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Para liberarte dela ansiedad y de la impaciencia Víctor Manuel Fernández SAN PABLO

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Para liberarte dela ansiedad y de la impaciencia

Víctor Manuel Fernández

SAN PABLO

PARA LIBERARTE DE LA ANSIEDAD Y DE LA IMPACIENCIA

Colecc ión

Ser feliz

1. Para liberarte de la ansiedad y de la im­paciencia

2. Para protegerte de la envidia y liberarte de los, miedos

3. Para liberarte de nerviosismos y tensiones 4. Para liberarte de los, apegos y obsesiones 5. Para liberarte de una espiritualidad sin

vida 6. 20 formas, sanas, de responder al insulto 7. Para liberarte de la tristeza y la negatividad 8. Para liberarte del e g o í s m o y del aislamien­

to 9. Para liberar a tu familia del vacío

10. Para liberarte del aburrimiento y la rutina 11. Para liberarte de los malos, recuerdos, re­

mordimientos, y resentimientos 12. Para liberarte de esa sensación de debili­

dad interior 13. Para liberarte de la superficialidad y de

las, máscaras,

Víctor Manuel Fernández nació en Gigena (provincia de Córdoba). Estudió Filosofía y Teología en el Seminario de Córdoba y en la Facultad de Teología de la UCA (Bs. As.). Luego realizó la licenciatura con especialización bíblica en Roma y finalmente el doctorado en Teología en la UCA. Fue párroco, director de catcquesis, asesor de movimientos laicales y fundador del Instituto de Formación laical en Río Cuarto. Actualmente es vicedecano de la Facultad de Teo­logía de Buenos Aires, formador del Seminario de Río Cuar­to y director de la revista "Teología". Enseña Teología Mo­ral, Teología Espiritual, Nuevo Testamento y Hermenéutica. Ha publicado más de sesenta libros en Argentina, México, Colombia, Brasil y España, además de numerosos artículos de exégesis, teología y espiritualidad.

Víctor Manuel Fernández

Para liberarte de la ansiedad

y de la impaciencia

Meditaciones y oraciones

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SAN RMJLO

Distribución San Pablo:

Argentina

Riobamba 230, C1025ABF BUENOS AIRES, Argentina. Teléfono (011) 5555-2416/17. Fax (011) 5555-2439. www.san-pablo.com.ar - E-mail: [email protected]

Chile

Avda. L. B. O 'Higgins 1626, SANTIAGO Centro, Chile. Casilla 3746, Correo 21 - Tel. (0056-2-) 7200300 - Fa> (0056-2-) 6728469

www.san-pablo.cl - E-mail: [email protected]

Perú Armendáriz 527 - Miraflores, LIMA 18, Perú. Telefax: (51) 1-4460017 E-mail: [email protected]

Fernández,Víctor Manuel

Para liberarte de la ansiedad y la impaciencia. - Ia ed. 9 a

reimp. - Buenos Aires: San Pablo, 2009.

80 p.:20xl0cm.- (Ser feliz, I)

ISBN: 978-950-861-636-4

I. Superación Personal. I.Título

C D D 158.1

Con las debidas licencias / Queda hecho el depósito que orde­na la ley I 1.723 / © SAN PABLO. Riobamba 230, C1025ABF BUENOS AIRES, Argentina. E-mail: [email protected] / Impreso en la Argentina en el mes de julio de 2009 / Industria argentina.

ISBN: 978-950-861-636-4

Tre&eritaáávi

Algunas personas son capaces de disfrutar de la vida. Hacen con gusto sus tareas, pero no se angustian si algo no sale como lo han planeado. Tienen sueños y proyectos, pero no permiten que esos planes les quiten la felicidad y la paz. Luchan contra las dificultades, pero saben bien que todo tiene su tiem­po, que hay que saber esperar, y acep­tan que esta tierra no sea el cielo.

Otras personas viven volcadas ha­cia el futuro. Viven anticipándose y tra­tando de acelerar las cosas. Todo tiene que ser "ya". Esto es una manera de negarse a la vida, de rechazar la reali­dad, de convertirse en enemigos del presente. Así, en definitiva, se encierran en su propia mente, en sus planes para el futuro, y pretenden ser como dioses que todo lo tienen controlado.

Si esto nos sucede, no aceptaremos que los demás se entrometan en nues­tros planes, nos interrumpan, nos mo­lesten, y perderemos fácilmente la pa­ciencia. Quizá no tratemos mal a los demás, pero no los soportaremos, y ten-

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dremos una sensación de rechazo que dará vueltas por dentro.

Por eso, ahora transitaremos un ca­mino para que podamos serenarnos frente a la realidad y frente a los demás, un camino para sanar la ansiedad y la impaciencia.

Comencemos antes que estas locu­ras nos enfermen el alma y el cuerpo.

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El veneno de la

ansiedad

Este veneno que se llama "ansie­dad" es una especie de prisa interior permanente. La persona puede mos­trarse serena por fuera, pero por den­tro está acelerada.

Siente una necesidad imperiosa de resolver pronto todas las dificultades y de hacerlo todo inmediatamente, como si todo fuera urgente o indispensable. Es un problema relacionado con el tiempo.

La persona quiere terminar rápida­mente todo lo que tiene que hacer, sin dejar nada pendiente. Entonces, su mente siempre va más adelante que su cuerpo. Cuando está haciendo algo, está pensando en lo que tendrá que hacer después. No se detiene en nada con pro­fundidad, no está con todo su ser en ninguna tarea y en ninguna cosa.

Por esta misma ansiedad, no pue­de disfrutar plenamente de ninguna actividad, ni darle un sentido profun­do a lo que hace.

Con el tiempo, la persona siente que no está viviendo, y es como si pos­tergara la vida para el futuro.

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Al no haber vida real, tampoco es real su relación de amor con Dios y con los demás. No dedica toda su atención a las personas que trata. Las escucha pensando en lo que deberá responder o en lo que tendrá que hacer después. Así, con el tiempo, las relaciones con los demás se lastiman y al final sólo queda una triste soledad.

Esa ansiedad es un veneno. La ten­sión psicológica termina afectando al cuerpo, que no puede resistir esa prisa permanente del sistema nervioso. En­tonces se producen enfermedades: aler­gias, problemas digestivos, palpitacio­nes , además del desgas te y del cansancio del sistema nervioso.

Por todo esto es tan importante que nos detengamos a buscar motivaciones para que la ansiedad no domine nues­tras vidas. Muchas personas, cuando han comenzado a sanar la ansiedad, han empezado a liberarse de muchos males.

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1. La gran sabiduría de aprender a detenerse

La persona ansiosa quiere tener­lo todo, nunca le basta lo que posee, nunca está conforme con lo que Dios le regala. Pero ya dice la Biblia que nadie puede tenerlo todo (Eclo 17, 30). Es una gran sabiduría darse cuenta de eso.

Muchas veces, luchando por el fu­turo, para alcanzar algo más, nos per­demos el presente que es regalo de Dios, y entonces la Biblia nos enseña una clave de la vida verdadera: apren­der a detenerse. No sólo detenerse ante Dios, sino ante todos los dones que él nos conceda vivir.

Comer, beber y disfrutar en medio de las fatigas, eso también es don de Dios (Eclo 2, 24).

Cada vez que podemos disfrutar de una buena compañía, de una rica comi­da, o de cualquier placer lícito, es bue­no recordar que Dios nos da abundante­mente las cosas para que las disfrutemos (ITim 6 ,17) .

n

La Palabra de Dios te invita a dete­nerte en cada cosa, en cada persona, en cada pequeño placer, en cada actividad. Si lo hicieras, para ser feliz te bastaría el aire, la luz, una flor, un té, una sonrisa, una tarea cualquiera. Que no te parezca poco, si es regalo de un Dios de amor.

Por eso dice la Biblia: Hijo, trátate bien con lo que tengas (Eclo 14, 1.1). Y tam­bién te invita con ternura: No te prives de pasarte un buen día (Eclo 14,14). ¡Qué dis­tinta sería la vida si escucháramos cada día esas cariñosas palabras de Dios!

Aprender a detenernos no sólo nos libera de la ansiedad. Al ponernos en profundo contacto con la realidad, nos abre perspectivas luminosas, ofrece horizontes amplísimos y llenos de ri­queza, al mismo tiempo que la vida se simplifica, se libera de complicaciones, y deja de embrollarse en vericuetos que no llevan a ninguna parte.

Cuando podemos detenernos, y un objeto o una persona ocupa todo nues­tro interés por un instante, ese momen­to es vivido a pleno. Cuando todo nues­tro ser se unifica en una sola dirección, entonces alcanzamos un verdadero en­cuentro, una fusión, una unión perfec­ta, aunque sea por unos minutos.

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No se trata necesariamente de una quietud física, porque esta experiencia puede producirse también en medio del entusiasmo de una actividad muy in­tensa. Esto sucede, por ejemplo, en un orgasmo entre dos personas que se aman. Pero hay muchas otras formas de unión que la mayoría de las personas experimentan pocas veces en la vida. Si pudieran multiplicarlas, encontrarían una existencia mucho más plena.

