cuentos para el andén

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Número 1 | noviembre 2011

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El primer número de Cuentos para el andén, revista literaria gratuita editada por Alejandro Moreno

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Page 2: Cuentos para el andén

[23]Jorge Sanz

[22]

[17]

[18]Manuel Moyano

[16]

[20]El cobarde en el reino de las ratas, Ricardo Hierro

[13]La partida, Ángel Zapata

[9]Una silla para alguien, Andrés Neuman

[5]Una revelación, José María Merino

[3]

C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | edició[email protected]

www.jastenfrojen.com

[email protected]

Eurocolor

Alejandro Moreno, Eugenia Angulo, Víctor García Antón, Juan Carlos Márquez.

© tiagertrudis | tiagertrudis.wordpress.com | [email protected]

M-42629-2011

noviembre 2011

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Page 3: Cuentos para el andén

es un refugio en el que

introducirte mientras viajas,

esperas, comienzas o terminas,

pequeñas píldoras para que

completes tus viajes. Relato

corto, fotografía, cine, agenda,

todo el formato breve que llena

este trayecto breve. Leer, mirar,

reír, pensar, todo en un rato. No

te quitamos más tiempo,

esperamos que lo disfrutes.

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Page 4: Cuentos para el andén

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Page 5: Cuentos para el andén

AQUELLA mujer joven sentada frente a él en

el vagón del metro, no muy agraciada, cuyo

cabello brotaba casi en la frente, vestida de

una manera que parecía rancia, le recordó con

certeza la imagen de su propia madre antes

de casarse, en una fotografía que conservaba

en el álbum heredado tras su defunción. Las

facciones eran idénticas, así como el aire me-

lancólico de los ojos y la curva un poco des-

plomada de los labios. También la presencia

de la mujer tenía el aire brumoso de la imagen

fotográfica. Y al reconocer aquel rostro y aque-

lla figura, comprendió que no era la primera

vez que recibía esa impresión de familiaridad,

aunque no hubiera detenido lo suficiente su

atención en el motivo.

A partir de entonces viajaba en el metro

sin otro fin que observar con avidez a los

pasajeros, y a lo largo del siguiente mes fue

reconociendo otras gentes de su cercanía ya

fallecidas: a su padre, en un joven que hasta

por la ropa recordaba al oficial uniformado

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Page 6: Cuentos para el andén

retratado en aquella vieja foto dedicada. A

Evangelina, su mujer, a su abuelo Adolfo, a su

hermana Chon: una muchacha rubia y flaca,

un hombre calvo de hombros cargados, una

niña de ojos saltones.

Poco a poco fue encontrándose los rostros

y los cuerpos de muchos de los muertos de su

vida, que mostraban el mismo aire vago de las

imágenes del álbum. Una tarde, un reflejo en

la ventanilla lo sobresaltó, porque estaba él

solo en aquella parte del vagón y el cristal

mostraba la figura de un hombre con el pelo

oscuro, sin barba, en lugar de presentar la ima-

gen de su figura decrépita con cabeza barbu-

da y canosa: aquel reflejo era una imagen foto-

gráfica suya de varios años antes.

Aquella vez, al regresar a casa, ya no recor-

daba muy bien el itinerario, como si en lugar

de tratarse de lugares reales recorriese los

espacios de una memoria en trance de des-

vanecerse.

Ahora siempre está en el metro y va olvi-

dando poco a poco lo que fue. Acaso algún

día uno de sus hijos, al contemplar su ima-

gen, recuerde aquella foto de abogado vesti-

do con la toga recién estrenada, que presidió

su despacho hasta su muerte. �

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Page 9: Cuentos para el andén

ESTA es tu silla, madre, ¿ves?, por favor, siéntate.

He desplegado el respaldo, he revisado las ruedas y les he pasado un

trapo húmedo para que tus manos sigan blancas. Blancas, no inocentes:

a ti y a mí la inocencia no nos interesa demasiado. El color blanco sí por-

que es fruto del esfuerzo, hace falta cuidarlo, mantenerlo limpio.

