licencia para vivir cap1
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Primer capítulo de Licencia para vivir, de Fady BujanaTRANSCRIPT
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“En este libro podrás encontrar el camino para ser dueño de tu propia vida a
través de la búsqueda de tu éxito, que no es más que la consecución de las
metas que te propongas.”
Alberto Fernández, profesor y coordinador del MBA de IESE
LICENCIA PARA VIVIRCrea la vida que TÚ quieres
Piensa diferente,actúa diferente yvibra diferente
para crear una nueva realidad
FADY BUJANACoach, Autor, Conferenciante
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Para mi hijo Nadim,
cuyo nombre significa “buen amigo”
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Índice
............................................................................................................Prólogo 5
...........................................Enseñar para aprender (a modo de introducción) 9
................................................................................................Creer para ver 19
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Prólogo
Conocí a Fady en 1991, cuando iniciábamos el MBA de IESE.
El primer día, cuando estábamos juntos esperando para
hacernos una foto, ya percibí que era una persona de la que se
pueden aprender muchas cosas, tanto por su vasta vivencia
personal, que tenía y que ha incrementado con los años, como
por su gran capacidad como comunicador. Me contaba con
afabilidad y entusiasmo que era libanés pero había vivido en
Venezuela, que hablaba cuatro idiomas… Y mientras tanto yo
pensaba: ¿qué hago yo en esta fila al lado de este fenómeno?
Pronto comprobé que más allá de todas sus experiencias,
Fady es una persona buena, BUENA en mayúsculas, amigo de
sus amigos e interesado por lo que sucede a su alrededor. Es
también una persona con grandes dotes para la observación y
una enorme riqueza interior. Porque no se trata sólo de tener
experiencias, sino de interiorizarlas y aprender de ellas, en
definitiva, de transformar las vivencias en reflexiones para el
crecimiento personal.
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En este libro el lector encontrará muchas vivencias de Fady,
vivencias explicadas en primera persona, experiencias que
han quedado en sus retinas y en su memoria y que ahora
comparte con nosotros. Y lo hace con su estilo transparente,
sencillo y humilde, y también con esa pizca de humor tan
necesaria en la vida.
Cuando leo un libro, evalúo un trabajo de investigación o el
proyecto de un alumno de IESE, una de las cosas que valoro es
que tanto yo como cualquier otra persona que lo pueda leer
aprenda algo. Y con la lectura de este libro he aprendido.
Agradezco a Fady que no se haya quedado sus experiencias
para él, sino que al transmitirlas en este libro nos permita
enriquecernos con las mismas. Además, como observará el
lector, Fady comparte también con nosotros sus ideas y las de
otros sobre ondas y partículas, sobre pensamientos y
emociones y sobre un sinfín de conceptos, lo que contribuye a
hacer nuestro aprendizaje y nuestra reflexión más profundos.
Muchas de las historias son de su infancia, esa época en que
somos más flexibles y tenemos más capacidad de aprender.
Estoy seguro de que ha sido el paso del tiempo el que le ha
permitido extraer lo mejor de esas experiencias. Es por ello
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que pienso que este libro es para todos, jóvenes y adultos;
todos deberíamos aprovechar nuestra oportunidad para ser
más mayores dentro de un tiempo, no sólo en edad sino en
riqueza personal, añadiendo valor a nuestras vidas.
Cuando empecé a leer el borrador del libro me di cuenta en
seguida de que me atrapaba en su red. Y es que este es un
libro de aquellos que te embebe, que te hace seguir leyendo,
en ocasiones de forma rápida y en otras ralentizando la
lectura para saborear y disfrutar cada palabra, cada ejemplo,
cada idea, y reflexionar sobre su aplicación a la propia vida. Es
un libro que parece escrito para cada uno de nosotros, en el
que se leen cosas que pensamos o hemos pensado, que
sabemos pero no siempre aplicamos. Que refleja, en parte,
nuestra propia existencia. Porque posiblemente los ejemplos
de Fady te conducirán a pensar en los ejemplos de tu propia
vida, aquellos más cercanos, porque lo que nos cuenta tiene
que ver con nuestra vida y con las cosas que suceden a
nuestro alrededor.
