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CURSO BÁSICO MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA COMUNIÓN Necesario es que solamente las personas que han recibido la debida preparación y que se preocupan de poner al día sus conocimientos mediante este manual u otros programas, ejerzan el ministerio de la comunión a los enfermos. Además de una sería y perseverante espiritualidad eucarística; pues de lo contrario no sería posible ejercer tan alto ministerio. También se ha de tener en cuenta que todos las personas que deseen ofrecer el servicio como ministros de la comunión a los enfermos deben ser comisionados oficialmente por la Diócesis, a través del párroco. Por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama, el MEC ha de ser testigo fervoroso de la presencia de Cristo en la Eucaristía; de forma que la Eucaristía modele su vida, la vida de la familia que forman; que oriente todas sus opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, les inspire ideales de solidaridad y los haga vivir en comunión con sus hermanos más necesitados. CAPÍTULO I LA SANTA MISA De todos los temas de Liturgia, el de la Misa es el más importante y el que requiere un estudio más detenido y amoroso. La Misa se ha de comprender y vivir íntimamente, y quien mejor la comprenda y mejor la viva, será, indiscutiblemente, el que vivirá más intensa y plenamente la vida cristiana. Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa. Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles sacerdotes, ellos también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente

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CURSO BÁSICO

MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA COMUNIÓN

Necesario es que solamente las personas que han recibido la debida preparación y que se preocupan de poner al día sus conocimientos mediante este manual u otros programas, ejerzan el ministerio de la comunión a los enfermos. Además de una sería y perseverante espiritualidad eucarística; pues de lo contrario no sería posible ejercer tan alto ministerio.

    También se ha de tener en cuenta que todos las personas que deseen ofrecer el servicio como ministros de la comunión a los enfermos deben ser comisionados oficialmente por la Diócesis, a través del párroco.

Por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama, el MEC ha de ser testigo fervoroso de la presencia de Cristo en la Eucaristía; de forma que la Eucaristía modele su vida, la vida de la familia que forman; que oriente todas sus opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, les inspire ideales de solidaridad y los haga vivir en comunión con sus hermanos más necesitados.

CAPÍTULO I

LA SANTA MISA

De todos los temas de Liturgia, el de la Misa es el más importante y el que requiere un estudio más detenido y amoroso. La Misa se ha de comprender y vivir íntimamente, y quien mejor la comprenda y mejor la viva, será, indiscutiblemente, el que vivirá más intensa y plenamente la vida cristiana.

Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa. Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles sacerdotes, ellos también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente con el sacerdote en ese Sacrifico común, por medio de las ofrendas, por el rezo de las oraciones oficiales, por el cumplimiento de los ritos y por la Comunión Sacramental; y en segundo lugar, inmolándose a si mismos como víctimas. A ello nos conduce toda la Liturgia de la Misa y a ello tiende la participación activa en la celebración de la misma.

1. El Sacrificio de la Misa

En la Nueva Ley sólo hay un sacrificio, del cual eran figuras todos los de la Antigua Ley, y él sólo cumple todos los fines de aquellos: es el Sacrificio cruento de Cristo en la Cruz e incruento en el altar; es decir, el Santo Sacrificio de la Misa. La Misa por lo tanto, es el Sacrificio de la Nueva Ley, en el cual se ofrece Jesucristo y se inmola incruentamente por toda la Iglesia, balo las especies del pan y del vino, por ministerio del Sacerdote, para reconocer el supremo dominio de Dios y aplicarnos a nosotros las satisfacciones y méritos de su Pasión. La Misa, renueva y continúa, sin disminuirlo ni aumentarlo, el sacrificio del Calvario, cuyos frutos

nos está continuamente aplicando. Es, dice Pío XII, como el compendio y centro de la religión cristiana y el punto más alto de la Sagrada Liturgia.

Entre el Sacrificio de la Misa y el de la Cruz, sólo hay esas diferencias: que Jesucristo se inmoló allí en un modo real, visible, con derramamientos de sangre, y personalmente, mientras que aquí lo hace en forma invisible e incruenta, bajo las especies sacramentales, y por ministerio del Sacerdote, allí Jesucristo nos mereció la Redención, y aquí nos aplica sus frutos.

En la Misa Jesucristo es la Víctima y el principal oferente; el segundo oferente es la Iglesia Católica, con todos los fieles no excomulgados, y su tercer oferente y el ministro propiamente dicho es el sacerdote legítimamente ordenado.

Se ofrece primeramente, por toda la Iglesia militante, pero secundariamente también por toda la Iglesia purgante, y para honra de los santos de la Iglesia triunfante.

2. Fines y efectos de la santa misa

La santa misa, como reproducción que es del sacrificio redentor, tiene los mismos fines y produce los mismos efectos que el sacrificio de la cruz. Son los mismos que los del sacrificio en general como acto supremo de religión, pero en grado incomparablemente superior. Helos aquí:

1º ADORACIÓN. El sacrificio de la misa rinde a Dios una adoración absolutamente digna de El, rigurosamente infinita. Este efecto lo produce siempre, infaliblemente, ex opere operato, (El término fue definido en el Concilio de Trento en 1547; y significa que la validez del sacramento no puede hacerse depender de la fe o de la santidad del ministro o del sujeto, sino que confieren la gracia por propia e íntima eficacia.) aunque celebre la misa un sacerdote indigno y en pecado mortal. La razón es porque este valor de adoración depende de la dignidad infinita del Sacerdote principal que lo ofrece y del valor de la Víctima ofrecida.

Recuérdese el ansia atormentadora de glorificar a Dios que experimentaban los santos. Con una sola misa podían apagar para siempre su sed. Con ella le damos a Dios todo el honor que se le debe en reconocimiento de su soberana grandeza y supremo dominio; y esto del modo más perfecto posible, en grado rigurosamente infinito. Por razón del Sacerdote principal y de la Víctima ofrecida, una sola misa glorifica más a Dios que le glorificarán en el cielo por toda la eternidad todos los ángeles y santos y bienaventurados juntos, incluyendo a la misma Santísima Virgen María, Madre de Dios. La razón es muy sencilla: la gloria que proporcionarán a Dios durante toda la eternidad todas las criaturas juntas será todo lo grande que se quiera, pero no infinita, porque no puede serlo. Ahora bien: la gloria que Dios recibe a través del sacrificio de la misa es absoluta y rigurosamente infinita.

