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AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL D. __________________, Procurador de los Tribunales, en nombre y representación del Excmo. Sr. Lehendakari del Gobierno Vasco, D. Juan José Ibarretxe Markuartu, cuya representación acredito con la copia de escritura de poder que acompaño, como mejor proceda en Derecho comparezco y DIGO: 1º.- Que por medio del presente escrito INTERPONGO RECURSO DE AMPARO CONSTITUCIONAL contra el Auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (Sala de lo Civil y Penal), de 10 de octubre de 2006, que desestima parcialmente el recurso de súplica interpuesto por esta parte contra el Auto de 6 de junio de 2006 y admite la querella interpuesta por el delito de desobediencia (artículo 556 Código Penal), al entender que mi representado ha podido incurrir indiciariamente en el citado delito, en calidad de cooperador necesario. 2º.- El presente recurso se interpone, de acuerdo con el artículo 44.2 LOTC, dentro del plazo de veinte días a partir de la notificación de la resolución judicial que se recurre producida el día 13 de octubre de 2006. Donostia - San Sebastian, 1 – 01010 VITORIA-GASTEIZ Tef. 945 01 86 46 – Fax 945 01 87 03 JAURLARITZAREN LEHENDAKARIORDETZA VICEPRESIDENCIA DEL GOBIERNO

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Page 1: Plantilla normalizada para WORD€¦  · Web viewPara la correcta delimitación de los términos en que se plantea este amparo conviene ya avanzar que los defectos que esta parte

AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

D. __________________, Procurador de los Tribunales, en nombre y representación del Excmo. Sr. Lehendakari del Gobierno Vasco, D. Juan José Ibarretxe Markuartu, cuya representación acredito con la copia de escritura de poder que acompaño, como mejor proceda en Derecho comparezco y

DIGO:

1º.- Que por medio del presente escrito INTERPONGO RECURSO DE AMPARO CONSTITUCIONAL contra el Auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (Sala de lo Civil y Penal), de 10 de octubre de 2006, que desestima parcialmente el recurso de súplica interpuesto por esta parte contra el Auto de 6 de junio de 2006 y admite la querella interpuesta por el delito de desobediencia (artículo 556 Código Penal), al entender que mi representado ha podido incurrir indiciariamente en el citado delito, en calidad de cooperador necesario.

2º.- El presente recurso se interpone, de acuerdo con el artículo 44.2 LOTC, dentro del plazo de veinte días a partir de la notificación de la resolución judicial que se recurre producida el día 13 de octubre de 2006.

3º.- Se acompaña al presente escrito de demanda certificación de las dos resoluciones judiciales recaídas en el procedimiento judicial (Rollo 6/06), en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 49.2 b) LOTC.

4º.- De acuerdo con el artículo 53.2 CE y artículo 41 LOTC, el presente recurso de amparo se interpone por lesión del derecho fundamental del artículo 23 CE del que es titular mi representado, con arreglo a los siguientes fundamentos jurídico procesales y materiales.

Donostia - San Sebastian, 1 – 01010 VITORIA-GASTEIZTef. 945 01 86 46 – Fax 945 01 87 03

JAURLARITZARENLEHENDAKARIORDETZA

VICEPRESIDENCIADEL GOBIERNO

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FUNDAMENTOS JURÍDICO-PROCESALES: EL CUMPLIMIENTO DE LOS REQUISITOS PROCESALES DEL RECURSO DE AMPARO.

A) El acto del órgano judicial causante de la vulneración de derechos fundamentales.

Como se ha señalado, se recurre el Auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (Sala de lo Civil y Penal), de 10 de octubre de 2006, que desestima parcialmente el recurso de súplica interpuesto contra el Auto de 6 de junio de 2006, del mismo órgano, por el que declaró su competencia para el conocimiento de los hechos denunciados y admitió a trámite la querella por los delitos de desobediencia y quebrantamiento de la medida cautelar frente a todos los querellados.

El citado Auto de 10 de octubre, se recurre en cuanto desestima parcialmente el recurso de súplica interpuesto por esta parte y admite la querella interpuesta por el delito de desobediencia (artículo 556 Código Penal), al entender que mi representado ha podido incurrir indiciariamente en el citado delito de desobediencia en calidad de cooperador necesario.

B) Los derechos fundamentales afectados.

De acuerdo con el artículo 53.2 CE y artículo 41 LOTC el presente recurso de amparo impetra la tutela del Tribunal Constitucional por violación del derecho fundamental del artículo 23 CE.

Para la correcta delimitación de los términos en que se plantea este amparo conviene ya avanzar que los defectos que esta parte advierte en el Auto no remiten a la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24 CE) ni a la vulneración del principio de legalidad penal en la aplicación de ésta (artículo 25 CE). Tales vulneraciones resultan ahora subsumidas en la infracción al derecho fundamental del artículo 23 CE.

El Auto materializa una restricción tangible de este derecho, contenido que es el que se somete a la consideración del Tribunal Constitucional. Se trata, en suma, de analizar una lesión del derecho fundamental del artículo 23 CE,

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indebidamente restringido por el Auto, al no contar éste con presupuesto habilitante para ello.

C) La adecuación del recurso que se presenta a la finalidad de éste en nuestro sistema constitucional.

El recurso se articula de acuerdo con el carácter de verdadera “acción constitucional” que corresponde en nuestro sistema constitucional al amparo. La cuestión que suscita interpela directamente al Texto Constitucional, al ser es éste el único que contiene la respuesta y, por ello, conecta con la labor de definir –cuando, como aquí sucede, resulta necesario-, el contenido de un derecho fundamental, labor que sólo al Tribunal Constitucional corresponde por ser el intérprete definitivo de los derechos fundamentales.

El recurso concita la vertiente subjetiva y objetiva que la doctrina mas autorizada identifica en el recurso de amparo, de acuerdo con la posición y función que el mismo tiene en nuestro sistema jurídico.

De esta doble dimensión, el Tribunal al que nos dirigimos se hizo eco bien temprano:

“la finalidad del recurso de amparo es la protección, en sede constitucional, de los derechos y libertades que hemos dicho, cuando las vías ordinarias de protección han resultado insatisfactorias. Junto a este designio, proclamado en el artículo 53.2, aparece también el de la defensa objetiva de la Constitución, sirviendo de este modo la acción de amparo a un fin que trasciende de lo singular” (STC 1/1981).

“…los derechos fundamentales. En primer lugar, son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status jurídico o libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (art. 1.1) “ (STC 25/1981, FJ 5).

Se impetra el amparo, desde luego, para obtener el inmediato restablecimiento del derecho fundamental lesionado (artículo 23 CE), pero junto a ello –de acuerdo con la referida dimensión objetiva-, dado que la lesión atañe a uno de los derechos fundamentales a cuyo través se materializa el principio

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democrático y se expresa el pluralismo político, la cuestión sitúa el recurso directamente en el ámbito de la defensa objetiva del entero sistema constitucional.

El recurso no pretende activar la revisión de la aplicación o interpretación que de la ley penal ha realizado el Auto recurrido más allá de lo que al amparo corresponde: dilucidar si esa aplicación ha desconocido el contenido esencial y propio del derecho fundamental del artículo 23 CE –como esta parte entiende-, provocando su directa lesión, ilegítima desde la perspectiva subjetiva de su titular, pero asimismo ilegítima por desconocer la dimensión objetiva de los derechos fundamentales, en virtud de la cual operan como componentes estructurales básicos que informan y dan sentido al entero ordenamiento jurídico.

El recurso tiene, en suma, un fin que trasciende de lo singular y plantea un debate de relevancia y contenido constitucionales, más allá del concreto caso en que se manifiesta y, por ello, cumple la doble misión que al amparo corresponde en el ordenamiento constitucional: la tutela de los derechos fundamentales como derechos individuales, pero también como derechos constitucionalmente objetivados.

Resta ahora señalar que, por lo que esta parte conoce, el Tribunal Constitucional hasta la fecha no ha resuelto “un supuesto sustancialmente igual” (artículo 50.1 d) LOTC) al que aquí se plantea.

D) El recurso cumple todos y cada uno de los requisitos que establece el artículo 44 LOTC.

La violación del derecho fundamental que se denuncia resulta imputable de modo inmediato al Auto del TSJPV.

Por su apreciación palmaria, conviene ya dejar sentado, por un lado, que el recurso se dirige - como exige el artículo 44.1 LOTC- contra un acto de un órgano judicial que vulnera el referido artículo 23 CE, en el bien entendido de que, como señala la doctrina constitucional, es ajena al recurso de amparo “…toda finalidad subjetiva de constituir en demandados a los órganos judiciales autores de las resoluciones u omisiones recurridas” (STC 112/1986, de 30 de septiembre).

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Y, por otro, que esta parte invocó formalmente, ante el juez ordinario, el derecho del artículo 23 CE, en la primera ocasión que procesalmente tuvo oportunidad para ello, cumpliendo así con el requisito exigido por el artículo 44. 1 c) LOTC.

1) El recurso cumple el requisito del artículo 44. 1 a) LOTC

No se oculta a esta parte que, en principio, atendido el tipo de resolución que se cuestiona (Auto que admite una querella criminal), el requisito de procedibilidad que establece el citado precepto LOTC en su apartado 1 a) parece erigirse en obstáculo de su viabilidad.

Sin embargo, esa primera impresión se desvanece sin forzar en absoluto el repetido precepto, ni la doctrina constitucional que ha venido interpretando el mismo, como a continuación se razona.

a) El sentido y finalidad del principio de subsidiariedad.

Interesa recordar que el requisito contemplado en el artículo 44. 1 a) LOTC, como se desprende de la doctrina constitucional responde, en expresión sintética, al “…carácter de remedio último y subsidiario de garantía “ (STC 31/1981 FJ 1) que concurre en el recurso de amparo, al ser los jueces y tribunales ordinarios los garantes naturales de los derechos y libertades que reconoce la Constitución (arts. 53.1 CE y 7.1 LOPJ).

En el sistema constitucional es nítida la claridad con la que el Texto Constitucional atribuye la función de tutelar los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos a los jueces y tribunales ordinarios (entre otras, STC 121/2000, de 10 de mayo); premisa estructural de la que resulta que un examen anticipado del Tribunal Constitucional, privaría al juez ordinario de la función constitucionalmente encomendada (y, por tanto, dicho examen sería contrario a la CE); pero, con idéntica claridad, se colige que, cuando el juez ordinario ya no puede otorgar la debida tutela del concreto derecho fundamental violado, la vía del amparo queda abierta.

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Porque, el principio de subsidiariedad, en modo alguno, significa (como la doctrina constitucional ha destacado) que una resolución interlocutoria carezca de virtualidad para provocar la lesión de derechos fundamentales. Antes al contrario, la correcta inteligencia del diseño constitucional del recurso de amparo obliga a interpretar dicha exigencia atendiendo siempre a los contornos y concretas circunstancias de la vulneración denunciada, pues sólo en ese marco podrá dilucidarse adecuadamente si, cuando se presenta el amparo, en el seno del concreto proceso que se sigue ante el Juez ordinario, subsisten mecanismos para restablecer y preservar el derecho fundamental o, si habiendo existido, quien impetra el amparo no los utilizó.

Por ello, también, a través del susodicho principio de subsidiariedad se preserva el riesgo (apuntado por la doctrina constitucional -entre otros, AATC 361/1993 y 154/1999-) de que una intervención anticipada del Tribunal Constitucional pudiera ocasionar una decisión contradictoria entre la vía ordinaria y la vía de amparo.

Si bien, conviene ya dejar sentado, que en el recurso planteado no concurre riesgo alguno de tal contradicción. Tal efecto pernicioso no cabe en este caso porque la materia objeto de este amparo (y, en su caso, su concesión) en nada prejuzga, perturba o distorsiona el ámbito del juez ordinario: el archivo de la querella no impide una nueva presentación, el juez ordinario mantiene incólume la función que constitucionalmente tiene atribuida, como mantienen intacto su derecho fundamental a demandar y obtener la tutela judicial efectiva los ciudadanos.

La naturaleza, objeto, sentido y finalidad del recurso de amparo en el sistema constitucional vedan cualquier solución apriorística. Es el caso y sus intransferibles circunstancias los que encierran la clave para dar o no por cumplido el requisito del artículo 44. 1 a) LOTC.

b) La doctrina constitucional de las excepciones y su aplicación al caso.

Antes de adentrarnos en el obligado examen de las circunstancias del caso y, para poder centrar adecuadamente la cuestión, es necesario repasar sintéticamente la doctrina constitucional.

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Así, lo primero a decir es que una cosa es que en la mayoría de los casos haya de esperarse a la sentencia firme para poder accionar el recurso de amparo y, otra bien distinta, que sea éste el contenido legal del requisito.

En efecto, si cierto es que para el Tribunal Constitucional la regla general impide impetrar el amparo constitucional contra resoluciones incidentales recaídas en un proceso penal aún no concluido (por ser éste el marco natural donde deben invocarse y tutelarse), también lo es que dicho Tribunal, en lógica coherencia con el sentido del recurso de amparo, ha procedido a acotar excepciones a dicha regla.

Porque, si indudable es el perjuicio que para el sistema constitucional deriva de un entendimiento de la vía de amparo como vía alternativa o como una suerte de nueva instancia casacional, tampoco puede obviarse el riesgo de minimizar los efectos del mecanismo de protección específica de los derechos fundamentales que provoca un erróneo entendimiento del requisito procesal del agotamiento de la vía previa.

De la doctrina constitucional elaborada para moderar en supuestos concretos el rigor de la regla general que aboga por esperar la sentencia firme (por todos, ATC 404/2004, de 2 de noviembre FJ 3), para el caso que nos ocupa, interesa la siguiente:

“….esta regla general ha de ser excepcionada en supuestos específicos en los que, de obligar al particular a agotar la vía judicial ordinaria, se produciría una injustificada perpetuación en el tiempo de la lesión de su derecho fundamental o se consumaría definitivamente dicha violación, haciéndose imposible o dificultándose gravemente el restablecimiento in integrum por el Tribunal Constitucional del derecho fundamental vulnerado.