Para que yo pueda detenerme en algo o en alguien, dedicándole, por un instante, todas mis energías, mi inte­rés, mi atención mental y afectiva, ten­go que apartar por ese instante todo lo demás, para que nada me distraiga, para que todas mis energías se unifi­quen sólo en ese punto. De otra mane­ra, mis energías seguirán desconcen­tradas, dispersas, y no podré experi­mentar el encuentro pleno con esa realidad que tengo ante mí. Si hay al­guna urgencia que me llena de tensio­nes, no podré prestar una atención se­rena y amorosa a esa persona o a esa cosa. Si hay alguna tarea, otras perso­nas, otros proyectos que me parecen absolutos, estaré con mi mente ansio­sa lejos de este presente, y no podré de­tenerme en él.

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Es bueno pensar lo siguiente: Cual­quier cosa que me toque vivir es un desafío que Dios me ofrece, es mi reali­dad ahora, y por lo tanto merece ser vivida a pleno. Nada de lo que tenga que vivir debería parecerme insignifi­cante. Todo es valioso, si es lo que me toca vivir.

San Francisco de Asís vivía esto a fondo, porque a cualquier cosa la lla­maba "hermana", y así practicaba un precioso amor universal. Estaba siem­pre a pleno donde le tocaba estar. Go­zaba yendo donde le tocaba ir. Acepta­ba ser lo que le tocaba ser.

Veamos un ejemplo concreto que nos muestre cómo se practica este arte de detenerse:

Una tarde de verano iba caminando por los cerros, en un lugar simple pero muy bonito. Yo no disfrutaba del paisaje, de la brisa, del sol, porque estaba inmerso en un montón de pensamientos, recuerdos, esce­nas que iban y venían por la mente. Y así pasaba el tiempo, y se me escapaba el pla­cer de aquella tarde. Hasta que escuché in­teriormente un llamado de Dios que me decía: "No hables más. Deja que hable yo".

Creí comprender ese mensaje. Entendí que tenía que acallar esos pensamientos

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inútiles que me distraían, y que tenía que escuchar lo que Dios quería decirme. En­tonces, cambié aquellos pensamientos por otras reflexiones teológicas y espirituales sobre la presencia de Dios en la naturaleza, y luego pasé a reflexionar sobre otras cues­tiones.

Pero volví a escuchar insistentemen­te: "No hables más, deja que hable yo". Cla­ro, yo no había callado, no había permitido que Dios hablara. Sólo había cambiado unos pensamientos por otros, unas palabras por otras, y no era capaz de disfrutar callada­mente de aquella tarde. Palabras, pala­bras...

Finalmente acepté que Dios me habla­ra. Simplemente dejé de alimentar los ra­zonamientos, recuerdos y proyectos que atrapaban mi mente. Sólo comencé a pres­tar atención serenamente a los detalles del paisaje, sólo empecé a percibir con gozo el calor del sol y le permití al aire que me aca­riciara. Contemplé agradecido los colores, las líneas, las formas, y escuché el rumor del paisaje. Sin pensar en otras cosas. Y cada piedra, cada hierba, cada nube, comen­zaban a ser inmensamente valiosas. Eran mi verdad, eran mi vida, eran mi presente, eran el mensaje de Dios. En cada recodo del camino, Dios me hablaba, pero no con ra­zonamientos o reflexiones. En cada cosa, en-

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volviéndome con los colores, las sensacio­nes y los sonidos, Dios me amaba. Simple­mente me hablaba de amor.

Aquella tarde terminé mi paseo agra­decido, sintiéndome amado por Dios. Esa era mi verdad más importante, y por lo tan­to, la palabra más importante que Dios me quería decir.

Pero es necesario adquirir un hábi­to de detenerse ante las personas, los acontecimientos, las tareas. Nosotros nos movemos por hábitos, y algo se hizo hábito cuando se hizo nuestro, cuando se hizo carne, cuando se ha vuelto espontáneo.

Cualquier cosa que nos interese conseguir requiere detención. Curarnos de una enfermedad, superar un defec­to, hacer una obra valiosa. Todo lo que sea importante para nosotros requiere que nos detengamos un poco. Por eso, esta actitud es indispensable. Si alcan­zamos a descubrir lo importante que es la detención para vivir bien y sanamen­te, entonces tomaremos la decisión de iniciar este aprendizaje.

Todos sabemos que masticar lenta­mente y muchas veces cada bocado es una de las claves para la buena salud. Pero las personas ansiosas se lo repiten

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a sí mismas una y otra vez, y, sin em­bargo, siguen comiendo velozmente. Sólo cuando se enferman y les angus­tia su enfermedad, puede suceder que tomen la decisión de masticar más y con mayor lentitud.

Es fundamental decidir "ahora" de­tenerme en este plato que tengo adelan­te, y masticar muchas veces cada boca­do, percibiendo el sabor de lo que como, degustando bien y advirtiendo los cam­bios del sabor mientras mastico; dejan­do los cubiertos a un costado mientras mastico un bocado y no volver a tomar­los hasta que haya masticado bien y tra­gado el bocado anterior. Si lo hago una vez, si lo hago esta vez, es posible que descubra lo bueno que es y luego lo re­pita y finalmente adquiera el hábito de detenerme a masticar bien. Así, será po­sible que aprenda a detenerme también en otras cosas que me toque vivir.

También es importante ser capaces de detenerse con todo el ser en cada acti­vidad, ser capaces de apasionarse y de entusiasmarse con toda el alma y todas las fuerzas en una tarea. Es vivir con to­tal intensidad lo que haya que hacer:

Veo que no hay para el hombre nada mejor que gozarse en sus trabajos, porque ésa es su paga (Eclo 3, 22).

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Cuando alguien adquiere una ver­dadera habilidad que lo hace feliz, es porque ha dejado de preocuparse por lo que está alrededor, por el éxito, el fra­caso, la mirada de los demás, el aplau­so o los sentimientos de los demás. El artista ha logrado estar sólo en lo que hace, entregarse de lleno a eso. Enton­ces, el cantante en lugar de cantar, es cantado por la canción, el narrador es tomado por la historia o el poema que recita, un deportista se deja atrapar fas­cinado por el mundo de relaciones que se establece en el juego. Y entonces todo ocurre de modo natural, todo fluye, sin dolor ni miedo. Es ese presente lo que cuenta, y nada más. Eso es vida. Y así ¡cuánto vale cada momento!

Cuando es así, la persona confía en ese dinamismo que se ha apoderado de su ser y deja que todo ocurra. Eviden­temente, cuando uno ha logrado deter­minada destreza, esto se hace más fá­ci l ; pero también es c ier to que la destreza será mayor cuanto más nos li­beremos del temor y de las distraccio­nes externas. Nunca terminaremos de desarrollar una habilidad, si no nos en­tregamos completamente a ella porque sí, y nada más que porque sí. Es lo que sucede en varias formas de lucha orien-

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tal, donde la persona pierde el temor cuando da todo de sí, y, al mismo tiem­po, puede dar más de sí a medida que pierde el temor.

Esto sucede cuando uno se olvida de todo lo que hay alrededor, y también del reloj, como si el tiempo no pasara, y no contara. Tampoco interesa si co­metimos errores; eso no nos perturba, ya qué sólo interesa lo que está aconte­ciendo, y no lo que podría ser o lo que debería haber sido.

Las grandes obras, las genialidades del arte, las mejores creaciones del hom­bre, han surgido en momentos recepti­vos, cuando alguien se ha dejado tomar, se ha dejado poseer por algo bello, por algo noble, por algo sublime.

Hay momentos en que una intensa actividad se vive con un sentido tan profundo, que esa misma actividad se convierte en una especie de descanso reparador. Vale la pena que recordemos unas palabras de Gandhi, donde él ex­presa el profundo sentido que hallaba en todas las actividades, en una suerte de contemplación activa:

Cuando uno mete la mano en una pa­langana o enciende el fuego, cuando es­cribe interminables columnas de cifras en

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una oficina, cuando lo queman los rayos del sol medio hundido en el barro de un arro­zal, o hunde la pala en la tierra, si en ese momento no vive plenamente, como si es­tuviera en un monasterio, entonces el mun­do no tendría salvación.

Es un error creer que sólo es posi­ble detenerse ante la pura y bella natu­raleza: el sonido de un arroyo, los colo­res de un atardecer en el lago, el azul de las montañas. No. Eso es sólo una parte de la realidad. Podemos detener­nos y tomar contacto con cualquier cosa, también con las calles de una ciu­dad, con los ladrillos, con las antenas. Podemos aprender a unirnos con la ciu­dad y dejar de sentirla como algo ex­traño. No hay que contraponer la natu­raleza a la obra del hombre. Porque si existe en la tierra un ser que tiene una mente, una creatividad y una capacidad de construir, significa que eso también es bueno, Y también una ciudad desor­denada y pobre tiene su secreta hermo­sura y su atrapante misterio, si apren­demos a detenernos en ella, en sus detalles, en su vida. Además, toda la realidad puede ser aceptada con sere­nidad tal como es, y también los edifi­cios de una ciudad. Si en lugar de des­preciarlos nos detuviéramos ante ellos

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prestándoles un poco de atención, apre­ciando sus formas y colores sin emitir juicios, poco a poco, lograríamos sen­tirlos como parte de nuestra vida, y per­cibiríamos algo de belleza en ellos.

