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Con 19 años de edad (1883), el duranguense concluyó su Primera Sinfonía en Do menor,“Sagrada”, que fue estrenada apenas en 1988… 105 años después y a 81 de su muerte Por: Eduardo Contreras Soto Págs: 4 y 5 Julián Carrillo y Ricardo Castro: Dos Clásicos salvajes Comunicante Comunicante Comunicante VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015 SUPLEMENTO CULTURAL 56 La Ley de Herodes El escritor nacido en Guanajuato, el 22 de enero de 1928, ha sido objeto de una equivocación reiterada “de buena fe”. Es común que quien no haya leído su obra, repita la misma imprecisión Yukio Mishima: “estoy agotado” “Uno puede morir incluso a los 18 años. Sólo entonces se consigue la perfección”. El 25 de noviembre de 1970 el autor de"Confesiones de una máscara" realizó su “seppuku” Jorge Ibargüengoitia Págs. 6 y 7 P. Unamuno Pág. 8

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Julián Carrillo y Ricardo Castro: Dos Clásicos salvajes

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Con 19 años de edad (1883), el duranguense concluyó su Primera Sinfonía en Do menor,“Sagrada”, que fue estrenada apenas en 1988…

105 años después y a 81 de su muerte

Por: Eduardo Contreras Soto Págs: 4 y 5

Julián Carrillo y Ricardo Castro:Dos Clásicos salvajes

ComunicanteComunicanteComunicanteVIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015 SUPLEMENTO CULTURAL 56

La Ley de HerodesEl escritor nacido en Guanajuato,

el 22 de enero de 1928,ha sido objeto de una

equivocación reiterada “de buena fe”.

Es común que quien no haya leído su obra,

repita la misma imprecisión

Yukio Mishima: “estoy agotado”“Uno puede morir incluso a los 18 años.Sólo entonces se consigue la perfección”.El 25 de noviembre de 1970 el autor de"Confesiones de una máscara" realizó su “seppuku”

Jorge Ibargüengoitia Págs. 6 y 7 P. Unamuno Pág. 8

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VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015

Editor / Ricardo Bonilla Diseño / Grupo Editorial HADEC

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El 27 de noviembre de 1911 se eleva a precepto constitucional el principio de “No reelección”. El contexto en el cual se hizo la promulgación fue el de los más de 30 años de Porfirio Díaz en el poder. Sin embargo, en 1927 la Constitución fue reformada para permitir la reelección de Álvaro Obregón, que ya había sido presidente de México en el periodo 1920-1924. La reforma electoral permite ahora la reelección legislativa y de alcaldes.

Jorge Ibargüengoitia: La ley de Herodes

(Nació el 27 de noviembre de 1940).

“Vacía tu copa para que pueda ser llenada; quédate sin nada para ganar la totalidad”, Bruce Lee.

Es una lástima que Ibar-güengoitia haya muerto en un accidente aéreo en

España en 1983 (26 de noviem-bre): a todos los talentos se les llora su muerte, pero Ibargüen-goitia tenía todavía muchos años más por delante y nos hubiera alegrado –o al menos distraído- nuestros mexicanos días con su humor destructivo y liberador, al menos de tensiones.“La Ley de Herodes”, título to-mado de un dicho muy mexica-no, es una colección de cuentos

salpicados de escenas ridículas, irónicas, vergonzosas, diverti-das; todas humorísticas, con el humor negro que Ibargüengoi-tia le sabía poner a sus escritos.Son objeto de su burla, para empezar él mismo; después de él, todos los personajes que des-filan en estas demasiado pocas páginas. Hay agentes de la CIA, sacerdotes jesuitas, agentes de los jesuitas, notarios, mujeres, amigos, la madre del personaje: a ninguno respeta, a todos les encuentra el lado chusco de su

existencia. En algunos casos lo chusco empieza en el nombre (el arquitecto Boris Godunov, el señor Barajas Angélico, el no-tario Malancón), en otros lados es una mujer hermosa (“… lo que importa es que Blanca tenía unos muslos fenomenales…”), él mismo (“escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama…, creía que la fortuna iba a sonreírme. Esta-ba muy equivocado: la comedia no llegó a ser estrenada, las puertas de la fama, no sólo no

se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconoci-do…”). Todas las páginas están llenas de una extraña contem-plación de la vida, manifestada en forma de humor negro.Como nota final, la película homó-nima no está basada en este libro. Es un argumento magnífico, pero yo no encontré relación directa con el libro. Por cierto, la Ley de Hero-des es: “¡Te tocó la ley de Herodes, o te chingas o te jodes!”. (Joaquín Mortiz; Mundo Ancho y Ajeno).