Cada uno de nosotros existe una sola vez y, por tanto, tiene
una vida, la suya, una sola, que tiene que tratar de aprovechar
al máximo, pensando y actuando para ser y para vivir, no sólo
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para existir. En este camino, uno ha de intentar ser aquello
que se propone, no aquello que los otros quieren. En este libro
podrás encontrar el camino para ser dueño de tu propia vida a
través de la búsqueda de tu éxito, que no es más que la
consecución de las metas que te propongas. Y encontrarás
claves para ayudarte a conseguirlas, como la humildad, la
constancia, el saber convivir con la incertidumbre, el detectar
oportunidades, el ser una persona generosa y, muy
particularmente, la necesaria capacidad de amar, que en
palabras de Fady es ese “estar maravillado cada vez que nos
encontramos con una de estas expresiones de la vida”.
Acompáñale pues en sus experiencias y reflexiones a través de
las páginas de este libro. Y, si me lo permites, sigue un
pequeño consejo: tenlo a mano y lee de nuevo algunos
capítulos de vez en cuando, ya que seguro que descubrirás
nuevos matices y nuevas ideas que te ayudarán a vibrar de
forma diferente.
Alberto Fernández Terricabras
Profesor y coordinador del MBA de IESE
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Enseñar para aprender (a modo de introducción)
“¿Qué es la felicidad sino el desarrollo de nuestras facultades?”.
Germaine de Staël.
“La manera en que una persona toma las riendas de su destino es más
determinante que el propio destino.”
Wilhelm Von Humboldt.
Aunque han pasado más de tres décadas, todavía recuerdo mi
primera clase de inglés en la escuela primaria, debía tener yo
unos doce años. Miraba la puerta expectante, como todos mis
compañeros, cuando entró por allí el anciano profesor con su
aire pulcro, su chaqueta a cuadros y su cabello blanco. Parecía
recién llegado desde el Londres victoriano, como si apenas un
rato antes hubiera estado tomando el té con Sherlock
Holmes. Lo cual, además de imposible, era difícil de imaginar,
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pues estábamos en el Beirut de los años setenta y él ni
siquiera era inglés.
Inició la clase con una curiosa disertación. En lugar de
enseñarnos inglés, se puso a explicarnos qué hacer para
aprender nuevas disciplinas en la vida. “Si queréis realmente
aprender algo, debéis enseñarlo primero”, dijo con una leve
sonrisa, creo que a sabiendas de que no iba a ser entendido
pero también de que el tiempo se encargaría de aclararnos su
mensaje. Por supuesto, la idea era demasiado contradictoria
para nuestros cerebros de adolescentes en fase de expansión
hormonal, pero aquella frase no se despegó nunca de mi
memoria y muchos años después he llegado a entender su
auténtico y profundo significado. Y lo he hecho al escribir este
libro, cuya finalidad inicial era enseñar y cuyo resultado final
ha sido un verdadero aprendizaje. He descubierto que
enseñar lo que sé me ha servido para aprender aún más y
seguir así profundizando en una labor de autodescubrimiento
iniciada hace muchos años. Es decir, mucho antes de saber
que tendría la suerte de plantar un árbol, tener un hijo
llamado Nadim y escribir un libro dedicado a él.
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El principio de esa aventura espiritual tiene para mí un
escenario claro: un balcón de Beirut a finales de los setenta,
en compañía de mi amigo Joe y... ¡con bombas cayendo a
nuestro alrededor! Atrapados en los entramados de la guerra,
Joe y yo empezamos a preguntarnos en aquel balcón qué
hacíamos allí (en aquella ciudad, en aquella vida) y por qué
sucedía todo aquello que tan intensamente estábamos
viviendo.
Aquellas conversaciones fueron probablemente mi primer
gran encuentro con el coaching de vida. Joe y yo pasamos
muchas tardes hablando sobre nuestras vidas y sobre cómo
las enfocaríamos. Éramos jóvenes, pero llegamos bastante
lejos en la aventura de descubrirnos y entendernos el uno al
otro y cada uno a sí mismo. Hablamos mucho y de muchas
cosas, desnudando nuestras almas cada día y capa a capa.