En retorno de esta incomparable glorificación, Dios se inclina amorosamente a sus criaturas. De ahí procede el inmenso valor de santificación que encierra para nosotros el santo sacrificio del altar.

Consecuencia. ¡Qué tesoro el de la santa misa! ¡Y pensar que muchos cristianos la mayor parte de las personas devotas no han caído todavía en la cuenta de ello, y prefieren sus prácticas rutinarias de devoción a su incorporación a este sublime sacrificio, que constituye el acto principal de la religión y del culto católico!

2º REPARACIÓN. Después de la adoración, ningún otro deber más apremiante para con el Creador que el de reparar las ofensas que de nosotros ha recibido. Y también en este sentido el valor de la santa misa es absolutamente incomparable, ya que con ella ofrecemos al Padre la reparación infinita de Cristo con toda su eficacia redentora.

«En el día, está la tierra inundada por el pecado; la impiedad e inmoralidad no perdonan cosa alguna. ¿Por qué no nos castiga Dios? Porque cada día, cada hora, el Hijo de Dios, inmolado en el altar, aplaca la ira de su Padre y desarma su brazo pronto a castigar.

Innumerables son las chispas que brotan de las chimeneas de los buques; sin embargo, no causan incendios, porque caen al mar y son apagadas por el agua. Sin cuento son también los crímenes que a diario suben de la tierra y claman venganza ante el trono de Dios; esto no obstante, merced a la virtud reconciliadora de la misa, se anegan en el mar de la misericordia divina...» (2)

Claro que este efecto no se nos aplica en toda su plenitud infinita (bastaría una sola misa para reparar, con gran sobreabundancia, todos los pecados del mundo y liberar de sus penas a todas las almas del purgatorio), sino en grado limitado y finito según nuestras disposiciones. Pero con todo:

a) Nos alcanza de suyo ex opere operato, si no le ponemos obstáculos -la gracia actual,- necesaria para el arrepentimiento de nuestros pecados (3). Lo enseña expresamente el concilio de Trento. (D 940).

Consecuencia. -Nada puede hacerse más eficaz para obtener de Dios la conversión de un pecador como ofrecer por esa intención el santo sacrificio de la misa, rogando al mismo tiempo al Señor quite del corazón del pecador los obstáculos para la obtención infalible de esa gracia.

b) Remite siempre, infaliblemente si no se le pone obstáculo, parte al menos de la pena temporal que había que pagar por los pecados en este mundo o en el otro. De ahí que la santa misa aproveche también (D 940 Y 950). El grado y medida de esta remisión depende de nuestras disposiciones. (4)

Consecuencias.-Ningún sufragio aprovecha tan eficazmente a las almas del purgatorio como la aplicación del santo sacrificio de la misa. Y ninguna otra penitencia sacramental puede imponer los confesores a sus penitentes cuyo valor satisfactorio pueda compararse de suyo al de una sola misa ofrecida a Dios. ¡Qué dulce purgatorio puede ser para el alma la santa misa!

3º PETICIÓN. «Nuestra indigencia es inmensa; necesitamos continuamente luz, fortaleza, consuelo. Todo esto lo encontramos en la misa. Allí está, en efecto, Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo, yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida. Venid a mí los que sufrís, y yo os aliviaré. Si alguno viene a mí, no lo rechazaré» (5).

Y Cristo se ofrece en la santa misa al Padre para obtenernos, por el mérito infinito de su oblación, todas las gracias de vida divina que necesitamos. Allí está «siempre vivo intercediendo por nosotros» (Hebr 7, 25), apoyando con sus méritos infinitos nuestras súplicas y peticiones. Por eso, la fuerza impetratoria de la santa misa es incomparable. De suyo ex opere operato, infalible e inmediatamente mueve a Dios a conceder a los hombres todas cuantas gracias necesiten, sin ninguna excepción; si bien la colación efectiva de esas gracias se mide por el grado de nuestras disposiciones, y hasta puede frustrarse totalmente por el obstáculo voluntario que le pongan las criaturas.

«La razón es que la influencia de una causa universal no tiene más límites que la capacidad del sujeto que la recibe. Así, el sol alumbra y da calor lo mismo a una persona que a mil que estén en una plaza. Ahora bien: el sacrificio de la misa, por ser sustancialmente el mismo que el de la cruz, es, en cuanto a reparación y súplica, causa universal de las gracias de iluminación, atracción y fortaleza. Su influencia sobre nosotros no está, pues, limitada sino por las disposiciones y el fervor de quienes las reciben. Así, una sola misa puede aprovechar tanto a un gran número de personas como a una sola; de la misma manera que el sacrificio de la cruz

aprovechó al buen ladrón lo mismo que si por él solo se hubiese realizado. Cuanto es mayor la fe, confianza, religión y amor con que se asiste a ella, mayores son los frutos que en las almas produce».

Al incorporarla a la santa misa, nuestra oración no solamente entra en el río caudaloso de las oraciones litúrgicas -que ya le daría una dignidad y eficacia especial ex opere operantis Ecclesiae-, sino que se confunde con la oración infinita de Cristo. El Padre le escucha siempre: «yo sé que siempre me escuchas» (Io 11, 42), y en atención a El nos concederá a nosotros todo cuanto necesitemos.

Consecuencia. No hay novena ni triduo que se pueda comparar a la eficacia impetratoria de una sola misa. ¡Cuánta desorientación entre los fieles en torno al valor objetivo de las cosas! Lo que no obtengamos con la santa misa, jamás lo obtendremos con ningún otro procedimiento. Está muy bien el empleo de esos otros procedimientos bendecidos y aprobados por la Iglesia; es indudable que Dios concede muchas gracias a través de ellos; pero coloquemos cada cosa en su lugar. La misa por encima de todo.

