relatos para la sala de espera 2

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relatos producidos por odontólogos para lectura en la sala de espera de los consultorios

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relatopara laSala de Espera2

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2Relatos para la Sala de Espera 2© para esta edición ediciones abrelabios y

Asociación por la equidad en la Salud

El ocaso© Antonio Castaño SéiquerLeyendo espero© José María PastorEl cruce© Joaquín Doldán LemaEx libris et dentis© José María Llamas

Imágenes de portaday contraportada: © Peter Parker

Diseño de portaday diagramación: Wilson Javier Cardozo

Producción gráfica: Carlos Tomasso (0598-2) 513 2649

Impresión: Indice Sociedad de Responsabilidad Ltda. Gaboto 1384 – Telefax (0598-2) 408 5207 Montevideo – Uruguay

ISBN Nº 9974-649-12-9Hecho el depósito que marca la ley.

[email protected]. Bacigalupi 2091/15

11800 Montevideo – Uruguay(0598-2) 924 6723 – (0598-2) 575 3955

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Lo recaudado por concepto de ventade este libro se destinará a las actividades de la

Asociación por la equidad en la salud

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índice

Alifanfarón contra Pentapolìn(batas blancas, novelas negras)

Francisco Correal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

El ocasoAntonio Castaño Séiquer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Leyendo esperoJosé María Pastor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

El cruceJoaquín Doldán Lema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Ex libris et dentisChiquito Llamas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Alifanfarón contra Pentapolín(Batas blancas, novelas negras)

Horas antes de escribir estas líneas, en el último día del vera-no, terminé de leer Miguel Strogoff, esa maravillosa novela confinal feliz y siberiano de Julio Verne. Una de sus muchas lecturases que estamos ante todo un tratado de oftalmología: el correo delzar que perdió la vista ante un cuchillo de hierro candente aplica-do por uno de los esbirros del emir de los tártaros y la recuperópor el efecto que las lágrimas de la emoción de Strogoff al ver denuevo a su madre tuvieron en la córnea del intrépido mensajero.

De la misma forma, hay un tratado de odontología y está enmillones de hogares de todo el mundo. Me refiero a Don Quijotede la Mancha. Como en Miguel Strogoff, estamos ante una bata-lla entre Oriente y Occidente, aunque en esta ocasión nazca de laimaginación del hidalgo manchego, ilustre paisano del que suscri-be. Estamos en el capítulo XVIII de la novela más universal, enpuertas de su cuarto centenario. Sancho hace acopio de las cala-midades: la venta que su amo creía castillo, el manteamiento quesufrió a manos de "follones y malandrines" con la pasividad dedon Quijote, so pretexto de que las leyes de caballería "no con-sienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea". Noinjerencia, sí señor.

Don Quijote, para calmar la incredulidad y hartazgo de su es-cudero, le confía su deseo de adquirir la espada de Amadís deGaula y detrás "de una grande y espesa polvareda" ve la ocasiónpropicia para compensar tanto agravio. Ya es sabida la historia.Igual que los molinos eran gigantes, las dos manadas de ovejas y

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8carneros que recorrían la cañada real son en la mente de AlonsoQuijano dos temibles ejércitos a punto de librar simpar batalla.Uno lo encabeza el gran emperador Alifanfarón, señor de la islade Ceilán, temible pagano que está enamorado de la hija de suadversario, Pentapolín del Arremangado Brazo, rey de losgaramantas. Pentapolín no estaba dispuesto a ser suegro deAlifanfarón si éste no renegaba de "la ley de su falso profetaMahoma". Don Quijote va describiendo a los guerreros como sifuera un comentarista de hazañas bélicas. Cuando Sancho apreciael espanto del error, don Quijote saca del magín una frase que másde Cervantes parece de Stephen King: "Uno de los efectos delmiedo es turbar los sentidos". Oriente contra Occidente. Quijoteactual. Entre paréntesis, o sin él, la Unión Europea le acaba deponer nuevas trabas a Turquía para su integración por castigar eladulterio en su nuevo Código Penal.

Don Quijote apuesta por Pentapolín y el resultado de su enco-no contra Alifanfarón son siete ovejas muertas. Los pastores yganaderos, turbados por tanta locura, se convierten en guerrerosde verdad y propinan a don Quijote una paliza de cuidado. DonQuijote le dice a Sancho: "Llégate a mí y mira cuántas muelas ydientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ningunoen la boca". Sancho le dice que más valdría "para predicador quepara caballero andante", a lo que su amo responde que "nunca lalanza embotó la pluma", génesis del nombre del periódico en elque en 1974 inicié mi carrera de reporter tribulete: Lanza. Sanchole propone dejarse de aventuras y don Quijote insiste: "Dame acála mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes ymuelas me faltan deste lado derecho, de la quijada alta, que allísiento el dolor". La quijada del quijote Quijano. "¿Cuántas mue-las solía vuestra merced tener en esta parte?", le pregunta Sancho.

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relatos para la Sala de Espera 9"Cuatro, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas". En nota apie de página, el editor aclara que la cordal es la muela del juicio.Sancho duda de la información dental de su amo. "Mire vuestramerced bien lo que dice". Y don Quijote demuestra ser un exper-to: "Digo cuatro si no eran cinco, porque en toda mi vida me hansacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido deneguijón, ni de reuma alguna". Neguijón, insiste el editor a pie depágina, es una enfermedad que carcome y pone negros los dien-tes. En la parte de debajo de don Quijote, Sancho no encuentra"más de dos muelas y media"; en la de arriba, "ni media ni ningu-na, que toda está rasa como la palma de la mano". "¡Sin venturayo!", replica don Quijote en frase que debería figurar en el canonde la Odontología, "que más quisiera que me hubieran derribadoun brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber,Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y enmucho más se ha de estimar un diente que un diamante".

Y así amo y escudero entran en el capítulo XIX, en el que docesacerdotes llevan desde Baeza a Segovia el cadáver de un caballe-ro muerto de calenturas. Con esto estaría más que justificada laevocación del nexo entre Odontología y literatura, una variante delas fructíferas relaciones entre medicina y literatura que Proustconsidera por boca de uno de sus personajes, médico para másseñas, una especie de adulterio estético. El doctor Cottard hablaen el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido (el tituladoSodoma y Gomorra) de su colega el doctor Du Boulbon: "Peroése no es un médico. Hace medicina literaria, terapeútica de fanta-sía, charlatanismo". En el primer volumen, Por el camino deSwann, éste recibe una tarjeta de invitación a la Exposición deOdontología. "Puede entrar usted y las personas que le acompa-ñen, pero no dejan pasar perros".

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Gracias al doctor José María Llamas yo he conseguido recupe-rar el tiempo perdido. En el mes de julio de mi cuadragésimoséptimo verano volví a la infancia. En la consulta del doctor Ortizme extrajeron dos dientes de leche con los dorsales 53 y 63. Soymi propio hijo, bucle dental de una empanada mental. Antes decomentar impresiones concretas suscitadas por la lectura de estasegunda entrega de Relatos para la sala de Espera (para lafilmografía de los dentistas, una cita de Andrés Pajares en Tiovivoc.1950, última película de José Luis Garci: "Aquí tiene uno laimpresión de que está en la sala de espera de un dentista") quisierarealizar una discutible digresión sobre los puentes entre lo mentaly lo dental, bien explícitos en el paso de la cordura a la locura dedon Quijote sin dientes ni muelas.

Yo creo que lo de la doble personalidad no es un enunciadopsicológico, sino claramente fisiológico. Como los entrenadoresde fútbol que siempre tienen a dos hombres por puesto para cubrirlas emergencias y las largas campañas, cada órgano del cuerpohumano desempeña más de una tarea, no necesariamente correla-tivas ni consecuentes. Por no ser prolijo, la mano come y escribe(diablos, a veces pega, pero aquí hablamos de hombres buenos),el pito mea y procrea, el culo sienta y defeca, la cabeza piensa yremata (los futboleros somos cefalópodos: rematadores con lachorla en un deporte que se inventó para jugarlo con los pies), laboca, ay, la boca come y besa, la boca habla y silba, la boca canta,la boca calla, la boca reza, la boca come, la boca bebe. El delgusto es el menos unívoco de los sentidos, es el más polivalente,la boca-orquesta frente a ilustres solistas: el ojo, el oído, la nariz.En el caso de estos sentidos, su univocidad es equívoca: sabemosque no es lo mismo ver que mirar, no es lo mismo oír que escu-char ni oler que olfatear. Pero en estos casos, el cambio es

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relatos para la Sala de Espera 11intransitivo. Mi teoría es que lo que hace transitivas las tareas dela boca es esa guardia pretoriana de las piezas dentales. La bocamuerde, tiene dos puertas, como la calderoniana casa. Y de ahíque más que la pérdida del brazo (sin espada, claro) valorase donQuijote la de los dientes y muelas. Por cierto, otra de las misionesde la cabeza era antiguamente llevar sombrero.

Ha sido una gozada leer a los dentistas, odontólogos uortodoncistas. Saben mis amigos de citas raras una de mis favori-tas. Es de Nabokov, en su novela Pnin, en la que define la denta-dura postiza como un anfiteatro de gradas translúcidas. Cada rela-to me ha sugerido distintas cosas.

El doctor Castaño vuelve a unir en su relato, como hiciera en laprimera entrega (en el titulado Tenía que suceder), dos sumandosque le apasionan: América y la odontología. Muy hermoso el finalrepublicano del dentista personal de Alfonso XIII, el médico queluchó para que la Reina Regente declarase la ciencia dental carre-ra universitaria. Muere en el 34, año de la revolución de Asturias,y padece el síndrome del 98, la guerra que enfrentó a sus trespatrias: Cuba, su cuna; Estados Unidos, su formación; España(Cádiz y Madrid, su madurez). ¿Por qué le gusta tanto Cádiz a losdentistas? Recuerdo ahora que uno de los mayores especialistasen el Carnaval gaditano es un dentista de apellido italiano…

Leyendo espero es una muy divertida parodia de las salas deespera. Del dentista o de los aeropuertos con su estúpida liturgia.Me ha hecho gracia la mención a El largo adiós: es la novela deRaymond Chandler que leí en la clínica esperando que naciera mihija Andrea. Un préstamo literario de José María Llamas. Casisiempre leo algo en su sala de espera. Salvo el último Bloom's

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12day. Ese día oía, 16 de junio, oía por el pinganillo el España-Grecia en la Eurocopa de Portugal. Marcó España en un bar deLos Remedios y empató Grecia cuando volvíamos en el autobús.La visita al cuarto de baño es desternillante: dice Sábato que esprecisamente en ese espacio en el que colocan los letreros de Da-mas y Caballeros donde unas y otros pierden la condición de ta-les.

Joaquín Doldán viene del paisito, como llama a su Uruguayel poeta Mario Benedetti. Me fascinó El diente 22 de su primerrelato. Y ahora en El cruce nos ofrece una historia de encuentros.La prueba de que muchas veces la distancia es el olvido, la nece-sidad de olvidar cuanto antes el punto de partida. Tres continentesen una playa gaditana. Un americano y un africano en el abrazoeuropeo. Ese cosmopolitismo que Joyce describe en el monólogode Molly Bloom que cierra el Ulises. El relato plantea una ecua-ción geográfica: hay estrechos más anchos que el más ancho delos océanos. La ética de la patera: la prosperidad no asegura lajusticia, mandamiento del neoliberalismo, que no sólo muerde conla boca.

En cuanto a Ex Libris et Dentis, estamos ante un escritor quees nuevo en esta plaza. Pero no un novato. Nos cuenta que Newtonera una estrella y Leibniz un eclipse. Propone un universoangloindio propio de las historias de Kipling con la minuciosidadpuntillista de Javier Marías: asociaciones, campos magnéticos: deNewton a Pemberton, de Pemberton a Akenside (hijo de carnice-ro, como Shakespeare, según cuenta Joyce en el Ulises), deAkenside a Clive, de Clive a Malcolm de Poltalloch. El relatoarranca con dos diálogos de sendas películas del Oeste. La prime-ra, La última caza, la dirigió Richard Brooks, director de una de

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relatos para la Sala de Espera 13las mejores películas dentarias: Muerde la bala. Es la recomenda-ción que un médico de pacotilla le da a alguien que tiene un es-pantoso dolor de muelas. Batas blancas y novelas negras. LaGeorgia soviética de Stalin, el mordedor metido a sanguinario y laGeorgia americana de Doc Holliday, el dentista metido a pistole-ro. Es un relato sobre la mala salud de los buenos médicos. De losmalos dice Proust una maldad: ignoran que tres cuartas partes delas enfermedades las provoca la inteligencia, una enfermedad quedesconocen.

Entré en el juego asociativo de Chiquito Llamas en su relatoy me fui a la fecha en la que lo concluyó. 7 de julio de 2004. Esedía se cumplían quince años de mi boda en Triana con María José,la madre de mis hijas Andrea y Carmen, ahora mis hermanas ma-yores desde que me sacaron los dientes 53 y 63. El primer regaloque le hice cuando nos conocimos fue un cinturón de los hippies yun libro, El amigo americano, de Patricia Higsmith. Cuando leí lafecha recordé la novela, rebusqué por las estanterías hasta que dicon ella. Con el autógrafo que en la portada me estampó cuandolo vi en la plaza de toros de la Maestranza el actor Dennis Hopper,que aparece en un fotograma de la versión cinematográfica quedirigió Win Wenders; con la dedicatoria que le hice hace diecisie-te años: "Bienaventurados los que se conocen por casualidad por-que de ellos será el reino de los sueños". Firmado Paquiño (amigoa la americana). Mayo-87. Y el libro propiamente dicho. Su pri-mera frase: "El crimen perfecto no existe", de la conversación entreReeves y Tom Ripley. Éste no quería más follones cuando aquélle pide alguien capaz de cargarse a dos mafiosos italianos queestán de visita en Hamburgo. Ripley ya tuvo bastante con el ma-rrón de los bosques de Salzburgo, donde había aplastado el crá-neo del cadáver de un falso pintor "con la intención de esparcir y

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14ocultar los dientes superiores. La mandíbula se había desprendidofácilmente y Tom la había enterrado a cierta distancia del lugar dela incineración. Pero los dientes superiores… Uno de los ayudan-tes del forense había recogido unos cuantos, pero ningún dentistade Londres tenía ficha de los dientes de Derwatt, toda vez que éstehabía vivido en México los seis años anteriores a su muerte".

Encontré la cita dental, la transcribí, releí la dedicatoria, guardéel libro y recordé el desaguisado en la dentadura de don Quijotepara concluir sin pontificar: hay gente que pierde la dentadura dosveces. Pero las vidas postizas no se han inventado todavía.

Francisco Correal

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relatos para la Sala de Espera 17Antonio Castaño Séiquer

El ocaso

Madrid, 1934

Atardecía de forma lánguida, un día que había sido frío, concielos plomizos, con vientos que venían de la Sierra. La tarde fuede mucha actividad como casi todas las intensas jornadas de tra-bajo del doctor. Él jugueteaba con las pastas de un texto sobre“ortopedia maxilar” escrito por Dr. Warrets de la Universidad deChicago. Lo había intentado releer pero su agotada visión se resis-tía a captar esos borrosos párrafos que hacía tan poco tiempo (¡Ay,la vejez!) asimilaba con celeridad. Desgraciadamente, le fue me-nos dificultoso conseguir una de las más completas bibliotecassobre odontología del orbe que mantener la capacidad física parapoder seguir formándose con la ingente literatura científica quealmacenaba. Decidió descansar un poco. Nada mejor que seguirrecostado en su butacón preferido contemplando su vetusta, ele-gante y entrañable sala de lectura.

Se había quitado sus lentes de limitada operatividad y se dejóllevar por sus pensamientos. Ellos, casi siempre que se encontra-ba en soledad y con cierto grado de melancolía, se adentraban ensu niñez. Una infancia complicada, triste, llena de carencias y con-dicionada por la figura de un padre ausente. Hijo de una rela-ción no bendecida; sus primeros años están marcados por la luchadenodada de su madre por sacar adelante a sus hermanas y a él. Enla encrucijada de los siglos XIX y XX era muy difícil para un hijonatural tener un lugar digno en la sociedad cubana del momento.Por ello, su madre decidió emigrar. Nunca olvidará la llegada alpuerto de Cádiz, cansados, andrajosos, cargados de modestos baú-les con escasas pertenencias. Tenía pocos años pero ya se juramen-

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taba que tendría que escalar un puesto elevado en el entramadosocial y que en su triunfo tendría que arrastrar a sus allegados,familiares y amigos, para -con ellos- saborear todo lo alcanzado.