Por esta razón, y porque el recurso de amparo no sólo está dirigido a restablecer, sino también a «preservar, el libre ejercicio de los derechos fundamentales (art. 41.3 LOTC), la doctrina de este Tribunal ha modulado, en ocasiones, la rigurosa observancia de este presupuesto procesal. Así, ha admitido recursos de amparo directos por infracción del derecho al Juez legal (art. 24.2) cuando se reclamaba la constitución de un Juez ordinario frente a la jurisdicción militar (STC 161/1995 [ RTC 1995\161], F. 4), en determinados casos de habeas corpus (SSTC 153/1988 [ RTC 1988\153] 106/1992 [ RTC 1992\106], 1/1995 [ RTC 1995\1] y 154/1995 [ RTC 1995\154]) y, en general, cuando pudiera infringirse el derecho a la libertad del art. 17 CE (por todas, STC 128/1995 [ RTC 1995\128]).

Asimismo, han de comprenderse también los supuestos de resoluciones interlocutorias que infrinjan derechos fundamentales de carácter material, distintos a los contenidos en el art. 24 C.E., y que no puedan directa o indirectamente ser subsumidos en dicha norma constitucional y, en su caso, las

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vulneraciones ser restablecidas a través de los derechos y garantías contenidos en el referido art. 24 de la Constitución” (STC 27/1997, de 11 de febrero FJ 2)”

Es para esta parte indubitado que resulta de aplicación al caso la excepción que se construye para dar entrada al amparo frente a resoluciones judiciales interlocutorias que lesionan derechos fundamentales de carácter material, distintos de los comprendidos en el artículo 24 CE.

El alcance de la excepción y su adecuada armonía con el diseño constitucional de las funciones que corresponden tanto a los jueces y tribunales ordinarios como al Tribunal Constitucional puede enunciarse en los siguientes términos: si bien es cierto que el amparo constitucional es casi siempre amparo frente al juez ordinario (pues aquél no desplaza la protección judicial sino que la presupone), cuando la lesión denunciada se refiere, no al haz de derechos que encierra el artículo 24 CE, sino a cualquier otro de los que integran el ámbito objetivo del amparo, la regla general que aboga por esperar a la finalización definitiva del proceso ordinario como requisito para activar el amparo, puede no resultar adecuada por no servir al objetivo del restablecimiento y preservación del derecho fundamental lesionado.

Esto es lo que, a juicio de esta parte, sucede en el caso que aquí se trae.

En efecto, como hemos señalado, el amparo que presentamos no remite al ámbito de los derechos que contempla el artículo 24 CE sino al haz de facultades del artículo 23 CE: la resolución judicial combatida materializa de forma autónoma dicha vulneración (con el alcance y contornos que luego se exponen).

Y, de igual forma, aunque por lo que esta parte conoce el artículo 23 CE no ha sido utilizado por el Tribunal Constitucional como posible fundamento de las excepciones, estima que, como a continuación razona, en cuanto aquéllas también se construyen sobre la función de preservación (y no sólo de reparación o restablecimiento) del derecho fundamental concernido –propia del amparo constitucional-, la doctrina elaborada puede perfectamente aplicarse al caso que aquí se suscita.

c) Los contornos de la lesión efectiva y actual en el caso.

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Conoce esta parte la doctrina constitucional reiterada sobre la falta de idoneidad de la vía de amparo para obtener declaraciones generales sobre el reconocimiento constitucional de un derecho en abstracto, el Tribunal Constitucional ha reiterado que su intervención requiere “como inexcusable presupuesto la violación de los derechos o libertades públicas mencionadas en el art. 41 de la LOTC, y que no acoge funciones consultivas o informativas” (entre otros, AATC 98/1981, 292/1987 y 68/1988).

Conoce, asimismo, que el amparo reclama la efectividad de la lesión en el sentido de exigir una lesión “que ha de ser efectiva y cierta, es decir, concreta y no meramente eventual, por más que probable” (entre otras, STC 45/1990, de 15 de marzo).

Pues bien, el Auto no sólo produce la vulneración efectiva del derecho fundamental del artículo 23 CE, sino que tal infracción, además, lejos de quedar “congelada o suspendida” en el tiempo, agotando con su dictado los efectos lesivos para el derecho fundamental, se intensifica con el paso de aquél.

En efecto, el Auto produce ya la efectiva restricción del abanico de facultades que, de acuerdo con las funciones constitucional y estatutariamente atribuidas, puede desarrollar el Lehendakari.

Tal efecto lesivo, además, se proyecta y atañe, con idéntica repercusión negativa, a los valores y principios constitucionales que, no sólo, pero, sin duda, sí a su través, garantiza el referido artículo 23 CE. Así, quedan también indebidamente afectados, por el Auto, la legitimidad democrática del sistema político, el pluralismo político y la formación de una opinión libre, principios estructurales del propio sistema constitucional.

Se aprehende, por tanto, la efectividad y actualidad de la lesión que provoca el Auto que se adentra en la esencia misma del derecho del artículo 23 CE (en su vertiente subjetiva y en su vertiente institucional). Pues, el Auto no se desenvuelve ni se refiere a la delimitación del contenido y perfiles que del derecho ha realizado el legislador (de acuerdo con su carácter de derecho de configuración legal), sino que las facultades sobre las que se proyecta el Auto son las que definen el derecho en el bloque de constitucionalidad (CE y EAPV).

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Sin soslayar que, tras el Auto (y mientras se mantenga), el titular del derecho no puede desarrollar con plenitud la opción política y el programa para el que le eligieron libremente los ciudadanos, por lo que, la resolución judicial, de forma indirecta, extiende sus negativos efectos sobre el conjunto del sistema político.

En abstracto, el Auto se proyecta íntegramente sobre una actuación que no puede escindirse o aislarse de la que es propia y común (pero también privativa) de quien resulta titular del derecho fundamental del artículo 23 CE en un Estado Democrático por haber sido designado por los electores de acuerdo con el procedimiento establecido para ello y, por tanto, el Auto se introduce en el contenido esencial del derecho.

Y, en concreto, el Auto provoca per se un recorte efectivo de las facultades y posibilidades de acción política que con naturalidad pertenecen al derecho fundamental del artículo 23 CE, lesión real y tangible cuya reparación no puede diferirse hasta la sentencia firme sin agravar el menoscabo del derecho.

El presente recurso de amparo se dirige, por tanto, al restablecimiento en la integridad de su derecho fundamental al titular del mismo frente a una lesión real y efectiva.

Ahora bien, el Auto además, según hemos avanzado, no detiene ahí su nocivo efecto, sino que éste se deja sentir, de manera dinámica y permanente, mientras el proceso continúa.

En el caso, no sólo la sentencia firme resultará ineficaz, en abstracto, para reparar la vulneración del artículo 23 CE que ya ha producido el Auto, sino que además, mientras aquélla se adopta, la lesión primaria permanece y se hace más intensa: el tiempo que se emplee en finalizar de forma definitiva el proceso penal que inicia el Auto, es tiempo en el que el derecho fundamental padece, recortado y disminuido en una de las vertientes o facetas que, en nuestro ordenamiento y en los que resultan equiparables -por ser, asimismo, Estados de Derecho-, definen el contenido nuclear del artículo 23 CE. El Auto, en suma, somete objetivamente el ejercicio del derecho a una intensa restricción.

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La lesión –ya consumada- no puede sufrir ninguna mejoría a lo largo del proceso, no puede ser compensada o corregida. Porque, no se refiere, como hemos señalado, a ninguno de los derechos que ampara el artículo 24 CE, cuya lesión inicial puede repararse durante la tramitación o incluso devenir irrelevante -en términos constitucionales- a la vista de la resolución firme.

Aquí, hay un contenido material del derecho fundamental cuya afección indebida puede aprehenderse al margen del devenir del proceso (aunque la persistencia de éste repercuta negativamente en la lesión). Además, el Auto impone al derecho fundamental un límite que no existe en nuestro ordenamiento y, en tanto no sea revocado, condiciona indebidamente a futuro el ejercicio del derecho fundamental.

Si, como es palmario, el contenido de libertad de acción que encierra el derecho fundamental alegado (sin el que el mismo no resulta recognoscible) queda restringido por el Auto combatido, tal restricción lejos de remitir o debilitarse mientras el proceso penal se dilucida se intensifica: el titular del derecho fundamental no es que haya sido privado en un momento determinado de las posibilidades de ejercicio que conlleva el derecho del artículo 23 CE, sino que tal recorte se incorpora al derecho hasta que se dicte la resolución judicial definitiva.

Es, así, innegable el negativo efecto prospectivo de la resolución judicial combatida para el derecho fundamental afectado, el carácter efectivo y actual, real y no hipotético de la vulneración, la constricción material que produce para el ejercicio de la acción política inherente a la titularidad del derecho fundamental del artículo 23 CE.

La Sentencia firme no podrá remediar ese menoscabo del derecho fundamental (tan intenso que realiza una nueva definición ad personam del mismo, sin fundamento objetivo, sin razón evidente que motive esa delimitación –tal y como luego se razona-).

Cuando se presenta este recurso ya hay una parte de la lesión que resulta irreversible, situación que la espera al dictado de la sentencia firme sólo consolida y agrava.

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Por todo lo cual, cabe concluir que, cuando -como sucede en este caso- es la decisión judicial de iniciar el proceso penal la que provoca per se y de forma autónoma una afección ilegítima al derecho del artículo 23 CE, interpuesto y desestimado parcialmente el único recurso (el de súplica) a cuyo través podía remediar el juez ordinario la citada lesión, ninguna otra vía, salvo la del amparo, queda al titular del derecho para conseguir que aquella cese, se restablezca en su integridad, en la medida de lo posible, el derecho fundamental vulnerado y se preserve, a la mayor brevedad, su legítimo ejercicio dentro de los límites que derivan para éste del sistema constitucional.

Ya se ha dado al juez ordinario la posibilidad de remediar la vulneración del derecho fundamental y, por tanto, en el caso, el recurso de amparo es, aquí, subsidiario.

Por lo que, a juicio de esta parte, el caso se subsume pacíficamente en los ámbitos que ha construido la doctrina constitucional, precisamente para impedir que la aplicación de la regla general (al desconectarse de la finalidad a la que sirve el requisito del artículo 44. 1 a) LOTC) provoque efectos indeseados, por ser contrarios a la posición y sentido que el sistema constitucional ha reservado al amparo para proteger las vulneraciones efectivas de los derechos fundamentales que constituyen su objeto.

El recurso de amparo aparece, así, en el caso, como único mecanismo para paliar los negativos efectos de la decisión judicial en el derecho fundamental del artículo 23 CE, obtener su cesación, con el consiguiente restablecimiento y preservación del mismo.

4) El recurso cumple el requisito que establece el artículo 44. 1 b) LOTC.

Expuesto cuanto antecede y debidamente razonado que la vulneración del derecho que se somete al enjuiciamiento del Tribunal Constitucional es imputable de modo inmediato y directo al Auto que se recurre, queda por precisar que dicho enjuiciamiento puede ser llevado a cabo “con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso” (artículo 44. 1 b) LOTC) en que la lesión se ha manifestado.

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El amparo que aquí se impetra no rebasa los límites que derivan del artículo 54 LOTC; esto es, se limita a solicitar del Tribunal Constitucional que concrete si –como esta parte considera- el Auto ha vulnerado el derecho del artículo 23 CE y, en consecuencia, preserve y restablezca las posibilidades de ejercicio del citado derecho a su titular, sin necesidad de realizar cualquier otra consideración sobre la actuación del juez ordinario.

Cuando lo que se dilucida es si se ha vulnerado o no un derecho fundamental, la distinción del plano constitucional y del que corresponde a la legalidad ordinaria no es a menudo fácil ni factible, sobre todo si la violación del derecho se produce al interpretar o aplicar dicha legalidad.

Como es sabido, siguiendo a la doctrina más autorizada, la limitación que pesa sobre el Tribunal Constitucional a la hora de aproximarse al elemento fáctico del proceso seguido ante el juez ordinario, debe concretarse, una vez más, atendiendo a las circunstancias que presente el caso.

Ya que el límite que deriva del artículo 44.1 b) para el máximo intérprete de los derechos fundamentales es prohibición de modificar el soporte fáctico, no prohibición de atender al mismo.

Antes al contrario, resulta acorde con la finalidad y sentido del recurso de amparo que el Tribunal Constitucional tome en cuenta los hechos. Otra cosa es que tal análisis deba realizarse, como es obvio, en clave constitucional. El Tribunal Constitucional viene obligado a valorar el reflejo constitucional de los hechos del proceso (STC 167/1988).

Y, a esa estricta valoración remite, como venimos señalando, el recurso que aquí se presenta

Porque, el ámbito material de análisis que plantea este recurso de amparo, de nuevo siguiendo la distinción dogmática para describir el ámbito de enjuiciamiento que corresponde al Tribunal Constitucional en sede de amparo, se ciñe exclusivamente a verificar si concurre un “déficit de derechos fundamentales”, un “déficit de interpretación” o un “déficit de ponderación”. Y,

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para realizar dicha comprobación, el Tribunal Constitucional puede y debe tener en cuenta los hechos del proceso.

En nuestro caso, deviene obligada la toma en consideración de los hechos, en tanto es ésta necesaria, no sólo para comprobar qué entendimiento del derecho del artículo 23 CE acoge el Auto, sino también para comprobar qué concreta ponderación de los derechos en juego se ha realizado; juicio ponderativo que siempre conlleva, como premisa inexcusable, el examen del elemento fáctico.

El presente recurso de amparo sólo necesita los hechos del proceso de instancia para evidenciar que, sin necesidad de alterar ni un ápice el soporte fáctico del Auto recurrido, la solución que éste alcanza es, en términos constitucionales, errónea por contraria al artículo 23 CE.

Por ello, ningún obstáculo deriva para el presente recurso de amparo del requisito que establece el artículo 44. 1 b) LOTC.

CONCLUSIÓN

De todo lo expuesto, cabe concluir que el presente recurso de amparo responde a las características, naturaleza y finalidad con que dicha auténtica acción constitucional está contemplada en nuestro sistema constitucional y cumple los requisitos procesales exigidos para su admisión, en especial los que establece el artículo 44 LOTC, por lo que, dicho sea en los más estrictos términos de defensa, debe ser admitido.

FUNDAMENTOS JURÍDICOS-MATERIALES: EL ANÁLISIS DEL FONDO

I.- EL ARTÍCULO 23 CE: APROXIMACION GENERAL A SU CONTENIDO CONSTITUCIONAL.

