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[1] Cuarteto para llorar una ausencia Obra en un Acto de Guillermo Schmidhuber de la Mora [email protected] Personajes 1 Violín Primero Cintia, bella muchacha en plena juventud Violín Segundo Diego , empresario, de mediana edad Viola Isabel, esposa de Diego Chelo Enrique, sobrino de Isabel, veintiocho años Tiempo: Hoy Lugar: Una ciudad en la América Hispana Sala-comedor de una casa amueblada con lujo, lucen objetos de arte en las paredes y sobre los muebles. Una mirada perspicaz pensaría que nada hay que recuerde el mundo contemporáneo en que viven los personajes. Si las casas se parecieran a sus dueños, ésta sería el “retrato hablado” de Die- go. Tres puertas son visibles, una comunica a la calle, otra al resto de la casa y una más a un baño. Al iniciar la escena, un reloj que está sobre una mesa da las nueve campanadas matutinas. Diego entra por la puerta del interior, lleva traje y corbata. Su pulcritud es comprobable en la blancura de su camisa, en su rostro limpio y en su calzado abrillantado. Se sienta en la cabecera de la mesa y hojea un periódico que ahí le esperaba. Diego.Aquí estoy. Isabel.(Se asoma desde la puerta interior.) Ahí está tu jugo, en un ins- tante te llevo lo demás. Isabel regresa al interior de la casa. Diego bebe su jugo lentamente, luego se pone de pie y va hacia un equipo de sonido de reciente factura, lo en- ciende y Vivaldi inunda la sala. 1 La obra fue estrenada en el Foro-Café de Guadalajara, México, el 5 de diciembre de 2012 por el grupo Aleph Teatro, bajo la dirección de Lourdes Salmerón; con el siguiente elenco: Isa- bel, Carmen Fernández; Diego, Ernesto García; Cintia, Mónica Rodríguez y Enrique Manuel A. Covarrubias. Cuarteto para llorar una ausencia www.guillermoschmidhuber.com

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Page 1: Cuarteto para llorar una ausencia Cuarteto para llorar u… · Cintia.— ¡Qué bueno que te encontré aquí! No quería tener esta entrevista a solas con la señora Isabel. Tú

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Cuarteto para llorar una ausencia

Obra en un Acto de Guillermo Schmidhuber de la Mora

[email protected]

Personajes1

Violín Primero Cintia, bella muchacha en plena juventud

Violín Segundo Diego , empresario, de mediana edad

Viola Isabel, esposa de Diego

Chelo Enrique, sobrino de Isabel, veintiocho años

Tiempo: Hoy

Lugar: Una ciudad en la América Hispana

Sala-comedor de una casa amueblada con lujo, lucen objetos de arte en las

paredes y sobre los muebles. Una mirada perspicaz pensaría que nada hay

que recuerde el mundo contemporáneo en que viven los personajes. Si las

casas se parecieran a sus dueños, ésta sería el “retrato hablado” de Die-

go. Tres puertas son visibles, una comunica a la calle, otra al resto de la

casa y una más a un baño. Al iniciar la escena, un reloj que está sobre una

mesa da las nueve campanadas matutinas. Diego entra por la puerta del

interior, lleva traje y corbata. Su pulcritud es comprobable en la blancura

de su camisa, en su rostro limpio y en su calzado abrillantado. Se sienta en

la cabecera de la mesa y hojea un periódico que ahí le esperaba.

Diego.— Aquí estoy.

Isabel.— (Se asoma desde la puerta interior.) Ahí está tu jugo, en un ins-

tante te llevo lo demás.

Isabel regresa al interior de la casa. Diego bebe su jugo lentamente, luego

se pone de pie y va hacia un equipo de sonido de reciente factura, lo en-

ciende y Vivaldi inunda la sala.

1 La obra fue estrenada en el Foro-Café de Guadalajara, México, el 5 de diciembre de 2012

por el grupo Aleph Teatro, bajo la dirección de Lourdes Salmerón; con el siguiente elenco: Isa-

bel, Carmen Fernández; Diego, Ernesto García; Cintia, Mónica Rodríguez y Enrique Manuel A.

Covarrubias.

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Isabel.— (Entrando con un poco de sofoco, acaso por el trabajo físico o

por el sobrepeso. Lleva delantal. De pie le sirve el desayuno.) El jamón

estará bueno. (Diego gruñe afirmativamente.) Cambié de marca, antes era

el jamón de aquel alemán, ¿te acuerdas? (Diego no reacciona). ¡Otto, se

llamaba! Preparaba las carnes y su mujer las vendía, ¿te acuerdas? Después

él enfermó y en el lecho de muerte ella le pidió la receta, pero él se la llevó

a la tumba, y los jamones perdieron su sabor.

Diego.— Isabel, por favor, estoy escuchando a Vivaldi (Exasperado mira a

su esposa y regresa a su lectura.)

Isabel.— Perdóname. A mí también me gusta. Toma tu café a gusto. La

mermelada debe estar deliciosa. Conseguí naranja agria y una vecina me

dio la receta.

Diego.— Da igual. (Bebe el último sorbo de café y se incorpora y se dirige

al baño.)

Isabel.— ¿Vas al baño?

Diego.— ¿Te sorprende? Es lo que he hecho después de desayunar en los

treinta años que llevamos de casados.

Isabel.— (Temerosa.) Quería decirte algo…

Diego.— No has hecho otra cosa en toda la mañana.

Isabel.— Es algo que no te he dicho.

Diego.— ¿Necesitas más dinero?

Isabel.— No, no. (Nerviosa se retuerce las manos.) Hoy viene… ella.

Diego.— No te entiendo.

Isabel.— Cintia.

Diego.— (Encolerizado.) ¡Sabías que esa mujer no puede venir aquí!

Isabel.— Si la hubieras oído por el teléfono, estaba llorando.

Diego.— Y te atreviste a invitarla.

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Isabel.— No, yo no, pero me lo suplicó.

Diego.— ¿Cómo te atreviste a hablar con ella?