4° ACCIÓN DE GRACIAS. Los inmensos beneficios de orden natural y sobrenatural que hemos recibido de Dios nos han hecho contraer para con El una deuda infinita de gratitud. La eternidad entera resultaría impotente para saldar esa deuda si no contáramos con otros medios qué los que por nuestra cuenta pudiéramos ofrecerle. Pero está a nuestra disposición un procedimiento para liquidarla totalmente con infinito saldo a nuestro favor: el santo sacrificio de la misa. Por, ella ofrecemos al Padre un sacrificio eucarístico, o de acción de gracias, que supera nuestra deuda, rebasándola infinitamente; porque es el mismo Cristo quien se inmola por nosotros y en nuestro lugar da gracias a Dios por sus inmensos beneficios. Y, a la vez, es una fuente de nuevas gracias, porque al bienhechor le gusta ser correspondido.

Este efecto eucarístico, o de acción de gracias, lo produce la santa misa por sí misma: siempre, infaliblemente, ex opere operato, independientemente de nuestras disposiciones.

, puede ser más grato a Dios y útil al hombre; de ahí que deba ser ella la devoción por excelencia del cristiano.

2. Valor y frutos de la Misa

El valor de la Misa, tomado en sí mismo, considerando la Víctima ofrecida y el Oferente principal, que es Jesucristo mismo, es infinito, tanto en la extensión como en la intensidad; si bien, en cuanto a la aplicación de sus frutos, tiene siempre un valor limitado o finito.

La razón de esta limitación es, porque nosotros no somos capaces de recibir una gracia infinita, y, además porque la Misa no es de mayor eficacia práctica que el Sacrificio de la Cruz, el cual, aunque de un valor infinito en sí mismo considerado, fue y sigue siendo, en su aplicación, limitado. Así lo dispuso Jesucristo, para que de ésta suerte se pudiese repetir frecuentemente este Sacrificio que es indispensable a la Religión, y también para guardar el orden de la Providencia, que suele distribuir las gracias sucesiva y paulatinamente, no de una vez. De ahí el poder, y aun la conveniencia, de ofrecer repetidas veces por una misma persona el Santo Sacrificio.Los frutos de la Misa son los bienes que procura el Sacrificio, y son, con respecto al valor, lo que los efectos con respecto a la causa. Tres son los frutos que emanan de la Misa

a) el fruto general, de que participan todos los fieles no excomulgados, vivos y difuntos, y especialmente los que asisten a la Misa y toman en ella parte más activa;

b) el fruto especial, de que dispone el Sacerdote en favor de determinadas personas e intenciones, en pago de un cierto "estipendio"; y

c) el fruto especialísimo, que le corresponde al Sacerdote como cosa propia y lo enriquece infaliblemente, siempre que celebre dignamente.

Los frutos general y especialísimo se perciben sin especial aplicación, con sólo tener intención de celebrar la Misa o asistir a ella, según la mente de la Iglesia; pero, para más interesarse en la Misa e interesar más a Dios en nuestro favor, es muy conveniente proponerse cada vez algún fin determinado, en beneficio propio o del prójimo, o de la Iglesia en general.

Para poder alcanzar el fruto especial es necesaria la aplicación expresa del celebrante, ya que él, como ministro de Cristo, puede disponer libremente de ese fruto en favor de quien quisiere.

3. Aplicación de los frutos de la Misa

Los méritos infinitos e inmensos del Sacrificio Eucarístico no tienen límite y se extienden a todos los hombres de cualquier lugar y tiempo, ya, que por él se nos aplica a todos la virtud salvadora de la Cruz. Sin embargo, el rescate del mundo por Jesucristo no tuvo inmediatamente todo su efecto; éste se logrará cuando Cristo entre en la posesión real y efectiva de las almas por Él rescatadas, lo que no sucederá mientras no tomen todas contacto vital con el Sacrificio de la Cruz y les sean así trasmitidos y aplicados los méritos que de él se derivan. Tal es, precisamente, la virtud del Sacrificio de la Misa: aplicar y trasmitir a todos y cada uno los méritos salvadores de Cristo, sumergirlos en las aguas purificadoras de la Redención, que manan desde el Calvario y llegan hasta el altar y hasta cada cristiano.

“Puede decirse -continúa Pío XII- que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación, que llenó con la sangre por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellos las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados”. Por eso es necesaria la colaboración personal de todos los hombres en el tiempo y en el espacio, la que se efectúa por medio de la Misa y de los Sacramentos, por los cuales hace la Iglesia la distribución individual del tesoro de la Redención a ella confiado por su Divino Fundador. Por eso no puede faltar en el mundo la renovación del Sacrificio Eucarístico, que actualiza e individualiza el de la Cruz.

4. La participación de los fieles en la Santa Misa

Es un deber y a la vez una dignidad -dice el Papa Pío XII- la participación del fiel cristiano en la Santa Misa. Esta participación no debe ser pasiva y negligente, sino activa y atenta. Aún sin ser los fieles, sacerdotes -pues de ninguna manera lo son-, ellos también ofrecen la Hostia divina de dos modos: primero, uniéndose íntimamente con el sacerdote en ese Sacrificio común, por medio de las ofrendas, por el rezo de las oraciones oficiales, por el cumplimiento de los ritos y por la Comunión sacramental; y segundo, inmolándose a sí mismos como víctimas. A ello nos conduce toda la Liturgia de la Misa y a ello tiende la participación activa en la celebración de la misma.

CAPÍTULO II

COMUNIÓN Y CULTO EUCARÍSTICO FUERA DE LA MISA

En la Carta Apostólica MANE NOBISCUM DOMINE del Sumo Pontífice Juan Pablo II al Episcopado, al Clero y a los fieles para el Año de la Eucaristía, en el número 18 expresa que “Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan -y yo mismo lo he recordado recientemente- el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. “¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡” (Sal 33 [34],9).

Por su parte, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el Año de la Eucaristía, refiriéndose a la Instrucción Redemptionis Sacramentum, expresa que Hay que tener presentes:

Los lugares de la celebración: iglesia, altar, ambón, sede...;

La asamblea litúrgica: sentido y modalidad de su participación "plena, consciente, activa" (cf. Sc, 14);

Las diferentes funciones: el sacerdote que actúa in persona christi, los diáconos, los demás ministerios y servicios;

La dinámica de la celebración: del pan de la palabra al pan de la eucaristía (cf. Ordo lectionum missae, 10);

Los tiempos de la celebración eucarística: domingo, días festivos, año litúrgico;

La relación entre la eucaristía y los demás sacramentos, sacramentales, exequias...

