conderecho a escoger entre

exigir ese rescate o conservaa su servicio al cautivo. Estoúltimo solía suceder cuandoel aprehendido conocía biensu oficio o podía reportar a

su dueño algún otrobeneficio.Esta realidad tan

cotidiana en la España nos ha

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dejado innumerabletestimonios. Llegó a ser un

fenómeno que formaba partede los pueblos y ciudadesdonde las gentes solían vivi

a la espera de que sufamiliares cautivoregresasen. Solo máadelante irán surgiendoinstituciones auténticamente

especializadas en el rescatede cautivos, inspiradas en esentido clásico de la

beneficencia cristiana y, por

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tanto, con fines no lucrativosLo que provocó incluso que

se fundaran órdenereligiosas, llamadas tambiénórdenes redentoras de

cautivos, por su finprimordial. Según parece, fuela Orden de Santiago laprimera en dedicarse a locautivos. A esta seguiría la

Orden de Montegaudio, a laque le dio Alfonso II deAragón el significativo

nombre de Orden del Santo

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Redentor. Y con menorfrecuencia, también

participaron los franciscanosPero, sin lugar a dudas, seráen los inicios del siglo XIII

cuando aparezca la Orden dela Santísima Trinidad y la dela Merced o de laMisericordia de los Cautivosel momento culminante de

estos institutos religiosos, alos que quedará vinculadapor muchos siglos la

redención.

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15. LA ORDENTRINITARIA

La llamada Orden de laSantísima Trinidad y de loCautivos (en latín Ordinis

Sanctae Trinitatis eCaptivorum), conocidatambién como OrdenTrinitaria o Trinitarios, fuefundada por el francés san

Juan de Mata y aprobada poel papa Inocencio III en1198; con la bula operante

divine dispositionis; a la que

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se unió la praxis de San Félixde Valois (cofundador de la

orden). Se puede decir que ela primera institución oficiaen la Iglesia católica

dedicada al servicio de laredención de cautivos sinarmas ni violencia, con lapura misericordia, y con laúnica intención de devolve

la esperanza a los hermanoen la fe que sufrían bajo eyugo de la cautividad. E

también la primera orden

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religiosa no monástica y unade las principales órdene

religiosas que se extendieronpor España y Europa durantela Baja Edad Media.

La reforma de la OrdenTrinitaria fue obra de sanJuan Bautista de laConcepción (1561-1613)nacido en Almodóvar de

Campo (Ciudad Real) y queestablece en Valdepeñas laprimera comunidad de

trinitarios descalzos. Con e

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breve Ad militantes Ecclesiae

(1599) el papa Clemente VII

dio validez eclesial a lacongregación de lohermanos reformados y

descalzos de la Orden de laSantísima Trinidadinstituida para observar contodo su rigor la Regla de sanJuan de Mata.

Juan Bautista de laConcepción fundó 18conventos de religiosos y uno

de religiosas de clausura, a

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los que les transmitió un vivoespíritu de caridad, oración

recogimiento, humildad ypenitencia, poniendo especiainterés en mantener viva la

entrega a los cautivos y a los

16. EL RESCATELos medios económico

de que disponía la orden

provenían de limosnas ydonaciones de los fieles, y delo que obtenía de sus propio

bienes. Ambas fuentes de

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ingresos son poco establesde ahí que muchas veces solo

fuera posible llevar a caboredenciones generalescoincidiendo con el momento

en que se había podidorecaudar lo necesario.

La primera dificultadpara el rescate la imponía elugar del cautiverio. Así, por

ejemplo, el precio de lalibertad en Berbería (TetuánFez, Marruecos, Mequinez

etc.) solía ser más elevado

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que el de Argel, a pesar de laproximidad de aquella

tierras. En general, lo normaera llegar a los 200 pesos deplata, aunque no resultaba

infrecuente subir hasta lo600. Un segundoinconveniente suponía ehecho de que lorescatadores, familiares o

amigos que buscaban laliberación de los cautivos nosiempre estuvieran en

disposición de aportar la

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totalidad del rescatedebiéndose complementa

con los fondos de loinstitutos religiosos o de lafundaciones privadas. Po

eso, las fundaciones privadacomo, en nuestro caso, lotrinitarios habían de afrontael coste total de los rescateen bastantes ocasiones.