El Tribunal al que nos dirigimos conoce de sobra el alcance del derecho fundamental que reconoce el artículo 23 del Texto Constitucional, lo que nos releva de realizar un examen exhaustivo del mismo.

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Basta, por tanto, a los solos efectos de centrar nuestra posterior exposición recordar que, en cuanto al artículo 23 CE –precepto constitucional complejo por los diferentes derechos que encierra- nos interesa aprehender su carácter de derecho político, respecto del que el Tribunal al que nos dirigimos ha señalado:

“Para delimitar el alcance del derecho de acceso a los cargos públicos hemos de interpretar el artículo 23.2 CE en conexión con el artículo 23.1 CE y de acuerdo con el artículo 22 de la Declaración de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1984 y de 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966, según dispone el artículo 10.2 CE, y coherente con ello sentar que el derecho de acceso a los cargos públicos consagrados en el artículo 23 CE se refiere a los cargos de representación política “ (STC de 24 de noviembre de 1986).

“Los derechos de participación en los asuntos públicos (Art. 23.1 CE) y de acceso a los cargos públicos (Art. 23.2 CE), que en la parte de su contenido que afecta a las dos vertientes del principio de representación política forman un «todo inescindible» (entre otras, SSTC 5/1983, fundamento jurídico 4º, y 24/1990, fundamento jurídico 2º), poseen, no sólo un contenido prestacional y una función de garantía de institutos políticos, como el de la opinión pública libre, sino también un contenido de derecho de libertad.

Los bienes jurídicos que este particular aspecto de los derechos del Art. 23 CE pretende garantizar o, mejor, los valores y principios constitucionales que pretende hacer efectivos son, entre otros, la legitimidad democrática del sistema político, el pluralismo político y la formación de la opinión pública libre. Con estos derechos se trata de asegurar a las personas que participan como actores en la actividad pública, y a los partidos y grupos en los que aquéllas se integran la posibilidad de contribuir a la formación y expresión de la opinión pública libre, poniendo a disposición de los ciudadanos en general y de los electores en particular una pluralidad de opciones políticas para que puedan formar sus propias opiniones políticas y, en el momento electoral, para que puedan elegir libremente los programas que estimen más adecuados.” (STC 136/1999).

“El artículo 23.2 CE protege el acceso y pleno ejercicio de las funciones públicas en igualdad y de acuerdo a la ley, y tiene una especial trascendencia cuando se trata de cargos y funciones públicas de carácter representativo, pues en tal caso la violación del derecho a acceder y ejercer la función y el cargo representativo afecta también indirectamente al cuerpo electoral cuya voluntad representa, sobre todo cuando en el presente caso, se trata de una corporación provincial cuya naturaleza representativa aparece definida por la propia CE (art. 141.2), de ahí la especial trascendencia no sólo para proteger el derecho fundamental, sino también para asegurar la función representativa y el principio democrático y corregir las perturbaciones, limitaciones o impedimentos que sufra el cargo electivo en el uso legítimo de su función representativa” (STC 18 de julio 1991)”.

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“El derecho reconocido en el artículo 23. 2 CE, que garantiza no sólo el acceso en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, sino también la permanencia en ellos sin perturbaciones ilegítimas…” (STC 1 de octubre de 1990).

II.- LA EFECTIVA PRESENCIA DEL DERECHO FUNDAMENTAL ALEGADO EN EL CASO.

Del artículo 152. 1 CE y artículo 29 y ss del Estatuto de Autonomía para el País Vasco (EAPV), se concluye la singularidad institucional del Lehendakari que, si bien de forma paralela al Presidente del Gobierno del Estado, se integra en el Consejo de Gobierno que preside, designa y separa a los Consejeros y dirige su acción, ostenta además la más alta representación del País Vasco y la ordinaria del Estado en su territorio (artículo 152.1 CE y 33.2 EAPV). Asimismo, el Lehendakari reúne la doble cualidad de Presidente del Gobierno Vasco y miembro del Parlamento Vasco, ya que es designado por éste, entre sus miembros (artículo 33.1 EAPV) y, bajo su exclusiva responsabilidad y previa deliberación del Gobierno, puede disolverlo (artículos 7 c) y 50 de la ley 7/1981, de 30 de junio, sobre Ley de Gobierno).

Por tanto, de acuerdo con su posición institucional, el cargo de Lehendakari supone la obligación de llevar a cabo la actividad necesaria para ejercer la dirección del Gobierno Vasco, la suprema representación de la CAPV y la ordinaria del Estado en ésta.

Y, según la definición constitucional del derecho fundamental del artículo 23 CE, en el caso del Lehendakari, comprende el ejercicio de dicha actividad, sin ser sometido a restricciones indebidas que puedan conllevar el vaciamiento o recorte del contenido funcional que, de acuerdo con el bloque de constitucionalidad, está llamado a desempeñar.

Ahora bien, en dicho contenido funcional, como ha recordado la reciente STC 222/2006, cabe distinguir, a lo que ahora interesa, la “actividad administrativa” y la “actividad política”:

“no toda la actuación del Gobierno, cuyas funciones se enuncian en el art. 97 del Texto constitucional, está sujeta al Derecho administrativo. Es indudable, por ejemplo, que no lo está, en general, la que se refiere a las relaciones con

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otros órganos constitucionales, como son los actos que regula el título V de la Constitución, o la decisión de enviar a las Cortes un proyecto de Ley, u otras semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple también la función de dirección política que le atribuye el mencionado art. 97 de la Constitución» (STC 45/1990, de 15 de marzo, F. 2). En similar sentido hemos declarado que cuando «el Gobierno actúa como órgano político y no como órgano de la Administración, no ejerce potestades administrativas ni dicta actos de esta naturaleza y, por lo mismo, su actuación no puede calificarse como "administrativa" cuyo control corresponda ex arts. 106.1 de la Constitución y 8 LOPJ a los Tribunales de justicia. Estas ideas, formuladas en términos generales respecto de las relaciones entre Gobierno y Cortes, son también aplicables a las relaciones entre los Ejecutivos autonómicos y las correspondientes Asambleas Legislativas, por lo que la justificación dada por el Tribunal Supremo para entender que no existía sujeción al Derecho administrativo del acto impugnado es plenamente razonable y ajustada a la Constitución. La solución contraria podría desnaturalizar el juego democrático entre aquellas instituciones» (STC 196/1990, de 29 de noviembre, F. 5).

De esta doctrina se desprende que el Gobierno actúa con normalidad «como órgano de la Administración», ejerciendo la potestad reglamentaria (art. 97.1 CE) y sometiéndose al Derecho administrativo, aunque en otras ocasiones actúe como órgano político y no ejerza potestades administrativas, sino «la función ejecutiva» que también le caracteriza (art. 97.1 CE).”

Sin duda, el amplio contenido funcional que el bloque de constitucionalidad atribuye al Presidente de la CAPV puede materializarse en actividades de muy distinto tipo y carácter, si bien, a los efectos del debate que aquí se suscita, nos interesa resaltar que aquéllas que se residencian con naturalidad en lo que la doctrina denomina actos estrictamente políticos (por oposición a los denominados  actos jurídicos -normativos o no normativos-) resultan concreción (o, si se prefiere, ejercicio normal) del núcleo duro del haz de facultades que define el derecho fundamental del artículo 23 CE y, por ello, a juicio de esta parte, integran el contenido esencial de éste.

Parece a esta parte indubitado que, mientras el elenco de funciones del Lehendakari pueden ser moduladas por el legislador (no interesa ahora señalar a través de qué procedimiento y tipo de de norma), el elemento político de aquél nunca podría ser negado, recortado o menoscabado, sin desconocer el límite del artículo 53.1 CE. Huelga apuntar que el referido límite también se proyecta sobre el resto de poderes públicos (y concretamente también se impone al aplicador de la norma).

La precedente caracterización conlleva dos consecuencias relevantes para el debate que aquí se ventila.

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La primera es que, como esta parte ya razonó ante el juez ordinario, el cauce normal para enjuiciar tal actividad es la sede parlamentaria: la responsabilidad por los actos políticos del Lehendakari –y, en su caso, del Gobierno que preside-  se depura ante el Parlamento Vasco, del que recibe su legitimación democrática y al que le une una relación fiduciaria, cuya ruptura sólo debe producirse en los casos y por los procedimientos previstos en el ordenamiento jurídico.

Ámbito natural de responsabilidad que resulta, por lo demás, extrapolable a todos los presidentes de los poderes ejecutivos que nacen de la Constitución, pues deriva directamente de la configuración constitucional y estatutaria de éstos: cuando se trata de analizar una actuación de aquéllos desplegada en el ámbito y con el contenido propio de las funciones de dirección política que les corresponden, el ámbito natural, básico y primario para depurar la responsabilidad en que hubieran podido incurrir es el de la responsabilidad política.

La segunda consecuencia -igualmente expuesta al juez ordinario- es que, también, cuando se trata de examinar en la vía penal una acción reconducible prima facie a esa categoría del acto político por estar palmariamente enderezada a alcanzar uno de los objetivos de la acción de gobierno (como sucede en este caso), el precepto constitucional al que debe acudirse en primer término y con preferencia es el artículo 23 CE.

De tal suerte que, si la actividad –sea cual sea la perspectiva de análisis que se escoja- tiene esa dimensión (esto es, se ubica en el núcleo duro del artículo 23 CE -ejercicio sin limitaciones ni perturbaciones indebidas de las funciones propias del cargo-), el examen que prescinda del citado precepto constitucional resulta ya erróneo en términos constitucionales.

Las precedentes consideraciones, en modo alguno significan que en el desarrollo de tales actividades el Lehendakari quede al margen de la general sujeción a la Ley y el Derecho (artículo 9 CE) –exclusión prohibida a radice en el sistema constitucional-. Pero sí significan que, con carácter de principio, es la política (y no la jurídica) la responsabilidad natural para enjuiciar las actuaciones

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que se insertan pacíficamente en el ejercicio de las funciones políticas propias del cargo de Presidente del ejecutivo autonómico y que, de suscitarse –como aquí ocurre- el enjuiciamiento penal de ese ejercicio, al igual que no cabe hablar de un ámbito exento, no cabe que aquél, íntegramente proyectado sobre una acción que es ejercicio de un derecho fundamental, desconozca las pautas que, de acuerdo con el bloque de constitucionalidad, han de regir el análisis y que son, las que a juicio de esta parte, ha ignorado el Auto recurrido.

En resumen, en nada afecta al capital principio del sometimiento de todos los poderes públicos al imperio de la ley, atender al carácter netamente público, político e ínsito en lo que es propio de la actividad del cargo para el que se ha sido designado. Antes al contrario, atender a esa específica circunstancia es obligado por imperativo constitucional (al igual que, por ejemplo, es necesaria la disección de la esfera pública y privada de quienes desarrollan funciones representativas, tal y como advera el régimen específico de los miembros de las Cámaras Parlamentarias).

Reclamar la toma en consideración del carácter de ejercicio de un derecho fundamental de la actividad enjuiciada, no es, así, en nuestro sistema constitucional, un acto voluntarista o una alegación artificiosa dirigida a crear un espacio de impunidad o un trato de favor, sino, muy al contrario, es transitar el camino ideado por el ordenamiento constitucional para garantizar que los derechos fundamentales no sean indebidamente desplazados, ni desconocidos en ninguna actuación de los poderes públicos, también -claro está-, del poder judicial.

Cuestión distinta (sobre la que luego volveremos) es que esa toma en consideración debe permitir cohonestar todos los derechos fundamentales que presente el análisis. Así –ya adentrándonos en el caso- el enjuiciamiento deberá necesariamente compatibilizar el derecho de los ciudadanos a obtener la tutela judicial efectiva (también en la vía penal) con el derecho del artículo 23 CE que, con idéntico carácter, tienen quienes ejercen cargos públicos y que presupone el ejercicio en libertad –valor superior del ordenamiento y atmósfera sin la cual ni los derechos fundamentales ni el sistema democrático ni, ya en fin, el Estado de Derecho pueden existir- de su acción política, presupuesto para que ésta pueda desarrollarse con unas garantías  mínimas de independencia y sosiego.

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Por tanto, indiscutido que el Lehendakari es titular del derecho fundamental del artículo 23 CE con el contenido señalado e indiscutida la ubicación de la acción en el ejercicio de la actividad pública de quien, miembro del Parlamento Vasco, ha sido designado por éste para, entre otras, ejercer la función de orientación política, cabe afirmar que la decisión de iniciar un proceso penal atañe, ya en abstracto, al referido precepto constitucional.

III.- LA EXIGENCIA DE RESPONSABILIDAD PENAL AL PRESIDENTE Y LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO DEL ESTADO Y DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS.

Abundando en la idea -expresada anteriormente- de que es obligado, por imperativo constitucional, atender al componente político de la acción que se examina, cabe recordar que, en otros ordenamientos constitucionales, se han establecido contrapesos con la idea de que el poder de aplicar el derecho no debe impedir al gobierno gobernar.

La justificación del tratamiento diferenciado de los delitos cometidos por los

miembros del Gobierno, Presidente y ministros, en el ejercicio de sus funciones, ha persistido en los sistemas constitucionales europeos–aunque ha recibido sucesivas reformas- para preservar el buen ejercicio de las mismas y porque no ha desaparecido la necesidad de protección ante acusaciones infundadas o partidarias que pudieran incidir injustamente en su prestigio u obstaculizar el ejercicio de sus funciones.

Qué duda cabe que debe existir un equilibrio en el sistema de suerte que no prospere la acción penal (las consecuencias del proceso) en aquellos casos en los que se juzgan decisiones o acciones de carácter básicamente político por denuncias concebidas para desestabilizar la acción gubernamental o su paralización. De la misma forma, tales cortapisas no deben conducir a que los gobernantes puedan abusar de su poder y gozar de una impunidad penal cuando lo que se juzgan son graves irregularidades en el ejercicio del cargo.

Como dijo Zagrebelsky, aludiendo a la responsabilidad penal de los gobernantes “ninguna solución podrá ser nunca considerada perfecta. Nos

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hallamos en un terreno donde dos valores antagónicos entran en conflicto: el principio de responsabilidad penal, inherente al estado de derecho, de una parte, y la protección de la función política del gobierno, de otra.”

