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Fábulas

para leer en

voz alta

Narración de Beatriz Barnes

Ilustración de Marta Gaspar

Sistema de clasificación Melvin Dewey D.G.B.

I

398.24

F35 Fábulas. Para leer en voz alta/ texto de Beatriz Bearnes;

ilustraciones de Marta Gaspar. Bs. As.: CEAL; Mé

xico: Salvat: SEP, 1993.

160 p.: il. (Cuentos de Polidoro)

ISBN 968-29-5764-8

1. Fábulas. 1. Barnes, Beatriz. II. Gaspar, Marta, il.

III. Ser.

Primera edición en Libros del Rincón: 1989 (en fascículos)

Primera edición en Libros del Rincón: 1993

Primera Reimpresión: 1994

Coedición: CEAL/Hachette Lannoamérica/SEP

Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICAUnidad de Publicaciones Educativas

Isabel la Católica 1106

Col. Américas Unidas

03610 México, D.F.

Te!. 674 32 22 / Fax 674 32 87

Diseño de portada: Adriana Esteve

D.R. © de la edición

Consejo Nacional de Fomento Educativo

Av. Thiers 251-10° piso

11590 México, D.F.

D.R. © Centro Editor de América Latina, S.A.

Junio 981, Buenos Aires, Argentina

Hachette Latinoamérica, S.A. de C.V.

Mazarik 101-4° piso

11570 México, D.F.

Tel. 203 43 93/Fax 531 87 73

ISBN 968-29-5764-8

Impreso y hecho en México

Fíbulas. Para leer en voz alta, se terminó de imprimir en el mes

de octubre de 1994, en los talleres de Gráficas Monte Albán, S.A. de C.V.

Se tiraron 19,000 ejemplares más sobrantes para reposición.

LA TORTUGA Y LOS PATOS

Este verano no me ocurrirá como los otros —dijo

Doña Tortuga, mientras miraba una bandada de

pájaros silvestres que volaban hacia el horizonte.

—Apenas pasen las fiestas de fin de año, me pon

dré en camino y saldré a conocer el mundo.

El año anterior, cuando se disponía a partir, apa

reció Doña Rata con sus seis hijas a pasar las

vacaciones en su casa, y Doña Tortuga tuvo que

desistir de su viaje. Y el año de antes había te

nido una angina que la mantuvo en cama durante

todo el verano. Y el año anterior al de antes era

muy chiquita para viajar sola.

Pero, aunque a Doña Tortuga le gustaba mucho

viajar, apenas salía de su casa. La laguna, los

matorrales* las cuevas que había cerca de su casa

apenas los conocía. Doña Tortuga pensaba que,

como aquellas cosas estaban tan cerca, no valían

la pena de moverse para ir a verlas.

Doña Tortuga quería conocer otros países.

Doña Tortuga quería llegar a donde ninguna tor

tuga hubiera llegado antes.

Doña Tortuga hubiera querido tener alas, para

volar cuando se le diera la gana.

Entonces una tarde llegó a la laguna y estuvo

conversando con los patos silvestres.

—Este verano partiré y no creo que vaya a vol

ver —dijo.

—¿Cómo viajarás? —le preguntaron los patos.

—Andando —contestó la tortuga.

—Parece que no se ha dado cuenta de que es

una tortuga —dijo un pato a otro, volviendo hacia

él el pico para hablarle con disimulo y por lo bajo.

Y agregaron después en voz alta:

—Nos parece muy bien, Doña Tortuga, su entu

siasmo por viajar. Nosotros también somos gran

des viajeros.

—Lo sé —dijo Doña Tortuga—. Siempre los miro

cuando levantan el vuelo. ¡La de países que deben

de conocer!

—¡No tanto, Doña Tortuga, no tanto! —contesta

ron los patos.

TANTO DONA

—Y como sé que tienen experiencia, sobre esto

mismo quería consultarles.

—Lo que guste usted, Doña Tortuga —contestaron

los patos encantados.

--Desearía saber cuál es el mejor camino para

partir.

Los patos movieron la cabeza para todos lados y

señalaron con la pata un camino angostito y largo.

—El mejor camino para partir es el que está bor

deado de tréboles —dijeron. Y agregaron con voz

llena de emoción:

—¡Es el camino que lleva a los países lejanos!

—Pero no te enojes, Doña Tortuga, si te decimos

que tardarás 125 años en llegar.

—No importa —dijo Doña Tortuga— yo vivo 500

años.

Los patos hablaron bajito un rato, y al final di

jeron:

—Doña Tortuga, hemos decidido una cosa. Via

jaremos y tú serás nuestra compañera. Volaremos

bien alto, sobre el camino de tréboles, hasta llegar

a los países del Lejano Oriente. Verás palacios,

montañas, góndolas, volcanes y rascacielos, ascen

sores y grandísimas palmeras.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —decía Doña Tortuga, llena

de entusiasmo.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!..

Doña Tortuga no cabía en sí de alegría y daba

vueltas como un trompo. Se veía ya resbalando

por las montañas, bajando y subiendo en ascensor,

cantando en góndola, comiendo dátiles. ¡Por fin

se alejaría de aquel lugar tan aburrido!

—Tranquilízate —le dijeron los patos—. Ahora

tenemos que pensar en construir la máquina.

—¿Qué máquina? —preguntó Doña Tortuga.

—La máquina para llevarte.

—¿Tendrá motor?

—El motor seremos nosotros —contestaron los

patos.

—¡Entonces serán dos motores!

—Hace falta una vara liviana y resistente —di

jeron los patos.

Y comenzaron a buscarla. Recorrieron los alre

dedores y en la otra orilla de la laguna encon

traron un gran sauce. Cortaron una vara y le

Quiitaron las hoias.

— i a esiá pronta la máquina —anunciaron—. Abre

la boca y te la colocaremos.

Doña Tortuga abrió la boca y los patos le colo

caron la vara.

—¡A cerrar la boca! —dijeron—. Haremos un

largo trayecto, pero en todo el viaje no abrirás

la boca ni para decir Mu. Sujétate bien, que ya

emprenderemos vuelo. ¡Atención! ¡Y boca cerrada!

Los patos levantaron vuelo, con Doña Tortuga

prendida fuertemente de la vara. Se levantaron

por el aire y Doña Tortuga miraba encantada todo

lo que iba pasando bajo sus ojos: con la boca

bien apretada, se balanceaba en la máquina por

encima de los árboles.

Los demás animales, al verla pasar, no salían de

su asombro.

El cerdo, el burro, el chivo, el perro, comentaban

en voz alta aquella maravillosa proeza:

—¡Doña Tortuga es la reina de las tortugas! —de

cían—. ¡Elevarse por los aires con su casa a

cuestas! ¡Qué maravilla!

—¡Doña Tortuga es la emperatriz de las Tortugas!

Doña Tortuga los oía y se llenaba de orgullo.

Tanto, que se olvidó de que tenía que tener la

boca cerrada y gritó:

—¡Sí, SOY LA REINA DE LAS TORTUGAS

Y ME VOY A OTROS PAÍSES PORQUE AQUÍ

NO HAY NADA QUE MEREZCA SER VISTO

POR Mí!

Claro que aquello fue lo que quiso decir, porque

apenas abrió la boca, empezó a caer por el aire,

dando vueltas, y no tuvo tiempo de pronunciar

una sola palabra. Lo único que se le oyó fue:

AAhhhhhhhhhhhhhhhh... ¡ Patapáfate!..

Doña Tortuga cayó en mitad de la laguna. Cayó

y rebotó: ¡Menos mal que sabía nadar! Muy agi

tada, llegó por fin a la orilla. Sus amigos los

patos se alejaban, a todo volar, rumbo a los le

janos países del Oriente y Doña Tortuga apenas

tuvo tiempo para hacerles adiós con la pata.

Los otros animales se acercaron a socorrerla y

la acompañaron hasta su casa. Doña Tortuga se

sintió muy triste, y al otro día, para distraerse

y olvidar su pena, salió a dar una vuelta por los

alrededores. Llegó al camino de los tréboles y

se quedó un rato mirando los bichitos que pa

saban, vestidos todos ellos con sus trajes de co

lores. Le gustaron tanto, que al otro día volvió,

y al otro día fue a los matorrales, a ver las prue

bas de salto que daban las liebres, y al otro fue

al concierto de las ranas.. .

Todos los días salió de su casa y caminó de aquí

para allá, y todo lo que encontró era interesante

y divertido.