Cada capa que caía desvelaba otra más fascinante y compleja.
Con los estruendos de las bombas como música de fondo,
fuimos sumergiéndonos en las profundidades de nuestro ser,
tratando de entender las cosas de la vida en general y qué nos
hacía pensar y actuar como lo hacíamos. Nuestras
conversaciones sobre la sociedad, el amor y la religión fueron
despertando la curiosidad y el interés por descubrir las partes
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de nosotros mismos que eran innatas, distinguiéndolas de las
otras, adquiridas y fruto de nuestro entorno.
Esto fue sólo el inicio. Luego vinieron los estudios
universitarios, los amores, los viajes, los cambios de cultura,
de carrera, de pasiones. Y multitud de experiencias y
aventuras cuyo punto álgido fue la entrada en mi vida, hace
seis años, del pequeño Nadim. Aparecieron muchas cosas y
desaparecieron muchas otras, pero una permaneció: a lo
largo y ancho de este camino, año tras año, libro tras libro y
experiencia tras experiencia la búsqueda seguía.
Llegó un buen día en el que descubrí que, a pesar de haber
vivido tantas cosas y de haberme transformado en tantos
personajes distintos, en realidad sólo había sido uno de forma
irremediable. Lo curioso es que fui el último en verlo. Antes lo
vieron las empresas que me contrataron para sus operaciones
internacionales y que siempre me quisieron poner “a caballo”
entre aquí y allá. También lo habían intuido los amigos y las
amigas, que a veces acudían a mí para tratar de entender, a
través de mis ojos, cosas de otros lugares y de otras gentes.
Lo cierto es que, a pesar de haberme sentido muchas veces de
todas partes y rara vez de alguna en particular, nunca se me
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ocurrió pensar que yo era precisamente aquello: un puente
entre culturas, países, carreras, disciplinas, ideas y personas.
Así que un buen día supe que era un puente. Y, la verdad, no
me lo tomé demasiado bien. Me dolió sentirme extraño, de
ninguna parte. Intentaba verme identificado con algunas
culturas, con filosofías, con grupos de gente afín, pero casi
siempre acababa teniendo que alejarme sofocado. Me llegué
a reprochar muchas veces esa falta de lealtad y de
consistencia...
Hasta que finalmente lo acepté. Me di cuenta, aunque me
costó bastante, de que lejos de ser una desgracia aquello era
una bendición, pues me permitía beber de todas las fuentes
sin más obligación que la de dar las gracias antes de dirigir mis
pasos hacia otro manantial.
Y bebí. Bebí a grandes tragos de todas las fuentes, tomando
de cada una lo que me parecía único e interesante para mí.
Después, al ser siempre de otra parte, me quedaba de nuevo
solo, pero poco a poco fui descubriendo lo privilegiado que
era aquel promontorio solitario en el que me encontraba:
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desde allí podía absorber y sintetizar libremente muchas ideas
y conceptos como los que te quiero transmitir aquí y ahora.
He llegado a descubrir que ser un puente puede ser útil, y no
sólo para mí. Porque la función de un puente es unir espacios,
culturas e ideas. Un puente ensancha tu mundo, hace más
accesibles para ti sitios que antes creías inalcanzables. En
suma, un puente es un “ensanchador” de contextos y
entornos. Cuando se ensancha tu contexto creces de forma
irremediable. Te expandes para llenarlo. Esta es la función que
me gustaría adquirir en tu vida. Este es el trabajo que hago
como coach.
A través de este libro, intentaré ayudarte a ensanchar el
contexto en el que vives y también te ayudaré a crecer para
llenarlo. Y lo haré sin separar el entorno profesional del
personal. Piensa que por dentro tú siempre eres la misma
persona, y la ropa que vistes para ir al trabajo es eso, un traje
o vestido, un rol. Por la noche, cuando te la quitas, no dejas de
ser la persona que la llevaba por la mañana. Lo que intento
decirte es que todo cuanto se aplica a tu vida, se aplica a tu
trabajo y viceversa. De nada sirve intentar separar tu vida de
tu trabajo. Tienes que intentar integrarlos lo mejor posible y
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ensanchar en general el contexto de ambos. Por esto este
libro integra al mismo tiempo vivencias personales y
empresariales. Lo importante es ver que ambas facetas son
de la misma persona, son la misma vida.