Se acercó Fermín, el fiel Fermín, quien tras treinta años deservicio en la Casa, era uno de los seres que mejor lo conocía, máslo quería, más lo admiraba y quizás quién más lo compadecíapues sólo él sabía de las frustraciones, soledades y añoranzas dealguien al que todos consideraban como el paradigma del éxitosocial. Fermín, siempre respetuoso, le propuso prepararle una in-fusión y no un café, ya que esto último se lo había proscrito el Dr.Jiménez Díaz, amigo y médico personal. Se lo agradeció, peroprefería no tomar nada. Quería estar solo, absorto en sus pensa-mientos. Le preguntó por Doña María y el mayordomo le contes-tó que hacía media hora que se había retirado a sus habitaciones.“¿Estaría haciendo uso de la licorera que tenía en su cómoda?” -sepreguntó.- “La verdad es que últimamente intenta compensar sutristeza vital con la ingesta excesiva de licor y eso me preocupasobremanera”.

Quizás, por esos inicios tan complejos, su madre mostró cele-ridad y a veces ansiedad por complementar la formación de suhijo. Tras una estadía en una Academia Militar le envió a Filadelfiaa formarse como Cirujano-Dentista. Cuántos sacrificios, cuántossinsabores para alcanzar el título de Doctor Dental Surgery. Siem-pre le estará agradecido y honrará la memoria del Dr. Tinker, sumentor, su padre científico y algo más en su periodo norteameri-cano.

Siguió adentrándose en su pasado, entre cabezada y cabezada,y llega a un periodo más feliz, más ilusionante. Sus primeros añosde ejercicio profesional en Cádiz. Con tan sólo diecisiete añosconsiguió que lo mejor de la sociedad gaditana del momento acu-

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diese a su gabinete dental. Creó la revista “La Odontología”. Fueconcejal del Ayuntamiento. En su boca aparece un rictus de sonri-sa. No se debe a sus éxitos odontológicos y sociales de entonces.Lo determina el recuerdo lujurioso de aquellas noches de amoresprohibidos en las tascas del puerto, entre manzanillas, mujeres ycantes por bulerías. Lo determina la nostalgia de un tiempo quenunca volverá.

Se le apetece un vino de Jérez, puede que debido a la añoranzade su juventud en el Sur, y se lo pide a Fermín. En Cádiz llegó aestar muy enamorado de una dama de la localidad, la señoritaMaria Benvenutti; se sintió cómodo, querido y admirado peroconsideró que sus miras estaban en la capital del Reino y hacía allímarchó.

Ya en Madrid , el hecho de ser captado como colaborador porel Dr. Highlands supuso para él un motivo de gran alegría. No envano se trataba de uno de los dentistas más afamados de la Cortee incluso atendía a la Casa Real.

La historia de los pueblos cuando se confronta con las histo-rias individuales producen unas paradojas que difícilmente fantaseael más imaginario de los autores literarios. España, su patria, seenfrentó en armas a su patria académica y profesional, los EstadosUnidos, por salvaguardar la tierra que le vio nacer, Cuba. Y estaconflagración, de tan terribles consecuencias para la nación espa-ñola, supuso para él y, por lo tanto, para la odontología nacional,el avance definitivo.

¿Por qué? Pues bien, el sentimiento “antiyanki” que predomi-nó en España, desencadenó la decisión del Dr. Higlands de aban-donar la península ibérica y, por ello, el Dr. Aguilar se hizo cargode su clientela, incluida la Familia Real. Esta relación con la augustaCasa le permitió el impulso definitivo para hacer de la dentistería

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una disciplina universitaria.Recordando el 1901, se preguntaba a sí mismo si el esfuerzo

ímprobo que realizó lo hizo en beneficio personal o por la profe-sión. Y, en un ejercicio de sinceridad, circunstancia que sólo apli-caba cuando hablaba con su mejor amigo (él mismo) pensó que apartes iguales. Sin su labor de concienciación de la Reina Regen-te, sin su presión constante, la odontología hubiera tardado déca-das en acceder al ámbito universitario. Lógico era, pues, que él sebeneficiase de esos logros. Las acciones de los Carol, Losada,Portuondo... hubiesen sido estériles sin la habilidad política de D.Florestán. Capacidad política que se sustentaba en una fe indes-tructible en el magno proyecto defendido: incorporar el arte den-tal al mundo universitario.

Releyendo mentalmente los hechos de aquellos días, grabadosen su mente, pensaba que nada hubiese sido posible si él no guar-dara en sus alforjas, ya en aquellos años, tantas experiencias fami-liares, sociales y vitales. Sin su infancia difícil, sin la amplitud demiras que le dio su período americano, seguramente no hubiesetenido el impulso para provocar la radical metamorfosis del pano-rama odontológico nacional. Era de los que pensaban que lo con-seguido ahí queda, que a los hombres se les valora por lo realiza-do más que por lo prometido y mentalmente le hacía un guiño aldestino pues estaba convencido que la Historia, tras el pronto díade su marcha, haría justicia con su obra y con él.

Eran tiempos complicados, eran tiempos de dificultad. La Re-pública no le quería. Le habían sustituido como Director de laEscuela. Estaba muy marcado por su estrecha amistad con Alfon-so XIII. Y, sobre todo, estaba y se sentía viejo, acabado.

Tenía la sensación de que los honores recibidos recientemente(Académico de la Real Academia de Medicina y Doctor Honoris

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Causa por la Universidad de Pensylvania) obedecían a una reco-lección lógica de lo realizado en tiempos pretéritos más que a unavaloración actual de su obra y su figura. Pensaba que su tiempo yapasó y que tenía que agradecer al Ser Supremo haber vivido tantoy en tan poco tiempo, pues no era tan anciano como su decrepitudfísica le hacía parecer.

La política... Él, un animal político “per se”, tenía sus grandesdudas, sus cimentadas fobias, sobre el futuro inmediato de la na-ción. Un país fragmentado entre derechas e izquierdas, entre mo-nárquicos y republicanos, entre católicos y anticlericales.

Demasiados odios, demasiadas desigualdades, demasiado atra-so. D. Florestán sentía en lo más profundo de su ser que Españahabía perdido demasiado tiempo lamiéndose viejas heridas, disi-mulando sus complejos ante las potencias extranjeras, buscandosu definitiva ubicación en la historia y en el futuro.

Nación de paradojas. Él, un hijo natural, un sacamuelas distin-guido, era uno de los pocos amigos y consejeros del Rey AlfonsoXIII, máximo exponente de una monarquía de quinientos años.Él, que pasó hambre en aquellos barcos que buscaban la dignidaden ultramar, orientó durante años al Rey de las Españas, Rey delas Dos Sicilias, Rey de Jerusalén, Señor de Vizcaya y otros cin-cuenta títulos más. Convertido en Vizconde de Casa Aguilar pordecisión personal del monarca, fue un auténtico amigo de aquelRey que vivía rodeado de cortesanos, aristócratas, políticos, fi-nancieros y militares en los que poco confiaba.

Sus viajes, llenos de componentes científicos, corporativos ypolíticos, le crearon una visión internacionalista de progreso ci-mentada en el desarrollo de la educación y de la cultura de lospueblos. Su concepción del mundo se acercaba a la de la masone-ría, movimiento con el que tuvo un estrecho acercamiento durante

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su periodo académico en los Estados Unidos. Florestán recordabaaquella noche en que le había ofrecido al monarca el apoyo de lasdistintas logias y, a través de ellas, el mantenimiento del ordeninstitucional por las potencias occidentales. “Majestad, sus parien-tes de las Casas Reales europeas le apoyarían a cambio de unaapuesta manifiesta por la monarquía parlamentaria que impera enesas naciones”, le repetía, y el Jefe de Estado dudaba al no tenerclaro su papel y el de la Corona frente a las dos Españas que, díaa día, se distanciaban más y más. Su confianza con el monarca eratan marcada que incluso se permitía reprocharle modos de actua-ción. Recordaba una tarde de agosto en Santander, con motivo deun torneo en la Real Sociedad de Lawn-Tennis. El Rey jugó paracelebrar su cuadragésimo cumpleaños. Al finalizar, paseando porla Península de la Magdalena, se atrevió a decirle: “Señor, deberíadedicar más tiempo al pueblo, a los obreros, a los olvidados”. Yprosiguió: “Las clases altas están mayoritariamente con la monar-quía pero el Jefe del Estado es de todos y la Patria tiene muchosproblemas”. Alfonso XIII le escuchó atentamente y le respondió:“Aguilar, ojalá contase con varias decenas de hombres como us-ted para llevar el barco de la nación española con buen rumbo”.

Y llegó el día que no pudo aconsejarle más, pues el Rey aban-donó España. Y él tuvo que convertirse en el transmisor de lanecesidad de esa marcha, según el criterio de los miembros delgobierno. El trago amargo sólo podía ser para ese buen amigo yservidor, el Doctor Aguilar. El Conde de Romanones le llamó y lerogó que dijese al Rey lo que pensaban los ministros sobre el tema.“Nadie mejor que usted, Aguilar. En pocas personas confía comoen usted”. Y tras recibir el encargo asumió su papel de amigo lealy habló con Alfonso XIII.

Pensaba que le estaba agradecido a la vida por tanto que le

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había ofrecido. Decenas de viajes a América y a toda Europa.Presidente de la Federación Dentaria Internacional. Padre de laOdontología española. Había tenido una mujer excepcional. Sucargo, su estela y su personalidad le habían permitido tener ami-gos, poder, posesiones, amantes y vivencias. “Sí, realmente eramucho lo vivido, lo sentido, lo alcanzado”.

Cuando repasa el tren vertiginoso e imparable que había sidosu existencia sentía que ciertos retos no habían sido conseguidos.La paternidad, el reconocimiento por un sector de la profesión yla superación de un sentimiento de orfandad que siempre le acom-pañó...

El silencio de la madrugada domina el entorno y transmite unhalo de recogimiento y serenidad que invita a la reflexión. D.Florestán se levantó y, atravesando los largos pasillos de su man-sión, se asomó a la estancia de su esposa. Le vio un increíble pare-cido con su madre, Doña Aurora, en sus últimos años. Por unmomento pensó que quizás toda su vida había girado sobre dosmujeres: María Iruretagoyena, su compañera, su bastón, su refu-gio y su impulsora; Aurora, su madre, quien siempre supo queFlorentino, su verdadero nombre, sería alguien importante.

Volvió a su butacón de la biblioteca y deseó con toda su almaque su padre, donde quiera que estuviese, supiera que siempreluchó por un mundo mejor, por un desarrollo de las cienciasodontológicas y un proyecto de progreso para su patria. Cerró losojos y nunca más los abrió.

El Siglo Médico (28 de noviembre de 1934). Titulares de por-tada: Muere el Prócer de la Odontología Española. Han matadoa un hombre.

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Diario Médico Español. Dr. Ramírez de Albornoz (24 de no-viembre de 1934): ... figura discutida, nadie podría negar al Dr.Aguilar el impulso que dio a la dignificación del arte dental. Fi-gura también controvertida, tuvo, lógicamente, sus detractores.Al ser un personaje relevante y muy definido en sus criterios po-líticos, corporativos y universitarios ha tenido fieles seguidoresimpregnados de admiración hacía su figura y otros que lo consi-deraban acaparador de cargos, prebendas y honores. Su laborcomo Secretario de la Comisión para la creación de la CiudadUniversitaria quedará como una acción decisiva en el desarrollode las estructuras patrias. Como expresaban los líderesregenaracionistas del 98, para contrarrestar la atonía intelec-tual y creativa que durante demasiados años ha sido la tónica dela nación española, son necesarios líderes, personas creativasque dinamicen la sociedad civil nacional. Pues bien, un hombrede ese talante, ha fallecido. La historia lo juzgará.

Crónicas Odontológicas. Dr. Fernández Díaz (26 de noviem-bre de 1934): ... Fallecido el Dr. Aguilar se cierra un ciclo. Sin sufigura, incluso sin su talante, no se puede entender el devenir dela profesión en nuestra nación. Desde estas páginas, donde tantole censuramos e incluso atacamos, hemos de reconocer, en estosmomentos, que dedicó su vertiginosa existencia a la odontologíay que fue hombre de una capacidad peculiar. Descanse en paz.

Antonio Castaño Séiquer

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relatos para la Sala de Espera 25José María Pastor

Leyendo espero

No al hombre que más quiero, porque estoy en la sala de espe-ra del dentista, lo que no implica que le odie. Simplemente es laconstatación del hecho. Porque entre que me gusta llegar con tiem-po a cualquier cita, y a que es prácticamente imposible que a unole atiendan nada más llegar, dispongo de un rato para leer, o parareflexionar, o para escuchar la música ambiental, y a veces inclu-so para charlar un rato con tus compañeros de espera. Hoy me hedado cuenta del valor que se le puede sacar a estos ratos para queno sean perdidos.

Rabelais fue el que me convenció, hace algunos años cuandoleí Gargantúa y Pantagruel, de que el retrete es la cuna de lacultura. Es evidente que pasamos gran parte de nuestra vida en esesitio y además lo aprovechamos para leer algo. Lo que sea. Siencima nuestro intestino reclama más atención de lo normal pordefecto o por exceso, estamos más tiempo o acudimos más veces,así que todavía leemos más de lo habitual. Resulta paradójico queesta estancia ocupe un lugar tan bajo en nuestra estima, cuando esel bastión de nuestro conocimiento. De hecho, nunca la mostra-mos orgullosos a nuestros visitantes cuando sí lo hacemos con elresto de la casa. Y siempre acabamos enseñándola, porque llegaun momento en que nos lo exigen.

Sin embargo, hoy he caído en la cuenta de que la sala de esperadel dentista nos procura la misma oportunidad de ampliar nuestramente a base de la lectura. Porque aquí también leemos, con laparticularidad de que leemos lo que normalmente no solemos leer,ya que no podemos elegir, de modo que aprovechamos para ente-rarnos de cosas a las que normalmente no prestamos atención.Incluso para mucha gente una y otra habitación se parecen mucho,

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ya que la primera vez que fui sin que mis padres me arrastraran,encontré natural saludar al que allí se encontraba cuando yo lle-gué.

-¿Qué tal? -le dije.-Cagado, me contestó.Desde entonces he adquirido la costumbre de sentarme lo más

cerca posible de la ventana. Y me dispongo a echar un vistazo alas revistas para ver si encuentro algún tema al que habitualmenteno presto demasiada atención con el fin de paliar ese vacío infor-mativo.

El mundo de la modaMe decido por una revista de moda. Tema al que habitualmen-

te no hago ni caso. Supongo que si voy a comprarme ropa, mevenderán la que se lleva este año, aunque sea en las rebajas, asíque, ¿para qué preocuparme? Mi concepto sobre la moda coinci-de completamente con el de uno de mis novelistas preferidos,Raymond Chandler. Aún recuerdo que en su magnífica novela, Ellargo adiós, expresa su opinión sobre la moda de un modo que yame hubiera gustado que se me ocurriera a mí.

“No se puede tener calidad -escribe- con una producción enmasa. No se quiere la calidad porque dura demasiado. De modoque se la sustituye por la moda, que no es más que una estafacomercial destinada a hacer que las cosas caigan en desuso. Laproducción en masa no podría vender sus mercancías el año próxi-mo a menos que haga que lo que vendió este año parezca anticua-do de aquí a un año.”

Aún así, decido enterarme un poco del tema, ya que quizá meesté perdiendo algo interesante. Voy a esforzarme un poco, y aprofundizar en la cuestión que se plantea en la revista: ¿Qué se va

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a llevar este otoño?Para entrar en materia suavemente, primero he mirado las

fotos. Y me invade cierta inseguridad. ¿Qué se va a llevar dón-de? Porque aquí, en Murcia, como me ponga lo que viene en lasfotos, me voy a derretir. Y las mujeres lo mismo. Tírate una horamaquillándote, como la de la foto, que en cuanto te embutas entodo ese cuero, a ver quién frena los churretones que te van acaer desde la frente. ¡Pero si aquí en otoño vamos todos de man-ga corta, y las mujeres con las piernas al aire! En fin, con unpoco de suerte, podremos llevar la moda otoño la semana antesde que empiece el invierno.