—Esto es tan lindo como los volcanes, las gón

dolas y los ascensores que hay en los lejanos paí

ses —comentó un día en rueda de animales—. Y

además queda cerquita de mi casa. Y además

tengo tanto amigos, que no pienso salir de viaje

esta temporada.

Y no salió ni aquel año, ni al otro, ni al otro,

porque cada vez encontró cosas nuevas que ver,

amigos nuevos con quienes jugar, y distintas ocu

paciones en que entretenerse. ¡Hacía trescientos

cincuenta años que estaba en aquel lugar, y aún

no lo conocía del todo.

Menos mal que le quedaban todavía ciento cua

renta y cinco años por delante, porque todo lo

anterior le ocurrió a Doña Tortuga cuando era

aún muy chiquita, y no sabía ver, ni apreciar bien

todo lo bueno, y hermoso, y lindo, que la rodeaba.

La Pájara

Carpintera

y el Viejo Roble

Un día la pájara carpintera bajó y subió ciento

treinta y cinco veces del mismo árbol, después de

lo cual se sentó a descansar. Pero, como estaba

medio aturdida, se le empezaron a ocurrir cosas

que nunca se le habían ocurrido.

—Podría tener un negocio de muebles finos —pen

só primeramente.

—O podría poner un cartel que dijera:

¡SUBO Y BAJO EN ASCENSOR,

CUALQUIER FRUTO Y CUALQUIER FLOR!

—Y también podría dar conciertos de tamboril.

—Pero mejor voy a empollar, aunque, en vez de

empollar mis huevos, empollaré huevos de tórtola

y de picaflor, de perdiz y de gorrión.

Y se puso tan contenta, que bajó y subió ciento

setenta y nueve veces en dos minutos por el tron

co del árbol.

Al final, dijo:

—Mañana mismo salgo de recorrida para reunir

los huevos.

Y al otro día, bien tempranito, salió de recorrida

a buscarlos.

Esperó a que Doña Gorriona se estuviera bañando

en el charquito, y le sacó un huevlfo. Cuando el

Sol estaba alto, la perdiz salió a dar su paseo

y aprovechó el momento para sacarle otro huevo.

—Todas las demás pájaras me envidiarán por te

ner pichones tan variados —dijo, y se dirigió a

la casa de Doña Tórtola; sabía que aquélla era la

hora en que Doña Tórtola iba de compras al mer-

cado de bichitos, y así, tranquilamente, pudo sacarle

otro huevito.

—Falta la Señora Picaflor —dijo—. Iré cuando

esté en los rosales.

Y esperó un ratito, subiendo y bajando tres veces

por el viejo roble. Pero, al poco rato, se llevó tam

bién un huevito, chiquitísimo, de la Señora Picaflor.

—Ahora están todos —dijo—. Y se sentó a em

pollarlos.

Esperó ansiosa varios días sin bajar ni subir por

el tronco del árbol, hasta que empezaron a apa

recer los pichones y, cuando estuvieron todos na

cidos, anunció en el tronco del roble viejo la bue

na nueva.

Las aves del bosque acudieron volando al anuncio

y cuando vieron lo que ocurría, empezaron a piar

todas juntas:

—¡Este pichón es mío! —gritó la perdiz.

—¡Y éste es mío! ¡Lo reconozco porque se parece

a sus hermanos! —dijo la tórtola.

B—¡Éste es el mío! —dijo la gorriona, llevándoselo

H)ajo el ala.

■—¡Estoy segurísima de que éste es mío! ¡Tiene

¡jni mismo color de cola! —dijo la Señora Picaflor.

HT todas se retiraron indignadas, llevándose sus

■•espectivos hijos.

—¡Me quedé sin nada! ¡Ay, ay, ay! —lloróla pá

jara carpintera.

—¡Quería tener hijos de todas las clases y me

quedé sin ninguno! ¡Ay, ay, ay!

—¿Y por qué no te conformas con tener los tu

yos? —le preguntó el viejo roble.

—¡No me conformo nada! ¡Y de enojada que

estoy, no voy a empollar ya! —dijo la pájara car

pintera.

Y subió y bajó por el tronco, pero subía y bajaba

muy despacio, para escuchar bien lo que le decía

el roble, que, como tiene muchos años, sabe mu

chas cosas y da muy buenos consejos.

—Cálmese, Doña —le dijo el roble—. ¿Qué es eso,

que no va empollar nunca ya1? Si no tiene usted

hijos, tampoco tendrá nietos, y entonces... ¿a

quién va usted a contar cuentos en las noches in

vernales? ¿En? ¿Quiere usted decirme1?

—¡Tiene usted toda la razón del mundo, Don Ro

ble! ¡Eso es algo muy importante, que hay que

tener muy en cuenta! Me ha convencido. He

obrado como una aturdida que soy.

Y a la semana siguiente se puso a empollar siete

huevos, y de los siete huevos salieron siete picho

nes. Aquellos siete pichones se hicieron grandes y

le dieron cuarenta y nueve nietos. Ahora la pá

jara carpintera es la que más cuentos cuenta en

las noches invernales. Y el cuento que más les

gusta a los pichoncitos nietos es el que trata de

una pájara carpintera que empolló los huevos que

no eran de ella. Siempre lo cuenta de distinta

manera. Y también lo escribe, grabándolo con el

pico en el tronco del viejo roble. Porque al viejo

roble le gustan mucho las historias de pájaros. ¡So

bre todo ésta, que él mismo ayudó a inventar!

Los Dos Tordos

Había una vez un tordo pequeñito, tan pequeñi

to, que era tataranieto de un tordo viejo, tan viejo,

que era tatarabuelo del tordo pequeñito. El tor-

dito apenas estaba aprendiendo por entonces a

volar y buscar alimentos, pero, como todos los tor

dos pequeños, creía que sabía todo de todo.

El tordo viejo volaba y observaba, hablaba muy

poco de lo que sabía, pero en verdad sabía todo

lo que tiene que saber un tordo.

Un día, después de mirar a su tataranieto dar

vueltas y más vueltas, le dijo:

—Querido tataranieto, anímate y vuela más lejos.

Por aquí no encontrarás nada muy apetecible.

Estas encinas son muy hermosas, sobre todo ahora

que llega el otoño y las hojitas comienzan a po

nerse doradas, pero, si vuelas un poco más allá,

encontrarás una viña cargada de racimos.

El tordito fue, voló un poquito y al rato volvió

sin haber visto la viña. El tatarabuelo le pre

guntó:

—¿Encontraste la viña?

—¡No! ¡Volé y volé por ahí, pero no encontré

nada! —respondió el tordito.

—Es que no miras bien.

—¿Cómo que no miro bien1? ¡Miré tanto, que en

contré un fruto grande, grandísimo, que debe de

ser riquísimo!

—Me parece que estás equivocado —le dijo el

viejo tordo.

—¿Equivocarme yo? —le dijo el tordito, que, co

mo sabía muy poco, creía que no se equivocaba

nunca.

—Ven —le dijo el tordo viejo—. Volaremos juntos

y te mostraré la viña.

Empezaron, pues, a volar, dejaron atrás el bos-

quecillo y cruzaron como dos flechitas negras por

el cielo azul.

Llegaron a la viña y el tatarabuelo exclamó:

—¡Mira, mira qué hermosas están las uvas, bri

llantes y moradas!

—¡No me digas tatarabuelo, que ésa es la fruta

de que tanto me hablabas! ¡Tan chiquitita! ¡No

vale la pena! ¡Y no debe de ser nada rica tampoco!

¡TOCÍ

1 ¡Toa

No me molestaré siquiera en probarla. Y te diré

además, tatarabuelo, que la fruta que yo vi, es como

107 veces más grande que ésa. ¡Entonces tiene que

ser como 107 veces más rica también! ¡Vamos rá

pido a comerla! ¡Verás! ¡Verás!..

—Me parece que estás equivocado. En mis ochen-

ta años de tordo, lie probado todo lo que existe

de comestible por estos lugares, y estoy seguro de

que no hay fruto, por grande que sea, que valga

más que un peqeñito grano de uva —dijo el ta

tarabuelo, que, como sabía muchas cosas, sabía

también que podía equivocarse. Y otra vez vola-

ron los dos tordos, como dos flechitas, por el cielo

azul.

Y de pronto exclama el tordito:

—¡Ahí, ahí! ¡Ahí está la fruta! ¡Grandísima y

riquísima!

Y aterrizó sobre una gran calabaza. Comenzó a

picotearla, y siguió picoteándola y picoteándola,

pero era como si picoteara un buzón. Siguió pi

coteando y picoteando un rato todavía, pero de

pronto comprendió.. . ¡Y sin decir ni pío, voló

a la viña!..

En la viña picoteó y comió todo cuanto quiso, y

el tatarabuelo se dio cuenta de que el tordito había

aprendido lo que todo tordo tiene que saber.

—En un fruto tan chiquito está concentrada toda

la dulzura —dijo el tordito.

Y haciéndose el asombrado, le contestó su tata

rabuelo:

—¡Has dicho una gran verdad!

El León Rey

y el Leopardo

Narración de Beatriz Barnes

Ilustración de Marta Gaspar

Hacía un montón de años que el Leopardo vivía

en la selva: una selva grandísima, toda verde, con

subidas y bajadas, y toda llena de árboles y ani

males, flores y pájaros.

El Leopardo, un día, se puso el traje de Sultán

y dijo:

—¡Yo soy el dueño de toda la selva y de todos

los prados que hay en ella y de todas las ovejas

que están en esos prados! ¡Y de todos los ríos

que hay en la selva, y de los pescados que viven

en esos ríos! Un poco más lejos hay campos donde

viven grandes manadas de bueyes, y yo soy tam

bién el dueño de todos esos bueyes y de los paja

ritos que se posan en los cuernos de los bueyes

Ocurrió que un día, en una selva vecina, nació un

León.

El Leopardo se puso el gorro de Sultán y fue a

saludar al León, recién nacido. Después volvió a

su casa, y llamó al zorro, que era el ministro de

la selva.

—Señor ministro zorro —dijo el Leopardo—, lo,

he llamado porque tengo muchas ganas de con

versar con usted del calor que hace, del canto de

las ranas, de los peces de colores, y...

—Del León que acaba de nacer en la selva vecina

—dijo el zorro.

—¡Sí, también del León! —dijo el Leopardo Sultán.

—Yo creo —dijo el zorro— que, en vez de hablar,

tendríamos que pensar.

—¿Pensar en qué? —preguntó el Leopardo.

—Pensar qué vamos hacer con el León.

—¿Y qué podemos hacer con el León? —dijo el

Leopardo—. Es un León pequeñito y muy bonito.

—¡Ah! ¿Sí? —dijo el zorro ministro—. ¿No sabe

usted, señor Sultán Leopardo, que los días pasan

unos tras otros y forman una semana, y las se

manas pasan y forman los meses,, y los meses

van pasando y forman los años, y los años van

uno tras otro hasta formar un siglo, que es como

cien años juntos?

—¡Qué montón de cosas que sabe usted, señor

ministro zorro! —dijo el Leopardo.

—Lo que pasa es que yo tengo mucha selva —re

plicó el zorro—, y creo que usted no se ha dado

cuenta de por qué le estoy hablando tan larga

mente de esa cosa que se llama TIEMPO.

—No, la verdad que no, pero me gusta mucho

oírlo hablar de los años que pasan y se convierten

,en semanas y de los siglos que se convierten en

días. . .

—Me parece que usted no entiende mucho de na

da —dijo el zorro un poco fastidiado—, pero no

importa. Lo que quería decirle era que, cuando el

tiempo pasa, los leones recién nacidos crecen, y

también les crece la melena, y les crecen las ga

rras, y el rugido se les hace más estruendoso, y

un buen día se ponen el traje de Rey León y se

convierten en dueños de la selva.

•crecen!,

—¿De veras0? —dijo el Leopardo, sin poderlo creer.

—Tal como se lo digo, señor Sultán —contestó el

zorro ministro.

El Leopardo pensó un poquito, y después dijo:

—Entonces habrá que decirle al tiempo que no

pase tan ligero.

—¡Oh! —dijo el zorro, muy molesto—. Usted es

mucho más tonto de lo que yo pensaba. Lo único

posible es hacerse amigo del León, así cuando él

sea rey, le deja a usted ponerse el traje de Sul

tán, para que lo miren con respecto las hormigas,

los sapos y hasta todos los mosquitos de la selva.

—Usted, señor ministro zorro, esta diciendo mu

chas cosas raras, que no me gustan nada. Yo ten

go traje de Sultán, sombrero y guantes de Sultán.

Y me miran con respeto todos los animales y yo

soy el dueño de toda la selva. Y ahora me voy

a dormir, porque estoy muy cansado.

—No se me duerma —dijo el zorro—. Yo quería

explicarle que... ^

Pero ya el Leopardo se había quedado dormido y

el zorro ministro se fue a visitar al León recién

nacido: y como era un ministro muy zorro, al

poco tiempo era tan amigo del León, que el León

le dijo:

—Señor zorro, cuando yo sea grande y me ponga

el traje de Rey, usted va a ser mi ministro.

El Leopardo durmió y durmió, hasta que lo des

pertaron los rugidos del León, que ya se había

convertido en un animal enorme, con garras y

melena grandísimas, y se estaba mirando en el

espejo lo bien que le quedaba el traje de Rey

León. Rápidamente mandó el Leopardo a buscar

al zorro ministro.

OOÜ

—Eso mismo —dijo el León— y no pienso qui

tarme el traje de Rey en muchos años.

—¿No? —preguntó el Leopardo.

—¡No! —contestó el Rey León.

—Yo se lo avisé —le dijo el zorro al Leopardo

muy bajito—. Entregúele usted esos regalitos.

EL REY

Entonces el Leopardo le entregó al León la colec

ción de medallas y la flauta, y el León se puso

tan contento, que habló sin rugir:

Muy'sorprendido el Leopardo se quitó el gorro de

¡Sultán y contestó:

—Puede decirme todas las cosas que quiera, pero

antes me gustaría darle unos regalitos que tengo

en el bolsillo.

—Muchas gracias —contestó el León—. Pero ten

go tantas cosas, que no creo que me haga falta

ningún regalito. Mire, soy el dueño de toda la

selva grande y de la selva chiquita, y de los prados

y de las ovejas, de los ríos y de los pescados y...

—De los campos, de los bueyes, y de los pajaritos

que se posan en los cuernos de los bueyes —pro

siguió el zorro ministro.

—No me parece. Creo que lo mejor será que le

mande usted una oveja, algún buey y, si tiene un

elefante que le sobre, mejor que mejor.

—¡Ah! ¡No, no y no! —«lijo el Leopardo—. Ya

está usted diciendo cosas raras. Con las medallas

y la flauta el León se quedará muy contento.

—Hágame caso, señor Leopardo, mándele todas las

ovejas y todos los bueyes y todos los elefantes

que pueda. ¿No oye que el León está rugiendo

cada vez más cerquita?

—No. Yo creo que ese que se oye ahora es el eco

del rugido de esta mañana.

—¡¡ES EL RUGIDO DE AHORA!! —rugió el León,

vestido de Rey—. Y se lo estoy haciendo bien

cerquita de su oreja, señor Leopardo. Lo que pasa

,es que tiene usted el gorro de Sultán puesto y

no oye ni ve nada de lo que pasa a su alrededor.

Quíteselo, que quiero decirle unas cuantas cosas. ^¿T

—¿Qué hago ahora? —preguntó—. Me quedé dor

mido y no me hice amigo del León, ni hablé siquie

ra con el Tiempo.

—Eso ya no tiene remedio —le dijo el zorro—. El

León acaba de lanzar su rugido más fuerte, y eso

quiere decir que ya es Rey y que se viene para

acá. Mejor será que le haga usted, unos regalitos.

—Tiene usted razón —asintió el Leopardo—. Le

regalaré mi colección de medallas y la flauta.

—Muchas gracias —dijo—, señor Leopardo, puede

usted usar el traje de Sultán todos los días de

fiesta. Mañana, por ejemplo, es la fiesta de las

abejas, y pasado mañana la de las cebras, y el

jueves el cumpleaños de la jirafa. Pero eso sí:

¡el Rey de la selva soy yo! ¡Yo!. . .

El Leopardo se volvió a poner el gorro de Sultán

y se fue caminando, despacito, despacito, con el

.zorro. Después de pensar un ratito como de tres

o cuatro horas, dijo:

—¡Pero mire que pasan cosas raras en la selva!

—Esto tenía que pasar —le contestó el zorro—.

En las selvas siempre se visa un León como Rey,

y no un Leopardo como Sultán.

—Bueno —dijo el Leopardo—, yo he sido, soy

y seré el único Sultán Leopardo en la historia de

la selva, y eso, señor ministro zorro, se lo contaré

a todos los que pasen por acá.

Tantas, tantas veces lo contó, que el cuento, tal

como yo se lo he contado a ustedes, llegó hasta

mi casa, que queda un poquito lejos de la selva.