Nomás por hablar de algo...La Efeméride

En el 1252, Alfonso X fue coronado Rey de Castilla. Desde su juventud mostró una inclinación notable por la cultura; su propia madre, Beatriz de Suabia, era una mujer de amplio conocimiento, nada común en su época. El mismo año en el que Alfonso, llamado El Sabio, subió al trono, hizo de su idioma el habla del reino. Por eso, el 1252 se conoce como el año en el que nació el castellano. Alfonso nació el 23 de noviembre de 1221.

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VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015

3SATÍN Y SEDA

La odisea de la blanca Navidad en un mundo globalizado

Nadia Bracho

“Oh, blanca Navidad llega, la, la, la…”, escucho de algún lugar de la casa, ¿o será de

mi cabeza?

Si creen que las pequeñas salieron al rescate de su

herencia, pueden seguir leyendo hasta el fin de la eternidad y no

va a pasar nada

Ahí estaba frente a frente, sopesando al enemigo, conociéndolo, midiendo, quizás encontrando un punto vulne-

rable para comenzar con esto, ¡y acabar!-Mamá, ¿ya vas a empezar a arreglar el

arbolito de Navidad? -me interrumpen de mis cavilaciones los niños que, observando mi con-centración, no saben qué pensar de una mamá, mirando perdidamente las ramas del pino.

Sí, en un momento comienzo. A pro-pósito, ¿qué les parece si les preparo unos huevitos con jam…

-¡No! -dijeron a coro los niños-. Quere-mos poner el arbolito. Todos mis amigos ya lo tienen menos yo –dice con reproche el más pequeño.

-¡¿Ah sí?! Y cuando decía que todos tus amigos se comían la sopa de zanahorias, tú siempre me respondías que eras diferente. Pues bien, yo soy diferente y esta Navidad solo voy a preparar ponches para las visitas -y con paso firme me alejo de la sala, dejando a los tres niños junto al “enemigo verde” que espera an-sioso de que le cuelguen una esferita.

“Oh, blanca Navidad llega, la, la, la…”, escucho en algún lugar de la casa, ¿o será de mi cabeza? ¡Es mi conciencia! Estoy se-gura que ella adornó ya todos sus dominios y quiere que yo haga lo mismo… Está bien. Y salgo con furia de la cocina.

-¡Rápido, bisturí! Es decir, una serie -me corrijo de inmediato frente a los niños y comienzo mi odisea de prender foquitos, cambiar foquitos, volver a prender foquitos, gritar que odio los foquitos… ¡ya prendieron los fo-quitos!, y ahora sí, a po-nerlos. Bien, repitan esta operación 35 mil 678 veces y, si no han enca-necido, pueden ver su obra terminada.

-Se ve hermoso -suspira uno.-¡Está padrísimo! -dice otra-¿Ya puedo poner mi carta? -pregunta el

mediano, que en las últimas 345 series estaba tirado en el tapete con la mirada perdida en el techo. Ya más animada, les pido que me pasen las esferas y con cuidado voy midien-do el lugar de cada una, haciendo conciencia

de que, si bien nos va, como para abril o mayo las voy a quitar (si es que no

echo primero una sábana encima del arbolito).-Pasen los arreglos que me hizo mi abuelita…-¿Cuáles? -preguntan confundidas las niñas

entre la cantidad de cajas y bolsas.-Los tamborcitos y soldaditos de madera

antiquísimos que tengo, con mucho cuidado, en una caja de algodón.

-¡Oh, oh…! -escucho en una esquina.-¡Cómo que “oh, oh…”! ¿Pues qué pasó?