17. DECIMOCUARTAREDENCIÓN DE LOS

TRINITARIOS

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DESCALZOSEn el año 1682 se

organizó una redención decautivos por los padreMiguel de Jesús María, Juan

de la visitación y Martín dela Resurrección, natural decórdoba, quienes, desde laciudad de Ceuta, dieron lalibertad a cautivos recogido

en Mequinez, Fez y Tetuánrescatando a la vez 17imágenes sagradas.

El 5 de noviembre de

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1681 partieron de Madrid condirección a Sevilla, donde

pararon pocos días, losuficientes para los trámitey recaudar algunos caudale

más para unirlos a los que yatraían de la villa y corteLlegaron a ceuta el 1 deenero de 1682, con laintención de partir cuanto

antes para redimir a locautivos apresados por esultán Mulay Ismail en La

Mamora.

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Francisco de Sandoval yRoxas, que participó en la

redención, escribió unacrónica de la época, con etítulo Aviso verdadero   en la

que refiere: «Dexaron enduras prisiones 250 soldadoy 45 mujeres y niños; y loque más tenemos que llorar ysentir es (no sé cómo llegar a

declarar lo que mis ojovieron, sin perder la vida amanos del dolor) aver visto

al Sagrado Retrato de Jesú

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azareno segunda vezentregado a moros y judíos.»

Aunque el sultán ofrecióen las capitulaciones querespetaría todas las vidas y

que no se haría daño a nadiey así lo mandó después conun bando público, no se pudocontrolar a la morisma, quesaqueó la población y no

respetó la iglesia. De loultrajes inferidos a laimágenes da cuenta el propio

Francisco de Sandoval y

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Roxas, y en el mismomemorial  Aviso verdadero

refiere las «sacrílegaacciones que han cobrado lopérfidos mahometanos con

las santas imágenes y cosasagradas que hallaron enMamora». Y con algunaexageración, detalla lomalos tratos que recibieron

algunas de las tallas«Lleváronlas al rey, el cualdiciéndoles palabra

afrentosas y haciendo burla

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de ellas, las mandó ultrajar yecharlas a los leones para que

las despedazasen, como sfueran de carne humana. Ahermosísimo bulto de Jesú

azareno le mandó el reyarrastrar y echar por unmuladar abajo... Apenas hayimagen que no esté conalguna señal y herida de lo

golpes y puñadas de lobárbaros...»

18. EL CRISTO DE

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MEDINACELLILa imagen que e

conocida popularmente comocristo de Medinaceli y que sehalla en Madrid es un Ecce

homo, es decir, larepresentación de cristoatado y flagelado que PoncioPilato presenta al pueblo deJerusalén mientras pronuncia

las palabras «He aquí ehombre» («Ecce homo»).  Sesabe que la talla fue

encargada por la comunidad

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de Padres capuchinos desevilla, y casi con toda

seguridad proviene del tallede Juan de Mesa, donde lapudo tallar él mismo o

alguno de sus discípulosLuis de la Peña o Franciscode ocampo, durante laprimera mitad del siglo XvilUna vez terminada la imagen

en 1645, fray FranciscoGuerra, obispo de cádizdispuso que se hiciera su

traslado a La Mamora, ya que

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ejercía jurisdiccióneclesiástica sobre la plaza.

Fue llevada por locapuchinos al fuerte que latropas españolas tenían en

San Miguel de Ultramar, yserá apresada por los moroen 1681, junto con otraimágenes y objetos sagradode culto cuando el sultán

Mulay Ismail arrebata a loespañoles la plaza después deponerle sitio. Trasladada la

imagen luego a Mequinez

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donde según se dice fueprofanada y hasta arrojada a

un muladar de donde fuerescatada por el religiosotrinitario fray Pedro de lo

Ángeles, que la tuvoguardada hasta quefinalmente en enero de 1682los trinitarios redentorepagaron para poder llevarla

de vuelta a España 30monedas castellanas de oro.El consejo de guerra

español acordó destina

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caudales al rescate de locautivos e imágenes, que

habían quedado depositadaen el hospital de Mequinezcomprometiéndose a pagar e

rescate fray Pedro de loÁngeles; un hidalgo de ceutaAntonio correa, el capitán deInfantería Domingo Grandede los coleos, Lucas de

zúñiga y el mismo cronistaya citado, Francisco deSandoval y Roxas. este

último relata así los hechos

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«entre las 17 imágenerescatadas, se encontraba una