En cuanto al ámbito material y a las consecuencias para el proceso dirigido a depurar dicha responsabilidad penal, cabe señalar lo siguiente.

Materialmente, se ha ido a una delimitación de los delitos que pueden entrar en la categoría de delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones, considerándose como tales aquellos ejercidos a causa o con ocasión de la actividad pública o en conexión con ella. Serían, por tanto, aquéllos que no podrían ser perpetrados sino ostentando el cargo y que los ciudadanos como tales no estarían en grado de realizar.

Formalmente, esto es, en el orden procesal, el derecho comparado ofrece distintos modelos en los que se diferencian dos etapas en el procedimiento para exigir responsabilidad penal del Presidente y los miembros del Gobierno. La primera abarca aquella fase en la que se pretende accionar la puesta en marcha de la responsabilidad penal, la segunda incluye la sustanciación de dicha responsabilidad.

Pues bien, conforme a la doctrina más autorizada una sistematización de la primera daría pie a tres modelos constitucionales:

i) el mecanismo que activa la acusación, en sentido amplio, queda restringido al ámbito parlamentario; ii) el mecanismo que activa la acusación tiene su origen en la denuncia de un particular lesionado, pero ésta no se presenta ante las unidades policiales o judiciales sino ante una Comisión ad hoc que actúa como filtro de la notitia criminis y que, en su caso, establece los términos por los que el sujeto imputado puede ser enjuiciado; iii) el mecanismo que activa la acusación, aunque se inicie por el procedimiento penal ordinario a través, por ejemplo, de la denuncia de un particular lesionado por el presunto delito, exige una previa autorización parlamentaria para proseguir con el proceso penal, en cuyo caso la autorización se convierte en condición sine qua non para, en cualquier caso, enjuiciar stricto sensu al miembro del Gobierno imputado –si bien en algunos ordenamientos con limitaciones-.

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La Constitución, al margen del supuesto del artículo 102.2 CE (si la acusación fuere por traición o cualquier delito contra la seguridad del estado en el ejercicio de sus funciones, sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del congreso, y con la aprobación de la mayoría absoluta del mismo), ha previsto únicamente su aforamiento como medio para tutelar la acción de aquellos.

En idéntico sentido, el artículo 32.2 EAPV determina que:

“El Presidente del Gobierno y sus miembros, durante su mandato y por los actos delictivos cometidos en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma, no podrán ser detenidos ni retenidos, sino en caso de flagrante delito, correspondiendo decidir, en todo caso, sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Fuera del ámbito territorial del País Vasco, la responsabilidad penal será exigible en los mismos términos ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”.

Nada hay, pues, procedimentalmente hablando, que permita al Presidente del Gobierno y a los ministros, al Lehendakari o a los miembros de su Gobierno sustraerse de acusaciones intimidatorias que únicamente persiguen condicionar sus decisiones gubernativas o ministeriales.

Y, más concretamente, para el caso del Presidente del Gobierno y de los Presidentes de las CCAA del artículo 151 CE –que conforme al artículo 152.1 CE deben ser elegidos entre los miembros de sus Parlamentos-, aún existiendo una interconexión clara entre el aforamiento, la inviolabilidad y la inmunidad, cuando lo suscitado es la presunta comisión de un delito en el ejercicio de sus funciones, ello no ha supuesto la introducción de ninguna particularidad en el procedimiento.

En el sistema español se constata, por tanto, la ausencia de un mecanismo específico dirigido a garantizar la protección frente a acusaciones que puedan afectar indebidamente el ejercicio de las funciones públicas.

Ahora bien, atendida la finalidad que persiguen las garantías material y formal establecidas en otros ordenamientos, en modo alguno significa que la CE carezca de mecanismos para otorgar y obtener dicha protección. Los bienes jurídicos a cuya protección se enderezan dichas garantías no son sólo

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compartidos por todos los Estados democráticos y de Derecho, sino que, en nuestro caso, son elementos definitorios del propio sistema constitucional.

Como decía la STC 22/1997:

“la prerrogativa de aforamiento especial que, teleológicamente, y en sede estrictamente procesal, opera como complemento y cierre -aunque con su propia y especifica autonomía- de las de la inviolabilidad y la inmunidad, orientadas todas ellas hacia unos mismos objetivos comunes: Proteger a los legítimos representantes del pueblo de acciones penales con las que se pretenda coartar su libertad de opinión (inviolabilidad), impedir indebida y fraudulentamente su participación en la formación de la voluntad de la Cámara, poniéndolos al abrigo de querellas insidiosas o políticas que, entre otras hipótesis, confunden, a través de la utilización inadecuada de los procesos judiciales, los planos de la responsabilidad política y la penal, cuya delimitación es uno de los mayores logros del Estado constitucional como forma de organización libre y plural de la vida colectiva (inmunidad) o, finalmente, proteger la independencia del órgano y el ejercicio de las funciones del cargo constitucionalmente relevantes (aforamiento).

Aflora así, la finalidad cuya salvaguarda se persigue mediante la constitucionalización de la prerrogativa de aforamiento especial de Diputados y Senadores. Proteger la propia independencia y sosiego, tanto del órgano legislativo como del jurisdiccional, frente a potenciales presiones externas o las que pudiese ejercer el propio encausado por razón del cargo político e institucional que desempeña.”

La Constitución -es cierto- no cuenta con un estatuto penal especial para los titulares de los poderes ejecutivos que de ella derivan pero de tal opción no cabe extraer consecuencias equivocadas.

Dicha elección, significa lisa y llanamente que, en el sistema constitucional, de acuerdo con las funciones constitucionalmente atribuidas, son los jueces y tribunales los que han de velar por garantizar y proteger las funciones constitucionales que ejerce un Gobierno democrático y, de no hacerlo adecuadamente, al constituir una afección ilegítima del derecho fundamental del artículo 23 CE (desarrollo sin interferencias de la función pública), será el Tribunal Constitucional el llamado a reparar con inmediatez, a la vista de los bienes jurídicos y valores constitucionales presentes, la desprotección.

Conviene (a pesar de parecer reiterativos) volver a precisar que no se está defendiendo que deba configurarse un espacio de impunidad: el presidente del Gobierno, como los demás miembros que integran el Gobierno (y, a estos

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efectos, en idéntica posición institucional, los presidentes autonómicos y los miembros de sus ejecutivos) son responsables penalmente, como cualquier ciudadano, cuando incurran en un ilícito penal. Cuestión bien distinta es que, cuando el enjuiciamiento de la concreta conducta que se traiga a la causa penal verse sobre la acción política de aquéllos, tal circunstancia no pueda ser soslayada sino que deba necesariamente incorporarse al juicio que corresponde al Juez ordinario.

Ningún ordenamiento puede desconocer (tampoco la Constitución) que en el caso de las denuncias presentadas contra el Presidente del Gobierno y los ministros, por el cargo que ostentan y la dimensión política de su actividad, puede latir la tentación de utilizar la amenaza penal como arma política para lograr su desestabilización por la oposición o por grupos contrarios al que lo lidera.

Del propio sistema constitucional, a falta de garantías en la fase en la que se pretende accionar la puesta en marcha de la responsabilidad penal, deriva el deber de los jueces y Tribunales de desarrollar esa función de equilibrio, entre los valores antagónicos que se manifiestan (el principio de responsabilidad penal de todos los ciudadanos -incluidos los cargos públicos-) y la protección a la función política de los gobiernos democráticos.

Tal operación ponderativa es obligada en todos los casos y deviene más exigible, si cabe, en periodos de grave polarización política, donde existen posiciones enfrentadas entre los distintos grupos sociales que las defienden.

Atender al ineludible componente político que puede asimismo concurrir en la denuncia o querella penal es obligado para el juez ordinario y, además, esa valoración debe hacerse con prontitud, dados los efectos devastadores que puede tener para el sistema democrático.

El ejercicio del ius puniendi, por el carácter y sentido que el mismo tiene en un Estado Democrático y de Derecho, exige una valoración rigurosa sobre la significación y consecuencias que tiene activar un proceso penal.

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Ello, en modo alguno significa que no se deba acordar la instrucción penal cuando se trate de comportamientos delictivos (también, claro está, cuando éstos versen sobre la utilización de medios intolerables para alcanzar objetivos políticos).

Ahora bien, el riesgo indudable que para la legitimidad de las instituciones y para el funcionamiento operativo del propio gobierno deriva del sometimiento de sus más relevantes dirigentes a la vía penal, requiere –como adecuado contrapeso- que la valoración cumpla las exigencias de rigor que exige la aplicación –siquiera en fase indiciaria- del derecho penal: la conducta sobre la que se proyecta debe ser incardinable en el ámbito penal, de forma clara y palmaria por tener una dimensión penal.

Asimismo, estima esta parte que, de acuerdo con el diseño constitucional, habrá que convenir en que la opinión del Ministerio Fiscal sobre la dimensión penal de la concreta actividad enjuiciada cumple, en los casos que nos ocupan, una finalidad específica, en cuanto tiene una relevancia cualificada para realizar correctamente el juicio ponderativo.

La Constitución atribuye al Ministerio Fiscal “…sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos, la misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social” (artículo 154 CE), asimismo le otorga legitimación para la interposición del recurso de amparo (artículo 162.1 b) CE), en lógica coherencia con la posición constitucional de dicha Institución y con el lugar que corresponde en el sistema constitucional a los derechos y libertades fundamentales.

Por ello, teniendo en cuenta que, en gran parte de los casos en que se inicia la vía penal con el objeto de enjuiciar actividades políticas de quienes ostentan cargos de representación política, el interés subyacente a la acción penal suele ser el de la defensa de la legalidad, la presencia del Ministerio Fiscal en el caso y su valoración penal, resultan instrumentos cualificados a cuyo través se preserva el equilibrio de los valores antagónicos, garantizando que la acción penal no sea utilizada para un fin distinto del perseguido por la norma penal.

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En suma, los principios y valores que se ven afectados cuando se somete a la vía penal una conducta política de los gobernantes reclaman que el juicio del juez ordinario evidencie la viabilidad del enjuiciamiento penal de aquélla, que la necesidad de la vía penal sea apreciable a primera vista, porque la mera descripción de la conducta permita establecer su conexión con algún tipo penal al representar aquélla una clara contravención de los bienes jurídicos a cuya protección responda la norma penal aplicable.

Dicho enjuiciamiento debe necesariamente tomar en consideración que los derechos fundamentales (y, también, por tanto, los incluidos en el artículo 23 CE) aparecen como contrapeso para el poder judicial y a su posibilidad de incidir en la vida política y en las consecuencias del ejercicio del derecho democrático de los ciudadanos. Un contrapeso que procura llevar a sus máximas consecuencias la idea, en afortunada exposición de un insigne penalista, de que el poder judicial no gobierna, ni la aplicación del derecho penal debe impedir gobernar, aunque la actividad del gobierno pueda ser judicialmente controlada.

Y, desde el punto de vista de la teoría del derecho penal, la decisión de iniciar un proceso penal por una actividad política, además, debe obligadamente incorporar el principio de proporcionalidad, en el sentido de que la intervención penal sea imprescindible, porque no sea posible obtener el mismo resultado a través de otros medios o con una menor restricción de los derechos fundamentales en juego; análisis inexcusable, cuando se somete al escrutinio penal (aunque sea en su fase inicial) una conducta política, que viene siendo realizado con naturalidad por los jueces ordinarios.

Así, por ejemplo, el Tribunal Supremo ha sido plenamente consciente de la necesidad de preservar los bienes jurídicos en juego y ha realizado la valoración equilibrada. Basta, como buena muestra de ello, aún tratándose de hechos aparentemente de mayor entidad, el archivo a limine litis de la querella formulada por la supuesta reunión de un Consejero-Jefe del Gobierno catalán con dirigentes de ETA (AATS de 8 de noviembre de 2004 y 2 de noviembre de 2004).

De igual forma, incluso ante presuntos delitos cometidos en asuntos de naturaleza puramente administrativa, ante la querella formulada frente al

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presidente del Gobierno de una Comunidad Autónoma y sus Consejeros, de forma explícita ha advertido de los riesgos ante querellas que aparecen como “exponente de una concepción del sistema de justicia penal que se sitúa en las antípodas de esa naturaleza excepcional y fragmentaria para convertirlo en un instrumento «larga manu» de política criminal o en una utilización interesada por su naturaleza coactiva para derivar a él cuestiones que deban ventilarse en otras instancias con vaciamiento de ésta, pero en cualquier caso potencian el primado de la respuesta penal sobre cualquier otra opción de control lo que nos llevaría a un derecho penal vertebrado alrededor de las ideas de totalidad y de omnicomprensividad, y por tanto en «prima ratio», y no en última, lo que en modo alguno es admisible en una sociedad democrática.”(ATS de 28 de julio de 2000, Arz. 1543).

En la misma dirección y exteriorizando la misma idea, los AATS de 9 de febrero de 1998 y 23 de abril de 1998 precisaban que la “función de protección de bienes jurídicos y el principio de intervención mínima deben, además, verse acompañados por el postulado de equilibrio en la tutela de bienes jurídicos. Esto es, que sean atendidas las exigencias de una adecuada selección y ponderación de los bienes jurídicos a proteger penalmente.

Un correcto entendimiento de la idea de bien jurídico y del principio de intervención mínima debe evitar que el Derecho penal sea utilizado como instrumento para imponer concepciones morales e ideológicas que sólo siente un sector de la sociedad como regla necesaria de la moralidad de todos. Este no es un caso de confusión entre la Moral y el Derecho, tema que tanto ha ocupado la atención de los filósofos del mismo, sino de la imposición de una cierta y concreta moral, que frecuentemente nada tiene que ver con la Ética y la Moral en el plano ontológico, a todos los ciudadanos, la compartan o no.”

En suma, aunque nuestro ordenamiento no contemple expresamente mecanismos específicos que permitan una valoración separada, material y formalmente, del ingrediente de discrepancia política que puede anidar en la presentación de querellas criminales contra los presidentes y miembros de los poderes ejecutivos que derivan de la CE, ello no significa, en modo alguno, que dicha valoración no deba realizarse. Antes al contrario, los bienes jurídica y

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constitucionalmente relevantes que están en juego exigen dicha valoración por los tribunales ordinarios.