Isabel.— Ella llamó… tres veces.

Diego.— ¿Por qué no me dijiste antes nada?

Isabel.— No quería que te molestaras.

Diego.— ¡Pues lo lograste!

Isabel.— Vendrá en unos minutos. Nos quiere entregar unas cosas. Si no

quieres, la puedo recibir yo sola.

Diego.— ¡Ah, mujeres, se juntan para gozar los melodramas!

Isabel.— Pero ella sufre.

Diego.— (Con frialdad.) Tú también y a ella nada le importa.

Isabel.— Tendremos que recibirla.

Diego.— Dignidad, precisamente no tienes. Has olvidado que ella hizo que

nuestro hijo se alejara de nosotros.

Isabel.— (Gimoteando.) Si la hubieras oído por teléfono, no te hubieras

negado.

Diego.— ¿Por qué no habló conmigo?

Isabel.— Dijo que lo intentó muchas veces, pero que al oír su voz, tú corta-

bas.

Diego.— (Molesto porque su esposa tuviera esa información.) ¿Por qué

tuviste que citarla ahora?

Isabel.— Porque quería que estuvieras presente.

Diego.— ¿Por qué no me lo dijiste anoche?

Isabel.— Quise que durmieras bien. Yo no dormí bien.

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Diego.— (Frío.) Voy al baño. Si llega, recíbela. (Ingresa por la puerta del

baño.)

Isabel.— ¡Gracias! (Siente que le quitan un peso de encima.)

Isabel recoge los restos del desayuno. Se le ve nerviosa. La puerta

del baño se abre sorpresivamente.

Diego.—¿Dónde está El Quijote?

Isabel.— Debe estar sobre la tapa del excusado. Nada más tú lo lees.

Diego.— Estaba caído.

Diego cierra la puerta del baño. Isabel disminuye el volumen de la

música y observa si Diego reacciona. Al ir a entrar a la cocina, el

timbre de la puerta principal suena. Rápidamente Isabel se quita el

delantal, mira desesperada a todos lados de la sala comedor, como

si la visitante fuera una supervisora de limpieza hogareña. Antes de

abrir respira hondo. En la puerta aparece un joven de veintiocho

años, es Enrique. Su vestir es anticuado, como si fuera ropa que

otros han estrenado años atrás. Isabel se sorprende de no ver a Cin-

tia.

Isabel.— ¿Diga?

Enrique.— (Tímido.) Tía, soy Enrique.

Isabel.— ¡Ah, perdona! No te reconocí. Pasa, por favor.

Enrique.— (Entra.) Mi madre me pidió que viniera a darle el pésame.

Isabel.— Gracias. ¿Sabes que no te reconocí? Estás hecho un hombre. Hac-

ía como cinco años que no te veía.

Enrique.— Mi madre dice que diez.

Isabel.— Siéntate, por favor. (Se sientan en la sala.) ¿Cómo está Carlota?

Enrique.— Bien. Le envía sus saludos.

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Isabel.— Dale también los míos. (Es obvio que nos sabe cómo iniciar la

conversación.) ¿Acabas de llegar?

Enrique.— (Miente con impericia.) Sí, hace unos días.

Isabel.— (Por primera vez cálida.) ¿Por qué no habías venido a visitarnos?

Enrique.— Estaba muy ocupado con las clases.

Isabel.— ¿Qué estudias?

Enrique.— Quise entrar a contabilidad, pero no logré el ingreso en la uni-

versidad. Estoy tomando algunas clases sueltas y esperar el próximo semes-

tre.

Isabel.— ¿No habías estudiado carrera antes?

Enrique.— Tuve que trabajar.

Isabel.— Trabajaste… Qué interesante. (Silencio.) ¿En qué trabajaste?

Enrique.— Como vendedor.

Isabel.— ¿Cómo está Carlota? Perdona, ya me lo dijiste. ¿Quieres un café?

Enrique.— No, gracias. Tengo que irme. Ya le di el recado de mi madre.

Isabel.— (Tratando de aparentar naturalidad.) ¿Cómo está tu padre?

Enrique.— No sé…

Isabel.— ¿Qué pasó?

Enrique.— Hace años que no sabemos de él.

Isabel.— No pudo haberse esfumado.

Enrique.— No sabemos dónde está.

Isabel.— Pobre Carlota. ¿Y qué ha hecho para sobrevivir?

Enrique.— Trabaja en una tienda de ropa.

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Isabel.— (Ríe.) Siempre tuvo gusto con la buena ropa. De niña me robaba

los vestidos que papá nos compraba. Ella estrenaba los suyos y los míos.

Recuerdo que le gustaban los encajes.

Enrique.— Trabaja en una tienda de uniformes de enfermera.

Isabel.— Entonces, no tienen muchos encajes.

Enrique.— Ninguno. (Silencio.) Ya le di los saludos de mi madre, señora,

quisiera...

Isabel.— (Interrumpe.) Me puedes llamar tía.

Enrique.— (Se incorpora.) Me tengo que ir.

Diego.— Gracias por venir.

Isabel acompaña a su sobrino a la puerta principal.

Enrique.— Reciba también mi pésame. (Tartamudea.) También yo quise

mucho a Benjamín.

Isabel.— (Tierna.) Todos quisimos muchos a Benjamín. Dale mis saludos a

Carlota y dile que quisiera volverla a ver. (Se le hace un nudo en la gar-

ganta.) Dile que a pesar de todo aún sigo siendo su hermana. (Le da la ma-

no.)

Enrique.— Adiós.

Isabel abre la puerta. Antes de que Enrique salga, la tía le pone la

mano en el hombro, lo mira con ternura y lo besa en la mejilla. En-

rique no reacciona.

Isabel.— (En susurro y mirando temerosa hacia la puerta del baño.) ¿No

quisieras algo de la ropa de Benjamín? Perdóname, pero tenía tanta y no la

quiero regalar a cualquiera. Creo que te quedará un poco grande, pero

tendrá arreglo. ¿Qué dices?