La participación interior y exterior: en particular el respeto de los «momentos» de silencio;

El canto y la música;

La observancia de las normas litúrgicas;

La comunión de los enfermos y el viático (cf. De sacra communione);

La adoración al santísimo sacramento, la oración personal;

Las procesiones eucarísticas.

Un examen de estos puntos sería especialmente aconsejable en el Año de la Eucaristía. Ciertamente, en la vida pastoral de las diversas comunidades no se puede llegar con facilidad a metas más altas, pero es necesario tender a ello. «Aunque el fruto de este Año fuera solamente avivar en todas las comunidades cristianas la celebración de la misa dominical e incrementar la adoración eucarística fuera de la misa, este Año de gracia habría conseguido un resultado significativo. No obstante, es bueno apuntar hacia arriba, sin conformarse con medidas mediocres, porque sabemos que podemos contar siempre con la ayuda de Dios» (Mane nobiscum Domine, 29).

Por estas razones nos ha parecido oportuno, ofrecer en este apartado algunos puntos de la Introducción del ritual de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la misa.

I. OBSERVACIONES GENERALES PREVIAS

1. Relaciones entre el culto eucarístico fuera de la Misa y la celebración de la eucaristía

1. La celebración de la Eucaristía es el Centro de toda la vida cristiana, tanto para la Iglesia universal como para las asambleas locales de la misma Iglesia. Pues «los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a si mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con él»1.

2. Pero además «la celebración de la Eucaristía en el sacrificio de la misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la misa».2 Porque Cristo, el Señor, que «se inmola en el mismo sacrificio de la misa cuando comienza a estar sacramentalmente presente como alimento espiritual de los fieles bajo las especies de pan y vino», también «una vez ofrecido el sacrificio, mientras la Eucaristía se conserva en las iglesias y oratorios es verdaderamente el Emmanuel, es decir “Dios-con-nosotros”. Pues día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad».3

3. Nadie debe dudar «que los cristianos tributan a este Santísimo Sacramento, al venerarlo, el culto de latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada en la Iglesia católica. Porque no debe dejar de ser adorado por el hecho de haber sido instituido por Cristo, el Señor, para ser comido»4.

4. Para ordenar y promover rectamente la piedad hacia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía hay que considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración de la misa como en el culto de las sagradas especies, que se conservan después de la misa para prolongar la gracia del sacrificio.5

2. Finalidad de la reserva de la eucaristía

5. El fin primero y primordial de la reserva de las sagradas especies fuera de la misa es la administración del viático; los fines secundarios son la distribución de la comunión y la adoración de nuestro Señor Jesucristo presente en el Sacramento. Pues la reserva de las especies sagradas para los enfermos ha introducido la laudable costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en las iglesias. Este culto de adoración se basa en una razón muy sólida y firme: sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor le es connatural su manifestación externa y pública. 6

6. En la celebración de la misa se iluminan gradualmente los modos principales según los cuales Cristo se hace presente a su Iglesia: en primer lugar, está presente en la asamblea de los fieles congregados en su nombre; está presente también en su palabra, cuando se lee y explica en la iglesia la Sagrada Escritura; presente también en la persona del ministro; finalmente, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas. En este Sacramento, en efecto, de modo

enteramente singular, Cristo entero e íntegro, Dios y hombre, se halla presente substancial y permanentemente. Esta presencia de Cristo bajo las especies «se dice real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por excelencia».7

Así que, por razón del signo, es más propio de la naturaleza de la celebración sagrada que la presencia eucarística de Cristo, fruto de la consagración, y que como tal debe aparecer en cuanto sea posible, no se tenga ya desde el principio por la reserva de las especies sagradas en el altar en que se celebra la misa.8

7. Renuévense frecuentemente y consérvense en un copón o vaso sagrado las hostias consagradas, en la cantidad suficiente para la comunión de los enfermos y de otros fieles.9

8. Cuiden los pastores de que, a no ser que obste una razón grave, las iglesias en que, según las normas de Derecho, se guarda la santísima Eucaristía, estén abiertas diariamente durante varias horas en el tiempo más oportuno del día, para que los fieles puedan fácilmente orar ante el santísimo Sacramento.10

3. El lugar para la reserva de la eucaristía

9. El lugar en que se guarda la santísima Eucaristía sea verdaderamente destacado. Conviene que sea igualmente apto para la adoración y oración privada, de modo que los fieles no dejen de venerar al Señor presente en el Sacramento, aun con culto privado, y lo hagan con facilidad y provecho.

Lo cual se conseguirá más fácilmente cuando el sagrario se coloca en una capilla que esté separada de la nave central del templo, sobre todo en las iglesias en que se celebran con frecuencia matrimonios y funerales y en los lugares que son muy visitados, ya por peregrinaciones, ya por razón de los tesoros de arte y de historia.

10. La sagrada Eucaristía se reservará en un sagrario inamovible y sólido, no transparente, y cerrado de tal manera que se evite al máximo el peligro de profanación. De ordinario en cada iglesia y oratorio haya un solo sagrario, colocado en una parte de la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente adornada y apropiada para la oración.

Quien cuida de la iglesia u oratorio ha de proveer a que se guarde diligentísimamente la llave del sagrario en que se reserva la santísima Eucaristía.11

11. La presencia de la santísima Eucaristía en el sagrario indíquese por el conopeo o por otro medio determinado por la autoridad competente.

Ante el sagrado en el que está reservada la sagrada Eucaristía ha de lucir constantemente una lámpara especial, con la que se indique y honre la presencia de Cristo.

Según la costumbre tradicional, y en la medida de lo posible, la lámpara ha de ser de aceite o de cera.12

4. Lo que corresponde a las conferencias episcopales

12. Corresponde a las Conferencias Episcopales, al preparar los Rituales particulares según la norma de la Constitución sobre la sagrada liturgia,13 acomodar este titulo del Ritual Romano a las necesidades de cada región, y una vez aceptado por la Sede Apostólica, empléese en las correspondientes regiones.

Por tanto será propio de las Conferencias Episcopales:

a) Considerar con detenimiento y prudencia qué elementos procedentes de las tradiciones de los pueblos (si las hubiere) se pueden retener o introducir, con tal que se acomoden al espíritu de la sagrada liturgia; por tanto, es propio de las Conferencias Episcopales proponer a la Sede Apostólica y, de acuerdo con ella, introducir las acomodaciones que se estimen útiles o necesarias.

b) Preparar las versiones de los textos, de modo que se acomoden verdaderamente al genio de cada idioma y a la índole de cada cultura, añadiendo quizá otros textos, especialmente para el canto, con las oportunas melodías.