Centrar la atención apacigua la mente. En esta atención, entran todos los sentidos. Mientras más sentidos in­tervengan, menos posibilidades de dis­persión tendremos, y la experiencia será más integradora. En cuanto al tacto, lo que mejor podemos experimentar es nuestro propio cuerpo. De hecho, cuan­do estamos tocando un objeto, es im­portante tomar conciencia no sólo del objeto, sino también de la sensación de nuestra piel al tocar ese objeto. Nues­tra fragmentación no viene sólo de per­der contacto con el mundo externo, sino también de perder contacto con nues­tras propias sensaciones y sentir al pro­pio cuerpo como algo extraño. Un buen ejercicio es centrar la atención en una zona concreta de nuestro propio cuer­po y en sus sensaciones.

Si uno está intentando relajarse, pero advierte prisas psicológicas, debe ayudarse con la imaginación o con la voz, y decirse a sí mismo con dulzura y mucho cariño: "Calma, calma". En cam­bio, si uno se agrede a sí mismo por ese

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nerviosismo, más incómodo e inquieto se pondrá.

El budismo enseña que la medita­ción es una combinación justa de repo­so y de tensión: el hilo no debe estar demasiado tenso ni demasiado flojo. No se trata de una relajación total, que nos lleva a dormirnos. Se trata de "soltar­se", pero sin perder cierto control so­bre la mente y el cuerpo.

En los momentos de oración, tam­poco hay que obsesionarse por lograr una concentración total, porque esa ob­sesión nos puede llevar a distraernos todavía más y a confundir la oración con un ejercicio de control mental. Hay que aceptar serenamente cierta dispersión, con el cariño y la calma de la madre que cuida a su hijo amado y cada tanto tiene que volver a traerlo cerca de sí, pero con ternura y delicadeza.

Cuando la mente está llena de pro­yectos y vive anticipándose a las co­sas, en esa multitud de pensamientos, reina una gran confusión, y nada se hace bien. Por eso es conveniente es­cribir las cosas que hay que hacer y subrayar las que son más importantes. Lo que no sea realmente necesario pue­de quedar para después, cuando llegue su momento.

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Aprender a detenernos es también aprender a detenernos ante los demás, amándolos, percibiendo su inmenso y sagrado valor, y no sólo haciendo co­sas por ellos. Ser contemplativo es ser capaz de reconocer esa inmensa digni­dad de todo ser humano y apreciar los destellos de Dios en cada persona.

Cuando estamos hablando con al­guien, aunque no nos agrade su rostro, podemos detenernos a contemplar sus detalles, a escuchar el tono de su voz, a percibir sus cambios de facciones. De esa manera, en lugar de distraernos pensando en lo que tenemos que hacer después, toda nuestra atención será para esa persona, y sus defectos deja­rán de molestarnos.

Pero si sólo nos ejercitamos para detenernos ante lo que es armonioso y bello según los esquemas de la socie­dad consumista, sólo seremos capaces de detenernos ante un cuerpo bello, proporcionado, limpio y sano. Nos convertiremos en seres selectivos, pre­tendiendo elegir a quién amar, y enton­ces seremos cada vez más egoístas, cie­gos e insatisfechos. Así nunca seremos capaces de detenernos ante los pobres y de compartir con ellos nuestra vida. La sabiduría de la Biblia nos enseña que

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de esa manera nos privaremos de la fe­licidad más profunda, nos quedaremos en la superficie. Nos sentiremos místi­cos porque podemos detenernos ante la naturaleza o ante una música relajante, pero en realidad nuestro interior segui­rá alejado de la realidad, incapaz de detenerse ante el mundo verdadero.

Ese engaño malsano queda al des­cubierto si leemos algunos consejos bí­blicos:

Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos. Por­que si luego ellos te invitan a ti, esa será tu recompensa. Cuando des un banquete, lla­ma a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y serás dichoso (Le 14, 12-14).

"¡Y serás dichoso!'7 dice Jesús. ¿Qué misterioso secreto de felicidad hay aquí? ¿Qué discreta y delicada luz nos quiere hacer descubrir este consejo del Señor.

En otro texto bíblico, se nos narra que Jesús se arrodilló a lavar los pies de sus discípulos, y después de hacer­lo, les pidió que aprendieran a lavarse los pies unos a otros, y concluye dicien­do: Sabiendo esto, serán felices si lo cum­plen (Jn 13,17). Otra vez Jesús ofrece un

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extraño secreto de felicidad: ¡Serán fe­lices si lo cumplen!

Ya en el Antiguo Testamento, se en­contraba esta misteriosa promesa. El pro­feta Isaías invitaba a compartir el pan con el hambriento, a recibir al pobre en la pro­pia casa, a cubrir al desnudo, y luego ha­blaba de las consecuencias de todo eso: Entonces brillará tu luz como la aurora y rá­pidamente se curará tu herida (Is 58,8). ¿En qué manual de autoayuda aparecen es­tos curiosos secretos de salud y de felici­dad?

En realidad, estos textos bíblicos nos ayudan a desenmascarar las falsas técnicas de felicidad que no alcanzan a sanar de verdad los problemas del co­razón. La intimidad del ser humano sólo madura en el amor generoso, y no es feliz mientras no aprende a amar en serio, deteniéndose ante los demás.

¿Cuál es el engaño de hoy?: Que para sobresalir en la sociedad competi­tiva hay que renunciar a considerar a los demás como una familia, y no hay que perder tiempo con los que no nos sirven para alcanzar poder, prestigio o satisfacción del yo superficial. Este en­gaño nos lleva a renunciar a la amistad, porque "ser amigo es hacerse vulnera­ble, dejar caer las máscaras y las barre-

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ras para acoger al otro tal cual es, con su belleza, sus dones, sus límites y sus sufrimientos". Allí, en el encuentro ca­riñoso, sobre todo cuando el otro sufre o está discapacitado, no se trata de "as­cender de grado, volviéndose cada vez más eficaz y buscando un reconoci­miento, sino de descender, de perder mi tiempo" 1. Se trata de aprender a dete­nerse, para que muera la ansiedad que nos separa y nos arranca del mundo verdadero.

1 J . VANIER, Amar hasta el extremo, Madrid, 1997, p. 25.

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2. Que sólo Dios sea Dios

Hay que hacer un largo camino para liberarse de la ansiedad. Pero lo principal es renunciar a sentirnos dio­ses. Para ello hay que aceptar depen­der de Dios y darle a él los controles de nuestra vida. Que sólo él sea el Señor de nuestro futuro:

¿Quién de ustedes puede agregarle un solo minuto a su vida? Así que no se pre­ocupen por el mañana (Mt 6, 27-29).

Porque, en el fondo de la ansiedad, hay un deseo de ser dioses ilimitados, de hacerlo todo, de experimentarlo todo sin perderse nada, de tener todo bajo nuestro control sin que nada se escape de nuestra planificación y de nuestra actividad.

Es por eso que sufrimos tremenda­mente cuando aparecen imprevistos o cosas que no estaban en nuestros pla­nes.

Muchas veces nos confundimos, nuestra mente es limitada y no alcan­zamos a ver lo que realmente nos con-

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viene. Sólo Dios sabe perfectamente lo que necesitamos. A menudo, desgasta­mos nuestras energías haciendo o pla­neando cosas que luego no sirven, o que no alcanzan los resultados esperados:

Ustedes que dicen que hoy y mañana irán a tal ciudad, pasarán el año allí, nego­ciarán y ganarán dinero, ustedes no saben qué será de su vida el día de mañana. Son como un vapor que aparece y luego desapa­rece en un instante (Sant 4,13-14) .

Por eso es mejor entregarse de lle­no en cada cosa que tengamos que ha­cer, pensando sólo en eso, y dejando el futuro o el día de mañana en las manos del Señor.

Hay que saber planificar y prevenir, es cierto, pero no pretender tenerlo todo previsto y preparado. Que Dios sea el rey y el Señor de nuestro futuro, que él guíe nuestra vida, y todo estará a salvo.

Si yo me siento débil y humillado, no lograré hacerme grande y fuerte por dentro sólo con mis planes y sacrificios, tratando de protegerme solo. Será so­bre todo la fuerza de Dios lo que me hará firme y seguro, si de verdad con­fío en él y deposito en él mi futuro.

Recordemos lo que dice la Palabra de Dios:

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Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles (Sal 127,1) .

Es bueno entregarse al trabajo y tra­tar de disfrutar en medio de las tareas. Pero, a veces, la ansiedad nos lleva a estar demasiado pendientes de los re­sultados del trabajo. Queremos ver rá­pidamente los frutos de nuestro esfuer­zo. Estamos haciendo algo y pensando en los aplausos o felicitaciones que va­mos a recibir, ta el premio que vamos a merecer por eso, o en el placer que sen­tiremos al ver el resultado del trabajo. Pero así se nos escapa el placer de po­der trabajar. Dice la Biblia que para el hombre sabio el objeto de su oración son los trabajos de su oficio (Eclo 38, 34). El sabio es capaz de orar en medio de su trabajo, puede vivir en la presencia de Dios mientras trabaja, sin la ansiedad por ver rápidamente los frutos de ese trabajo.