hechura de Jesús Nazarenode natural estatura, muyhermosa, con las mano

cruzadas adelante... Ahermosísimo busto de Jesú

azareno le mandó el reyarrastrar, y echar por unmuladar abajo, haciendo

burla y escarnio del retratohermoso, y del originadivino. Todas ellas se

embalaron y enviaron a

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ceuta, donde tuvieron entradael 28 de enero de 1682.» La

imágenes fueron llevadaprimero de Mequinez aTetuán, y desde allí a Ceuta

El relato prosigue de estamanera: «Llegaron los morocon las santas imágenes a laMurallas de ceuta, cuyallegada causó en toda la

ciudad grandísimo júbilo yalegría. Salieron a la puerta arecibirlas todos lo

caballeros y soldados de la

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plaza, y tomándolas sobre suhombros con singularísima

devoción y ternura, en formade procesión, acompañadade toda la ciudad, la

llevaron al Real convento delos Padres TrinitarioDescalzos, donde se cantócon toda solemnidad el Te

eum Laudamus, en acción

de gracias.»Tal impresión dejó enceuta la imagen de Jesú

azareno, que años despué

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los padres trinitariomandaron hacer una réplica

para su convento con enombre de Jesús Nazarenocautivo y Rescatado

conservándose su culto hastanuestros días. En laactualidad una cofradía laVenerable Hermandad dePenitencia y Cofradía de

azarenos de Nuestro PadreJesús cautivo y Rescatado deceuta lo saca en procesión en

Semana Santa.

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Desde Ceuta la tallaoriginal del cristo fue llevada

a gibraltar, todavía bajosoberanía española; de allí aSevilla, después a córdoba; y

en agosto de 1682, quedó endepósito en el convento delos trinitarios de MadridHasta que en 1810 JoséBonaparte suspendió la

órdenes religiosas y laimagen pasó a la parroquiade San Martín; regresando en

1814 al convento de lo

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trinitarios de Madrid. En1836, la Desamortización de

Mendizábal suprimió denuevo las órdenes, y fuetrasladada a la parroquia de

San Sebastián de la villa deMadrid. Y en 1845, pormediación del duque deMedinaceli, volvió una vezmás al convento trinitario

que ya estaba regido por lareligiosas concepcionistadel caballero de gracia

Durante la guerra civil, en

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1937 fue llevada a valenciaal colegio del Patriarca

formando parte de la«caravana del TesoroArtístico» protegido por la

Junta; y en 1938, fue situadaen el castillo de Perelada degerona (cerca de la fronterafrancesa); pasando en 1939 aceret, Francia. El 12 de

febrero de 1939 llegaba ecristo de Medinaceli aginebra, Suiza. Acabada la

guerra se recupera e

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«Tesoro», y don FernandoÁlvarez de Sotomayor

representante del nuevogobierno español, consiguióque la imagen del cristo

saliera de ginebra el día 10de mayo de 1939 y con laayuda del obispo de MadridAlcalá y el Provincial de locapuchinos, se realizan lo

preparativos para el trasladoa Madrid; siendo recibido ecristo con honores en la

estación de ferrocarril de

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Pozuelo de Alarcónhaciéndose cargo de la

imagen la Junta de la ReaEsclavitud, llevándola aMadrid. Tuvo en 1939 una

breve estancia en emonasterio de laEncarnación. Y el 14 demayo de 1939, tras unaprocesión por el centro de

Madrid, llega el Jesú«Rescatado» a su iglesia deconvento de los padre

capuchinos de la plaza de

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Jesús, nombrada basílica poel papa Pablo VI el 1 de

septiembre de 1973.Todos los viernes deaño la imagen del cristo de

Medinaceli, con laadvocación de Nuestro PadreJesús Nazareno, es visitadopor miles de devotos. Y eprimer viernes de marzo de

cada año tiene lugar sumultitudinario besapié, aque acuden centenares de

miles de fieles devoto

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haciendo cola durante díapara esperar el momento

Tradicionalmente, en esafecha asiste un miembro dela Familia Real española para

orar ante la imagen. Tambiénel cristo de Medinaceli esacado en procesión poMadrid el viernes Santo pola tarde, llevado por la

Archicofradía Primaria de laReal e Ilustre Esclavitud deuestro Padre Jesú

azareno. Este es cada año

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un acontecimientomultitudinario, en el que

desfilan los esclavos de Jesúvistiendo el hábito nazarenoque consta de túnica y

capirote morados. Tambiénparticipan los devotos que lodesean, portando cadenas enrecuerdo de los cautivoliberados cuando fue

rescatada la imagen oalumbrando con velas sinvestir hábito. Con frecuencia

participan devotos llegado

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de muchos lugares de Españay del extranjero, reuniéndose

un total de 800.000 personaen las calles de la capital. En2012, la archicofradía está

formada por unos 3.900cofrades y consta de 8.000miembros.