II. LA SAGRADA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA

1. Relaciones entre la comunión fuera de la misa y el sacrificio

13. La más perfecta participación en la celebración eucarística es la comunión sacramental recibida dentro de la misa. Esto resplandece con mayor claridad, por razón del signo, cuando los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciben del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor.14

Por tanto, de ordinario, en cualquier celebración eucarística conságrese para la comunión de los fieles pan recientemente elaborado.

14. Hay que procurar que los fieles comulguen en la misma celebración eucarística.

Pero los sacerdotes no rehusen administrar, incluso fuera de la misa, la sagrada comunión a los fieles cuando lo piden con causa justa.15 Incluso conviene que quienes estén impedidos de asistir a la celebración eucarística de la comunidad se alimenten asiduamente con la eucaristía, para que así se sientan unidos no solamente al sacrificio del Señor, sino también unidos a la comunidad y sostenidos por el amor de los hermanos.

Los pastores de almas cuiden de que los enfermos y ancianos tengan facilidades para recibir la Eucaristía frecuentemente e incluso, a ser posible, lodos los días., sobre todo en el tiempo pascual, aunque no padezcan una enfermedad grave ni estén amenazados por el peligro de muerte inminente. A los que no puedan recibir la Eucaristía bajo la especie de pan, es lícito administrársela bajo la especie de vino solo.16

15. Enséñese con diligencia a los fieles que también cuando reciben la comunión fuera de la celebración de la misa se unen íntimamente al sacrificio con el que se perpetúa el sacrificio de la cruz y participan de aquel sagrado convite en el que «por la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva Alianza entre Dios y los hombres, sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre anunciando la muerte del Señor “hasta que vuelva”».17

2. En qué tiempo se ha de administrar la comunión fuera de la misa

16. La sagrada comunión fuera de la misa se puede dar en cualquier día y a cualquier hora. Conviene, sin embargo, determinar, atendiendo a la utilidad de los fieles, las horas para distribuir la sagrada comunión, para que se realice una sagrada celebración más plena con mayor fruto espiritual de los fieles.

Sin embargo:

a) El Jueves Santo sólo puede distribuirse la sagrada comunión dentro de la misa; pero a los enfermos se puede llevar la comunión a cualquier hora del día.

b) El Viernes Santo únicamente puede distribuirse la sagrada comunión durante la celebración de la Pasión del Señor; a los enfermos que no pueden participar en esta celebración se puede llevar la sagrada comunión a cualquier hora del día.

c) El Sábado Santo la sagrada comunión sólo puede darse como viático.18

3. El ministro de la sagrada comunión

17. Pertenece ante todo al sacerdote y al diácono administrar la comunión a los fieles que la pidan.19 Mucho conviene, pues, que a este ministerio de su orden dediquen todo el tiempo preciso, según la necesidad de los fieles.

También pertenece al acólito debidamente instituido, en cuanto ministro extraordinario, distribuir la sagrada comunión cuando faltan un presbítero o diácono, o estén impedidos, sea por enfermedad, edad avanzada, o por algún ministerio pastoral, o cuando el número de los fieles que se acercan a la sagrada mesa es tan numeroso que se alargaría excesivamente la misa u otra celebración.20

El Ordinario del lugar puede conceder la facultad de distribuir la sagrada comunión a otros ministros extraordinarios cuando sea necesario para la utilidad pastoral de los fieles y no se disponga ni de sacerdote ni de diácono o acólito.21

4. El lugar para distribuir la comunión fuera de la misa

18. El lugar en que de ordinario se distribuye la sagrada comunión fuera de la misa es la iglesia o un oratorio en que habitualmente se celebra o reserva la Eucaristía, o la iglesia, oratorio u otro lugar en que la comunidad se reúne habitualmente para celebrar una asamblea litúrgica los domingos u otros días. Sin embargo, en otros lugares, sin excluir las casas particulares, se puede dar la comunión, cuando se trata de enfermos, cautivos y otros que sin peligro o grave dificultad no pueden salir.

5. Lo que se ha de observar al distribuir la sagrada comunión

19. Cuando se administra la sagrada comunión en la iglesia o en un oratorio, póngase el corporal sobre el altar cubierto con un mantel; enciéndanse dos cirios como señal de veneración y de banquete festivo;22 utilícese la patena.

Pero, cuando la sagrada comunión se administra en otros lugares, prepárese una mesa decente cubierta con un mantel; ténganse también preparados los cirios.

20. El ministro de la sagrada comunión, si es presbítero o diácono, vaya revestido de alba, o sobrepelliz sobre el traje talar, y lleve estola.

Los otros ministros lleven o un vestido litúrgico, quizá tradicional en la región, o un vestido que no desdiga de este ministerio y que el Ordinario apruebe.

Para administrar la comunión fuera de la iglesia, llévese la Eucaristía en una cajita u otro vaso cerrado, con la vestidura y el modo apropiado a las circunstancias de cada lugar.

21. Al distribuir la sagrada comunión consérvese la costumbre de depositar la partícula de pan consagrado en la lengua de los que reciben la comunión, que se basa en el modo tradicional de muchos siglos.

Sin embargo, las Conferencias Episcopales pueden decretar, con la confirmación de la Sede Apostólica, que en su jurisdicción se pueda distribuir también la sagrada comunión depositando el pan consagrado en las manos de los lides, con tal que se evite el peligro de faltar a la reverencia o se dé lugar a que surjan entre los fieles ideas falsas sobre la santísima Eucaristía.23

Por lo demás, conviene enseñar a los fieles que Jesucristo es el Señor y el Salvador y que se le debe a él, presente bajo las especies sacramentales, el culto de latría o adoración, propio de Dios.24

En ambos casos, la sagrada comunión debe ser distribuida por el ministro competente, que muestre y entregue al comulgante la partícula del pan consagrado, diciendo la fórmula: «El Cuerpo de Cristo», a lo que cada fiel responde: «Amén.»