Y, ante todo, en las cosas que hace­mos para Dios tenemos que despren­dernos de los frutos. Dios recogerá los frutos a su momento y para su gloria. Ya decía Jesús que cuando terminamos una tarea tenemos que decir: Somos po­bres siervos; sólo hicimos lo que teníamos que hacer (Le 17,10). Pero la persona que ha sido dominada por la ansiedad, vive

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pendiente del fruto de sus trabajos, y luego no los disfruta mucho tiempo, porque pronto necesita obtener algo más, algo nuevo. Por eso, a los que po­nen la confianza en sus logros, más que en el Señor, se les aplica la profecía de Miqueas: Sembrarás, pero no cosecharás; pisarás la aceituna, pero no te ungirás con su aceite (Miq 6,15). La vanidad nos lle­va a estar ansiosos y pendientes de los frutos, pero el amor nos lleva a entre­garnos al trabajo para cumplir una mi­sión, desprendidos de nuestra gloria personal y dejando los resultados en las manos de Dios. Que él sea el Señor de nuestro futuro y que los frutos de nuestro trabajo queden en sus manos. Que él tenga los controles. Eso nos li­bera de todo nerviosismo, prisa o ur­gencia.

El corazón se nos llena de ansiedad y nerviosismo cuando queremos conse­guir algo y no lo logramos, cuando tra­tamos de hacer algo que deseamos, cuando estamos acariciando un sueño, pero no termina de hacerse realidad.

En nuestro interior, muchas veces, nos apresuramos por lograr cosas que no son indispensables, pero no sopor­tamos tener que esperar, y a causa de esta obsesión dejamos de disfrutar las

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cosas buenas que podemos hacer por los demás:

El insomnio del rico acaba con su sa­lud, sus preocupaciones espantan el sueño. Las preocupaciones no le permiten dormir (Eclo 31, 1-2)

Cuando le damos tanta importan­cia a ciertas cosas, pero no las logramos, y fracasamos en nuestro plan, entonces parece que todo el mundo se viene aba­jo. No es así. Nos equivocamos cuando ponemos toda nuestra energía y nues­tra carga de emociones en una cosa, en una persona o en un proyecto, porque así convertimos algo de este mundo en una divinidad. Lo sentimos como si fue­ra algo absoluto. Pero el único absolu­to es Dios, el único indispensable es él:

Podríamos decir muchas cosas y nun­ca acabaríamos. Mi conclusión es que sólo Dios lo es todo...¡Él es más grande que to­das sus obras! (Eclo 43, 27-28).

Por eso, cuando somos criticados y nos angustiamos buscando aplausos, es mejor decir: Esos aplausos no son Dios, no son absolutos. Tú, Señor, eres el único absoluto.

Cuando nos propusimos conquis­tar un afecto, y el ser amado dio su pre­ferencia a otra persona, entonces, en

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lugar de obsesionarnos por desplazar a esa otra persona es mejor decir: Se­ñor, yo estoy hecho para algo infinito, es-toy hecho para ti. Ese amor que me obsesio­nó no debe ser el centro de mi vida. No quiero arrastrarme detrás de nada, porque tú eres el único absoluto.

Cuando en nuestro corazón coloca­mos algo en el lugar de Dios, la ansie­dad se apodera de nuestra vida interior.

Pero también cuando tenemos éxi­to, y logramos conseguir eso que nos obsesiona, la ansiedad nos carcome, porque aparece el miedo de perder eso que hemos conseguido. Por lo tanto, cuando estamos viviendo algo hermo­so, tenemos que disfrutarlo y agrade­cerlo, pero sabiendo que se puede aca­bar, porque sólo Dios es eterno. Él puede regalarnos la gracia del despren­dimiento, para "soltar" lo que se termi­na, sabiendo que lo único que nunca se gasta es el amor de Dios. Es bueno pe­dir ese don de la libertad interior.

Otras veces, ocupamos el lugar de Dios cuando no aceptamos tener algu­nas cosas buenas, sino que queremos tenerlo "todo". Es cierto que hay que tener sueños y tratar de mejorar, pero sabiendo que todo tiene un límite, que no somos todopoderosos ni infinitos. Y

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lo más importante: que sepamos disfru­tar de las pequeñas cosas que tenemos ahora sin estar pensando en las que no tenemos. Porque, generalmente, lu­chando por el futuro, nos perdemos el presente. Y nos puede suceder como al hombre rico que nos presenta el Evan­gelio de Le 12, 16-21: ese hombre tenía muchas riquezas, pero no las disfruta­ba porque estaba obsesionado por acu­mular. Al final, cuando se sintió confor­me con lo que tenía, le llegó la muerte, y ya no pudo aprovecharlo.

Tú dirás que no te interesa acumu­lar dinero, pero quizás acumules obje­tos, amistades, logros, obras que ali­mentan tu orgullo, o cualquier otra cosa. Y en esa ansiedad por conseguir ciertas cosas, no te detienes, no disfru­tas lo que posees ahora entre las ma­nos. Y la vida se te va acabando sin vivirla. Por eso terminas debilitándote, llenándote de angustias tontas. Tú eres una criatura que puedes tener muchas cosas bellas, pero no todo, porque no eres Dios, el universo entero no es tu propiedad ni lo será nunca. Acepta que sólo Dios sea Dios.

Por.heridas de nuestro corazón, podemos pseapar de Dios, y construir otros dioses que nos llenan de ansieda-

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des. Es bueno entonces hacer un cami­no y volver a descansar bajo la mirada de Dios:

Los ojos del Señor están sobre los que lo aman, sobre los que confían en su amor (Sal 33 ,18) .

La mirada de los demás nos vuel­ve ansiosos. Cuando estamos pendien­tes de cómo nos miran los demás, eso despierta en el corazón una permanen­te preocupación por agradarles, y en­tonces hacemos miles de cosas procu­rando que nos aprueben y nos amen. Esa ansiedad no se cura, si no descu­brimos que lo único importante es la mirada de Dios.

A veces, tenemos una imagen equi­vocada de Dios, y no reconocemos su amor. Entonces escapamos de su mira­da permanentemente, y cada vez que vamos a orar nos llenamos todavía más de una ansiedad que nos daña. Por eso, es mejor perderle el miedo a Dios y de­jar que nos mire con sus ojos de ternu­ra, paciencia y compasión: Que brille tu rostro sobre tu siervo (Sal 31, 17).

Su mirada nos pide algo, nunca nos obliga, y él mismo nos dará la fuer­za para alcanzarlo. Nunca nos pedirá algo que nos perjudique. Tampoco de-

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sea que nos llenemos de ansiedad bus­cando la perfección. Por eso dice la Biblia: No quieras ser demasiado perfecto ni busques ser demasiado sabio ¿Para qué destruirte? (Eclo 7 ,16) . Dios espera que tratemos de crecer con empeño, pero con un corazón sereno y sin angustias, con paciencia y calma, bajo su mirada de amor. El sabe esperar esos cambios profundos que se van logrando poco a poco.

Pero si nuestro corazón está poseí­do por los celos y envidias, si vivimos comparándonos con los demás, enton­ces no nos interesará la mirada del Se­ñor, sino la mirada de la sociedad, y es­taremos obses ionados , ans iosos , esperando que nos elogien o nos aprue­ben. Cuando escuchemos que otros son elogiados, eso aumentará nuestra ansie­dad, nuestra obsesión por ser importan­tes.

Pero ante Dios no tengo que demos­trar quién soy. El conoce mis capacida­des y no se le escapa ninguna obra sin­cera que yo haga, como no se le escapó la humilde ofrenda de la viuda pobre (Le 21, 2-4). Por eso me ha dicho que él recompensará hasta un vaso de agua que yo le dé a otro (Mt 10, 42). Recono­ciendo esa mirada de amor, yo trataré

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de ser mejor, pero sin esa ansiedad que me quita la paz y el gozo de vivir.

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3. Modelos de profundidad

Préstale atención a este consejo bí­blico:

No pretendas lo que te sobrepasa... Hijo, no te ocupes en demasiados asuntos, porque así no terminarás bien; por más que corras no alcanzarás (Eclo 3, 21; 11,10) .

Cuando hay ansiedad, hay desor­den. Como la mente está llena de pro­yectos y vive anticipándose a las cosas, en esa multitud de pensamientos, rei­na una gran confusión, y nada se hace bien.

Pero ningún consejo bastará para ordenar nuestra vida; ninguna técnica podrá liberarnos del desorden y la pri­sa, si no nos dejamos invadir por la paz del Señor y no amamos esa paz.

Hay personas que prefieren la an­siedad, el nerviosismo que genera el querer realizar miles de tareas, porque creen que eso es vivir. Pero no hacen nada con verdadera calidad, con un sentido profundo, con verdadero gozo. Es como si vivieran escapando de algo,

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quizás escapando de sí mismos en ese desorden. Por eso, cuando se liberan de alguna dificultad, necesitan encontrar otra.

En realidad le tienen temor a la cal­ma, y no valoran la paz. Creen que la paz es lo mismo que el aburrimiento y la monotonía. Y no advierten que no hay nada más aburrido que la prisa permanente, porque así no pueden go­zar intensamente de ninguna tarea y de ninguna cosa.

La verdadera paz es una agradable calma que nos mantiene fuertes y salu­dables para poder disfrutar con inten­sidad de todo lo que la vida nos ofrece, también del trabajo. Es como llevar den­tro del corazón un inmenso lago de agua mansa y calma en medio de la ac­tividad más agitada. Dios es ese abis­mo de paz, pero, al mismo tiempo, lle­no de vida, de riqueza y de hermosura. Nada en Dios es monotonía o aburri­miento.

