remedio para melancolicos - planetadelibros · 2020. 11. 12. · jos de la orilla, no fuera que el...

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RAY BRADBURY RAY BRADBURY RAY RAY REMEDIO PARA MELANCÓLICOS BRADBURY BRADBURY

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  • 14mm 130 x 200 mm

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    www.edicionesminotauro.com

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    En esta colección de veintidós relatos, Ray Bradbury demuestra una vez más su maestría al crear personajes y situaciones con rápidas pinceladas y dar un giro fantástico a las situaciones más cotidianas: setas siniestras que crecen en el sótano; el primer encuentro de una familia con los marcianos; un traje maravilloso que cambia a todos los que lo visten; un gran artista dibujando en las arenas de la playa; el regalo de Navidad más maravilloso que puede tener un niño...

    Impresionantes y atemporales, sus relatos abarcan desde los confines más lejanos del espacio hasta lo más arraigado en las profundidades del corazón humano.

    (1920-2012) fue el autor de más de treinta libros, incluidos los clásicos Fahrenheit 451, Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, El vino del estío y La feria de las tinieblas, así como de cientos de relatos cortos que han sido traducidos a más de treinta idiomas. Escribió para teatro, cine y televisión, incluyendo el guion para Moby Dick, de John Huston, y el telefilm ganador de un Emmy El árbol de la noche de brujas, así como sesenta y cinco historias para The Ray Bradbury Theater. Recibió la medalla de la National Book Foundation por su distinguida contribución a las letras en EE.UU., una mención especial del premio Pulitzer de 2007, y otros muchos premios.

    Otros títulos de la Biblioteca Ray Bradbury

    Fahrenheit 451

    Crónicas marcianas

    El hombre ilustrado

    El árbol de las brujas

    Las doradas manzanas del sol

    La feria de las tinieblas

    Ahora y siempre

    Siempre nos quedará París

    Zen en el arte de escribir

    Diseño de colección e ilustración de cubierta: Opalworks BCN Fotografía del autor: ©Tony Hauser

    RAYRAYREMEDIO PARA MELANCÓLICOS

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  • RAYREMEDIO PARA MELANCÓLICOS

    BRADBURY

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  • Título de la edición original:A Medicine for Melancholy

    © 1959, renewed 1987 by Ray Bradbury© Traducción de Matilde Horne y Francisco Abelenda

    © Editorial Planeta, S. A., 1992Avda. Diagonal, 662-664, 7ª planta. 08034 Barcelona

    www.edicionesminotauro.comwww.planetadelibros.com

    Todos los derechos reservadosISBN: 978-84-450-0750-1

    Depósito legal: B. 7.216-2020

    Fotocomposición: Maria GarcíaImpreso en España

    Printed in Spain

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporacióna un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,

    mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de

    los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfcos) si necesita fotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra.

    Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

    El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

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    En una estación de buen tiempo

    George y Alice Smith bajaron del tren en Biarritz un mediodía de verano y antes que pasase una hora ya habían ido del hotel a la playa y se habían metido en el mar y habían salido a tostarse en la arena.

    Al ver a George Smith quemándose allí, tendi- do, abierto de brazos y piernas, uno hubiera pen- sado que era solo un turista que había sido traído en avión, fresco, congelado como una lechuga, y que pronto sería trasbordado. Pero aquí estaba un hom-bre que amaba el arte más que la vida misma.

    –Vaya... –suspiró George Smith.Otra onza de transpiración se le escurrió por el

    pecho. Evapora el agua corriente de Ohio, pensó, y luego bebe el mejor burdeos. Deposita en tu sangre rico sedimento francés, ¡y verás con ojos nativos!

    ¿Por qué? ¿Por qué comer, respirar, beber todo francés? Porque así, con el tiempo, empezaría a en-tender realmente el genio de un hombre.

    Se le movieron los labios, formando una pa- labra.

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    –¿George? –Su mujer asomó sobre él–. Sé lo que pensabas. Puedo leerte los labios.