Tal valoración, a juicio de esta parte, deviene inexcusable cuando el querellado ha alegado debidamente la posible vulneración de su derecho fundamental a ejercer las funciones propias de su cargo sin perturbaciones o intromisiones ilegítimas.

IV.- LA FALTA DE PONDERACIÓN DE LA PRESENCIA DEL ARTÍCULO 23 CE EN EL PROCESO.

Conforme a lo dicho, la alegación del derecho fundamental tiene consecuencias inevitables para el juez penal: la ausencia de ponderación, al ser una garantía esencial para el propio desenvolvimiento del derecho fundamental y del ejercicio de las funciones y atribuciones que ostenta el Lehendakari, obliga a considerar que el derecho se infringe, cuando aquélla –la ponderación- se elude.

El juicio ponderativo del juez penal debe siempre cumplir las exigencias formales y materiales que para el mismo derivan del sistema constitucional, tal y como han sido fijadas por la doctrina constitucional.

1) Requisitos formales:

El Auto que se recurre condensa toda la valoración sobre los derechos fundamentales alegados ante el juez ordinario (artículos 23, 24 y 25 CE) en la siguiente consideración:

“por cuanto la alegada vulneración de derechos fundamentales no se ha producido. Sabido es que los derechos fundamentales no son absolutos (por todas STC 209/1993) teniendo en cualquier caso como límite, precisamente el Código Penal. Siendo así, no cabe alegar vulneración de derechos fundamentales por la apertura del proceso penal, cuando éste delimitará la existencia o no de infracción penal y, por tanto el límite al ejercicio de los derechos fundamentales que se alegan.”

Tal argumentación, no, desde luego, de forma satisfactoria, pero tal vez sí suficiente, en términos constitucionales, podrá ser considerada bastante para entender cumplidas las exigencias constitucionales de motivación frente a la invocación de los artículos 24 y 25 CE. Pero, de ningún modo, sirve para dar por

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cumplidas dichas exigencias respecto del derecho fundamental del artículo 23 CE.

La propia sentencia del Tribunal Constitucional -cuya cita apoya la consideración- evidencia la nula toma en consideración de la presencia del artículo 23 CE (en su dimensión de derecho político) en el Auto.

Dicha Sentencia resuelve el amparo de un funcionario (médico de asistencia pública domiciliaria) frente a la denegación de la remisión condicional de la pena impuesta por sentencia penal firme. La falta de identidad con el caso resulta meridiana: allí el artículo 23.2 CE se alegaba en base a la garantía que proyecta sobre los funcionarios y no -como aquí sucede- como derecho político.

El Auto toma los hechos aislados y totalmente desconectados de su significación política, lo que -dicho sea en los más estrictos términos de defensa-, según lo antes razonado, deviene claramente insuficiente en términos constitucionales.

Además, el Auto acoge la errónea premisa de que nunca la decisión de admitir una querella puede conllevar la vulneración de un derecho fundamental; premisa que –como ha argumentado esta parte- no es conforme a la doctrina constitucional.

Para el Auto, el derecho del artículo 23 CE queda extramuros del enjuiciamiento, como si su alegación por esta parte fuera extravagante. El razonamiento del Auto ni siquiera se plantea la posible relación entre la admisión de la querella por el delito de desobediencia en calidad de cooperador necesario y el derecho del artículo 23 CE.

Y, de tan equivocado punto de partida deriva que el Auto en cuestión no contenga (ni por ello exteriorice) juicio alguno sobre la forma en que el juez ordinario ha valorado la presencia del derecho fundamental del artículo 23 CE –debidamente alegado en la instancia-.

Por tanto, no es sólo –que también-, el Auto silencie y desconozca la obligada valoración de las circunstancias que concurren en la actividad que

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enjuicia, sino que, habiéndose alegado por esta parte la presencia del artículo 23 CE, el mismo es extraído a limine del juicio indiciario.

Esta sola constatación ya conlleva vulneración del referido derecho fundamental, porque el juez penal viene obligado, también en el juicio que precede a la admisión de una querella, a analizar si los hechos que fundan aquélla han o no de encuadrarse dentro del alegado ejercicio del derecho fundamental. De suerte que la ausencia de ese juicio (al margen del resultado que arroje su posterior verificación en términos constitucionales) no es constitucionalmente admisible tal y como reitera la doctrina constitucional.

2) Requisitos materiales: especial consideración del principio de proporcionalidad.

Corresponde ahora analizar el Auto objeto de este recurso bajo el prisma del obligado juicio ponderativo –ahora en su vertiente material-.

El Tribunal al que nos dirigimos conoce de sobra (por ser quien ha elaborado la doctrina sobre el papel de los derechos fundamentales) las pautas que rigen el juicio ponderativo que corresponde realizar al juez ordinario cuando debe resolver en qué medida cabe restringir el ejercicio de un derecho fundamental.

A todas luces, el inicio de la vía penal se revela, atendida la conducta tomada en consideración, absolutamente contrario a los criterios que derivan de la doctrina constitucional elaborada al efecto.

En primer término, el Auto, a pesar de las alegaciones formuladas por el titular del derecho, construye su decisión desestimatoria, sin tener en cuenta la manifiesta ausencia de antijuridicidad de la conducta.

Tal antijuridicidad no deriva –que también- de la mera aplicación de la norma penal sino que se colige de la aplicación al caso de la consolidada doctrina constitucional según la cual, nunca podrá ser constitutivo de infracción penal el ejercicio legítimo de un derecho fundamental (por todas, SSTC 137/1997, de 21 de julio, F. 2; 154/2002, de 18 de julio, F. 16). O, en certera expresión de la STC 2/2001, de 15 de enero , “los hechos probados no pueden ser a un mismo

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tiempo valorados como actos de ejercicio de un derecho fundamental y como conductas constitutivas de un delito” (F. 2).

Si tal incompatibilidad se predica de los “hechos probados”, con mayor razón deberá predicarse del fundamento fáctico de la querella que admite parcialmente el Auto.

Para el Tribunal al que nos dirigimos, lo que con rotundidad es ejercicio de un derecho fundamental –lo que es verificable con certeza- no puede considerarse, con un mínimo rigor jurídico, conducta delictiva. Cuando lo que se examina es actividad propia del contenido mismo del derecho alegado (como aquí sucede), la presunción de indicios racionales de criminalidad en aquélla -que exige la admisión de una querella- desaparece.

Ya hemos argumentado cómo para el ordenamiento constitucional resulta ejercicio lícito del derecho a participar en los asuntos públicos una actuación ceñida a conocer las ideas y convicciones que puede tener un grupo social determinado, que representa una corriente de opinión enraizada en la sociedad. La actuación no trasciende de ese contacto propio y típico del debate político, inherente a la esencia misma de un régimen democrático.

Conforme al contenido de libertad que encierra el derecho fundamental del artículo 23 CE, es claro que un dirigente político -que ocupa un cargo institucional como consecuencia de un proceso electoral- no puede verse molestado o inquietado por el hecho de debatir públicamente problemas que atañen a los ciudadanos, con el público y notorio propósito de encontrar, dentro del respeto a las normas democráticas, soluciones para éstos.

En definitiva, iniciar la vía penal para perseguir tal actuación del Lehendakari significa desconocer “la lógica del sistema democrático parlamentario, uno de cuyos fundamentos consiste en que el Parlamento es la sede natural del debate político y el Gobierno uno de los sujetos habilitados para propiciarlo” ATC 135/2004) y, por tanto, se revela inútil, en tanto que medida absolutamente inadecuada para tutelar el interés general que también sufre una afección negativa y aprehensible a primera vista.

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Siguiendo con las pautas establecidas por la doctrina constitucional, el segundo elemento clave del juicio ponderativo es el denominado principio de proporcionalidad respecto del que ahora basta recordar que, con carácter general, es, en lo esencial, una regla para tratar los derechos fundamentales: “es en el de los derechos fundamentales el ámbito en el que normalmente y de forma muy particular resulta aplicable el principio de proporcionalidad” (STC 136/1999, FJ 22).

Y, en concreto, cuando dicho principio se proyecta sobre el ius puniendi, ha declarado: “en materia penal, ese sacrificio innecesario o excesivo de derechos puede producirse bien por ser innecesaria una reacción de tipo penal o bien por ser excesiva la cuantía o extensión de la pena en relación con la entidad del delito (desproporción en sentido estricto). En esta materia, en el que la previsión y aplicación de las normas supone la prohibición de cierto tipo de conductas a través de la privación de ciertos bienes –y, singularmente, en lo que es la pena más tradicional y paradigmática, a través de la pena de privación de la libertad personal-, la desproporción afectará al tratamiento del derecho cuyo ejercicio quedará privado o restringido con la sanción” (STC 136/1999, FJ 22).

Esta doctrina, por otra parte, se encuentra en plena sintonía con la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que insta a la prudencia en la incoación de causas penales, a la moderación con la que se debe utilizar la vía penal en la restricción de conductas consistentes en la realización de actividades cuya sustancia inequívoca es expresión del ejercicio de un derecho fundamental, ya sea el de asociación, reunión, expresión, asociación, libertad ideológica, etc.

No vamos a reiterar lo que manifestamos en el recurso de suplica, solamente diremos que los Tratados y Acuerdo internacionales conforme a los cuales deben interpretarse los derechos fundamentales, por mandato del artículo 10.2 CE, no consienten que se impida a los representantes políticos el debate y el diálogo públicos sobre asuntos de importancia para una determinada comunidad.

En opinión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos “pertenece a la misma esencia de la democracia el permitir la propuesta y discusión de proyectos políticos diversos, incluso aquellos que cuestionan el modo de organización actual de un Estado, siempre que no tiendan a atentar contra la

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misma democracia” (SSTEDH de 25 de mayo de 1998, Partido Socialista y otros contra Turquía, de 8 de diciembre de 1999, Caso Partido de la Libertad y de la Democracia contra Turquía). Es más, por mucho que los principios que defienden esas propuestas “corren el riesgo de chocar con las líneas directrices de la política gubernamental o con las convicciones mayoritarias en la opinión pública, el buen funcionamiento de la democracia exige que las formaciones políticas puedan introducirlas en el debate público a fin de contribuir a encontrar soluciones generales que conciernen al conjunto de los implicados en la vida política” (entre otras, SSTEDH de 26 de septiembre de 1995, Vogt contra Alemania, y 9 de abril de 2002, Caso Yazar y otros contra Turquía).

Si continuamos ahondando en el examen del razonamiento material del Auto, se aprecia que éste parece fundar en dos límites la restricción del derecho fundamental: uno, el Código Penal y, otro –no explícito pero sí implícito- la LOPP.

Ambos, en la lógica interna del Auto, otorgarían apoyo al inicio de la vía penal por la conducta enjuiciada y, en consecuencia, la restricción al derecho fundamental devendría limitación constitucionalmente admisible.

a) El Código Penal como posible fundamento de la decisión del Auto.

Para el Auto, el primer límite del derecho se hallaría en el Código Penal, cuya mera invocación sería suficiente para desplazar los derechos fundamentales alegados.

Es verdad, como dice el Auto, que los derechos y libertades fundamentales no son absolutos, pero no lo es menos que también carecen de tal carácter los límites a que ha de someterse el ejercicio de tales derechos y libertades. Ambas normas (las de libertad y las limitadoras) se integran en un único ordenamiento jurídico y la interpretación, para que sea constitucionalmente válida, debe partir de esa equiparación.

La concurrencia normativa (derecho fundamental versus norma penal) se resuelve mal en el Auto porque se hace mediante la aplicación automática de

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una supuesta regla de prevalencia de la Ley penal frente al derecho fundamental que no existe en nuestro ordenamiento constitucional.

Antes al contrario, la libertad de actuación que acompaña a la permanencia en el cargo político representativo en nuestro sistema constitucional no sólo no cede automáticamente ante la norma penal sino que el alcance de ésta debe siempre establecerse en cada caso, atendiendo a la regla (está sí prevalente, por el lugar que ocupan aquéllos en ordenamiento constitucional) de que el derecho fundamental no puede ser interpretado con criterios restrictivos, sino al contrario, es el sentido más favorable a su ejercicio, conforme a la eficacia y esencia del concreto derecho alegado, el criterio adecuado para resolver el conflicto.

Si así debe procederse cuando se trata de hechos probados, de acuerdo con la doctrina constitucional antes citada así como la del TEDH, con mayor razón debe primar la prohibición de interpretar restrictivamente el derecho fundamental frente a la regla penal, cuando se enjuicia una actividad en términos indiciarios que además es notoriamente materialización de una atribución inherente a todo Gobierno de un sistema democrático parlamentario (como –reiteramos- lo es el intercambio de propuestas o iniciativas sobre cuestiones de interés general, de cuyo acierto en punto a la oportunidad y al significado que pueda extraerse de las mismas sólo puede legítimamente pronunciarse el cuerpo electoral).

La aplicación del Código penal como límite absoluto y con el automatismo que acoge el Auto constituye, así, una vulneración del derecho fundamental por infracción de los principios hermenéuticos que derivan del texto Constitucional para resolver la tensión entre las normas de libertad y las normas limitadoras de derechos.

Al acoger una indebida inteligencia del lugar que ocupa la norma penal en el ordenamiento constitucional, el Auto aparece como una medida inútil, innecesaria y carente de razonabilidad, al sacrificar el contenido del artículo 23 CE atribuyendo a la norma penal unos fines que en modo alguno persigue.

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En el ordenamiento propio de un Estado de Derecho, debe descartarse la necesidad de perseguir penalmente una actuación como la que analiza el Auto, la medida no sólo es innecesaria en una sociedad democrática, sino que conlleva la persecución de fines constitucionalmente proscritos, en tanto, atenta contra bienes o intereses constitucionalmente relevantes, haciendo que la pena de prisión de seis meses a un año con la que se castiga el delito de desobediencia (artículo 556 CP) tenga una función intimidante y disuasoria del ejercicio lícito del derecho de participación en los asuntos públicos, resultando desproporcionada por desconexión con los bienes jurídicamente protegidos.

Es palmario que la reunión –cuya dimensión penal indiciaria da sentido a la admisión de la querella- ni estaba dirigida a desestabilizar el orden público, ni era una llamada a incitar la violencia ni, ya en fin, era expresión de solidaridad con los métodos que llevaron a la ilegalización de la formación política a la que pertenecieron las personas que acudieron a la reunión.

Y, con la misma rotundidad, sin necesidad de investigación alguna, se constata la ausencia de intencionalidad penal relevante en el Lehendakari, al que como a cualquier otro gobernante, debe concedérsele, a falta de indicio alguno en contrario, la presunción de que únicamente actúa movido por la voluntad de contribuir a resolver -y no a perpetuar o alimentar la actividad terrorista- en una situación objetiva de hartazgo en la sociedad.

Que el interés general está en la motivación del Lehendakari es algo indubitado, cuestión distinta es que la Asociación querellante tenga otro entendimiento de aquél (discrepancia a la que en modo alguno otorga cobertura el Código Penal, pues no es ésta la finalidad a la que responde la norma penal de un Estado Democrático y de Derecho).

En forma gráfica, la aplicación de la norma penal (estimando que la conducta es reconducible a la del cooperador necesario de un delito de desobediencia) provoca una restricción del derecho patentemente desproporcionada porque desproporcionados son el sentido y alcance de la norma penal en el sistema constitucional que acoge el Auto como premisa.

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b) La Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos (LOPP).

Pese a que, como venimos reiterando, es palmario que el Tribunal elude calibrar en qué medida la restricción es adecuada, al omitir el juicio ponderativo al que se ve abocado por la presencia de un derecho fundamental, en aras a agotar todos los caminos de análisis, resta examinar otro elemento que aparece en el Auto y que parece jugar como límite legítimo para restringir el derecho del artículo 23 CE.

Así, por hipótesis podríamos pensar que el Auto considera que frente al derecho de participación en los asuntos públicos del Lehendakari debe prevalecer la aplicación de la LOPP.

Pero, de nuevo, tal entendimiento se revela lesivo del principio de proporcionalidad porque, desde la perspectiva de la citada Ley, la activación de un proceso penal contra el Lehendakari no guarda relación ni con los fines ni con los medios dispuestos por la misma.

En primer lugar, conviene recordar que la LOPP no impone a los partidos políticos limitaciones sustantivas en su ideario político, ni obviamente las impone a los ciudadanos que colectiva o individualmente, y al margen de tales estructuras, pueden defender las ideas que consideren más convenientes en ejercicio de su libertad ideológica y manifestarlas de forma pública en ejercicio de su libertad de expresión.

En segundo lugar, el sujeto destinatario de la regulación son los partidos políticos, por la relevancia jurídico constitucional que les atribuye el artículo 6 CE.

La LOPP establece los requisitos que deben cumplir los partidos, en su estructura, actuación y fines, en tanto que “instituciones jurídico-políticas”. Se trata de asociaciones cualificadas por sus funciones que “se resumen en su vocación de integrar, mediata o inmediatamente, los órganos titulares del poder público a través de los procesos electorales”. Dicha ley se ocupa sólo de ellos y en tanto que efectivamente se ajusten a esa definición.

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El sujeto destinatario de la ilegalización es el partido político que evidencie con su comportamiento una decidida incompatibilidad con los medios pacíficos y legales inherentes a los procesos de participación política y la consecuencia de la ilegalización es que deje de disfrutar de los derechos y prerrogativas que, como tal, corresponden exclusivamente a una asociación que haya tomado la forma de partido político. O, lo que es lo mismo, perderá el tratamiento jurídico de partido político (ni podrá concurrir en procesos electorales, ni estará en condiciones de traducir su posición política en normas de derecho, ni recibirá subvenciones, etc…).

En tercer lugar, siguiendo a la STC 5/2004 (FJ 9)

“las llamadas causas de ilegalización y disolución no son otra cosa que la especificación de los casos en los que el legislador orgánico ha entendido que no concurren en la realidad los elementos definidores del concepto constitucional de partido que se dieron previamente por supuestos cuando el partido afectado se constituyó e inscribió como tal partido. No hay, por tanto, componente sancionador alguno, sino revisión de una calificación en Derecho que, atribuida a una persona jurídica que se presumió partido cuando así quiso inscribirse, se ha demostrado después que no merece quien por su actividad y conducta no se ajusta a las funciones relacionadas en el art. 6 CE.

Ciertamente, como se admitía en la propia STC 48/2003 (F. 9), «la ilegalización y disolución de un partido político es, desde luego, una consecuencia jurídica gravosa para el partido mismo, para sus afiliados y, por extensión, también para sus simpatizantes y votantes»; pero ello no convierte tales medidas, «sin más, en medidas punitivas, pues en otro caso habría que conceder [...] que toda consecuencia jurídica desfavorable o la simple denegación de un beneficio encerraría un componente sancionador». En definitiva la LOPP no instaura un procedimiento penal o sancionador referido a conductas individuales y del que se deriven consecuencias punitivas para sus autores, sino un procedimiento de verificación de la concurrencia en una asociación de las características que “presumidas en origen y sólo verificables tras la inscripción” hacen de ella un partido político, resultando de un eventual juicio negativo la consecuencia de su disolución, sin mayor perjuicio para los actores de las conductas examinadas y reconducidas al partido que el propio de quien se ve perjudicado por la imposibilidad de continuar en el disfrute de beneficios y ventajas, que sólo se disfrutan legítimamente en el marco normativo que el partido disuelto, justamente, no ha querido respetar.”

En este marco, es claro que ni la LOPP ha concebido la disolución como una sanción penal, ni por supuesto ha instaurado un tipo penal para garantizar que no perviva el partido disuelto. En realidad la LOPP (artículo 12.3, Disposición transitoria Única.1 y artículo 44.4 LOREG, introducido por la disposición adicional segunda, 1) ha previsto otros mecanismos distintos en consonancia con las

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finalidades perseguidas por la Ley: que no merezca la consideración de partido político un partido político que continúe o suceda la actividad de un partido declarado ilegal o disuelto, ni más ni menos.

En efecto, la STC 48/2003 ha salvado la constitucionalidad de la Ley de partidos políticos en el punto en que ésta disciplina determinados supuestos de fraude de Ley (FF. 15 y 16), pero siempre a propósito de la sucesión de partidos, esto es, para el caso en que, disuelto un partido, se pretenda inscribir otro que lo continúe.

Y la STC 85/2003 también lo ha hecho con respecto a las agrupaciones de electores, cuando éstas dejan de ser propiamente tales, instrumentalizándose al servicio de la reactivación o continuidad de un partido disuelto, pues tiene todo el sentido que se impida la continuidad del partido disuelto bajo otra forma jurídica que también propicie esa participación.

En esta Sentencia el Tribunal al que nos dirigimos dejó sentado que.

“El partido político disuelto sólo puede prolongarse en una entidad que le permita seguir existiendo materialmente como partido, esto es, como asociación cualificada por las funciones que le confía el art. 6 de la Constitución. Y esa existencia (subsistencia) material sólo puede darse bajo la forma de partido político, pues bajo otra veste quedaría fuera del nuevo continente aquel contenido que la forma sucesora no pudiera albergar, formalizándose así únicamente una parte de la materia formalizada en la entidad disuelta” (FJ 24 a)).

En definitiva, es indudable que la LOPP ha querido que sólo disfruten de las prerrogativas y derechos que corresponden a los partidos políticos aquellos partidos políticos que pueden considerarse como tales tras superar el canon de constitucionalidad que les impone la ley.

La disolución judicial es efecto de la constatación de que, por sus actividades, el partido inscrito no merece la consideración de partido.

Si, trasladar las consecuencias de la disolución a una reunión que se celebra entre dirigentes del partido disuelto y otros dirigentes políticos no tiene ningún sentido (ya que no existe ninguna restricción para que una reunión de este tipo se celebre únicamente con partidos políticos), menos sentido tiene que dirigentes

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políticos, de partidos plenamente constitucionales, puedan verse inquietados y perturbados por una instrucción penal por acudir a dicha reunión.

Los criterios valorativos que ofrece la LOPP para medir si ésta plasma un interés público o general en la persecución penal de la conducta de mi representado son tajantes.

En la LOPP no merecen una respuesta penal los singulares actos y conductas que son incardinables en el artículo 9.3 LOPP, “especificación o concreción de los supuestos básicos de ilegalización que, en términos genéricos, enuncia el artículo. 9.2 de la propia Ley; de tal manera que la interpretación y aplicación individualizada de tales conductas no puede realizarse sino con vinculación a los referidos supuestos contenidos en el art. 9.2” (STC 48/2003, FJ 10), es difícil, por ello, sostener que ante una conducta, de mucha menor gravedad, exista un interés público en castigarla con una medida tan excepcional como lo es la pena de prisión.

A mayor abundamiento, cabe argüir asimismo que en ningún caso se ha defendido otra lectura de la LOPP. Como muestra de ello cabe mencionar lo resuelto por el Tribunal al que nos dirigimos en la ya mencionada STC 85/2003.

En la misma, al desestimar las demandas de amparo electoral, vino a confirmar las Sentencias de la Sala del Tribunal Supremo del artículo 61 de la LOPJ que entendieron que del cúmulo de circunstancias acreditadas debía desprenderse la conclusión de que las agrupaciones recurrentes, lejos de responder al designio de espontaneidad característico de esa institución, eran fruto del entramado organizativo constituido con el propósito de continuar o suceder la actividad de los partidos políticos judicialmente disueltos

Pues bien, en ningún caso se ha estimado - ni por la Sala del Tribunal Supremo del artículo 61 de la LOPJ ni por el Ministerio Fiscal- pese a estar directamente afectado el interés protegido por la LOPP, que los ciudadanos que quisieron ejercer su derecho de participar directamente en los asuntos públicos a través de tales agrupaciones de electores, pudieron incurrir en un delito de desobediencia por incumplir la Sentencia de ilegalización.

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La aplicación de la LOPP se ha concebido como una respuesta no penal del ordenamiento y las decisiones que se han adoptado en ese marco no son manifestación del ius puniendi del Estado, pues no tienen una función represiva, habiendo querido el legislador acudir a una perspectiva distinta con el designio de imponer otro tipo de consecuencias jurídicas diversas de las que se contemplan en el Código Penal.

En suma, la LOPP lejos de dar sentido a la decisión que recurrimos evidencia de forma palmaria la sin razón de llevar a la vía penal a mi representado.

c) El juicio de proporcionalidad y la dimensión objetiva del derecho fundamental del artículo 23 CE.

Como es doctrina consolidada, el citado derecho fundamental incorpora una vertiente propia del derecho de igualdad del artículo 14 CE.

Como ha reiterado el Tribunal al que nos dirigimos, del artículo 23.2 CE no deriva sólo un derecho de igualdad en el acceso, de modo que el derecho mismo resultaría violado si se produjera cualquier género de discriminación o preterición infundada en el proceso de acceso al cargo público representativo [SSTC 185/1999, de 11 de octubre, F. 4 b); 153/2003, de 17 de julio, F. 6 b)], sino también en el ejercicio del cargo representativo, de suerte que no sufra obstáculos injustificados e irrazonables porque “incorpora también un contenido sustantivo propio si se pone, como es preciso, en relación con el párrafo primero del mismo precepto, que preserva el derecho de todos los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, en lo que ahora interesa, por medio de representantes, pues el concepto constitucional de representación incorpora, sin duda, una referencia a un modo de constitución democrática de determinadas instituciones públicas que debe ser respetado como contenido necesario de ambos derechos. [ STC 185/1999, de 11 de octubre, F. 6 e), STC 135/2004, de 5 de agosto, FJ 4 a)].

Aunque la doctrina constitucional se ha elaborado esencialmente al hilo de los recursos de amparo presentados con ocasión de los procesos electorales, es claro que la igualdad que preside el proceso electoral, secuencia natural del derecho de igualdad en el acceso a los cargos representativos políticos, no se

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limita al momento del acceso, porque el proceso de configuración de la voluntad política no se agota en ese momento.

Para asegurar la democracia y la libertad democrática hay que proteger el proceso de la formación y la voluntad políticas frente a excesos que pongan en cuestión su carácter de proceso libre y abierto. La igualdad que implica y exige la democracia se refiere a la posición de alcanzar (o mantener) el poder político que se ejerce en los órganos y los cargos públicos. Y su principio fundamental es el de asegurar la igualdad de oportunidades para ejercer el poder político. De acuerdo con ello, la igualdad se extiende a todos los derechos que hacen posible llegar al poder político o que tiene a éste como su objetivo: a los derechos políticos de participación.

Un gobierno democrático ha de tener un apoyo político institucionalizado –el de los electores- y se encuentra en continua pugna política por mantener ese apoyo. Ello es consecuencia de que ocupe el poder por un tiempo limitado pudiendo ser relevado en la siguiente elección.

Por ello, cualquier medida que se proyecte sobre la actividad de un representante político ha de ser examinada también desde el principio de igualdad, en tanto aquélla puede colocar en una situación distinta a los actores que pugnan por el poder y dicha medida sólo será admisible si hay una justificación objetiva y razonable para ello o, si se prefiere, si existen razones de peso (constitucionales) por ser dichas medidas excepcionales, y –como tales de interpretación rigurosa-.

Surge de nuevo y desde otra perspectiva la idea ya expuesta sobre la especificidad de los procesos penales a dirigentes políticos por su actividad política y motivados por la acción de ciudadanos que pueden disentir de ésta –cuyas consecuencias para el caso que nos ocupa ya han sido analizadas en este escrito-.

La sustitución de la crítica política por la persecución penal, por la espectacularidad y escándalo que procura en una sociedad mediática, puede ser una gran tentación, al ser una de las vías más rápidas para lograr el descrédito del oponente político y obtener el favor del electorado. Pero, en tanto que vía

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ajena a los mecanismos que hacen posible la alternancia política, se debe ser muy cuidadoso con ella.

En un sistema democrático, por citar las elocuentes palabras de un ex Magistrado del Tribunal al que nos dirigimos, “el pluralismo político, el ejercicio de la oposición, y la misma alternancia en el poder, de forma pacífica y sin perjuicio de la convivencia política, sólo son comprensibles a través de la descriminalización del adversario político” .

Estas reflexiones conducen ahora a afirmar que no es admisible que un líder político sea colocado, sin un fundamento sólido, en una situación que objetivamente limita su capacidad de actuación política.

Huérfano de un fundamento jurídicamente solvente, se aprecia con claridad que la medida (el inicio de la vía penal) es un obstáculo indebido para el ejercicio del derecho en cuanto desequilibra la contienda política, al introducir un elemento perturbador cuyo efecto limitador resulta innegable también en comparación con otros líderes políticos.