-me apresuro a indagar.-Lo que pasa es que mi her-

mano los tomó y están dentro del ejército que está formando precisamente con los “Action Men” arriba en la recámara…

-¡Qué! ¡Es la herencia de la familia! Si no van a rescatar eso van a recibir astillas para cuando ustedes los hereden.

Si creen que las pequeñas salieron al rescate de su herencia, pueden seguir leyendo hasta el fin de la eternidad y no va a pasar nada. Una comenzó a observarse perfectamente una uña que, por lo visto, le estorbaba demasiado; la otra, simplemente cambió de hoja la revista y se perdió en la lectura.

-¡Si no van por eso inmediatamente les castigo los celulares desde este momen…! -no necesité terminar la frase. A veces estoy tenta-da a escribir un libro sobre psicología infantil

y sus aplicaciones en la catarinas del campo, o sea, nada que ver.

-Bien, ahora siguen las campanas, después las muñe-cas y, ¿qué es eso? ¿Son aba-nicos? También pásenme eso y esas figuras de animales pre-históricos y… parece que ya está listo.

-Mamá, aquí hay otra caja de esferas verdes -indica la niña al observar la que se había queda-do.

-Tíralas y rómpelas, yo no pongo una esfera más en este árbol -doy la orden tajante.

-Está bien, las guardo para el año que entra -me responde quitándome un enor-me peso de encima.

Los cuatro nos sentamos a admirar nuestra obra. El arbolito relucía de luces de colores (si 22 series son suficientes, claro está, ya que si me acercaba un poco al árbol

podía jurar que lo oía quejarse, debido al peso excesivo que tenía).

-¿Cuál es el tema de nuestro árbol? - pregunta una. Me quedo muda y comienzo a mirar con detalle, ¡efectivamente! ¡Eso es! ¡Cómo no lo había visto antes!

-Es de la “globalización”, tiene de todo y todo está revuelto, no sabes qué cosa perte-nece a quién y todos contentos…

-¡Podemos tomar una fotografía y subirla al face! -grita con entusiasmo el más pequeño.

-¡Claro que no! El único lugar donde pue-den publicarme mi arbolito es en la sección policiaca, si es que me va bien -me apresuro a aclarar-. No tiene estilo, le falta movimiento, elegancia, simetría y además me van a pre-guntar el porqué de los llaveros que están colgando atrás del árbol y no puedo decirles que fueron regalos de la tía Cleo y quiere ver-los esta Navidad que va a visitar la casa.

Callamos y nos perdemos en nuestras propias cavilaciones, suspirando al ritmo de los foquitos.

-¿Saben qué?- interrumpo el silencio “navideño”-. Es nuestro arbolito y ahora mismo no solo lo subiremos al face, también al pajarito azul, el wass y que el mundo se entere que somos desparpajados, que nos gusta la mantequilla de cacahuate con mermelada, que camina-mos en fila india cuando vamos al supermercado y que siempre lloramos en las películas de Navidad cuando maltratan a los renos.

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VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015

Julián Carrillo y Ricardo Castro: Dos Clásicos salvajesCon 19 años de edad (1883), el duranguense concluyó su Primera Sinfonía en Do menor, “Sagrada”, que fue estrenada apenas en 1988…

105 años después y a 81 de su muerte

Músicos de renombre internacional… desconocidos en tu tierra

Por Eduardo Contreras Soto

Acerca del carácter de los com-positores mexicanos de con-cierto de la época porfirista,

se piensa casi siempre que sus obras no comprenden mayores ambiciones que las de la pieza salonesca, o las de la ópera de estilo italiano. La información escasa o confusa sobre el periodo ha contribuido para que se desconozcan las diversas aportaciones en materia musical que se dieron durante los años de dictadura disfrazada de reelecciones.

En el crepúsculo de esa pax porfiriana dos compositores mexicanos vivieron algunos días de glorias sonoras en tierras europeas, creando composiciones para otros públicos que los connacionales y abriendo con ellas el panorama de posibilidades -en repertorio y en públicos- de que entonces disponían nues-tros músicos. Son ejemplares en muchos sentidos los estrenos de la Sinfonía no. 1 en re mayor de Julián Carrillo (1875-1965) en Leipzig en 1902, y de los dos Conciertos, el de piano y el de violonchelo, de Ricardo Castro (1864-1907), en Amberes en 1904.