Debe destacarsefinalmente que la figura de

cristo de Medinaceli efundamental en la imagineríadevocional española; ya que

es el iniciador de la

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iconografía del cautivo tal ycomo lo conocemos ahora

Tratándose de una creacióniconográfica totalmenteespañola en la representación

de la figura de cristo, queaparece en multitud deimágenes por toda lageografía nacional, de lo cuada fe la extensa relación de

Hermandades del cristo deMedinaceli, cautivo oRescatado en toda España y

en el extranjero que a

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continuación se refleja.

19. RELACIÓN DEHERMANDADES DELCRISTO DE

MEDINACELLI,CAUTIVO O RESCATADOEN TODA ESPAÑA Y ENEL EXTRANJERO

Archicofradía deuestro Padre Jesús deMedinaceli, Hellín

ALBACETE.

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Cofradía de Jesús de

Medinaceli, El BonilloALBACETE.

Real e IlustreHermandad Sacramental ycofradía de Nazarenos de

uestro Padre Jesús en suPrendimiento, Jesús cautivo

de Medinaceli y NuestraSeñora de la MercedALMERÍA.

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Real Hermandad ycofradía Infantil de Nuestro

Padre Jesús de Medinaceli yuestra Señora del RosarioMérida, BADAJOZ.

Cofradía de Jesúcautivo y Rescatado, zafraBADAJOZ.

Hermandad de Jesúcautivo, MataróBARCELONA.

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cofradía de NuestroPadre Jesús Nazareno de

Medinaceli, Navalmoral de laMata, CÁCERES.

Hermandad SacramentaEsclavitud y cofradía dePenitencia de Nuestro PadreJesús cautivo y Rescatado yMaría Santísima de la

Trinidad, CÁDIZ.

Hermandad del Cristo

de las Penas, CÁDIZ (aunque

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esta hermandad no lleva laadvocación de Medinaceli o

Cautivo, la imagen de Cristoes representada cautivo yabandonado por su

discípulos).

Hermandad del CautivoChipiona, CÁDIZ.

Hermandad del CautivoEl Puerto de Santa MaríaCÁDIZ.

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Real, venerable ySeráfica Esclavitud de

Santísimo Sacramento y de laInmaculada Concepción yFervorosa, San Fernando

CÁDIZ.

Agrupación de loEstudiantes. Cristo deMedinaceli Santas Mujeres

Marrajos, CARTAGENA.

Cofradía del Santísimo

Cristo de Medinaceli

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CASTELLÓN.

Cofradía de Jesús deMedinaceli y Nuestra Señorade la Esperanza Macarena

Onda, CASTELLÓN.

Venerable Hermandadde Penitencia y Cofradía de

azarenos de Nuestro Padre

Jesús Cautivo y RescatadoMedinaceli y MaríaSantísima de los Dolores

CEUTA.

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Real Cofradía de la

Esclavitud de Nuestro PadreJesús Nazareno y deSantísimo Niño del Remedio

CIUDAD REAL.

Hermandad deRescatado, CÓRDOBA

Hermandad de Jesús ePreso, Cabra, CÓRDOBA

Hermandad de Nuestro

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Padre Jesús NazarenoRescatado Cristo de

Medinaceli, PozoblancoCÓRDOBA

Real e Ilustre Esclavitudde Nuestro Padre Jesú

azareno de MedinaceliCUENCA.

Cofradía de NuestroPadre Jesús de Medinaceli yde la Oración en el Huerto

Mota del Cuervo, CUENCA.

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Real Cofradía de

uestro Padre Jesús Cautivoy María Santísima de laEncarnación, GRANADA.

Cofradía de NuestroPadre Jesús del RescateGRANADA.

Hermandad del cautivoHUELVA.