No olvidemos que la actividad más intensa es la del corazón. Un corazón lleno de la vida de Dios se siente pleno, fuerte, entusiasta, aunque esté en me­dio de un desierto. No necesita un per­manente bu l l i c io o una ac t iv idad afiebrada para sentirse vivo. Pero si tie-

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ne que actuar lo hace con todas las ga­nas sin perder la calma. No está ador­mecido. Está bien despierto y atento a la vida, pero domina siempre la situa­ción porque confía en el poder de Dios.

No se hace esclavo de sus planes; puede seleccionar las tareas y dejar para después lo que puede esperar. Así, en su existencia, reina un orden lleno de vida.

Pero la ansiedad nos convierte en personas superficiales, porque nos lle­va a pasar rápidamente de una cosa a la otra, sin llegar a la profundidad de nada. El corazón ansioso no es capaz de detenerse en nada. No soporta la quie­tud interior, y así no puede gustar del sabor más agradable de las cosas.

Para descubrir el valor de una vida sin ansiedad podemos contemplar dos modelos: el de Jesús y el de María. Co­mencemos contemplando a Jesús, libre de toda ansiedad, a través de esta oración:

Señor Jesús. Ahora quiero detenerme a contemplarte a ti, que eres el modelo de toda perfección, y siempre fuiste un ser humano completamente sano y armonioso.

En ti no había lugar para las ansieda­des. Tu mente y tu sistema nervioso fun­cionaban en orden, con intensidad y con calma al mismo tiempo. Pero sobre todo,

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estabas tan sometido a la voluntad del Pa­dre, que te entregabas por entero a cada cosa, sin querer anticiparte a nada.

Por eso pudiste pasar treinta años, casi toda tu vida, trabajando como carpintero en el silencio y la sencillez de Nazaret. La gente se asombraba escuchando tu sabiduría, y de­cía: ¿No es éste el carpintero, el hijo de María? (Me 6,3). Eras uno de ellos, uno más.

Tú que tenías poder para cambiarlo todo, sin embargo, no tenías prisa, y acep­taste con sencillez ese tiempo de trabajo oculto y simple en un pequeño pueblo. Nada de ansiedad. Todo a su tiempo.

Tampoco fuiste ansioso con tus discí­pulos. Soportabas con paciencia sus imper­fecciones, su ignorancia, sus infidelidades, sus vanidades. Sabías que el crecimiento de las personas lleva su tiempo, y tú les respe­tabas ese proceso.

Yo quiero contemplarte a ti, Señor je­sús, tan libre por dentro, tan desprendido de tu tiempo. Podías detenerte largo rato con Nicodemo, con la Samaritana, con cual­quiera. Podrías haberles dicho que estabas planeando cosas más importantes. Sin em­bargo, como en tu corazón desprendido no había lugar para las ansiedades, les regala­bas sinceramente ese tiempo de atención y de amable diálogo.

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Gracias, porque también para mí dis­pones de ese tiempo y de ese amor atento.

Jesús se detenía ante cada ser hu­mano con toda su atención. No era sólo una atención intelectual, sino una mi­rada de amor:

jesús fijó en él su mirada y lo amó (Me 10, 21).

Vio a una viuda muy pobre, que ponía dos pequeñas monedas de cobre (Le 21, 2).

Jesús también invitaba a sus discí­pulos a prestar atención, a contemplar las cosas y la vida, a percibir el mensa­je de la naturaleza:

Miren los lirios del campo (Le 12,27) .

Y también podemos contemplar un momento a María. El Evangelio nos dice de qué manera ella vivía las cosas:

María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (Le 2, 19).

María, que estaba libre de todo pe­cado, y vivía en la armonía de la gra­cia, era capaz de detenerse en cada cosa. Cuenta el Evangelio que ella estaba atenta a todo lo que sucedía con su hijo Jesús, y meditaba esas cosas en su co­razón (Le 2, 19).

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Ella no se quedaba en la superficie, sino que rumiaba la vida, la saboreaba, se detenía en las cosas y las penetraba con la luz preciosa del amor.

Es más, el Evangelio dice después que ella conservaba "cuidadosamente" cada cosa en su corazón (Le 2, 51).

Ella no manoseaba los regalos de Dios, no tomaba a la ligera lo que Dios le ofrecía o le presentaba. La ansiedad no tenía poder en su corazón o en su mente, y por eso no pasaba descuida­damente de una cosa a la otra, de una tarea a la otra, de un lugar a otro. Todo tenía su tiempo y su momento.

Por eso podemos pedirle a ella que ore al Señor para que podamos vivir así nuestra existencia cotidiana, para que cada momento sea sagrado y no este­mos saltando precipitados de una cosa a la otra. Pidamos a Jesús la gracia de ser delicadamente "cuidadosos" con todo lo que él nos conceda vivir, como lo era su madre santísima.

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Oraeum amtroy la anáiedad

Señor, refrena esa loca carrera de pen­samientos que hay en mi mente. Enséñame a detenerme en todo lo que me concedas vi­vir.

Tú amas mi felicidad. Ayúdame a dis­frutar con todo mi ser de cada regalo tuyo. No quiero despreciar las alegrías simples de la vida por estar soñando con otras co­sas que no tengo.

Serena mi ansiedad Señor, para que pueda poner toda mi atención en lo que tú me presentes a cada momento. Dame la gra­cia de vivir el presente, y de descubrirte en cada persona y en cada cosa. Todo es im­portante si es un regalo de tu amor.

Mira esta ansiedad que me perturba y seréname, Señor. Ayúdame a descubrir que nada es urgente o indispensable. Enséña­me a entregarme con todo mi ser en cada cosa que tenga que hacer o vivir, sin dejar que mi mente vuele hacia el futuro.

Aplaca mi ansiedad, Señor.

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Yo quiero aceptarte a ti como Señor de todo mi futuro y de todos mis planes. Que todo suceda como te parezca mejor. Mués­trame interiormente que yo no soy un dios y que no puedo construir el futuro con mi mente pequeña y limitada, con mis pobres fuerzas.

Ayúdame a ver lo bello que es depen­der de ti, dejando todo en tus manos. En ti seré fuerte. Sólo tú eres Dios. Tú me prote­gerás y en ti todo estará seguro y feliz. Aunque no se cumplan mis proyectos, tú me ayudarás a lograr lo que más necesito.

Dios mío, tú eres el importante. Tú, el infinito, que todo lo sostienes con tu poder sin límites. Sólo tú mereces la adoración del corazón humano y sólo ante ti debo postrar­me. Sólo tú eres el Señor, glorioso, con una hermosura que ni siquiera se puede imagi­nar. Por eso, Señor, no permitas que yo adore cualquier cosa como si fuera un dios. No de­jes que me llene de ansiedad detrás de las co­sas de este mundo, porque ningún ser de este mundo vale tanto, nada es absoluto.

Señor, cura mi ansiedad con tu mira­da. Ayúdame a luchar con paz y gozo, ca­minando firme y sereno bajo tus ojos pa­cientes.

Quiero caminar bajo tu luz, sabiendo que comprendes mis errores y que siempre

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puedo nacer de nuevo, sin ansiedades. Por­que tú tienes confianza en mí. Gracias, Se­ñor.

Señor, mi Dios, tú eres armonía pura. En ti no hay aburrimiento ni ansiedad. Tú eres vida intensa y plena, pero al mismo tiem­po eres una inmensa serenidad. Por eso, si tú invadieras mi vida, mi ansiedad se sanaría por completo. Libérame, Señor, de todas las ataduras interiores que me llevan a la inquie­tud interior, al activismo enfermizo y al des­orden. Dios de paz, armoniza mis pensamien­tos y mis energías. Ordena mi vida para que pueda vivir mejor en tu presencia.

Armoniza mi mente, Jesús, con la luz de tu amor. Pasa tu mano y serena mi co­razón que se llena de ansiedades. Y serena también mi cuerpo, que a veces se enferma a causa de esa prisa interior. Ayúdame a aprender de ti, a imitar tu vida en Naza-ret.

Señor mío, dame un corazón humilde, que no esté atado a las vanidades, reconoci­mientos, aplausos. Dame un corazón sim­ple que sea capaz de darlo todo, pero deján­dote a ti la gloria y el honor. Sana ese desgaste que sufrí por haber pretendido complacer a todos, y sana la ansiedad que me enferma, por querer lograr la aproba­ción de todos.

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Derrama en mí tu gracia para que pue­da vivir desprendido de los frutos de mis esfuerzos, para que en mi trabajo busque sobre todo tu gloria, sin obsesionarme es­perando determinados resultados. Dame ese desprendimiento, Señor, libérame del orgu­llo, para que pueda trabajar intensamente, pero sin ansiedades y nerviosismos.

Amén.

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El veneno de la

impaciencia

La impaciencia con los demás es también un problema con el espacio: no aceptamos que nuestro territorio priva­do sea invadido por los demás. En ese espacio, sólo puede entrar aquello que nos agrada y que coincide con nuestros esquemas mentales.

No toleramos los defectos ajenos, tampoco soportamos que los demás modifiquen nuestros planes, o no acep­tamos que interrumpan nuestros mo­mentos de soledad y tranquilidad.

Nos hace falta el don de la pacien­cia.

Tener paciencia no significa dejar­se maltratar; no es permitir que los de­más nos lastimen permanentemente o que se aprovechen de nosotros cada vez más. Es necesario defender los propios derechos y la propia dignidad, porque Dios nos ama, y somos para él inmen­samente valiosos.

Pero si hemos optado por servir a los demás, por ayudarlos a llevar las cargas de la vida y amarlos, entonces

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necesitaremos ser pacientes con ellos: tolerando sus límites, aceptando que nos quiten parte de nuestro tiempo, que nos contradigan o que no nos escuchen, etc.

Porque la impaciencia termina en­fermándonos, destruyéndonos por den­tro y convirtiéndonos en enemigos de aquellos a quienes deberíamos amar. La falta de paciencia nos atormenta el alma con rencores y lamentos

Si hay alguna dificultad, uno pue­de defender sus derechos con decisión y fortaleza, pero sin deseos de vengan­za, sin odio, sin que el corazón se llene de veneno.

La paciencia es un valor muy im­portante, y es indispensable para libe­rarse de muchas tensiones y amarguras inútiles. Si dejamos que la paciencia se debilite, siempre encontraremos excu­sas para odiar, y finalmente no seremos capaces de soportar nada. Nos volve­remos seres intolerantes, desagrada­bles, odiosos, antisociales, amargos, tristes y desalentados. Y el mundo será un campo de batalla.

A continuación, veremos algunas motivaciones espirituales para crecer en la paciencia, y terminaremos con una

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oración que podríamos rezar cada vez que sintamos la tentación de perder la paciencia.

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1. La importancia de esa persona

Lo primero que se requiere para poder ser pacientes con alguien es dar­le importancia a esa persona.

Si nos sentimos dioses y creemos que los demás no valen nada, entonces sere­mos incapaces de tolerar los defectos aje­nos, y trataremos de lastimarlos y de pi­sarlos como si fueran hormigas. La Palabra de Dios propone lo contrario:

Que cada uno se llene de sentimientos de humildad para con los demás, porque Dios se opone a los orgullosos y da su ayu­da a los humildes (IPed 5, 5).

Toda actitud de desprecio hacia los demás provocará más violencia, ya que ellos percibirán ese menosprecio y po­siblemente -como reacción- nos trata­rán con poca amabilidad o habla ^án mal de nosotros. Así entraremos en una gue­rra permanente donde todos saldremos heridos.

Cuando sientas la tentación de ser intolerante o impaciente con alguien, lo primero que tendrías que recordar es

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que esa persona es obra de Dios, que Dios puso todo su amor cuando la creó. Esa persona no existe por casualidad o por fatalidad, sino porque hay un amor, el amor de Dios, que ha querido darle la existencia y sostiene su ser a cada instante.

Esa persona existe porque Dios, desde toda la eternidad pensó en darle la vida (Jer 31, 3). Su vida tiene sentido porque es parte del proyecto de Dios. Entonces, esa persona tiene un lugar en el universo, aunque yo no lo pueda des­cubrir. Tiene derecho a estar aquí, igual que yo.

Además, Dios, al darle la vida, la creó a su imagen. Eso significa que esa persona tiene una inmensa dignidad, porque Dios se refleja en su ser, aun­que yo no alcance a reconocerlo. Por otra parte, Dios vive en esa persona, habita en su interior. Si no fuera por esa presencia permanente de Dios, esa per­sona no existiría.

Así, reconociendo la grandeza de ese ser humano, es más posible que podamos tener paciencia con sus debi­lidades y defectos.

Esto no significa que nunca tenga­mos algún instante de impaciencia. El

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creyente pasa por la impaciencia, pero no se deja apoderar por ella, no se deja dominar por la impaciencia.

Otra manera de valorar a alguien que nos desagrada, para tenerle pacien­cia, es recordar para qué fue creado. Y en definitiva, todos fuimos creados para alcanzar la felicidad en Dios, en la glo­ria del cielo. Esa persona, a la cual me cuesta aceptar y tenerle paciencia, fue creada para la feliz eternidad.

Por eso, no podemos medir a las personas por su capacidad intelectual, por su belleza física o por las capacida­des que haya desarrollado. Hay algo más profundo. Por eso un discapacita­do vale tanto como un gran científico, ya que los dos fueron creados para algo más que esta tierra: para la inmensa fe­licidad eterna, para el cielo.

Tanto un niño en el seno de su ma­dre como un moribundo, aunque no pue­dan pensar, tienen dentro un centro espi­ritual que no podemos ver con los ojos del cuerpo, y ese centro espiritual tiene una capacidad de amor que se desarro­llará completamente en el cielo, no en los límites de esta vida terrena.

Por eso, cuando mires a esa perso­na que te desagrada, puedes tratar de

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reconocer esa grandeza. Más allá de las debilidades y aspectos irritantes que tú percibas, más allá de sus errores e im­perfecciones, lleva dentro de sí el lla­mado a la eternidad.

Una ayuda que puede ser muy útil es imaginarse cómo será esa persona cuando esté en el cielo. Allí ya no ten­drá defectos ni manchas, ni esas malas actitudes que te irritan. Allí estará libe­rada y sanada de todo eso. En el cielo, esa persona será restaurada perfecta­mente por Dios y brillará con toda la hermosura que Dios quiso darle, llena de amor y de bondad.

Así, transformados por Dios, esta­mos llamados los dos a convivir eter­namente en el cielo. No dejaremos de ser nosotros mismos, pero estaremos libres de toda imperfección y de todo lo que pueda ser desagradable.

Si yo imagino así a esa persona que me disgusta, quizá pueda tenerle más paciencia.

Sin embargo, esa persona que no acepto, que no entra en mis esquemas mentales, tiene un valor muy grande y muy importante: Miremos lo que el Padre Dios entregó por esa persona: la sangre preciosa de su propio Hijo. Por

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eso dice la Biblia: ¡Ustedes han sido bien comprados! ( ICor 7, 23). El Señor nos adquirió con la sangre de su propio Hijo (Hech 20, 28).

Esa persona vale tanto, que el pre­cio que se pagó por ella es la vida de Jesús en la cruz, soportando una pena injusta. El Señor crucificado estaba dan­do su vida en la cruz, derramando su sangre por esa persona, y la tuvo pre­sente en su corazón sagrado cuando estaba muriendo.

Por eso, cuando yo miro ese rostro que me molesta, puedo imaginar a Je­sús sufriente en ese ser humano. En lu­gar de estar atento a lo que me desagra­da, puedo contemplar en esa persona el rostro de Jesús coronado de espinas. Y por eso puedo soportar también al­guna injusticia y tenerle paciencia, para no desatar una guerra inútil.

De esa manera, no me detendré tan­to en la molestia interior que yo siento, en el desagrado que me provoca esa per­sona molesta. Observando a Jesús cru­cificado, el Señor pasa a ser el único im­portante. Ante el espectáculo de su entrega en la cruz, se acaban los lamen­tos y las quejas inútiles, porque él me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).

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Y si él soportó con paciencia azo­tes, burlas, humillaciones y dolores de todo tipo, yo también puedo soportar con paciencia algunas molestias que me causan las demás personas, aunque yo crea que no hice nada malo para que me respondan así.

También podemos ser más pacien­tes con alguien si tratamos de recono­cer y agradecer las cosas buenas que esa persona tiene. Ninguna persona es pura oscuridad., nadie es sólo defectos y nada más que defectos. Dios no hace cosas horribles o inútiles.

Si pensamos que es realmente Dios quien creó a esa persona, entonces no podemos pensar que no tenga nada bueno. Otra cosa es que nosotros no lo hayamos descubierto. A veces es la en­vidia lo que no nos permite reconocer esas cosas buenas.

El Espíritu Santo siembra en todos los seres humanos algunos carismas para hacer el bien a los demás: en unos será la simpatía, o una bella sonrisa; en otros será la capacidad de cantar bien, o alguna otra habilidad. Además, una persona puede ser agresiva, pero muy responsable, puede ser un ladrón, pero muy compasivo con su familia.

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A todas las personas, aunque sean pecadoras, el Espíritu Santo las impul­sa para que hagan algunas obras bue­nas, al menos a sus amigos o a un ser querido. O quizá no saben expresar sus afectos, pero hacen algunas cosas pen­sando en el bien de otros. Seguramente esa persona que yo no tolero ha tenido experiencias en la vida que yo no he tenido, y por eso puede ver cosas que yo no alcanzo a ver; puede decir y ha­cer cosas que yo no comprendo, pero que tienen algún sentido verdadero en su corazón.

Es importante tratar de mirar con atención para descubrir algunas cosas buenas que nos permitan mejorar la imagen que tenemos de esa persona. Y si no lo logramos, podemos preguntar­le a su madre, o a sus amigos. Pero tam­bién podemos pedirle al Espíritu Santo que él nos ilumine para ver lo que él sembró en esa persona, en medio de los defectos que me molestan.

De este modo, reconoceremos que esa persona no es pura oscuridad. Es una mezcla de luz y oscuridad, de co­sas malas y de cosas buenas. Y si nos miramos a nosotros mismos, podemos descubrir que también nosotros somos una mezcla. No somos pura luz, pura

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bondad, pura generosidad, puro desin­terés. Pero tampoco somos pura mal­dad o egoísmo.

Así como nos tenemos paciencia a nosotros mismos, también podemos te­nerle paciencia a otro, mirando lo bue­no que hay en él y pidiendo a Dios que haga crecer todavía más esas cosas bue­nas.

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2. Paciencia divina

El Señor no tarda en cumplir sus pro­mesas, como algunos se imaginan, sino que tiene paciencia con ustedes, porque no quie­re que nadie perezca... Tengan en cuenta que la paciencia del Señor es para nuestra salvación (2Ped 3, 9. 15).

Para tener más paciencia, también nos puede ayudar detenernos a contem­plar la paciencia de Dios. Esta contem­plación se realiza de tres maneras:

Primera: Reconociendo la pacien­cia de Dios con todos los seres huma­nos. Cómo Dios respeta la libertad y los tiempos de cada uno, hasta tal punto que tolera que lo ofendamos de muchas maneras, que lo ignoremos, que lo des­preciemos.

Segunda: Dentro de esta humanidad pecadora, es muy importante que yo re­conozca también la paciencia que Dios ha tenido conmigo en muchos momentos de mi existencia, cuando yo hice mis planes y proyectos al margen de su proyecto para mi vida, sin consultarlo a él. O las veces que me resistí a su amor y a la ale­gría que él quería darme; las veces que me encerré en mis rencores, egoísmos y

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tristezas. Sin embargo, Dios siempre tuvo paciencia conmigo, me esperó con ternu­ra y me ofreció su amistad gratuitamen­te. Por eso, Dios espera que yo actúe con los demás de la misma manera. Pero no se trata aquí de mortificarse con la culpa, porque esto puede traducirse en una in­tolerancia con los demás para compen­sar mis sentimientos de inferioridad. Se trata de una auténtica ternura de quien siente que ha sido cariñosamente com­prendido y esperado. Entonces sí puede ser compasivo con los demás.

Jesús en el Evangelio nos pone el ejemplo de esa persona desagradecida que tenía una gran deuda con otro; pero cuando el otro le perdonó la deuda gra­tuitamente, en lugar de actuar de la mis­ma manera, se dedicó a perseguir a sus propios deudores (Mt 18, 23-35). Eso en realidad nos sucede muchas veces cuan­do somos impacientes con los demás, in­capaces de comprender y de tener com­pasión con los defectos ajenos.

Pero hay una tercera manera de contemplar la paciencia de Dios, que es descubrir cómo Dios le tiene mucha pa­ciencia a esa persona que me desagra­da. Dios solamente puede mirar con amor, porque él es amor (1 Jn 4, 8) Y tam­bién cuando nos invita a cambiar de

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vida nos mira con ternura. Con ese amor contempla a esa persona que me desagrada, y le tiene paciencia. Por eso puedo pedirle a Dios que me regale ese amor suyo y que me ayude a mirar a esa persona como él la mira. Así, podré recibir en mi corazón un poquito de esa preciosa paciencia del Señor.

Miremos ahora el modelo del Hijo de Dios hecho hombre:

Cristo padeció por ustedes y les dejó ejemplo, para que sigan sus huellas... Cuando era insultado no devolvía el insul­to, y mientras sufría no amenazaba a los demás (IPed 2, 21. 23).

A veces, pensamos que el modelo de Dios es demasiado perfecto para que nosotros podamos imitarlo. Pero olvida­mos que el Hijo de Dios se ha hecho hombre como nosotros, y de verdad compartió en todo nuestra existencia. Con un cuerpo como el nuestro, una sen­sibilidad como la nuestra, un sistema nervioso como el nuestro, pero libre del pecado y de la influencia del mal.

Por eso, él era un ser humano sano, libre. Podía reaccionar con firmeza, como cuando se enfrentaba a los reli­giosos de su época, que hacían daño a los débiles y controlaban la vida ajena (Mt 23, 23; Le 11, 46). Pero era suma-

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mente paciente con los pecadores, los imperfectos, los infieles. También era paciente cuando lo insultaban y cruci­ficaban (Le 23, 33-34).

Por eso él pudo decir: Aprendan de mí que soy paciente y humilde de corazón. Y encontrarán descanso (Mt 11, 29). Por­que los impacientes no tienen descan­so, no encuentran calma. Están siempre perturbados por los errores y defectos ajenos, y por eso no pueden tener un corazón sereno.

En cambio, los que aprenden a mi­rar con ternura las imperfecciones de los demás, encuentran serenidad interior y dejan de perturbarse tanto cuando otros hacen algo malo o cuando se equivocan. Jesús decía: Felices los mansos (Mt 5, 4).

Es bueno contemplar a Jesús pa­ciente, imaginar su corazón sereno cuando la gente lo invadía y le cambia­ba los planes (Me 6, 31-34; Mt 14, 13-14), recordar su mirada compasiva con las miserias y desconfianzas de sus dis­cípulos (Mt 14, 30-31; 20, 20-23), reco­nocer su cariño tan humano y divino.

Y podemos pedir al Espíritu Santo que trabaje con su gracia en nuestro in­terior, para que podamos parecemos más y más a Jesús y tengamos un poco de su paciencia y de su compasión.

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3. Otira& ¡nütiiPuciüneA profundan

Cuando uno cree en Dios y lo ama, no está llamado sólo a decirle cosas bonitas. También está llamado a ofre­cerle algo.

A veces, podemos ofrecer a Dios cosas que nosotros mismos elegimos: un ayuno, una limosna o cualquier otro sacrificio. Pero, en realidad, lo que más agrada a Dios es que ofrezcamos esas cosas que son parte de la vida de cada día. Por ejemplo: las actitudes de los demás que suelen rompernos la pacien­cia, todo lo que nos molesta de los otros, sea grande o pequeño.

¿Qué significa concretamente ofrecer esas cosas? En primer lugar, es aceptar­las, aceptar que sean parte de nuestra vida.

Si ofrecemos un dolor, pero segui­mos quejándonos y lamentándonos, en definitiva no estamos ofreciendo nada, ya que sólo nos interesa liberarnos de esa molestia. Es como si una persona que jamás siente algún deseo sexual le

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ofreciera a Dios esa virginidad. Le es­taría entregando a Dios algo muerto.

Algo es una verdadera ofrenda cuan­do se trata de una realidad valiosa para nosotros que le entregamos a Dios con sinceridad. Por ejemplo: yo quisiera es­tar solo y tranquilo un momento, pero le ofrezco a Dios la molestia de renunciar a esa tranquilidad y acepto tener que es­cuchar o ayudar a otra persona. Cuando yo tolero esa molestia, y la acepto por amor, aunque mi deseo sea otro, me es­toy entregando con todas mis fuerzas -y sin quejas- a ayudar a esa persona. En­tonces sí se trata de una ofrenda sincera, agradable a los ojos de Dios.

Realizando esta ofrenda, yo puedo tenerle paciencia a esa persona que me saca de mis planes, y en lugar de mal­decirla, la bendigo en nombre de Dios para que sea feliz:

No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, reaccionen ben­diciendo, porque ustedes están llamados a heredar una bendición (IPed 3, 9).

Detengámonos en este consejo tan importante: Bendiciendo a los demás, podemos lograr que Dios los haga más bellos, y de esa manera dejaremos de sentir rechazo hacia ellos. En cambio,

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la maldición no logra nada bueno y es un acto que no agrada a Dios.

Si intentamos reconocer lo que sen­timos por dentro cuando estamos por maldecir, y no nos dejamos arrastrar por esos impulsos interiores, podemos ofrecerle a Dios ese acto de paciencia sabiendo que es de su agrado. Y él no dejará de premiarlo.

Dios no deja sin premio una ofren­da sincera y generosa. No le interesan las ofrendas hechas de la boca para afuera, en su infinito amor, valora las ofrendas de nuestro corazón, esas que brotan de una decisión verdadera. Como cuando aceptamos tener que so­portar a alguien que tiene un carácter que no nos gusta, o que habla de una manera irritante, o que piensa de un modo diferente.

Evidentemente no es agradable te­ner que convivir con alguien que nos molesta, nos agrede, o utiliza ironías, o actúa con modales groseros, o nos cri­tica y nos humilla delante de los demás. Es una molestia permanente y difícil de soportar. Pero si ésa es nuestra situa­ción inevitable, entonces tenemos dos caminos: Uno es alimentar el odio, la sed de venganza, y así amargarnos aún más la vida sin resolver nada. Otro ca-

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mino es lograr vivir en paz en medio de esas agresiones. Eso es la paciencia.

Pero sabemos que no hay pacien­cia verdadera, si el corazón está lleno de rencor. Y para vencer el rencor hay que tratar de buscarle alguna excusa a esa persona, algo que nos ayude a com­prenderla y disculparla por esa forma de actuar, de manera que no nos sinta­mos agredidos cuando nos diga o haga algo desagradable. Así lo hizo Jesús cuando lo estaban por crucificar:

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Le 23, 34).

Como Jesús, también yo puedo buscarle una excusa a esa persona que me quita la paciencia.

Por ejemplo: Si esa persona tosiera a causa de una enfermedad, aunque eso me moleste le tendría paciencia, y no me sentiría agredido por esa tos que me desagrada. Igualmente, si esa persona actúa mal por alguna enfermedad de su alma, también podría llegar a compren­derla.