La lesión “indirecta al cuerpo electoral cuya voluntad representa” así como la afección a la “función representativa y al principio democrático” que encierra el artículo 23 CE son así evidentes. Porque, el derecho que los ciudadanos tienen, por medio de sus representantes legítimos, a participar en los asuntos públicos, se lesiona cuando a aquellos “se le estorbe o dificulte, o se coloque en condiciones inferiores a otros, pues a todos se han de conceder iguales condiciones de acceso al conocimiento de los asuntos y de participación en los distintos estadios del proceso de decisión” (STS de 16 de enero de 1987-Arz 7/1987).

En conclusión, el Auto lesiona el derecho del artículo 23 CE del que es titular el Lehendakari porque ni siquiera lo toma en consideración.

Reputar que la conducta de aquél puede indiciariamente ser constitutiva de la conducta típica del cooperador necesario de un delito de desobediencia, es contrario a las más elementales reglas del razonamiento jurídico que debe regir el juicio ponderativo propio de los derechos fundamentales.

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El derecho del artículo 23 CE es vulnerado porque se restringe en función de dos límites (el Código Penal y la LOPP) cuya finalidad en modo alguno fundamenta la restricción: de dichas normas no deriva prohibición alguna para acudir a una reunión como la que se pretende enjuiciar penalmente.

La admisión de la querella no sólo da una apariencia de reproche jurídico a una conducta que carece de dimensión penal alguna, ausencia de fundamento que concurre en la acusación (ahora ya claramente insita en la discrepancia política –legítima, pero que no cabe articular a través del ejercicio de una acción penal), sino que además dificulta y obstaculiza gravemente el desarrollo por el Lehendakari de las funciones que le corresponden en razón del cargo para el que ha sido designado y le coloca, objetivamente y sin razón para ello, en una situación de incertidumbre sobre su actividad política e institucional, que tiene, además del claro efecto inhibitorio que recorta con evidencia su derecho fundamental, negativas repercusiones en la pugna democrática por el favor del electorado, al situarle en una situación de inferioridad.

La decisión judicial consolida un obstáculo infundado para el derecho fundamental del que es titular el Lehendakari, lesionando no sólo su derecho a participar en los asuntos públicos en condiciones de igualdad con el resto de cargos representativos, sino el que a su través ejercen los electores. El Auto le priva del liderazgo que la sociedad vasca le ha atribuido, colocándole en una posición objetivamente debilitada y niega al Presidente de la CAPV el derecho a recabar las opiniones que estime necesarias para ofrecer a la ciudadanía los análisis de la realidad política y articular las propuestas que considere precisas.

V.- LA DECISIÓN DE ADMITIR LA QUERELLA E INICIAR EL PROCESO LESIONA EL ARTÍCULO 23 CE POR SER IRRAZONABLE.

Aunque el Auto de 10 de octubre de 2006 corrige parcialmente la indebida subsunción efectuada por el Auto de 6 de junio de 2006 en relación a la posible comisión de un delito de quebrantamiento de medida cautelar, persevera en la admisión de la querella por la posible comisión de un delito de desobediencia.

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La referida decisión, lógicamente, se adopta en aplicación de la “legalidad penal”, el hecho de que su efecto se limite a iniciar el proceso penal, sin prejuzgar el resultado final de éste, en nada empaña tal aseveración.

Por ello, como es doctrina constitucional clara (entre otras, STC 159/1986), si de la interpretación y aplicación de la legalidad (meridianamente cuando se trata del Código Penal) resultasen vulnerados derechos susceptibles de amparo la cuestión adquiere significación constitucional y ha de ser examinada por el Tribunal Constitucional cuyo juicio de constitucionalidad debe tener como punto de referencia el derecho fundamental infringido y no el principio de legalidad.

Conforme a la doctrina constitucional –cuya reiteración revela su cita-, la condición previa para el inicio de cualquier proceso penal es la correspondencia (en ese estadio inicial, en forma indiciaria) de los hechos (denunciados o que fundamenten la querella) con alguna de las conductas recogidas en la Ley Penal.

La comprobación de la subsunción típica de los hechos relatados en la denuncia o querella es una operación abstracta que no requiere verificar si los hechos han ocurrido o no. Es así cierta la necesidad de distinguir la tipicidad de los hechos de su prueba –lo que sí será objeto de la instrucción-.

Ahora bien, las exigencias del principio de tipicidad exigen una verificación seria y cuidadosa de la tipicidad de aquéllos. Dicha verificación de la consistencia jurídico penal de los hechos que motivan la denuncia o la querella conlleva disponer la desestimación de los casos en los que la ausencia de antijuridicidad es manifiesta o en los que sólo es posible el delito doloso (artículo 12 CP) y la inexistencia del mismo surge del relato en el que aquellos se basan.

Huelga insistir en que si, en todos los casos, la activación del ius puniendi exige desde el momento inicial, que el principio de tipicidad cumpla su finalidad constitucional (en cuanto adecuado contrapeso a la consideración de la potestad punitiva penal del Estado como ultima ratio), su adecuada aplicación deviene imperativo constitucional cuando se pretende proyectar sobre una actividad que es manifestación, en los términos claros ya expuestos, del ejercicio de un derecho fundamental.

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Son, sin duda, los Tribunales penales ordinarios los únicos competentes para enjuiciar los hechos presentados y para interpretar y aplicar la ley penal, pero tales operaciones se rigen por el principio de tipicidad penal (proyección del derecho fundamental reconocido por el artículo 25.1 CE).

Como es sabido, de acuerdo con la doctrina constitucional dicha interpretación y aplicación impide al Juez las interpretaciones extensivas, analógicas o ”in malam parte”, ya que comportan una ruptura de la previsibilidad que debe acompañar la aplicación del ius puniendi a fin de garantizar, en síntesis, que no se esgrima de forma inopinada y sorpresiva frente a un ciudadano el carácter penal de una conducta ajena a dicho ámbito.

Menos aún –según venimos insistiendo- tales interpretaciones pueden ser constitucionalmente válidas, cuando reducen la eficacia de un derecho fundamental como es el caso del reconocido por el artículo 23 CE. Si, en general, ese principio impone, por razones de seguridad jurídica y de legitimación democrática de la intervención punitiva, la sujeción estricta, o dicho en otros términos, la aplicación rigurosa, de manera que sólo se pueda anudar la sanción prevista a conductas que reúnan todos los elementos del tipo descritos y sean objetivamente perseguibles (STC 75/1984), en particular, no tolera que la actividad judicial lleve a limitar derechos fundamentales, ampliando las restricciones que, en su caso, haya previsto la ley penal, y se recorte o reduzca la eficacia y esencia de los mismos.

El Auto que se recurre, al efectuar la “subsunción típica abstracta”, incurre en infracción del artículo 23 CE porque efectúa una interpretación de los elementos que definen el delito de desobediencia y de las notas que acotan la condición del cooperador necesario, desproporcionada e irrazonable y, por tanto, la decisión judicial resulta incompatible con las exigencias que para dicha labor derivan del principio de lex certa.

Considerar los hechos de la querella, en cuanto a la conducta de mi representado, aunque sea en abstracto y en forma indiciaria, como delictivos, tiene un ingrediente de sorpresa constitucionalmente inadmisible en el ámbito penal.

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Que tal subsunción se realice en una fase inicial no empaña la irrazonabilidad de la decisión en términos jurídicos porque, como todo el derecho penal (sustantivo y procesal), también la aplicación de los criterios que rigen la admisión de una querella es una decisión sometida, dicho sea en los más estrictos términos de defensa, al test constitucional condensado en el obligado respeto  “….a los términos de la norma aplicada, a las pautas axiológicas que conforman nuestro ordenamiento constitucional y a los criterios mínimos que impone la lógica jurídica y los modelos de argumentación adoptados por la propia comunidad jurídica” (STC 42/1992, de 22 de marzo y en sentido similar SSTC 11/1993; 157/1997; 189/1998; 142/1999; 64/2001).

Frente a la natural inserción de la actividad desplegada por el Lehendakari en el ámbito de su actividad política, solo una interpretación extravagante de la Ley penal puede llevar a fundar que aquélla contenga –incluso en este trámite inicial de admisión- la eventual prohibición para que el Lehendakari desarrolle la conducta examinada.

En primer lugar, cierto es que, como ha afirmado el Tribunal al que nos dirigimos, ”en puridad lógica, no es lo mismo ausencia de motivación y razonamiento que motivación y razonamiento que por su grado de arbitrariedad o irrazonabilidad debe tenerse por inexistente; pero también es cierto que este Tribunal incurriría en exceso de formalismo si admitiese como decisiones motivadas y razonadas aquellas que, a primera vista y sin necesidad de mayor esfuerzo intelectual y argumental, se comprueba que parten de premisas inexistentes o patentemente erróneas o siguen un desarrollo argumental que incurre en quiebras lógicas de tal magnitud que las conclusiones alcanzadas no pueden considerarse basadas en ninguna de las razones aducidas» (STC 214/1999, de 29 de noviembre, F. 4, STC 63/2002, de 11 de marzo, FJ 4º).

Con tales criterios procede, ahora, abordar el examen de la argumentación que contiene el Auto.

A lo que aquí interesa, ofrece el Tribunal un solo argumento:

“…la reunión no se hubiera podido celebrar sin el consentimiento y concurso del Lehendakari que, enterado al igual que el resto de los querellados, de la disolución de Batasuna, por razón de ilegalización, en virtud de sentencia

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firme dictada por el Tribunal Supremo, con el efecto derivado ex lege, resultado de lo establecido expresamente por la propia ley de Partidos, del cese de toda actividad, lo que no determinó la abstención de ninguno de los querellados, no obstante advertir la Ley de Partidos de forma expresa que el incumplimiento de tal disposición dará lugar a responsabilidad, conforme a lo establecido en el Código penal”.

Ala vista de la referida interpretación de la norma y tomando en cuenta el sentido que debería habérsele dado en virtud del derecho fundamental afectado, cabría señalar:

A) El Auto infringe el artículo 23.2 CE porque redefine el tipo penal del delito de desobediencia.

La fundamentación del Auto merece a esta parte dos consideraciones básicas que evidencian a su juicio su incorrección en términos constitucionales.

La primera se refiere a que la subsunción de la conducta en el delito de desobediencia se justifica directa y exclusivamente en la Sentencia de ilegalización y en el desconocimiento de un mandato legal establecido en la Ley de Partidos.

Tal argumentación evidencia la artificiosidad de la subsunción, ya que ésta no define la infracción por incumplimiento de una Sentencia o de una previsión legal, sino que el tipo infractor se construye acumulando dos fuentes obligacionales muy distintas (en primer lugar, la enunciada y recogida por el artículo 118 CE y la que plasma el artículo 9.1 CE en conexión con el artículo 25.1 CE, en segundo) y que se sitúan claramente fuera del tipo definido delictivo del artículo 556 CP.

En efecto, ambas fuentes obligacionales, dispuestas independientemente no sirven para fundamentar la desafortunada y solitaria tesis del Auto para dotar de razón (sólo aparente) a la consideración de que la conducta del Lehendakari pueda ser constitutiva de un delito de desobediencia.

Indudablemente el obligado cumplimiento de lo acordado por los jueces y tribunales en el ejercicio de la potestad jurisdiccional es una de las mas importantes garantías para el funcionamiento y desarrollo del Estado de derecho

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(STC 15/1986), pero debe recordarse que esta exigencia objetiva del sistema jurídico comporta, de un lado, el derecho a la ejecución de las Sentencias en sus propios términos, de suerte que el órgano judicial no puede apartarse de los previsto en el fallo; y, de otro lado, que la ejecución de las sentencias y resoluciones firmes corresponde a los titulares de la función jurisdiccional (artículo 117.3 CE), pues “corresponde a los jueces y Tribunales determinados en las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan, hacer ejecutar lo juzgado, adoptando las medidas oportunas para el estricto cumplimiento del fallo, sin alterar el contenido y el sentido del mismo” (STC 125/1987, FJ 2).

En este caso, no corresponde al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, corregir o reparar, a través de la vía penal, las eventuales lesiones que pueda sufrir esa garantía que tengan origen en una supuesta pasividad o desfallecimiento del órgano judicial competente para asegurar el cumplimiento de su fallo. Según el artículo 12.2 LOPP, corresponde a la Sala sentenciadora asegurar, en trámite de ejecución de sentencia, que se respeten y ejecuten todos los efectos previstos por las leyes para el supuesto de disolución de un partido político.

Como segunda consideración, y tras reiterar –una vez más- que el Lehendakari, al igual que los demás ciudadanos, está sujeto a la Ley, no cabe entender para aquél –como tampoco para ellos- que el artículo 12.1 A) LOPP contiene una norma penal (conforme a lo antes razonado).

Según dicho precepto, la disolución judicial de un partido político producirá los efectos previstos en las leyes y, en particular, tras la notificación de la sentencia en la que se acuerde la disolución, procederá el cese inmediato de toda la actividad del partido político disuelto. La acotación final “el incumplimiento de esta disposición dará lugar a responsabilidad, conforme a lo establecido en el Código Penal”, es expresión general de la voluntad del legislador (común en múltiples textos normativos) de castigar la infracción siguiendo lo dispuesto en el Código Penal; esto es, la misma procederá en los casos previstos y tipificados en el Código Penal.

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Pues bien, el Código Penal no contiene ningún tipo que acoja el supuesto al que alude la LOPP. Ni está en el Código penal como tipo específico ni puede entenderse que la LOPP haya modificado los elementos del tipo del artículo 556 CP, esto es, el marco punitivo descrito por aquél (la ampliación tácita de los tipos penales es una operación prohibida por el ordenamiento constitucional tanto para el legislador como para el aplicador).

El incumplimiento de un mandato establecido en una ley tendrá las consecuencias que el legislador haya establecido para el caso de que se realice la conducta típica. Si esta está prevista en la ley penal llevará aparejada la pena correspondiente, con el contenido y alcance que para la misma haya establecido el legislador.

Otra cosa distinta es que tal conducta suponga además que se haya consumado una desobediencia a la Ley, al mandato legal que, directa o indirectamente, prohíbe hacer o no hacer.