    George Smith no se movió, esperando.– ¿Y?–Picasso –contestó Alice.George Smith se estremeció. Algún día ella apren-

    dería a pronunciar ese nombre.–Por favor –dijo Alice–. Descansa. Sé que oíste el

    rumor esta mañana, pero tendrías que verte los ojos..., ese tic otra vez. Bueno; Picasso está aquí, en la costa, a pocos kilómetros, visitando a unos amigos en una aldea de pescadores. Pero tienes que olvidarlo o te arruinarás las vacaciones.

    –Desearía no haber oído nunca ese rumor –con-fesó George Smith.

    –Si por lo menos te gustaran otros pintores –dijo Alice.

    ¿Otros? Sí, había otros. Podía desayunarse satis-factoriamente con las peras otoñales y las ciruelas de medianoche de las naturalezas muertas de Caravag-gio. Para el almuerzo; esos girasoles de Van Gogh, retorcidos, chorreando fuego, esas flores que un ciego podría leer pasando rápidamente los dedos chamuscados por la tela en llamas. ¿Pero el gran banquete? ¿Los cuadros que le reservaba a su pala-dar? Allí, cubriendo el horizonte como un Neptuno naciente, coronado de algas, alabastro y coral, y blandiendo pinceles como tridentes en los puños de uñas de cuerno, y con una cola de pez suficiente-mente grande como para derramar lloviznas de ve-rano sobre todo Gibraltar... ¿quién, sino el creador de Mujer delante de un espejo y Guernica?

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    –Alice –dijo George Smith pacientemente–, ¿có- mo explicártelo? Viniendo en el tren pensé: Señor, ¡es todo territorio de Picasso!

    Pero ¿era así realmente?, se preguntó. El cielo, la tierra, la gente, los ruborosos ladrillos rosados aquí, los balcones de espirales de hierro azul eléctrico allá, una mandolina madura como una fruta en las manos de mil huellas digitales de algún hombre, jirones de carteleras que volaban como confeti en los vientos nocturnos..., ¿cuánto era Picasso, cuánto George Smith que miraba fijamente alrededor con apasionados ojos picassianos? Renunció a una res-puesta. Aquel viejo había destilado trementinas y aceite de linaza tan enteramente a través de George Smith que los líquidos le habían modelado el ser, todo periodo azul a la caída de la tarde, todo perio-do rosa a la hora del alba.

    –He estado pensando –dijo George Smith en voz alta–, si ahorramos dinero...

    –Nunca tendremos cinco mil dólares.–Ya lo sé –repuso George serenamente–. Pero es

    hermoso pensar que podemos reunirlos un día. ¿No sería magnífico ir a verlo y decirle: «Pablo, ¡aquí tie-nes cinco mil! Danos el mar, la arena, aquel cielo, o cualquier cosa vieja que se te ocurra, y seremos fe- lices...»?

    Pasó un rato y Alice le tocó el brazo.–Será mejor, me parece, que te metas en el agua

    –dijo.–Sí –contestó él–. Será lo mejor.Un fuego blanco subió derramándose cuando

    George Smith cortó el agua.

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    Por la tarde, George Smith salió del mar y entró en el mar con los vastos y rebosantes movimientos de la gente ya sofocada, ya fresca, que al fin, al declinar el sol, con colores de langosta, de gallinas de Guinea y de pollos asados en los cuerpos, regresa trabajosa-mente a sus hoteles de pastel de bodas.

    La playa fue un desierto de innumerables kiló-metros y kilómetros. Solo quedaron dos personas. Una era George Smith, con la toalla al hombro, pre-parado para un último acto de devoción.

    Lejos en la costa otro hombre más bajo, cuadra-do de hombros, caminaba a solas en el día tranqui-lo. Estaba muy tostado, el sol le había teñido casi de color caoba la afeitada cabeza, y los ojos claros le brillaban como agua en la cara.