No es lo mismo vivir en un entorno estrecho que en uno
expansivo. No nacimos para la esclavitud, ni de las personas ni
de las ideas ni de las palabras, ni siquiera de las que
pronunciamos nosotros mismos. Nacimos para la libertad y la
expansión. Nacimos para la aventura. La aventura de vivir.
Este libro que tienes en las manos pretende ser una expresión
de esta libertad: la de absorber y sintetizar, la de explorar y
descubrir, la de vivir y sentir, la de abordar la vida como una
aventura con toda su profundidad y toda su sensualidad.
¿Y qué es la libertad?, me dirás. Y yo te contestaré: ¿que otra
cosa puede ser sino una licencia que se otorga uno a sí
mismo? Una licencia para pensar, actuar y vibrar de forma
diferente. Una licencia para crear y para vivir la vida que TÚ
quieres.
Oscar Wilde dijo: “Lo menos frecuente en este mundo es vivir, la
mayoría de la gente existe. Eso es todo.” Aunque de entrada no
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parece el más alegre de los mensajes, me gustaría explicártelo
de una forma distinta para que lo veas en positivo. Lo
importante de esas palabras es entender que esta vida es
tuya. Es tu propia película, tu propia creación. Te corresponde
a ti escribir el guión, desempeñar el papel principal y ejercer
también la dirección. Claro está que no serás el único actor o
la única actriz, ni el único técnico o la única técnica, ni
tampoco el único espectador o espectadora. Pero tú mandas,
y tu película no podrá tener éxito si no te pones manos a la
obra, reúnes un buen equipo de apoyo y aprendes a
mantenerlo unido e ilusionado. ¿Como lo vas a hacer? Fácil y
difícil al mismo tiempo, aprendiendo a ser y a vibrar de forma
diferente.
Habrá momentos en los que perderás la fe, pero te enseñarán
a actuar con confianza; momentos de incertidumbre, pero te
enseñarán a fluir; momentos de adversidad, pero te
enseñarán a sacarles partido; momentos de seriedad, pero te
enseñarán a apreciar el juego; momentos de cambios bruscos,
pero te enseñarán a tener flexibilidad; momentos de
monotonía, pero te enseñarán a apreciar la creatividad que se
gesta en ellos; momentos de presión, pero te enseñarán a
mantener tu independencia; momentos de desolación, pero
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te enseñarán a encontrar tus oportunidades; momentos de
soledad, pero te enseñarán a apreciar tu propia compañía;
momentos de escasez, pero te enseñarán a ser un buen
gestor. Al final de todos esos momentos serás una persona
rica en los aspectos que más cuentan en la vida: la riqueza
que nace de la abundancia de tus emociones.
El camino te parecerá duro a veces y tortuoso otras, pero las
satisfacciones serán enormes. Tendrás derecho a vivir
aventuras llenas de emociones, con risas y llantos, desafíos y
acción, ternura y pasión, victorias y derrotas, ritmo trepidante
y calma chicha. Lo cierto es que esta experiencia no puede
dejarte indiferente ni vacío, por el contrario, te enriquecerá y
emocionará. Como una buena película. Tu película.
Ahora sólo te queda decidir si quieres que tu película sea una
comedia alegre o una tragedia oscura. La vida en sí misma no
es ni seria ni ligera, ni dura ni fácil, ni buena ni mala. Será
como tú la quieras retratar en tu película.
Tú eliges. Podrás creer que hace falta mucha seriedad para
vivir, pero no podrás evitar entrever, de vez en cuando, que
detrás de toda esa seriedad se esconde un gran juego al que
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tú puedes jugar incluso cuando creas que sólo eres una de sus
piezas.
Así pues, juguemos.
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Creer para ver
“Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen los milagros, la
otra es creer que todo es un milagro.”
Albert Einstein.
“Creo para comprender, y comprendo para creer mejor.”
San Agustín.