El León Prepara

su Ejército

t

ro .

\»y

Pasó un tiempo y pasó otro tiempo, y un día del

tercer tiempo decidió el León formar un gran ejér

cito. En aquella selva no había nadie que quisiera

pelear, pero por las dudas, dijo el León, si al

guna vez, cruzando los mares, llega hasta aquí un

ejército con ganas de pelear, nos entrontrará bien

preparados.

—Esto es bastante improbable—se dijo de nuevo

el León—, ya que para llegar a esta selva hay

que cruzar tres grandes mares y un montón de

cadenas de montañas, con volcanes y todo, pero

igual tengo ganas de formar un gran ejército.

Así dijo el León, y todos los animales estuvieron

de acuerdo.

Entonces se reunieron bajo un gran alcornoque,

y el León les dijo:

—Esto de formar un ejército debe de ser una co

sa importante. Me parece, pues, que lo mejor será

que cada uno cumpla sus funciones de acuerdo

con su especial manera de ser. Pero, entretanto,

pensaremos, conversaremos y al final decidiremos.

Así estuvieron durante muchas horas de aquel

día y durante muchas horas del día siguiente,

hasta que de común acuerdo decidieron:

—Primero los proyectiles.

—A mover las encinas y las palmeras, que caigan

todos los .coquitos y todas las bellotas, y a colo

carlos encima del lomo del elefante. El llevará

todos los pertrechos y utensilios que necesitemos.

Así lo hicieron y después de colocar el último

proyectil, fueron disponiendo con cuidado también,

sobre el lomo del elefante, los pertrechos y uten

silios que el León iba enumerando en voz alta:

—Anteojos larga vista.

—Papel de envolver.

—Compás y brújula.

—El almanaque del año que viene.

—Trozos de cordel de cinco y ocho centímetros.

—La lata de tabaco sin tabaco.

—El patín.

—El astrolabio.

—El acordeón.

—Las cantimploras con granadina.

Se detuvo el León de enumerar y dejaron los de

más animales de colocar utensilios sobre el lomodel elefante.

—Todavía puedo llevar algo más —dijo el elefan

te con gran delicadeza.

—Pues que vayan arriba los lobos, encima de to

do —dijo el León—. Su función será aullar y aullar,

para que todo el mundo sepa que estamos acá. Dé

ahora el oso un paso adelante y recibirá las instrucciones.

Se colocó el oso en el centro y el León prosiguió:

—Tú, en caso de asalto, asaltarás.

—¿Cómo? —preguntó el oso.

—Muy sencillo, asaltando.

—Encantado, así lo haré —contestó el oso.

*

—Adelántese el zorro —dio el León.

—Aparte de mi función como simple soldado en

este ejército magnífico —preguntó el zorro, ha

ciendo una reverencia—, ¿qué otra cosa tenéis que

encomendarme %

—Toma este portafolio —dijo el León—, hemos

decidido que tu tarea sea la diplomacia secreta.

Ahí dentro tienes un par de guantes, un frasco de

agua de colonia y un aparato a transistores con

nuestras claves secretas.

—Estoy un poco fatigado de dar tantas órdenes,

pero prosigamos —dijo el León—f. secándose la

frente.

—Los monos distraerán al enemigo siempre que

sea necesario, para que los mosquitos, siempre a

Ja ofensiva, puedan descargar su artillería por

sorpresa.

—Estamos bien dispuestos —contestaron monos y

mosquitos al unísono.

—Prosigamos. La cigarra y el grillo, el sapo y

la rana, formarán nuestra banda musical. Sus

instrumentos estarán siempre en forma, cuerdas

afinadas y clavijas apretadas. La rata será la

encargada de liberar con sus dientes a todo aquel

que caiga en alguna trampa enemiga.

Ya estaba hecho el reparto, cuando alguien, que

nunca falta, dijo:

—El asno y la liebre mejor será que se queden

en sus casa, el uno por torpe y la otra por

miedosa.

—¿Cómo es eso? —preguntó el León.

—Digo —respondió alguien— que la liebre y el

asno mejor sería que se quedaran en sus casas.

—Está usted muy equivocado, señor mío. El asno

y la liebre tendrán su empleo también en esta

armada. Y si alguna vez llega el enemigo. . .

No acabó el León de completar la frase, cuando

un terrible ruido conmovió la selva por el lado

Oeste. ^

—¡Todos a sus puestos! —rugió el León.

Y todos los que se hallaban presentes comenzaron a

aprontarse para la lucha. Pero faltaban muchos

animales todavía.

—La liebre —llamó el León.

—Presente —dijo ésta, algo aturdida.

—¡Pronto! Nadie más rápida que tú. ¡Ve, pues,

y avisa casa por casa, a la cebra, a la jirafa, a las

hormigas, que el momento de la lucha ha llegado!

Y que todos los que no han acudido, que vengan

en seguida.

Y la liebre partió tan presurosa, que en un peri

quete llegaron todos los animales que faltaban. Y

comenzaron a marchar cuando el ruido que venía

del Oeste se hacía más estruendoso.

—¡A anunciar que llegamos! —dijo el León—. Us

ted, señor burro, lance el mejor y más fuerte de

sus rebuznos.

El burro comenzó a rebuznar tanto, tan sostenido

y tan fuerte, que cuando al cabo de treinta y

siete minutos interrumpió su rebuzno, en la selva

reinaba un completo silencio, como de estupor, y

no se oía ni un ruidito, ni por el Oeste, ni por el

Sur, ni por el Este, ni por el Norte.

—El enemigo ha huido espantado —anunció el

León solemnemente—. Y que sirva esto de lec

ción a los charlatanes. La liebre será para siem

pre nuestro correo, y el burro infundirá pavor a

las tropas enemigas. Ahora descansemos —agregó

el León— y mañana proseguiremos.

—Me parece que metí la pata —dijo el loro, que

era quien había dicho lo de la liebre y el asno.

El comandante en jefe, señor León, ha dado prue

bas de buen sentido y prudencia. Veremos qué

papel me toca desempeñar a mí, cuando me llegue

el turno.

Porque así ocurre en ese ejército: todos tienen un,

empleo útil. Loro y jirafa, cebra y tucán, liebre

y asno, todos ocupan sus puestos. Y si un día,

del otro lado de los tres grandes mares, o del otro

lado de las largas cadenas de montañas con sus

volcanes, llega hasta esa selva alguien con ganag

de pelear, tendrá que vérselas con el poderoso y

disciplinado ejército del comandante en jefe, se

ñor León... ¡que los mandará de vuelta, a pun

tapiés, con la velocidad de los aviones a chorro!... ^

El Zapatero

y el Hacendado

Y así fue. Al otro día el hacendado oyó a Gre

gorio cantar desde el amanecer hastabien entrada

la noche.

El hacendado, en cambio, era un hombre muy

simple y nada listo. Tenía montones de cientos

de monedas que cuidar, y en eso se pasaba el

tiempo.

Y siempre se lamentaba:

—¡Ay! ¡Cómo hará mi vecino, el pobre zapatero,

para dormir y ^

—Muchas gracias, señor hacendado —dijo—. Acá

le dejo las cien monedas de oro que usted me

regaló.

—¿QUÉ?.. —preguntó el hacendado, abriendo

dos ojos grandísimos, de pura sorpresa.

—¡Que acá le traigo las monedas de oro! —repi

tió Gregorio—. No las quiero tener más. Por cui

darlas, no hago otra cosa, ni tengo un momento

de tranquilidad. Téngalas usted, que está acos

tumbrado a eso. Yo quiero trabajar en paz, dor

mir de noche y cantar de día.

Sacó, pues, una tabla del piso y colocó allí la

bolsa con las cien monedas de oro.

Pero a la noche siguiente volvió a pensar en las

monedas, y decidió:

—¡No! Las colocaré en el pozo. Allí estarán más

seguras.

Entonces las puso dentro del balde y bajó el bal

de al pozo.

Pero, cuando estaba durmiendo, lo despertó un

ruido y se levantó alarmadisimo, pensando que

estaban robándole las cien monedas de oro. Pero,

por más que buscó y buscó, lo único que encontró

fue al perro, royendo un hueso y las monedas,

tranquilitas, quietas, en su lugar.

Se acostó otra vez y al rato lo despertó otro rui-

do. Salió y buscó y encontró al caballo... ¡es

pantándose las moscas con la cola!

Después se levantó por el cerdo y por las galli

nas y por la lluvia que comenzó a caer... ¡Y ya

era hora de levantarse a trabajar y no había dor

mido nada, ni un poquito!..