La he preparado, ¿sabes?, durante meses, años, ya no me acuerdo

bien. Siempre me pasa lo mismo con esta silla. Me concentro tanto en

ella, que el calendario se pone a rodar y ya no sé hace cuánto te espero.

Ven, voy a peinarte, voy a ordenarte los cabellos con la paciencia de las

grandes ocasiones, como si cada pelo fuese la cuerda de un instrumen-

to. Porque hoy, esta mañana o esta tarde, no sé bien, ¿qué hora será?, hoy

mismo vamos a estrenar esta silla de ruedas que no te ofende, como no

pueden ofenderte la luz tibia, el aroma a café de las terrazas o la brisa que

va a desordenarte ese peinado. Y así debe ser, ¿no? Las cosas no se orde-

nan para que permanezcan, se ordenan para invitar al tiempo a que haga

bien su trabajo.

Bueno, entonces ya estamos preparados, o casi. Estamos preparados,

salvo por el detalle de la gorra. Esa gorrita verde, ¿te la ponemos o no?

Hay que reconocer que te da un toque de humor, quizá te hace más

joven. Aunque sé que te quita perspectiva y proyecta un balcón de som-

bra sobre tus ojos. Mejor te la quitamos. También puedes llevarla en el

regazo, por si el sol se nos pone caprichoso.

El sol es caprichoso, me contestas, es su naturaleza. Detengo el impul-

so que estaba a punto de darle a tu silla. Tienes razón, bastante razón: es

su naturaleza. Que el sol sea un poco imprevisible le termina de dar su

carácter de milagro. De acuerdo. Lo que no tengo claro es si eso significa

que te vas a poner la gorrita verde o no.

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¿Nos queda alguna cosa más? Repasemos. Cuando salimos juntos me

distraigo fácilmente, puedes tomártelo como un cumplido, mira que eres

coqueta. ¿Falta algo? ¿Tu pulsera de la suerte? ¿Tu chaleco liviano? ¿Tu

pañuelo amarillo? No creo que necesitemos más abrigo, aquí el sol es

caprichoso pero también intenso. Te prometo una calle luminosa. Te pro-

meto que va a haber más pájaros que coches. Te prometo que voy a sil-

bar mientras paseamos. Te prometo que vamos a reírnos. Y si después

hace falta llorar, lloraremos.

Qué delicia de aire, ¿lo notas? Imagínate cómo va a acariciarnos cuan-

do empecemos a movernos. Me gusta decirlo así, en plural, movernos,

porque pienso que salir con una silla tiene esa ventaja, cada uno partici-

pa del cuerpo del otro, con un mismo empuje caminan dos. Hoy tus pies

me gustan más que nunca, se los ve con la curiosidad en los talones, pre-

ciosos dedo a dedo, esas sandalias no te las había visto.

Ahora, por favor, vamos soltando los frenos. Así, despacio. Uno, otro.

Perfecto. Para ser la primera vez, pareces una experta. Avanzo, ya avanza-

mos. Esto es mucho mejor de lo que imaginaba. ¿Te gusta? ¿Te divierte?

Juguemos a los barcos. Tú eres la vigía y yo soy el timonel. Me gustaría

mucho que cantaras. Allá voy, allá vamos. Ya te escucho cantar. Ya se

inflan las velas. Qué rápido rodamos, esto hay que repetirlo. Allá van

nuestras ruedas, que giren, que no frenen nunca más. ¿Vas bien? ¿Estas

cómoda? Definitivamente, este paseo ha sido una gran idea. Silla veloz,

silla de tiempo, silla vacía al aire. Silla colmada de alguien que se hubiera

sentado. �

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L o que

aprendas

por

habérselo oído

decir a otro,

lo olvidarás

fácilmente.

Lo que aprendas

con tu propio

cuerpo,

lo recordarás

toda la vida.”