Mi padre era médico y vivíamos en una casa grande con vistas
al mar. Desde uno de los balcones de mi habitación podía
contemplar el sol poniéndose detrás de los rizos del
mediterráneo y luego cruzar la habitación en dirección al otro
balcón, justo a tiempo para ver salir la luna detrás de los
árboles de una colina de Beirut. Era una habitación preciosa,
con una luz increíble y, además de un balcón al este y otro al
oeste, una ventana al sur.
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El único problema de mi habitación era que, para llegar cada
mañana a la cocina donde ya desayunaba mi padre, tenía que
cruzar un largo pasillo y luego una enorme entrada. Eso era un
problema porque mi padre me veía caminar hacia él con mis
piernas de futbolista rozándose a cada paso. Un día, debía
tener yo siete u ocho años, mi padre me llamó a su lado y,
girándose en la silla, me pidió que me pusiera recto y firme
delante de él. Luego, poniendo la mano como un cuchillo,
intentó pasar sus gruesos dedos entre mis muslos y emitió un
diagnóstico inapelable: “Eres demasiado gordo. Mi mano
tiene que poder pasar libremente entre tus piernas. Tienes
que seguir una pequeña dieta. Come de todo, si quieres, pero
menos. Retente. Tienes que levantarte de la mesa con una
sensación de hambre todavía en la barriga...”.
Así empezó mi primera dieta. Cuando me vio triste, mi padre
quiso animarme diciéndome que era por mi propio bien, para
mi salud, y que si no lo hacía tendría multitud de problemas y,
además, no gustaría a las chicas. Yogur y pan tostado fue
aquel desayuno; bistec a la plancha y ensalada sin pan, para
comer; verduras hervidas con jamón cocido para cenar... De
repente la vida tomó otro cariz. Creo que aquel comentario
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bienintencionado sobre las chicas fue mi primer encuentro
con la tristeza y la preocupación...
Muchos años y dietas después mi cuerpo se había
acostumbrado a perder diez kilos de golpe con una dieta
draconiana para recuperarlos también de golpe si en algún
momento pronunciaba la palabra pastel o veía de lejos el
rótulo de una pastelería. Hacía deporte, incluso artes
marciales, pero aun cuando estaba en plena forma seguía
teniendo aura de gordo. Odiaba los espejos, nunca reflejaban
la imagen que quería ver, ni siquiera cuando me enfundaba
unos nuevos pantalones de dos tallas menos.
Mi padre se hizo mayor y yo crecí, pero todavía a veces
discutíamos sobre mi peso. Las discusiones a menudo giraban
en torno a un dato, el número que marcaba la odiosa balanza
marrón que teníamos en el baño (más tarde descubrí que,
subiéndome a ella de lado, podía quitarme un kilo o más;
sonreía viendo la aguja parada en el número que yo quería...).
Muchas veces intenté convencer a mi padre de que mi peso
no era el producto directo de lo que comía, sino que mi
metabolismo se comportaba de forma diferente al de los
demás. Pero era en vano. Atrincherado en sus vastos
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conocimientos médicos, mi padre declaraba: “Eso es
imposible, ¡olvídalo! Los nervios te hacen perder peso, no
ganar peso. Además: calorías ingeridas menos calorías
consumidas igual a calorías asimiladas. Es física pura. Como
decía Lavoisier: ‘Nada se crea, nada se pierde, todo se
transforma‘. En tu caso, en grasa acumulada.” No sé si has
intentado alguna vez discutir con un médico, pero te aconsejo
que no lo hagas: incluso si te propones lidiar su vasto
conocimiento con argumentos “de peso”. Si tu experiencia
contradice su ciencia sólo significará que has hecho algo mal…
Años después de aquella primera dieta ocurrió el milagro que
me convenció de que la ciencia tiene que servir a la
experiencia y no al revés. Estaba de intercambio en la
Universidad de California, en Berkeley. Me había marchado de
Barcelona triste porque me separaba de mi novia italiana.
Recién llegado a California, pasé por una etapa de soledad,
marcada por el duelo de aquella relación perdida, hasta que
con el paso de los días alcancé cierto estado de equilibrio
emocional. Fue mi primer momento zen, uno de esos
momentos de silencio interior tan profundo que logras
escuchar la voz del maestro o maestra que, según dicen, mora
por ahí. No tenía novia, pero ya no quería tener novia. No
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intentaba gustarle a nadie, no tenía ese estrés ni ningún otro.
Disfrutaba del campus, del clima fresco y soleado de San
Francisco… Y, sin ni siquiera proponérmelo, empecé a
desinflarme como un globo. Lo más curioso de todo es que
acababa de adquirir una mochila cuya única función era
dejarme las manos libres para poder sostener y devorar, todo
a un tiempo, el recién horneado muffin de chocolate con
trocitos de chocolate y chocolate caliente con su
correspondiente montaña de nata que solía comprar por la
mañana camino de clase. Caminaba por el campus feliz, con el
sol radiante, el cielo azul y los pájaros cantando, comiéndome
mi muffin y bebiendo mi chocolate. Hacía eso y, al mismo
tiempo… ¡perdía peso! Podía parecer una contradicción, pero
ahí estaba la realidad con su tozudez: comía lo que me
apetecía y no sólo no engordaba más, sino que me
adelgazaba.
Un día, cuando empecé a darme cuenta de lo que pasaba,
pensé: “¡Papá, no te lo vas a creer!”. Y de hecho no se lo creyó:
murió defendiendo la ecuación de las calorías y las leyes de
Lavoisier.
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Te preguntarás por qué te cuento esta parte de mi vida. Hay
una razón importante, que tal vez ya intuyas, pero que te
explicaré en seguida. El hecho es que mi padre, como muchas
personas de su época y aún de la nuestra, pertenecía a la
escuela del “somos lo que comemos”, de ahí que no aceptara
que pudieran existir otras causas, no físicas, capaces de influir
en nuestros cuerpos. Para él y los profesionales de la medicina
de su generación, las actitudes mentales podían ocasionar,
eso sí, cambios de costumbres que podían reflejarse en el
cuerpo. Por ejemplo, cuando una persona se deprime, suele
entrar en un estado de apatía que le hace perder el apetito y,
como consecuencia, come menos y baja de peso. Por el
contrario, ante una situación de estrés emocional se empieza
a “picar” a todas horas y, sin darse cuenta, se ingiere más
calorías de las necesarias y se engorda. Pero estas ideas,
aunque tengan fundamentos ciertos, no son del todo
correctas. No sólo somos lo que comemos, ¡somos sobre todo
lo que pensamos!
De lo contrario, seríamos simples animales. Hay algo más,
algo que hace que lo que comemos nos transforme en seres
humanos y no en otra cosa. El ADN, esa secuencia de
programas que hace que la energía que ingerimos se
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transforme en una particular configuración de células, es
parte de ese algo. La otra, no menos importante, es el
conjunto de pensamientos que mantenemos a lo largo de la
vida.
Cada uno de nuestros pensamientos se asocia a unas
reacciones químicas que afectan a todas nuestras células y
crean distintas sensaciones en nuestro cuerpo. Estas
sustancias químicas condicionan el funcionamiento de
nuestro ADN y a través de ello la producción de proteínas en
nuestro cuerpo. Somos, pues, el producto físico de nuestro
pensamientos, de esta conversación íntima e incesante con
nosotros mismos.
Somos hoy lo que pensamos ayer. Sobre nosotros/as mismos/
as y sobre lo que representamos en este mundo. Somos el
resultado de esta conversación interior que mantuvimos la
víspera y la víspera de la víspera. Por eso es muy factible ser
una persona completamente diferente mañana. Esto es, al fin
y al cabo, de lo que va este libro: de la capacidad de cambiar
tu vida con el uso adecuado de tus pensamientos y los actos
que se deriven de ellos.
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Esto, lejos de ser una quimera o un recurso fácil de libro de
autoayuda, es una idea cada día más extendida y defendida,
entre otras cosas porque cada vez existen más fundamentos
científicos y experienciales que la sostienen. Regeneramos,
sin darnos cuenta, millones de células cada segundo. ¿Qué
nos impide, entonces, regenerar nuestros pensamientos y,
con ellos, dar una nueva y más satisfactoria forma a nuestra
vida?