El compositor mexicano de la segun-da mitad del siglo XIX enfrentó el dilema de expresar su inspiración a través de los medios entonces disponibles en el país, como la ópera, la iglesia o el salón, o bien crear nuevos medios para una sociedad que entonces no los tenía por habitua-les, como las sociedades de conciertos y las audiciones orquestales sinfónicas. Las actividades de la Sociedad de Conciertos del Conservatorio Nacional de Música, fundada en 1887, les estaban vedadas a los “fran-cesistas”, ya que esta Sociedad se apegaba a las tenden-cias “italianistas” entonces en poder del Conservatorio. El compositor que quisiera abordar, pues, formas de las llamadas “de desarrollo”, como la sinfonía o el concierto, no disponía de posibilidades inmediatas ni seguras en este medio: la devoción del público de la época se inclinaba contundentemente por la ópera, y por la de estilo italiano; al no darse la oportunidad de montar siquiera a Wagner, no había modo de abonar un campo que preparara al pú-blico a escuchar material armónico más desarrollado, así como estructuras sonoras más complejas.

Un primer atisbo de mejora de condiciones lo dio el pa-trocinio de José Ives Limantour, entonces recién llegado al mi-nisterio de Hacienda con la reelección de Díaz en 1892, para la constitución de una Sociedad Anónima de Conciertos que presentó por fin una temporada de cuatro conciertos más uno

de beneficio, con una orquesta sufragada por suscripto-res adinerados y dirigida sobre todo por Carlos Julio

Meneses (1863-1929). Ya era un signo positivo que el público que entonces podía pagarse un espectáculo deci-diera pagar una orquesta sinfónica -si bien para ello hizo falta el espal-darazo de un hombre del poder-; por añadidura, esta célebre tem-porada -que generó una polémica periodística entre Melesio Morales y Eduardo Gariel, este último defensor de los “francesistas” desde Saltillo- hizo

escuchar al público de México a autores entonces no tan conocidos, como Richard Wagner -tenido en-tonces como lo más moderno que se podía escuchar-, Anton Rubinstein, Edvard Grieg y Camille Saint-Saëns. Sin embargo, para mala fortuna de los sinfónicos, las actividades orquestales no lograron ocupar un lugar permanente en el favor del públi-co y los esfuerzos sinfonistas siguieron siendo intermitentes y esporádicos hasta 1928.

Varios compositores hicieron el viaje europeo, gracias a una posición social y económica acomodada o al favor gubernamental

que podía otorgar becas sabiendo pedirlas. Al-gunos trajeron de vuelta satisfacciones y ex-periencias, los más sólo el recuerdo y la nos-talgia. Entre los más satisfactorios debemos enlistar sin duda a Carrillo y a Castro.

La afortunada suma de sendos apoyos de la iniciativa privada y del gobierno le per-mitió a Ricardo Castro radicar en París entre

1903 y 1906, bajo el propósito oficial de estudiar los planes de estudio de los conservatorios europeos. Durante esa estancia Castro se ganó un lugar respetable como pianista y, sobre todo, como compositor. Llegaba precedido de la gloria alcanzada en su propio país, a diferencia de Carrillo, por la sencilla razón de que el pianista durangueño era once años mayor que el violinista po-tosino: Castro no viajó en plan de estudiante prometedor, llegó a los treinta y nueve años a Francia con una sólida experiencia de concertista que era fruto por igual de su educación conserva-toriana en México, para los orgullos localistas, que de su intensa actividad profesional, pionera en nuestro país.

Lo que Castro, con todo y su fama, no habría podido realizar en México, lo pudo hacer en Amberes: presentar dos obras sinfónicas de gran aliento, de muy distinto ca-rácter una frente a la otra.

El Concierto para piano parece balancearse en una zona intermedia entre las formas amplias de su género orquestal y la mejor música de salón, de ésa que evoca tiempos refinados y cortesanos; este balance tal vez se deba al breve desarrollo de sus temas y materiales sonoros, los cuales casi se mantienen en un estado expositivo y permiten la explotación de efectos

virtuosísticos para el solista. Las obras parecen haber gustado en Amberes, si

hemos de creer en los reportes difundidos en México; pero ni el regreso casi apoteótico de Castro, ni su inme-diata asunción directiva del Conservatorio Nacional de Música, parecen haber favorecido la ejecución de estas obras orquestales en su propia tierra.