Pensemos que quizás esa persona reacciona así por algunos sufrimientos profundos que guarda en su corazón, por algunos recuerdos que la torturan, por un sentimiento de inferioridad que

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la envenena, porque la han lastimado mucho en el pasado, porque la vida le negó lo que más deseaba, etc.

Buscándole esas excusas, aprende­remos a mirar con ternura y compasión esos defectos y malas actitudes.

Podemos pensar también que nues­tros esquemas mentales limitados no nos permiten comprender su forma de pensar y de actuar.

También, imaginando sus sufri­mientos interiores, podemos mirar a Jesús sufriendo con él, compartiendo sus angustias y amarguras del alma. Así no será tan duro tenerle paciencia.

Ciertas personas violentas y agre­sivas creen que la paciencia es un de­fecto o una debilidad, y por eso no les interesa crecer en la paciencia. Pero, en realidad, los débiles son los impacien­tes. No tienen la fortaleza interior ni el dominio de sí para controlar sus reac­ciones, y por eso se dejan llevar por el rencor y los deseos de venganza. Si to­dos actuaran de esa manera, el mundo sería un permanente infierno.

La paciencia es realmente indispen­sable para sostener la vida en sociedad y para proteger a las comunidades y a los hogares de una agresión cotidiana.

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Además, puede suceder que una persona acepte sufrir con paciencia un dolor injusto para no renunciar a sus convicciones. Por ejemplo, que acepte tener que sufrir persecuciones por su fe, o que acepte soportar burlas por ser fiel a su forma de pensar. Si esa persona renunciara a su fe o a sus convicciones, se liberaría de muchos problemas; pero su conciencia lo invita a ser fiel a lo que cree en su corazón, aunque tenga que soportar pacientemente muchas moles­tias por esa fidelidad: desprecios, dis­criminaciones, injusticias sobre su per­sona. Allí es necesaria la hermosa virtud de la paciencia, para que la persona no baje los brazos. Sin esa paciencia, no habría héroes ni mártires.

También el amor al prójimo necesi­ta de la paciencia. Si nos dejamos lle­var por la tentación fácil del odio y la venganza, actuaremos en contra de lo que el Evangelio nos enseña, y seremos infieles a Cristo, que quiere que ame­mos a nuestros enemigos y oremos por ellos.

Vemos así que la paciencia con el prójimo es un valor necesario para po­der ser coherentes y auténticos, y para no arruinar nuestra vida con reacciones inoportunas. Cuando alguien es capaz

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de soportar a otro con paciencia, sin en­venenarse por dentro, está demostran­do una gran fuerza interior, una noble grandeza de alma. Y ése es un valor que hay que pedirle a Dios cada día.

Por otra parte, cada acto de pacien­cia será recompensado, y se convertirá en un tesoro que nos llevaremos ¿, la eternidad.

Recordemos que esto no significa que nunca tengamos una impaciencia. El creyente pasa por la impaciencia, pero no se deja apoderar, no se deja dominar por la impaciencia. Cuando llega la noche, la tormenta ya ha pasado:

Si se enojan con alguien, no se dejen arrastrar al pecado. Que la noche no los sorprenda todavía con ese enojo (Ef 4, 26).

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Oración contra la impaciencia

Mi Dios, abismo infinito de belleza don­de se saciará toda mi sed de amor. Mira mi interior, donde a veces habitan rencores, impaciencias, rechazos.

Regálame el don de la paciencia.

Quiero vivir el mandamiento del amor que me dejaste, pero a veces me brotan ma­los sentimientos que se apoderan de mí. Y a veces hago daño con mis palabras, con mis acciones, o con mi falta de cariño.

Ayúdame, Señor, para que pueda mi­rar a los demás con tus ojos pacientes. Quie­ro reconocer tu amor para todos los seres humanos, también para esas personas que yo no puedo amar con paciencia y compa­sión. Todos son importantes para tu cora­zón amante, todos son sagrados y valiosos.

Quiero recordar que cada ser humano es obra de tus manos de Padre, que a cada uno le diste la vida con inmensa ternura, que nadie ha nacido por casualidad, sino que es un proyecto eterno de tu amor.

Y ahora pongo ante ti a esa criatura tuya que yo no tolero. Quiero contemplar a tu Hijo

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que se hizo hombre para rescatarlo en la cruz, que derramó tu preciosa sangre para salvar­lo, y por él sufrió el abandono de la cruz.

Dame tu luz, Señor, para que pueda re­conocer las cosas buenas que pusiste en él, los dones que sembró tu santo Espíritu, to­das las posibilidades buenas que hay en el in­terior de esa persona.

Y quiero declararlo inocente por todas las cosas que me molestan de su persona.

Libérame de condenarlo y de prejuz­garlo. Quisiera imaginar sus sufrimientos, sus angustias, esa debilidad que le cuesta superar. Quisiera encontrar alguna excusa para disculparlo y para no mirarlo más con malos ojos.

Ayúdame, Señor, para que no alimente el rencor sino el perdón y la paciencia.

Te contemplo a ti, jesús, tan compren­sivo con los pecadores, tan paciente y com­pasivo con las debilidades de tus discípu­los, cercano a todos.

Sólo te lamentabas de los impacientes e intolerantes, que vivían señalando los defectos ajenos y no eran capaces de reco­nocer los suyos.

Quiero aprender de ti, jesús, paciente y humilde, para encontrar descanso y ali­vio para mi vida.

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Bendigo a todas las personas que me molestan, que me desagradan, que me can­san, que me perturban, que me interrum­pen. Las bendigo para que sean cada día más bellas y santas, para que reflejen tu amor y tu hermosura. Pasa tu mano por sus vidas para que se curen de todo lo que no sea bue­no.

Y tómame con tu presencia y tu amor, Dios mío. No quiero alimentar la división y el rencor con mis malas actitudes. Prefie­ro ser tu instrumento para construir un mundo de amor, de fraternidad, de servicio y de paz.

Ven, Espíritu Santo a mi vida, pene­tra en mi interior, acaricíame con tu divina calma. Cura las heridas de mi intimidad que me llevan a rechazar a los demás. Sana la raíz de mi intolerancia, de mis malas reac­ciones, y regálame el don de la paciencia.

Amén.

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Índice

Presentación 5

El veneno de la ansiedad

1. La gran sabiduría de aprender a detenerse 11

2. Que sólo Dios sea Dios 27 3. Modelos de profundidad 37 Oración contra la ansiedad 43

El veneno de la impaciencia 1. La importancia de esa persona.. 53 2. Paciencia divina 61 3. Otras motivaciones profundas .. 65 Oración contra la impaciencia 73

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Ser Feliz 2

Para protegerte de la envidia y liberarte de los miedos

Víctor Manuel Fernández

Muchas veces, los miedos nos quitan las ganas de vivir, llenan de sombras la alegría y la paz interior. A menudo los miedos nos hacen sufrir más que los problemas que tenemos. Es como una espina que está siempre molestando en el corazón, y no deja nacer el entusiasmo de la vida. Los miedos que pueden perturbarnos son muchos y variados. Este libro aborda el miedo a la envidia, el temor a que los envidiosos nos hagan daño o nos arruinen la existencia.

El autor hace un recorrido por las distintas motivaciones para ayudarte a que te liberes de los miedos y así recuperar la felicidad, las ganas de vivir y de luchar.

Ser Feliz 3 Para liberarte de nerviosismos y tensiones

Víctor Manuel Fernández

Generalmente nos llenamos de nerviosis­mos porque sentimos a los demás y a las cosas como enemigos peligrosos. Entonces nos domina el miedo a desgastarnos, a ser absorbidos, a sufrir. Es una sensación de debilidad frente a los desafíos y agresiones, que nos hace llenarnos de tensiones ante cualquier peligro o ante cualquier cosa que pueda quitarnos nuestras seguridades. Si alimentamos esta enfermedad, llegará un día en que nada nos parecerá bueno, todo nos parecerá molesto. En este libro, encontrarás una serie de sugerencias que te ayudarán a dominar los nerviosismos y tensiones interiores, para que puedas "aflojarte" y no te resistas tanto ante los desafíos y límites de la vida, y puedas recuperar la paz.

Se terminó de imprimir en Talleres Gráficos D'Aversa e hijos S.A., Vicente López 318/24, BI 878DUQ Quilmes, Buenos Aires, Argentina.

Colección

Ser Feliz 1

Algunas personas son capaces de disfrutar de la vida. Hacen con gusto sus tareas, pero no se angustian si algo no sale como lo han planea­do. Tienen sueños y proyectos, pero no permi­ten que esos planes les quiten la felicidad y la paz. Luchan contra las dificultades, pero saben bien que todo tiene su tiempo, que hay que saber esperar. Otras personas viven volcadas hacia el futuro, anticipándose y tratando de acelerar las cosas. Todo tiene que ser "ya". Esto es una manera de negarse a la vida, de rechazar la realidad, de convertirse en enemigos del presente.

En este libro, encontrarás el camino para que puedas serenarte frente a la realidad y frente a los demás, el camino para sanar la ansiedad y la impaciencia antes de que estas locuras te enfermen el alma y el cuerpo.

SAN PABLO 9 7 8 9 5 0 8 6 1 6 3 6 4