Gichin Funakoshi (1868-1957)Maestro japonés considerado el padre del Kárate moderno.

Page 13: Cuentos para el andén

UN MARINERO ESTÁ ENCARAMADO

al palo más alto de un buque.

Lleva allí varios días, subido

a horcajadas en la cruce-

ta, en medio de una tem-

pestad terrible. Sin un

segundo de respiro, el

buque es izado por los bra-

zos del agua hasta un cielo

cobalto, veteado de

fuego, o bien cae al

vacío, igual que una

brizna de polvo, desde la

cresta de unas olas tan altas como

cordilleras. El marinero sigue allí, encaramado

al mástil, cuando el capitán sale a cubierta lle-

vando en una mano un farol náutico, y en la

otra una tartera de aluminio.

–¡Marinero Rosas! –grita con fuerza el capi-

tán–. ¡Le ordeno que deponga su actitud!

–¡Me es imposible, capitán! –res-

ponde el marinero–. ¡Las molle-

jas de pollo estaban duras!

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–Pero Rosas ¿no ve que estamos en un tris de irnos a pique? ¡Por Dios bendi-

to! Qué importan ahora unas mollejas.

–Importan, capitán. Importan mucho. Las mollejas de pollo tienen que estar

jugosas. Es así, capitán.

–¡Rosas!

–¡Sí, mi capitán!

–El cocinero le ha preparado unas albóndigas. Por orden mía. Las traigo aquí,

en la tartera. Mírelas. Y además son albóndigas en salsa. Muy ricas. Baje usted de

una vez. No sea tozudo, Rosas.

–Mi capitán: con todos los respetos, yo no he tragado nunca las albóndigas.

Eso no arregla nada, señor. La otra noche –usted lo vio perfectamente– estuve a

punto de llorar cuando nos dijo el cocinero que había preparado mollejas de

pollo. Figúrese. ¡Mollejas de pollo! Aquí. En alta mar. Doblando nuestro buque el

Cabo de Hornos, con viento favorable. El corazón no me cabía en el pecho, capi-

tán. ¡Mollejas de pollo! Habría besado al cocinero, créame. ¡Oh, capitán: qué

bellas son las ilusiones! ¡Y qué poquito duran, las puñeteras!

–¡Modere su lenguaje, Rosas!

–¡A la orden, mi capitán!

–¡Rosas!

–¡Sí, capitán!

–Rosas: por qué no se comporta igual que un hombre razonable, y baja ya de

ahí. ¿No comprende usted que me pone en ridículo si vuelvo a entrar con la tar-

tera?

–Lo comprendo, mi capitán.

–¿Y no va a hacer eso por mí?

–Me es imposible, señor. Las mollejas de pollo estaban duras.

–¡Rosas!

–¡Sí, mi capitán!

–Hace ya dos horas que toda la tripulación está achicando agua en las bode-

gas. ¿No lo ha notado? El buque escora hacia estribor. Nos hacen falta brazos,

Rosas. No puede usted seguir en la cruceta.

–Me hago cargo, señor.

–Se hace usted cargo.

–Sí señor.

–¿Entonces le esperamos en las bodegas?

–Desde luego que no, capitán. El buque está escorado. Se va a pique. Muy

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Page 15: Cuentos para el andén

bien. ¡Y qué intenta decirme con eso! Yo habría besado al cocinero. Esté seguro

de que le habría besado. Pero eso fue hace tres días. Ahora ya es imposible con-

tar conmigo. Las mollejas de pollo estaban duras. ¿Es que no lo comprende?

Estaban duras, capitán.

–¡Rosas! –le grita el capitán exasperado. E incluso tira al suelo la tartera, en un

rapto de furia.

También la tira como una especie de amenaza. Pero es un gesto inútil. Antes

que pueda volver a hablarle, una ola gigante barre de abajo a arriba la cubierta

del buque.