Es una ironía que Carrillo y Castro no hubieran podido exponer al público de México los testimonios de sus recien-tes éxitos europeos por carecer de los medios adecuados y que, cuando se dispuso por fin de esos medios, como la Orquesta Sinfónica de México, ya los tiempos hubieran cambiado radicalmente en materia musical y los autores de las siguientes generaciones se interesaran muy poco en ejecutar las obras de sus antecesores, que no sólo eran sus antagonistas estéticos, sino que de ribete representaban la cultura del antiguo régimen por cuya destrucción se había luchado durante más de diez años.

Las composiciones de Carrillo y Castro no tuvieron público. Sus primeros escuchas no heredaron su apre-cio por ellas a sus hijos; al fin de cuentas eran obras de forasteros para europeos, y aun ahora no han obtenido un sitio entre nosotros. Los éxitos de Castro y Carrillo tal vez hayan contribuido a prestigiar una imagen cul-tural de nuestro país ante los ojos europeos, y sobre todo ante la casta del poder que patrocinó sus éxitos sonoros; una casta que, al fin y al cabo, no tuvo el me-nor interés en conocer lo que había entusiasmado de su propia cultura a otros públicos del mundo.

*El autor es musicólogo. Investigador del CENI-DIM. Publicado en nexos, octubre de 1996.

(Publicado originalmente en la revista nexos, octubre de 1996. Edición Comunicante).

Ricardo Castro murió el 28 de noviembre de 1907 en la Ciudad de México

La fortuna y el público estaban en otro lado, en Europa; Carrillo y Castro no tuvieron

público en su país

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VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015

Julián Carrillo y Ricardo Castro: Dos Clásicos salvajesCon 19 años de edad (1883), el duranguense concluyó su Primera Sinfonía en Do menor, “Sagrada”, que fue estrenada apenas en 1988…

105 años después y a 81 de su muerte

Músicos de renombre internacional… desconocidos en tu tierra

Por Eduardo Contreras Soto

virtuosísticos para el solista. Las obras parecen haber gustado en Amberes, si

hemos de creer en los reportes difundidos en México; pero ni el regreso casi apoteótico de Castro, ni su inme-diata asunción directiva del Conservatorio Nacional de Música, parecen haber favorecido la ejecución de estas obras orquestales en su propia tierra.

Es una ironía que Carrillo y Castro no hubieran podido exponer al público de México los testimonios de sus recien-tes éxitos europeos por carecer de los medios adecuados y que, cuando se dispuso por fin de esos medios, como la Orquesta Sinfónica de México, ya los tiempos hubieran cambiado radicalmente en materia musical y los autores de las siguientes generaciones se interesaran muy poco en ejecutar las obras de sus antecesores, que no sólo eran sus antagonistas estéticos, sino que de ribete representaban la cultura del antiguo régimen por cuya destrucción se había luchado durante más de diez años.

Las composiciones de Carrillo y Castro no tuvieron público. Sus primeros escuchas no heredaron su apre-cio por ellas a sus hijos; al fin de cuentas eran obras de forasteros para europeos, y aun ahora no han obtenido un sitio entre nosotros. Los éxitos de Castro y Carrillo tal vez hayan contribuido a prestigiar una imagen cul-tural de nuestro país ante los ojos europeos, y sobre todo ante la casta del poder que patrocinó sus éxitos sonoros; una casta que, al fin y al cabo, no tuvo el me-nor interés en conocer lo que había entusiasmado de su propia cultura a otros públicos del mundo.

*El autor es musicólogo. Investigador del CENI-DIM. Publicado en nexos, octubre de 1996.

(Publicado originalmente en la revista nexos, octubre de 1996. Edición Comunicante).

ESE GRAN DESCONOCIDO

¿Quién fue Ricardo Castro?

Su nombre completo: Ricardo Rafael de la Santísima Trinidad Castro Herrera.

Sus padres: Vicente Castro (diputado federal en la VIII Legislatura del Congreso de la Unión) y María de Jesús Herrera.