Luego empiezo a leer y surge el primer problema. No tengo amano ningún diccionario castellano-moda-castellano. Menos malque hoy se inaugura la Feria del Libro de Ocasión y puedo com-prarme alguno, porque es que no me entero de la mitad. Que sitriunfa el estilo flashdance, la inspiración matrix reloaded, lamezcla del tweed y del tartán escocés, el corte trapecio, los colo-res planos (no sabía que hubiera colores en relieve), etc.. Tendréque preguntarle a mi mujer, porque con la vecina del tercero C,que debe de estar muy enterada de la moda por lo que he visto,no tengo tanta confianza.

A pesar de todo me lanzo a profundizar. Comienzo con lamoda femenina y me entero de que ¡vuelven los 80! Hombre,por lo menos no me será desconocida del todo. De algo me acor-daré, digo yo. “El look rescata la camiseta extralarga para con-vertirla en un sexy minivestido. El exceso está servido”. Vamosa ver, según la foto explicativa se pone una un sujetador y lasbragas, se echa por encima una camiseta XXL y se va a la calletan fresca. Pues que yo recuerde, en los 80 nadie iba así por lacalle. Vamos, me extrañaría mucho no acordarme.

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Pero es que además se van a llevar las rayas, inspiradas en laspistas de tenis de los años 30. ¿Pues no eran los 80?. Ya empeza-mos a liarla. Y me surge otra duda. ¿Los campos de tenis se pinta-ban de otra manera en los 30?. Yo no juego al tenis, pero juraríaque las rayas de los campos de tenis siguen siendo las mismas.

Para acabarla de liar, me entero de que vuelve la gabardina delos 60. ¿En qué quedamos?. Ahora resulta que para ir a la moda tepones una camiseta XXL del año 80, pintada con rayas de pista detenis de los 30, y por si hace frío, teniendo en cuenta que vas a ircasi con el culo al aire, te plantas una gabardina de los 60.

Luego resulta que no, que no es así del todo, porque tambiénse van a llevar las chaquetas de cuero, eso sí, con las solapas gran-des. ¿Grandes?, gigantescas diría yo, viendo la foto. Chaquetasinspiradas, dice, en matrix reloaded. Dirán lo que quieran, peroesas solapas ya las llevaba la bruja de Blancanieves.

Decido abreviar, y voy directamente a los consejos de mujeresque están a la moda, que confiesan cuáles son sus preferencias.Una dice que su prenda favorita son las camisetas de D&G, otraque vaqueros y camisetas y la última confiesa que su vicio es po-nerse los abrigos de John Galliano. Pues el tal John Galliano debede estar hasta las narices de que ésta le coja los abrigos.Cleptomanía llamaría yo a ese vicio.

Un poco desesperado, decido dejar la revista de moda femeni-na y me cojo otra de moda masculina a ver si me entero mejor.Vaya golpe de efecto iba a dar, si me da por ir este otoño a lamoda. Así que empiezo a leer más detalladamente. “Suéter de lana,mejor si tiene leyendas universitarias, camisa y pantalón cargo”.Pero no dice el cargo hacia que lado es. Y yo no sé muy bien haciaque lado cargo. Hacia el que caen, me imagino. Separo un pocolas piernas y me miro disimuladamente, mientras muevo un pie,

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como si el foco de atención fuera el zapato. Pero nada, aquelloparece bastante centrado.

He tenido una inspiración. A lo mejor es un tejido que se llamacargo. Me toco los pantalones suavemente, y deduzco que debende ser de algodón, o de fibra, o de mezcla de los dos, vaya usted asaber. Mira que si ya llevo unos de cargo y no me he enterado.Decido averiguarlo, y me voy al lavabo con la revista, no sea quealguien me la coja. Una vez allí, me desabrocho los pantalones ybusco la etiqueta. Vaya hombre, está justo detrás, y por muchoque retuerzo el cuello no la veo con claridad. Harto de tanto es-fuerzo, me acerco al lavabo a ver si la puedo ver reflejada en elespejo. Me apoyo en el lavabo, me pongo de puntillas y me re-tuerzo un poco, pero sigo sin verla. Y encima alguien que intentaentrar. Para disimular, abro el grifo para que oigan el agua. Deci-do bajarme un poco los pantalones, y me inclino hacia delantepara mirar hacia atrás entre las piernas, y de este modo consigover la etiqueta.

Pero mis pantalones deben de ser mayas, o egipcios, porque loque veo es un jeroglífico. Hay unos dibujos de un barreño quepone 30, un triángulo tachado, unas olas como del mar, una plan-cha, y otra cosa tachada que parece un sobre. Pues me quedo comoestoy. Así que me pongo los pantalones otra vez y cuando medispongo a subirme la cremallera descubro con horror que me hesalpicado la bragueta con el agua del grifo. Parece que me he meadoencima. ¿Y ahora que hago?.

Tras unos momentos de desconcierto, mientras intentan entrarde nuevo otra vez, decido la heroica solución de poner un pieencima del cubo de desperdicios y una rodilla sobre el borde dellavabo, y arrimar la bragueta al secamanos mientras me sujetofuerte de la pared. Tras unos cuantos esfuerzos posturales, consi-

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go que el aire se ponga en marcha, y soporto estoicamente el cho-rro de agua caliente. Tengo que aguantar tres minutos máximo,pienso preocupado, porque es lo que hay que controlar para quelos huevos pasador por agua no se pongan duros. Por fin pareceque la cosa no es tan visible, y sudando la gota gorda vuelvo a lasala de espera. Allí la enfermera me informa de que como no esta-ba, han tenido que pasar al siguiente y tengo que esperar un ratomás.

Me siento sin rechistar, porque sospecho que la enfermera seha formado una extraña impresión de mí. Vaya mirada me ha echa-do cuando me ha visto llegar del cuarto de baño tras un buen rato,un poco sudoroso y jadeante y con una revista de modelos mascu-linos en la mano. Me temo que a sus ojos ya soy gay de por vida.

Como la cosa ya no tiene remedio, me relajo y me dispongo aseguir por dónde me había quedado, porque me espera un buenrato. Lo del pantalón más vale olvidarse, así que me centro en lodel suéter con leyenda universitaria. La única leyenda universita-ria que yo conozco es la tuna, pero no creo que quede bien llevaruna foto de la tuna en un suéter. Busco en las fotos, y me encuen-tro a un tipo con un suéter en el que pone Yale. Pero eso igual esuna universidad que una marca de llaves. Quizá podría llevar unsuéter en el que pusiera: Decíamos ayer. Esa si que es una buenaleyenda universitaria. Porque poner: La letra con sangre entra, meparece un tanto excesivo.

Paso al siguiente consejo y es que vaya de tonos oscuros, comoel marrón, el negro, el granate. Y la pieza fetiche, que llaman, unabrigo de piel cruzado. Y aconsejan: “Olvídese de las gafas desol”. Hombre, en eso si que estoy a la moda, porque yo me lasolvido en cualquier lado. Este verano ya he perdido tres. Pero esque además, todo de tonos oscuros y con un abrigo de piel cruza-

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do, una de dos: o hace un frío del carajo o es de noche, en cuyocaso, ¿para qué quieres unas gafas de sol?.

El siguiente consejo sobre ir a la próxima moda, es vestirse demilitar chic, y si no, de club de caza. Pues si que estamos bien, enmi vida he visto yo a un militar chic, y además, la ropa de la milila tiré en cuanto acabó, y ya hace años. Pero insisten en que “estatemporada se lleva el look guerrillero”, y para ilustrarlo, apareceun tío en la foto vestido de una mezcla entre Rambo y Peter Pancon un ventilador detrás. No me extraña, porque debe de ir de unsofocado que no veas. ¿Pero como consigues ir con el ventiladorcargado a todos lados?. Es cierto que los guerrilleros llevan enci-ma de todo, pero lo del ventilador me parece fuera de lo normal.

Por fin parece que llegamos a lo más importante. El manualdel perfecto ejecutivo. Lo elegante, el triunfador. La repera, va-mos. Y te avisa: “la moda impone sus reglas”. Bueno, veamosesas reglas: “Destierre los cuadros, apueste por un festín de rayasy no olvide que la clave del éxito está en los zapatos”.

Me quedo anonadado. Me siento incapaz de seguir estas re-glas. Porque vamos a ver, llego a mi casa, quito todo lo que cuelgade las paredes, me gasto la paga extra en unos zapatos y en farlopa,y ya estoy hecho el perfecto ejecutivo. Se acabó, anda y que lesden morcilla. Menos mal que en ese momento me llaman para laconsulta, porque es que ya me encuentro totalmente desorientado.

La publicidadHay otro sitio donde también suele uno tener que esperar. Pero

ahí no se aprende nada. Suele ser una espera desesperante. Merefiero a los aeropuertos. Al partir no sueles esperar mucho. Sólouna hora. No sé por qué diablos te hacen ir una hora antes, paratenerte encerrado en una sala sin nada que hacer. Ahí estás tú,

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sentado en un asiento de plástico, mirando hacía la puerta del fon-do donde hay una especie de mostrador enano, tras el que a veceshay una azafata allí plantada, aguantando estoicamente las mira-das de los pasajeros. De vez en cuando, descuelga un teléfono, yentonces todo el mundo se levanta a hacer cola. Pero lo vuelve adejar, y permanece impertérrita ante el revuelo organizado. Algu-nos se vuelven a sentar y otros se quedan formando cola, resigna-dos. Así hasta que les da porque ya está bien, y te dejar entrar enel avión.

Pero es mucho peor cuando vas a recoger a alguien. Ahí sí queno sabes lo que va a pasar. Puede que el avión llegue a su hora,puede que no, puede que se atrase un poco, puede que se atrasemucho, nadie lo sabe. Incluso llegando a su hora, pasan más detreinta minutos hasta que los pasajeros comienzan a aparecer. Sihay suerte, con su maleta.

La otra noche me fui al aeropuerto de Alicante a recoger a mimujer, que llegaba a las 21:10. De eso nada, primero llegaba las21:38, después a las 21:50, y al cabo de unos segundos a las 22:35.Ese horario ya parecía definitivo. Te quedas con cara de bobomirando la pantalla y te vas resignado a la cafetería rumiando tudesgracia. Porque ir a Información es inútil. Ya me sé la respuesta.Una vez fui, pero porque la chica valía la pena. Para entretenermeun rato, le dije:

-Me apuesto una cena a que adivino por qué el avión de Ma-drid trae retraso.- Como ya estará escarmentada de tanto histéri-co, se me quedó mirando sin decir nada.

-Por causas técnicas, dije yo.Porque siempre te dicen lo mismo, porque ellas estarán en In-

formación, pero nadie les informa de nada. Así que por muchoque insistas, te vas a ir igual de informado que al llegar. Es como

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si a mí me ponen de traductor simultáneo de alemán, por ejemplo.¿Qué quieren que diga? Pues nada. Haberme enseñado el alemánantes.

Así que a la cafetería. Porque mientras llega a las 22:30, apare-ce con la maleta con un poco de suerte, ya son más de las 11.Después hay que coger el coche y camino de Murcia, así que antesde las 12 no llego a casa. ¿Y cenar qué? Pues a la cafetería.

Estoy en el mostrador mirando si hay algo de comer que novenga envuelto en plástico, cuando de repente veo en la tele quehay al final de la barra un anuncio que pone: Iberia puntualidad. Ynotas en tu interior como Mr. Hyde pide permiso para salir. Y enese momento se acerca el camarero para saber qué vas a tomar.

-¿Preparáis cócteles?, le pregunto.-Pues... depende, no sé, ¿cuál quiere?-¿Puedes prepararme un Molotov?Como veo que no entiende nada, le pido un café y una ensai-

mada, que es lo único no plastificado que he visto. Cuando termi-no, me voy al rincón de los apestados a fumarme un cigarro. Contodo este trajín ya han pasado 10 minutos. Bueno, me voy al kios-co de prensa, pero está cerrado. Ni leer. Así que a sentarme unrato.

Por qué diablos tienen que mentir tanto en los anuncios es algoque no consigo entender. ¿Habrá alguien que se los crea? Porquees que tiene narices la publicidad. Llevan años explicando quecon los nuevos detergentes no hay que frotar, y por lo visto lagente no se entera. Siempre hay alguien dispuesto a frotar. Menosmal que en el último momento su madre o una vecina le avisan deque no, y le quitan el trabajo de encima.

Una mujer llama a un teléfono, porque su marido ha puestomal la lavadora. Les explica que no funciona bien, y llegan unos

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tipos y se lo llevan a él. Un pobre incauto se toma la molestia depreparar una cena para los que teóricamente son sus amigos, peroéstos deciden que no les gusta como cocina y llaman a esa mismaagencia con idéntico resultado. Y van y desvelan la marca delelectrodoméstico. Pero si eso da igual, nos han dejado con la mielen la boca. Si lo que uno está esperando es que digan adónde hanllamado, que compañía es esa. Vamos, pagaríamos el doble delprecio de la lavadora o de la cocina por tener ese número de telé-fono.

Otra se compra una determinada marca de electrodomésticos,y ya se puede ir a la playa; a comer con las amigas, o de compras,que ya no tiene nada que hacer. Se lo hacen todo. Ni siquiera tieneque ir a trabajar para pagarlos.

Uno naufraga, se va a una isla desierta, y en lugar de aparecerViernes, se le aparece un coche. Otro se echa desodorante y nohay mujer que se le resista. Digo yo que con cada barra regalaránuna caja de Viagra, porque ese ritmo no hay quien lo aguante. Yasí sucesivamente. Todos mienten.

Bueno, todos no, los de colonias no. Esos son un galimatíasindescifrable. Una pareja ve como le derriban la casa, pero tienencolonia. Otro se está peleando con su sombra, y en lugar de ence-rrarlo en un manicomio, lo ponen a anunciar colonia. Y Noé, ahíen el desierto, agarrado a su arca, más aburrido que una monaporque no llueve aún, se dedica a tirar piedras a la arena. Y derepente sale un frasco de colonia de la arena del desierto. Claroque a lo mejor es un regalo del Señor, porque si yo me dispusieraa pasar varios meses encerrado en un arca con todos los animalesde la creación, sería lo primero que me llevaría.

Pero es que el de Iberia se lleva la palma. Un tipo va en unavión y se pone a contarle su vida al resignado vecino de asiento.

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Resulta que le conceden una segunda oportunidad de rehacer suvida con alguien, porque en la primera llegó un cuarto de horatarde, y ya se había ido. Así que ahora, para que no le vuelva apasar lo mismo, se ha sacado un billete en Iberia.

Pero vamos a ver, ¿tú eres tonto o es que eres tonto? Porque siuna persona es incapaz de esperarte un cuarto de hora, ¿de verdadcrees que le importas algo? Y si no te esperó un cuarto de hora, nosé de dónde sacas que te ha estado esperando cuarenta años. Peroidiota, fíjate si ha puesto tierra de por medio que para ir a verla tetoca coger el avión. Encima va el tío y para asegurarse se saca unbillete de Iberia. Y se cree que va a llegar puntual esta vez. Todolo que le pase es poco, por ingenuo.

Aunque es posible que sea un tipo listo y se esté preparandouna coartada. Perdona por el retraso, siento llegar siete horas tar-de, pero es que he venido con Iberia. Vale, disculpado, lo entien-do.

En fin, menos mal que con estos pensamientos se me pasópronto el tiempo. Vuelve a casa vuelve, por Navidad. Pero coge elavión en octubre, por si acaso.

La mujer de hoyHay veces en que entras en la sala de espera del dentista y no

encuentras nada que leer, porque lo que hay no te apetece. Es loque me pasó el otro día, así que me relajé y me dispuse a escucharla música que venía del techo. Suele variar bastante. Recuerdouna vez que tenían puesta música de la llamada de relajación, y lasala se llenó de música suave y de murmullos de corrientes deagua, cantos de pajaritos, croar de ranas y demás sonidos que noidentifiqué. Yo acabé dando cabezadas hasta que me despertaronlos ronquidos del que tenía al lado.