En cuestión de segundos, una masa de agua levanta al capitán a treinta

metros de la cubierta. Lo levanta, exactamente, hasta el mismo lugar de la cru-

ceta donde está atrincherado el marinero Rosas. Un rayo corta el cielo de la

noche, despedazado por la tempestad. Por un momento, el capitán y el marine-

ro Rosas quedan así, sentados frente a frente, uno encima de otro, abrazados al

mástil de cruceta. Es un momento fugacísimo. Un pestañeo. Nada. Pero los dos,

el capitán y el marinero Rosas, aún tienen tiempo de cruzar unas palabras de

despedida:

–Rosas ¡qué mala leche tiene usted, carajo! –le dice el capitán.

–Créame que lo siento, señor -contesta Rosas–. Pero es un hecho. Las molle-

jas de pollo estaban duras.

Después todo ocurre en una fracción de segundo. El capitán prevé el peligro

y le da a Rosas su farol náutico. Rosas lo coge por los pelos. Y la misma ola que

ha empujado hasta arriba al capitán, arrastra al marinero fuera del buque.

–¡Estaban duras, capitán! ¡Las mollejas de pollo estaban duras! –se le escucha

a lo lejos.

Y luego ya no se oye nada.

Mientras el buque lucha por no irse a pique, la ola se lleva al marinero Rosas

hasta las cordilleras y los valles de agua salada.

Hasta el océano y su ira.

Hasta esa otra oscuridad, detrás de todas las tormentas, invisible a los ojos. �

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C/ Loreto y Chicote, 9 Triball

www.teatropordinero.com

Las actividades y los ciclos se organizarán en:

- El sueño de Lola [Plz. Santos Niños, 5], - Teatro Salón Cervantes [C/Cervantes s/n]- El Corral de Comedias [Pza. de Cervantes, 15]

http://www.escueladeescritores.com/concurso-cadena-ser.

El Museo del Prado expone por primera vez, y

hasta febrero de 2012, una parte de su

desconocida colección de miniaturas.

C/ Ruiz de Alarcón, 23

http://www.museodelprado.es

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Page 17: Cuentos para el andén

A Sabina se le olvidó esta “parada”

entre las estaciones de Gran Vía y

Tribunal. En una zona casi irreconocible

para los que la frecuentaban hace unos

años hay una galería que no es sólo una

galería. Un taller que no es sólo un taller.

Un lugar divertido que no sólo es un

lugar divertido. Un montón de sorpresas

que son siempre un montón de

sorpresas. Un sitio que los que hacemos

CpA marcamos en tu camino.

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Page 18: Cuentos para el andén

Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado cierta

noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la

Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que

el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un

almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho

tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme.

Me llamaba "buen doctor", pero había en sus palabras un velo de amar-

ga ironía. Yo no podía apartar la vista de sus astas de toro. "He sabido por

mis padres que usted les aconsejó matarme", dijo. "Así es", respondí con

todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera ven-

garse por ello. "Debieron hacerle caso", fue lo único que le oí mugir mien-

tras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme,

había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron

que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas

galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia. �

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Page 19: Cuentos para el andén

Parecía imposible, pero Elvis se encontraba allí, delante de mí, hacien-

do cola en la caja de aquel supermercado. Aunque iba camuflado con

unas gafas de sol y una enorme barba gris, hubiera reconocido su rostro

incluso bajo un pasamontañas. Le seguí hasta los aparcamientos y, mien-

tras vaciaba el carro de la compra en su maletero, lo abordé.

Naturalmente, negó ser Elvis, pero yo le arranqué la barba de un tirón.

Como imaginaba, era postiza. "Entonces, no es una leyenda", exclamé.