En lo que toca a la distribución de la sagrada comunión bajo la especie de vino, síganse fielmente las normas litúrgicas.25

22. Si quedaran algunos fragmentos después de la comunión, recójanse con reverencia y pónganse en el copón, o échense en un vasito con agua.

Igualmente, si la comunión se administra bajo la especie de vino, purifíquese con agua el cáliz o cualquier otro vaso empleado para ese menester.

El agua utilizada en esas purificaciones, o bien se sume o se arroja en algún lugar conveniente.

6. Las disposiciones para recibir la sagrada comunión

23. La Eucaristía, que continuamente hace presente entre los hombres el misterio pascual de Cristo, es la fuente de toda gracia y del perdón de los pecados. Sin embargo, los que desean recibir el Cuerpo del Señor, para que perciban los frutos del sacramento pascual tienen que acercarse a él con la conciencia limpia y con recta disposición de espíritu.

Además, la Iglesia manda «que nadie consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada Eucaristía sin que haya precedido la confesión sacramental»26. Pero cuando concurre un motivo grave y no hay oportunidad de confesarse, haga un acto de perfecta contrición con el propósito de confesar cuanto antes todos los pecados mortales, que al presente no pueda confesar.

Pero los que diariamente o con frecuencia suelen comulgar, conviene que con la oportuna periodicidad, según la condición de cada cual, se acerquen al sacramento de la penitencia.

Por los demás, los fieles miren también a la Eucaristía como remedio que nos libra de las culpas de cada día y nos preserva de los pecados mortales; sepan también el modo conveniente de aprovecharse de los ritos penitenciales de la liturgia, en especial de la misa.27

24. Los que van a recibir el Sacramento no lo hagan sin estar durante al menos una hora en ayunas de alimentos y bebidas, a excepción del aria y de las medicinas.

El tiempo de ayuno eucarístico, o sea, la abstinencia de alimento o bebida no alcohólica, se abrevia a un cuarto de hora aproximadamente para:

1) Los enfermos que residen en hospitales o en sus domicilios, aunque no guarden cama.

2) Los fieles de edad avanzada, que por su ancianidad no salen de casa o están en asilos.

3) Los sacerdotes enfermos, aunque no guarden cama, o de edad avanzada, lo mismo para celebrar misa que para recibir la sagrada comunión.

4) Las personas que están al cuidado de los enfermos o ancianos, y sus familiares que desean recibir con ellos la sagrada comunión, siempre que sin incomodidad no puedan guardar el ayuno de una hora.28

25. La unión con Cristo, a la que se ordena el mismo Sacramento, ha de extenderse a toda la vida cristiana, de modo que los fieles de Cristo, contemplando asiduamente en la fe el don recibido, y guiados por el Espíritu Santo, vivan su vida ordinaria en acción de gracias y produzcan frutos más abundantes de caridad.

Para que puedan continuar más fácilmente en esta acción de gracias, que de un modo eminente se da a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración 29.

III. VARIAS FORMAS DE CULTO A LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

79. Se recomienda con empeño la devoción privada y pública a la santísima Eucaristía, aun fuera de la misa, de acuerdo con las normas establecidas por la autoridad competente, pues el sacrificio eucarístico es la fuente y el punto culminante de toda la vida cristiana.

En la organización de tan piadosos y santos ejercicios, téngase en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo se deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo.30

80. Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerdan que esta presencia proviene del sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental y espiritual.

Así, pues, la piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual y a responder con agradecimiento al don de aquel que por medio de su humanidad infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo. Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato intimo, le abren su corazón por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre.

Traten, pues, los fieles de venerar a Cristo en el Sacramento de acuerdo con su propio modo de vida. Y los pastores en este punto vayan delante con su ejemplo y exhórtenlos con sus palabras.31

81. Acuérdense, finalmente, de prolongar por medio de la oración ante Cristo, el Señor, presente en el Sacramento, la unión con él conseguida en la comunión y renovar la alianza que los impulsa a mantener en sus obras, costumbres y en su vida la que han recibido en la celebración eucarística por la fe y el Sacramento. Procurarán, pues, que su vida transcurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo, participando en la muerte y resurrección de Señor. Así, cada uno procure hacer buenas obras, agradar a Dios, trabajando por impregnar al

mundo del espíritu cristiano y también proponiéndose llegar a ser testigo de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.32

IV. LA EXPOSICIÓN DE LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

A) Observaciones previas

1. relaciones entre la exposición y la misa

82. La exposición de la santísima Eucaristía, sea en el copón, sea en la custodia, lleva a los fieles a reconocer en ella la maravillosa presencia de Cristo y les invita a la unión de corazón con él, que culmina en la comunión sacramental. Así promueve adecuadamente el culto en espíritu y en verdad que le es debido.

Hay que procurar que en tales exposiciones el culto del Santísimo Sacramento manifieste, aun en los signos externos, su relación con la misa. En el ornato y en el modo de la exposición evítese cuidadosamente lo que pueda oscurecer el deseo de Cristo, que instituyó la Eucaristía ante todo para que fuera nuestro alimento, nuestro consuelo y nuestro remedio.33

83. Se prohíbe la celebración de la misa durante el tiempo en que está expuesto el Santísimo Sacramento en la misma nave de la iglesia u oratorio.

Pues, aparte de las razones propuestas en el número 6, la celebración del misterio eucarístico incluye de una manera más perfecta aquella comunión interna a la que se pretende llevar a los fieles con la exposición.

Si la exposición del Santísimo Sacramento se prolonga durante uno o varios días, debe interrumpirse durante la celebración de la misa, a no ser que se celebre en una capilla o espacio separado del lugar de la exposición y permanezcan en adoración por lo menos algunos fieles.34

2. Normas que se han de observar en la exposición

84. Ante El Santísimo Sacramento, ya reservado en el sagrario, ya expuesto para la adoración pública, sólo se hace genuflexión sencilla.

85. Para la exposición del Santísimo Sacramento en la custodia se encienden cuatro o seis cirios de los usuales en la misa, y se emplea el incienso. Para la exposición en el copón enciéndanse por lo menos dos cirios; se puede emplear el incienso.

1) Exposición prolongada

86. En las iglesias y oratorios en que se reserva la Eucaristía, se recomienda cada año una exposición solemne del Santísimo Sacramento, prolongada durante algún tiempo, aunque no sea estrictamente continuado, a fin de que la comunidad local pueda meditar y adorar más intensamente este misterio.