Enrique.— (Muy apenado.) No sé…

Isabel.— Yo te lo agradecería. Hay muchos sacos muy finos y a ti te pue-

den quedar bien. Siéntate, no tardo.

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Enrique.— (Obedece mientras se arrepiente una vez más de haber venido.)

Gracias.

Isabel se dirige hacia la puerta interior de la casa. La puerta externa

ha quedado abierta. Isabel cruza el umbral interior de la casa. Por

primera vez Enrique observa la casa y sus adornos. Acaricia el

sillón principal y se sienta. Toma un poco de confianza y se recuesta

cómodamente. Descubre sobre una de las mesas un centro de cristal

cortado con confituras. Duda si tomar una. Mira hacia donde salió

Isabel. Con rapidez toma un dulce y lo saborea. Nervioso regresa a

sentarse. Luego se incorpora y toma otra confitura e inmediatamente

otra. Más que degustar los dulces los deglute.

Mira un reloj antiguo que está sobre una mesa; lo acaricia y con un

movimiento torpe, lo tumba y la antigüedad cae al suelo. Muy aver-

gonzado mira hacia donde se fue la tía. Decide huir y se dirige pre-

cipitadamente a la puerta que ha permanecido abierto y, en ese ins-

tante, aparece por el umbral una atractiva joven. Es Cintia. Viste

con el estilo de la muchacha moderna que es.

Enrique.— ¡Perdón!

Cintia.— ¿Está la señora Isabel?

Enrique.— (Tartamudeando.) Sí.

Cintia.— (Entrando con desenvoltura.) ¿Puedo pasar?

Enrique.— ¡Sí, claro! Ahora regresa ella. Yo ya me iba.

Cintia.— (Mira el reloj hecho pedazos.) Se les cayó el reloj.

Enrique.— Sí, se les rompió.

Cintia.— ¿Quién eres?

Enrique.— Enrique

Cintia.— ¿El primo de Benjamín?

Enrique.— (Sorprendido por el reconocimiento.) Sí.

Cintia.— (Le da un beso en la mejilla con desenfado.) Benjamín me habla-

ba mucho de ti.

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Enrique.— ¿De mí?

Cintia.— De cómo jugaban cuando niños con una caja de arena. Pasaban

juntos todos los sábados. Sé que a ti te gustaban las estampillas y que toca-

bas el piano.

Enrique.— (Azorado.) ¿Cómo sabes eso?

Cintia.— (Sonríe.) Soy Cintia, la… la pareja de Benjamín.

Enrique.— (Rígido.) Mucho gusto.

Cintia.— ¿Cuándo llegaste?

Enrique.— Hace un año (Cae en cuenta que descubrió su mentira.), digo…

(Mira temeroso hacia donde se había salido su tía.)

Cintia.— (Juguetona lo acusa.) ¡Y nunca buscaste a Benjamín!

Enrique.— Tenía mucho que estudiar.

Cintia.— Le hubiera dado tanta alegría verte.

Enrique.— No sabía en donde vivían.

Cintia.— Tienes razón, nadie lo sabía.

Enrique.— Ni sabía la dirección de mis tíos. Mi madre me la dio para venir

a darles el pésame.

Cintia.— ¿Cómo están?

Enrique.— La tía Isabel se ve bien.

Cintia.— ¿Y tu tío?

Enrique.— No lo sé.

Cintia.— ¿Qué estudias?

Enrique.— Contabilidad.

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Cintia.— ¿Hasta ahora? Tú tienes la misma edad de Benjamín y él había

terminado arquitectura hacía varios años.

Enrique.— Antes no pude.

Cintia.— ¡Qué bueno que te encontré aquí! No quería tener esta entrevista

a solas con la señora Isabel. Tú sabes, nunca me quisieron. ¿De verdad no

habías oído hablar de mí? (Enrique niega.) Bueno, a lo mejor no soy tan

importante (Suspira.) ¿Cómo está tu madre?

Enrique.— Bien.

Cintia.— Benjamín me contó que tu padre los abandonó.

Enrique.— No sabemos si vive o muere.

Cintia.— (Cambia su tono festivo por otros más serio.) No convendrá que

le avises a la señora Isabel de que estoy aquí.

Enrique.— Dijo que iba a regresar.

Cintia.— (Mira el reloj caído por el suelo .) ¿En esta casa el tiempo está

detenido? (Sólo ella ríe.)

Enrique.— (Nervioso.) No.

Cintia.— (Intenta poner las piezas sobre la mesa.) Parece un reloj valioso,

de los que ya no se ven.

Enrique.— (En huída.) ¡Ya me tengo que ir! (Inicia mutis y se vuelve.)

Gusto en conocerla.

Cintia.— Ne me hables de usted, pude haber sido tu prima.

Enrique.— Adiós. (Precipitadamente intenta retirarse.)

Isabel entra a escena, carga una gran caja que le impide la visión.

Isabel.— No encontré una caja adecuada. Ayúdame que está muy volumi-

nosa. (Cintia lo hace.) Escoge lo que… (Ha visto a Cintia. Ambas mujeres

se sorprenden.)

Cintia.— Buen día, señora.

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La caja con ropa ha caído al vacío. Isabel repara en el estropicio del

reloj, pero no dice nada.

Isabel.— No oí el timbre.

Cintia.— La puerta estaba abierta.

Isabel.— ¿Ya se conocían? (Enrique e Isabel niegan. Luego pregunta a

Enrique con aridez.) Escoge la ropa que quieras… (Acomoda la ropa caí-

da.) Van también varias corbatas, son muy finas, algunas las trajimos de

Europa. (Mira hacia la puerta del baño y con voz baja dice a Enrique.) Me

temo que tendrás que irte.

Cintia.— Yo también. Solamente quería entregarle esto (Le da un amarre

de cartas unidas con un listón azul.) Pertenecen a ustedes. Benjamín me

dijo que si algo le pasaba, quería que les regresara estas cartas. (Isabel las

reconoce y las abraza emocionada.)

Isabel.—¿Las tenía Benjamín? No había notado su ausencia.

Cintia.— Se las llevó de recuerdo el día que se fue de aquí.

Isabel.— ¿Las leíste?

Cintia.— ¡No! Respecto estas cosas… como quisiera que respetaran las

mías (Se da cuenta que entró en un sendero peligroso.)… me refiero a las

cartas que Benjamín me escribió.

Isabel.— (Con enojo pero a media voz.) ¡No puedes comparar mis cartas

con las tuyas!

Cintia.— Señora, yo también estuve enamorada.

Isabel.—¡No somos iguales porque yo me casé por la iglesia!

Cintia.— Su hijo me eligió de la misma manera como su marido la eligió.

Eso es lo importante.

Isabel.— ¡Pero tú cambiaste a mi hijo!

Cintia.— (Defensiva.) Nunca le coarté su libertad.

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Isabel.— (Cuidando de no ser oída desde la distancia.) Yo tampoco…

Siempre luchó en contra de toda autoridad. (Se le mira desconsolada.)

Cintia.—Siempre… hasta su muerte.

Isabel.— (Sorbiéndose las lágrimas y queriendo fingir un tono normal. A

Enrique.) Llévate todo. Nadie mejor que tú para que use la ropa de Ben-

jamín.

Benjamín toma la caja y comienza a llorar con pucheros.

Cintia.— Ahora únicamente nos quedan los recuerdos, pero esos no se

pueden devolver.

Se escucha el sonido del agua corriente, por lo que los personajes

suponen que Diego ha escuchado los diálogos anteriores.

Diego.— (Abre la puerta del paño y habla con gran autoridad.) No nos

interesan sus recuerdos, señorita. (Entra a escena con paso seguro.)

Isabel.— (Trémula.) ¡Diego, más comprensión!

Diego.— Si ella no la tuvo, ni Benjamín, ¿por qué tenemos que ser com-

prensivos?

Cintia.— (Con claridad de palabra y de mente.) Porque todos amamos a

una misma persona.

Isabel.— Yo amé a mi hijo desde que lo traía en el seno y usted sólo por

dos años, así que no es lo mismo.

Cintia.— (Mira el reloj roto.) El tiempo no importa, sino la intensidad.

Diego.— (Su enojo le impide ver el estropicio.) ¿Intensidad del corazón…

o de la cama?

Cintia.— (Ofendida.) Ambos.

Diego.— Ya recibimos las cartas, ahora puede irse.

Cintia.— (Duda.) Quiero…

Diego.— ¿Una indemnización?

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Cintia.— Ahora comprendo mejor por qué Benjamín quiso partir.

Isabel.— Mejor váyase.

Diego.— (En ataque.) Si Benjamín no hubiera muerto, también a usted la

hubiera abandonado.

Cintia.— Quizá… pero por otra mujer, no por sus padres.

Diego.— (Frenético.) ¡Lárguese y que la vida la castigue por la cizaña que

sembró!

Cintia.— (Se dirige a la puerta de salida y regresa el rostro.) Algún día,

cuando la paz reine en esta casa, me abrirán la puerta y me rogarán que re-

grese. ¡Hasta ese día!

Diego.— (Tardíamente repara en el reloj estropeado. Iracundo.) ¿Quién

rompió mi reloj? (Sospecha la culpabilidad de Isabel y la mira con enojo.)

Isabel.— No lo sé.

Diego.— ¡Era mi reloj favorito! Benjamín y yo lo compramos en Praga.

Isabel.— Yo no fui.

Diego.— ¿Quién fue?

Cintia.— ¿Le importa tanto un reloj?

Diego.— ¿Sabe lo que vale?

Enrique.— (Atemorizado.) Fue un accidente.

Diego.— Accidente es que haya venido a visitarnos.

Isabel.— Es Enrique, el hijo de…

Diego.— (Interrumpe colérico.) Sí, ya los oí.

Enrique.— (Presenta su mano derecha en señal de saludo.) Mi madre me

pidió que les diera el pésame.

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Diego.— (No corresponde al saludo.) Aceptado. Puede decirle a su madre

que es lo único que he aceptado de ella en veinte años, así que puede morir

en paz. ¡Ahora váyanse los dos!

Isabel.— Diego, por favor.

Diego.— (Aparentemente sereno.) Aceptamos de buena manera sus condo-

lencias. Ahora pueden irse y jamás regresar.

Cintia.— ¡Yo fui la mujer de su hijo!

Diego.— Amante.

Cintia.— Da igual.

Isabel.— Mejor váyanse.

Enrique.— (En franca huida.) También yo me voy.

Cintia se interpone, con el propósito de entregar a Diego un sobre

grande. Enrique busca otra salida, sin atreverse a romper el grupo.

Cintia.— Tengo algo más para ustedes… En el sobre encontrarán mi telé-

fono, por si algún día quieren hablarme.

Diego.— (Arrebata el sobre.) Gracias.

Cintia.— ¡Algún día me rogarán que regrese!

Diego.— ¡Pues hasta ese día!

Cintia.— En esta entrevista he comprendido mejor a Benjamín que el tiem-

po que vivimos juntos.

Isabel.— (Sinceramente interesada.) ¿Y qué has descubierto?

Cintia.— Que su odio a las dictaduras lo aprendió aquí.

Enrique quiere aprovechar el instante para fugarse, pero Diego se

interpone.

Diego.— ¿Soy yo esa razón?

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Cintia.— (Evita el conflicto abierto.) De verdad les deseo que encuentren

la paz.

Diego.— No me va a dar lecciones de solidaridad social. Feliz fue mi hijo

entre nosotros y, si él hubiera vivido, habría regresado. (La madre llora.)

Cintia.— Es mejor que sobrevivan creyendo esa mentira (Inicia mutis y

luego mira a Diego, retante.), pero nadie desea regresar a una dictadura.

Cintia se aproxima a la puerta de salida y Enrique la sigue con ato-

londramiento.

Isabel.— (En un grito.) ¡Pero Benjamín regresó! Vino a vernos el día del

accidente.

Cintia queda estupefacta y regresa. Enrique puede salir y queda de-

tenido entre Cintia y Diego.

Cintia.— (No lo sabía.) ¿Vino ese día? (En los diálogos siguientes Enrique

mira a cada interlocutor como público en partido de tenis.)

Isabel.— ¡Sí! (Mira inquisitiva a Diego.)

Diego.— (Aparentando poco interés.) Vino a saludarnos.

Cintia.— ¿A eso?

Diego.— ¿Le parece poca razón?

Cintia.— (Comprende con dificultad el hecho.) Entonces, regresaba de esta

casa cuando tuvo el accidente…

Isabel.— Al menos llegue a verlo el día en que murió.

Diego.— (Miente.) Benjamín vino a decirnos que quería… volver con no-

sotros.

Cintia.— (Titubeante.) No le creo.

Diego.— Aparentemente se había cansado de usted.

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Cintia.— ¿Sabe a qué se dedicaba su hijo? Mientras usted era el director

general de una acerera, Benjamín trabajaba de obrero y yo de dependienta.

¡Pero en el mundo de los pobres, fuimos felices!

Enrique se enternece, pero sólo el público lo nota.

Diego.— ¿Le parece un logro que un genio trabaje de obrero? Truncó su

camino por varias razones y una fue usted.

Cintia.—Ya no está con vida, no hay necesidad de atacarlo.

Diego.— Usted no conoció a Benjamín. Su coeficiente intelectual era de

140, casi como el de Einstein. Por diez años fuimos a Europa y yo lo inicié

en el mundo del arte. (Irónico.) Pero usted se ufana de que lo hizo feliz.

Cintia.— Comprendan que pude enviar los sobres por correo… pero nece-

sitaba verlos... Yo no tengo educación, nunca entendí esas cosas de la cul-

tura. Benjamín escribió muchos versos cuando vivíamos juntos. Me los leía

y yo no los entendía, pero los recibía con admiración.

Diego.— ¿Existen esos versos?

Por primera vez Cintia comprende que capta el interés de Diego.

Cintia.— Están en el sobre que le acabo de entregar. No supe qué hacer con

ellos. No hablan de mí… Benjamín decía: “Si mi padre viera estos ver-

sos…”

Diego.— (Extrae del sobre los poemas en hojas sueltas.) ¡Son muchos!

Cintia.— Más de cien.

Diego hojea con fruición; mientras Isabel lee conmovida algunas de

las cartas.

Isabel.— ¡Mira, Diego, son las cartas que tú me enviaste en los primeros

años de nuestro matrimonio! Mira ésta: “Estoy decepcionado y solo, sola-

mente tú puedes salvarme…”

Diego.— (Con dificultad aparta sus ojos de los poemas.) ¡Deja eso para

después!

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Isabel.— Y ésta: “Es la primera vez que me separo de casa, los echo de

menos, a ti y al bebé. Dale un beso de mi parte cuando esté dormido, como

yo lo hago todas las noches”. ¡Hacía tantos años que no leía estas cartas!

Enrique ha sido un público perfecto.

Diego.— ¿Puedes dejarlo para después?

Isabel.— Todas son tuyas. Aquí está la carta que me enviaste cuando per-

dimos a la niña: “Yo te amaré…”.

Diego le arrebata las cartas a Isabel. Enrique vuelve a la realidad y

se azora.

Diego.— ¡Dije que después!

Cintia.— ¿De qué indiscreción puedo enterarme? ¿Que un día amó a su

mujer?

Diego.— Hemos recibido las cartas y los versos. Les agradeceríamos que

nos dejen solos.

Enrique se dispone a partir, pero Cintia no se mueve.

Cintia.— No debí venir, pero tenía la esperanza de hacer las paces… Los

tres amamos a un mismo hombre y para los tres fue el ser más maravilloso

que ha existido.

Isabel.— ¡Todos amamos por igual, pero usted pronto encontrará otro a

quien querer… pero yo nunca!

Cintia.— De verdad quiero estar más cercana de usted. La conozco más de

lo que usted sospecha. Benjamín me contaba… que si el pan de horno de

los domingos, que la ropa siempre limpia y acomodada en sus cajones, que

si el gazpacho de verano… (Enrique sabía todo eso.)

Enrique.— (Distraído piensa en voz alta.) Las madres son todas iguales.

Todos miran a Enrique y éste se sonroja.

Diego.— ¡Tu madre no era capaz de sentir amor!

Enrique.— Yo… quiero decir… que no existen malas madres.

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Diego.— (Irónico.) Ni tampoco malos padres, supongo. A ver, ¿dónde está

tu padre? ¿Acaso lo sabes?

Enrique.— (Alterado.) No lo sé.

Isabel.— Diego, déjalo, ya se va.

Diego.— ¡Pues yo sí lo sé y te reto a encontrarlo!

Cintia.— Enrique merece un padre.

Enrique.— (Hace esfuerzo para ser defensivo.) No tengo nada en contra de

mi padre.

Diego.— (Sigue irónico.) Ni a favor, supongo.

Isabel.— Diego, cálmate.

Diego.— Tú quieres iniciar tus estudios a la edad que mi hijo había termi-

nado su maestría. La diferencia es que yo sí supe ser padre, y tu padre, no.

Enrique.— (A punto de soltar el llanto.) Le ruego que no hable así de mi

padre.

Diego.— No volveré a nombrarlo, no vale la pena.

Enrique.— (Sacando fuerza de debilidad.) ¡Mi padre nunca lo quiso!

Diego.— Yo no me doy a querer fácilmente.

Enrique.— Sé que mis padres tuvieron problemas, pero fueron buenos

conmigo; mejor que ustedes con Benjamín.

Diego.— Tu madre merecía mejor destino (Isabel se sorprende.), pero

equivocó en su elección, debió escoger otro hombre.

Isabel.— ¡Diego, ya no vale la pena!

Diego.— Deja que el pasado busque su camino hacia el presente. (Mira a

Enrique.) ¿Sabías que tu madre estuvo enamorada de mí?

Enrique.— ¡No quiero saber!

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Diego.— Bien sabes que no te conviene… Benjamín creció en un hogar

balanceado y nada podría recriminarnos.

Enrique.— Mis padres tienen mucho qué reprocharle. Fueron pobres y todo

por su culpa.

Diego.— (Cínico.) ¿Por mi culpa?

Enrique.— Usted llevó a mi padre a la bancarrota.

Diego.— Para comenzar, la banca no se la rompí, sino le rompí otra cosa...

Le había ayudado a hacer buenas inversiones y hasta vivía con cierta co-

modidad, pero después decidió desoír mis consejos.

Enrique.— ¿Y no pudo salvarlo?

Diego.— Claro que pude, pero no quise.

Enrique.— Usted hizo que mi padre se alejara y yo sé porqué.

Diego.— (Cínico.) Yo también.

Enrique.— ¿Y no le da remordimientos?

Diego.— Nunca los he sentido.

Enrique.— Mi madre lo odia.

Diego.— Sus razones tendrá.

Isabel.— (Fría.) Tu padre odiaba a Diego por celos.

Enrique.— (Azorado.) ¡Usted también lo sabía!

Isabel.— Sí… Perdí a mi hermana primero y ahora a Benjamín… (Intenta

cambiar el tema.) Cuando Benjamín y tú eran niños, jugaban juntos y se

querían tanto. (Enrique llora compungido.) Calma, calma, no llores, ven a

mis brazos. (Lo abraza maternal.) Te prometo que te vamos ayudar. Ahora

Benjamín no está con nosotros y yo quiero hacerte una promesa: voy a per-

donar a mi hermana e intentar ser tu tía… tu madre aquí en la ciudad. (En-

rique llora con sonoridad e Isabel lo consuela.)

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Cintia.— No se puede recuperar la maternidad.

Isabel.— ¡Tú qué sabes de maternidad!

Cintia.— ¡Tanto como usted!

Isabel.— (En maldición.) Cuando llegues a ser madre, te darás cuenta que

el ser que se gestó en tus entrañas nació con el alma podrida. ¡Yo te maldi-

go porque me quitaste a mi hijo y porque trajiste a esta casa tanta infelici-

dad!

Diego.— (En ruego.) Isabel, ¡silencio!

Cintia.— (Sorbiéndose las lágrimas.) Me voy.

Cintia intenta salir y es seguida por Enrique, pero Isabel se interpo-

ne retante.

Isabel.— Los rencores que he guardado por tantos años han aflorado hoy.

Aquí a todos les ha tocado el sillón de los acusadores y ahora me toca a mí.

(Mira a Diego.) ¡Siéntate y defiéndete!

Diego.— ¡Cállate!

Isabel.— Nadie me va a callar ahora. Era mi niño, el ser que más he queri-

do (Diego se sorprende.) y lo perdí, no cuando murió, fue mucho antes. Él

se fue y ya no existíamos en su corazón. Él mismo decidió su vida, pero lo

que a mí me duele es que no me tomó en cuenta.

Cintia.— ¡No sabe hasta dónde los tomaba en cuenta!

Isabel.— (A Enrique.) Cuando me casé con tu tío sabía que aún quería a

Carlota, pero yo tenía la certeza que era yo la que podía hacerlo feliz. (A

Enrique.) Tu madre era muy hermosa, su hermosura solamente era sobre-

pasada por su vanidad. Diego la pretendía pero era entonces un muchacho

serio. Ella prefirió a tu padre porque era bello y porque tenía tanta gracia.

Después de las bodas, las parejas nos hicimos amigos. Enrique y Diego pla-

ticaban por horas. Enrique pretendiendo ser artista y Diego terco en hacerlo

un hombre práctico. Tu madre y yo volvimos a querernos como si nada

hubiera pasado. Después nacieron Benjamín y tú, parecían hermanos. En-

tonces vino un tiempo en que nuestras vidas bordearon el infierno.

Diego.— Nadie te pide que recuerdes esto.

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Isabel.— (A Diego con gran autoridad.) Yo no cité a los fantasmas… aquí

han vivido entre nosotros. (A Enrique.) Fue cuando descubrí que Carlota

veía con Diego en secreto (Diego controla su ira.). Noté que tu padre co-

menzó a beber… (Mira a Diego.) ¡Contradíceme si no estoy diciendo la

verdad! (A Enrique.) Fue cuando tu padre vendió sus acciones, que enton-

ces no valían mucho, y Diego las compró. Repentinamente tus padres se

fueron a vivir lejos. Años después las acciones subieron de valor… Esa es

la historia.

Enrique.— Yo supe muchas cosas porque Benjamín me las decía, le gusta-

ba el espionaje... (Sonríe.) Yo lo quise como a un hermano... Mi madre no

me pidió que viniera a darles el pésame… Era yo el que quería venir…

¿Por qué no pueden aceptar que fue feliz con Cintia?

Cintia.— ¡Porque nadie puede ser feliz aquí! (Se acerca a Enrique y lo be-

sa en la mejilla. Enrique se sonroja.)

Isabel.— (A Enrique.) Benjamín te quiso mucho. Es una lástima que de

grandes dejaron de convivir. Por eso quiero darte su ropa. (Saca una pren-

da. Cintia se ha puesto tensa.) Este saco lo compramos en Florencia. Este

traje se lo hicieron en Madrid. Ponte el saco (Isabel le ayuda a probarlo y

resulta enorme.) Todo tiene arreglo menos la vida. ¡Esta no te puede que-

dar mal! (Sonríe y le entrega una bufanda tejida. Cintia la reconoce. Enri-

que la recibe con alegría.)

Enrique.— ¡Esta bufanda sí la acepto!

Isabel.— ¿Nada más?... Si todo es tuyo.

Enrique.— (Con simpleza.) Nunca he tenido ropa tan bonita. (Juguetón se

coloca la bufanda y un sombrerito tirolés y sonríe.)

Isabel.— ¡Toma este reloj! Se lo regalamos en su último cumpleaños. (En-

rique se pone el reloj de pulsera.)

Cintia.— (Iracunda.) ¡No fue su último cumpleaños! Vivió dos años más.

Esa bufanda es mía, ¡dénmela! ¿Cómo se atreven a repartir sus pertenen-

cias? (Azorado, Enrique le entrega la bufanda. Cintia la arrebata y luego,

tierna, la acaricia como si fuera un bebé.) ¡Yo se la tejí! Fue el primer re-

galo que le di… todos mis regalos fueron hechos con estas manos. ¡Ustedes

no quisieron a Benjamín, solamente lo manipularon! (A Diego.) ¡No sé qué

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pudieron haber dicho para que pensara en abandonarme! ¡Maldito! ¡Pero ya

tengo a alguien que me quiera!

Isabel.— (Por primera vez irónica.) ¡Qué pronto se consoló!

Cintia.— (Llorando.) ¡Ya lo tengo en mis entrañas! (Sorpresa general.

Cintia comprende que ha hablado de más.)

Diego.— (En ataque.) No se pase de lista. De nosotros no va a recibir ni un

centavo.

Cintia.— (Inicia la huida.) ¡No quiero nada!

Enrique no sigue a Cintia porque está estupefacto.

Diego.— Aún si estuviera embarazada, no sabríamos quién fue el padre.

Cintia.— (Iracunda.) Pero ¿de quién más? (Ha abierto la puerta.)

Isabel.— Cintia, espera. ¿Me juras que es hijo de Benjamín?

Cintia.— (Con certeza.) ¡Sí!

Isabel.— ¿Lo supo él?

Cintia.— ¡Claro!

Isabel.— (A Diego.) ¿Te lo dijo a ti?

Diego.— ¡Claro que no! Vino simplemente a pedir dinero.

Isabel.— (Inquisitiva.) ¿No a regresar?

Diego.— (Intentando cubrir su mentira.) También, también.

Isabel.— Si vino sólo a eso, ¿por qué quiso hablar a solas contigo?

Diego.— Eso fue lo que pidió.

Cintia.— ¡Usted miente! A la hora del accidente yo estaba trabajando y

nunca supe que estuvo aquí.

Diego.— ¡Usted es la que miente!

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Cintia.— Mentira o verdad… yo únicamente vine a tráeles las cartas por-

que un día me dijo que si algo le pasaba, quería que se publicaran sus ver-

sos… Yo no sé de esas cosas. Por eso vine. Las cartas fueron una excusa.

Cintia intenta salir y Enrique la sigue, pero son detenidos por el par-

lamento de Isabel.

Isabel.— Cintia, te voy a hacer una pregunta que quiero me respondas con

toda la sinceridad de tu alma. Aún si mentiste antes, tienes ahora que decir

la pura verdad. ¿Fue la muerte de Benjamín un suicidio?

Diego.— (Casi en un grito.) ¡Isabel, por favor!

Isabel.— (Con gran fuerza a Diego.) ¡Cállate! (A Cintia.) ¿Fue un suici-

dio?

Cintia.— (Después de un silencio.) ¿Qué motivos podía tener? Iba a ser

padre y tenía mi amor.

Isabel.— (A Diego.) Tú fuiste el último que habló con él, ¿fue un suicidio?

Diego.— (En falsa salida.) ¡Sí lo fue y la culpa es de esta muchacha!

Isabel.— (Con gran autoridad.) ¿Solamente de ella?

Diego.— Para mí, él murió el día que abandonó esta casa.

Isabel.— ¡Mientes! Sé que algo pasó entre ustedes ese día. Benjamín era un

gran piloto, no pudo haberse simplemente estrellado.

Diego.— ¡Pues así fue!

Isabel.— ¿No puedes llorar un poco por él… y por mí? Me das lástima.

Diego.— A mí no me das lástima porque eres mi esposa.

Isabel.— Ser mi marido ya nada significa para ti. Siempre estás dedicado a

tus negocios como antes en cubrir de premios a tu hijo. ¿Y yo? A pesar de

que te quise por sobre el amor de mi hijo…

Isabel llora plácida. Por un instante nadie habla.

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Diego.— (Aparentemente calmado.) Los versos y las cartas han sido reci-

bidos, la ropa ha sido entregada, así es que este melodrama se acabó. Me

esperan en la acerera en una junta. (No sonó convincente.)

Cintia.— Cuando supimos que estaba embarazada, Benjamín decidió

hablar con ustedes. Dijo que el bebé tenía el derecho a tener abuelos, no

como él, que cuando nació ya habían muerto. (Isabel reacciona con la in-

formación fidedigna.) ¡Se le veía tan feliz! Un hombre así no puede suici-

darse, pero nada me dijo de venir a verlos ese día.

Enrique hace un gesto de desesperanza y se sienta en el gran sillón

de la sala, desde donde sigue los parlamentos.

Diego.— Si venía a decir eso, no lo hizo… pero tampoco le di tiempo…

como creo que nunca le di tiempo para hablar de tantas cosas. Yo le ofrecí

darle a usted una buena cantidad de dinero si él regresaba a casa. Se enfu-

reció y yo le repliqué haciéndole un listado de las oportunidades que estaba

desaprovechando. Mencionamos a Enrique (Éste se sorprende. Aún lleva el

sombrero tirolés. Le dirige el parlamento a Enrique.), de todo lo que tuvo

Benjamín y que a ti te faltó. Benjamín comenzó a llorar y me dijo: “Papá,

te necesito”. (Con mirada limpia, ve a Isabel.) Y yo lo dejé hablando, aquí

en ese sillón… (Donde está Enrique, quien se incorpora como si le quema-

ra el asiento.) Después me llamaron a la oficina para avisarme que había

muerto en un choque.

Isabel.— (Dolida.) ¿Por qué inventase la historia de que quería volver con

nosotros?

Diego.— (Excusándose con dificultad.) Por ti… al fin ya estaba muerto. De

verdad pensé que era todo tan vulgar que lo dejé hablando y me fui a la ofi-

cina.

Isabel.— (Iracunda.) ¡Maldito, tú lo mataste! Has destruido tantas vidas, la

del padre de este muchacho, la de Benjamín… y la mía. ¡No mereces

perdón!

Cintia.— (Habla para sí.) Nunca sabremos la verdad. ¿Qué hubiera sido de

Benjamín con otro padre? (Mira a Enrique.) ¿O de ti, Enrique? Qué bueno

que vine hoy… ahora comprendo mejor a Benjamín y ya no puedo guardar-

les rencor. (Le entrega a Enrique la bufanda.) Adiós y ojalá hagas a esta

ropa feliz.

Diego.— (Con gran candidez.) ¿Me juras que es mi nieto?

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Isabel queda perpleja por el tono franco de Diego que para ella es

desconocido hasta este momento.

Cintia.— Adiós. (Se dirige al umbral de salida.)

Diego.— ¡Te creo! Benjamín me lo dijo y también me dijo que te quería y

que era feliz. Que habías sido muy buena con él. (Cintia cruza el umbral y

se detiene. Enrique aún queda dentro. Diego levanta el volumen de voz.)

No me pidió nada para ustedes, sino todo para el bebé. (Cintia ha salido

seguida por Enrique.) ¡No te vayas! Isabel te necesita… (Por primera vez

tierno.) Y yo también te necesito… Hoy has traído una esperanza a esta

casa…

Cintia regresa y queda en el umbral.

Diego.— ¡Benjamín no ha muerto del todo!.. ¡Por favor, no te vayas!

Cintia.— Algún día les dejaré que vean al bebé. No sé cuándo, pero les

prometo que sabrán de nosotros.

Isabel.— ¿Por qué esperar hasta entonces?

Cintia.—No estamos listos para formar una familia… El tiempo dirá cuán-

do… (Sale de escena.)

Enrique.— (Después de un instante, con atolondramiento.) ¡Yo también

me voy!

Diego.— Enrique puedes regresar cuando quieras. Esta es tu casa. Hablaré

con el rector y te aseguro una plaza en la universidad.

Enrique.— No la quiero. Voy a volver al pueblo… Será por unos meses.

Necesito buscar a mi padre… aún es tiempo para de que podamos ser padre

e hijo.

Diego.— (Sorpresivamente conciliatorio.) Yo sé dónde está tu padre. En

mi despacho tengo la dirección. Llámame (Le entrega una tarjeta perso-

nal.)

Enrique toma la tarjeta y se encamina hacia la puerta principal.

Isabel.—¿No te llevas la ropa?

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Enrique.— (Vuelve la mirada a Isabel.) Algún día regresaré por la ropa de

Benjamín… (Se acerca a su tía y la besa en la mejilla.) Aún no la merezco.

Isabel abraza amorosamente a su sobrino y él lo acepta. Luego Enrique

extiende la mano derecha a Diego y éste la recibe con calidez sin decir pa-

labra, cosa inusitada en él. Enrique hace mutis en silencio. En la escena se

siente la ausencia de Cintia y de Enrique, como en un frasco en el que ha

agotado el perfume, pero que aún conserva el aroma.

Diego.— (Mira el reloj caído y descubre que no funciona.) El tiempo ha

quedado detenido.

Isabel.— Pero hemos vivido siglos.

Diego.— Y nos hemos vuelto a quedar solos.

Isabel.— (Con gran esperanza.) No tanto.

Diego.— ¿Qué han sido para ti estos últimos años?

Isabel.— (Sin encontrar respuesta con rapidez.) Un desconcierto.

Diego.— Nunca supimos cómo ser felices juntos, ¿verdad?

Isabel.— Aún queda tiempo.

Diego recoge el reloj y lo zarandea.

Diego.— Mira, volvió a caminar… (Isabel nota una nueva mirada de Die-

go.) Nunca pensé que iba a tener un nieto.

Isabel.— Él nos recuperará la felicidad.

Diego.— (Habla con entusiasmo.) ¡Un muchacho de nuevo en esta casa!

Tendremos que ponerlo en la mejor de las escuelas… O en una escuela es-

pecial para niños superdotados. (Isabel desaprueba el comentario de Die-

go.) Siempre pensé que la educación elemental fue deficiente para Ben-

jamín. Llevaremos al niño a Europa. ¿Cómo se llamará? Necesariamente

Benjamín. Voy a adquirir un seguro para su educación, por si algo nos pa-

sa. ¡Ese niño llegará a ser grande! (Por primera vez mira a Isabel.)

Isabel.— Para comenzar no sabemos si será nieta o nieto.

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Diego.— Tienes razón.

Isabel queda sorprendida de escuchar estas palabras por primera

vez en su matrimonio.

Isabel.— ¡Diego, no hay que repetir la historia!

Diego.— (En franco desconcierto.) Perdóname… Si te hubiera escuchado

antes, acaso todo sería diferente... ¿Qué seremos para ese bebé?

Isabel.— No sabemos qué querrá su madre… ni qué querrá el muchacho o

la muchacha cuando crezca… Tendremos que aprender todo de nuevo...

hay tantas cosas qué revisar…

Diego.— ¡Todo en lo que creía, se ha venido abajo!

Isabel.— Para comenzar leeré estas cartas tuyas y mías.

Diego.— Yo leeré los poemas.

Isabel.— (Ganando en autoridad.) No, tú también necesitas leer estas car-

tas y redescubrir que un día supiste buscar el amor.

Diego.— (Mira sincero a su esposa y con intensidad se pregunta.) ¿Lo su-

pe?

Isabel.— ¡Que diga Benjamín si no… y también yo!

Diego.— Tendré que aprender tantas cosas…

Isabel.— ¡A pocos el destino nos brinda una segunda oportunidad!

La pareja se abraza. El violín segundo y la viola se confunden en un

beso. Oscuro paulatino. Fin de la obra.

Buenos Aires, Argentina

7 de agosto de 2010

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