"¡Estás vivo!" Esa noche bebimos hasta hartarnos. Elvis lo pasó en grande,

e incluso interpretó algunos compases de Love me tender, aunque, por

la edad, ya desafinaba un poco. Cuando empezó a amanecer, me mostró

una navaja medio oxidada que guardaba en su cazadora y me pidió dis-

culpas por tener que matarme, ya que -explicó- necesitaba salvaguardar

su incógnito. Le aseguré que lo comprendía, y que, para mí, el haber

compartido una velada con él ya justificaba toda una vida. Mi cadáver se

pudre ahora en una solitaria cuneta de Oregón, es cierto, pero cuántos

querrían haber estado en mi lugar. �

Roberta Scalabrini, ama de casa, cuarenta y tantos, empuja su carro

por los pasillos iluminados del hipermercado mientras repasa mental-

mente la lista de la compra, que olvidó en la mesita del recibidor. A saber:

un paquete de café, dos de arroz, lentejas a granel, zumo de banana, hari-

na de maíz, concentrado de carne, aceite de girasol, leche desnatada,

salsa de tomate, queso parmesano, dos piezas de salami, seis tarrinas de

yogur con sabor a fresa, sal yodada, fertilizante líquido para las aspidistras

del balcón, alpiste para los canarios, paté de carne para el gato, dulces de

crema para Renzo, una libreta de hojas cuadriculadas para Sofia, bebidas

energéticas para Cosimo, unas zapatillas nuevas para Angelo, dos cajas

de cerveza holandesa para su marido, una botella de raticida para ella

misma, que tiene planeado ingerir esta tarde de un solo trago, antes de

que los niños regresen del colegio. �

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Page 20: Cuentos para el andén

Le basta con rozar el dorso de su mano a hurtadillas mientras la ade-

lanta presuroso en las escaleras mecánicas. Se conforma con encontrarla

en el reflejo de los cristales del metro, parapetada tras un libro o con los

ojos absortos y la mente en otra estación. Lo que él siente es amor ver-

dadero porque nada pide a cambio; un amor, eso sí, prudente y disimu-

lado.

A él le pusieron Hilario y piensa que ella podría llamarse Eva.

Eva es muy alta para Hilario, y él quizás demasiado vulgar para una

chica como ella, hoy con su pelo recogido en un lápiz y su gabán de uni-

versitaria con corchetes. Lleva una falda verde, larga hasta los pies.

El vagón del metro da un bandazo y cruje mientras frena en seco a

mitad del camino que une dos paradas, en ese limbo subterráneo de

paredes tan cercanas y oscuridad. Hilario muchas veces escuchó que en

esos tramos inciertos entre estación y estación habitan las ratas de la ciu-

dad, es donde se refugian cuando llega el frío. Desde que así se lo conta-

ron, asemeja el zumbido ensordecedor de los tranvías a una suerte de

música para roedores. Allí las ratas, enroscando a ese ritmo sus colas en

una danza frenética que se repite cada tres o cuatro minutos.

El frenazo suspende el encantamiento que sobre Eva ejerce la novela

que debe de llevar una semana leyendo. La deja abierta y boca abajo

sobre su regazo. Levanta la muñeca y mira el reloj con un chasquido de

impaciencia. Hilario está de pie dando la espalda a Eva, junto a la puerta,

aferrado a la pesada manilla de apertura. En la ventana ve el reflejo de la

falda verde de Eva que le besa los tobillos mientras se levanta. Es la más

alta del vagón. Ninguna mujer del pasaje, tampoco ningún hombre, riva-

liza con su portentosa estatura.

Eva se va acercando con paso apacible, con sus párpados serenos y su

boca que nunca sonríe. Lleva la novela prendida entre los dedos. No ha

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Page 21: Cuentos para el andén

hecho ninguna muesca, no ha doblado la esquina de la página, tampo-

co ha insertado ningún marcador. Debe de haber memorizado el punto

exacto en que interrumpió la lectura. Bendita memoria. Huele a hierba y

a jabón de abuela y un poco a sudor. Es un sudor nervioso por la incerti-

dumbre de no saber a qué hora llegará hoy a clase, conjetura él.

El metro sigue sin reanudar la marcha. Eva llega hasta la posición que

ocupa Hilario, que continúa de espaldas a ella con las pupilas clavadas en

la ventana, como si hubiera algo interesante que observar en la porción

de muro desconchado que hay más allá del cristal.