Pero esta exposición se hará solamente si se prevé una asistencia conveniente de fieles.35

87. En caso de necesidad grave y general, el Ordinario del lugar puede ordenar preces delante del Santísimo Sacramento, expuesto durante algún tiempo más prolongado, y que debe hacerse en aquellas iglesias que son más frecuentadas por los lieles.36

88. Donde, por falta de un número conveniente de adoradores, no se puede tener la exposición sin interrupción, está permitido reservar el Santísimo Sacramento en el sagrario, en horas determinadas y dadas a conocer, pero no más de dos veces al día; por ejemplo, a mediodía y por la noche.

Esta reserva puede hacerse de modo más simple; el sacerdote o el diácono, revestido de alba (o de sobrepelliz sobre traje talar) y de estola, después de una breve adoración, hecha la oración con los fieles, devuelve el Santísimo Sacramento al sagrario. De mismo nodo, a la hora señalada se hace de nuevo la exposición.37

2) Exposición breve

89. Las exposiciones breves de Santísimo Sacramento deben ordenarse de tal manera que, antes de la bendición con el Santísimo Sacramento, se dedique un tiempo conveniente a la lectura de la palabra de Dios, a los cánticos, a las preces y a la Oración en silencio prolongada durante algún tiempo.

Se prohíbe la exposición tenida únicamente para dar la bendición. 38

3) La adoración en las comunidades religiosas

90. A las comunidades religiosas y otras piadosas asociaciones que, según las Constituciones o normas de su Instituto, tienen la adoración perpetua o prolongada por largo tiempo, se las recomienda con empeño que organicen esta piadosa costumbre según el espíritu de la sagrada liturgia, de forma que, cuando la adoración ante Cristo, el Señor, se tenga con participación de toda la comunidad, se haga con sagradas lecturas, cánticos y algún tiempo en silencio, para fomentar más eficazmente la vida espiritual de la comunidad. De esta manera se promueve entre los miembros de la casa religiosa el espíritu de unidad y fraternidad de que es signo y realización la Eucaristía y se practica el culto debido al Sacramento de forma más noble.

También se ha de conservar aquella forma de adoración, muy digna de alabanza, en que los miembros de la comunidad se van turnando de uno en uno, o de dos en dos. Porque también de esta forma, según las normas del Instituto aprobadas por la Iglesia, ellos adoran y ruegan a Cristo, el Señor, en el Sacramento, en nombre de toda la comunidad y de la Iglesia.

3. El ministro de la exposición de la santísima eucaristía

91. El ministro ordinario de la exposición del Santísimo Sacramento es el sacerdote o el diácono, que al final de la adoración, antes de reservar el Sacramento, bendice al pueblo con el mismo Sacramento.

En ausencia del sacerdote o diácono, o legítimamente impedidos, pueden exponer públicamente la santísima Eucaristía a la adoración de los fieles y reservarla después, el acólito u otro ministro extraordinario de la sagrada comunión, o algún otro autorizado por el Ordinario del lugar.

Todos éstos pueden hacer la exposición abriendo el sagrado, o también, si se juzga oportuno, poniendo el copón sobre el altar, o poniendo la hostia en la custodia. Al final de la adoración guardan el Sacramento en el sagrario. No les es licito, sin embargo, dar la bendición con el Santísimo Sacramento.

92. El ministro, si es sacerdote o diácono, revístase del alba (o la sobrepelliz sobre el traje talar) y de la estola de color blanco.

Los otros ministros lleven o la vestidura litúrgica tradicional en el país, o un vestido que no desdiga de este sagrado ministerio y que el Ordinario apruebe.

Para dar la bendición al final de la adoración, cuando la exposición se ha hecho con la custodia, el sacerdote y el diácono pónganse además la capa pluvial y el velo humeral de color blanco; pero si la bendición se da con el copón, basta con el velo humeral.

B) Las procesiones eucarísticas

101. El pueblo cristiano da testimonio público de fe y piedad religiosa hacia el Santísimo Sacramento con las procesiones en que se lleva la Eucaristía por las calles con solemnidad y con cantos,

Corresponde al Obispo diocesano juzgar sobre la oportunidad, en las circunstancias actuales, acerca del tiempo, lugar y organización de tales procesiones, para que se lleven a cabo con dignidad y sin desdoro de la reverenda de debida a este Santísimo Sacramento.39

102. Entre las procesiones eucarísticas adquiere especial importancia y significación en la vida pastoral de la parroquia o de la ciudad la que suele celebrarse todos los años en la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, o en algún otro día más oportuno, Cercano a esta solemnidad. Conviene, pues, que, donde las circunstancias actuales lo permitan y verdaderamente pueda ser signo colectivo de fe y de adoración, se conserve esta procesión de acuerdo con las normas del derecho.

Pero si se trata de grandes ciudades, y la necesidad pastoral así lo aconseja, se puede, a juicio del Obispo diocesano, organizar otras procesiones en las barriadas principales de la ciudad. Pero donde no se pueda celebrar la procesión en la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, conviene que se tenga otra celebración pública para toda la ciudad o para sus barriadas principales en la iglesia catedral o en otros lugares oportunos.

103. Conviene que la procesión con el Santísimo Sacramento se celebre a continuación de la misa, en la que se consagre la hostia que se ha de trasladar en la procesión. Sin embargo, nada impide que la procesión se haga después de la adoración pública y prolongada que siga a la misa.

104. Las procesiones eucarísticas organícense según los usos de la región, ya en lo que respeta al ornato de plazas y calles, ya en lo que toca a la participación de los fieles. Durante el recorrido, según lo aconseje la costumbre y el bien pastoral, pueden hacerse algunas estaciones o paradas, aun con la bendición eucarística. Sin embargo, los cantos y oraciones que se tengan ordénense a que todos manifiesten su fe en Cristo y se entreguen solamente al Señor.

C) Los congresos eucarísticos

109. Los Congresos eucarísticos, que en los tiempos modernos se han introducido en la vida de la Iglesia como peculiar manifestación del culto eucarístico, se han de mirar como una statio, a la cual alguna comunidad invita a toda la Iglesia local, o una Iglesia local invita a otras Iglesias de la región o de la nación, o aun de todo el mundo, para que todos juntos reconozcan más plenamente el misterio de la Eucaristía bajo algún aspecto particular y lo veneren públicamente con el vínculo de la caridad y de la unión.