Hermandad Nuestro

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Padre Jesús cautivo y MaríaSantísima de las Mercedes

Aljaraque, HUELVA.

Hermandad de Nuestro

Padre Jesús cautivo y MaríaSantísima del RosarioAlmonte, HUELVA.

Hermandad de

Redentor cautivo, AracenaHUELVA.

Hermandad de Jesú

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cautivo, AyamonteHUELVA.

Hermandad de Jesúcautivo, Beas, HUELVA.

Hermandad del cristocautivo y virgen del RosarioBonares, HUELVA.

Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo y MaríaSantísima en su Amargura

calañas, HUELVA.

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Hermandad Nuestro

Padre Jesús cautivo Eccehomo y Nuestra Señora de laEsperanza, cartaya

HUELVA.

Hermandad de Jesúcautivo y Nuestra Señora dela Paz, Isla cristina

HUELVA.

Cofradía de Nuestro

Padre Jesús cautivo, Lucena

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del Puerto, HUELVA.

Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo, «ESilencio», Rociana de

condado, HUELVA.

Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo, San Juandel Puerto, HUELVA.

Hermandad Jesúcautivo y Nuestra Señora de

Mayor Dolor, Zalamea

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HUELVA.

Hermandad de NuestroPadre Jesús del RescateBaeza, JAÉN.

Hermandad de NuestroPadre Jesús del RescateLinares, JAÉN.

Parroquia de Jesús deMedinaceli, MADRID.

cofradía de Nuestro

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Padre Jesús cautivoMÁLAGA.

Hermandad de NuestroPadre Jesús del Rescate

MÁLAGA.

Hermandad de JesúCautivo, OVIEDO.

Antigua y venerableHermandad Servita de MaríaSantísima de los Dolores y

Cofradía de Nazarenos de

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uestro Padre Jesús Cautivoy Rescatado y Nuestra Señora

de la Esperanza, Alcalá deGuadaira, SEVILLA.

Ilustre y FervorosaHermandad de la Entrada deJesús en Jerusalén, NuestroPadre Jesús Cautivo y

uestra Madre y Señora de

Las Lágrimas, ÉcijaSEVILLA.

Agrupación Parroquia

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uestro Padre Jesús Cautivoen el Abandono de sus

discípulos, Mairena deAlcor, SEVILLA.

Hermandad deRedentor Cautivo, UtreraSEVILLA.

Hermandad de Jesú

Cautivo, Viso del AlcorSEVILLA.

Hermandad de Jesús de

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Medinaceli, VALENCIA.

Cofradía de laEsclavitud de Jesúazareno, ZARAGOZA.

EXTRANJERO

Hermandad del Seño

Cautivo de Trinitarias, LimaPERÚ.

Fervorosa Hermandad

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Sacramental y Cofradía deuestro Padre Señor de la

Misiones, Cristo Cautivo deMedinaceli y Nuestra Señorade la Esperanza Macarena

Miami, ESTADOS UNIDOS.

Agradecimientos

Antes de empezar adocumentarme para escribiesta novela, me puse en

contacto con los padre

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trinitarios descalzos deMadrid, para pedirle

información acerca de sexistía algún documentofiable para poder constatar la

veracidad de la preciosahistoria del Cristo deMedinaceli. Ellos mepusieron en contacto con epadre Bonifacio Porre

Alonso, insigne investigadoque ha dedicado gran parte desu vida a indagar en lo

archivos para deja

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constancia de la crónica de laobra redentora de la Orden

Trinitaria española. Él meenvió gentilmente el fruto desus arduas investigacione

reunidas en la magna obratitulada Libertad a los

cautivos  (CórdobaSalamanca 1977), publicadaen dos tomos que contienen

la relación exhaustiva de laredenciones trinitarias contoda la documentación

existente en los archivos a

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respecto. Entre el rico caudade este tratado, encontré la

historia verdadera del Jesúazareno Rescatadoconocido como Cristo de

Medinaceli.Gracias a esta valiosa

información, pude dar con einestimable documentotitulado: Aviso verdadero, y

lamentable relación, quehaze el capitán don

rancisco de Sandovaly

oxas, cautivo en Fez, a

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señor Don Pedro Antonio de

ragón.  Indispensable para

llegar al fondo verídico derelato.Índice

CréditosTREINTA DOBLONES

DE OROLIBRO IDonde se cuenta cómo

entré a servir a don Manuel deParedes y Mexía

1. Una amarga e

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inesperada noticia2. Una prosapia tronada