Nació: 7 de febrero de 1864, en la Hacienda de Santa Bárbara, Nazas, Dgo.

Murió: 28 de noviembre de 1907, en la Ciudad de México, con apenas 43 años de edad, a consecuencia de una pulmonía.

Virtuoso: a sus 13 años de edad fue inscrito en el Conservatorio Nacional de Música, programa de estudios que concluyó en solo cinco años, cuando este tomaba 10.

El dato: con 19 años de edad (1883), concluyó su Primera Sinfonía en Do menor, titulada “Sagrada” que fue estrenada apenas en 1988… 105 años después y a 81 de su muerte.

De él se decía: fue “el último romántico del Porfiriato”.

FUENTE: Wikipedia.

Ricardo Castro murió el 28 de noviembre de 1907 en la Ciudad de México

El Porfiriato amó la ópera y la música de salón, y se interesó muy poco por las

llamadas grandes formas

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La Ley de HerodesUna de esas reiteradas imprecisiones “de buena fe”

Por mucho tiempo se ha dicho que la película de Luis Estrada está basada en la obra del nacido en Guanajuato

Por Jorge Ibargüengoitia

El escritor nacido en Guanajuato, el 22 de enero de 1928, ha sido objeto de una equivocación re-

iterada “de buena fe”. Quien no ha leí-do su obra, pero se presume asiduo al cine mexicano, afirma sin más (con sus honrosas y notables excepciones) que la película dirigida por Luis Estrada, “La Ley de Herodes”, está basada en el libro de Ibargüengoitia. Pero no es así. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

Las películas que sí están basadas en los textos del guanajuatense que murió en un accidente aéreo el 26 de noviembre de 1983, son las siguientes: “Maten al león” (1977), dirigida por José “El Perro” Estrada; “Estas ruinas que ves” (1979), dirigida por Julián Pastor; “Maten al león” (1991), película para televisión dirigida por Jorge Alí Triana, y “Dos crímenes” (1995), dirigi-da por Roberto Sneider.

Y, de una vez para disipar todas las dudas, a continuación el cuento com-pleto. Al final se verá: le película de Luis Estrada y el texto de Jorge Ibar-güengoitia nada tienen que ver.

-----Sarita me sacó del fango, porque

antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.

No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Uni-dos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre

por el hombre, ni tampoco que

la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuan-do me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó. ¿Y qué? Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante…

La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.

No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que co-bra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicio-nó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tan-tos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones.

¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violen-cia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales).

Cuando estuvo guardada la primera muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para re-coger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en

un frasco se contempla con increduli-dad; es un líquido turbio (por

el sulfato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se depo-sita en pequeñas gotas en las pa-redes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesi-vas bolsas de pa-pel para evitar que alguna mirada pe-netrante adivinara su contenido.

Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atre-verme a tomar un ca-

mión, apre-tando contra mi corazón, como San Tarsicio Mo-derno, no la

Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia na-tural y es independiente de mi

concepto del hombre moderno). Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta difi-cultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desenca-jado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente ca-pitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la

“La ley de Herodes” se publicó en el

año 1967

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Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo en-tré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.

Desde el primer momento com-prendí que la intención del doctor Phil-brick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era inge-niero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, si-guió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que sa-len sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física v men-talmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuno mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se le-vantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubí-culos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me or-denó despóticamente: “Desvístase”. Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me gol-peó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las par-tes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un perga-mino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él

dos dedos. Yo lo miraba con mu-

cha desconfianza.—Hínquese sobre la mesa —me dijo.Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aque-

llos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me

enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamen-te “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el mo-mento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.

—Apoye los codos sobre la mesa.Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré

los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Des-pués, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase”.

Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con

Ibargüengoitia, un literato con

alto sentido crítico

“Me había doblegado ante el imperialismo

yanqui”

una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.

—Me metieron el dedo. Dos dedos.—¿Por dónde?—¿Por dónde crees, tonta?Fue una torpeza confesar semejan-

te cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Phil-brick con llamar a la policía si inten-taba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más

elementales del compañe-rismo, salió de allí y fue

a contarle a todo el mundo que yo me

había doblegado ante el imperia-lismo yanqui.