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Pero hoy tenían puesta música de grupos españoles de pop. Ycomo el volumen no es que esté muy alto precisamente, pues leprestas más atención. En los bares de copas intentas hacer comoque no oyes nada, a ver si así el tímpano se relaja y consiguesaveriguar lo que intenta decirte el de al lado a voz en grito, peronada. Y comencé a fijarme en las letras, cosa que habitualmenteno suelo hacer porque tampoco es que escuche mucha música deeste tipo.

Amores felices, otros no tanto, gente que cambia de nombre,de aspecto y de ciudad, uno que ha perdido a René y a Isabel, y nosabe quién tiene la llave de casa de Raquel. A veces la canciónviene que ni pintiparada, como esa voz femenina cantando que nohay humor para estos casos, para estas cosas no hay humor, nohay humor. Pues que quieres hija, teniendo en cuenta a lo quevenimos no veo a nadie tronchándose por aquí. Quizá por esoalgunos dentistas han apostado por el óxido nitroso para sus pa-cientes.

Pero de repente llega una canción que me deja pensativo. Por-que supongo que el autor ha querido cargarla de nostalgia y poe-sía, pero se ha tomado muchas licencias desfigurando la realidad,porque a medida que uno va escuchando la historia se da cuentade que la cosa no fue como el cantante lo cuenta.

La historia va de un cantante que se va a un pueblo de la costaa dar un concierto en pleno verano, y al final del mismo se enca-mina a tomar algo al único bar que se encontraba abierto, cosa yade por sí bastante extraña en un pueblo costero en verano, pero enfin. Allí se queda prendado de la camarera, y pasan una noche deamor deliciosa. Al año siguiente, cuando vuelve a ese pueblo, va abuscarla pero se encuentra con que el bar ya no existe, si no quehay un banco, y se cabrea y rompe los cristales de la sucursal a

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pedradas y se lo lleva la policía. Dicho así está muy bien, muyromántico todo, pero la historia real es otra.

Porque ella es sorda, seguro. Para empezar, le pide que lecante una canción si quiere que le ponga un cubata, pero le insisteen que sea al oído. Y además porque no se entera de lo mal quecanta. Porque tras contar que en el piano del Amanecer, que su-pongo que será ese el nombre del garito, le cantó todo tu reperto-rio, reconoce que los clientes del bar, uno a uno, se fueron mar-chando. Y supongo que para nunca más volver, porque si al añosiguiente el bar no estaba y había una sucursal bancaria, es porquela cosa no iba muy bien desde entonces. Y encima va y se cabreacon el banco.

Así que la pobre chica no tuvo más remedio que cerrar y que-darse con el único que había. Y a lo mejor era sordomuda, porqueen lugar de decirte algo, simplemente te dibujó un corazón en laespalda con un dedo.

Y luego está el tema de la hora. Porque da el concierto, se vade copas, se tira cantando ni se sabe el rato hasta que cierran elbar. Después se van al hostal besándose en cada farola, suben, sequitan la ropa y hacen el amor. ¿Y os dieron las diez? Pues comono empezara la actuación a las tres de la tarde, no me salen lascuentas. Tiene delito, en plena canícula estival. Y que no digaque son las diez de la mañana, porque luego a las tres del medio-día no les puede sorprender la luna.

Es que hoy las mujeres lo tienen muy complicado. Tienen quecuidar de un negocio, llevar una casa, para que luego el primerfulano que aparezca dé al traste con todo. Y encima lo va contan-do por ahí. Sumido en estas cavilaciones veo una revista con eltítulo Mujer de hoy.

Me ha picado la curiosidad. ¿Cómo consideran éstos de la re-

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vista que es la mujer de hoy? Porque imagino que por lo menossaben por qué asuntos se interesa o la revista ya habría cerrado.Me dispongo a enterarme.

Parece ser que el primer lugar de interés lo ocupa el estilo deLeticia, a la que consideran que va impecable en cualquier situa-ción. Y luego va y le dan consejos. ¿Pues no decís que va impeca-ble? ¿para que le dais consejos? Pues nada, le preguntan a modistosy peluqueros cómo debería ir. El primero dice que la ve con esco-te de barco. Supongo que la mujer de hoy sabrá lo que es un esco-te de barco, porque lo que es yo, como no sea que se vean lossalvavidas... La siguiente dice que evitaría la manga corta. Debeser que no le gustan los cortes de manga, porque a ver por quédiablos no se puede poner la chica una manga corta. Otra dice quela boda merece una cola larga. Se referirá al vestido, porque la dela cola de la iglesia está asegurada. El peinado dicen que recogidode dos posibles maneras, y te ponen unos dibujos. No quieren quese suelte el pelo.

El siguiente punto de interés es un artículo llamado “Cuento dehadas mediático” y que habla de “El beso del Príncipe” donde a lamujer de hoy se la califica de Cenicienta contemporánea. La ver-dad es que como imagen de la mujer de hoy, pues no sé yo quepensar, la verdad.

Claro que luego, para desempalagar un poco, recomiendan unlibro: Asesinas, las mujeres más sanguinarias, un repaso a la his-toria. Vaya cambio. A ver si nos va a salir una Leticia Borgia queva a dejar lo de Juan Pablo I en mantillas.

A continuación hay una reseña de un colegio de Torrejón deArdoz al que van los padres que quieren aprender a educar a sushijos. Lo curioso es que en una foto del aula en plena actividad,sólo se ven mujeres. Se ve que los hombres pensamos que ya nos

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lo sabemos todo. O pasamos de educar, vaya usted a saber.Y ahora los consejos de belleza. El maquillaje invisible, anun-

cian. Pero la modelo de la foto parece sacada de un museo decera. ¿Invisible eso? Tras la foto demostrativa viene la lista de lospotingues que hay que usar, que deben de ser milagrosos, porquetienen unos efectos impresionantes. Uno para darte un toque rosaa la piel con reflejos anacarados; otro es una base que se adapta altono de la piel y que no mancha, pero disimula las imperfeccio-nes; por último, pero no menos importante, uno que elimina lasrojeces, manchas, granos y ojeras. Desde luego la mujer hoy tieneunas ventajas impresionantes. Por cuatro duros te quitan las im-perfecciones, y no se ven los granos, ni las ojeras ni demás estor-bos estéticos. Los cirujanos plásticos lo van a a tener difícil dentrode nada.

Lo siguiente que hay que saber es un montón de consejos desalud. No perder de vista al glaucoma; que comas apio, que tiene7 calorías los 100 gramos y además es rico en potasio,antiinflamatorio y tranquilizante; que el hierro puede causar es-clerosis múltiple y que tomes laxantes naturales. Todo muy tran-quilizador. Conviene saber también que los corticoides son malosa largo plazo; qué son las pirámides de Ferrein; que la sal es mala,lo mismo que los atracones nocturnos, y cuidado con las hormo-nas, que afectan al sueño. Vamos, que la gente no sabe que elglaucoma es malo, o que no conviene tomar corticoides en exce-so, ni sal, ni hormonas. Nada de abusar del hierro y no se puede irpor la vida sin saber qué son las pirámides de Ferien; no vayas adecir que las viste en tu viaje a Egipto, ya que es por donde pasa labilis al riñón. ¿La bilis al riñón? Descubro horrorizado que miidea del cuerpo humano es un tanto falsa.

El apartado psicológico describe que a la mujer le cuesta me-

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nos pedir disculpas que al hombre. Incluye este apartado un con-sultorio en el que una cuenta que está muy preocupada porque havisto a su mejor amiga haciéndose arrumacos dentro de un cochecon uno que no es su novio. Lleva varios días dándole vueltas alasunto, y pide consejo sobre si se lo debe de decir a su amiga o no.¿Pues no es tu mejor amiga? ¿de qué habláis entonces?

Por último, unos consejos sobre el pelo, la decoración de lacasa y consejos culinarios que no consigo leer porque he notadouna mirada fija en mí, y descubro a la enfermera mirando comodevoro La Mujer de Hoy con cara de estar pensando: “no, si ya lodecía yo”.

-¿Tú eres una mujer de hoy? -le pregunto por decir algo.-Usted sí que parece un hombre de hoy, me responde toda enig-

mática.Eso me hace pensar en qué diablos pondrá en las revistas sobre

el hombre de hoy. Y recuerdo a las de las peluquerías de caballe-ros y la cosa está clara. No hay hombre de hoy. Somos intemporales.¿Una revista del hombre de hoy? Llena de fotos de chicas desnu-das. Tías en pelotas, vamos a dejarnos de eufemismos. ¿Una re-vista del hombre de ayer? Fotos de tías en pelotas. ¿La revista delhombre del futuro? Holografías de tías en pelotas. Y de fondo,artículos. Así nos va.

Que lástima que esta sea mi última visita al dentista. Hasta elaño que viene que me toque la revisión no podré disfrutar de estosratos de aprendizaje.

José María Pastor

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relatos para la Sala de Espera 41 Joaquín Doldán Lema

El cruce

1Surcamos el océano y llegó un intenso verano, extremadamen-

te intenso. A pesar del calor de las calles, fue un apretón de manoslo que aumentó definitivamente mi temperatura; pocas veces unser humano debe haber estado tan cerca del punto de ebullición.

Cuando vi alejarse mi país sentí algo similar a lo que debe sen-tir una planta cuando la cambian de maceta. Cada raíz se despren-de de la tierra e inevitablemente, y a veces imperceptiblemente,pequeños trozos se desgarran y quedan ahí mezclados, perdidos,condenados a secarse. Luego llegó lo nuevo, todo lo nuevo, el rui-do, el olor. Lo feo asustaba, lo lindo pasaba desapercibido. Atra-vesar una avenida generaba tantas dudas como la primera vez quenuestra madre nos mandó solos a hacer las compras. La primeranoche el sueño era imposible. Cada sonido era un recuerdo queamenazaba con desaparecer. Luego de los primeros meses de in-certidumbre tuve la sensación de no poder nadar más contra la co-rriente, pero como siempre la casualidad nos cruza los caminos.

El hombre frente a mí se transformó en un espejo en el que fueinevitable verse reflejado; tenía mi edad, éramos de la misma es-tatura y color de piel, era dueño de una clínica y estaba desespera-do por hacer dinero con la profesión que yo hace tiempo ejercía,sólo nos diferenciaba el acento a la hora de ser vistos y escucha-dos desde afuera, sólo la forma de hablar el mismo idioma. Por lomenos esa fue la única diferencia que yo quise notar. Pensé en suvida, en sus amigos, sólo como excusa para pensar en los míos.Había decidido el exilio un poco antes del total fracaso y eso hoyme generaba dudas, demasiadas, de esas que se notan en los ojos.

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Me fui odiando a mi patria, sentía haberme quedado sin lugar.El nativo necesitaba con urgencia alguien para trabajar en la

consulta que había instalado en una playa, y hacia allá fuimos conmi familia. Tendríamos un par de semanas de descanso antes delcomienzo. Se terminó la inestabilidad, así, de un plumazo. Con-trató mis servicios y, de repente, pasé a tener trabajo, casa, comi-da, vacaciones pagas y, lo mejor, a partir de ese instante tuve unpaís de residencia.

2No podía ser tan difícil cruzar el estrecho. El extranjero dueño

de la patera nos la alquilaba a todas las familias, y sólo se necesi-taba una noche, unas horas para que la otra orilla, me diera unaoportunidad. Desde que llegué al lugar de partida no podía dejarde mirarla, estaba ahí a simple vista.

Desde hace años, cuando cae la noche, sólo puedo pensar ensalir, de la forma que sea. Nada puede ser peor que esa sensación.De a poco cada parte de este paisaje (mi paisaje) comenzó a que-dar sin color; la comida que cuando niño tenía un valor hermoso ypuro ahora era una mercadería más, dependiente del dinero quelos turistas parecen despreciar.

La noche antes de partir soñé con unos ancianos que me mira-ban con furia por abandonar mi tierra de aquella forma. Estabandispuestos en un círculo a mi alrededor y empezaron a tirarmesogas, me ataban del cuello y me arrastraban por la arena; luegoestaba inmóvil en la bodega de un barco lleno de gente joven.Nuestras pieles oscuras brillaban con el sudor que el encierro arran-caba de los cuerpos. Toda esa vitalidad era sólo el comienzo de unlargo despilfarro de dolor y esfuerzo, aplicado a una tierra ajena, aun precio igual a cero. Los viejos me miraban y en sus ojos veía

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una pregunta con respuesta incluida: ¿cómo se recupera de eso uncontinente? ¿tanta sangre, tanta prisión, tanto sudor inútil?...

Desperté llorando y corrí a la orilla que debíamos cruzar. Erasólo un estrecho, la salida de un mar. No era un océano, era mu-cho más sencillo que cruzar un océano.

3Llegamos al atardecer. Una moderna consulta dental, con re-

cepcionista, asistente, todo muy legal. Esa palabra, “legal”, meresultaba muy graciosa. Resulta que por casualidad había viajadoa Cádiz hace 15 años, al acabar la carrera, y por esas cosas deldestino traje mi titulo e inicié durante mi estadía los trámites dehomologación. En pocos meses y sólo con un sello mi título eraválido para trabajar en España. Fue como sacar la lotería, pero nofui conciente de eso hasta este viaje, cuando en el avión, mientrasprotestaba porque pasaban una película que ya había visto, meencontré con uno de mis docentes, un gran clínico, uno de losmejores periodoncistas, reconocido a nivel mundial, había recibi-do su respuesta, para poder ejercer se debía examinar de 14 mate-rias, desde anatomía hasta psicología, desde patología hasta ra-diología. Era la segunda vez que rendía el examen, iba quitándosela materias de a una, hace tres años que estaba en ese trámite.Tenía una insoportable tristeza en los ojos, cansados de tanto ele-gir entre cinco opciones.

Aquella noche sentí una imperiosa necesidad de estar solo.Tomé mi chaqueta favorita (un viejo abrigo de una marca cara,que me compré con mi primer ingreso importante en la clínica yque usaba cuando necesitaba sentirme poderoso) y salí a caminarpor la playa.

El lugar estaba muy cerca de la arena y una primera sensación

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resultó agradable y familiar. Al principio me costó entender dedonde venía, pero luego al sentirlo una y otra vez, supe que era elsonido del mar. Cada ola rompía en la orilla trayendo algún re-cuerdo que me estremecía. Por primera vez razoné que era el mis-mo océano en el que yo vivía. El mismo, pero de la orilla opuesta.Cada ola podía ser un mensajero que tomara cosas de un lado ylas expulsara del otro, en cada choque se oían los murmullos decada pueblo. Era el mismo océano, ¿por qué lo sentía tan ajeno?Tenía el mismo color, idéntica textura, no había diferencias entresus historias, sino todo lo contrario, una orilla y otra estaban osci-lando desde hacía siglos en cruces mutuos.

La primera plaza de toros que vi en mi vida la visité cuandoniño, en mi barrio. Pero esa tarde, cuando viajaba a mi nuevo“hogar”, había visto por primera vez un toro. Tuve la sospecha deestar completando un puzzle del mismo país, partido en trozos ydispersos por todo el planeta.

4Es el mismo planeta. Soy un ser humano. Es la misma zona,

sólo un poco de agua me separa de otras oportunidades. Sólo mebastaba con la certeza de comer a diario, la sensación de libertad,la posibilidad de tener una vida nueva.

Había juntado con gran sacrificio el dinero desde el día si-guiente a haber terminado los estudios. Había sido un milagro.Una noche encontré a una pareja de ancianos que había decididocambiar la nieve por el desierto. Viví con ellos, estaba dispuesto aser su sirviente pero me convertí en su hijo. Luego pude estudiarhasta que ellos volvieron a su tierra, a esperar la muerte. No habíapodido pedir una mejor herencia, cada libro me acercó a Diosmucho más que cualquier escritura sagrada, logrando la certeza

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de que existía una forma diferente de vivir. Desde ese momento seme hizo insoportable la idea de morir en el desierto, paseandoturistas. Ningún rey podría pedir que sacrificara mi vida por elbienestar del palacio. El sol se iba y mi piel no podía ser másoscura. Recorría con la mirada a las otras personas que me acom-pañarían en el viaje.

¿Quién era yo para juzgar a la mujer embarazada? ¿Cómo po-día opinar que era una locura que aquel otro niño, tan pequeño,cruzara en aquella embarcación? Me sentía sin derecho alguno ajuzgar cualquier actitud de sus compatriotas. Todo era comprensi-ble, por más arriesgado que pareciera.

5Nunca hubiera sospechado que iba a ser tan arriesgado. Tuve

que enfrentarme a un mundo bastante diferente del que había ima-ginado. Quizás lo que más me irritaba era la cantidad de puntos encomún. Era un país más próspero, era cierto, pero la prosperidadno asegura la justicia. Sin embargo, allí estaba disfrutando de misuerte. De haber caído de este lado de la estadística. De permitir-me sentir lo que sentía, una extrema añoranza por mis amigos, pormi territorio, por su cielo. Me senté a fumar en la arena. Miré lacaja de cigarros, leí su marca, con su advertencia y sólo por uninstante me pregunté donde me gustaría estar en el momento enque consumirlos trajera las consecuencias que decía la leyenda.Dejé que un par de olas chocaran en la orilla.

Era más sencillo pensar en otras cosas. Por primera vez enmeses dejé de preocuparme por el futuro, durante dos años en mipaís y hasta hoy, lo único que hice fue pensar en el mañana. Qui-zás desde antes. Seguro que desde antes. Ya no recordaba el mo-mento en que dejé el presente de lado para dedicar cada día en

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solucionar la subsistencia del otro. Irónicamente la solución fuerazonar la posibilidad y luego decidir el mecanismo de nuestrapartida. Cada trámite, detalle, contacto, llamada telefónica, o me-dio de transporte tenía un solo objetivo, un futuro mejor. Hacíademasiado que no dedicaba un minuto en repasar mi pasado. Yesa noche sentado en la arena parecía el momento más indicadopara hacerlo.

6El peso de mi historia me había aferrado por años. Era el único

argumento que logró subsistir en mi mente hasta esta noche. Nopodía suponer que a partir de ahora sólo pensaría en el futuro, quelos recuerdos se empezarían a confundir con los sueños hasta nopoder diferenciar unos de otros.

Bastaron dos choques de la precaria embarcación contra lasprimeras olas para entender que a pesar de lo breve no sería unviaje fácil. Los que manejaban la patera nos dedicaban miradas dedesprecio; inexplicables. A pesar de que mis ansias estaban en laotra orilla, algo me decía que el cruce iba a invadir mi mente esa yel resto de las noches de mi supuesta nueva vida.

Avanzábamos hacia la noche, cada vez más oscura, cada vezmás profunda.

7La luz de los cigarrillos titilaba con su intermitencia naranja

para interrumpir tímidamente la negrura de una noche sin luna.Había una imagen maravillosa por lo sugerente: era imposiblediferenciar la línea del horizonte. En algún sitio el cielo y el marse fundían, daba miedo; generalmente las líneas, sobre todo la delhorizonte, dan mucha seguridad. Miré las constelaciones, sus imá-

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genes no eran diferentes a las que veía allá, por lo menos no losuficiente como para que yo lo notara.

De algún sitio llegó a mi mente una tremenda sensación demiedo. Pocas veces un sentimiento tiene un origen geográficopero en este caso podía asegurar que el temblor que invadió mismanos venía del mar. Traté de controlar el tamborileo de mis de-dos, pero su movimiento, involuntario y ridículo, me recordó aotro miedo anterior, que surgió en mi país. El miedo que vi desdemi último y pasado de moda coche. Me detuve en una calle de lacapital y en el semáforo unos niños limpiaron mi parabrisas, otroshacían malabares con tres limones, y otro dormía en el canteroque separaba los carriles. Al llegar a mi casa con esa imagen fres-ca, confirmé frente a los libros de contabilidad que a mi consulto-rio odontológico le quedaba poca vida. Mi hija dijo una frase queme transportó al semáforo: “Tengo hambre, ¿qué hay de cenar?”.“Por ahora hay”, pensé con la última gota que me quedaba de miantiguo sentido del humor. Luego, y para confirmar lo oportunode huir en un avión hacia algún sitio, pasaron la noticia de ungrupo de niños que se desmayaron en la escuela porque hacia tresdías que sólo comían pasto. Desde ese día nada me detuvo, nosíbamos de ese lugar, si no respetan a los niños es que nada los vaa detener, hicieron desaparecer el futuro, sin piedad, y sin ver-güenza.

Un español me recomendó este lugar, el sur de su patria, ellugar más soleado, más alegre y más divertido del mundo. Ni él niyo sabíamos que poco después nos veríamos, cuando los bancosde aquel lugar se le quedaran con su dinero, logrado con el esfuer-zo de años, y luego de extrañar en forma constante su país, volve-ría: solo, ajeno, extranjero, inmigrante.

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8La oscuridad fue cómplice para que mi orilla se perdiera de

vista en forma prematura. “Ya está, soy un inmigrante fuera de laley”, pensé. Sin saber nada de navegación, ni sospechar los terri-bles peligros del cruce, traté de dormir, de no ver todo lo queestaba por suceder.

Antes de cerrar los ojos miré al niño, a la mujer embarazada, alos otros ocupantes de la patera, todos menores de treinta años, micontinente de nuevo se quedaba sin jóvenes. El sitio más viejo delmundo, donde decían que había nacido el hombre, no retenía asus nativos. Quizás, así como la naturaleza se defiende de nues-tros ataques, nuestra tierra busque la forma de detener la sangríade jóvenes y busque la forma de frenarnos. Seguramente este últi-mo pensamiento fue el causante de mis pesadillas.

En mis sueños la embarcación cruzaba un tranquilo mar. Ya sedivisaba una hermosa playa donde, bajo un brillante sol, un grupode personas con banderas rojas y amarillas ofrecían una fiesta debienvenida. Saludaban con euforia nuestra llegada y nos espera-ban con alimentos calientes y frescas bebidas. A pesar de la dis-tancia podía distinguir sus sonrisas. Todos los tripulantes saluda-mos a la orilla con alegría, cuando a nuestras espaldas comenzó lavenganza de los espíritus de nuestra tierra. El verde y transparentemar comenzó a abrirse ante una garra negra que venía de las pro-fundidades. Se escuchó un grito. La nueva orilla desapareció y elcielo se llenó de nubes grises que lanzaban amenazadores rugi-dos. La garra se alzó cubriendo nuestra pobre nave de sombras y,ante nuestro terror e impotencia, arrancó al niño de los brazos desu madre, como cobrándose un cruel tributo; los gritos enloquece-dores de la mujer, mientras los demás trataban de retenerla, medespertaron.

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El horror y la agitación me hicieron saltar en el poco espacioque tenía. Me llevé las manos a la cara tratando de espantar losfantasmas. Creí estar llorando, pero los sollozos venían de otrositio, algo había sucedido. El continuo batir de las olas era infer-nalmente intenso y la oscuridad conspiraba contra la visibilidad;aún así, era inevitable notar que algo terrible había sucedido.

El conductor de la embarcación gritaba que debía continuar otodos moriríamos; me costó entender lo que sucedía hasta que,con espanto, noté que la mujer embarazada estaba en estado deshock, temblando y con la vista perdida, a su lado tres hombressostenían a una mujer que ya no podía gritar del desgarro quehabía sufrido. Estiraba las manos hacia las olas que momentosantes le habían arrebatado a su hijo.

9Me desperté sobresaltado. Estaba tumbado en la arena que ya

se había enfriado lo suficiente como para dejar de ser una buenacama. Las olas estallaban con más furia en la orilla que noté queestaba más cerca. Seguramente mi familia estuviese durmiendo laprimera noche de paz en meses. Esa sensación trajo una necesariadosis de calma. Decidí que mi querida chaqueta, compañera detantas experiencias, dejara su puesto de pasiva alfombra para abri-gar el tímido fresco que llegaba del mar. Más allá de nuestra nue-va casa se veían luces de los hogares vecinos. Según nos habíancontado, en algunos de ellos se daba albergue clandestino a losinmigrantes ilegales. Yo no podía entrar en eso, pero no pude evi-tar simpatizar con ese gesto humanitario. Era extraño, gente de unpueblo de frontera preocupada por unos extraños; no dejaba dellamar la atención una dosis de solidaridad en un mundo como elnuestro, colonizado por la competencia, las leyes, y lo correcto.

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Ya hacía mucho que mi individual camino me había apartado detodos esos sentimientos solidarios. La necesidad y el instinto desupervivencia sumergieron las pequeñas semillas que en algúnmomento podían haber germinado de alguna planta que respirecooperación para mis iguales. Entre otra cosa porque hacía mu-cho que no me sentía prójimo de nadie.

10Ninguno de nosotros podrá borrar ese recuerdo; el dolor de esa

madre hacía inútil cualquier sueño que pudiese haber surgido delviaje.

No pude evitar un sentimiento de reproche hacia ella, por ha-ber corrido el riesgo. También me estremecía la mirada de la em-barazada, parecía muerta, por lo que no pude evitar sentir un tre-mendo dolor por el niño que llevaba en sus entrañas. La frustra-ción era una increíble aliada contra el miedo. Nadie hablaba, sólolos rugidos del mar trataban de espantar en forma innecesaria cual-quier esperanza. También me sentí morir, estaba seguro que no lolograría y, para peor, lo sucedido sólo me hacía sentir que dabaigual, que lo mejor que nos podía pasar era acabar así por haberquerido cruzar un sueño. Mi desesperanza tenía que ver con lasutil observación de los cruces de miradas entre los dueños delbarco, los tres hombres habían cobrado un buen dinero y ahoraestaban controlando la situación a base de gritos y amenazas. Efec-tivamente no tardaron en confirmar mis sospechas. Los tres hom-bres sacaron unos machetes y dijeron que si los varones no saltá-bamos al agua nos tiraban a todos. Dos jovencitas se tomaron lamano con miedo y comenzaron a llorar, la embarazada no reac-cionó en absoluto, la pobre madre lanzó un grito con sus últimasfuerzas y saltó ante el estupor de todos. Ellos seguían apuntando

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con sus machetes. El cuerpo de la mujer fue literalmente tragadopor las olas en el instante en que tocó el agua. Pretendían quecinco hombres saltáramos e intentáramos llegar nadando a la ori-lla que, según ellos, estaba a ciento cincuenta metros, con eso lo-grarían que fuera posible que ellos tres y las siete mujeres quequedaban a bordo llegaran a salvo. Uno de los amenazados sepuso a llorar diciendo que no sabía nadar, eso desencadenó unaserie de súplicas, un torrente de pedidos, implorando una oportu-nidad por parte de todos. Esa fue la última vez que los vi. Nopuedo explicar que pasó pero, en ese momento extremo, apelé ala última dosis de valentía y dignidad que creía tener. Quizás elhorror del que fui testigo me hizo sentir que ya todo daba igual, nolo sé. Lo cierto fue que miré hacia la lejana e invisible orilla queellos señalaban, traté de buscar la referencia de alguna estrella,sólo para aferrarme a algo, aunque fuera una luz lejana, y mezambullí.

11Miré el mar y traté de captar su hermosura, traté con todas mis

fuerzas de pensarlo como un lugar lleno de vida y esperanza. De-bía pensar así. Tenía que ocultar por un tiempo las tremendas ga-nas de estar en mi tierra, en el barrio en que nací y crecí. No mepodía dar el lujo de pensar en el lugar para mi tumba. Había “re-mado” demasiado para llegar a este lugar y hoy me tocaba disfru-tar. Mirar el lado bueno, ser positivo, todas esas cosas en las quenunca había creído sobre la fe y su capacidad de mover montañas.Había hecho una apuesta por un lugar, por un país en el que hoygozaba de una situación de privilegio. Debía aprender a disfrutarde la vida.

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12Todo lo que intentara contar sobre el resto de mi travesía sería

casi una suposición. Era como si nunca hubiese estado allí. Na-dando en un mar embravecido, muy lejos de la costa, intentandoguiarme por una estrella que cada tanto desaparecía del cielo, opor lo menos eso creía. Aunque intentara describirlo como un in-fierno, no puedo. Era lo más parecido a volar por la eternidad, osea, sin tiempo. Evidentemente esa noche estaba signada para quemi vida continuara más allá de ella. Lo noté mientras nadaba, fuecomo una sensación que me llegaba de la orilla, estaba seguro queiba a sobrevivir.

En un momento dejé de sentir los brazos, el intenso frío hizodesaparecer mis extremidades, pero seguía nadando con el pensa-miento. Si me esforzara en recordar podría decir que el mar estabacada vez más calmo. Creo estar seguro de que con cada brazadalas olas se hacían más pequeñas. Luego, cuando no pude mover-me más, traté de descansar, flotando boca arriba; con los brazosextendidos podía ver mi estrella sobre mi cabeza, y supongo quela corriente me ayudó.

13El hombre blanco se acercó a la orilla, estaba a unos pocos

metros del agua cuando vio algo que se movía surgiendo de lasolas. Lo primero que notó fue una camisa que se incorporaba a lostumbos y luego avanzaba.

El hombre negro notó con sus manos que la arena del fondoestaba allí. Lo había conseguido, se incorporó y disfrutó del nivelde agua en la cintura. Olas de distintos tamaños le golpeaban laespalda, sólo para empujarlo hacia afuera, ayudándolo a salir.

El hombre blanco viviría el momento con una gran sensación

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de contradicción. Mientras había estado esa noche luchando consus fantasmas, luego de lograr un instante de paz, se encontró conese otro hombre, que había luchado por su vida para llegar a esaorilla, solo, empapado, muerto de hambre, sed y frío, cansado alextremo y con el miedo dibujado en el rostro.

El hombre negro escuchaba latir en el pecho un frenético tam-bor que festejaba el haber salvado su vida. Pero toda su euforia sesintió eclipsada por el temor, al ver aquel hombre que estaba cla-vado en la arena. Lo primero que pensó es que todo ese esfuerzohabía sido inútil, todo ese terrible esfuerzo se terminaba si era unguardia que lo estaba esperando para devolverlo al otro lado. Letuvo miedo, al hombre, a la vuelta, a sólo pensar en repetir unaexperiencia como la de aquella noche.

El que salió del agua avanzó temblando, se tropezó sobre laarena con espuma y quedó de rodillas, incapaz de caminar, inca-paz de razonar hacia dónde tenía que ir.

El que estaba en la arena se acercó y lo ayudó a levantarse y,aún desconcertado, profundamente conmovido pero sin poderhacer algo mejor, le señaló las casas en el horizonte, intentandosonreír. Buscó en su bolsillo la caja de cigarrillos y el encendedory se los puso en la mano mojada. Luego se quitó la chaqueta y sela puso sobre los hombros. El otro seguía temblando aún sin sercapaz de gesto alguno. Apenas levantó los ojos para seguir el ca-mino que le señalaba el brazo y luego inclinar levemente la cabe-za como agradecimiento.

Así fue como, por sólo un instante, y antes de despedirse parasiempre, ese americano y aquel africano cruzaron sus miradas enuna playa de Europa.

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relatos para la Sala de Espera 55José María «Chiquito» Llamas

Ex libris et dentis

A mis amigos de La Orden de la Bañera

El año en que yo nací se estrenaba la película The Last Hunt(La Ultima Caza) en la que Richard Brooks dirigía la historia de ladesaparición de los búfalos americanos a cargo del tenaz empeñode hombres desafortunados transformados en cazadores de fortu-na. En una de las escenas, el actor Lloyd Nolan pregunta a StewartGranger:

-¿Por qué vuelves a esta carnicería?-Por dinero -inevitable presuposición de que sólo por dinero

se mancha de sangre la pradera.-¿Y no sientes remordimiento?-Tengo remordimientos. Lo que no tengo es dinero.

Veinte años después, en 1975, el mismo director estrenabaMuerde La Bala que, además de ser una de las peores películasdel cine -según los críticos, que no alguno de mis amigos- presen-ta una escena de una extracción dentaria mordiendo una bala, loque da título a la obra.

Sí existe coincidencia en la calidad y belleza de la obra quedirigió John Sturges en 1957, Gunfight in OK Corral, traducidaen nuestro país como Duelo de Titanes. En ella, Doc Holliday(Kirk Douglas) ofrece ayuda a Wyatt Earp (Burt Lancaster). Ellegendario y longevo marshall rechaza la ayuda para escuchar larespuesta del dentista pistolero:

-Sé utilizar perfectamente las armas. Es una pena que los que

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podrían atestiguarlo no se encuentren en condiciones de hacerlo.

Uno de tantos personajes célebres que padeció problemas con-tinuos con sus dientes fue el mayor asesino en serie por delega-ción, Iosiv Vissarionovich Djugashvili, que pasó a la historia comoStalin. También gustaba de ver películas con sus consejeros enpases privados, a altas horas de la madrugada, tras tomar decisio-nes que suponían para los campesinos rusos el mismo destino quepara los búfalos americanos. Su camarilla, compuesta por Molotov,Zhvadov, Malenkov, Krushov y Beria, entre otros pocos, se veíanobligados a emborracharse como cosacos, a bailar entre ellos, avomitar en las esquinas, a perpetuar la teoría política de que losbufones suelen vivir más tiempo que los valientes. Devoraban demadrugada cerdos y pichones, mientras el caudillo y generalísimogeorgiano, engullía con dolores sólo tiernos corderos lechales, de-bido a los sufrimientos que le ocasionaban la gingivitis y la pio-rrea. Harto ya de no estar harto, le pidió a su dentista, Shapiro, quelo desdentara y le colocara una dentadura postiza, lo que no acabóde solucionar sus problemas, pero le permitió disfrutar con mástranquilidad de sus sesiones de cine nocturno. Nunca le gustaronlas películas americanas. Por ello no supo que existió cierto den-tista, nacido como él en Georgia, aunque en este caso en el Estadonorteamericano, hasta que observó a uno de los traductores deRoosevelt en Yalta en uno de los momentos en que el presidenteamericano aprovechaba para descansar y para morirse, leer unabiografía acerca de Doc Holliday. Stalin leía en aquellos días, unavez más, los hechos de Iván el Terrible, cuya vida unida a la exter-minación de los nobles boyardos, escenificara Eisenstein, paramayor gloria del cine soviético. Como tantas veces, la historia, elcine, la literatura y la política alcanzan extrañas confluencias. Stalin

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pensaría en aquella ocasión que en su imperio soviético aquel pis-tolero tuberculoso, romántico y tramposo, culto y putero, hubieraquizá sido un curioso bolchevique transgresor o un traidor fusila-do, pero nunca su dentista de cámara.

Muchos años después de aquellos hechos visité la ciudad deAtlanta. Pasé por el número 26 de Whitehall Street, donde más deun siglo antes se había situado la consulta de dentistas a cargo delDr. Arthur C. Ford y el Dr. John H. Holliday. Allí ejerció Docbreve tiempo, tras haberse graduado con la tesis “Diseases of theteeth”, que le confirió el 1 de Marzo de 1872 el grado de Doctoren Cirugía Dental. Su pronta tuberculosis, transmitida por su ma-dre, le obligó a buscar los climas más cálidos del Oeste, por lo quese estableció en Dallas, Texas. También allí le atormentó la vio-lenta enfermedad, teniendo que abandonar la profesión que tantole gustaba entre esputos de sangre y pacientes asustados por ello.Colgó los instrumentos dentales, tomó una baraja de cartas, unpuñal y dos revólveres Colt y pasó a la historia. Doc Hollidaynació el 14 de agosto de 1851 en la pequeña ciudad de Griffin, enel estado de Georgia, homónimo del estado de la Rusia Imperialdonde nacería años después el carnicero del Kremlin. Tras cam-biar su sedentaria profesión de dentista por la más viajera de pis-tolero y jugador, fue amante de Big Nose Kate (Katie Elder),prostituta vocacional, feminista, arrojada, y de un cuerpo esplen-doroso. Tuvo también como amigo excepcional a Wyatt Earp, alque no quiso dejar de ayudar en Tombstone, a pesar de que lafiebre y la hemoptisis lo tenían derribado en la cama. Murió contreinta y cinco años, en el Sanatorio para Tísicos de Glenwood,donde fue a respirar aguas sulfurosas. Cuentan que pocos instan-tes antes de morir sonrió al ver sus pies desnudos sobresaliendo

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de entre las sábanas. Siempre había pensado que moriría con lasbotas puestas. En su mesita de noche se encontró tras su muerte,dentro del cajón, un revolver Colt. En el suelo, junto a la cama, alalcance de su mano descansaba una cajita de música, que al abrir-se dejaba escapar la melodía del Para Elisa de Beethoven. Y noes éste un detalle baladí, como podrá el lector comprobar al finalde esta narración. En el viejo cementerio de La Vieja Colina (OldHill) de la ciudad de Glenwood se halla una tumba que solo dice:Doc Holliday 1851–1887. HE DIED. Tenía 35 años y había sido,con plena conciencia por su parte, una leyenda. Nunca existirá undentista mejor. Ha sustituido, en mi corazón, a santa Apoloniacomo patrón de mi profesión.

En aquel número de la calle de Whitehall, en Atlanta, dondeDoc Holliday tuvo su primer gabinete dental existe, en la actuali-dad, una librería de antigüedades donde me compré varios librosespeciales: una primera edición de Los Siete Pilares de la Sabidu-ría, de T H Lawrence, el rey sin corona; la sexta y la séptimaedición de Malocclussion of the Teeth, del padre de la ortodoncia,el trabajo que ocupa mi vida... Mas, sobre todo, adquirí por unprecio elevado, pero justo, el libro que se convirtió en sujeto deesta historia que aquí narro.

Era un libro de unos cinco dedos de grosor y de más de cuatrokilos de peso. Suficiente para hacer daño como arma de mano.Las pastas eran poderosas y rígidas, de un color marrón carmelitay, en el ángulo superior del lomo, donde se unía con el cobertorprincipal, un rugoso desconchón se convertía en una fractura irre-gular que denotaba el lugar de un impacto, como si se hubierautilizado para desarticular violentamente una cabeza del tronco.

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De hecho, su publicación había decapitado a la ciencia de su épo-ca de muchos de sus soportes troncales, hasta convertirla en granparte en la que hoy conocemos. Su autor, sir Isaac Newton, nacidoen 1642, había conseguido construir el edificio científico del co-nocimiento con tanta solidez y ambición que hasta dos siglos des-pués, con la llegada de la teoría de la relatividad general de AlbertEinstein, no sufrió ningún serio quebranto. En la primera ediciónde su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, impreso enjulio de 1686, Newton da origen a una auténtica revolución cien-tífica, término éste utilizado siglos después por el historiador de laciencia Thomas Kuhn, cuyas enconadas polémicas acerca de lacondición de la ciencia como filosofía, que no de la filosofía comociencia, serviría para escribir una novela de corte moderno. Lorecordaré para el futuro, si no se le ocurre antes a alguien. En todocaso, cuando terminé de montar aquella noche, que aquí narro, lahistoria del libro, deseé que ni Kuhn ni Popper volvieran ateorizarme acerca de la ciencia; más bien, a ellos podría haberlessido explicado, si es que no lo conocían o lo obviaban por pocorelevante o significativo, que no hay que hablar de historia de laciencia sino de historia de los científicos. La epistemología, elestudio de la ciencia como ciencia, queda vaciada de contenidopor la epistemetología, el estudio del comportamiento de los quehacen ciencia... Pero, volvamos al libro. Conocido como los “Prin-cipia”, se ha convertido en una joya en las librerías especializadasen la venta de ejemplares antiguos y valiosos. Aquel ante el queme encontraba era una tercera edición, rectificada por el autor,fechada en 1726. La última página, antes de la contraportada, erade cartón pálido y llevaba cosido a mano un manuscrito. Una fi-cha escrita a máquina sobresalía entre sus páginas. En ella desta-caba un dibujo, representando un niño envuelto en una manta y

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leyendo un libro, bajo el cual se leía el texto de la ficha:

Newton, sir Isaac. Philosophiae Naturalis PrincipiaMathematica.

Numerous text diagrams including the engr. plate showing acomentary orbit. 530pp. + index. Large 4to, cont. calf (rebacked).London, 1726.

Third Edition, Third Issue, the very rare “largest paper” issue,one of 50 copies on superfine Royal paper with the crown andfleur-de-lys watermark, for presentation. Babson 14. Gray 10.

The last of the editions published in England in Newton´slifetime, it was dedicated to Dr. Henry Pemberton, Newton’s closefriend, with many revisions. This copy lacks the frontispiece-portrait (supplied in photostat facsimile), and the “CatalogusLibrorum” which was not present in all copies. With the bookplateof Colonel Malcolm of Poltalloch. It’s added a very valuablemanuscript dated in 1767, ended (sic) to Lord Robert Clive, andsigned by Dr. Mark Akinside.

Tenía en mi biblioteca un ejemplar en dos volúmenes de laobra, traducido al español, publicado por Alianza Universidad en1987 en la sección de Ciencias, y en cuya introducción Eloy Radaprofundiza y analiza los avatares que rodearon a la creación de lamagna obra. Me esperaba una noche en vela, pues la curiosidad sehabía adueñado de mí, como si en el libro pudiera colegir las clavesde los sucesos que estaban gobernando mi vida desde que mipasado llamó a la puerta. Dejé sonar en el aparato de música undisco compacto de Glenn Gould, una grabación de 1956, un añodespués de que, con 22 años, el pianista enloquecido dejara confu-

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sos y poco entusiasmados por su debut a los asistentes al PhillipsGallery de Washington. En esta grabación, David Oppenheim, di-rector de la sección de música clásica de Columbia y al que elintérprete le parecía “algo loco, pero con una marcada capacidadhipnótica ante el piano”, aceptó a regañadientes que el jovenpianista abordara las Variaciones Goldberg de Bach, que elcompositor barroco alemán empezó a desarrollar en 1726, el añoque el libro que había llegado a mí había visto la luz. Llené unvaso estrecho y alto con hielo y ron Varadero de 7 años y medispuse a la lectura.

Horas después ya sabía que Newton encargó la primera y lasegunda edición de sus Principia a su amigo Edmund Halley, cuyocometa nos visita cada setenta años. Sin embargo, la tercera edi-ción fue encomendada al Dr. Henry Pemberton, médico y mate-mático inglés de quien, en la enciclopedia Espasa-Calpe, encontréla siguiente referencia:

PEMBERTON (ENRIQUE). Biog. Médico y matemático in-glés, n. en Londres y m. en Oxford (1694-1771). Hizo sus estu-dios en Leyden y París, y al regresar á Inglaterra pensó en dedicar-se al ejercicio de la medicina, pero se lo impidió el mal estado desu salud, por lo que se consagró á la enseñanza, obteniendo unaplaza de profesor de química en el Gresham College, de Londres,y después en el de Oxford, que desempeñó hasta su muerte. Perte-neció a la Royal Society y escribió: Diss. inaug. de facultate addiversas rerum conspectarum distantias se acomodante (1719),Epistola ad amicum J W. de Rogeri Cotessi~ inventis, curvarumratione, quae cum circulo et hyperbola comparationem admittunt,cum appendice (Londres, 1722); View of Isaac Newton’s

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philosophy (Londres, 1728), traducida en alemán por el filósofoS. Maimon (Berlín, 1793); Translation and improvement of theLondon dispensatory (Londres, 1746), A course of chemistry,published by J. Wilson (Londres, 1771) y A course of lectures onphysiology, póstuma (Londres, 1773).

Pemberton fue, según Rada, “un editor cuidadoso y meticuloso,pero carecía del vigor matemático de Halley y Cotes, limitándosea hacer sugerencias de estilo, a cuidar de las pruebas de improntay a introducir las modificaciones que Newton proponía”. Entreestas modificaciones la más notable fue la sustitución del EscolioLeibniziano, presente en las anteriores ediciones, por otro en elcual no figura la menor mención a dicho matemático, con el queNewton polemizó violentamente acerca de la paternidad y deldesarrollo del cálculo infinitesimal. Se le reprocha a Pembertonque, en la entrega de doscientas guineas con las que el científicolo obsequió al finalizar la edición del Principia, estuviera incluidoel agradecimiento por la sumisión con la que el médico inglésasistió a la eliminación del Escolio Leibniziano. No deja de serirónico que, por una cantidad tan poco importante, se pudiera hacerdesaparecer de la obra al importante descubridor del cálculoinfinitesimal, muerto poco antes, y al que ni siquiera entoncesNewton perdonó. De todos es conocida la existencia de las afiladasaristas con las que el genio llevaba adornado su carácter y que, ensus últimos años, se acentuaron debido a los sufrimientos que lecausaba el mal de la piedra. Me sorprendió la mención que encontréen la ficha de la librería acerca de la amistad entre Newton yPemberton ya que, en la fecha en la que éste emprende la direcciónde la tercera edición, tenía apenas treinta años mientras que elgenio, poco dado a los amigos, y menos a los amigos jóvenes,

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tenía ya casi ochenta y cinco. Quizá aquello que los unía era lacondición de matemáticos y la posesión de una mala salud.

Sin lugar a dudas, el ejemplar encontrado donde más de unsiglo antes Doc Holliday se iniciaba como dentista, tenía un nota-ble valor de mercado. Había pertenecido al coronel Malcolm dePoltalloch tal como indicaba el ex-libris adherido a la contrapor-tada inicial. Pero, ¿quién era Malcolm? Este nombre evocaba enmí historias leídas en mi infancia, como si perteneciera a un caba-llero artúrico... Malcolm de Poltalloch... Recurrí de nuevo a laenciclopedia, poco seguro esta vez de encontrar su referencia. Sinembargo, hombre de poca fe…

MALCOLM (JUAN). Biog. Político é historiador inglés, n. enBurnfoot y m. en Windsor (1769-1833). Sentó plaza como cadeteen un regimiento de la India (1783), y se distinguió en el sitio deSeringapatam, ascendió á comandante en 1795, se le encargó demuchas é importantes misiones diplomáticas y fué nombrado ayu-dante del residente británico del Nizam. En 1800 concluyó unaalianza con los persas contra los afganes, lo que le valió el puestode secretario del gobernador general y el grado de coronel. Des-pués desempeñó nuevas comisiones en Persia, destinadas á comba-tir la influencia francesa, ascendió á general de brigada, en 1812regresó á Inglaterra, y en 1816 volvió a la India; se distinguió en laguerra de los maratas, de cuyo campamento se apoderó; pacificóel distrito de Malva y se le nombró gobernador civil y militar delas provincias conquistadas en la lndia Central, en las cuales resta-bleció el orden. Fué también gobernador de Bombay de 1827 á1831, y diputado. Sus principales obras son: History of Persia(1815), Memoir of Central India (1823), Political History of Indian

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from 1784 to 1823 (1826), Sketches of Persia (1827), Sketch ofthe Sikhs (1812), The Administration of British India (1832), yLife of Lord Clive (1836).

Bibliogr. Kaye, Life and Correspondence of sir John Malcolm(Londres, 1856).

No podía negar que había sido un personaje. Militar, gobernantee historiador. Como un Jenofonte del siglo XIX. Despertaba enmí recuerdos de la infancia, pero ignoraba por qué. Tomé el librode nuevo y lo abrí por el final. Aquello que parecía convertirlo enun ejemplar único iba cosido a mano en la última hoja. Elmanuscrito, de tres folios de extensión, estaba escrito con una tintaroja oscura, cuyo trazo e intensidad se afirmaba cuando el rasgose tornaba curvo y salía por encima o por debajo de la horizontalde la línea general. El idioma utilizado era inglés antiguo,coincidente con la fecha (July, 1769) que figuraba a la izquierdadel folio, grueso y amarillento, y que encabezaba las únicas palabrasescritas en latín, con las que el autor del manuscrito, antes de losversos referidos, identificaba a la persona a la que se dirigía: “Viroconjunctissimo Robertae Clive”. A continuación empezaba la cartacon los siguientes versos:

O, my faithful friend!O early chosen, ever found the same,And trusted and beloved ! Once more, the verseLong destined, always obvious to thine ear,Attend indulgent:

En un esfuerzo entorpecido por la modernidad del inglés pormí manejado, escribí sobre el papel de un cuaderno la siguiente

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traducción del manuscrito:

Mi leal amigo,elegido tempranamente, mas siempre hallado el mismo,y en quien confío y a quien amo.Una vez más, atiende indulgentea los versos desde antaño destinados, siempre claros a tus oídos:

Mi corazón ansía que hayas sido también indulgente para mi ausenciade vuestra casa desde hace semanas, incumpliendo los deberes no ya demédico de mi amigo, sino los propios del amigo mismo. Durante estetiempo se ha visto mi vida ocupada, además de en la natural consagra-ción a la salud de mis pacientes y por ende a mi sustento, a la elaboracióny lectura, en tres partes, en el Royal College of Physicians de mi últimaobra “Historia del Despertar del Aprendizaje”, dedicada a mi amigo elDr. Henry Pemberton, al que no llamo colega, pues su condición de mé-dico es sólo un accidente de juventud, y cuya mala salud, que contradicesus ya más de setenta años, sólo se ve superada por su talento en el juegode las matemáticas y en la certeza de la química. Aunque estudió medici-na, como yo mismo, en Leyden, ha utilizado sus dones naturales en eldesarrollo de la enseñanza, es desde largos años atrás profesor en Oxford,y en la publicación de libros de ciencia. Recordarás que te conté que, enlos años que tú y yo nacimos, se vio favorecido por la amistad de sirIsaac Newton, hasta llegar a dirigir la tercera edición de su gigantescaobra de filosofía natural, con gran descontento por parte de EdmundHalley, posiblemente el único amigo que siempre perdonó al genio su iray sus rencores. Adivino tu sonrisa de hombre poco dado a los rodeos conlos que nos adornamos aquellos que hacemos de las palabras y los versosel fundamento de nuestras vidas. Y he de darte la razón, pues todo estoes el preludio con el que quiero presentar el obsequio que acompaña a lacarta y que deseo que enseñes a tu esposa Margarita, pues no sólo sumente es más proclive que la tuya a las cosas del espíritu y de las ciencias,

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mi querido hombre de acción y de fortalezas, sino que ejerció el arbitrioen una ocasión entre tu cuñado Nevil Maskelyne y yo, cuando nos enre-damos en aquella discusión acerca de las mezquindades de los hombresde ciencia. Y conoces mi carácter irritable, que no soporta sentirse sus-traído de la razón. Recordarás que os hice referencia a una conversa-ción, mantenida con el Dr. Henry Pemberton, en la que se manifestabacon claridad esta adolescencia. Te envío, pues, con el mayor de los afec-tos, la tercera edición de los Principia de sir Isaac. Recordarás como, en1757, sufrí hasta sentir dolor paralizante en mi alma tras ver olvidada miteoría de la absorción del fluido linfático desarrollada en las LecturasGulstonianas en Julio de 1755, en beneficio de las doctrinas de los docto-res Hunter y Monro, más dignos de confianza en los conservadores foroscientíficos de nuestro podrido Londres por no conceder, como yo, unaespecial dedicación a la poesía. Sufrí en silencio, cierto es, y cierto estambién que me reprochaste mi inactividad al respecto, con sorpresa portu parte, pues conoces mi temperamento proclive a la ira, y a la luchapertinaz contra la tiranía y la hipocresía en la ciencia y en el arte. Sinembargo, entendí que era momento de callar y dejar ladrar a los perros, ygané con ello el respeto del afamado miembro de la Royal Society Dr.Henry Pemberton. Fue entonces cuando me obsequió con el libro queahora a tí y tu esposa destino. No era, como a continuación explicaré, unpresente carente de especial significación. Entre vasos de exquisito sherryespañol, por otra parte lo único bueno que viaja desde ese país, el Dr.Pemberton me contó que conoció a sir Isaac en la casa que EdmundHalley poseía en Londres, y donde el astrónomo ofrecía reuniones paraque su irritable amigo olvidase sus penosos deberes como gobernador dela Casa de la Moneda. ¿Sabías que condenó a muerte en más de unaocasión a delincuentes que falsificaban el dinero? En una de esas reunio-nes sir Isaac discutió con Halley a causa del odio que profesaba aFlamsteed, Hooke y Leibniz, a los que no perdonaba el empecinamientoen las controversias acerca de la paternidad de doctrinas que afirmabasólo a él pertenecían. A la salida el joven Pemberton acompañó a Newtona su casa, escuchando con comprensión su diatriba enconada. Meses des-

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pués le ofreció la tarea de dirigir la tercera edición de su obra, a la queconsignaba una importancia esencial pues deseaba corregir aquello quecreía erróneo en sus anteriores ediciones. Pemberton intuye, con orgullo,la magna tarea en la que ha de intervenir, pues la edad del sabio la con-vierte en la postrera revisión. Al finalizar la edición comprende que hasido utilizado para materializar el rencor del genio, que borra de su edi-ción referencias anteriores a Leibniz y su desarrollo de un complicadométodo de utilización de cantidades minúsculas que jamás he llegado aentender. Comprendí que Pemberton me enseñaba a pasar por alto todaslas especulaciones que ensucian la ciencia y su progresión a causa de lasmiserias de los celos. Desde entonces he seguido mis estudios y experi-mentos, así como mis obras de poesía y de medicina, ajeno a las polvare-das que ciegan los ojos de los que prefieren la autoría al rigor y a laverdad. Sé que en estos tiempos también tú estás siendo maltratado sinjusticia por mezquinos políticos que desean llenar de vergüenza e iniqui-dades tus actos heroicos y tus gestiones en el gobierno de la India. Aque-llos que se lucraron y corrompieron la administración colonial en su pro-pio beneficio han buscado perderte a los ojos del pueblo inglés. He escu-chado que esperan que se cree una comisión parlamentaria que indagueacerca de sus acusaciones. Y sé que, aunque inocente, ello supondrá unaafrenta para tí y los tuyos. Espero que tu valentía y honestidad te permitaderrotarlos como hiciste en el pasado con tantos enemigos de Inglaterra.Pero hasta que llegue la hora de esa tu última batalla tu amigo de antañoy de siempre te aconseja encarecidamente no te agotes en la esterilidaddel rencor y la inquietud. Recuerda que nada de lo que se realiza prema-turamente ante el temor de ser acusado con injusticia encuentra el menorpropósito o encomienda. A veces la inactividad no es cobardía sino nece-sidad de paz propia para golpear en el momento justo a los bellacos.Dona nobis pacem. Beso la mano de tu esposa, Mark Akinside. M.D.F.R.S.

Busqué de nuevo en la enciclopedia Espasa-Calpe la referen-

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cia al apellido Akinside. Encontré un Marcos Akenside, que pro-bablemente habría de responder al mismo personaje:

AKENSIDE (MARCOS). Biog . Poeta y médico inglés, n. en9 de Noviembre de 1721 en Newcastle del Tyne, y m. en 23 deJunio de 1770 en Londres. Era hijo de un carnicero, y gracias a laprotección de la Sociedad de los Dissenters, estudió teología enEdimburgo y luego medicina en Leyde, doctorándose en Cambrid-ge. En Londres enseñó anatomía y fué miembro del Colegio deMédicos (1751) y de la Royal Society, médico del hospital desanto Tomás (1759), y poco después médico de cabecera de lareina. Como obras de medicina, se le deben: Commentarius dedysenteria (Londres, 1757); Observations on the origin and theuse of the limphatic vessels (Londres, 1757). Como poeta alcan-zó más renombre que como médico; su primera obra fue Thepleasures of imagination (Londres, 1744), y tuvo un éxito grande.

Bibliogr. C. Bucke, On the life, writings and genius of Akenside(Londres, 1832); Dice, Memoir (en la edic. de 1834, reproducidaen la Aldine Edition de 1886).

Me senté delante del ordenador. Me serví el tercer ron añejo,esta vez con Coca-Cola para combatir el cansancio. El ceniceroestaba lleno de cigarrillos. Busqué otro paquete y lo abrí, y fuíasaltado en ese momento por una arcada de fatiga y de asco. Vaciéel cenicero en la papelera, soplé con fuerza para barrer los restosde ceniza de la mesa, y esperé a poder contactar con Internet. Unmosquito volaba por la habitación, atraído por la luz de la panta-lla. Su zumbido se mezclaba con el chisporroteo del ordenador. Elhumo del cigarrillo ascendía hacia el techo de la habitación for-mando figuras de extrañas flores que se abrían para darse paso a sí

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mismas. El grotesco sonido de acceso teléfonico a la redinformatizada apagó el zumbido del mosquito. Y encontré la pá-gina web de Antiquarian Booksellers Association of America. Entréen el listado de librerías asociadas. Ninguna mostraba entre susofertas los Principia de Newton. Pasé horas observando miles deobras ofrecidas a través de Internet. Tropecé con todo tipo de ca-tálogos. Recuerdo que en uno de ellos se ofrecía una foto en colorfirmada por Fidel Castro, tomada en 1977, en la que se ve al per-sonaje -de guerrillero romántico a resto de saldo- enfrascado enuna conversación con el fotógrafo Ward, mientras el puro habanodescansa negligentemente en un cenicero y el intérprete se esfuer-za por parecer parte de la historia. Observé que con algunas ex-cepciones, entre ellas una primera edición del England’s Parnassusde Shakespeare, fechado en 1600, y valorado en $33.000, y otraprimera edición del Frankestein de Mary Shelley, publicado enLondres en 1818 en tres volúmenes y valorado en $60.000, loslibros listados no parecían pertenecer a aquellos que despertaranel ansia inmediata de los coleccionistas privados. Razoné que losPrincipia era un libro que encontraba comprador antes de ser anun-ciado. Por otra parte, el manuscrito a él añadido le hacía candida-to a ser adquirido por una universidad o una institución histórica.Me puse en el pellejo del propietario de una de esas librerías. Sidispusiera de joyas de valor estimable los escondería del conoci-miento público, y utilizaría los cauces privados para venderlos ensilencio y en secreto. El comprador de obras de arte paga a menu-do una cuantía suplementaria por la discreción. Una comprensiblemezcla de codicia y temor a los impuestos, y una fuente, difícil dedetectar, de blanquear dinero. Si vendo un libro valioso afirman-do que ha llegado a mí por un precio irrisorio, producto de miafición a visitar rastros y viejos almacenes, puedo fácilmente jus-

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tificar incrementos de patrimonio. El dueño de la librería ingresadinero negro, evadiendo así impuestos, y el comprador afloraría acontinuación su adquisición, vendiéndola a instituciones públi-cas, justificando así el dinero obtenido por otras vías menos litera-rias, y beneficiándose con ello, posiblemente, de la benevolenciarecaudatoria de la administración, satisfecha por el valor y presti-gio obtenidos con su nuevo juguete. Recordé que días atrás habíavisto en el Telediario de la primera cadena, antes del reportaje dela victoria del Betis, una noticia acerca de una subasta de librosantiguos en Lisboa, en la que un códice de principios del sigloXVI había alcanzado el precio de venta de varios millones de euros.Mientras decidía dejarme vencer por el sueño, meditaba a quiéntenía que recurrir para obtener información acerca del valor dellibro que reposaba ante mí, ajeno ante su intervención en mi vida,poco notable si pensaba en cómo había alterado la historia delpensamiento.

Pero antes de dirigirme al dormitorio fui a la bibioteca del sa-lón. Quería revisar los libros antiguos que a lo largo del tiempohabía ido adquiriendo, interesado en la figura de Akenside, elmédico poeta autor del manuscrito. Años atrás, paseando por laavenida Madison de Nueva Yok, fascinado por la sensación desentir el pálpito del mundo bajo mis pies -esto es como visitarRoma hace más de veinte siglos, recuerdo que pensé- pasé por unescaparate que llamó mi atención. Antiguos grabados miraban alexterior desde las páginas de un enorme libro abierto de par en parsobre un atril que parecía de hojalata. A través de la luna de cristalse entreveían, difuminados por la tenue luz amarilla que ilumina-ba el interior desde varias bombillas desnudas que se dejaban caerdel elevado techo, los lomos de miles de libros antiguos que se

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asomaban al interior de una amplia habitación surcada por mesasde madera. No pude evitar el canto de la sirena y entré excitado enla librería. Durante más de dos horas estuve caminando por losestantes, sin percibir apenas la casi ausencia de calefacción en elestablecimiento. Ya cerca del atardecer, cuando Nueva York eninvierno se convierte una vez más en el mundo, y sus millones deluces bañan la orilla del Atlántico, me acerqué a la persona que,con elegante disimulo, me había vigilado a lo largo de mi deam-bular por la librería. Era una mujer de tez sonrojada y pálidasarrugas, con el pelo blanco azulado caído con ordenada desganasobre los hombros. Pregunté si tenía libros antiguos de odontolo-gía. Me llevó a un cuarto que se abría al fondo, en el lateral dere-cho, y allí abrió un gastado cuaderno de pastas de cuero. Cuandosalí de allí llevaba una primera edición de la Natural History ofthe Human Teeth, de Joseph Fox, de 1800, con bellos grabadossobre el recambio dentario; una primera edición del Tratado delas Operaciones que Deben Practicarse en la Dentadura, de FélixPérez Arroyo, de 1799; y los dos tomos de Medical PortraitGallery, con la biografía de los más celebrados médicos y ciruja-nos, escrito por Thomas Joseph Pettigrew, y fechado aproximada-mente en 1840. Este último era el que quería revisar esa noche.Tomé la ficha de identificación que me proporcionó la libreríacomo teórico certificado de autenticidad: “ARGOSY, BOOKSTORE, INC. OLD AND RARE BOOKS. New York, NY 10022.Number 116 E, 59 St. Telephone PLAZA 3-4455”. En la fichafiguraba la descripción del libro, en los siguientes términos:

PETTIGREW, Thomas Joseph. Medical Portrait Gallery.Biographical Memoirs of the Most Celebrated Physicians,

Surgeons, etc..

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Who Have Contributed to the Advancement of Medical Science.Profusely

illus. with very fine engr. (36 total). 2 vols. London: Fisher,n.d. $300.00.

“Contains some excellent biographies of medical men, withportraits.” GM 6711. Osler 6769.

Los dos volúmenes contenían la biografía de eminentes médi-cos y cirujanos del siglo XVIII y principios del XIX. Lo adquiríporque incluía entre ellos a John Hunter, cuyos estudios acerca dela dentición humana y el crecimiento óseo de los maxilares loconvierten en el primer investigador en mi profesión. Empecé porel primer volumen y finalicé la búsqueda con prontitud. El primercapítulo estaba dedicado a la vida de Esculapio, y lo salté paraencontrar lo que buscaba en el segundo. La firma de Mark Akensidese acostaba bajo su retrato, el trazo de la letra d elevándose porencima y curvándose hacia atrás, como se manifestaba general-mente en la escritura que habitaba el manuscrito. El grabado, debuena calidad, dejaba ver un hombre de perfil, de tronco volumi-noso y cabeza pequeña, con el cabello más corto de lo que erahabitual en la época, peinado hacia atrás para mostrar las entra-das, ojos grandes y ligeramente saltones sobre unas prematurasojeras, boca carnosa y llena de curvas, nariz recta y grande y unaamplia frente que, desde los arcos supraciliares, se curvaba haciaatrás. El capítulo dedicado a su vida se iniciaba con un verso deVirgilio que no quise traducir: “Quae tibi, quae tali reddam procarmine dona?” Mark Akenside, tal como ya sabía por la referen-cia de la enciclopedia, era hijo de un carnicero. Ese hecho lo aver-gonzaba de tal manera que siempre intentó suprimirlo de su vida.