Tan cansado estaba, que apenas pudo trabajar, y

menos que menos cantar. ¡Qué iba a cantar!

Al otro día tampoco cantó, ni a la noche durmió.

Cuidaba día y noche el bolso con las cien mone

das de oro y el tiempo apenas si le alcanzaba

para eso nada más. Apenas trabajaba.. ., ni mi

raba los aviones..., ni nadaba..., ni se tiraba en

el pasto..., ni dormía. .., ni cantaba.. .

Pero, como era un hombre muy listo, un día se

dijo:

—¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA!..

Sacó las monedas del pozo y se las llevó al ha

cendado.

—¿Todas para mil —preguntó el zapatero.

—Todas para ti —respondió el hacendado, y re

gresó a su

Gregorio el zapatero empezó a buscar un lugar

seguro donde guardar las monedas.

—Las guardaré encima del ropero —dijo—, y su

biéndose en un banco, las coloco con gran cui

dado.

: -■]

•—í

Pero, poi la noche pensó: creo que estarán más

seguras debajo de la cama.

Entonces las sacó de encima del ropero y las pu

so debajo de la cama.

Pero al otro día, mientras trabajaba, se dijo:

—Creo que estarán más seguras bajo una tabla

del piso.

Hay muchos días en los que no se trabaja, por

que es fiesta, la Navidad, la Pascua, la batalla de

San Lorenzo, el carnaval y tantas fiestas más.

Además, hay un montón de días en que no hay

trabajo, y otros en que, en vez de trabajar, es

mejor tirarse en el pasto, nadar, mirar todos los

bichitos que vuelan, las florcitas del campo y los

aviones que pasan...

V '*mim

—Este hombre es un simple —pensó el hacenda

do—. Creí que tendría algún motivo para cantar

como canta y dormir como duerme, pero no tiene

nada de nada. Le daré unas monedas de oro para

que las guarde.

—Aquí tienes Gregorio. Cien monedas de oro pa

ra ti. Guárdalas bien para cuando las necesites.

Había una vez un zapatero, pobre, que cantaba

todo el día y dormía toda la noche.

Y había también un hacendado, muy rico, que no

cantaba nunca y no dormía casi nada.

—¡Ay! —dijo el hacendado—. ¿Cómo hará mi ve

cino, el zapatero, tan pobre, para cantar y dor

mir? Yo, con todo el dinero que tengo, apenas si

pego los ojos y no sé cantar ni "el arroz con

leche". ¡Si pudiera ir al almacén y comprar un

kilo de sueño bien servido! Pero, como eso no es

posible todavía, a pesar de todos los inventos que

se están haciendo todos los días, lo único que me

queda por hacer es ir a preguntarle a mi vecino

cómo se las arregla para cantar todo el día y dor

mir toda la noche.

Llamó el hacendado a la puerta del zapatero y

le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Dime, Gregorio, tú cantas todo el día y duer

mes toda la noche, ¿no es así?

—Es verdad —dijo el zapatero.

—Gregorio, dime. ¿Cuánto dinero guardas por

año?

—¿Que qué? ¿Que cuánto dinero guardo por año?

No guardo nada. Lo que gano con mi trabajo,

me alcanza justito, justito para comer.

—Dime Gregorio, ¿cuánto dinero ganas en un día

de trabajo?

—Y. . . —dijo Gregorio el zapatero—. A veces

gano un poco más y a veces gano un poco menos.

tengo unas ganas locas de llorar. ¡Ji, ji, ji, ji!

—Bueno, bueno, cálmate —dijo la hormiga, ten

diéndole un pañuelo—. Suénate. Algo te presta

ré, pero espero que lo que te ocurre te sirva de

lección. Creo que si cantas un poco y trabajas

un poquito también en el buen tiempo, no te ve

rás más en esta fea situación y te convertirás en

la primera cigarra trabajadora del mundo. A lo

mejor hasta podrás trabajar cantando. ¿Tú sa

bes? A mí me gustaría hacerlo, pero para el can

to soy una tonta. No sé cantar ni el pío pío.

—Si quieres, algo te puedo enseñar yo —dijo la

cigarra—. Y si aprendes, te convertirás en la pri

mera hormiga cantadora.

—Podríamos intentarlo —dijeron las dos a dúo.

Y allí se quedaron, ensayando y practicando.

Veremos qué pasa, pues, este verano. Si es que

no las contrata algún circo para llevarlas al ex

tranjero, tendremos por primera vez en nuestro

jardín una hormiga cantadora y una cigarra tra

bajadora, f^

La Cigarra

y la Hormiga

Narración de Beatriz Barnes

Ilustración de Marta Gaspar

*.* * '

—¡Un momento, señora cigarra, un momento! —di

jo la hormiga—. A usted el tiempo se le hizo

corto, porque no hizo nada más que cantar y bai

lar, pero para mí fue muy largo porque no hice

otra cosa que trabajar y trabajar, y recuerdo aho

ra que el día aquel que acarreaba la madreselva

del cerro, usted me vio pasar varias veces y ni se

le movió un pelo, digo una antena, para ayudarme.

—¡No la habría visto, doña hormiga! —dijo la ci

garra—. Créame usted, la habría confundido con

otra hormiga. Aquel día estaba ensayando preci

samente "La torre en guardia", que siempre me

sale mal.

—Bueno —dijo la hormiga—, sigue ensayándola

ahpra. Yo estoy cansada, cansadísima de tanto

trabajar, y me voy a retirar a mi cuarto, a des

cansar unos meses.

—¿Pero qué me dice de mi pedido? —preguntó

la cigarra.

—Nada —dijo la hormiga—. Si te bastó el canto

en el verano, que te baste el baile ahora, en in

vierno. ¡Baila, baila!. . ¡A lo mejor entretienes

así un poco el hambre!

—Pero es que en el verano yo cantaba para mí

y para todos los que pasaban, pero ahora es in

vierno y no pasa nadie. Y además tengo mucho

frío, y además tengo mucho hambre, y además

éstos de cebada, estos pétalos de malvón y toda

la madreselva del céreo, varias doeenitas de alas

de mosca azul y pa.jitas de todo grosor.

—Bueno, por eso, doña hormiga, por eso es, pre

cisamente, que me permito pedirle prestado esas

cositas para poder pasar el invierno.

Y sacó de nuevo la libreta del bolsillo.

—¡Un momento, un momento! —dijo la hormi

ga—, No cree confusiones. Y no me distraiga. Yo

le preguntaba a usted por qué no había guardado

en todo el verano un solo grano de trigo para el

invierno.

—Bueno, dos o tres guardé, pero, como le decía,

el tiempo no me alcanzó.

—¡Qué extraño! —dijo la hormiga—. Fue el mis

mo tiempo que tuve yo, y a mí me bastó perfec

tamente para juntar todos estos granos de trigo,

/

•—Pues a mí no —dijo la hormiga—. Yo trabaja

toda la noche. De día descansaba un poco, y vuel

ta a cargar los fardos a la espalda. ¡Todo el tiem

po trajinando por los senderos del jardín!

—¡Ah! ¿Sí? —dijo la cigarra—. Entonces me ha

bría oído cantar alguna vez. ¿No1?

—¿Alguna vez1? Te oí todo el verano, dale que

dale, todo tu repertorio: La farolera tropezó, Es

taba la pájara pinta y Cu cu cu cú, cantaba la

rana.

rr—También cantaba Mambrú se fue a la guerra. ..

Si no lo oyó, se lo puedo cantar ahora mismo

—dijo la cigarra, y empezó:

—MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA, CHIRI-

B1N

r

—Un momento —dijo la hormiga—. No tanto

ejém, ejéni, ejém. Contésteme con precisión. ¿Có

mo es que, con tan buena cosecha, no tiene usted

un solo grano de nada?

—Bueno, bueno... A eso iba. Resulta que este

verano se me pasó muy ligero. Por la mañana me

despertaba y cantaba, al mediodía comía y canta

ba, de noche bailaba y cantaba. Después. . . lie-

gaba la hora de descansar un poco hasta el otro

día, en que me despertaba y cantaba, comía y

cantaba, bailaba y cantaba... ¡Y ya se había pa

sado otro día!... ¿Ve usted, doña hormiga, lo li-

gerito que se me pasaban a mí los días?

—En el departamento de al lado vive la hormiga.

Le pediré prestado algo para comer.

Y golpeó a la puerta, hasta que la hormiga le

abrió.

—Buenas tardes, doña hormiga —dijo la cigarra—.