Eva reposa la mano sobre el hombro de Hilario.

Él no acierta a discernir si se trata de una caricia o de una llamada de

atención. Parece que, con ese gesto, se limitara a aguardar a que él se

gire, a que le diga algo; pero Hilario calla entre temblores y sucumbe a un

sudor gélido y va menguando hasta hacerse muy pequeño, casi micros-

cópico, poco más que una mota de polvo; tan diminuto que logra desli-

zarse por la estrechísima ranura que hay en la base de la puerta, fuera del

compartimento. Hasta que está seguro de hallarse en el exterior, no vol-

tea la cabeza. Atrás queda el zapato aumentado de Eva y el pespunte de

su falda verde, que cae como un telón al fondo de su huida.

Hilario trata de reconocer el enorme túnel oscuro en el que ahora se

encuentra. Huele a humedad y hace un frío de muerte. El metro arranca

y se aleja llevándose la última oportunidad de decirle algo a Eva.

Como dos faros, se le echan encima a Hilario dos ojos amarillos y un

hocico desmesurado. Los colmillos, de tan blancos, parecen postizos.

Babean. Son los colmillos de la reina de las ratas que pueblan los corre-

dores deshabitados del suburbano. Detrás de ella van llegando muchas

más ratas enormes en siniestra procesión. Salen de debajo de las vías, se

desprenden del techo cóncavo y de los agujeros de las paredes, llegan

por delante y también por detrás. Todas bailan. Están bailando mientras

agitan las colas. Por fin han dado con un humano minúsculo que echar-

se a la boca. �

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Page 22: Cuentos para el andén

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Page 23: Cuentos para el andén

En uno que me divierte mucho, que es en el tren

del teatro, y sobre todo el de la gira del teatro, que

es como el tren de trenes, porque no sales de él,

vives prácticamente en un tren todas las semanas,

estás para arriba y para abajo, y lo estoy disfrutando

mucho, me encanta el mundo de la gira. Poder

representar una obra así, buena, me parece uno de

los grandes lujos del teatro.

Mi vida gira en torno a mis hijos, y sobre todo

son los aprietos de mis hijos los que han hecho que

los míos ahora ya no parezcan aprietos.

Sin duda ninguna, haciendo "La niña de tus ojos"en Praga, con Fernando Trueba y Cristina Huete. Sin

duda alguna, ha sido el rodaje en el que más cosas

he roto en el hotel.

Necesito que lo que esté a mi alrededor funcio-

ne, tener un mínimo de trabajo, no mucho, para

poder disfrutar de mis hijos, de mi vida, de mi casita

y de mi huerta.

No, no, estoy convencido de que no. Creo que

pasan los trenes que tú quieres que pasen en la

vida, creo que es una cosa que provocas tú, y no

hay que mirar atrás y lamentar los trenes que no

has cogido, yo creo que hay que agradecer los que

has cogido.

Breve, cojonudo.

Los primeros que he leído… Orzowei,

todavía me acuerdo a la perfección de ese libro.

Egosurfing, de Llucia Ramis.

Una vez, grabando zarzuela, con Mari

Carmen Ramírez, íbamos a grabar y me explicó

que el frío contrae las cuerdas vocales y las deja

mucho más finas, mucho mejor, al contrario de

lo que se piensa. Yo me tomo un té frío, doble,

con limón y miel, antes de las funciones.

A oscuras, a un niño pequeño metido en la

cama, y además un cuento inventado.

Mi medio de transporte ideal es el tren.

De hecho yo me muevo mucho en Cercanías.

A la montaña, al valle de Arán, cuando me

quiero refugiar me voy a la alta montaña.

Me gusta que lo he exprimido. Las dos

décadas gamberras de mi vida las he

pasado en Madrid. �

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Page 24: Cuentos para el andén

Ministerio de Cultura

Asociación Prometeo

de Poesía

Con la colaboración de: