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CENÁCULO Comunidad de discípulos misioneros (Experiencia para Adultos. Arquidiócesis de Rosario)

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CENÁCULO

Comunidad de discípulos misioneros

(Experiencia para Adultos. Arquidiócesis de Rosario)

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PROYECTO

ENCUENTRO DE ANIMACIÓN

DE COMUNIDADES APOSTÓLICAS

CENÁCULO

I. OBJETIVO Vivir la experiencia de la comunidad apostólica junto a Jesús, para animar (despertar, afianzar, potenciar) el sentido del discipulado, la pertenencia a la comunidad eclesial y el ardor misionero. Objetivos específicos:

a. Animar en los participantes la espiritualidad de discípulos misioneros de Jesús. b. Promover, desde la experiencia de comunidad apostólica, el desarrollo y

fortalecimiento de los grupos de militancia de las Áreas de Adultos y Sectores de Acción Católica en las parroquias y en la diócesis.

c. Brindar algunos medios para poner en marcha nuevos grupos de militancia.

II. DESTINATARIOS Militantes de Acción Católica. Miembros de grupos de proyección evangelizadora. Miembros de las comunidades parroquiales con inquietudes apostólicas. Miembros de Acción Católica que actualmente no militan.

Personas con personalidad madura, potenciales dirigentes: con valores humanos y cristianos aunque no sean “prácticos”.

En cuanto a la edad, preferentemente adultos jóvenes (entre 30 y 50 años). El encuentro es mixto, siendo conveniente que participen matrimonios, aunque no es ésta una condición necesaria. Se procurará la invitación no de modo individual, sino de varios participantes de una misma comunidad parroquial, lo que facilitará la continuidad en grupos de militancia de A.C. una vez finalizado el encuentro. La organización es diocesana, pero eventualmente podría hacerse para una sola parroquia que presente número suficiente de candidatos.

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III. CONSIDERACIONES GENERALES Brindar una visión institucional: la comunidad apostólica en la Acción Católica. El ámbito de inserción que ofrece el encuentro es la Acción Católica, de modo general en las parroquias que envían a los participantes (Áreas Adultos o Sectores). Facilitar la posterior constitución de grupos de militancia parroquiales. Brindar una “acogida cordial” en el encuentro y en el post-encuentro parroquial. Remedar la comunidad de Jesús con los discípulos con sus diversos momentos: ELECCIÓN, COMUNIÓN, FORMACIÓN, MISIÓN, ORGANIZACIÓN PARA LA MISIÓN. Desde la contemplación de la comunidad de los discípulos de Jesús, en el contenido doctrinal y en la “atmósfera” espiritual y comunitaria del encuentro se tendrá como criterio el “Proceso de formación de los discípulos misioneros” propuesto por la Conferencia de Aparecida (DA 276-278):

a. El Encuentro con Jesucristo b. La Conversión c. El Discipulado d. La Comunión e. La Misión

IV. ESTILO COMUNIÓN Experiencia fuerte de Jesús durante el encuentro:

Oración: personal y comunitaria (Liturgia de las Horas, cantos, momentos de silencio) Liturgia: Eucaristía, Adoración al Ssmo. Sacramento, Reconciliación, Renovación de las promesas de la Confirmación. Centralidad del Evangelio: Lectura meditada, contemplada y orante de la Palabra.

Experiencia fuerte de Iglesia – comunidad: Diálogo grupal, trabajo en equipos. Servicio. Signos. Momento de cantos, expresiones comunitarias de alegría, espontaneidad, amistad.

Presencia “transversal” de María Santísima en el Mensaje y en la comunidad. FORMACIÓN, DISCIPULADO Proclamación del mensaje:

Kerigmática Doctrinal Vivencial -Testimonial Sencilla Gozosa

MISIÓN Proyección para la misión:

Misión del laico: en la Iglesia, en el mundo. Campos del apostolado.

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Organización para el apostolado. ACA.

V. EN LA ESCUELA DE JESÚS El encuentro es un tiempo junto a Jesús: “Vengan ustedes...” (Mc 6,31). La elección de los discípulos. Conversión. Seguimiento. La convivencia con Jesús. Aprendizaje junto al Maestro: estilo de vida.

Instrucción especial de Jesús: muchedumbre - discípulos - Doce (Lc 6,12-18) Revelación de los Misterios del Reino (Mc 4,10-11)

Modo de comportarse en la Comunidad. La elección de los Doce (Mc 3,13-14)

Para que estuvieran con El y para enviarlos a predicar.

En vistas a la misión: La identidad entre el que envía y el que es enviado (entre Jesús y el apóstol como entre el Padre y Jesús), principio básico para entender la esencia del apostolado cristiano.

Centralidad del Misterio Pascual de Jesús, Pasión, Muerte y Resurrección, fuente de Vida nueva. Las comunidades cristianas post-pascuales: nacimiento, desarrollo, vida y misión. Enviados a predicar:

Identidad de la misión de Cristo y del apóstol. Enviados a predicar con poder (Mc 1,27; Mt 7,29; Mc 3,13-14; 5,7) y con autoridad refrendada de lo alto (Lc 10,19). El contenido de la predicación es el mismo que el de Cristo: la conversión y la venida del Reino.

Continuidad de la misión Padre - Jesús - Discípulos (identidad) garantizada por la presencia de Cristo y el don del Espíritu Santo. Jesús anunciado por la Comunidad (Kerygma )

VI. MÉTODO Tener en cuenta en la exposición de los temas el MÉTODO: VER, JUZGAR, ACTUAR.

Ver: testimonial, situación. Juzgar: Jesús y la comunidad apostólica. Actuar: Proyección, Compromiso.

La Iglesia - comunidad de discípulos misioneros - se gestó durante la vida pública de Jesús (elección -discipulado - apóstoles - Pedro - Misión) y se dio a luz en Pentecostés.

Celebración final como un nuevo Pentecostés

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TESTIMONIO El PRIMER “CENÁCULO” Hace dos años, cuando se formó la nueva comisión diocesana del área Adultos de la Acción Católica de la arquidiócesis de Rosario, nos integramos en tres grupos de trabajo. Uno de ellos fue llamado “Crecimiento”, con el fin de la promoción de la ACA en las parroquias. Allí surgió la idea de hacer algo como es el CER para los jóvenes, un encuentro que en los adultos produzca un impacto profundo, que los inflame nuevamente en ese celo apostólico tan necesario paro poder misionar, para poder ser esa luz del mundo y sal de la tierra que nos pidió Jesús. Para conseguir este fin comenzarnos a reunirnos, bajo el asesoramiento del M.L. que fue el alma mater de este emprendimiento. Primero se definió el objetivo: tratar de crear en los adultos jóvenes la inquietud y el compromiso de quienes fueron elegidos por el Señor, que los llamó por su nombre, y de que ellos tienen que responder como discípulos a ese llamado. Contemplando la comunidad de los discípulos de Jesús se delinearon los temas y fuimos imaginando cómo imitarla. Se formaron los equipos interno y externo, se buscó el lugar donde realizar el proyecto y se fueron previendo horarios, actividades, recursos… El problema más grave era, como siempre, el costo económico de este evento, pero se fue solucionando con la generosidad de muchos. Cuando ya estaba casi todo armado se comenzó a hablar con los párrocos y asesores de Acción Católica. Tuvimos muy buena llegada y aceptación por parte de ellos. La elección de los participantes de este encuentro se proyectaba hacia los fieles que tienen una práctica cristiana pero no están comprometidos en ningún movimiento o institución de la Iglesia; no queríamos pescar en pecera ajena. Apuntamos mucho a padres de aspirantes, matrimonios jóvenes, socios provisorios de AC. El nombre “CENÁCULO” se decidió ya sobre la hora de la realización de este primer encuentro, y también el lema: “Vivir la experiencia de la comunidad apostólica junto a Jesús”. La modalidad que se uso para el encuentro fue la siguiente: nos reunimos en la Sede de Acción Católica un viernes a las 19 horas y de allí partimos hacia la casa “El Retiro”, en Zavalla, para volver a la Sede el domingo por la noche, donde se realizó la clausura. Allí estaban las familias y la gente de la Acción Católica. Hubo entusiasmo, testimonios gozosos y el envío por parte del obispo de estos nuevos discípulos a continuar la misión del laico en la Iglesia y en el mundo, haciendo realidad el mandato de Cristo: “Jesús te llama”, a lo que cada uno respondía: “y yo lo seguiré”. El primer “Cenáculo” se realizó en noviembre de 1998, y cumplió con todas las expectativas que el Área tenía al prepararlo. El director espiritual fue, por supuesto, M.L. y participó otro asesor. Además de las 10 personas del equipo organizador interno, asistieron otras 25 personas, adultos, mujeres y hombres, de 4 parroquias. La idea de sólo 4 parroquias era que al finalizar el encuentro y volver cada uno a su comunidad se puedan apoyar mutuamente e integrarse en la Acción Católica parroquial. El próximo “Cenáculo” se realizará el último fin de semana de Mayo de este año. Se renuevan las esperanzas…

Testimonio de una integrante del equipo interno del primer CENÁCULO.

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Rosario, abril de 1999

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ITINERARIO OPERATIVO

CENÁCULO

Los protagonistas, los tiempos y las acciones

Tomando como objetivo el “Vivir la experiencia de la comunidad apostólica junto a Jesús”, estos encuentros se desarrollan en un “antes”, “durante” y “después”. En cada uno de estos momentos debe pensarse lo necesario, no adelantar los tiempos, analizar el objetivo en todas sus variantes, irradiar con toda claridad el verdadero sentido de comunidad para llegar a su fin que es el logro del ardor misionero. ANTES

1. La Comisión de área Adultos (o Sectores) del Consejo diocesano designará el equipo que preparará, conducirá y acompañará el “Cenáculo”, y un grupo para colaborar en las tareas de “logística”. El equipo realizará el esfuerzo de proponerlo hasta los pequeños detalles, desde el comienzo al final, preparando el encuentro con mucha oración e ilusión.

2. El equipo estará integrado por el Asesor espiritual, el Rector, y el número suficiente de Auxiliares para acompañar cada comunidad interna de trabajo durante el desarrollo del encuentro.

3. La formación del equipo se realizará mediante encuentros semanales, no sólo organizativos sino de crecimiento como una verdadera comunidad en Cristo, lo que posibilitará brindar una vivencia de comunión que testimonie el objetivo del encuentro, mostrando concretamente la vida eclesial y la inserción de la A.C. en la misma. La oración será el alma del equipo. Es conveniente una jornada de retiro espiritual durante la etapa de preparación.

4. El Rector distribuirá oportunamente los temas entre los miembros del equipo interno. Cada uno de los que tendrán a su cargo la exposición, la preparará respetando el contenido esencial (no la “letra”), e imprimiendo su “sello personal” y estilo, e incorporando vivencias personales que acompañen testimonialmente el mensaje. Durante la preparación del encuentro irán exponiendo ante el equipo los temas, uno por reunión semanal y en el orden determinado, de modo que todos los integrantes vayan impregnándose del anuncio y vayan viviendo un clima de comunidad en torno al mismo.

5. Se programarán reuniones con párrocos y Consejos parroquiales de A.C. para la información sobre el “Cenáculo”, fines, destinatarios, etc.

6. El párroco y el Consejo parroquial serán los encargados de poner en marcha el plan dentro de su comunidad, con reuniones, invitaciones, registros de candidatos, charlas previas para que los postulantes vivan la participación como un llamado de

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Cristo y, terminado el encuentro, estén preparados para “ir y dar frutos”. Los Consejos parroquiales serán los encargados de presentar las fichas de los postulantes, con el aval del párroco.

7. El equipo deberá buscar el lugar apto para realizar el encuentro, programar fecha, definir costos, medios de traslado, formación de equipos para respaldar con actos litúrgicos y oraciones en las parroquias antes, durante y después del encuentro.

8. El equipo se pondrá en camino con los elementos que posea, aunque no sean todos los de desear, aceptando el desafío de superar con buen ánimo los obstáculos que aparezcan durante la preparación y el desarrollo.

9. El mismo equipo deberá relacionarse con las área Adultos y Sectores del Consejo diocesano para asegurar la vinculación institucional y programar nuevos encuentros, evaluando el tiempo posible entre uno y otro.

10. Las comunidades parroquiales son también protagonistas. Los grupos de militancia de A.C. que envían acompañarán con la oración antes y durante la realización del encuentro, procurarán colaborar con los medios económicos necesarios, dispondrán la recepción cordial en la parroquia de los participantes, y favorecerán su integración posterior.

11. Los asesores de la A.C. del Consejo diocesano ofrecerán su colaboración sacerdotal específica en estrecha comunión con el equipo.

12. El itinerario de preparación y de realización deberá ser orientado totalmente ya sea en desarrollo de sus etapas, en la coordinación general dentro y fuera del encuentro, y en los temas, por el Asesor espiritual, quien integrará el equipo desde el comienzo procurando una fuerte vivencia de espiritualidad de los miembros.

13. Todos y en todo procurarán vivir una comunión profunda con Dios Uno y Trino, siendo disponibles a su obra, para que el encuentro sea un acontecimiento de gracia para cada uno, el equipo, los participantes y las comunidades.

DURANTE

1. En esta fase se han de tener en cuenta las eventualidades que puedan surgir, y de allí la necesidad de analizar los “pro” y los “contra” de las decisiones. Pero más allá de eso lo importante es que el equipo aparezca como una verdadera comunidad y las situaciones imprevistas se resuelvan sin conflicto.

2. Aceptar que cada uno de los participantes llega con una expectativa propia, y estar preparados para canalizar las mismas, sin imposiciones.

3. Desde el comienzo crear un clima donde el grupo sienta ser una comunidad de amor en torno a Jesús.

4. No adelantar ni crear expectativas. Contagiar servicialidad, sinceridad y confianza para conquistar las mentes y los corazones.

5. Pedir a los participantes entrega para vivir esta oportunidad de gracia que les brinda Jesucristo. Terminado el encuentro, ellos deberán participar a otros hermanos las experiencias logradas.

6. El equipo y los colaboradores externos durante el desarrollo del encuentro deberán guardar una coordinación precisa. Para ello se nombrarán los nexos que sean necesarios.

7. Los participantes serán integrados en grupos heterogéneos, acompañados por uno o dos auxiliares, que tratarán de crecer en el espíritu de pequeña comunidad eclesial a lo largo del desarrollo del encuentro.

8. Los temas serán expuestos con la actitud interior de ser instrumentos de la acción

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del Espíritu Santo. Los laicos complementarán el mensaje con las vivencias del paso de Dios por la propia vida aún en la debilidad personal, y el testimonio de la comunidad eclesial y del apostolado.

9. La presencia del o de los sacerdotes durante todo el desarrollo será de suma necesidad para alcanzar los objetivos y para la vida en Gracia.

10. Los colaboradores externos dispondrán lo necesario para la Clausura, e invitarán a las familias de los participantes, a militantes de A.C. de sus parroquias y a los párrocos a participar de la misma.

DESPUÉS

1. Fortalecidos por las gracias recibidas, la responsabilidad de cada participante será ser discípulo misionero de Jesús ante todo en sus propios ambientes. Continuar la misión como laicos en la Iglesia y en el mundo haciendo realidad el mandato evangelizador de Cristo.

2. Los grupos parroquiales de A.C serán el ámbito natural de inserción de quienes han participado. En ellos continuarán la vivencia de comunidad, la formación, y podrán compartir, proyectar y revisar la vida apostólica personal y asociada.

3. Mantener contacto con los participantes para sostener lo referente a su vida espiritual y alentar su obra misionera.

4. Seleccionar entre los participantes del encuentro algún posible colaborador para los Cenáculos venideros.

FICHA DE PRESENTACIÓN DATOS PERSONALES DEL CANDIDATO Apellido y nombres …………………………………………………………………….... Fecha de nacimiento ………………………………….. Estado civil …………………… Nombre de esposo/a ……………………………………………………………………… Hijos (edad, sexo) ………………………………………………………………………... Domicilio ………………………………………………………………………………… Teléfono y/o celular ……………………………………………………………………… E-mail ……………………………………………………………………………………. Jurisdicción parroquial …………………………………………………………………... Estudios cursados (tachar lo que no corresponda)

− Primario, secundario, terciario, universitario − Título profesional, oficio, capacitación, etc. ……………………………………..

Ocupación ……………………………………… Cargo ………………………………... PARTICIPACIÓN ECLESIAL ¿Está bautizado? ……………………………….. ¿1ª Comunión? ……………………… ¿Confirmado? ………………………………….. ¿Casado por Iglesia? ………………… ¿Eucaristía dominical? …………………………. ¿Actúa en alguna Asociación o Movimiento laical? …………………………………….. ¿Cómo miembro, dirigente, adherente o colaborador? …………………………………... ¿A nivel parroquial, diocesano, sectorial? ……………………………………………….. Si es parroquial, ¿en cuál parroquia? …………………………………………………….. Algo particular que interese informar u observar ………………………………………... ……………………………………………………………………………………………. ……………………………………………………………………………………………. Datos personales de quien lo presenta …………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………. Conformidad del Cura Párroco …………………………………………………………

FICHA DE PRESENTACIÓN DATOS PERSONALES DEL CANDIDATO Apellido y nombres …………………………………………………………………….... Fecha de nacimiento ………………………………….. Estado civil …………………… Nombre de esposo/a ……………………………………………………………………… Hijos (edad, sexo) ………………………………………………………………………... Domicilio ………………………………………………………………………………… Teléfono y/o celular ……………………………………………………………………… E-mail ……………………………………………………………………………………. Jurisdicción parroquial …………………………………………………………………... Estudios cursados (tachar lo que no corresponda)

− Primario, secundario, terciario, universitario − Título profesional, oficio, capacitación, etc. ……………………………………..

Ocupación ……………………………………… Cargo ………………………………... PARTICIPACIÓN ECLESIAL ¿Está bautizado? ……………………………….. ¿1ª Comunión? ……………………… ¿Confirmado? ………………………………….. ¿Casado por Iglesia? ………………… ¿Actúa en alguna Asociación o Movimiento laical? …………………………………….. ¿Cómo miembro, dirigente, adherente o colaborador? …………………………………... ¿A nivel parroquial, diocesano, sectorial? ……………………………………………….. Si es parroquial, ¿en cuál parroquia? …………………………………………………….. Algo particular que interese informar u observar ………………………………………... ……………………………………………………………………………………………. ……………………………………………………………………………………………. Datos personales de quien lo presenta …………………………………………………… ……………………………………………………………………………………………. Forma de Pago…………………………………………………………

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MENSAJE

CENÁCULO

PROPUESTAS

para el caminar misionero de los discípulos de Jesús

EL LLAMADO DE JESÚS: “VEN Y SÍGUEME” “Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús” (Cat Igl 2232). Se trata de discernir el llamado personal de Jesús a cada uno de nosotros. Se nos invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo, en el estado de vida y situación de cada uno, descubriendo los dones y carismas que el Espíritu Santo nos ha dado. Se nos llama a vivir el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabili-dad humana contenido y revelado en esas dos palabras que encontramos en el Evangelio: “ven y sígueme” (Mt 19,21). Se nos invita a interpretar y reconocer el dinamismo propio de nuestra vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases de buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él. Es una tarea personal: la historia de toda vocación cristiana es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Es una acción eclesial: la Iglesia, comunidad de los discípulos de Jesús, es el ámbito propio del discernimiento y la respuesta a Jesús. EL MENSAJE DE JESÚS. “EL REINO DE DIOS” Somos llamados a recibir el Reino de Dios como realidad suprema que da sentido a todas las opciones de nuestra vida, pero no de un modo aislado e individual. En tanto Jesús predicaba su mensaje a las multitudes, fue convocando en torno a sí un grupo de discípulos a los que hizo depositarios del “misterio del Reino de Dios”, para enviarlos luego a proclamarlo. Escuchar el mensaje de Jesús nos lleva a sentirnos llamados a ser “comunidad de discípulos” que reconoce la intervención salvífica de Dios, su “reinado” sobre el mundo y los hombres, comunidad beneficiaria de los dones de la salvación y enviada a irradiarla. La tarea decisiva de la Iglesia, de cada grupo o comunidad cristiana de que formamos parte consiste, pues, en edificarse a sí misma como comunidad de contraste con

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el mundo, como espacio de la soberanía de Cristo en el que la fidelidad a Dios, el amor fraterno y el espíritu de las bienaventuranzas es ley de vida. Se nos invita a formar estas comunidades eclesiales de discípulos de Jesús, que acogen y viven a fondo el mensaje del Reino de Dios, y así sean signo de esperanza donde la sociedad secularizada puede comprender el plan de Dios para el mundo. EL SEGUIMIENTO DE JESÚS: LA COMUNIDAD DE DISCÍPULOS Somos invitados a hacer que nuestras comunidades eclesiales: Parroquias, Comunidades Eclesiales de Base, grupos de militancia de la Acción Católica, grupos de proyección evangelizadora, grupos misioneros, comunidades de movimientos y asociacio-nes eclesiales, sean verdaderas “comunidades de discípulos”, familia de Jesús. Se trata de integrarnos y formar nuevas comunidades para evangelizarnos y evangelizar. Debemos delinear juntos, a la luz de los Evangelios, los escritos apostólicos y la Tradición, Magisterio y vida de la Iglesia, el perfil de nuestras comunidades eclesiales. LA ORACIÓN DE JESÚS: “SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR” Contemplar a Jesús orante nos lleva, como discípulos a aprender de él la oración filial. El discípulo, como el Maestro, animado por el Espíritu, vive en comunión con el Padre, es contemplativo en la acción. Se nos invita a hacer nuestro plan personal de vida espiritual que ayude a alimentar esta comunión, en particular por medio de la Palabra de Dios, la Oración y los Sacramen-tos. La entrega del “Devocionario del cristiano” puede ayudar en este camino. Se nos invita también a la frecuente oración en común, y, en particular, hacer de la Eucaristía la fuente y cumbre de toda la vida cristiana, personal y comunitaria. EL ENVÍO DE JESÚS: “SERÁN MIS TESTIGOS” Nos hemos planteado ya la necesidad de hacer de nuestra comunidad parroquial una “comunidad de comunidades y movimientos” que imiten el estilo de la comunidad de los discípulos de Jesús, integradas en una gran familia. Debemos proponernos ahora vivir el ardor misionero de la primera evangelización, con nueva expresión y nuevos métodos. Hacer que cada uno de nuestros grupos sea verdaderamente misionero, y que cada cristiano también lo sea en su propio ambiente. Vivir una espiritualidad de fidelidad al Espíritu Santo: “El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos”. (TMA, 45)

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EN LA ESCUELA DE JESÚS: FORMACIÓN PARA LA MISIÓN Como los discípulos mientras convivieron con Jesús, debemos dejarnos “formar” por él, reconocerlo, seguirlo, imitarlo como Maestro. Vivir personal y comunitariamente un proceso de formación que nos permita ser cada día más humanos, más semejantes a Cristo, de tal modo que a través de todos nuestros aspectos como persona nos vayamos constituyendo en “otro Cristo”. Formación integral, personalizada, personalizante, permanente, progresiva, sistemática. Formación misionera: desde la vida y para la acción apostólica. “Formación en la acción”. Proponernos la “Lectura orante de la Biblia” como camino cotidiano de nuestra formación como discípulos de Jesús. La entrega de la “guía” pretende facilitar la concre-sión de esta propuesta. La Acción Católica nos ofrece, para nuestros grupos, un “Plan permanente de formación”. ORGANIZACIÓN PARA LA MISIÓN “Cenáculo” brinda una visión institucional de la organización para la misión: la comunidad apostólica en la Acción Católica. El ámbito de inserción que ofrece el Encuentro es la Acción Católica, activamente presente en las Parroquias y en estrecha comunión con el Pastor propio, aportando el dinamismo de los “grupos de militancia” y los “grupos de proyección evangelizadora”, organizados y viviendo la espiritualidad de la “comunidad de los discípulos de Jesús”. Mirar hacia adelante: ¿cómo nos integramos de ahora en más como apostolado laico organizado en nuestras parroquias? VIDA APOSTÓLICA: VER, JUZGAR, OBRAR Procuramos que los grupos de militancia de la Acción Católica se constituyan como verdaderas comunidades de discípulos que se ayuden mutuamente a transformar sus vidas a la luz del Evangelio. Anhelamos que estas comunidades (grupos de militancia), unidos institucional-mente, se inserten participativamente en la organicidad misionera de la parroquia, y desde ella, de la diócesis. Intentamos que los grupos de militancia pongan en práctica efectivamente en su accionar el método evangelizador que se conoce por los tres tiempos: ver, juzgar, obrar. Se proponen dos ámbitos de aplicación del método, y se entregan “guías” que orienten su aplicación: la “Revisión de vida” y la “Planificación de acciones pastorales”. Mediante este método procuramos que aquello que ha sido contemplado, reflexio-nado, iluminado, se internalice en la persona y se traduzca en hábito o valor de vida, se asuma por los grupos y se realice en acción transformadora o actividad pastoral.

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DESARROLLO DEL ENCUENTRO

CENÁCULO

Horarios y actividades

VIERNES 19 hs. RECEPCIÓN de los participantes en la Sede de la ACA. Verificación de la asistencia. Partida en colectivo hacia el lugar del Encuentro.

Los acompañantes permanecen en la Sede para la celebración de la Misa o una “Hora Santa” de oración por los frutos del Encuentro.

20.30 hs. Llegada.

El Rector saluda a los participantes. Distribución en las habitaciones. 20.45 hs. Motivación del Encuentro (Rector. Sala. 15') ¿Para qué hemos venido? 21 hs. CENA. 21.45 hs. 1er. TEMA (Laico. Sala. 30'): El llamado de Jesús: “Ven y sígueme” Invitación al silencio. 22.30 hs. (Capilla):

Explicación de por qué el nombre “Cenáculo” (Sacerdote) ORACIÓN de la noche (Completas). Consignas. 23 hs. DESCANSO.

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Reunión del Equipo. Preparación de los materiales y lugares para el día siguiente. SÁBADO 7 hs. Levantarse. 7.30 hs. (Capilla): ORACIÓN de la mañana (Laudes). MEDITACIÓN (Sacerdote. 15'): María, Madre y discípula de Jesús 8 hs. Desayuno. Presentación de los participantes. 8.45 hs Fotografía del grupo. 9 hs. (Sala): Distribución de los grupos en las mesas. 2º TEMA (Sacerdote. Sala. 60'): El mensaje de Jesús: El Reino de Dios 10.15 hs. Trabajo en grupos: Las Parábolas del Reino (30'). 10.45 hs. Recreo. Café. 11 hs. (Sala): Cantos. 11.10 hs. 3er. TEMA (Sacerdote. Sala. 70') El seguimiento de Jesús: La comunidad de los discípulos 12.20 hs. Trabajo en grupos: Nuevas comunidades (30') 13 hs. ALMUERZO. 13.30 hs. Descanso. 15 hs. 4º TEMA (Laico. Sala. 45') La oración de Jesús: “Señor, enséñanos a orar” Entrega del “Devocionario Cristiano”

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15.45 hs. Recreo. 16 hs. (Capilla. 30'): EXPOSICIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO.

Oración comunitaria y contemplación. Los pasos de la oración son guiados por el sacerdote.

16.30 hs. Merienda. 17 hs. (Sala): Cantos. 17.10 hs. 5º TEMA (Sacerdote. Sala. 70'): El envío de Jesús: “Serán mis testigos” 18.20 hs. Trabajo en grupos: Comunidades misioneras (40'). 19 hs. Descanso. Confesiones. Preparación de la Eucaristía. 19.30 hs. Santa MISA. Entrega del “Libro de la Nueva Alianza” a cada participante. 20.30 hs. CENA. 21.15 hs. Rezo del ROSARIO. 21.45 hs. “FOGÓN” Puesta en común de los trabajos de los grupos. Cantos, representaciones... 23 hs. (Capilla): ORACIÓN de la noche (Completas). Consignas. 23.15 hs. Silencio. DESCANSO. Reunión del Equipo. Evaluación. Preparación del día siguiente. DOMINGO 7 hs. Levantarse. 7.30 hs. (Capilla): ORACIÓN de la mañana (Laudes). MEDITACIÓN (Sacerdote. 15'): Darse todo: El Buen Samaritano

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8 hs. Desayuno. Lectura de los testimonios de las comunidades (“palancas”). 9 hs. 6º TEMA (Sala. Laico. 45') En la escuela de Jesús: Formación para la misión 9.45 hs. Entrega de la guía: “Orar con la Biblia”. Trabajo en grupos: La lectura orante de la Biblia (45'). 10.30 hs. Recreo. Café. 10.50 hs. (Sala): Cantos. 11 hs. 7º TEMA (Sala. Laico. 60') Organización para la misión. La Acción Católica. 12 hs. Trabajo en grupos: Inquietudes (Phillips 66) y panel (50').

Invitación a la integración de grupos de militancia de ACA en la propia Parroquia. Entrega a cada grupo parroquial de “La Acción Católica en las Parroquias”.

13 hs. ALMUERZO. Entrega de las palancas personales. 13.30 hs. Descanso. 15 hs. 8º TEMA (Sala. Laico. 30'). Vida apostólica: ver, juzgar, obrar. 15.30 hs. Entrega de las guías: “La Revisión de Vida” y “Planificación de acciones

pastorales”. Trabajo en grupos: Práctica de Revisión de Vida (60') 16.30 hs. Merienda. Invitación al re-encuentro (lugar, día, hora). Preparar las valijas. Preparación de la Eucaristía. 17.30 hs. Santa MISA. Renovación de la CONFIRMACIÓN. 18.45 hs. Partida hacia la Sede de la ACA. 19.30 hs. (En la Sede; allí aguardan las familias y militantes de ACA):

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CLAUSURA del Encuentro. Testimonios. Mensaje final del Rector y del Asesor Espiritual. Entrega del signo del envío por el Sr. Obispo. 20.30 hs. Fin del Encuentro.

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¿PARA QUÉ HEMOS VENIDO?

CENÁCULO

Tema preliminar – Rector - Viernes, noche

¿Para qué vinimos a este encuentro? Dios está interesado por nosotros. Nos detenemos en nuestro agitado vivir cotidiano, lleno de ruido, de información, de preocupaciones, pero también lleno de propuestas superficiales de vida: estar bien, pasarla bien.

− Dios nos invita a entrar en nosotros mismos, − a escuchar su Palabra para descubrir sus planes, − a encontrarnos con otros hermanos para vivir un encuentro de Comunidad.

Los santos son ejemplares de fidelidad al Evangelio. Son nuestros “modelos”. Son personas como nosotros que han realizado con integridad un proyecto de vida personal conforme al plan de Dios. Escucharon a Dios, descubrieron su llamado, lo siguieron con generosidad. Se nos presentan como arquetipos de Vida Nueva. Jesús es el modelo original. Pero, ¿podemos encontrar también “modelos” de vida comunitaria según el plan divino de salvación? En estos días queremos contemplar la comunidad que Jesús formó con sus discípulos, y allí ir percibiendo el llamado que hace a los cristianos de hoy. Nuestro objetivo para este encuentro es vivir la experiencia de la comunidad de los discípulos junto a Jesús, hacernos nosotros mismos discípulos junto al Maestro, crecer como los apóstoles en la Escuela de Jesús. ¿Por qué vinimos a este encuentro? Seguramente porque alguien nos invitó... y hasta nos apuró. Sin embargo, en esa voz se manifestaba un llamado de Jesús: “Vengan y vean”:

“Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?». Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?». «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde” (Jn 1,35-39).

“Vengan y lo verán”, vuelve a decirnos hoy Jesús a nosotros. Nos quedaremos junto a Él estos días. Lo que nos pide es disponibilidad, apertura, dejar de lado lo que nos ata. Y él nos irá mostrando los secretos de su corazón.

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Necesitamos crear un clima de: − disponibilidad interior, de docilidad a la voz del Espíritu Santo, − escucha e imitación de Cristo, − sinceridad y confianza, para escuchar a los hermanos, compartir reflexiones y

experiencias, enriquecernos mutuamente, − caridad que se irá abriendo a la amistad, − profundo respeto a la libertad de cada uno.

¿Por qué a este encuentro lo llamamos “Cenáculo”? Jesús celebró con sus discípulos la última Cena en una gran sala alta (Vg. coenaculum; Mc 14,15; Lc 22,12). Después de la muerte de Jesús, los apóstoles volvieron a reunirse en el lugar en que dos días antes habían celebrado con Él la Pascua. Allí escucharon el testimonio de los discípulos de Emaús (Lc 24,33-35), fueron testigos de Jesús Resucitado y recibieron el envío misionero y el Espíritu Santo para la remisión de los pecados (Jn 20,19-22). Y allí mismo, junto a los Once, el dubitativo Tomás pudo reconocer a Jesús y proclamar la fe de la Iglesia (v.24-29). Después de la ascensión del Señor, subieron los discípulos a la sala alta, donde acostumbraban a reunirse (He 1,13), y donde el Espíritu Santo descendió sobre ellos en Pentecostés (He 2,1), iniciándose la gran obra evangelizadora del la Iglesia. Quienes queremos re-vivir la experiencia del grupo de los discípulo junto a Jesús, volvemos la mirada hacia el lugar de los acontecimientos más importantes de aquella comunidad. Pedimos al Señor que nuestro encuentro sea un “nuevo Cenáculo” que actualice aquellos acontecimientos. ¿Cómo se desarrolla el encuentro? No es necesario que lo adelantemos todo. Es algo que, como la experiencia de los apóstoles junto a Jesús, se va vivenciando paulatinamente. Pero podemos anticipar algo. Tendremos momentos para el desarrollo de algunos temas y otros para dialogar en grupos o compartir con todos, habrá momentos de oración y de celebración, de silencio y de recreación amena y festiva. Y siempre en un clima de ilusión y de esperanza, necesario para empezar una obra que valga la pena. Lo importante para recorrer el camino de estos días es:

− creer y orar juntos, − buscar y decidir juntos, − trabajar y celebrar juntos.

Y así irá naciendo nuestra “comunidad de discípulos de Jesús”

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EL LLAMADO DE JESÚS: “VEN Y SÍGUEME”

CENÁCULO

1er. Tema – Laico – Viernes, noche

Hace 2000 años, en la lejana Palestina, por entonces bajo el dominio del Imperio Romano, apareció un hombre, joven, carpintero, de Nazaret, un pueblo pequeño y sin prestigio, llamando a otros a seguirlo. Ese hombre era Jesús, el “Cristo”. Por entonces muchos esperaban la liberación de Israel, y se había acrecentado la expectativa de un “Mesías” salvador. Hoy, y en todo el mundo, muchos llevamos el nombre de “cristianos”: seguidores de Cristo. Escuchado, seguido, amado y hasta condenado a través de los siglos: ¿Quién es? ¿Qué ofrece para que vayamos en pos de él? La historia universal y nuestra propia historia nacional nos ofrecen ejemplos de muchos líderes que arrastraron tras sí a multitudes. El pueblo encontraba en ellos un símbolo de sus luchas contra las opresiones y la esperanza de una vida más humana, si no para todos, al menos para el sector por ellos representado. También los candidatos políticos basan su proselitismo en promesas. ¿Y Jesús? ¿Qué anuncia a sus seguidores?

− ¿Bienestar temporal, riquezas? “Los zorros tienen sus cuevas... pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,57); “Vende lo que tienes y dalo a los pobres... y sígueme” (Mc 10,21).

− ¿Grandeza, honores? “El más pequeño de ustedes, ese es el más grande” (Lc 9,48). El discípulo debe hacer con los demás como el esclavo que lava los pies (Jn 13,1-17).

− ¿Poder, autoridad? Los gobernantes y poderosos de este mundo hacen sentir su autoridad... “entre ustedes no debe suceder así... el que quiera ser grande, que se haga servidor” (Mc 10,42-43); “Mi Reino no es de este mundo...” (Jn 18,33.36).

− ¿Seguridad personal? ¿Estar bien, pasarla bien? “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).

Las condiciones que Jesús pide a sus seguidores no son atrayentes. Con esta “plataforma política”, pocos o ningún voto podría obtener Jesús. Y, sin embargo, hoy como ayer, Jesús se impone y arrebata nuestro ánimo, y lo seguimos. ¿Qué nos atrae? Ni las promesas de una vida acomodada, ni un simple recuerdo, ni sólo las enseñanzas de un sabio Maestro del pasado.

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“TU ERES EL MESÍAS, EL HIJO DE DIOS VIVO” (Mt 16,16) La fe de Pedro Cuando tratamos de acercarnos a Jesús a través de los Evangelios, vemos en él un corazón muy humano, que reúne amigos y convive con ellos; que comparte la alegría de unos esposos en Caná y el dolor de la muerte de su amigo Lázaro en Betania; que siente como propias las necesidades de los demás, como la muerte del hijo único de una viuda en Naím o el hambre de la multitud que lo escucha en la montaña, junto al mar de Galilea. Vemos en Jesús una bondad atrayente que hace que los niños se acerquen a él, pero al mismo tiempo energía y firmeza cuando debe expulsar a los mercaderes que profanan el templo del Señor. Encontramos tacto, caridad y delicadeza con los pecadores que otros desprecian, como Zaqueo y la mujer adúltera, pero también dureza contra la hipocresía de escribas y fariseos. Pero Jesús es más que un hombre de fuerte y cautivante personalidad. Jesús es un Maestro, pero no como otros, sino que asombra con su enseñanza “porque les enseñaba como quien tiene autoridad” (Mc 1,22), con “palabras de gracia que salían de su boca”, que lleva a sus conocidos de Nazaret a preguntarse: “¿no es éste el hijo de José” (Lc 4,22). “Nadie habló jamás como este hombre” (Jn 7,46). Jesús es un Maestro que actúa con poder. Sus milagros, signos de una salvación que viene de Dios, son al mismo tiempo un encuentro con las necesidades de los hombres; nunca los hace para sí, aunque quieran tentarlo a ello en el desierto o en la cruz. Un poder que cuestiona: “¿Quién es éste?”, como en la tempestad calmada (Mt 8,23-27). Y, sin embargo, un hombre que conoce el fracaso del rechazo de los suyos, la traición de Judas, el amigo, las negaciones de Pedro... Jesús de Nazaret es signo de contradicción. Jesús es también más que un Maestro poderoso en obras y milagros. Cuando en cierta ocasión, en Cesarea de Filipo, el mismo Jesús pregunta a sus discípulos, aquellos que lo siguen, escuchan sus enseñanzas y contemplan sus obras, “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”, Simón Pedro, porque el Padre del Cielo se lo ha revelado, confiesa: “Tú eres el Mesías”, es decir, el Salvador que esperamos. Pero añade: Tú eres “el Hijo de Dios vivo”. Jesús es el Cristo, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre y nacido de María Virgen por nuestra salvación. La fe de la Iglesia Ésta es la fe de la Iglesia, la que proclama y celebra desde sus orígenes: Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre,

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para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor” (Flp 2,6-11). Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, Dios hecho servidor para salvarnos, el que se encarnó, vivió y enseñó, murió y resucitó “por nosotros” (1 Cor 15,1-4).

“A ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (He 2,36). “No existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (He 4,12).

Cristo Jesús hoy vive glorioso, y nos llama a seguirle como a sus primeros discípulos en Galilea. Nos llama a la amistad y al diálogo, a escuchar su mensaje y a ser comunidad en torno a él. La respuesta de aquéllos debe iluminar nuestro propio caminar en pos de Jesús. “VEN Y SÍGUEME” (Mt 19,21) Jesús dirigió su mensaje a las multitudes. Pero los Evangelios nos muestran a un grupo de personas que están más cerca de Jesús. Jesús no quiso recorrer solo su camino. El grupo nos evoca la amistad. ¿Cómo se llegó a la formación de ese grupo más íntimo en torno a Jesús? ¿Qué importancia y que tareas le atribuía él? ¿Qué importancia tenía Jesús para esas personas? Centramos nuestra atención sobre una u otra persona de ese círculo, al menos en algún episodio característico, que a manera de flash nos ilumine sobre las intenciones de Jesús. Encuentro entre el que llama y el que es llamado Jesús comenzó en Galilea a reunir el círculo de sus discípulos, y de Galilea hizo también el centro principal de su actividad. Según la exposición de los Evangelios, Jesús inicia su actividad congregando algunos hombres en torno a él para que lo sigan y acompañen: Mc 1,16-20; Mt 4,18-22; Jn 1,35-51. Son historias de vocación al discipulado.

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron” (Mc 1,16-20).

Para el ingreso en el seguimiento de Jesús, lo determinante no es la decisión del discípulo, sino la voluntad de Jesús que elige. La iniciativa está de su parte. En esto se diferencia Jesús de la relación existente entre un maestro judío rabínico y sus discípulos, ya que en este caso los discípulos buscaban a su rabbí y solían elegir a aquel de quien

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esperaban aprender más cosas, pudiendo cambiar luego de maestro. Jesús, en cambio, llama con su palabra y actúa con autoridad. Seguimiento Mateo, hijo de Alfeo, también fue llamado por Jesús mientras ejercía su oficio, en este caso, de aduanero en Cafarnaúm:

“Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» El se levantó y le siguió” (Mt 9,9).

Las historias de vocación nos muestran que Jesús llama a los discípulos al seguimiento en medio de las faenas cotidianas, y su obediencia es inmediata. La condición de discípulos está vuelta ante todo hacia Jesús: “Sígueme”. No se trata sólo de aceptar una doctrina, sino de ir en pos de una persona, Jesús. Con esto se indica una cualidad esencialmente nueva del discipulado. Que el discípulo esté al servicio de su maestro (hasta hacer los trabajos que un esclavo hace para su amo... incluso “desatarle las sandalias”), eso era lo más natural en las relaciones entre el discípulo rabínico y su maestro). Pero Jesús dice: “¿Quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,27). Llamado para la misión Cuando llama a sus primeros discípulos, Jesús pronuncia unas palabras que son una misión: “Yo los haré pescadores de hombres”. La originalidad de Jesús aparece en su adaptación al oficio que hasta entonces habían ejercido aquellos hombres: iban a seguir siendo “pescadores”, pero en otro ámbito de realidad. Con ello queda bien patente el sentido fundamental que tiene el seguimiento de Jesús. El discipulado nos conduce al centro mismo de la actividad de Jesús: la proclamación del reinado de Dios. Porque a los hombres hay que “pescarlos” para el Reino divino, hay que rescatarlos de donde están para llevarlos a la salvación que se les ofrece. Jesús reunía en torno a sí discípulos para que le acompañaran en su propia actividad: ir en su seguimiento para proclamar el Reino (Lc 9,59-60). La condición del discípulo es una condición vuelta hacia el exterior, vuelta hacia los hombres. “HOY HA LLEGADO LA SALVACIÓN A ESTA CASA” (Lc 19,9) La búsqueda Un caso distinto de llamado y seguimiento lo vemos en Zaqueo, otro recaudador de impuestos (Lc 19,1-10). Es alguien que abunda en riquezas, pero despreciado por la gente, calificado de “pecador público”. El origen de su fortuna es la extorsión, el fraude, el “robo legal”. Cuando Jesús pasa por Jericó rodeado de una multitud, Zaqueo, de baja estatura, no puede verlo, no puede hacer valer los privilegios de sus bienes para acercarse. Y entonces sube a un árbol, exponiéndose a las burlas de la gente. Pero no le importa el “¿qué dirán?”,

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porque “él quería ver quién era Jesús” (v.3). Esta búsqueda, o curiosidad al menos, es el primer paso de su conversión. El encuentro Jesús le dice: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa” (v.5). Nuevamente, la iniciativa es suya... y la respuesta es pronta. La gente ve este encuentro como un escándalo. Hubieran preferido ver a Jesús dirigirse a la Sinagoga o a la casa de un “justo”. ¡Cuántas veces queremos trazarle los caminos al Señor! Pero los caminos de Dios son distintos de los que imaginamos. Jesús busca al hombre como es: pecador. La mirada y la llamada de Jesús marcan el comienzo de la conversión y el seguimiento de Cristo. La conversión y la salvación Zaqueo, cargado de remordimientos, reconoce sus faltas, se arrepiente, restituye enseguida y con creces, y da la mitad de sus bienes a los pobres. El encuentro con Jesús cambió su vida. La gente debe haberlo tomado por loco, pero él ha encontrado la salvación, la alegría de vivir. Cristo cambió su corazón de piedra por un corazón nuevo. Zaqueo debió descubrir algo muy grande para cambiar tan radicalmente. ¿Qué es lo que nos ofrece Jesús a nosotros para movernos a seguirle? Veámoslo en el Evangelio:

− No palabras humanas sino el mensaje de Dios, palabras de Vida eterna (Jn 12,44-50).

− No poder temporal, sino el Reino de los Cielos (Mt 4,17). − Una paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27). − Una liberación de la opresión del pecado (Lc 4,18-19). − Una Vida que vence a la misma muerte, Vida eterna (Jn 5,21.24). − Jesús ofrece todo esto cuando proclama su mensaje: el Reino de Dios llega a los

hombres. “¡TE SEGUIRÉ ADONDE VAYAS!” (Lc 9,57) Un seguimiento que crea conflictos En el contexto del seguimiento, Jesús habla de peligros y conflictos, de la prontitud para el sufrimiento y la muerte. Si los discípulos iban a acompañar a Jesús en su actividad, entonces el seguimiento significaba actuar en público, entablar contacto con personas, tratar de ganarlas personalmente para el Reino. ¿Iban otros a aceptar, como el discípulo, cambiar de manera de pensar y de vivir? El eje de la actividad de los enviados era, como en Jesús, la proclamación del reinado de Dios: “el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 10,7). Esta oferta de salvación no toleraba demoras ni rechazos. Ante los que la rechazaban había que realizar el gesto simbólico de sacudirse el polvo de los pies para significar el juicio que desde entonces los amenazaba (10,14).

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En este sentido hay que entender también aquellas palabras que presentan a Jesús como signo de contradicción: “No piensen que he venido a traer la paz... El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí...” (10,34-37). Las palabras no significan desligarse de los padres, pero el seguimiento de Jesús es lo más importante, y en sentido eminente es necesario para la vida. En caso de conflicto, el que ha sido llamado tiene que preferir el seguimiento de Jesús. Un seguimiento que crea peligros La sentencia del seguimiento hasta la cruz: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10,38; Lc 14,27), se refiere metafóricamente a los peligros y dificultades propias del camino de discípulos. La experiencia real acerca de los que eran condenados a morir crucificados y tenían que arrastrar su cruz hasta el lugar de su ejecución, era una vivencia desdichada con la que los judíos estaban familiarizados desde la época de los Macabeos y especialmente desde que estaban bajo un gobernador romano. La metáfora empleada por Jesús podía entenderse sin más. Aunque supone la prontitud para el martirio, no debe limitarse a él. Incluye también la hostilidad, el menosprecio, la estrechez, el sufrimiento que vienen sobre los discípulos cuando están siguiendo a Jesús. Jesús no los pone en el camino del triunfo. Seguir a Jesús hasta dar la vida “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,39). La meta suprema del seguimiento, de la entrega decidida, de la prontitud para la renuncia y el martirio, es ganar la vida. La cuestión última es el sentido de la vida. Con otras palabras, esto quiere decir: el que crea que puede dar sentido a su vida mediante falsas seguridades, metas equivocadas y egoístas, el propio rendimiento, los bienes terrenos, el poder, las honras y placeres mundanos, y otras cosas por el estilo, errará en cuanto al sentido de su vida. En cambio, quien plasme su vida yendo en pos de Jesús y orientándola hacia su palabra, dará pleno sentido a su existencia, aunque suceda que tenga que sufrir adversidades que le lleven hasta perder la vida. Además, la vida que aquí se promete, esa vida que se va a ganar, sobrepasa los límites de la muerte y abarca en una gran plenitud de sentido toda la existencia humana. NUESTRA PROPUESTA “Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús” (Cat Igl 2232). Se trata de discernir el llamado personal de Jesús a cada uno de nosotros. Se nos invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo, en el estado de vida y situación de cada uno, descubriendo los dones y carismas que el Espíritu Santo nos ha dado. Se nos llama a vivir el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que encontramos en el Evangelio: “ven y sígueme” (Mt 19,21). Se nos invita a interpretar y reconocer el dinamismo propio de nuestra vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases de buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él.

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Es una tarea personal: la historia de toda vocación cristiana es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Es una acción eclesial: la Iglesia, comunidad de los discípulos de Jesús, es el ámbito propio del discernimiento y la respuesta a Jesús.

TEXTOS Evangelios: Llamado y seguimiento:

“Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme.» Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mt 19,21-22). “Mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro dijo: «Sígueme». El respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre». Le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa». Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios»” (Lc 9,57-62). “Al día siguiente, Jesús quiso partir para Galilea. Se encuentra con Felipe y le dice: «Sígueme». Felipe era de Betsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe se encuentra con Natanael y le dice: «Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret». Le respondió Natanael: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» Le dice Felipe: «Ven y lo verás»” (Jn 1,43-46). “Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme». Pedro se vuelve y ve siguiéndoles detrás, al discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme»”. (Jn 21,17-22).

Catecismo de la Iglesia Católica: 160: Libertad de la respuesta 1427-1429: Llamado a la conversión

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1553: Los sacramentos de la vocación cristiana San Agustín, Confesiones, Libro 7:

“¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que' tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y, quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera, exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”

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MARÍA MADRE Y DISCÍPULA DE JESÚS

CENÁCULO

Meditación – Asesor - Sábado, oración de la mañana

María, Madre y Discípula en el camino de Jesús Si nos acercamos a Belén junto a los pastores, nos recibe María, la Madre, junto a José, presentándonos a Jesús, el Dios hecho niño a quien envuelve con el calor de sus brazos y de su amor (Lc 2,16). Si visitamos el humilde hogar del carpintero de Nazaret, es nuevamente María, Madre y ama de casa, quien nos abre la puerta para que encontremos a Jesús, “sujeto a ellos”, y “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,51-52). María, como Madre de Jesús, “conservaba estas cosas en su corazón” para, más tarde, como Madre de todos los discípulos de su Hijo, poder darlas a todos desde su corazón inmaculado. Si vamos a Caná, compartiendo la alegría de los discípulos de haber sido invitados a una fiesta de bodas, María nos acompaña y nos muestra que, como Madre, puede adelantar la “hora” en que su Hijo comience a derramar la abundancia de los dones de su amor misericordioso (Jn 2,1-12). Pero como María siempre estuvo atenta a la voz del Padre, y siempre fue dócil al Espíritu Santo, y sabe que ahora Dios comienza a hablar por medio de su Hijo, no pierde la ocasión en Caná de enseñarnos también a nosotros a ser discípulos: “Hagan todo lo que él les diga” (v.5). Si acompañamos a Jesús como Maestro que peregrina rodeado de discípulos, nos encontramos con María que camina junto a nosotros. Incluso podremos llegar a escuchar que Jesús dice, señalándonos junto a ella: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49-50). Junto a María aprendemos a ser discípulos y con ella Dios nos hace “su familia”. Si pudiésemos perseverar hasta la Pasión y la Cruz, nuevamente nos encontraríamos allí con María, Madre y Discípula de Jesús hasta el final, hasta la máxima explosión de dolor y de amor de su corazón, fusionado como en uno solo con el de su Hijo en la total entrega obediente por nosotros. Y allí quizás nos sea dado comprender por qué ella está cooperando de modo tan singular con su Hijo en la obra de nuestra redención. Y bajaríamos los ojos avergonzados al escuchar con Juan las palabras de Jesús: “Aquí tienes a tu Madre” (Jn 19,25-27). Junto a la cruz empezamos a comprender que para ser discípulo de Jesús hasta el final, hay que ser hijos de su Madre. Por eso desde aquel momento recibimos a María en nuestra casa.

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Si después de la Pascua nos escondemos con los apóstoles en el cenáculo, entre el temor y la esperanza, encontraremos nuevamente allí a María. Ella está sosteniéndonos como Madre, orando con nosotros como Discípula, esperando el cumplimiento de la promesa de su Hijo, el Espíritu Santo que a ella hará plenamente Madre de toda la Iglesia (ella vuelve a concebir por obra del Espíritu Santo), y a los discípulos testigos de la Buena Nueva hasta los confines de la tierra (He 1,12-14). Si, por fin, queremos llegar al Cielo, allí está ella, por la Asunción, junto a Jesús, donde continúa procurándonos, con su múltiple intercesión, los dones de la salvación eterna. A Jesús por María Al reunirnos en estos días en un nuevo “cenáculo” de Jesús, pedimos a María que vuelva a estar con nosotros. Queremos vivir estos días como nos propone un gran devoto de la Virgen, San Luis María Grignion de Montfort, “haciendo todas las cosas con María, en María, por María y para María”. Dios nos ha dado a Jesús por María. Por ella, como Madre, queremos volver a recibirlo; con ella y como, como perfecta Discípula, queremos seguirlo. Queremos ir a Dios por el mismo camino que Él ha venido a nosotros: por María. Todo lo que hagamos lo ponemos en sus manos de Madre. Le consagramos nuestras buenas obras que, aunque parezcan buenas, están muchas veces manchadas y necesitan ser purificadas para ser ofrenda grata a Dios. Si María toma lo nuestro, queda purificado por sus manos inmaculadas. Queremos hacer todo como María, es decir, tomando a la Virgen Santísima como modelo acabado en todo lo que hemos de hacer. Y con ella también presentamos nuestras oraciones al Padre. Pidámosle que, como en Nazaret, ella vuelva a abrirnos la puerta para encontrarnos con Jesús.

TEXTOS Catecismo de la Iglesia Católica, 963-970:

La Maternidad de María respecto de la Iglesia.

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EL MENSAJE DE JESÚS: EL REINO DE DIOS

CENÁCULO

2° Tema – Asesor – Sábado, mañana

A sus discípulos, a los “pequeños”, Jesús les reveló el gran secreto de Dios (Mt 11,25) y les dijo que para la vida “una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42). Él mismo dijo a qué se refería: “Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). Así pues, el Reino de Dios se convierte en la realidad suprema que vino a anunciar e instaurar Jesús. La tarea del discípulo es buscar ante todo ese Reino... y vender todo lo demás. En la parábola del mercader de perlas (Mt 13,45-46) se dice que encontró “una” de gran valor que focalizó toda su atención y su vida. Mientras no se encuentre esa perla, se podrán tener muchas realidades valiosas en la vida, pero ninguna por la cual valga la pena venderlo todo. El Maestro nos enseña también el sentido de de la vida cuando afirma: “allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón” (Mt 6,21), invitándonos a acumular un tesoro en el Cielo. Pero cuando no hemos hallado ese tesoro, andamos a la deriva, impulsados por todos los vientos, con la inseguridad de no saber a dónde vamos. Falta precisamente la dirección única de la vida, que acapare todos nuestros intereses. Muchos problemas emocionales están originados por la ausencia de sentido último y prioridades en la vida: existen muchos tesoros, pero como sólo tenemos un corazón, éste se divide. La más robusta salud mental se desequilibra cuando se quiere todo y no se está dispuesto a pagar el precio de una elección. Quien ha encontrado el tesoro, a causa de la alegría del hallazgo (Mt 13,44), vende todos sus otros valores. Todo pasa a segundo plano: la fama, las recompensas humanas, la riqueza... ¿Hemos hallado nuestro tesoro? ¿Es el Reino de Dios nuestra “perla” más valiosa? JESÚS NOS ANUNCIA EL REINADO DE DIOS La venida de Jesús culmina la lenta y larga espera del pueblo de Israel de una salvación que viene de Dios. Israel representa la historia de la humanidad, signada por el pecado pero también por la esperanza. A partir del exilio los Profetas anuncian un Reinado futuro y universal de Yahvé: una intervención omnipotente y salvífica de Dios en el curso de la historia, afirmando su soberanía sobre su pueblo, y a través de él sobre todo el mundo, que tendrá lugar en los últimos tiempos.

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Jesús comienza su ministerio proclamando una Buena Noticia de parte de Dios: “el tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Este Reinado de Dios que se hace presente constituirá desde ese momento el núcleo de la predicación de Jesús. Todo lo demás: sus acciones y milagros, sus exigencias morales, se ordena en torno a este mensaje. Jesús nos enseña qué es el Reino de Dios en forma de parábolas (ver, por ejemplo, Mt 13). Son breves comparaciones tomadas de la vida cotidiana de su tiempo, por medio de las cuales el Señor nos llama a la reflexión, quiere entrar en diálogo con nosotros, ayudarnos a descubrir una realidad que nos trasciende: la bondad inaudita de Dios, su misericordia que renueva toda nuestra vida a partir de un cambio interior. Las parábolas descorren un poco, aunque no del todo, el misterio del Reino de Dios. Ese Reino escapa a toda definición: “es como...”; “se parece a...”; “se puede comparar con...” La verdad expresada en forma de imágenes es más vigorosa que la verdad abstracta. Pero... ¿qué es este Reino? “Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los Cielos”. Pues bien, la voluntad del Padre es “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 5). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo.

“Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como "familia de Dios". Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el Reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres” (Cat Igl 542).

El Reino de los Cielos es una “nueva situación”, un “nuevo estado de cosas” que viene de Dios y se inicia con Jesús. No se trata de un anuncio solo para después de la vida presente. Jesús nos dice que el Reinado de Dios ya está actuando en el mundo, que con él comienza un tiempo totalmente nuevo de la historia sagrada. Es cierto que Dios estuvo presente en toda la historia humana, especialmente en la de Israel, pero en las palabras, en las obras y en la presencia de Jesús viene de un modo totalmente nuevo. Jesús nos revela el corazón de Dios, nos trae su perdón y nos congrega en comunión. “EL REINO DE DIOS HA LLEGADO A USTEDES” (Lc 11,20) El Reino de Dios es misericordia y perdón Cuando habla del Reino, Jesús nos anuncia ante todo una acción divina, el “reinado” de Dios que destruye el poder del demonio y el “reino de las tinieblas”. Dios viene a nosotros y establece su soberanía. La verdadera esclavitud del hombre no es la de fuera sino la de dentro, la del pecado. El reinado de Dios es perdón y liberación, es la nueva y eterna alianza entre Dios y los hombres, anunciada por los profetas (Jer 31,33-34; Ez 36,25-27) y realizada ahora en Jesús, es amistad y comunión con Dios, es ser recibidos como hijos en su “familia”. Jesús nos dice que Dios se alegra al perdonarnos como se alegra el pastor al encontrar la oveja perdida (Lc 15,5), que el Reino es la fiesta y la alegría por nuestro retorno como hijos a la casa del Padre después de haber malgastado licenciosamente la vida y los bienes lejos de él (Lc 15,32).

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Jesús acompaña sus palabras con milagros y signos que manifiestan que en él se hace presente la salvación, el reinado de Dios.

“Al liberar a algunos hombres de los males terrenos: del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos, no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas” (Cat Igl 549).

El Reino de Dios es comunión El Reino de Dios no es sólo perdón sino también encuentro, amistad, comunión con Dios, que engendra la comunión entre los hombres. En algunas parábolas Jesús nos habla del Reino de Dios como una “fiesta de bodas” (Mt 22,2-14; 25,1-13). El Reino es el gran misterio de la Alianza, del desposorio entre Dios y la humanidad, tan frecuentemente anunciado por los profetas, misterio que ahora se hace realidad en la persona misma de Cristo. ¿Qué se celebra en una boda? La donación mutua y total de dos seres que se aman y se prometen fidelidad y entrega para siempre. Dos seres que se hacen “uno”. La antigua relación del pueblo de la Alianza para con Dios, ese pueblo que había pasado de la esclavitud de Egipto al “servicio” de Yahvé, en Jesús vuelve a estrenarse y empieza a ser una realidad nueva y plena. Jesús inaugura un nuevo modo de relación de los hombres con Dios, relación de amor que había sido destruida por el pecado. El pecado es infidelidad al amor de Dios, pero Dios, como esposo traicionado pero amante, nos busca en Jesús para pactar una Nueva Alianza, una comunión: que todos seamos uno con el Hijo y con el Padre (Jn 17,22-23). Jesús nos invita a ser felices sentados a la mesa de su Reino (Lc 14,15-20). Ésta es la promesa que corona el llamado a ser sus discípulos. Pero nos dice también que algunos invitados anteponen sus bienes: “acabo de comprar un campo”, su trabajo: “probar los bueyes”, su familia: “acabo de casarme”. Son sus “perlas”, realidades de mucho valor, pero que, cuando se las absolutiza, impiden encontrar la única perla de valor incomparable: el Reino de Dios. ¿Tenemos nuestras propias excusas para no entrar en la Boda? Como una semilla que crece... Jesús introduce el Reinado de Dios en nuestros corazones mediante la predicación de su Palabra, que debe ser aceptada en la fe.

“Este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc 12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29)” (LG 5).

La Palabra, factor decisivo y origen del Reinado de Dios en nosotros, es comparada con una semilla sembrada en el campo. La parábola del Sembrador (Mc 4,1-9) pone de relieve que la Palabra debe ser interiorizada por la fe (v.20), la cual exige nuestra libre colaboración. La parábola de la semilla que crece por sí sola muestra que la Palabra de Jesús es una fuerza de salvación creadora del Reino, que por su propia virtud germina y se desarrolla hasta el tiempo de la cosecha. Ambas parábolas nos dicen, a su vez, que la era de

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la salvación ya ha empezado. Cuando recibimos la Palabra de Jesús como discípulos, el Reino deja de ser una simple promesa, porque ya está en nosotros y entre nosotros, como una semilla que crece... “¡VENGA TU REINO!” (Mt 6,10) Jesús enseñó a sus discípulos a orar pidiendo al Padre del Cielo: “¡Venga tu Reino!” (Mt 6,10; Lc 11,2). Realidad ya presente, el Reino de Dios es al mismo tiempo una realidad futura que hemos de suplicar cada día. El Reino es un misterio de crecimiento: una semilla que germina, una levadura que hace fermentar toda la masa (Mt 13,31-33). Un día a esta fase transitoria sucederá lo definitivo, la plenitud. “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt 13,43). Cristo, en su venida gloriosa que esperamos, después de haber derrotado todos los poderes hostiles a Dios, incluso la muerte, entregará a Dios Padre el Reino “a fin de que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,22-28). El Reino de Dios resplandece ya en el rostro de Jesús resucitado. Aguardamos la manifestación plena del Reino de la resurrección y la vida, el Reino del amor que heredarán los que hayan amado y servido a Cristo en los hermanos: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer...” (Mt 25,31-46). La vida del discípulo es esperanza. El desesperanzado le canta al bandoneón: “Ya sé, no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz, que es curda nada más mi confusión”. La crisis de alegría es crisis de esperanza. El discípulo de Jesús sabe, en cambio, que en todo lo fugaz hay algo de permanente: “el amor no pasará jamás” (1 Cor 13,8). Vivir en el mundo la esperanza del Reino es “atender a” y “trabajar por” lo que de este mundo permanecerá, y no por lo puramente transitorio. La esperanza no es evasión del presente; ya que aguardamos la vida futura, nos preocupamos por hacer progresar en este mundo lo que será eterno: justicia, verdad, amor, solidaridad. El Reino es una realidad que existe y que va haciéndose a la vez. De ahí la importancia de la oración: “¡Venga tu Reino!” (Mt 6,10), “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20). De ahí también la actitud de vigilancia y de espera que nos exige nuestra condición de discípulos, como las jóvenes que esperan con aceite en sus lámparas la llegada del esposo (Mt 25,1-13), como los administradores que aguardan haciendo producir los talentos la llegada de su Señor (v. 14-20), como quien cuida la casa porque no sabe cuándo llegará el ladrón (24,42-44). Es una espera larga y paciente pero siempre activa. El Reino no sólo es un don de Dios, sino también una opción libre del hombre. En tanto prosiga la lucha entre el bien y el mal (en el Reino hay trigo y cizaña, peces buenos y peces malos: Mt 13,34-51), nuestra condición de discípulos nos exigirá siempre una opción por Cristo y una conversión a su mensaje. JESÚS NOS LLAMA A ENTRAR EN SU REINO Jesús invita a los pecadores La primera condición exigida para entrar en este Reino: es preciso experimentar la necesidad de una liberación espiritual, la necesidad del perdón. Jesús nos invita al banquete de su Reino precisamente en nuestra condición de pecadores: “No son los sanos

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los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos... Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13). Si Dios nos ama y nos busca siendo pecadores, es para que dejemos de serlo. Así como una mamá brinda lo más abnegado de su amor junto al lecho de su hijo enfermo, no porque lo quiera enfermo sino para que sane, Jesús se entrega totalmente en favor de nosotros, pecadores, para nuestra salvación. La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para la remisión de los pecados” (Mt 26,28). Misterio de perdón, el Reino anunciado por Jesús es también un misterio de penitencia y conversión. Jesús nos muestra con hechos y palabras la misericordia sin límites del Padre hacia nosotros, pero nos invita también a un cambio de vida, sin el cual no se puede entrar en el Reino (Mc 1,15). ¡Cuántas veces hemos sentido la desesperanza engendrada por nuestros pecados! Jesús nos invita a empezar el camino de discípulos levantando la mirada confiada al amor del Padre, que se manifiesta de manera especial en el perdón, siempre que se vuelva hacia Él con el corazón contrito. El Padre festeja con gozo el regreso a casa del hijo perdido (Lc 15,23-24). En el ejemplo del “hijo pródigo” o del “Padre misericordioso” tenemos lo esencial del Dios revelado por Cristo. Jesús nos ha dicho también que es inmensa la alegría en el cielo “por un solo pecador que se convierte” (Lc 15,7). El Reino de Dios se realiza en la persona misma de Cristo. Por ello la conversión para acceder al Reino es sencillamente seguir a Cristo y arriesgar la vida por Él: hacerse discípulos. Y, a la inversa, negarse a seguir a Cristo es perder la vida y excluirse uno mismo del Reino (Mc 8,34-37). Jesús llama a los pobres y a los pequeños La segunda condición para entrar en el Reino: ser “pobres” y “pequeños”.

“El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4,18). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino” (Cat.Igl. 544).

Entre los obstáculos que más impiden el seguimiento de Jesús está el afán por las cosas de este mundo. Jesús invita a un buen uso de los bienes terrenos, previniendo claramente a sus seguidores que “no se puede servir a dos señores... a Dios y al dinero” (Lc 16,9-13), y que la preocupación por las riquezas del mundo ahoga la semilla de la Palabra y no le permite fructificar (Mc 4,18). El desprendimiento, la pobreza evangélica, el uso austero y solidario de los bienes, nos liberan para vivir más enteramente consagrados al Reino. Se trata de ser como Jesús, que es pobre, para tener el corazón totalmente abierto a Dios y a los hermanos.

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“A USTEDES SE LES HA CONFIADO EL MISTERIO DEL REINO DE DIOS” (Mc 4,11) En tanto Jesús predicaba su mensaje a las multitudes (Mc 4,1), fue convocando en torno a sí un grupo de discípulos a los que hizo depositarios del “misterio del Reino de Dios” (v.11), para enviarlos luego a proclamarlo (Lc 9,2). La comunidad de los discípulos es llamada a reconocer la intervención salvífica de Dios, su “reinado” sobre el mundo y los hombres, es beneficiaria de los dones de la salvación y es enviada a irradiarla. La comunidad de los discípulos es el germen del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, un pueblo al que le es entregado el Reino de Dios para hacerle producir sus frutos (Mt 21,43). El acontecimiento de gracia que es la irrupción de la salvación que viene de Dios, realidad primordialmente interior e invisible, se hace de algún modo visible en la comunidad de los discípulos de Jesús como comunidad de salvación. Hoy también nosotros, en medio de la multitud, escuchamos el llamado de Jesús y la proclamación de su mensaje. Esta gracia del Señor nos hace experimentar la misericordia de Dios que salva y nos pide la fidelidad de la respuesta personal en la fe. Pero el llamado es también exigencia de ser comunidad de discípulos, ser familia de Jesús, ser Iglesia. La Iglesia que formamos es: Una comunidad que es depositaria del mensaje del Reino: ser discípulos oyendo atentamente la proclamación litúrgica, leyendo y meditando personalmente, y reflexionando en grupos las palabras de Jesús sobre el Reino de Dios. Una comunidad que reconoce y vive la salvación que viene de Dios. Es cierto que sólo de un modo muy imperfecto nos entregamos a la voluntad salvífica que viene de Dios. Es cierto que cedemos al pecado, y que el dolor y la muerte siguen presentes en nuestra historia. Es cierto que la Iglesia deberá crecer en la historia, bajo el influjo del Espíritu, hasta el día en que “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28), y hasta entonces “permanecerá perfectible bajo muchos aspectos, permanentemente necesitada de auto-evangelización, de mayor conversión y purificación” (Doc Puebla 228). Pero es cierto también que en la comunidad eclesial que reconoce el reinado de Dios, vive y crece ya la fuerza vivificadora de la gracia:

“En esto consiste el ‘misterio’ de la Iglesia: es una realidad humana, formada por hombres limitados y pobres, pero penetrada por la insondable presencia y fuerza del Dios Trino que en ella resplandece, convoca y salva” (Doc Puebla 230).

Una comunidad que es “signo” del Reino:

“En ella se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está llevando a cabo, silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra al máximo la acción del Padre, que en la fuerza del Espíritu de Amor, busca solícito a los hombres, para compartir con ellos -en gesto de indecible ternura- su propia vida trinitaria” (Doc Puebla 227).

Una comunidad que ha recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino de Dios en todos los pueblos, llamada a ser el instrumento de Dios “que introduce el Reino entre los hombree para impulsarlos a su meta definitiva” (Doc Puebla 227).

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La tarea decisiva de la Iglesia, de cada grupo o comunidad cristiana de que formamos parte consiste, pues, en edificarse a sí misma como comunidad de contraste con el mundo, como espacio de la soberanía de Cristo en el que la fidelidad a Dios, el amor fraterno y el espíritu de las bienaventuranzas es ley de vida. Precisamente cuando las comunidades eclesiales de discípulos de Jesús hacen esto, son signo de esperanza y la sociedad secularizada puede comprender el plan de Dios para el mundo. Podemos concluir: precisamente cuando la Iglesia vive, por Cristo, lo que debe ser, el Reino de Dios se irradia y crece en el mundo de los hombres, y Cristo puede llenarlo todo a través de ella.

TEXTOS CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 5: El Reino de Dios Catecismo de la Iglesia Católica, n° 540-553: "El Reino de Dios está cerca" El anuncio del Reino de Dios Los signos del Reino de Dios "Las llaves del Reino" Documento de Puebla, 225-231 La Iglesia y el Reino que anuncia Jesús

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EL MENSAJE DE JESÚS: EL REINO DE DIOS

Propuesta para el trabajo en grupos: LAS PARÁBOLAS DEL REINO

1. Elegir una parábola de Jesús sobre el Reino de Dios.

2. Leer el texto en el grupo un par de veces, sin prisa, con recogimiento, en silencio.

3. Dialogar sobre lo leído. Pueden ayudarnos algunas preguntas: ¿Qué dice la parábola? ¿A quienes se dirige Jesús? ¿En qué circunstancias? ¿De qué comparación se sirve? ¿Qué quiere enseñarnos?

4. ¿Qué me dice Jesús, personalmente a mí, con esta parábola?

5. Expresar con algún símbolo, dibujo, canción o representación el contenido de la parábola.

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EL SEGUIMIENTO DE JESÚS: LA COMUNIDAD DE LOS DISCÍPULOS

CENÁCULO

3er. Tema – Asesor – Sábado, mañana

Vivimos cercados de gente, especialmente en nuestras grandes ciudades. Los otros nos rodean, y hasta nos aprietan en el colectivo. Pasan a nuestro lado siempre con apuros. En el lugar de trabajo todos están como programados para la rutinaria labor del día. ¡Hay tantos que hablan, opinan, visten y actúan conforme a estereotipos de moda! En medio de la multitud, ¡cuántas veces tenemos la sensación de una profunda soledad! ¿Podemos hoy hablar de “formar comunidad”? Vivimos bombardeados por propuestas individualistas de felicidad: un ser humano hedonista, permisivo y consumista. Y si se quiere alcanzar lo ideal, estar bien, pasarla bien, lo mejor es imitar a los ricos, poderosos y famosos, aunque haya que relativizar la verdad y postergar la ética... ¡total... lo que importa es “ser uno mismo”! ¿Tiene sentido hoy pensar en los demás, preocuparse y ocuparse de otros? ¿Cuál es el plan de Jesús respecto de los que reciben el Reino de Dios por él anunciado? Hemos visto cómo Jesús proclamó públicamente el Reino de Dios. Pero en tanto predicaba a todo el pueblo, fue convocando en torno a sí a un grupo de discípulos. Ellos son el círculo más íntimo de sus oyentes, a ellos dio instrucciones específicas, ellos de un modo radical deben hacer lo que Jesús dice a todo el pueblo. ¿Cuál es la significación y proyección de esa “comunidad de discípulos” para los cristianos y para el mundo de hoy? EL GRUPO DE LOS DISCÍPULOS DE JESÚS Los discípulos Los relatos evangélicos nos presentan a Jesús centrando su actividad misionera en Galilea, en la región situada junto al lago de Genesaret y en Cafarnaúm, de donde procedía el primer grupo de los llamados a su seguimiento, unos pescadores: Simón, Andrés, Santiago, Juan (Mt 4,12-25). Después un grupo mayor fue adhiriendo a Jesús y, en parte, le seguía continuamente. Entre éstos, Lucas habla de setenta y dos discípulos (Lc 10,1-17). Eran numerosos, pero muchos se retiraron (Jn 6,66). Eran de diversas extracciones: Mateo, aduanero en Cafarnaúm, al servicio del poder romano y Simón el Cananeo, posiblemente del grupo de los zelotas, partido de la resistencia a dicho poder; Felipe, era de Betsaida, y Natanael, de Caná. Además de los Doce, conocemos por su nombre al menos a otros tres: Cleofás (Lc 24,18), José Barsabás y Matías (He 1,23).

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Las mujeres También conocemos por su nombre a algunas mujeres que seguían a Jesús y le servían con sus bienes: María Magdalena, Juana la mujer de Cusa, intendente de Herodes, Susana, María la madre de Santiago el menor, y Salomé (Lc 8,1-3; Mc 15,40-41). De ellas se dice:

− “Seguían a Jesús y lo habían servido cuando estaba en Galilea” − Algunas habían sido curadas, ayudaban con sus bienes, y muchas subieron con

él a Jerusalén. Al admitirlas al “discipulado”, Jesús restituye a la mujer su dignidad, negada por las tradiciones rabínicas. María Magdalena, curada, acompaña a Jesús hasta la cruz, es testigo de la primera aparición del Resucitado, y es la primera “apóstol” que anuncia el mensaje de la Pascua (Jn 20,11-18). El seguimiento Para ser discípulo de Jesús no cuenta la situación social, las aptitudes intelectuales y ni siquiera la condición moral anterior. Es un llamamiento: “¡Sígueme!”. Seguir a Jesús es romper con el pasado, calcar la propia conducta en la suya, escuchar su mensaje y conformar la vida a sus exigencias. Los discípulos no vienen a Jesús para aprender la “Torah” (la Ley) como los alumnos de los rabinos. Vienen porque han escuchado el mensaje del cercano Reino de Dios. Quienes escuchan esta proclamación y siguen a Jesús representan simbólicamente el designio de Dios sobre todos los hombres:

− entrega completa al Evangelio del Reino, − conversión radical a un nuevo orden de vida, − reunión en una comunidad de hermanos y hermanas.

Durante el tiempo de su vida pública, Jesús vivió en comunión con las personas a las que había llamado a su seguimiento, vivió en compañía de sus discípulos. Vemos a ese grupo yendo de un lugar a otro, siempre itinerante, renunciando a radicarse en un lugar. La convivencia con Jesús no se limita a estar junto al Maestro, a escucharle y observarle. La comunidad de vida significa que el discípulo comparte la suerte de Jesús; exige incluso que esté dispuesto a padecer su suerte, hasta la persecución si fuera necesario (Mc 10,38-39). Los Doce De este grupo grande de discípulos, Jesús, en la montaña, luego de una noche de oración, eligió a doce “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14; Lc 6,12-16). Ellos formaron un grupo bien definido y estable. A ellos Jesús los instruyó con especial esmero acerca de los misterios del Reino, llevándolos muchas veces aparte. Sobre todo les revela el misterio de su pasión, muerte y resurrección (Mc 10,32-34), los hace destinatarios de sus enseñanzas y partícipes de la fracción del pan en la Cena. Los que permanecen en sus casas Hay otros discípulos que también aceptan y proclaman el mensaje del Reino de Dios, pero permanecen en sus aldeas o ciudades. Están esparcidos por todo el país,

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especialmente en Galilea, pero también en Judea. Recordamos a Zaqueo, de Jericó, al que en encuentro con Jesús convirtió en un hombre nuevo, que experimentó la salvación (Lc 19,8ss.), y al endemoniado curado de Gerasa, que proclamó la obra de Jesús en la Decápolis (Mc 5,19-20). Lázaro, de Betania, amigo de Jesús y sus discípulos (Jn 11,1.11) y sus hermanas Marta y María (12,1-3), siguen a Jesús sin dejar su residencia habitual. Igualmente José de Arimatea, “miembro notable del Sanedrín, que también esperaba el Reino de Dios”, y que apreciaba y veneraba a Jesús (Mc 15,42-47). EL ESTILO DE SEGUIMIENTO: LA NUEVA FAMILIA “Ven y sígueme”: discípulos itinerantes Hay un estilo de seguimiento que Jesús impuso, no a todo el pueblo, ni siquiera a los discípulos suyos que continuaban en su lugar de residencia, sino al círculo de discípulos que lo acompañaban. Quienes van de una parte a otra con Jesús, están llamados a una forma concreta de vida con exigencias radicales:

− Abandonar la profesión que habían ejercido hasta entonces: “dejaron las redes” en vistas a otra misión, ser “pescadores de hombres” (Mt 4,18-19).

− Dejar la propia familia: “dejaron la barca y a su padre” (v.22; cf. Lc 14,26). Es necesario posponer los afectos humanos al amor de Jesús. No se trata de “fuga” de las responsabilidades del hogar, sino de una opción en vistas al Reino. Se opta por otra familia que no está basada en los lazos de la carne, se trata de disponibilidad total para servir con libertad a la misión.

− Renuncia a las posesiones (Lc 14,33) y a hacer provisiones para el día siguiente (Lc 12,22-32). “Los zorros tiene sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,57). El joven rico del Evangelio quería tener vida eterna (Lc 18,18-23). Jesús le pide desprenderse de todo y hacerse pobre para seguirlo, pero sus riquezas se lo impidieron: se entristeció de que Jesús le solicitara tanto. Sus discípulos deben recorrer el mundo sin equipaje que les coarte la libertad.

Es posible, y en ocasiones necesario, abandonar el clan, la familia, la tierra... Pero no por el simple hecho de dejarlo todo, no porque la renuncia como tal sea un fin o sea positiva en sí misma, sino más bien porque nace algo nuevo: irrumpe el Reino de Dios. A aquél que abandona todo por el Reino, Jesús le promete una nueva familia: “desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos en medio de las persecuciones y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna” (Mc 10,30). El grupo de los discípulos es una nueva familia: han dejado a los suyos pero han encontrado nuevos hermanos en los discípulos, han dejado la casa paterna, pero encuentran nuevas “madres” allí donde reciben hospitalidad. Jesús exigió a sus discípulos el abandono de todo pero no los llamó al aislamiento. La nueva familia de discípulos es signo del Reino que irrumpe. “El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano...” (Mc 3,35) Pero, ¿sólo los que siguen de este modo radical a Jesús, sólo los discípulos itinerantes son su “familia”? ¿Quién compone esta nueva familia?

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“El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35)

La voluntad de Dios es el plan de salvación que Dios lleva a cabo ahora; plan al que hay que incorporarse con la disposición total de que la vida cambie desde él. La voluntad de Dios es la venida del Reino. Hacen la voluntad de Dios aquéllos que creen el mensaje de Jesús, en el que habla del Reino de Dios, reconocen la iniciativa divina y permiten ser reunidos para formar parte de su pueblo. La nueva familia de los hermanos y hermanas de Jesús va mucho más allá del círculo de los discípulos propiamente dichos. Son los seguidores de Jesús que no abandonan su lugar de residencia habitual. Continúan viviendo con sus respectivas familias. Y, no obstante, cambian las familias de quienes se quedan en casa. Se hacen más abiertas, más disponibles. Dejan de dar vueltas alrededor de ellas mismas. Son hospitalarias con Jesús y sus mensajeros. Entran en relación con otras familias y personas. Pero también puede ocurrir algo completamente distinto: que la división corroa a esa familia (Lc 12,51-53). Jesús es “signo de contradicción” (Lc 2,34) que siempre exige una opción, sea cual fuere el modo de seguimiento. “Felices los que tienen alma de pobres” (Mt 5,3) También a los que no dejan sus casas y posesiones Jesús les pide tener “alma de pobres” para poseer el Reino de los Cielos (Mt 5,3): austeridad de vida, desapego de los bienes terrenos, sentido solidario de los mismos, generosidad y misericordia hacia el pobre, solo, desamparado (Mt 25, 31-46). Jesús previene a sus seguidores que no se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero... siempre se termina dejando de lado a Dios. El afán de las cosas de este mundo ahoga la semilla de la Palabra y no le permite fructificar. El Maestro exige a sus discípulos no amontonar riquezas que el óxido corroe y los ladrones roban. Algunos discípulos renunciaron explícitamente a sus bienes materiales. Otros pusieron sus cosas a entera disposición del Maestro: la casa de Lázaro en Betania, la barca y la casa de Pedro en Cafarnaúm, los bienes de las mujeres... Jesús pide a cada uno de acuerdo a su estado de vida y vocación específica. Lo cierto es que a todo discípulo exige desprendimiento y nunca depender de las riquezas. A todos, los que lo acompañan y los que permanecen en sus casas, como condición de seguimiento Jesús pide aceptar la cruz: “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,27). En la antigüedad, “llevar la cruz” era sinónimo de estar condenado a muerte. Por tanto, en la mentalidad de Jesús, implicaba estar dispuesto a entregar la vida. Es necesario morir a sí mismo para ser discípulo de Jesús. LA MISIÓN: “TRABAJADORES PARA LA COSECHA” (Lc 10,2) ¿Por qué Jesús llamó a los Doce y a otros discípulos además de ellos? Lc 10,2-3 ofrece la respuesta:

“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío...”

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Al igual que los Doce, los discípulos son colaboradores de Jesús al servicio de Reino de Dios en la recolección de la cosecha, es decir, en la reunión para constituir el nuevo Pueblo de Dios. La finalidad para la que Jesús ha elegido a los discípulos es la misma para la que él ha sido enviado al mundo. Hay una especie de identidad entre el que envía y el que es enviado, entre Jesús y el discípulo. El contenido de la predicación de los discípulos es el mismo que el de Cristo: la penitencia y la venida del Reino. Jesús enseñaba con autoridad, y su predicación iba acompañada de poder, y por eso se admiraba la multitud: “¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen!” (Mc 1,27; Mt 7,29). También a los discípulos los envía a predicar el Reino de Dios con poder sobre las fuerzas del mal (Lc 10,9.19). Es un poder sin duda participado, pero que brota de la misma fuente que el de Jesús. Jesús es el enviado del Padre (Jn 3,34; 5,24; etc.). Los apóstoles y los discípulos son a su vez los enviados de Jesús (Jn 17,18; 20,21). Hay continuidad en la misión. Esto hace que el que recibe a los discípulos recibe al mismo Jesús, así como el que recibe a Jesús recibe al Padre (Mt 10,40; Lc 10,16; Jn 13,20). El apostolado de los discípulos tiene por modelo primario y fuente única el apostolado de Jesús. La identidad entre el que envía y el que es enviado -entre Jesús y el discípulo como entre el Padre y Jesús- es el principio básico para entender la esencia del apostolado cristiano. LA IGLESIA, FAMILIA DE JESÚS La comunidad de los discípulos es un grupo “simbólico” del designio de Dios sobre todos los hombres, que “pre-figura” a la Iglesia, familia de Jesús a lo largo de los tiempos, que en sus comunidades concretas está llamada a reproducir aquel modelo primario. El seguimiento de Jesús hoy también supone diversos estilos, según el llamado, el ministerio y el carisma: Un seguimiento en lo cotidiano del quehacer en el mundo, en la vida laical. Se fundamenta en el Bautismo, por el que Dios nos llama a ser sus hijos, hermanos en la gran familia de Jesús, y en la Confirmación, que vincula con más perfección a ella, y que enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esa forma compromete a irradiar el Reino de Dios con la palabra y con las obras como verdaderos testigos de Cristo. Un seguimiento que supone abandonar el proyecto personal de la profesión o de formar la propia familia, en el llamado a la entrega total por el Reino de Dios en:

− la vida consagrada, que imita a Jesús virgen, pobre y obediente mediante la profesión de los consejos evangélicos, y atrae la mirada hacia los misterios del Reino de Dios que ya actúa en la historia,

− la vida sacerdotal, estilo propio de seguimiento de Jesús Pastor, en la que algunos fieles, por el Orden Sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios,

− o la total dedicación a la extensión del Reino en una vida misionera, ya sea de laicos, consagrados o sacerdotes.

Pero para todos hay un llamado común a un seguimiento de discípulos en la familia de Jesús, en la adhesión total al Reino y sus exigencias, en la pobreza que

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dispone al don de Dios y en el espíritu de las bienaventuranzas, en el servicio a los hermanos y en la aceptación del camino de la cruz. “USTEDES SON SAL... LUZ... CIUDAD SOBRE EL MONTE...” (Mt 5,13-14) La Iglesia es para el mundo ¿Podemos reconocer a la familia de Jesús en nuestras comunidades parroquiales? ¿Son los grupos de nuestros movimientos e instituciones eclesiales verdaderas comunidades de discípulos? Si los comparamos con el ideal de “comunión” que nos muestra Jesús, ¿en qué tramo del camino estamos para alcanzarlo? ¿No nos hemos “mimetizado” muchos cristianos a los usos, pensamientos y costumbres de la sociedad mundana individualista y falta de trascendencia? Son preguntas que nos inquietan y nos llevan al fondo de la cuestión: ¿cómo hemos recibido el Reino de Dios? ¿Cómo quiere Jesús la Iglesia hoy? El “Sermón de la Montaña” (Mt 5-7) propone el comportamiento de los que quieren entrar en el Reino, en un programa de vida exigente y gozoso a la vez, que señala las bases de la nueva fraternidad, un nuevo estilo de vida que se funda en el amor llevado hasta las últimas consecuencias. En él, inmediatamente después de la proclamación de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos:

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,13-16).

El discipulado (toda la Iglesia, cada comunidad, cada cristiano) debe estar siempre dispuesto a sazonar el mundo, a preservarlo de la corrupción, a santificarlo delante de Dios. La Iglesia, por el solo hecho de existir, tiene la tarea de santificar el mundo restante (cf. 1 Pe 2,9). Ella es Iglesia para el mundo. Pero lo es no convirtiéndose en mundo, sino brillando por su propia identidad. Ésto indican las imágenes de la sal, la luz y la ciudad sobre el monte, y las mismas bienaventuranzas, que no proponen una comunidad “acomodaticia”. En contraste con el mundo La “ciudad situada en la cima de una montaña” nos puede sugerir a la Iglesia como una comunidad en “contraste” con los criterios de la sociedad actual, una presencia que es “signo” del plan de Dios para el mundo, de su designio de tener un “pueblo santo” en medio de él, que comience a realizar en sí lo que Dios quiere para todos los hombres: que sean sus hijos y que vivan como hermanos. En una sociedad donde la violencia y la voluntad de dominación se han instalado en el entramado social,

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las comunidades eclesiales, viviendo como “familia”, muestra la posibilidad de la fraternidad a la que los hombres aspiran.

“La Iglesia no es el lugar donde los hombres se "sienten" sino donde se "hacen" -real, profunda, ontológicamente- "Familia de Dios". Se convierten verdaderamente en hijos del Padre en Jesucristo (Cfr. 1 Jn. 3,1), quien les participa su vida por el poder del Espíritu, mediante el Bautismo. Esta gracia de la filiación divina es el gran tesoro que la Iglesia debe ofrecer a los hombres de nuestro continente. De la filiación en Cristo nace la fraternidad cristiana. El hombre moderno no ha logrado construir una fraternidad universal sobre la tierra, porque busca una fraternidad sin centro ni origen común. Ha olvidado que la única forma de ser hermanos es reconocer la procedencia de un mismo Padre” (Doc Puebla 240-241).

Si la Iglesia pierde su carácter de contraste, su sal se hará insípida, habrá apagado la luz y perderá su sentido. Los restantes hombres la despreciarán (será “pisada” como la sal insípida) y la sociedad no estará en condiciones de reconocer la presencia del Reino de Dios. ¿Era el diminuto círculo de los discípulos de Jesús la “ciudad sobre el monte”? Aunque los comienzos son humildes y poco espectaculares, la ciudad de Dios ha comenzado ya a resplandecer en ellos, y no puede permanecer oculta. También hoy no pasará inadvertido el resplandor de las comunidades que viven el seguimiento de Jesús. El Reino de Dios brilla no sólo en la actuación de Jesús sino también en la de sus discípulos y, desde luego, en la comunidad de los discípulos. El Reino de Dios tiene que estar presente ya ahora en la Iglesia y en las comunidades cristianas, de manera visible, palpable, experimentable, aunque no plenamente consumado. ¿Cómo podría venir la soberanía de Dios a la tierra si no fuera aceptada por personas que, en su inserción social, pudieran hacer patente la dimensión comunitaria del Reino de Dios? Como Jesús la reunió en el círculo de sus discípulos, la Iglesia (y cada comunidad cristiana) está llamada a ser familia de hermanos y hermanas que hacen la voluntad de Dios, procurando realizar en sí lo que Dios quiere para todos los hombres, para convertirse, por su estilo de vida, en sociedad de contraste, en luz y en sal para el mundo. LA IGLESIA: PUEBLO DE DIOS PARA LA SALVACIÓN DE TODOS ¿Cómo compaginar el mandato de misión universal que Jesús dio a sus discípulos, que pide identificación con la situación de cada pueblo, con la idea de la Iglesia como comunidad de contraste con el mundo? Las “comunidades de contraste”, ¿no corren el riesgo de convertirse en “sectas”? ¿no provocan una repelente mentalidad elitista? La razón de ser de la Iglesia es la realización del plan del Padre de congregar a los hombres en la unidad de la salvación. El propósito de Dios es santificar y salvar a los hombres no individualmente, como personas aisladas, sino constituyendo una comunidad, un “pueblo”:

“En todo tiempo y en todo pueblo son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. He 10,35). Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los

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hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” (LG 9).

Este “Pueblo de Dios” trasciende tiempos, razas y naciones y tiene por finalidad la dilatación del Reino de Dios ya comenzado en la tierra, hasta su consumación final. Este pueblo entra en la historia humana, se inserta en la vida de los pueblos, y marcha, entre la fidelidad y la debilidad, hacia la plenitud, teniendo como ley el mandato de amor de Cristo, animado desde dentro por el Espíritu. Es una comunidad de vida, caridad y verdad que, si bien no contiene a todos los hombres y aparece como “pequeño rebaño”, es el germen poderoso de esperanza, unidad y salvación para todo el género humano, instrumento de Cristo para la redención universal, enviado como “luz del mundo” y “sal de la tierra” (cf. LG 9). La elección de un “pueblo” no tiene por fin privilegiar a algunos, sino hacer de la comunidad la fuente y el factor de redención de muchos:

“La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno. Rebasando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las naciones” (LG 9).

NUEVAS COMUNIDADES DE DISCÍPULOS La misión universal (Mt 28,19-20) se concreta en el mandato de Jesús de “hacer discípulos” a todos los pueblos. En el proyecto de Jesús, esto pide hacer que crezca el número de las comunidades de discípulos en el mundo. A su vez, la orden de “enseñar a cumplir todo lo que yo les he mandado” pide que esas comunidades y esos discípulos vivan la forma de vida nueva del Reino de Dios: el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). La evangelización hoy tiene como tarea la edificación de la Iglesia en pequeñas “comunidades de discípulos”, como espacio de la soberanía de Dios, en las que el seguimiento de Cristo y el amor fraterno es ley de vida. Las comunidades de discípulos no son un “ghetto”, aisladas cultural y espiritualmente. Son comunidades que viven en el mundo pero intentan vivir otro estilo de vida frente a las estructuras de la sociedad alejadas de Dios. No se puede predicar a otros la conversión si no se vive en una comunidad que tome en serio la nueva sociedad del Reino de Dios. Las comunidades de discípulos están llamadas a realizar en sí, en pequeño, el plan de Dios: creyendo en la Palabra de Jesús, viviendo lo que ella propone, tratando de realizar al máximo de intensidad posible -aunque condicionada siempre por la contingencia de lo humano y lo temporal, y por la realidad del pecado de sus miembros- una comunidad de vida santa, de caridad y de verdad. Precisamente cuando la comunidad eclesial hace esto, la sociedad puede encontrar en ella un “signo” de la presencia de la salvación de Dios en el mundo. La comunidad de discípulos es así una comunión misionera, que irradia, difunde, expande en torno suyo el Reino de Dios. Es tarea decisiva de la Iglesia edificarse como comunidad de discípulos. Precisamente porque la Iglesia no es para sí sino para el mundo, no puede confundirse con el mundo, sino que debe conservar su propio rostro, vivir su identidad. Si la Iglesia pierde su perfil, su luz se apaga y permite que su sal se haga insípida, y no podrá cambiar la sociedad restante, y entonces serán inútiles toda

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actividad misionera y el más activo compromiso social. Aunque la “familia de Jesús” sea pequeña, lo que importa es que cumpla su tarea con corazón gozoso. Lo decisivo no es la dimensión de la comunidad sino su emplazamiento sobre el monte. Dios la ha constituido como “pueblo”, enriqueciéndola con los dones salvíficos de su “Reino”, para que resplandezca como señal de salvación entre los pueblos. Lo que hace de la Iglesia una comunidad divina que es luz y sal, no es una santidad conseguida por sus propios medios, no los esfuerzos y comportamientos morales, sino la acción de Dios que justifica a los pecadores, que acoge a los “pequeños”. No pensamos en una Iglesia libre de culpas, de divisiones, de conflictos, sin cruz ni dolor. Pensamos en una Iglesia que puede celebrar constantemente la Pascua porque muere con Cristo, pero también resucita con él. La Iglesia ha sido convocada por la Palabra de Jesús, santificada por su acción redentora en los sacramentos, constituida “familia” suya para la comunión de vida y el servicio misionero, pero tiene que realizar esta santidad con una vida adecuada. De lo contrario, se asemejará al mundo. NUESTRA PROPUESTA Recorrer un camino para alentar el discipulado de Jesús en las comunidades. Hacer que nuestras pequeñas comunidades eclesiales: parroquias, comunidades eclesiales de base, grupos de militancia de la Acción Católica, grupos de proyección evangelizadora, grupos misioneros, comunidades de movimientos y asociaciones eclesiales, sean verdaderas “comunidades de discípulos”, familia de Jesús. De allí la tarea permanente de integrarnos y formar nuevas comunidades para evangelizarnos y evangelizar. Para ello debemos mirarnos en el modelo de los Evangelios y los escritos apostólicos, y delinear juntos, a su luz y viendo la Tradición, el Magisterio y la vida de la Iglesia, el perfil de nuestras comunidades eclesiales.

TEXTOS CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 9 Nueva Alianza y nuevo Pueblo PABLO VI, Envangelii Nuntiandi, 13 Hacia una comunidad evangelizada y evangelizadora JUAN PABLO II, Redemptoris Missio, 50-51 Las "comunidades eclesiales de base", fuerza evangelizadora JUAN PABLO II, Christifideles Laici, 18-20 18. El misterio de la Iglesia-Comunión 19. El Concilio y la eclesiología de comunión 20. Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad

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Documento de Aparecida, cap. 4 La vocación de los discípulos misioneros a la santidad:

4.1. Llamados al seguimiento de Jesucristo 4.2. Configurados con el Maestro 4.3. Enviados a anunciar el Evangelio del Reino de vida 4.4. Animados por el Espíritu Santo

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EL SEGUIMIENTO DE JESÚS:

LA COMUNIDAD DE LOS DISCÍPULOS Propuesta para el trabajo en grupos: NUEVAS COMUNIDADES

1. Imaginar un grupo eclesial (grupo de militancia de Acción Católica, grupo misionero, o de un movimiento o asociación eclesial). ¿Cuáles son los rasgos que deberían caracterizarlo para que se pueda reconocer en él un nueva “comunidad de discípulos”, “familia de Jesús”?

2. Delinear juntos, a la luz del Evangelio, el perfil de las comunidades eclesiales.

3. Presentar en un papel “afiche” las notas distintivas señaladas.

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LA ORACIÓN DE JESÚS: “SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR”

CENÁCULO

4° Tema – Laico – Sábado, tarde

JESÚS, MAESTRO Y MODELO DE ORACIÓN Jesús ora En su vida completamente orientada hacia el Padre y profundamente unida a Él, Jesús es modelo de nuestra oración. Al proclamar el Reino de Dios, Jesús en realidad estaba anunciando la venida en medio de los hombres del Dios de los padres, de Moisés, de los profetas, el Dios de la omnipotencia y la misericordia que irrumpe en la historia y realiza la salvación, que establece su soberanía para crear una humanidad nueva. Pero la novedad de la noticia es que el Dios que viene a liberar a su pueblo es, ante todo, el Padre de Jesús de Nazaret. La vida y la predicación de Jesús, y en particular su oración, son un llamado de atención a los discípulos sobre la relación única que muestra tener con Dios, a quien llama Abbá, Padre. Jesús pasa mucho tiempo en oración. Con la oración prepara las acciones y decisiones más importantes de su vida. Con frecuencia los evangelistas señalan el lugar y el momento de la oración.

− “Mientras estaba orando” Jesús recibe el bautismo de Juan, lo unge el Espíritu y lo proclama el Padre como Hijo muy querido (Lc 3,21-22).

− Jesús ora y ayuna durante cuarenta días en el desierto antes de comenzar su ministerio público (Lc 4,1-2).

− Después de los comienzos de su ministerio en Cafarnaún y la elección de los primeros discípulos junto al mar, y cuando se dispone a ampliar su horizonte misionero a la región de Galilea, “por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó y fue a un lugar desierto, para orar” (Mc 1,35). El desierto, lugar de soledad y donde se vive la precariedad de la existencia, invita a poner la confianza sólo en Dios.

− “Se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (Lc 6,12-16) antes de elegir a los Doce entre sus discípulos. Como lo fue el Sinaí para Moisés, la montaña es lugar de encuentro con Dios.

− Después de la primera multiplicación de los panes y antes de calmar las agitadas aguas del lago de Galilea y realizar numerosas curaciones en la región de Genesaret, Jesús despidió a sus discípulos y a la multitud y “subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo” (Mt14,23).

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El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen oraba conforme a su corazón de hombre. La oración de Jesús: Abba, Padre Mateo ha recogido una de esas oraciones de Jesús, densas de significado y sumamente reveladoras:

“En esa oportunidad, Jesús dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Si, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (Mt 11,25-27).

Esta oración nos hace ver que el corazón de la experiencia de Jesús es su relación con el Padre, una intimidad de mutua comunicación plena. Jesús afirma que el Padre es el único que conoce al Hijo y que Él mismo tiene del Padre un conocimiento superior y único, que puede además comunicar. Esta declaración tiene una fuerza extrema. El Antiguo Testamento sabía que Dios es el único que conoce sus propios designios (Is 40,13; Job 28,23; 36,22-26). Ahora bien, Jesús en su oración manifiesta una intimidad única con el Padre en el sentido de un conocimiento total, que lo iguala al Padre. Más aún, esta oración nos muestra que Jesús ve su ministerio como la transmisión, la participación a otros, de esta intimidad de conocimiento del Padre, por medio de su revelación. Es fundamental subrayar la importancia de la forma aramea con que Jesús llama a Dios como Padre, Abbá, que aparece en el evangelio de Marcos (14,36) y en Pablo (Rom 8,15; Gal 4,6). Abbá significa Padre en un sentido de íntima y profunda familiaridad que no suprime el respeto a Dios; dice más bien gratitud absoluta, abandono total y confiado a su voluntad y, al mismo tiempo, una relación hecha de íntima comunión. El término está cargado de la novedad de la experiencia de Jesús. La segunda oración de Jesús recogida en los Evangelios la trae Juan, y es antes de la resurrección de Lázaro (Jn 11,41-42). La acción de gracias precede al acontecimiento: “Padre, te doy gracias porque me oíste”, lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: “Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”, lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere al Padre en comunión de confianza y amor. La oración de la “hora” de Jesús Cuando ha llegado su “hora”, Jesús eleva una intensa oración al Padre (Jn 17). Jesús da gracias al Padre porque ha llevado a cabo su misión y porque sus discípulos han creído. Ellos seguirán en el mundo, aunque no son del mundo, ni se guían por los criterios del mundo. En el centro de su oración, Jesús desea que el gozo y la alegría permanezcan siempre en los suyos (v.13). Jesús ora por los cristianos del futuro (por nosotros), para que se mantengan fieles a su mensaje.

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Esta oración, que la tradición cristiana llama “sacerdotal”, es la más larga transmitida por el Evangelio. La oración de la “Hora de Jesús” sigue presente en la Liturgia de la Iglesia. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” (Pascua) hacia el Padre, a quien glorifica con su entrega y por quien es glorificado por la resurrección.

“En esta oración pascual, sacrificial, todo está "recapitulado" en Él: Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en Él por su palabra, su humillación y su Gloria. Es la oración de la unidad” (Cat Igl. 2748).

En esta oración Jesús nos revela que la obediencia filial y la comunión indisociable de conocimiento y amor del Padre y del Hijo es el misterio mismo de la vida de oración. Cuando llega la hora de cumplir el plan amoroso del Padre, Jesús deja entrever la profundidad insondable de su plegaria filial al de entregarse libremente: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22.42). La obediencia filial al Padre y el amor a los pecadores se expresan hasta en sus últimas palabras en la Cruz, donde orar y entregarse son una sola cosa: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).; “Eloi, Eloi, lamá sabactani” (Mc 15,34); “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46), ese “fuerte grito” cuando expira entregando el espíritu. La oración de Jesús, en todo tiempo y en todo lugar, en las tentaciones y en las grandes decisiones, en el gozo y en el dolor, hasta la obediencia final, es nuestra escuela de oración. “SEÑOR, ENSEÑANOS A ORAR” (Lc 11,1) “En una oportunidad, Jesús estaba orando, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos” (Lc 11,1). Y Jesús les enseñó el Padre Nuestro. Con seguridad los discípulos habían orado muchas veces junto a Jesús con los Salmos, en el culto de la Sinagoga, o en la práctica de las oraciones ordinarias, como la bendición antes de las comidas. Lo que ahora piden los discípulos no es un nuevo método o nuevas fórmulas de oración, sino que les enseñe la experiencia profunda de sentirse hijos al dirigirse en la plegaria a Dios. En el Padre Nuestro Jesús nos enseña a llamar también nosotros a Dios con el nombre de Padre (Mt 6,9), mientras nos dice que ese Padre ve en lo secreto y da la recompensa (v. 4.6), sabe bien lo que sus hijos necesitan (v. 8.32), da el pan de cada día (v. 11), perdona los pecados (v. 14), cuida los pájaros y cuida sus hijos (v. 26). ¡Ésta es la novedad de la oración que enseña Jesús! En la oración del Padre Nuestro Jesús transmite a sus discípulos, a nosotros, el espíritu de filiación amorosa, obediente y piadosa que Él vive junto al Padre. Rezar el Padre Nuestro es orar según el modelo de la vida de Jesús, unida filialmente al Padre. Con el hecho de su oración, Jesús nos enseña que la actitud filial de

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obediencia y amor es el alma de la oración. El camino teologal de nuestra oración es su propia oración al Padre. “LLAMEN Y SE LES ABRIRÁ” (Mt 7,7) Los Evangelios nos transmiten enseñanzas explícitas de Jesús sobre la oración. “¡No sé cómo orar!”; “no tengo tiempo”; “Dios no me escucha”; “me distraigo mucho”… y otras excusas anteponemos a veces a nuestra relación con Dios. Jesús viene al encuentro de nuestra fragilidad o dejadez y, como un pedagogo, progresivamente, nos conduce al Padre mostrándonos los caminos de la oración. Dirigiéndose a las multitudes que le siguen, Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración por la Antigua Alianza y las prepara para la novedad del Reino que está viniendo. Después les revela en parábolas esta novedad. Por último, a sus discípulos que deberán ser a su vez, los maestros de la oración en su Iglesia, les hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo. ¿Cómo nos pide Jesús que sea nuestra oración? Interioridad. Jesús nos dice que debemos orar al Padre “en lo secreto” (Mt 6,6), no gastar muchas palabras, y nos pide la pureza del corazón y la búsqueda del Reino. Fe. Dios es quien primero busca al hombre. Cuando el corazón se decide a su encuentro, aprende a orar en la fe. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Nos pide que “busquemos” porque Él es el Camino, y que “llamemos” porque Él es la Puerta. Confianza filial. Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña la actitud confiada de los hijos: “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9,23), con una fe “que no duda”. Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6,6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8,26), y, por el contrario, se admira ante la “gran fe” del centurión romano y de la cananea. Amor. Cuanto más se ama a Dios, más se le quiere amar, Cuanto más se trata con Él, más ganas entran de tratarlo. Santa Teresa de Ávila entiende que orar es “tratar de amistad a solas con quien sabemos que nos ama”. Conversión. La oración de fe no consiste solamente en decir “Señor, Señor”, sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino. En el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en la reconciliación con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar, el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores. Vigilancia. En Jesús “el Reino de Dios está próximo”. En la oración, el discípulo recuerda al Señor en su primera venida en la humildad de la carne, y está atento al Señor que viene, en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la vida de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación (Lc 21,36). San Lucas nos ha transmitido tres parábolas principales sobre la oración:

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− La primera, “el amigo importuno” (Lc 11,5-13), invita a una oración insistente: “llamen y se les abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.

− La segunda, “la viuda importuna” (Lc 18, 1-8), está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin desanimarse, con la paciencia de la fe.

− La tercera parábola, “el fariseo y el publicano” (Lc 18,9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: “¡Kyrie eleison!”.

Por la resurrección Jesús ha vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre, ha sido constituido Señor, e intercede eternamente por nosotros. Lo que es nuevo ahora es “pedir en su Nombre”. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración que Jesús presenta eternamente al Padre en el Santuario celestial. La fe en Él introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con Él en el Padre, hasta permanecer la Trinidad en nosotros. “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Jn 14,24). Más todavía, lo que el Padre nos da cuando nuestra oración está unida a la de Jesús, es el mismo Espíritu Santo: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad” (Jn 14,16-17). En el Espíritu Santo, la oración cristiana es comunión de amor con el Padre, no solamente por medio de Cristo, sino también en Él: “Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre. Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta”. (Jn 16,24). LA ORACIÓN DEL DISCÍPULO

“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” (Santa Teresita del Niño Jesús).

Esta parte del desarrollo del tema será una invitación a la oración asidua y en cualquier lugar, personal y comunitaria, privada y litúrgica. El laico que exponga habrá preparado con el Asesor espiritual las orientaciones a dar conforme a aquello que se considere conveniente proponer. Por ejemplo, algunas de estas materias:

¿Cómo orar?

− La bendición y la adoración. − La oración de petición, de intercesión, de acción de gracias y de alabanza. − Las expresiones de la oración: la oración vocal, la meditación, la oración de

contemplación. − La oración litúrgica, la Eucaristía, la Liturgia de las Horas. − Lugares favorables para la oración.

Comunidades orantes

La oración en familia, en los grupos, en la comunidad parroquial…

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Plan personal para el crecimiento espiritual, de acuerdo a las propias posibilidades:

Santa Misa dominical y entre semana. Visita a Jesús presente en el sagrario. Tiempos de oración personal y lectura orante del Evangelio. Examen de conciencia diario. Reconciliación sacramental frecuente. Rezo del Rosario. Dirección espiritual. La exposición debe ser práctica, testimonial e invitando de un modo concreto a orar, con perseverancia, con confianza filial, pidiendo gracia para vencer las dificultades y las tentaciones que se presentan al momento de la oración.

La oración no es sólo un esfuerzo personal, sino ante todo un don de Dios que hay que pedir y al que hay que corresponder. Serenar nuestro interior cuando nos disponemos a la oración. Invocar al Espíritu Santo. Nuestra oración debe nutrirse siempre en la gracia con que el Espíritu Santo la precede, acompaña y sostiene. Orar como María. Orar al Padre siempre “por Cristo, con Él y en Él”.

TEXTOS Catecismo de la Iglesia Católica, Cuarta parte: La oración cristiana, n° 2598-2619

Jesús ora Jesús enseña a orar Jesús escucha la oración La oración de la Virgen María

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EL ENVÍO DE JESÚS: “SERÁN MIS TESTIGOS”

CENÁCULO

5° Tema – Asesor – Sábado, tarde

Jesús había proclamado: “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Él es el único Salvador de la humanidad, el único que puede revelar la intimidad y los designios de Dios, el único que puede conducir hacia la plenitud eterna. Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5-7). Su misión debe alcanzar a todos los hombres de todos los tiempos. Sin embargo Jesús no predicó sino en un pequeño país y su voz sólo se escuchó por poca gente durante tres años en el largo tiempo de la historia. Demasiado poco para la universalidad de la misión. Para traspasar con su mensaje y su obra salvífica las fronteras del espacio y del tiempo Jesús formó a sus discípulos y apóstoles. A ellos participó la misma misión que el Padre le había confiado. En la misma tarde de la Pascua, Jesús se aparece a ellos, atribulados por la muerte en cruz del Maestro y desconcertados por las noticias de su resurrección,

− les trae paz: “¡La paz esté con ustedes!”, − les confía la misión: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a

ustedes”, − y les otorga la fuerza de lo alto para el ministerio de la reconciliación de los

hombres con Dios: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,19-23). La misión apostólica se prolonga hoy en nosotros, cristianos de toda condición: laicos, consagrados, obispos, sacerdotes, diáconos. Hemos sido llamados a la tarea más maravillosa: trabajar en la “viña del Señor”.

“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos... No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn 15,8.16).

Veamos algunos aspectos de la Iglesia apostólica después de la Pascua que pueden iluminar la vida de nuestras comunidades de discípulos hoy. LA REUNIÓN DESPUÉS DE LA PASCUA El grupo de los discípulos se congregó de nuevo después de la Pascua y se constituyó en comunidad de Cristo con base en los sucesos que Dios había obrado: la resurrección de Jesús y la efusión del Espíritu. El encuentro de Jesús Resucitado con los Apóstoles concluye con el mandato misional:

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“Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20).

Es una tarea con dimensión universal. Se trata de hacer discípulos, del nacimiento de nuevas comunidades. Una certeza dada por el Señor sostendrá a los misioneros: en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar la misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús. El libro de los Hechos de los Apóstoles se refiere a los primeros años del cristianismo. Hay un claro sentido de continuidad: la vida de la Iglesia está íntimamente relacionada con lo que antecedió en vida de Jesús. Antes de la Ascención, Jesús Resucitado continúa hablando a sus discípulos acerca del Reino de Dios (He 1,1-7), y les promete el Espíritu para la misión que partiendo de Jerusalén se extienda por toda la tierra:

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (He 1,8).

De este modo, los comienzos de la Iglesia están vinculados al mismo Jesús, quien aparece en la escena al principio del libro, con lo cual él mismo presenta claramente lo que sigue. Pero la continuidad no sólo depende de Jesús. Personas que lo acompañaron durante su ministerio público: los Doce, alrededor de ciento veinte discípulos, las mujeres, su madre y parientes, reaparecen en los comienzos de la vida cristiana para asegurar la prolongación deseada por Jesús. Se llaman “hermanos” (He 1,15-16), sintiendo que la “familia de Jesús” continúa en ellos. Tras la Pascua el grupo se consolida, se estabiliza, se extiende. Después de la Ascención de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés (He 2,1-11). La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos, infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima (He 2,12-36). El Espíritu Santo les da la capacidad de testimoniar a Jesús con toda libertad.

“Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban” (Mc 16,20).

COMUNIDADES VIVAS La presencia del Espíritu Santo se manifiesta desde el principio en carismas y poderes extraordinarios, profecías, visiones, curaciones (He 5,12-16; Rom 15,17-19; 1 Cor 12,8-11.28). Los milagros en las comunidades no sólo son signos legitimadores de la predicación del Evangelio, sino señal de la presencia del Espíritu. Pero el verdadero “milagro” del Espíritu Santo se hace presente allí donde las comunidades cristianas se transforman en verdaderas comunidades.

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El autor del libro de los Hechos de los Apóstoles, luego de describir la venida del Espíritu Santo y el discurso de Pedro que explica aquel acontecimiento, prosigue:

“Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil. Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Un santo temor se apoderó de todos ellos, porque los Apóstoles realizaban muchos prodigios y signos. Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse” (He 2,41-47).

Con tan sencillas palabras se nos narra el nacimiento de la comunidad pascual: un reducido grupo de personas en Jerusalén que creen que Jesús ha vencido la muerte, que el Espíritu Santo ha descendido y que los pecados son perdonados. Y así, con esta gran simplicidad, se introdujo en el mundo la salvación. La comunidad de discípulos, gestada durante la vida pública de Jesús, fue dada a luz en Pentecostés. Conserva su fisonomía, pero ahora hay algo nuevo: se ha fortalecido en el Espíritu que la anima, crece, sale al encuentro del mundo. Los discípulos tienen conciencia de ser enviados. No predican por cuenta propia, ni por obedecer a los hombres, sino a Dios mismo (He 5,29). En la página transcrita del libro de los Hechos reconocemos ya los elementos constitutivos de la Iglesia de hoy: el pueblo, el bautismo, la doctrina, la fracción del pan, el temor o reverencia (inspirada por la certeza de la presencia y acción de Dios), el gobierno de los apóstoles, la ayuda mutua, la comunidad de bienes (que hoy día se practica de formas varias, desde las colectas hasta el voto de pobreza), la alegría, cierta confianza por parte de los extraños. La Iglesia de hoy tiene conciencia de ser un misterio de comunión misionera. La mirada al “ideal” de comunidad que nos presenta Lucas debe ser una tarea permanente de nuestras comunidades. A partir de Pentecostés, todo el libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta el testimonio de los discípulos acerca de Jesús, personificado especialmente en Pedro y Pablo, que se extiende de modo semejante entre judíos y gentiles. Comenzando en Jerusalén, la acción se traslada a través de Judea y Samaría, Asia Menor y Grecia, hasta finalizar en Roma, durante las tres primeras décadas del cristianismo (desde principios de los 30 hasta principios de los 60). Se multiplican las comunidades. La iglesia misionera se universaliza y se constituye unitariamente sobre el “fundamento de los apóstoles y Profetas”, congregando a todos los discípulos y comunidades en aquel edificio cuya piedra angular y cuya clave de bóveda es Cristo (cf. Ef 2,20). Los primeros pasos de la Iglesia, representados por Pedro y los Doce, se continúan en Pablo. Y para el período posterior a la desaparición de Pablo, el mismo ha elegido presbíteros en cada iglesia (He 14,23). Así se prevé la continuidad. Los Hechos ponen en un mismo nivel la historia de la proclamación del Reino por parte de Jesús, y la de Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, por parte de la Iglesia. Esto significa que la Buena Nueva no sólo se refiere a lo que Dios ha hecho en Jesús, sino a lo que él ha hecho en el Espíritu.

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COMUNIDADES QUE ANUNCIAN Y ESPERAN A JESÚS Si bien había sido el contenido del mensaje de Jesús, llama la atención que la Iglesia primitiva habla poco de la presencia del Reino de Dios. Su experiencia decisiva, en la que ella ha comprendido realmente la llegada de la salvación regalada por Dios, es la presencia del Espíritu. El Espíritu de Dios, prometido para el tiempo final, ha sido derramado ya, actúa en las comunidades en pluralidad de carismas. Jesús hablaba de la presencia del Reino de Dios. Los acontecimientos de la Pascua, la ausencia física de Jesús después de la Ascención y la experiencia de Pentecostés aportan una novedad en el mensaje anunciado. En la nueva situación de los discípulos, que han abandonado Galilea y se han reunido en Jerusalén, no es suficiente proclamar el Reino de Dios como lo hacía Jesús. Es necesario predicar, además, la muerte y la resurrección de Jesús como fundamento que hace posible la conversión. La Iglesia primitiva, que nace en Jerusalén, habla de:

− Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, constituido Señor y dador del Espíritu Santo: “kerygma” cristiano (cf. He 2,22-36).

− Llamado a la fe, la conversión y el bautismo, para obtener el perdón de los pecados y el don del Espíritu, en espera de la Manifestación gloriosa de Cristo (cf. He 3,19-21; 5,30-32).

− La presencia y acción del Espíritu que santifica y que va edificando la Iglesia por medio de la predicación de los Apóstoles, y que hace fructificar la Palabra de Dios en lugares cada vez más lejanos.

Las experiencias vividas después de la Pascua han traído un cambio de lenguaje. Pero la línea fundamental del mensaje de Jesús continúa: la salvación es algo ya presente, aunque su consumación se sitúe en el porvenir. El futuro de la salvación escatológica ha comenzado ya. Esta es la convicción profunda que debe animar la vida de las comunidades cristianas de todos los tiempos. Ésta es la realidad que hará que las nuestras sean comunidades de esperanza, siempre jóvenes:

El Espíritu Santo “hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17)”. (CONC. VAT. II, LG 4)

LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU Los Hechos nos muestran una presencia eclipsante del Espíritu en la vida de la Iglesia. Los apóstoles dieron testimonio de Jesús, pero el Espíritu era reconocido como el protagonista de la misión. La tarea de continuar la obra salvífica es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, es el Espíritu Santo quien actúa. Después de la resurrección y hasta el día de Pentecostés, bien fuera por su falta de entendimiento o de valentía, los apóstoles no habían proclamado públicamente lo que Dios había hecho en Jesús y por medio de Él. La venida del Espíritu Santo convierte el seguimiento de Jesús en un movimiento misionero. Él es fuego que ilumina en la fe y quema en ardor

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evangelizador, viento que empuja “hasta los confines de la tierra”. Él es quien guía en la elección de las personas a enviar y en los caminos de la misión, en las decisiones a tomar y en los medios para proclamar. Él al mismo tiempo actúa también en el corazón de los oyentes que reciben a los misioneros. Hoy en la espiritualidad cristiana se vive una nueva “efervescencia” del Espíritu. No se trata solo de una disponibilidad a su acción en una piedad individual. Se trata, sobre todo, de percibir su presencia en la comunidad, y, más aún, de dejarse impulsar por él en una mística misionera.

“La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A fines del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con toda nuestra energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: ‘Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio!’” (Redemptoris Missio, 1).

Algunos ejemplos nos muestran como todo paso esencial en la historia de la evangelización es dirigido por el Espíritu Santo. A su vez iluminan nuestra época, con la humanidad en movimiento y búsqueda, que exige un nuevo impulso en la actividad misionera de la Iglesia. - “Bautizados en el Espíritu Santo” en Pentecostés, a los apóstoles les fueron dados los carismas para hablar al pueblo, anunciando la salvación por Jesús, muerto, resucitado y constituido Señor y Mesías. (He 1,5-8; 2,33; 4,8). Este mismo don fue dado también a los demás hermanos en un “segundo Pentecostés”:

“Cuando terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios” (He 4,31).

Vemos que la comunidad orante es siempre el ámbito para la efusión del Espíritu. Como entonces, hoy debemos orar con esperanza y hacer que nuestros grupos sean comunidades de oración, para que el Espíritu Santo nos conceda la sabiduría, el ardor y la libertad para proclamar el Evangelio. - La recepción del Espíritu era (y es) el signo de la entrada en la comunidad de los creyentes de quienes son atraídos por la predicación (2,38; 8,15-17; 9,17; 15,8; 19,5-6). En nuestras comunidades debemos revalorizar el Bautismo y la Confirmación como acontecimientos del Espíritu Santo, y renovar nuestra capacidad de cordial acogida hacia quienes el mismo Espíritu incorpora a nuestra “familia”. La Iglesia debe abrir sus puertas y convertirse en la casa donde todos puedan entrar y sentirse a gusto, “casa y escuela de comunión”. - El Espíritu dirigía a los misioneros hacia los lugares de evangelización. Felipe fue movido a acercarse a un extranjero (8,29.29). En particular, dirigió a Pedro a la casa de Cornelio y guió detalladamente la admisión y bautismo de los primeros gentiles (10,44-48; 11,12.15). Pablo y Bernabé se sintieron empujados por el Espíritu hacia los paganos (13,2.4.46-48), les dio ímpetu para salir a una misión que convertiría comunidades enteras de gentiles.

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Nos llama la atención que siempre se trata de “salir” del ámbito religioso de la comunidad de Jerusalén, matriz del cristianismo, hacia nuevos horizontes de misión. Los misioneros, como niños crecidos que se desprenden de su madre, ahora viven su propia vida, llevando su fe a extraños para hacerlos hermanos. La docilidad y fidelidad al Espíritu nos hará salir de la “seguridad” de nuestros grupos, muchas veces recluidos en el ámbito parroquial. Será la obediencia al Espíritu la que nos hará descubrir que nuestros ambientes: la familia, los amigos, el trabajo, el barrio, el club, la cooperadora escolar, la asociación profesional, son “nuestros” campos de misión. Nos sucederá como a los apóstoles. Ellos fueron a un mundo pagano; nosotros somos llamados al testimonio, diálogo y anuncio en una sociedad secularizada. El encuentro no ocurrirá sin tensiones y conflictos, pero tenemos una certeza: el Espíritu Santo estará presente y operante en todo lugar. - Una de las decisiones básicas en la historia de los primeros cristianos fue el acuerdo de Pablo, Pedro y Santiago de admitir gentiles en la comunidad sin exigir la circuncisión. Esto se expresó diciendo: “El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables” (15,28). Creemos que el Espíritu Santo habita en la Iglesia como en un templo (1 Cor 3,16) y la guía hacia toda la Verdad (Jn 16,13). La fidelidad al Espíritu es también fidelidad a la Iglesia y a su Magisterio. Quien escucha a los Pastores, que tienen como deber consolidar la unidad de la fe y el servicio pastoral de la Iglesia, escucha a Cristo (Lc 10,16). COMUNIDADES MISIONERAS

Entrada en la comunidad La acción misionera tiene como fruto no adhesiones individuales aisladas (“creo a mi manera”; “no voy a la iglesia pero soy muy católico”), sino la formación de comunidades que participan de una misma fe, una misma esperanza, una misma caridad. Dijo Pablo VI:

“Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así, pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una comunidad que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida: la Iglesia, sacramento visible de la salvación. Pero a su vez, la entrada en la comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros signos que prolongan y despliegan el signo de la Iglesia. En el dinamismo de la evangelización, aquel que acoge el Evangelio como Palabra que salva lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta adhesión, por la gracia que confieren” (Evangelii Nuntiandi, 23).

Dinamismo misionero de las comunidades

La primera evangelización vuelve a darnos luz. La Iglesia, desde el comienzo, tomó una opción misionera. Un claro ejemplo de esta elección fue el abandono del arameo para sustituirlo por el griego. Fue una intuición genial que permitió una inserción de la levadura evangélica en plena masa humana en el mundo del Imperio. El griego era la lengua que podía hablarse en todas

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partes; jugaba el papel que hoy juega el inglés, permitía que se circulara y hacerse comprender en todas partes. Este método de inculturación misionera nos plantea el interrogante de si hoy comprendemos al mundo y dialogamos, desde nuestra identidad cristiana, con su cultura, para poder impregnarlos con la riqueza del anuncio de Cristo. Cuando dejamos de entendernos nos aislamos. Como dijo Pablo VI:

Se trata “de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad... Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y las culturas del hombre” (Evangelii Nuntiandi, 19-20).

Comunidades eclesiales en la Iglesia única

Por la predicación apostólica nacieron iglesias locales, en Antioquía y en Corinto, en Filipos y hasta en Roma. Todas están ligadas a la única Iglesia madre de Jerusalén. Las comunidades se van fundando, se organizan y se coordinan, conscientes de que más allá de su dispersión y de su diversidad, juntas forman la única Iglesia de Dios. Hacia fines del siglo II afirma Tertuliano: “Formamos un solo cuerpo por la conciencia que tenemos de una religión, la unidad de disciplina y el lazo de la esperanza” (Apol. 39,1). Existe una Iglesia, pero existen las iglesias, es decir, comunidades que se reúnen. Los grupos se congregaban en casas particulares para celebrar al Señor. La situación de los cristianos en una gran ciudad podía implicar que existiera un cierto número de casas-iglesia donde se juntasen alrededor de veinte o treinta personas. Algunas familias prestaban sus casas para que se convirtieran en centros de vida comunitaria. También eran punto de apoyo a los cristianos que se encontraban de camino. “Todos ustedes son hermanos” (Mt 23,8), había dicho Jesús, y esta realidad de “familia” continúa en la Iglesia. La hermandad de las comunidades del cristianismo primitivo se basa en la donación del Espíritu prometido por Cristo, porque la experiencia del Espíritu significa al mismo tiempo experiencia de la filiación divina (Rom 8,14-16; Gal 4,5-7). Y quién se sabe hijo amado de Dios es consciente, a su vez, de ser hermano. De allí que en las comunidades pascuales los discípulos comenzaron a llamarse hermanos (He 2,37), y también cristianos (He 11,26). El ideal presentado nos lleva a plantearnos cómo en nuestras grandes (o dispersas) comunidades parroquiales pueden darse grupos eclesiales menores, que descentralizan y articulan la parroquia, a la que permanecen siempre unidos, donde se viva una intensa vida comunitaria y una mayor presencia en el ambiente barrial. Estas comunidades serán fermento de vida cristiana, de atención a los últimos, de compromiso para la transformación de la sociedad. La misión nace de la comunión.

Misioneros laicos Cuando vemos la expansión de la primera Iglesia después de Pentecostés, con el crecimiento de la comunidad de Jerusalén y luego Judea, el mundo pagano... pensamos en el celo evangelizador y el arduo trabajo de los apóstoles. El primer impulso misionero de la Iglesia fue dado por ellos. Pero muy pronto éstos se rodearon de

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colaboradores, sin los cuales la tarea misionera no habría sido posible, hombres apostólicos como Bernabé, Juan Marcos, Lucas... ¡Cuántos nombres se acumulan en los relatos de los Hechos y en las cartas apostólicas! Pablo, en los saludos de sus cartas, reconoce y agradece el trabajo de muchos misioneros “laicos”, mujeres y hombres, en la propagación del Evangelio (ver, por ej. Rom 16,1-16). Nos interesa un testimonio que ilumina particularmente, el de los matrimonios misioneros:

Aquila, judío del Ponto y su mujer Prisca o Priscila (He 18,1-3. 18-19; 1 Cor 16,19; Rom 16,3-5; 2 Tim 4,19), trabajaron activamente en la misión y sus nombres siempre aparecen citados en forma conjunta. Pablo llega a decir que todas las comunidades cristianas venidas del paganismo deben estarles agradecidas, y los califica como sus colaboradores. Los repetidos saludos de Pablo permiten deducir el inmenso servicio que a las primitivas comunidades proporcionaron estos esposos. Andrónico y Junia (Rom 16,7; 1 Cor 15,6-7). Pablo los califica como “apóstoles insignes”. Misionaron con Pablo durante un tiempo, y, hechos prisioneros en algún momento junto con él, fueron sus compañeros de cárcel.

Recogiendo estos ejemplos del Nuevo Testamento, pensamos en la importancia del servicio evangelizador de los matrimonios y de las familias hoy. Si todo cristiano, catequista, misionero, ayuda con su vida y sus palabras a que otros descubran el tesoro inigualable del Reino de Dios, ¡cuánto más precioso será el testimonio de fe y caridad de la pequeña “Iglesia doméstica”, el matrimonio y la familia! Nos dice el Papa Juan Pablo II:

“La futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica. Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para transmitir la fe; para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios”. (Familiaris Consortio, 52)

Los ámbitos de la misión para los matrimonios los ofrece la misma comunidad parroquial:

− Comunidades de matrimonios donde se alimenta la espiritualidad familiar y se forman para la misión propia de padres, primeros e insustituibles educadores de sus hijos.

− Matrimonios que colaboran con la catequesis, en orden a la integración de mamás y papás en el itinerario eclesial de los más chicos y a su propia participación en la vida de la Iglesia. O ayudando en la pastoral juvenil, en “encuentros para novios”...

− Matrimonios que conciben y cooperan con el párroco los programas pastorales para la evangelización integral de la familia.

− Y también participan en la misión parroquial. ¡Pensemos en la fuerza de testimonio que tiene un matrimonio visitando las casas del barrio!

La imaginación pastoral, el celo evangelizador, la comunión con el párroco y demás comunidades y movimientos de la parroquia, permitirán descubrir mil campos más para la misión de los matrimonios. La Nueva Evangelización requiere hoy, como la primera, misioneros laicos, familias disponibles, hospitalarias, que entren en relación con otras familias, abiertas al servicio del Evangelio para que crezca la gran “comunión” del Reino de Dios.

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El amor, fuente y criterio de la misión La misión está atenta al desarrollo integral de la persona y de la sociedad. Dos ejemplos de la primera Iglesia nos lo muestran:

− La solidaridad con los pobres: desde el principio la comunidad de Jerusalén se preocupó de la distribución diaria de alimentos a las viudas. Para que la atención llegase a todas, instituyeron siete diáconos, “hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría” (He 6,1-6).

− La ayuda entre comunidades: en este sentido es altamente significativa la “colecta en favor de los santos de Jerusalén” (1 Cor 16,1). Los cristianos de Judea, excluidos de la Sinagoga, muy pronto tuvieron necesidad de ser socorridos (He 11, 29-30). Pablo organizó esta colecta entre los cristianos de Macedonia, y veía en ella la señal y la prenda de la unidad entre las Iglesias.

Para toda comunidad, el amor es la fuerza de la misión. Los pobres merecen una atención preferencial. La Iglesia está llamada a compartir con los pobres y oprimidos de todo tipo, es comunidad misionera y solidaria. La misión, tarea de todos Cuando los Apóstoles desaparecieron, las comunidades siguieron su obra. El patrimonio del Evangelio está ahora confiado a sus manos. La responsabilidad de anunciarlo descansa sobre la comunidad entera. Convertirse significa misionar, fe significa compartir. Si bien el carisma del apostolado propiamente correspondió a los que acompañaron a Jesús y fueron testigos de la resurrección, todos se sienten solidarios en la misión. El cristianismo cuenta con tantos apóstoles como fieles. La predicación se extiende por todas partes, por la actividad de gente desconocida. Los gérmenes de la fe se contagian de persona a persona, de boca a oreja, de esposa a marido, de amigo a amigo. Hay entre los cristianos quienes consagran su existencia a la evangelización, y la Iglesia entera debe trabajar y orar para que sean abundantes las respuestas a esta vocación. Pero al mismo tiempo, cada cristiano, cualquiera sea su condición, debe empeñarse en descubrir y ser fiel a la propia misión, para poder escuchar un día el llamado último de Jesús:

“Servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco... entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt 25,21).

PROYECCIÓN PASTORAL Nos hemos planteado la necesidad de hacer de cada una de nuestras comunidades parroquiales una “comunidad de comunidades y movimientos” que imiten el estilo de la comunidad de los discípulos de Jesús, integradas en una gran familia. Debemos proponernos ahora vivir el ardor misionero de la primera evangelización, con nueva expresión y nuevos métodos. Hacer que cada uno de nuestros grupos y comunidades sean verdaderamente misioneros, y que cada cristiano también lo sea en su propio ambiente. Vivir una espiritualidad de fidelidad al Espíritu Santo:

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“La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (Documento de Aparecida, 29).

TEXTOS CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 6 Las primeras comunidades cristianas en comunión con la Iglesia única, en el Espíritu, se reconocen a sí mismas como:

− “Iglesia de Dios” (1 Cor 15,9; Gal 1,13), es decir, “los que son convocados”, asamblea cultual, que celebra a Jesús como el “Señor”. Se tiene conciencia de ser convocados por el Espíritu santo.

− “Los Santos” (He 9,13; Rom 15,25), es decir, los que por el Espíritu Santo han sido insertados, mediante el bautismo, en la salvación traída por Jesús.

− Nuevo “Pueblo de Dios” (1 Pe 2,9-10), fundado en la Nueva Alianza que estableció Cristo en su sangre, al que se pertenece no ya por la raza sino por la fe, abierto a las naciones, compuesto de judíos y gentiles (Ef 2,14-18).

− “Plantación de Dios” (1 Cor 3,9). − “Edificio de Dios” (1 Cor 3,9). En este edificio Cristo es la piedra rechazada por

los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (He 4,11), fundamento sobre el cual construyen los Apóstoles. Este edificio se llama “casa de Dios” (cf. 1 Tim 3,15) en el que habita su “familia” (Ef 2,19).

− “Templo”, morada de Dios en el Espíritu (1 Cor 3,16; Ef 2,20-22). − “Cuerpo de Cristo” (Rom 12,4-5) al cual comunica su Espíritu (1 Cor 12,13), del

cual todos somos miembros con diversidad de funciones en unidad orgánica (v.14-27).

− “Esposa de Cristo”, amada y santificada por él (Ef 5,25-28). Documento de Aparecida

20-32: Los discípulos misioneros. 209-215: Los fieles laicos, discípulos y misioneros de Jesús, Luz del mundo.

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EL ENVÍO DE JESÚS: “SERÁN MIS TESTIGOS”

Propuesta para el trabajo en grupos: COMUNIDADES MISIONERAS Supongamos una diócesis que asume como línea pastoral prioritaria: “La misión permanente apuntando a la formación de pequeñas comunidades eclesiales”.

1. ¿Dónde estamos? Imaginemos en ella una parroquia de barrio, y hagamos una descripción de sus principales características actuales.

2. ¿Adónde queremos llegar? El párroco nos convoca para elaborar el proyecto de

un programa misionero para la parroquia que concrete en acciones la prioridad diocesana. Pensamos el modelo de parroquia que iluminará los pasos de la planificación y elaboramos ese proyecto proponiendo:

− Desafíos pastorales. − Programas y acciones concretas que respondan a esos desafíos.

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DARSE TODO: EL BUEN SAMARITANO

CENÁCULO

Meditación – Asesor – Domingo, oración de la mañana

“Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?». Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?». El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo». «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida». Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver". ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»” (Lc 10,25-37).

Los viejos Maestros de la Ley quisieron poner a prueba a Jesús, el joven y extraño Rabbí, no surgido de las tradicionales escuelas sino de la pobre y despreciada Nazaret. “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”, le preguntó en cierta ocasión un fariseo (Mt 22,35-36). “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”, requirió un doctor de la Ley (Lc 10,25). En ambos casos, la pregunta apunta a lo más profundo de la existencia. La respuesta es idéntica: el camino para la Vida eterna une el amor a Dios y el amor al prójimo, como perfección de lo indicado por la Ley.

− No hay amor a Dios sin la práctica de la misericordia. − De ello depende la salvación.

Y Jesús, con una parábola, señala la necesidad de llevar a la práctica el precepto, y el modo de hacerlo. El “Buen Samaritano” La parábola del Buen Samaritano es un autorretrato de Jesús. Jesús se hace “Samaritano”, el último, el rechazado, que se acerca al hombre malherido. Aquél hombre que encuentra medio muerto junto al camino es un extraño,

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pero no se para a preguntar de quién se trata, sino que actúa para salvarlo. Antes habían pasado un sacerdote y un levita, representantes de la purificación puramente cultual o ritual... y siguieron su camino (el culto, con detrimento del amor al prójimo, no puede salvar; cf Mt 5,23-24). Jesús es aquél que siendo el Hijo de Dios, “se conmovió” por el hombre caído (misericordia divina), “se acercó” (misterio de la Encarnación), “vendó sus heridas” (al costo de las suyas propias), “cubriéndolas con aceite y vino” (lo que continúa haciendo en la Iglesia por medio de los Sacramentos), “lo puso sobre su propia montura” (como la oveja sobre los hombros del Pastor), “lo condujo al albergue” (como la oveja al redil, el rescatado a la Iglesia), “y se encargó de cuidarlo” (“Yo estaré siempre con ustedes”). En Jesús encontramos el modelo perfecto del amor desinteresado y solidario hacia todo prójimo. El Samaritano debía suponer que el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó era un judío, y así el hecho de cuidarlo es un acto de amor al enemigo. Jesús no se limitó a predicar el precepto del amor, al estilo rabínico, sino que lo vivió hasta la entrega de la propia vida en favor de muchos (Mc 10,45), y no sólo de los “sanos”, los “justos”, sino de los “enfermos”, los “pecadores” (Lc 5,31-32). El Samaritano hace con el herido abandonado todo lo que el caso requiere. Con ello “ha cumplido”, de manera perfecta, el precepto del amor al prójimo. El doctor de la Ley había preguntado: “¿Y quién es mi prójimo?”. Jesús no responde a esta pregunta. No se trata de buscar teóricamente fuera de nosotros quién debe ser amado, sino de encontrar dentro nuestro la actitud de disponibilidad y servicio que nos hace ver en el otro la persona del prójimo. En la elección del samaritano como modelo de aquél que cumple de manera perfecta el precepto del amor, Jesús corrige la idea de “prójimo” como un círculo limitado. El prójimo se encuentra dondequiera que una persona puede recibir nuestra ayuda. El modo de actuar de Jesús por la humanidad caída, por ser amor salvador y revelación del amor divino, manifiesta que el amor al prójimo es más que un puro sentimiento o una actitud “humanitaria”. El amor al prójimo es imitación de la misericordia del Padre celestial (Lc 6,36) y la voluntad de servicio de los demás hasta la negación se sí mismo, como Jesús. El posadero El “dueño del albergue” es urgido a continuar la obra comenzada por el “samaritano”. Si en Jesús encontramos nuestro Salvador y modelo, nuestro “Buen Samaritano”, en el posadero podemos descubrir nuestra misión. A la Iglesia hemos sido llevados por Jesús, y en la Iglesia se nos confía el cuidado de nuestros hermanos: “Cuídalo”.

“Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor: «¿Dónde está tu hermano Abel?» «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gen 4,9). Sí, cada hombre es «guarda de su hermano», porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad”. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 19).

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Cuando el Señor en el albergue nos encarga seguir cuidando al prójimo herido, nos pide que, como Él lo hace con cada uno de nosotros, abramos nuestro corazón al pecador, al pobre, al débil, al enfermo, al abandonado, al excluido. Su tarea es nuestra tarea. “Cuida de tu hermano, aunque sea tu enemigo, aunque nada de él atraiga tu amistad, aunque no puedas esperar recibir nada a cambio, aunque sientas la tentación de seguir tu camino”. El discípulo de Jesús Para llevar adelante el encargo, hay que dar todo de uno mismo. Como al dueño del albergue, el Samaritano nos da los medios para la misión, los “dos denarios”, sus dones, y requiere nuestro esfuerzo. El gesto nos recuerda la entrega de los “talentos”, que hay que devolver multiplicados al Señor (Mt 25,14-30). Aquí se nos enseña que lo recibido hay que gastarlo para el bien del prójimo. Pero el Samaritano nos pide también que “gastemos de más”, que pongamos todo lo nuestro, sin medida. Cuando él vuelva, lo recompensará... si los primeros denarios se prodigaron en servicio. El amor de Jesús, Buen Samaritano, nos mueve a no pasar indiferentes junto a tantos “prójimos” caídos en la miseria material, corporal, anímica, espiritual que sumerge en el sin sentido de la vida. El Señor nos llama a encender el amor y hacer fructificar con generosidad los dones que hemos recibido cada uno para la extensión del Reino de Dios.

TEXTOS En verdad es justo darte gracias, y es deber nuestro alabarte, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, en todos los momentos y circunstancias de la vida, en la salud y en la enfermedad, en el sufrimiento y en el gozo, por tu servidor, Jesús, nuestro Redentor. Porque él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por este don de tu gracia, incluso cuando nos vemos sumergidos en la noche del dolor, vislumbramos la luz pascual en tu Hijo, muerto y resucitado. Por eso, unidos a los ángeles y a los santos, cantamos a una voz el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo... (Prefacio Común VIII)

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ORAR CON LA BIBLIA

Guía para la lectura meditada, contemplada y orante de la Biblia

Portada

ORAR CON LA BIBLIA

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Interior de la guía

LA LECTURA ORANTE DE LA BIBLIA ¿Cómo hacerla? Todo cristiano debe cimentar su fe en una práctica constante de la lectura de la Biblia. El contacto cotidiano con la Sagrada Escritura nos va abriendo la mente y el corazón al mensaje y a la voluntad de Dios. La lectura de la Palabra de Dios, la meditación y oración diaria, a solas y, si es posible, en comunidad va construyendo en nuestra vida esos cimientos sólidos de los que nos habla Jesús en la comparación de la casa edificada sobre roca (Mt 7,24-27). La lectura con otros, de a dos o como se pueda, en la familia o en los grupos, renueva la fe y ayuda a crecer. Si nuestra vida de fe la cimentamos sobre la Palabra de Dios, dará los frutos que el Señor espera de nosotros. Para transmitir el Evangelio a los demás primero hay que ser evangelizado, y este proceso no termina nunca pues siempre hay algo nuevo que Dios tiene para decimos.

***** Te proponemos un esquema que puede facilitar la lectura meditada, contemplada y orante de la Biblia en forma personal. Haz el propósito de dedicar 10 minutos a la lectura orante de la Biblia. Puedes seguir los textos de la liturgia de cada día

Algunas pistas: Lectura. Lee el texto un par de veces, sin prisa, con recogimiento, en silencio. ¿Qué dice? Trata de pensar en la época, los destinatarios, las circunstancias y estilo literario en que el texto fue escrito, para entender mejor el mensaje que contiene (es bueno leer las introducciones a los diferentes libros que traen la mayoría de las Biblias, así como las notas al pie de página). Imagina el ambiente de la escena, los personajes; escucha interiormente las voces de los diálogos. Medita lo leído. ¿Qué me dice? Intenta contestarte a la pregunta: ¿qué me quiere decir Dios en lo que he leído? Es el momento de contemplar, encontrando el sentido del texto y su relación con tu vida. Haz un rato de silencio interior (puedes cerrar los ojos, si te ayuda), intentando “escuchar” a Dios que te haba personalmente. . ¿Qué le digo a Dios? Deja que la Palabra haga brotar en ti la alabanza, la súplica y la acción de gracias como respuesta a Dios. Es el momento de orar desde la Palabra. ¿Qué puedo hacer? A la luz del texto, haz un compromiso concreto para vivir en el día. Ofrécelo en la oración.

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Contra portada

“Recuerda que desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien”.

(2 Tim 3,15-17)

(Puedes llevar esta hoja en tu Biblia)