La condición necesaria y suficiente para que ocurra este
cambio es la de mantener pensamientos y actitudes
diferentes a los de ayer. O sea, aprender a conversar con
nosotros/as mismos/as de forma diferente, usando palabras,
tonalidades y hasta posturas físicas diferentes. Y eso es
justamente lo que trataré de explicarte en este libro.
Debido al efecto que tienen sobre el ADN, tus pensamientos
pueden incidir de manera determinante en tu cuerpo y tu
salud. Existen multitud de casos documentados de remisiones
espontáneas de personas que simplemente decidieron curarse
y lo lograron, a pesar de que se les había diagnosticado una
enfermedad incurable.
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El hecho de que las ideas empiezan a materializarse a partir
del mismo momento en que se formulan no es nada ajeno al
mundo de la ciencia. Es más, constituye uno de los pilares
fundamentales de la mecánica cuántica, la rama de la física
que aspira a explicar tanto los fenómenos atómicos como el
comportamiento general del universo. Según las leyes de la
mecánica cuántica, todo cuanto compone tu experiencia de la
vida es energía formada por ondas y partículas (como la luz
por ejemplo). Los físicos cuánticos afirman que el mero hecho
de observar un evento interfiere en su desarrollo. Los
experimentos realizados con la luz demuestran que cuando
los científicos estudian el comportamiento ondular de la luz,
todo lo que encuentran son ondas, pero cuando estudian el
comportamiento de los fotones (las partículas que componen
en parte la luz), todo lo que ven son partículas. Lo curioso es
que nunca pudieron explicar a dónde iban las ondas cuando
aparecían las partículas ni lo que ocurría con las partículas
cuando estudiaban las ondas. Dedujeron entonces que la luz
tenía que tener una naturaleza dual, siendo ambas cosas a la
vez, ondas y partículas. Pero lo cierto es que sus expectativas
también fueron determinantes para el resultado del
experimento ya que cuando esperaban encontrar partículas,
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encontraban partículas y cuando esperaban encontrar ondas,
eso era todo lo que había.
Más tarde se llegó a la conclusión de que esa misma dualidad
de ondas y partículas era aplicable a todos los objetos de la
Creación, incluyéndonos a nosotros mismos. Así es que no
sólo somos una formación de partículas físicas, sino también
una formación de ondas con una vibración única. ¿Puedes
imaginarlo? Somos una vibración, no una masa inamovible de
materia. La mera formulación de esta idea nos abre infinitos
horizontes. ¿Qué puede afectar a esa vibración? ¿Cómo se
cambia? Sigue leyendo y lo descubriremos juntos.
En California perdí peso comiendo porque después de la etapa
de duelo me di cuenta de que estaba vivo. Me encontraba en
uno de los sitios más bonitos y privilegiados de la Tierra. Hacía
un sol fabuloso y, sobre todo, no tenía que gustarle a nadie,
por lo que ya no me faltaba nada para tener una sensación de
plenitud. Mi mente entonces dejó de fabricar las sustancias
asociadas con las sensaciones de miedo y escasez. Mi cuerpo
reaccionó asumiendo la nueva sensación de abundancia y
dejó de lado su rutina de acumulación de cualquier fragmento
de energía que pudiera obtener. Al no existir sensación de
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amenaza, ya no hacía falta ahorrar, de modo que mi
metabolismo guardaba sólo lo necesario para su
funcionamiento, eliminando lo demás como sobrante,
confiado en que al día siguiente habría más. De repente, pasé
a vivir en un mundo de abundancia.
Aunque mi padre ya no esté aquí para tratar de convencerlo,
yo sé ahora que en mi peso influye mucho más lo que pienso y
el estado en el que ingiero los alimentos que los alimentos en
sí. O sea, no engordo más si como más, incluso puedo llegar a
adelgazar.
Con esta aparente paradoja te invito a un viaje mágico hacia
un mundo paralelo en el que las ideas se transforman en
realidad y la mente crea la materia: un mundo de ondas y
partículas. Se trata de un continuo espacio-‐tiempo, cuanto
menos diferente al nuestro de todos los días. Para poderlo
visitar y disfrutar hay que entrar con mente abierta ya que, a
diferencia del habitual “ver para creer”, aquí a menudo hay
que “creer para poder ver”.
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