    El tablado de la playa estaba armado; pocos minu-tos más y los dos hombres se encontrarían. Otra vez el Destino arreglaba las escalas de los sobresaltos y las sor-presas, las partidas y las llegadas. Y entretanto los dos caminantes solitarios no pensaban un solo instante en coincidencias, en esa corriente sumergida que se de-mora junto al codo de un hombre en toda multitud en toda ciudad. Ni consideraban que si un hombre se atreve a sumergirse en esa corriente sale con una ma-ravilla en cada mano. Como la mayoría, se encogían de hombros ante tales locuras y se mantenían bien le-jos de la orilla, no fuera que el Destino los arrastrara.

    El desconocido estaba solo. Mirando alrededor vio su soledad, vio el agua de la hermosa bahía, vio el sol que se deslizaba por los últimos colores, y lue-go, volviéndose a medias, descubrió en la arena un pequeño objeto de madera. No era más que el del-

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    gado palito de un exquisito helado de limón, fundi-do hacía mucho tiempo. Sonriendo, recogió el pali-to. Con otra mirada alrededor, para confirmar su soledad, el hombre se agachó de nuevo, y sostenien-do suavemente el palito, con leves movimientos de la mano, se puso a hacer eso que sabía hacer mejor que ninguna otra cosa en el mundo.

    Se puso a dibujar increíbles figuras en la arena.Trazó una figura, y luego se adelantó, y todavía

    con los ojos bajos, totalmente fijos en su trabajo aho-ra, dibujó una segunda y una tercera figura, y luego una cuarta y una quinta y una sexta.

    George Smith venía imprimiendo sus pisadas en la línea de la costa y miraba aquí, miraba allá, y de pronto vio al hombre. George Smith, acercándose, vio que el hombre, muy quemado por el sol, estaba inclinado hacia delante. Más cerca aún, y ya se veía qué hacía el hombre. George Smith rio entre dien-tes. Por supuesto, por supuesto... Solo en la playa este hombre –¿de qué edad? ¿Sesenta y cinco? ¿Se-tenta?– hacía monigotes y garabatos. ¡Cómo volaba la arena! ¡Cómo los disparatados retratos se confun-dían en la playa! Cómo...

    George Smith dio otro paso y se detuvo, muy quieto.

    El desconocido dibujaba y dibujaba, y no parecía sentir que alguien estuviese detrás de él y del mun-do de sus dibujos en la arena. Estaba ahora tan pro-fundamente hechizado por su creación solitaria que si unas bombas de profundidad hubieran estallado en la bahía, la mano volante no se le hubiera deteni-do, ni él hubiese vuelto la cabeza.

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    George Smith miró la arena y después de un rato, mirando, se puso a temblar.

    Pues allí en la arena lisa había figuras de leones griegos y chivos mediterráneos y doncellas de carne de arena como polvo de oro y sátiros que tocaban cuernos tallados y niños que bailaban derramando flores a lo largo y ancho de la playa con corderos que brincaban detrás y músicos que se precipitaban hacia sus arpas y sus liras, y unicornios que llevaban a jóvenes a prados, bosques, templos en ruinas y vol-canes lejanos. A lo largo de la costa, en una línea ininterrumpida, la mano, el punzón de madera de este hombre que se inclinaba hacia delante, febril, goteando sudor, iba y venía en curvas y cintas, enla-zaba encima y arriba, dentro, fuera, hilvanaba, su- surraba, se detenía, se apresuraba luego como si esta móvil bacanal debiera florecer del todo antes que el mar apagara el sol. Veinte, treinta metros o más de ninfas y criadas y fuentes de verano manaron en desenredados jeroglíficos. Y a la luz moribunda la arena tenía un color de cobre fundido donde ahora se había grabado un mensaje que cualquier hombre de cualquier tiempo podría leer y saborear a lo largo de los años. Todo giraba y se posaba en su propio viento y su propia gravedad. Ahora los pies danzantes teñidos de sangre de uvas de las hijas de los viñateros exprimían vino, ahora mares humean-tes daban nacimiento a monstruos acuñados como monedas, mientras que cometas florecidas espar-cían perfume en nubes que se llevaba el viento... ahora... ahora...

    El artista se detuvo.