3. Un contable dondenada hay que contar;es decir, un oficio sin

beneficio4. Mi humilde persona5. La casa6. Doña Matilda7. Un amo triste y

distraído8. Fernanda9. De la manera en que

me dejé convencer

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10. Una Cuaresmaimpaciente

LIBRO IIDe cómo se hundió enavío en que navegaban

todas nuestraesperanzas

1. En familia2. Damas flagelantes en

la oscuridad

3. Estación depenitencia4. De repente, la

felicidad

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5. El holandés que vinode Levante

6. Una cena generosaabundante vino, una locadeclaración y una sospecha

latente7. Mentirosos pero

honestosLIBRO IIIDonde se cuenta lo que

sucedió tras el naufragiodel Jesús Nazareno  y emodo en que se recobraron

las esperanzas despué

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de algunos disgustos más1. Sobras de la cena y

ciento cincuenta reales2. A grandes malesgrandes cogorzas

3. Desazón y reproches acausa del pasado

y el presente4. Más disgustos y má

hijos bastardos

5. Una carta y una nuevavida6. La muerte avisa

LIBRO IV

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En que se cuenta laaventura del viaje hacia

una nueva vida y se hacerelación de un buencúmulo de peligros y

adversidades1. Una España pobre y

desventurada2. Atrás se queda Sevilla3. Peste en el Puerto de

Santa María4. La Flota de TierraFirme

5. Parte la flota y e

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menester embarcarse6. Un administrado

cegato, pero eficiente7. ¿Qué es un pingue?8. A bordo y rumbo a las

islas9. Aburridos y

vomitando10. Solos y a merced de

la suerte

LIBRO VDonde se verá lo duraque era la vida en La

Mamora;

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 plaza fuerte, aislada, quemiraba con temor al mar,

al río y a tierra adentro1. San Miguel deUltramar 

2. Incuria, miseria ymaltrato

3. Entierros fuera yentierros dentro

4. El administrado

empieza a desesperar 5. Una fuerte tormenta yun rayo de esperanza

6. En la ciudadela, como

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en la mismísima gloria7. Amoríos e ilusiones

8. En casa del veedoLarrea9. El maestre de campo

don Juan de Peñalosa yEstrada, insufriblegobernador de La Mamora

LIBRO VIQue trata de lo que

sucedió durante la SemanaSantaen San Miguel de

Ultramar

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1. Velas de lona y velasde cera

2. Una alegría disipada yun Jueves Santo triste3. Los gemelos Larrea

4. Una escoba en lacostillas y la honra maltrecha

5. El señor de LaMamora

6. Vida oculta

7. La astucia, como lapaciencia, tiene su límite8. En una prisión oscura

LIBRO VII

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Trata de lo que pasó enmi segunda estancia fuera

de la ciudadela; ascomo de la manera en que ala gente

que allí estaba se le ibancaldeando los ánimos

1. Fuera de la ciudadelaindignación y arrebato

2. La hora de la

tinieblas3. El asedio4. ¿Moros jactanciosos?

5. Algarada, pitorreo y

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una seria amenaza6. Un torbellino de

hechosLIBRO VIIIDe cómo hubo de

negociarse con premura,a causa del peligro

inminente; y de lo que pasóen La Mamora por la

obstinación del gobernador 

de la plaza1. La carta2. El motín

3. La capitulación

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4. Entre el miedo y laesperanza

5. La hora del cautiverio6. El saqueo7. De camino a

Mequinez8. Los falso

casamientosLIBRO IXTrata de lo que hallamo

en Mequinez, la ciudaddel sultán Mulay Ismaily de las duras prisiones que

allí

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sufrimos los cautivoespañoles de La Mamora

1. Mequinez2. La vida en ecautiverio

3. Cautivos, perogracias a Dios, en familia

4. Feria de cautivos5. El repartimiento6. ¡Frailes!

7. Repartidos y, a pesarde todo, esperanzados8. Como pájaros a lo

que les han abierto la jaula

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LIBRO XDonde se verá cómo fue

nuestra vida en Mequinezdesde el día que salimode la prisión

1. La aurora de latranquilidad

2. En la casa de Abbás e

onetero

3. Secretos y negocio

ocultos4. Una mujer muypiadosa