Querría hablar con usted de un pequeño proble

ma. Resulta que se me han acabado las provisio

nes, el invierno promete ser largo y duro y, como

sé que tiene usted su despensa llenita y no dudo

de su buena voluntad, me permito hacer el si

guiente pedido.

Sacó de su bolsillo una libreta y, poniéndose los

lentes, leyó:

5 docenas y media de granos de trigo

33 granos de cebada sin cascara

33 cascaras de granos de cebada

10 docenas y media de gusanitos finos

29 hojas de...

—¡Un momento, un momento! —dijo la hormiga—.

Por lo que veo, esa lista que usted piensa leerme,

pide cinco pies de hombre y tres de niño. No crea

usted que voy a escuchársela aquí, de pie, en la

puerta de mi casa, con este frío. Pase y siéntese.

—¡Qué suerte! —pensó la cigarra—. Parece que

está de buen humor. A lo mejor, hasta me da

unas florecitas de malvón, para celebrar mi cum

pleaños.

O

Pero una vez que estuvieron dentro, sentadas en

la sala, y cuando la cigarra se disponía a conti

nuar leyendo su lista, la hormiga la interrumpió:

—Vamos a ver, señora cigarra. ¿Cómo es que us

ted se ha quedado sin un grano? ¡Mire que este

año la cosecha ha sido muy buena!

—¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém! —dijo la cigarra—. Lo

que pasa es que... ¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém!...

Aquel verano la cigarra cantó más que nunca.

Cantó por la mañana, cantó por la tarde y cantó

por la noche. Pero, a medida que se iba el vera

no, pasaba el otoño y llegaba el invierno, fue de

jando de cantar porque, con el frío, el canto, ape

nas salía de su garganta, se transformaba en un

tornillito congelado.

—Bueno —dijo—, por ahora no cantaré más. Me

meteré en mi casa y esperaré a que vuelva el her

moso verano.

Durante algunos días comió un poquito de gusano

y algún poquito de trigo, que había en la despen

sa, pero a eso de los tres o cuatro días, toda la

poquita comida se le acabó. Y entonces dijo:

El Labrador

y sus Hijos

—En algún lugar hay un tesoro escondido. No

sé dónde se encuentra. Pero , con un poco de tra

bajo, lo hallaréis.

—Nunca nos habías hablado de eso antes —dije

ron los hijos.

—Esperaba este momento —les respondió el an

ciano padre—. Ahora os diré lo que tenéis que

hacer.

—Cuando terminéis de cosechar el trigo, el lino

y el maíz que se ha sembrado este año, cavad, re

gistrad, removed la tierra palmo a palmo. . . ¡No

dejéis ni un pedacito sin remover y de seguro

que encontraréis el tesoro enterrado!. .

El viejo labrador murió y sus dos hijos espe

raron hasta la cosecha.

Cuando los campos estuvieron maduros, comenzó

la siega y los hijos trabajaron con más ahínco

que nunca, para terminar de una vez y ponerse

a buscar el tesoro. No les gustaba mucho traba

jar, pero eran bastante ambiciosos. Cuando termi

nó la cosecha, uno de ellos le dijo al otro:

—Nos repartiremos el trabajo; tú removerás el

campo de trigo y el de girasol, yo, el de lino y

el de maíz.

El otro aceptó e inmediatamente se pusieron a

cavar.

Trabajaron todos los días de muchos meses con

gran entusiasmo. A cada golpe de azadón les pa-

recia que iba a aparecer el tesoro y así seguían/V

removiendo y removiendo la tierra,

Cuando el viejo labrador estaba para morir, llamó

a sus dos hijos y les dijo:

—Quiero hablaros a solas y con tranquilidad; es

toy muy viejo, así que voy a morir; pero antes

quiero deciros un secreto. Esta tierra fue de mi

tatarabuelo, y después de mi bisabuelo. Cuando

él murió, la recibió mi abuelo, y después mi pa

dre. Ahora ha sido mía, pero yo ya no puedo

trabajarla. Así que, en adelante, vosotros seréis

los dueños de la tierra, y todo lo que hay en ella

os pertenecerá.— Y agregó:

—¿Qué te parece si, ya que tenemos el campo tan

removido, sembramos un poco1? ¡Así, mientras se

guimos buscando, crecerá el trigo! Y podemos

sembrar también lino, maíz, girasol. . . ¡De todo!..

—Me parece muy bien —dijo el otro.

Y mientras uno sembraba, el otro seguía remo

viendo y removiendo, hasta que no quedó más que

un pedacito de tierra de la extensión de un za

pato.

Entonces uno le dijo al otro:

—Queda solamente este pedazo de tierra, no creo

que haya aquí ningún tesoro.

Y era verdad, removieron aquel pedacito de tierra

y no había nada.

Pero, mientras tanto, el trigo, el lino, el maíz y

el girasol habían crecido y, de la tierra tan re

movida y trabajada, habían salido espigas y ma

zorcas que parecían de oro; las flores rojas y azules

del lino brillaban como piedras preciosas bajo la

luz del Sol: los girasoles eran enormes y brillan

tes como las monedas que guardan los piratas en

sus cofres. . .

Entonces uno de los hermanos le dijo al otro:

—¡Mira el campo! ¡No parece el mismo de antes!

¡Parece un!. .

—¡Parece un tesoro! —dijo el otro.

—¡Sí! ¡Un enorme tesoro!

—¡Y lo hemos hecho nosotros!

Cuando les faltaba un poquito para terminar y aún

no habían encontrado nada, uno le dijo al otro:

—¡Removiendo la tierra palmo a palmo!

—¡Un tesoro que lia salido del fondo de la tierra!

—¿Te parece que sabría esto nuestro padre %

Y en aquello pensaban aún, mientras recogían la

espléndida cosecha.

Así que, año tras año, volvieron a remover la

tierra bien a fondo, y a sembrar y a recoger.

Hasta que estuvieron viejos y cansados.

Entonces llamaron ellos a sus hijos y les dijeron

bajito:

—En el campo hay un tesoro escondido.. .

Y los hijos removían la tierra con tanto vigor y

entusiasmo, que todo lo que nacía, crecía fuerte

y hermoso, y brillaba al Sol como un tesoro.. .

Entonces los hijos se daban cuenta, pero siempre

se preguntaban, mientras recogían las cosechas:

—¿Sabrían nuestros padres de estas cosas?

Y el trigo y el lino y el maíz y el girasol les

daban la respuesta.1

El Carretero

y Atlas

Había una vez un campesino que se llamaba Juan

Era un hombre muy bueno, pero un poco distraí

do y muy protesten. Si una mosca lo picaba,

Juan protestaba como si un elefante le hubiera

pisado un pie; si tropezaba con una piedrecita en

el camino, refunfuñaba como si hubiera chocado

con un buzón.

Lo llamaban Juan Kegaña.

Juan Regaña tenía una carreta, y con su carreta

iba a todas partes. Si cosechaba papas, en la ca

rreta las llevaba al mercado. Cuando necesitaba

leña, al bosque iba con su carreta a buscar los

leños. Y cuando el trigo maduraba, cargaba Juan

en su carreta las gavillas doradas y las llevaba

al molino. Claro que siempre le ocurría algo. Algo

que a los otros campesinos nunca les ocurría.

Entonces Juan apretaba los puños y saltaba hasta

el techo, bajaba y volvía a saltar. Protestaba todo

lo que podía, y tan fuerte, que los vecinos decían:

—¡Ahí está otra vez regañando, Juan regaña!

Un día cargó la carreta con leña, se puso el som

brero hasta las orejas, subió y tomó las riendas,

diciendo:

—¡Ale, ale, caballos!

Pero la carreta no se movió. Juan apretó los

puños, tiró el sombrero al suelo, y vio entonces

que los caballos comían muy tranquilos en el pra

do. ¡Se había olvidado de engancharlos al carro!

Otro día sacó una rueda y la limpió hasta de

jarla reluciente. Después subió a la carreta e in

tentó hacerla marchar, pero la carreta no se movió.

Juan protestó y regañó, hasta que vio la rueda

sobre el pasto. ¡Claro, se había olvidado de colo

carla!

Así iban las cosas hasta que un día Juan cargó

la carreta con heno y salió rumbo al pueblo. La

carreta estaba completa y los caballos engancha

dos a la carreta. Era una mañana preciosa y Juan

se encontraba de muy buen humor. Bueno, no

tanto como muy bueno, pero sí bastante bueno,

tratándose de Juan Regaña.

—¡Atlas! —seguía llamando Juan Regaña.

—¿Para qué gritas tanto, si te estoy oyendo1?—di

jo Atlas.

—¡ATLAS! —seguía gritando Juan, tan fuerte y

con tanta rabia, que no veía nada de nada—. ¡Mal

dición de las maldiciones malditas! —tronaba y

vociferaba Juan, dando saltos y brincos de rabia.

Y de pronto, en un salto de aquellos, dio con la

cabeza en la copa del gran roble y vio allí a Atlas

sentado. A pesar de que hacía más de dos horas

y media que llamaba y gritaba, se soprendió tanto

de verlo, que cayó sentado y no se levantó.

—¿Qué te ocurre"? —le preguntó Atlas.

—¿No ves lo que me está ocurriendo'? —replicó

Juan Regaña.

—Lo que veo es que no pasas de ese roble y

hace rato que estás ahí vociferando.

—¿Cómo voy a pasarlo, si eso es lo que me ocurre,

que se me atascó la carreta y no va ni para atrás

ni para adelante?

—¿Has probado otra cosa que no sea gritar y

maldecir? —preguntó Atlas.

Pero ya Juan no lo oía. Clamaba, saltaba, gri

taba:

—¡Tú, Atlas, sólo tú, puedes ayudarme!

—¿Yo? —dijo Atlas—. Si fuera para levantar un

mundo, todavía. Pero de carretas entiendes tú,

que eres carretero. ¿Por qué no tienes calma y

miras bien? La rueda está llena de barro, lím-

piala, por lo pronto, Juan.

Y Juan limpió la rueda de prisa.

—Hay una piedra muy grande. Toma, pues, el

pico y pícala, Juan.

Y Juan picó la piedra, ¡bien picadita!

—Hay un pozo, cúbrelo de tierra.

Y Juan lo cubrió de tierra hasta el tope.

—Ahora toma el látigo.

Mientras iba en su carreta, disfrutaba del canto

de los pájaros y de las encinas movidas por el

viento. En el camino se cruzó con el panadero,

con el pastor y con el lechero, que estaban ha

ciendo su trabajo, y a todos los saludó amable

mente.

Al rato de marchar y marchar llegó a cierto

punto del camino donde, al pasar al lado del gran

roble, se le atascó la carreta.

Juan estaba de buen humor. . . y no protestó. Bajó,

miró la carreta por todos lados, habló en voz baja

con los caballos, y volvió a subirse a la carreta.

Pero la carreta no se movió.

Entonces Juan tiró su sombrero, que salió volan

do, y junto con el sombrero voló el buen humor

de Juan Regaña.

Dijo y gritó tantas maldiciones, que mejor será

no reproducirlas aquí. Llenaríamos como tres pá

ginas y media y resultaría muy aburrido leer tres

páginas y media de las maldiciones de Juan Re

gaña, ^r^

Pero, aparte de maldecir, Juan se acordaba de

Atlas, un dios muy forzudo y grandote que hace

muchísimos millones de años dicen que llevó un

inundo entero sobre sus hombros.

—¡ATLAS! —gritaba Juan Regaña—. ¡Tú, que

tienes tanta fuerza y una vez llevaste un mundo

sobre tus hombros, bien puedes ayudarme a sacar

la carreta de este atolladero!

/ I I

—Atlas, ayúdame porque ya estoy perdiendo toda la

mucha, muchísima paciencia que tengo!

Durante dos horas y media Juan gritó tanto y

tan fuerte, que a pesar de que Atlas no levanta

más mundos y hace montones de años que anda

volando por ahí, muy tranquilo, oyó las protestas

y las súplicas de Juan Regaña atascado en el

camino.

Entonces se fue para abajo volando y se sentó

en el gran roble.

Juan tomó entonces el látigo y la carreta partió

ligerito, ligerito.

—¡Gracias, x\tlas! ¡Cómo me lias ayudado! —decía

Juan, que ni cuenta se daba de que todo el tra

bajo lo había hecho él mismo, pero razonando y

sin quejarse, con la cabeza serena. ¡Te llamaré

todas las veces que te necesite!

—¿Qué? —dijo Atlas—. ¿Hacerme venir volando

por estas simplezas1? Cuando te ocurran esas co-

sas, mejor te llamas a ti mismo a la calma.

—¿La calma? ¡No la conozco! —dijo Juan.

—Te vendrá bien conocerla, porque gritas y mal

dices como si fueras JUAN REGAÑA.

—¿Juan Regaña? ¡Ese soy yo! —dijo boquiabierto

Juan.

Pero ya Atlas volaba tan alto, que no lo oyó. Así

que nunca supo que sí, que en verdad Juan era

el verdadero Juan Regaña.

Claro que desde aquel día Juan recurrió a la cal

ma, y entonces protestó cada vez menos. Hasta

que ya no fue más Juan Regaña, sino Juan...

¡Juan a secas!. .Q

La Lechera

y el Cántaro

Narración de Beatriz Barnes

Ilustración de Marta Gaspar

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Había una vez una lechera que tenía un cántaro

para llevar la leche.

Una mañana colocó el cántaro sobre su cabeza y,

muy contenta, se encaminó hacia el pueblo.

Como era una muchacha muy ágil, llevaba el cán

taro con la misma comodidad con que nosotros

llevamos el pelo. Y aunque el camino bajaba y

subía, subía y bajaba, ella iba muy derechita, mi

rando para un lado y para otro, para arriba y

para abajo, sin que el cántaro se le cayera. Mi-

raba y pensaba. Pensaba que iba a cumplir años

otra vez. Pensaba que se acercaba el tiempo de

comer otra vez helados. Pensaba que tenía que

aprender la tabla del seis... Y de pronto pensó

en el cántaro, en la leche y en el dinero que sa

caría de la venta de la leche. ..

Entonces caminó un poquito más ligero.

—Con el dinero que saque de la venta de la le

che, compraré..., compraré diez huevos... ¡Sí,

me compraré diez huevos! ¡Y me los comeré ba

tidos con azúcar!..

—O mejor, no, me compraré cincuenta huevos.

¡No! ¡Mejor me compro cien huevos! ¡Y en el

verano tendré cien pollos!..

Y caminó más ligero, pensando en los hermosos

pollos que la rodearían en el verano, haciendo pío,

pío, pío...

—¡Tendré que hacerles una buena casa cerca de

mi cabana, no vaya a ser que el zorro me los

coma!..

Y cuando crezcan, los venderé... Y con el dinero

de la venta me compraré un cerdo... ¡Sí, me

compraré un cerdo y lo alimentaré con las bello

tas de la encina grande! ¡Y el cerdo crecerá tan

to, tanto, tanto, que tendré que hacerle un corral

de cinco metros de largo y de tres metros y me

dio de ancho! ¡Y cuando sea el cerdo más grande

del pueblo, lo llevaré y lo venderé y sacaré un

enorme montón de dinero! ¡Mucho, mucho dine

ro!..

Y caminaba más ligero y paliiioteaba de alegría.

—¡Será un montón de dinero grande como el cer

do! ¡Y con el montón de dinero me compraré un

ternero y una vaca! ¡Sí, sí, sí! ¡Una vaca y un

ternero! ¡Una vaca y un ternero!. .

fMMülj

//MU I MI

// /// /y

Y ya la lechera corría y saltaba.

—¡La vaca cuidará al ternero! ¡El ternero brin

cará y saltará! ¡Será gordo y lustroso! ¡Gordo y

lustroso!..

Y ya veía al ternero y a la vaca corriendo por

el prado. Lo cual le produjo tal alegría, que em

pezó a saltar y girar como un trompo. . . Tanto

y tanto saltó y giró, que el cántaro... al suelo

cayó!. .

Entonces la lechera se detuvo. Se detuvo y mi-

ró.. . Miró cómo la leche se había derramado.. .

Y junto con la leche, la vaca y el ternero, el

cerdo y los pollos, los pollos y los huevos.. . ¡To

do, todo, había desaparecido de un golpe !..M

— CL.

La Zorra

y las Uvas

L

Narración de Beatriz Barnes

Ilustración de Marta Gaspar

DQD

En Normandía, un lugar que queda bastante lejos,

hubo una vez una zorra muy arrogante.

Tenía la cola lustrosa, los ojos brillantes y un

precioso modo de caminar. Deseosa de conocer el

mundo, la zorra decidió salir de viaje, siempre cami

nando, sin rumbo fijo, para un lado y para otro.

Anduvo y anduvo, comiendo lo que podía, pero al

cabo de algún tiempo, le empezó a resultar difícil

encontrar alimento.