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Quizá por ello firmaba como Akinside en sus obras médicas yliterarias. Empieza a hacerlo como Akenside a partir de 1763,cuando se publica la sexta edición de sus obras y por la que eleditor Dodsley le abonó la elevada suma, para la época, de cientoveinte libras, y sólo después de la recomendación del poeta Pope,que avisó al editor de que Akenside era “no every-day writer”. Sutalento para la poesía despertó en él ya a temprana edad, y a losdieciseis años vio publicado un poema escrito a la manera deSpenser, titulado “El Virtuoso”, seguido por otro de mayor exten-sión que se recogía bajo el curioso título de “Una Rapsodia de lasMiserias de un Poeta nacido en un bajo Estado”. Akenside estudiómedicina en Edimburgo, después de devolver una suma que enconcepto de beca le había proporcionado la Dissenter’s Society,sociedad formada por disidentes de la Iglesia Anglicana, que asíayudaba a jóvenes con talento a convertirse en ministros de sureligión. Posteriormente marchó a Leyden, el corazón de la cien-cia médica de su época. En 1744 se doctora con la obra “De Ortuet Incremento Foetus Humani” y, en el mismo año, publica sucreación poética “Los Placeres de la Imaginación”. No pasó mu-cho tiempo sin que destacara entre sus coetáneos tan versátil per-sonalidad, aún en una época en que era habitual que el médico sedistinguiera por sus inquietudes artísticas y humanísticas, tradi-ción ésta que ha desaparecido en los últimos decenios. El 11 dejulio de 1755, dos siglos exactos antes de la fecha de mi naci-miento, leyó en la Real Sociedad de Médicos su obra acerca de LaFunción del Sistema Linfático o Absorbente, exponiendo públi-camente, por primera vez, la auténtica tarea fisiológica de los con-ductos linfáticos. Sin embargo, la historia médica consignó la pa-ternidad del descubrimiento a los doctores Monro y Hunter que ladesarrollaron en 1757, tal y como Akenside cuenta en el manus-

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crito enviado a Lord Clive. Fue hombre de carácter seco, pocoproclive a las amabilidades con sus congéneres, ni aún con losenfermos, de los que a veces se desentendía con fastidio si norespondían con claridad a sus preguntas. Vestía elegantemente,quizá para distraer de lo indisimulable: una de sus piernas era con-siderablemente más corta que la otra, y lo compensaba con unlargo tacón. Solía llevar una ancha capa de color blanca y unalarga espada al cinto. En una ocasión retiró la palabra durante añosa uno de sus colegas, el cirujano Baker, que le comentó que habíadecidido que uno de sus hijos que padecía epilepsia, ante la impo-sibilidad de ser cirujano, marchara a Edimburgo a convertirse enmédico. Su principal obra médica, “De Dysenteria Commentarius”fue publicada en 1764, siendo responsable de que se le considera-ra un experto en esta enfermedad, que por entonces afectaba in-cluso a las capas más altas de la nobleza. Fue, sin embargo, en suobra “Observations on Cancers” cuando propugna la utilizacióndel opio para paliar los dolores. Parece ser que probó en sí mismolos efectos de la sustancia, a la que tomó bastante cariño, hacien-do partícipe de ello a sus amigos. No resultaría extraño que ellofuera la razón de su amistad con lord Clive, a cuya esposa atendíaAkenside de crisis biliares. Falleció a los cuarenta y nueve años deedad, mi edad actual, debido a una infección pútrida de la gargan-ta, rodeado por sus amigos, que debieron lamentar la pérdida desu talento literario y médico, así como de sus provisiones de opio.

Uno de esos amigos, amigo del alma y del opio, era el destina-tario de la carta manuscrita que portaba el Pricipia. Para conocer-lo no precisaba de la enciclopedia ni de la red, ni de libros dereferencia. Su figura y su vida habían colmado mi imaginacióninfantil, cuando ya desde pequeño contaba sus aventuras a mis

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hermanos menores. No necesitaba esfuerzo para recordar lo quesabía acerca de Lord Robert Clive, creador del imperio británicoen la India. Su figura es historia con mayúscula, y su vida ejemplode valor y desprecio a la muerte. Si es cierto que los elegidos delos dioses mueren jóvenes, existen excepciones que sortean conarrojo los cepos de la muerte y, bendecidos por el destino, la bus-can y la toman cuando a ellos apetece. Y Lord Clive representauna de estas singularidades. Nacido en Market-Drayton, el 29 deseptiembre de 1725, fue el mayor de 13 hermanos, hijo de unmodesto abogado y propietario rural, descendiente de una antiguafamilia que había en tiempos enseñoreado en el condado de Shrop.De adolescente fue un mal estudiante, inclinado a las peleas, alpugilato y al cultivo de los ejercicios físicos. A sus cortos 18 añosmarchó de Inglaterra como escribiente de la Compañía de Indias.Llegado a Madrás hubo de soportar penalidades, enfermedades ypobreza, hasta el punto de que agotado primero por el esfuerzo devivir su sueño y deprimido después por la tarea innoble de sobre-vivir, tomó la decisión de quitarse la vida. Al fallar la pistola pordos veces la arrojó con displicencia y dicen que exclamó: “Pareceque he nacido para algo; viviré pues”. Esperó su momento quellegó poco después, en 1746, cuando los franceses tomaron Madrás.Inglaterra había cedido paso con demasiada facilidad, otra cosano podían hacer, a la influencia francesa en la India. Pero Clivevolvió a esperar. Cinco años. Cinco años en los que creció su espí-ritu hasta acomodarlo en su cuerpo de guerrero. En 1751, con 500hombres, entre ingleses y cipayos, abandonó Madrás como anta-ño abandonara la campiña inglesa, en busca de su destino, a desa-fiar a los dioses. Tomó al asalto la ciudad sagrada de Arcot, con100.000 habitantes y defendida por el cuerpo selecto del ejércitode Chunda Sahib. Y ahí demostró su proceso de madurez, pues

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renunció a seguir el avance, se apostó en la ciudad con 200 com-batientes, soportó el sitio que llevaron a cabo 7.000 soldados ene-migos y se lanzó con osadía a la historia. Después de varias victo-rias y conquistas consecutivas, Arni, Kaveripak, Kovilam yChingalpat, en 1756 decidió volver a Inglaterra. Había contraídomatrimonio con Margarita Maskelyne, hermana de un afamadoastrónomo, y había empezado a soñar con una humedad distinta,más verde y más fría, cuajada de niebla, y en la que escuchara amenudo los perros y el cuerno de caza. Liberó de cargas la propie-dad de su padre e intentó influenciar en la política como diputado.Pero Inglaterra no premia a sus guerreros con tareas políticas enépocas de paz; recordad a Lawrence de Arabia, recordad a WinstonChurchill, que ni siquiera obtuvo el acta de diputado por Saint-Michael, empeño en el que había gastado su fortuna. Lawrencecambió su nombre y escribió, Churchill afirmó el suyo y escribió,pero Clive volvió a la India, donde pronto encontró un objeto paracaldear su sangre en aventuras: decidió vengar los actos de feroci-dad que había llevado a cabo Siraj-ud-Daula, nabab de Bengala.Derrotó a parte de su ejército en el emplazamiento de Calcuta, ysin perder tiempo se encaminó a Chandernagore, donde los fran-ceses no esperaban su osada llegada. Tomó la ciudad al asalto, yno quiso entonces probar el descanso. Con 3.200 hombres fue alencuentro del ejército del nabab, acampado en Plassey. En unamemorable batalla, digna de ser relatada por Homero, rindió a50.000 hombres enemigos, equipados con artillería francesa. Ysólo entonces descansó. Gobernó Bengala durante tres años, hastaque volvió a soñar con la campiña. En 1761 ocupó con justicia suacomodo en el Parlamento y, al año siguiente, fue ennoblecidocomo barón de Plassey. Poco después, en 1764, fue hecho caba-llero de la Orden del Baño. (En cierta ocasión, Stalin recibió en

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Moscú, mientras llevaba a cabo su ideológicamente incomprensi-ble tratado de no agresión con la Alemania de Hitler, representadopor Von Ribbentrop, la visita de Sir Reginald Drax, enviado porel Gobierno del Imperio Británico. El inglés, cuyas credencialesno habían llegado a tiempo comenzó a recitar sus méritos y con-decoraciones. Al mencionar, entre otras tantas vanidades, que es-taba en posesión de la Orden del Baño, Klim Voroshilov, primermariscal y miembro del Politburó, preguntó con sorna: “¿Ordende la Bañera?”. Sir Reginald respondió resaltando la importanciade dicho título. La Orden del Baño de hecho se creó por EnriqueIV de Inglaterra en 1399 para premiar a los caballeros que se ba-ñaron en su compañía la noche antes de su coronación. La expli-cación que el enviado británico dio a la camarilla de Stalin fuemás romántica y legendaria. Fabuló que la orden había sido crea-da para los caballeros andantes que, tras matar dragones y liberardoncellas, presentaban sus respetos a los reyes antiguos del reinode Inglaterra que, antes de recibirlos, les permitían hacer uso desus aposentos de aseos reales. Poco imaginaba el burlón bolchevi-que Voroshilov que más de sesenta años después el autor de estanarración y sus amigos crearían la Orden de la Bañera, cuya sedese situa en el legendario Muro de los Navarros, en la ciudad deSevilla). Pronto empezó Lord Robert Clive a soñar con las tierrasque conocieron su arrojo. Y aprovechando que la corrupción y lacodicia habían llevado el desorden a la Compañía de Indias elantiguo escribiente llegó a Calcuta, donde dedicó su talento y dis-ciplina al gobierno justo y a sanear la administración colonial. Yen todo ello, una vez más, consagró los versos de Kipling:

Si pudiendo apilar cuanto has ganadolo sabes apostar a cara o cruz,y pierdes, y al perder nunca han cambiado

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color tu cara ni tus ojos luz.En 1767, sin una libra que defender, vuelve a Inglaterra, para

encontrar en su patria el descontento contra él. Observó que sehabía querido tanto al guerrero como ahora se despreciaba al efi-caz administrador del patrimonio imperial. Los personajes a losque había perjudicado en su lucha contra la corrupción utilizaronsu influencia para malquistarlo con el pueblo y sus gobernantes.En 1772 se le acusó públicamente de mala gestión en la India confines de enriquecimiento personal. Nada de ello se pudo demos-trar en la comisión parlamentaria que a esos efectos se creó. Sunombre salió limpio, pero su fe mancillada y su honor herido. El22 de noviembre de 1774, afectado por las iniquidades de loshombres, debilitado por el consumo de opio y derrotado por unadepresión, encontró su pistola esta vez más acertada que antaño.Había nacido para algo. Y había muerto para enseñar a los diosesa morir. En las noches de mi infancia, rodeado por mis hermanosen nuestro dormitorio, conté hasta verlos dormir muchas de susaventuras, extraídas de un antiguo libro de historia de mi padre,“La vida de Lord Clive”, escrita por sir John Malcolm, traducidapor D. Juan Tomás y Salvani, y publicada en Biblioteca Verdaguer,en 1883. Era el mismo Malcolm de Poltalloch, cuyo ex libris fi-gura en el ejemplar de esta historia: dos ciervos de poderosas cor-namentas, encadenados por el cuello, sujetan entre sus patas de-lanteras un escudo cruzado diagonalmente por dos barras en lasque se sitúan simétricamente cinco estrellas, una en cada uno delos cuatro extremos, y otra en el centro, donde las aspas se unen.Cuatro cabezas de ciervo se alzan en los espacios libres de la peri-feria del escudo, que está coronado por una torre medieval. Unainscripción latina se inscribe en la parte superior e inferior con elsiguiente mensaje: “IN ARDUA TENDIT DEUS REFUGIUM

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NOSTRUM”.

Había conseguido cerrar la investigación: Newton encarga aPemberton la tercera edición de sus Principia, enterrando en él suodio a Leibniz. Pemberton entrega al médico y poeta Akenside unejemplar de su edición y el consejo de huir de la mezquindad.Akenside obsequia a Lord Clive, junto con la carta, el libro y elmismo consejo. Lord Clive se dispara a la cabeza pocos años des-pués, y entra en la historia. Sir Malcolm, militar y biógrafo, des-pués de sus propias campañas y gobierno en la India escribe en1856 La vida de Lord Clive, de quien se considera discípulo. Esposible que la familia de Lord Clive, agradecida por el entusias-mo del coronel Malcolm le entregara el libro y la carta manuscritadel médico especialista en disenterías y en el sueño eterno delopio. En 1883 The life of Lord Clive es traducida en una editorialde Barcelona. En 1965, en Sevilla, en el chalet La Isla, un niño dediez años de edad, lee con pasión la biografía, y en voz baja, parano ser castigado, la convierte en aventuras narradas a sus herma-nos. Cuarenta años después, convertido en médico, dentista yortodoncista, aquel niño abre la puerta al libro, al manuscrito, a lahistoria y a su propio pasado. “It is funny” parece escucharse lavoz de mi admirado colega Doc Holliday, mientras se observabalos pies desnudos y esperaba al último esputo mortal.

Todo un pasado se agolpaba ahora ante mis ojos cansados. Metendí en la cama sin quitarme ni siquiera los zapatos, para intentarevitar el destino descalzo del dentista pistolero. Recordé cuandoen los veranos de La Línea de la Concepción, quizá la época másfeliz de mi vida, empecé a leer los libros de mi abuelo, casi todosde novela negra. Y recordé, antes de quedarme dormido, cuando

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nos acostaban a mi hermano y a mí a la hora de la siesta.

La Línea de la Concepción. 1960-1966.

Me hacían acostarme, después de almorzar, en una habitacióncon dos camas, que se asomaba al pasillo. Pancho, mi hermano,se acostaba en la que había junto a la puerta y conseguía dormir.Yo creo que nunca me abandoné al sueño en aquellas siestas obli-gadas de los veranos de mi infancia. Era en casa de mis abuelos,donde Pancho y yo pasábamos las vacaciones, cuando nuestrodormitorio, en las tardes de calor, se vestía de una tibia oscuridad;tibia y triste, porque dejaba adivinar fuera de ella la luz del veranoque, a esa hora, siempre arrancaban de mis manos, para que nopudiera contaminar la siesta ni tan siquiera con la lectura. Cuandomi hermano se dormía y escuchaba la profunda y extraña respira-ción de mis abuelos dormitando, me incorporaba y alargaba lamano hacia una cajita de música que vivía sobre la mesita de no-che. Estaba lacada en negro y mostraba irritados desconchones enlos bordes. Le daba silenciosamente la vuelta y giraba la llave dela cuerda hasta sentir cómo venía el final, siempre sorpresivo.Apostaba conmigo mismo cuántas vueltas quedarían para el topedefinitivo. Entonces la dejaba sobre la mesa y esperaba. Quizá noquería hacer evidente que la música y la vida interior que en ellasucedía dependían exclusivamente de la dorada llavecilla que an-tes había manipulado. Mientras esperaba, imaginaba leyendas yaventuras, y borraba las huellas de la frontera con mis sueños.Imaginaba la palabra fácil y me soñaba fuerte y decidido, libre demiedos y oscuridades, adversario de la maldad, habitante de lascalles, desdén de desconocidos, objeto de admiración y respeto,temido y seguro. Siempre a tiempo de perderme en mis fantasías

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tomaba la caja de negro lacado y la abría lentamente, como sólodespués he hecho con el amor. No creo que nunca sepa hacer jus-ticia con las palabras a lo que sentía en aquellos momentos, cuan-do los dos bailarines emergían de uno de los compartimentos tapi-zados con terciopelo rosa. El se elevaba, digno y esbelto, vestidotodo de negro, con un sombrero de copa y una escéptica sonrisamarcada bajo unos intensos ojos oscuros, rítmicamente fijos en sucompañera. Años después encontré esa imagen en un cuadro deRenoir, La Moulin de La Galette. Ella ladeaba la cabeza con unfirme abandono, y aunque sus ojos parecían tristes, en sus labiosasomaba una infinita felicidad. Vestía como una bailarina clásica,con una blusa blanca ceñida y una falda corta y despegada. Suspiernas eran largas y morían en unos pies sensuales, desnudos.Siempre me ha sorprendido la ausencia en ellos de las inevitableszapatillas de baile. Quizá, en la realidad de los ojos grandes deaquel niño insomne, toda la magia residía en aquellos pies desnu-dos, carentes de pudor, pulidamente excitantes. Giraban ambosbailarines uno alrededor del otro, anclados como estaban por eleje, que era el alma metálica que los unía a la música; él, con losbrazos caídos; ella, alzándolos por encima de la cabeza, arrojandoel nacarado sonrojo de sus axilas, mientras el Para Elisa deBeethoven puntilleaba la habitación con sus notas breves y entrecor-tadas. Yo me acurrucaba y, fija la mirada en los enamorados, mebalanceaba en comunión con los tonos mas graves y profundosque acompañaban a aquellos que parecían deliciosos pellizcosmusicales.

Quizá, si volviera algún día a encontrar esa cajita, y la abrieracon el mismo ensueño que entonces, podría encontrar, dentro deella, sentado y todavía meciéndose, tan pequeño y con los ojos tan

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grandes, a un niño que aún sueña, que no deja de mirar a los bai-larines y que no duerme a la hora de la siesta. Y si la depositara enel suelo junto a mi cama, al alcance de mi mano, cerraría los ojosy escucharía a Doc Holliday sonriendo, mirándose los pies des-nudos, musitando “It´s funny” y soñando cómo se hizo grande suvida, desde la consulta del número 26 de Whitehall Street hastaTombstone, desde el cuerpo sin fin de Big Nose Kate hasta elcaminar decidido hacia el establo legendario junto a su amigo WyattEarp y sus hermanos, mientras conjuraban a la muerte que en eseinstante fue para otros.

En Camas, Sevilla a 7 de julio de 2004 (San Fermín)

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