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VIERNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2015

Yukio Mishima: “estoy agotado”Noviembre 25 de 1970, fecha de su “seppuku”

“Uno puede morir incluso a los 18 años. Sólo entonces se consigue la perfección”

Por P. Unamuno

Si vivir una posguerra no es fácil para ningún país, la que sufrió Japón tras la derrota en la II Guerra Mundial

presentó un plus de impacto emocional. Dos bombas atómi-cas lanzadas sobre su territorio, la humilla-ción de ver por prime-ra vez en su historia al invasor en sus calles y, por último, el muy simbólico derrumbe del mito del empera-dor fueron heridas abiertas que tardaron décadas en sanar.

Actitudes como la de Yukio Mishima, defensor acérrimo de la figura imperial como auténtico dios vivo y de un milita-rismo de corte nacionalista y romántico, contribuían a exacerbar el malestar de aquellos japoneses que habían sufrido en carne propia el desastre de la guerra. Y el suicidio ritual del escritor, hace 45 años, volvió a sacudir a la sociedad japonesa por mucho que en 1970 la posguerra pa-reciera ya asunto zanjado.

Alianza Editorial publicó un libro que recoge por primera vez en español la úl-tima de las entrevistas concedidas por Mishima, apenas unos días antes de llevar

a cabo un harakiri largamente me-ditado y hasta anunciado por los

personajes de sus novelas desde hacía dos décadas.No menos de seis veces dice Mishima que está preparando

algo sonado. Las formulaciones varían según el momento de la conversación: “Espere y verá lo que hago”, “Me hallo al borde del

momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido”, “Estoy agota-do” son algunas de ellas. También: “Si verda-deramente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si simplemente flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira”.

El artista en busca de absolutos, nos-tálgico de un pasado glorioso, que ve en la adopción en su país de la democracia y del

modelo socioeconómico occidental una derrota degradante, in-troduce además el elemento esteticista tan hondamente arraiga-do en su ideario y en su obra. “Uno puede morir incluso a los 18 años. Sólo entonces se consigue la perfección. A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desga-rrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión”, dice al crítico.

En lo que concierne a la figura del em-perador, Mishima rechaza “frontalmente el anuncio de su conversión en ser humano -llamémoslo así- que realizó cuando acabó la guerra”. Su obsesión es que la institución imperial renazca según los ideales que él defiende, es decir, debidamente restituida a su condición divina. “El emperador es necesario como símbolo del absoluto” y que “el encuentro con el absoluto es (…) la muerte. No hay más”.

Algunas de sus afirmaciones resultan difíciles de digerir en días como los que vivimos. Perpetuo perseguidor de la pure-za, el escritor afirma odiar guerras como la de Vietnam, que se

libra todavía en el momento de la entre-vista, porque en ellas “se mata indiscrimi-nadamente, sin importar que se trata de mujeres o niños”. Hasta aquí bien, pero continúa: “Es sucio; y yo odio la suciedad. Pero cuando hablamos de un acto bello, aunque sea terrorista, yo lo apruebo. El ser humano tiene que ser fuerte”.

El 25 de noviembre de 1970, Yukio Mishima y otros cuatro miembros de la Tatenokai entran en el campamento Ichi-gaya de Tokio y atan al comandante a una silla después de cercar su despacho con barricadas. A continuación, Mishima arenga desde un balcón a los soldados para que se alcen en armas y devuelvan al emperador a la posición que merece.

Incapaz de hacerse oír, regresa al despacho y lleva a cabo su “seppuku” (decapitación). El soldado encargado del

final que prescribe el ritual no puede completar la tarea, que sí termina otro miembro del grupo. El marcial Mishima

sí había cumplido con su deber al com-poner su “jisei no ku”, el poema escrito por uno mismo cuando se acerca la hora de morir, antes de su entrada en el cam-pamento. (Publicado en El Mundo, 25 de noviembre de 2015).

“El emperador es necesario

como símbolo del absoluto; el encuentro con

el absoluto es la muerte.

No hay más”

Su novela “Confesiones de una máscara” le convirtió en una

celebridad a la edad de 24 años

“Amar es buscar y ser buscado al mismo tiempo”