Cada vez pasaba más hambre y cada vez sus ojos

brillaban menos y cada vez su cola era menos lus

trosa; hasta su modo de caminar era menos lindo

que antes, pero igual seguía siendo una zorra de

Normandía muy arrogante.

Llegó un día en que tuvo una hambre grandísima,

buscó más afanosamente todavía que los días an-

teriores. No encontró nada digno de ser comido,

pero de pronto, al mirar para arriba, vio una vid

que crecía entre las piedras, cargada de uvas ri

quísimas.

Tenían un color rojizo tan hermoso, que la zorra

de Normandía las miró y se relamió. Levantó una

pata y la bajó, después levantó la otra y la es

tiró todo lo que pudo, pero ni siquiera las pudo

rozar. Entonces trató de saltar, pero nada, las uvas

parecían cada vez más altas y el Sol las hacía

brillar con reflejos más multicolores. Saltó y saltó

la zorra, pero, al no poder alcanzar las uvas, dijopor fin:

—¡Están verdes!

Pero las miró y las uvas brillaban cada vez más.

—Es un espejismo —dijo la zorra—. Es mentira.

¡Están verdes!

Las miró otra vez, y la verdad era que estaban

más rojas, y debían de estar muy ricas.

—Todavía les falta mucho para madurar —dijo la

zorra—. Y a pesar de estar tan cerquita de mi pata

no las agarro porque no me gustan las uvas verdes.

¡Y ni siquiera las voy a mirar más!

Pero las miró un poquito otra vez: las uvas esta

ban bien, ¡pero muy bien maduras!..

—Y ya en seguida me voy a ir —continuó dicien

do la zorra—, porque no vale la pena que me que

de acá parada, mirando unas uvas que se están

poniendo cada vez más verdes.

Después, dio media vuelta y se alejó. Y al llegar

a un recodo, dobló la cabeza y las miró por últi

ma vez.

—¡Uyyyyyyy, ahora están más verdes todavía que

nunca! —dijo.

Y las uvas seguían reluciendo bajo el Sol del ve

rano.

—¡Estaban verdes, estaban cada vez más verdes,

estaban verdes del todo y no las comí porque no

me gustan las uvas verdes!..

Yo no sé si en verdad la zorra aquella creía lo

que decía. ¿Pero qué otra cosa podía hacer aque

lla pobre zorra de Normandía?1

El Cuervo

y el Zorro

La otra mañana, muy tempranito, el cuervo salió

a desayunar. Miró y miró y al final eligió la rama

de un roble y allí se posó. Sacó un queso de de

bajo del ala y se lo puso en el pico.

El zorro, que también se había levantado tempra

no y andaba por allí, dando vueltas, sintió el olor

del queso y siguiendo el olor, derechito, derechito,

doblando un poquito para acá y otro poquito para

allá, y otra vez derechito, llegó hasta el roble en

el cual estaba el cuervo.

—Buenos días —dijo el zorro—. Linda mañana.

¿Verdad? Mire usted, apenas me desperté, oí unos

cantos tan preciosos, que me pregunté: ¿cuál será

el pájaro que canta tan lindo? Busqué y busqué

y no encontré nada. Llegué hasta aquí y ahora

que lo veo a usted, tan elegante, tan lustroso, tan

bien parado, tan, tan, tan... La verdad es que no

hay palabras para decir lo hermoso que usted se

ve, don Cuervo. Solamente digo: Esas canciones

que oí, sólo de su garganta, de su pico, pueden

salir. En fin, señor Cuervo, yo creo que habría

que nombrarlo a usted emperador de estos bos

ques y también de los otros, y de los de más allá.

—Aquí estoy, ansioso, esperando a que cante usted

para tener el privilegio de oirlo en la primera fila.

¡Adelante!

Es un poco extraño, pensó el cuervo, jamás en

toda mi vida de cuervo, me pidió nadie que can

tara, y a lo mejor lo hago muy bien. Si el zorro,

que tiene tanto mundo, lo dice, debe de ser verdad.

¿Qué canción cantaré? Podría ser aquella que sa

bía de chico. ¡Claro! ¡Cantaré aquélla! Creo que

la recuerdo toda muy bien.

—Pronto, don Cuervo, pronto. Nunca sentí tanta

ansiedad —dijo el zorro.

Se atusó el cuervo las plumas, se irguió, abrió el

negro pico y... ¡el queso cayó justo, justito, en

la boca del zorro!

—¡Qué tonto fui! —se dijo el cuervo— ¡Creerme

todo lo que me dijo! Se está comiendo el queso y

yo sin nada. Eso me pasa por vanidoso. Mejor

me voy ligerito, antes de que se me ría en la

cara, que eso sí que no podría soportarlo.

Y se fue disimulando, silbando bajito, pues silbar

es una cosa que este cuervo sabe hacer bastante

El Burro

y el Lobo

Por un camino verde, verde, verde, iba Don Bu

rro caminando.

Mira para arriba, mira para un lado, mira para

el otro, mira para atrás... Y de pronto pisa un

clavo, que estaba en el camino verde, verde, ver

de, y se lo clava en la pata, justo, justito, cuan

do iba a mirar para abajo.

—¡Paaa! —dijo don Burro, y se sentó.

—¡Lo que me viene a pasar! No me duele mucho,

pero igual tengo ganas de llorar, así que lloraré

con todas las ganas que tengo.

Lloró y lloró, con la pata en el aire, hasta que se

cansó. Entonces apoyó la pata en el suelo para

seguir caminando y ¡Ayyyyyy! ¡Cómo le dolió!..

Entonces lloró con muchas más ganas todavía.

Miró para arriba, miró para abajo, miró para un

lado, miró para el otro.

¿Y quién estaba allí, muy orondo, frotándose las

uñas?.. ¡El Lobo!

Claro, Don Burro no podía escapar, ni podía si

quiera tenerse en pie, así que movía la pata, la

cola, lloraba y gemía, se agarraba la cabeza con

las dos manos y decía:

—¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!.. —(pero, mientras

tanto, pensaba: de alguna manera tengo que sal

varme).

—¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!. . —(pero, mientras

tanto, pensaba: ya sé, le diré que él es tan bueno,

etc., etc., y que sabe tantas cosas, etc., etc., que

a lo mejor hasta de médico

—¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo! ¡Mire usted cómo me

estoy muriendo! ¡No me deje morir así, sufrien

do tanto! ¡Ay, señor Lobo, qué dientes tan gran

des y preciosos que tiene usted! Parecen hechos

a propósito para sacar clavos!

—¿Te parece? —preguntó el lobo.

—Claro que sí. Antes de que muera, pruebe, sá-

queme el clavo de la pata, y después, cuando me

muera tranquilo, porque con clavo o sin clavo

igual me voy a morir, cómame usted en recom

pensa, todo, enterito, de la cabeza a los pies.

—Y si te saco el clavo, ¿por qué te vas a morir?

—¡Porque sí! —contestó Don Burro—. ¡Porque

estoy muy mal! ¡Ay, Ayyyy! ¡Haga usted rá

pido lo que tiene que hacer, que lo único que

interesa acá es que yo pueda morir tranquilo, sin

este dolor!..

—Bueno, si es así —dijo el Lobo—, sacaré dos

dientes de mi estuche y una uña bisturí... ¡A

ver, déme la pata!..

—Esta es una operación de cuidado, pero, para

mí, que tengo tanta práctica, es sólo una patacu-

ritis sencilla.

—¿Dolerá mucho? —preguntó Don Burro.

—Alargue bien esa pata y no se me acobarde.

Procederé.

? TAC £¡TS

—¡AY, AY, AY! —decía el burro, y pensaba:

ahora es el momento, mientras tiene mi pata de

recha, no, la izquierda, no, la derecha, qué lío...

Bueno, cuando me saque el clavo de esta pata, yo

con la otra le doy una...

Y, en efecto, el buen Don Burro le dio tal directo

a la mandíbula del Lobo, con su guante de bo

xeador, que todos los dientes del Lobo cayeron de

su estuche con gran estrépito.

1 PJÉ

V 15¿' i

Aprovechó entonces Don Burro, corre que te co

rre, escapando por el camino verde, verde, verde,

y el Lobo se quedó solo, muy solo, con unas ga

nas de llorar...

Y ya que tenía tantas ganas de llorar, lloró:

—¡Ay,Ay! ¡Infeliz de mí! ¡Yo, que tenía un buen

oficio como lobo carnicero, ahora he quedado sin

los dientes, por meterme a lobo curandero!1