La argumentación que acoge el Auto conlleva a la postre que cualquier infracción legal pueda llevar implícita una desobediencia, el tipo adquiere así una finalidad de universalidad, al proyectarse sobre cualquier ilegalidad. Tal interpretación debe ser, en fin, descartada porque es absolutamente irrazonable.

B) El Auto lesiona el artículo 23 CE porque desconoce abiertamente los requisitos que, de acuerdo con la tipificación del delito de desobediencia deben concurrir también en su apreciación indiciaria.

El sintético escrito del Ministerio Fiscal corrobora las consideraciones que esta parte expuso en su escrito de suplica, coincidentes, a su vez, con las apreciaciones que se formulan en el Voto Particular emitido al Auto de 10 de octubre de 2006 (en el que la Magistrada afronta también, con enorme claridad y de forma concluyente, la exégesis de las Sentencias del Tribunal Supremo de 22 de marzo de 2000 y 1 de diciembre de 2003, sobre las que se basa la mayoría para desestimar el recurso).

Porque, independientemente de que la conducta del Lehendakari la incardinemos en el artículo 556 CP (como cooperador necesario del delito

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cometido por particulares) o en el artículo 410 (como autoridad presuntamente desobediente), siendo ambos delitos homogéneos (STC 71/2005, de 4 de de abril y STS de 28 de enero de 1997), se han de cumplir una serie de requisitos sin los cuales la conducta queda fuera del tipo penal:

1. Un mandato legal y expreso dictado por la Autoridad en el ejercicio de las funciones propias a su cargo y dentro de los límites de sus respectivas competencias.

2. Que la orden o mandato se haga conocer a sus destinatarios de forma expresa, terminante y clara; conocimiento real y positivo por el obligado, aunque no sea preciso que se realice con el expreso apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia en caso de incumplimiento.

3. Que la actitud asumida por la persona a quien se ha notificado la orden sea de abierta negativa a obedecerla y no de mera renuncia.

4. Que su incumplimiento menoscabe la consideración debida a los representantes del poder público.

5. Que la desobediencia sea grave.

Siendo este el ámbito de enjuiciamiento y cuando lo que se reprocha es el incumplimiento de lo dispuesto por el fallo del Tribunal Supremo que declara la ilegalización de Herri Batasuna, Euskal Herritarrok y Batasuna -ya hemos dejado puntualizado que la previsión del artículo 12.1 A) LOPP resulta a estos efectos indiferente-, lo primero que hay que decir es que corresponde a ese Tribunal, en su caso, “a petición de los interesados cuando proceda según las leyes, deducir las exigencias que impone la ejecución de la sentencia en sus propios términos, interpretando en caso de duda cuáles sean éstos, y actuar en consecuencia.” (STC 125/1987, de 15 de julio, FJ 2).

Es notorio que en este caso el Tribunal Supremo no ha dicho nada sobre las consecuencias que de su Sentencia se derivan acerca de la posibilidad de que se reúna el Lehendakari con líderes de la izquierda abertzale –en su día notorios

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dirigentes de la extinta formación- ni ha tomado determinación alguna en orden a su ejecución.

Es notorio que tampoco, en el seno del procedimiento de ejecución de dicha Sentencia se ha dirigido ni al Lehendakari ni a las personas con las que éste se reunió una orden o mandato a fin de que se abstuvieran en general, o en particular, de llevar a cabo tales reuniones –en el relato de hechos de la querella no se da noticia de que esto haya ocurrido-.

Es incuestionable también que la Asociación querellante no puede atribuirse la condición de autoridad, ni claro está, puede intimar como tal a una autoridad que sí lo es. Su falta de legitimación para realizar dicho acto es clara y tampoco necesita de mayor fundamentación.

Aún en el caso, además, de que se cumplieran los elementos objetivos, falta asimismo el elemento subjetivo, ya que el delito de desobediencia conforme a las características que hemos visto es un delito eminentemente doloso o intencional, que requiere la conciencia y voluntad explícita y notoria de no respetar, de no acatar la orden emanada de la autoridad competente.

En efecto, el Auto ignora que la línea divisoria, tenue y sutil, entre el delito y la falta del artículo 634 CP se halla - tal y como se afirma en el Voto particular emitido al Auto de 10 de octubre de 2006, con cita de la doctrina jurisprudencial-, en la reiterada y manifiesta oposición, grave actitud de rebeldía, persistencia en la negativa, en el cumplimiento firme y voluntario de la orden y, en fin, en lo contumaz y recalcitrante de la negativa a cumplir la orden o mandato incumplimiento.

Y, claro está, para que se pueda llegar a apreciar que concurre esa actitud de oposición “tenaz y rebelde, obstinada y terminante” tendrá que existir inexcusablemente la orden o el mandato, sin los cuales no existe una obligación concreta a la que obedecer ni por ello se puede llegar a determinar a qué se debe la negativa.

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C) El Auto lesiona el artículo 23 CE porque su fundamentación jurídica incurre en una contradicción interna que evidencia la irrazonabilidad de la decisión adoptada..

En efecto, el Auto incurre en una contradicción jurídicamente insalvable.

Toma en cuenta –pues resulta inevitable- que el Auto de 5 de julio de 2006, del Juzgado Central de Instrucción nº 5, pone a las claras que una reunión “entre representantes del Partido Socialista de Euskadi y de la ilegalizada Batasuna”, no vulnera la medida cautelar de suspensión de actividades de los partidos ilegalizados.

Pero, no extrae de dicha resolución –cuyas consecuencias para el caso son evidentes- los efectos que aquella tiene en el enjuiciamiento liminar de la conducta (a estos efectos, plenamente idéntica) que le corresponde examinar.

Pese a que comparte la consideración del mencionado Juzgado, lo que le lleva a desestimar la querella por lo que se refiere al posible delito de quebrantamiento de medida cautelar, como por otra parte no podía ser menos –ya que como defendemos corresponde velar por el sentido y eficacia de lo resuelto al órgano judicial que ha dictado la resolución-, estima que la misma conducta puede ser constitutiva del delito de desobediencia por vulnerar la medida definitiva de cesación de actividades de los partidos ilegalizados que es la adoptada por el Tribunal Supremo.

La diferencia radica solamente en la naturaleza de la medida, una provisional y la otra definitiva, pero ambas impiden lo mismo: las actividades de los partidos ilegalizados.

En ese contexto, inclinarse por la ausencia de atipicidad en cuanto a la primera y por la represión pública en cuanto a la segunda, cubriendo ambas el mismo espectro de conductas que pudieran contravenirlas, ya sea por quebrantamiento ya sea por desobediencia, que implican una conducta antijurídica análoga, resulta contrario a los criterios mínimos y elementales de la lógica jurídica.

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D) El Auto lesiona el artículo 23 CE porque admite la querella frente a mi representado en calidad de cooperador necesario de un delito de desobediencia.

A lo que aquí es relevante, la querella se admite por la posible participación del Lehendakari en el delito de desobediencia, en calidad de cooperador necesario, ya que según la Sala del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco la reunión “no hubiera podido tener lugar sin el consentimiento y concurso del Lehendakari”. Lo que supone que tal reunión, aislada y desconectada de cualquier otra actividad, sería la única forma que tendrían los actores directos para desobedecer la Sentencia del Tribunal Supremo, ya que al juzgar al partícipe lo decisivo es su aportación al resultado finalístico de la acción, su eficacia, necesidad y trascendencia.

Si los otros querellados hubieran tenido la voluntad de desobedecer, es claro que la aportación de esa reunión a su plan delictivo ha sido escasa o, como mucho, de la misma eficacia que han tenido otras reuniones que han celebrado –conocidas por ser públicas- con diferentes líderes políticos, sociales y sindicales.

No queremos decir con ello que deban asimismo ser encausados, porque –según lo razonado- el normal funcionamiento democrático de la sociedad es radicalmente incompatible con una actuación de esa índole.

La cooperación necesaria requiere además compartir el propósito criminal del autor, en el contexto del concierto previo o “pactum scaeleris”, esto es, supondría que lo que mueve al Lehendakari a reunirse con los representantes de la izquierda abertzale es el propósito de colaborar con aquellos en la comisión de un delito de desobediencia, lo cual constituye un auténtico dislate. Si acaso debiera atribuírsele tal condición de cooperador necesario, sería en calidad de elemento esencial para buscar la paz porque es ahí y no en el ámbito judicial donde debiera exigírsele ser cooperador necesario para el bien común  de la ciudadanía a la que representa.

Es más, la propia Sala de lo Civil y lo Penal del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (compuesta por los mismos magistrados que han sumado su voto para desestimar el recurso de Suplica), en su Auto de 22 de febrero de 2005

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(cuya copia se acompaña para facilitar la labor del Tribunal) sostuvo un entendimiento, tanto de los componentes del delito de desobediencia como de la figura del cooperador necesario que, dicho sea en estrictos términos de defensa, se sitúa en las antípodas de la que ahora esgrimen.

Decía la Sala lo siguiente en su FJ 4º dedicado precisamente a los imputados por cooperación necesaria:

“Contrariamente, ninguna responsabilidad, ni en términos provisorios o de apreciación indiciaria, cabe atribuir a los querellados (…), pues la cooperación necesaria es una forma de participación que consiste en la contribución dolosa, aportando elementos esenciales, a un delito doloso ajeno, sin los cuales y sin su participación no hubiera tenido lugar la comisión del delito, ya que el simple conocimiento de tal actividad delictiva no supone necesariamente participar en ella, máxime en el tipo especial del delito de desobediencia, que sólo pueden cometer las autoridades o funcionarios públicos directamente concernidos y obligados a dar el debido cumplimiento a la resolución judicial, la decisión o la orden. Lo que aconseja restringir al máximo el fundamento de la responsabilidad criminal por desobediencia no extendiéndolo más allá del círculo de sujetos afectados directa y personalmente por lo mandado u ordenado. De lo que se sigue, y puesto que, como antes se señalaba, han sido (…) los directamente concernidos por lo ordenado por la Sala Especial del Tribunal Supremo, que en ningún momento ha dirigido algún tipo de mandato, orden o requerimiento a (…), que ninguna responsabilidad por desobediencia cabe atribuir a estos últimos.”

Los motivos que esgrime la Sala los compartimos sin reservas -el que se trate del tipo especial no es suficiente para que se altere el criterio básico: sólo lo pueden cometer los ciudadanos directamente concernidos y obligados—y, aunque no se juzguen los mismos hechos, viene al caso apuntar que, en modo alguno, entendió que pudiera cometerse el delito por el incumplimiento de lo ordenado por la Sentencia de ilegalización, sin que se hubieran dictado los Autos, Providencias y Oficios del Tribunal Supremo en ejecución de sentencia y que jalonan lo acontencido, como ahora, sin embargo, sostiene.

En el caso que ahora nos ocupa, la irrazonabilidad de considerar típica penalmente la conducta es de una claridad meridiana, o como señala la Magistrada que firma el voto particular “fuera de toda duda razonable”: sólo a fuerza de ignorar la certeza con la que se manifiesta la atipicidad de las conductas incriminadas –que se silencia- y al resguardo del supuesto necesario conocimiento limitado que de los hechos debe hacerse “en los exclusivos términos indiciarios de comprobación que procede en este momento” –como acríticamente se reitera-, puede el Tribunal proseguir con una causa en la que se

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está ejerciendo lo que en alguna ocasión ha calificado el Tribunal Constitucional como “un patente derroche inútil de coacción”.

En resumen, y para concluir - como ha dicho en numerosas ocasiones el Tribunal al que nos dirigimos-, la seguridad jurídica y el respeto a las opciones legislativas sitúan la validez constitucional de la aplicación de las normas penales, tanto en su respeto al tenor literal del enunciado normativo, que marca en todo caso una zona indudable de exclusión de comportamientos, como en su razonabilidad.

En suma, la decisión de iniciar el proceso penal contra el Lehendakari, como hemos argumentado, lesiona el derecho fundamental del artículo 23 CE al (i) redefinir el tipo penal del delito de desobediencia con la clara finalidad de incluir en el mismo una conducta que prima facie no está en aquél; (ii) considerar que concurren, siquiera indiciariamente, los elementos objetivos y subjetivos del tipo penal para lo que redefine “ad casum” los mismos, (iii) incurrir en contradicción interna al realizar la operación de subsunción y (iv) “construir” artificiosa de la cooperación necesaria, pues es evidente la ausencia de la concurrencia de voluntades que requiere dicha cooperación.

En virtud de todo lo expuesto,

SOLICITO AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL,

1º.- Que admita el presente recurso de amparo y, de acuerdo con lo razonado en este escrito, otorgue el amparo, declare la nulidad del Auto de 10 de octubre de 2006 del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que confirma el Auto de 6 de junio de 2006, en cuanto admite a trámite la querella contra mi representado por

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considerar que ha podido incurrir indiciariamente en un delito de desobediencia, en calidad de cooperador necesario, ya que dicho Auto ha ocasionado la vulneración del derecho fundamental del artículo 23 CE del que es titular el Lehendakari del Gobierno Vasco y dicha declaración de nulidad es la única medida para el restablecimiento íntegro del derecho fundamental vulnerado y para la preservación de su legítimo ejercicio.

2º.- Que, sin perjuicio de conocer la enorme carga de trabajo que pesa sobre el Tribunal, atendidas las circunstancias que concurren en el caso, en especial la negativa afección que para el derecho fundamental del artículo 23 CE produce el mantenimiento del citado Auto de 10 de octubre, se resuelva el recurso a la mayor brevedad.

OTROSÍ DIGO que se acompañan a este escrito los siguientes documentos:

(i) Copia del poder a favor del procurador (documento nº 1); (ii) Copia de la Resolución de la Directora de lo Contencioso-

Administrativo por la que se acuerda asumir la defensa del Excmo, Sr. Lehendakari del Gobierno Vasco, D. Juan José Ibarretxe Markuartu y designar al letrado D. Mikel Gotzon Casas Robredo, perteneciente a los Servicios Jurídicos Centrales del Gobierno Vasco (documento nº 2);

(iii) Copia de las resoluciones judiciales recurridas (documentos nº 3 y 4);

(iv) Copia del Auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (Sala de lo Civil y Penal) de 22 de febrero de 2005 (documento nº 5).

Es justicia que pido en Vitoria-Gasteiz para Madrid el 10 de noviembre de 2006.

EL Procurador El Letrado

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