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    George Smith dio un paso atrás para apartarse.El artista alzó los ojos, sorprendido, pues no es-

    peraba encontrar a alguien tan cerca. Luego, inmó-vil, se quedó mirando alternativamente a George Smith y a sus propias creaciones, extendidas como pisadas ociosas camino abajo. Sonrió al fin y se enco-gió de hombros como diciendo: Mira lo que he he-cho, ¿has visto qué niño? Me perdonarás, ¿no es cierto? Un día u otro todos hacemos tonterías... ¿Tú también quizá? Así que permítele esto a un viejo loco, ¿eh? ¡Bien! ¡Bien!

    Pero George Smith no hacía más que mirar al hombrecito de piel oscurecida por el sol y ojos cla-ros y penetrantes, y al fin se dijo a sí mismo el nom-bre del viejo, una vez, en un susurro.

    Los dos hombres estuvieron así quizá otros cinco segundos. George Smith con los ojos clavados en el friso de arena, y el artista observando a George Smith con divertida curiosidad. George Smith abrió la boca, la cerró, alargó la mano, la recogió. Dio un paso adelante hacia los dibujos, dio un paso atrás. Luego se movió a lo largo de la línea de figuras como un hombre que contempla una preciosa serie de mármoles de alguna antigua ruina caídos en la cos-ta. No parpadeaba. La mano deseaba tocar, pero no se atrevía a tocar. George Smith quería correr, pero no corría.

    Miró de pronto hacia el hotel. ¡Corre, sí! ¡Corre! ¿Qué? ¿Traer una pala, cavar, excavar, salvar un pe-dazo de esta arena que se desmenuza demasiado? ¿Encontrar un albañil, arrastrarlo aquí deprisa con un poco de yeso para sacar un molde de un frágil

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    trozo? No, no. Tonto, tonto. ¿O...? Los ojos de Geor-ge Smith se volvieron chispeando hacia su ventana en el hotel. ¡La cámara! Rápido, tómala, tráela, y co-rre a lo largo de la costa, y clic, clic, y cambia la pelí-cula, y clic, hasta que...

    George Smith se volvió hacia el sol, que le ardió débilmente en la cara. Los ojos de George Smith fueron dos llamas pequeñas. El sol estaba hundién-dose en el mar, y mientras él miraba desapareció del todo en unos pocos segundos.

    El artista se había acercado y ahora contemplaba la cara de George Smith con mucha simpatía, como si estuviese leyéndole todos los pensamientos. Aho-ra asentía con breves movimientos de cabeza. Ahora el palito del helado se le había caído casualmente de los dedos. Ahora decía buenas noches, buenas noches. Ahora se iba, caminando playa abajo, hacia el sur.

    George Smith se quedó mirándolo. Pasó un mi-nuto, y luego hizo lo único que podía hacer. Partió del principio del fantástico friso de sátiros y faunos y doncellas que se bañaban en vino, y de unicornios, y de jóvenes flautistas. Y caminó lentamente por la playa. Hizo un largo camino mirando la bacanal que corría libremente. Y cuando llegó al fin de los ani-males y los hombres, se volvió y caminó de vuelta en la otra dirección con los ojos bajos como si hubiese perdido algo y no supiese bien dónde podía encon-trarlo. Siguió así hasta que no hubo más luz en el cielo o en la arena.

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    George Smith se sentó a cenar.–Llegas tarde –dijo su mujer–. Tuve que bajar

    sola. Estaba hambrienta.–No importa.–¿Nada interesante en tu paseo?–No.–Estás raro, George. ¿Te alejaste demasiado na-

    dando y casi te ahogas? Te lo veo en la cara. Te ale-jaste demasiado nadando, ¿no es cierto?

    –Sí –contestó George Smith.–Bueno –dijo Alice mirándolo con atención–. No

    vuelvas a hacerlo. Vamos, ¿qué te apetece comer?George Smith volvió la cabeza y cerró los ojos un

    momento:–Escucha.Alice escuchó.–No oigo nada –respondió.–¿No oyes nada?–No. ¿Qué es?–Solo la marea –dijo George Smith al cabo de un

    rato, sentado a la mesa, con los ojos todavía cerra-dos–. La marea que sube.

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