Conviene que tales Congresos sean verdadero signo de fe y caridad por la plena participación de la Iglesia local y por la significativa aportación de las otras Iglesias.

110. Háganse los oportunos estudios, ya en la Iglesia local ya en las otras Iglesias, sobre el lugar, temario y el programa de actos del Congreso que se vaya a celebrar, para que se consideren las verdaderas necesidades y se favorezca el progreso de los estudios teológicos y el bien de la Iglesia local. Para este trabajo de investigación búsquese el asesoramiento de los teólogos, escrituristas, liturgistas y pastoralistas, sin olvidar a los versados en las ciencias humanas.

111. Para preparar un Congreso se ha de hacer sobre todo:

a) Una catequesis más profunda y acomodada a la cultura de los diversos grupos humanos acerca de la Eucaristía, principalmente en cuanto constituye el misterio de Cristo viviente y operante en la Iglesia.

b) Una participación más activa en la sagrada liturgia, que fomente al mismo tiempo la escucha religiosa de la palabra de Dios y el sentido fraterno de la comunidad.40

c) Una investigación de las ayudas y la puesta en marcha de obras sociales para la promoción humana y para la comunicación cristiana de bienes incluso temporales, a ejemplo de la primitiva comunidad cristiana,41 para que el fermento evangélico se difunda desde la mesa eucarística por todo el orbe como fuerza de edificación de la sociedad actual y prenda de la futura.42

112. Criterios para organizar la celebración de un Congreso eucarístico:43

a) La celebración de la Eucaristía sea verdaderamente el Centro y la culminación a la que se dirijan todos los actos y los diversos ejercicios de piedad.

b) Las celebraciones de la palabra de Dios, las sesiones catequéticas y otras reuniones públicas tiendan sobre todo a que el tema propuesto se investigue con mayor profundidad, y se propongan con mayor claridad los aspectos prácticos a fin de llevarlos a efecto.

c) Concédase la oportunidad de tener ya las oraciones comunes, ya la adoración prolongada, ante el Santísimo Sacramento expuesto, en determinadas iglesias que se juzguen más a propósito para este ejercicio de piedad.

d) En cuanto a organizar una procesión, en que se traslade al Santísimo Sacramento con himnos y preces públicas por las calles de la ciudad, guárdense las normas para las procesiones eucarísticas, mirando a las condiciones sociales y religiosas del lugar (cf. núms. 101- 104).

CAPÍTULO III

MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN

En el año 1972 la Iglesia aprobó los ministerios laicales instituidos, confirmándolos como una gracia al servicio y enriquecimiento espiritual del pueblo de Dios: “los ministerios pueden ser confiados a los seglares, de modo que no se consideren como algo reservado a los candidatos al sacramento del orden”(Ministeria Quaedam).

Todos los servicios y ministerios en la Iglesia tienen un mismo fin, hacer posible la salvación de las almas, viviendo y desempeñando los servicios y ministerios desde una fe viva, una esperanza firme y una

caridad constante, haciendo vida las virtudes teologales, especialmente con los más pobres y desamparados como son en este caso los enfermos.

1. El ministro extraordinario de la comunión en el código de Derecho Canónico

Bajo ciertas condiciones, la Iglesia autoriza a que distribuyan la comunión personas que no son sacerdotes. De acuerdo con el canon 910 § 1, son ministros ordinarios de la comunión el obispo, el presbítero y el diácono. Además, el Código de Derecho Canónico de 1983 introduce un concepto, novedoso respecto al Código de 1917, y es el de ministro extraordinario.

Esta figura fue introducida con motivo de la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II en 1973, mediante la Instrucción Immensae caritatis de la Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, de 29 de enero de 1973 (AAS 65 (1973) 265-266). Actualmente está recogida en el canon 910 §2: Es ministro extraordinario de la sagrada comunión el acólito, o también otro fiel designado según el c. 230 § 3.

A su vez, el canon 230 § 3 indica lo siguiente: Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores, ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada comunión, según las prescripciones del derecho.

Por lo tanto, de modo ordinario pueden administrar la comunión exclusivamente los clérigos indicados. Puede haber ministros extraordinarios de la comunión; para que éstos ejerzan tal función, el derecho requiere dos requisitos:

1º.) Lo aconseje la necesidad de la Iglesia. El canon 230 § 3 habla de necesidad, no de utilidad de otro tipo. A modo de ejemplo sería necesidad que no se pueda atender a todos los fieles que piden la comunión, de modo que la Misa se alargaría excesivamente (una larga fila en el momento de la comunión). Es el caso de peregrinaciones populares, u otras ocasiones similares. No se refiere, por lo tanto, a otros criterios, como son la mayor solemnidad de la ceremonia, o la celebración particular de un grupo de personas.

2º.) No haya ministros. No sería el caso previsto, si hay ministros que pueden atender al ministerio de la comunión con cierto incomodo. Sería el caso de las comuniones a los enfermos, o de ordinario las misas parroquiales en que no hay sacerdotes en la iglesia.

Acerca de este último requisito, el Consejo Pontificio promulgó una Respuesta auténtica el 1 de junio de 1988. No estaríamos en el caso previsto en estos cánones, si están presentes en la iglesia ministros ordinarios que no estén impedidos, aunque no participen en la celebración eucarística.

3º.) El canon 231 establece que para ejercer este ministerio laical se requiere de la debida formación, conciencia y generosidad (formación permanente). Para recibir este ministerio el mismo documento Immensae caritatis pide que el fiel, hombre o mujer que será instituido como ministro extraordinario de la Sagrada Comunión, deba estar adecuadamente instruido y ser recomendable por su vida, por su fe y por sus costumbres. Incluso utiliza unas palabras muy exactas sobre la idoneidad de la persona, que transcribo a continuación. “No sea elegido nadie cuya designación pudiera causar admiración a los fieles”.

El ministro extraordinario debe ser un acólito u otro laico. El acólito está brevemente descrito en el canon 230 § 1. Su mención en el canon 910 no significa que pueda dar la comunión casi como ministro ordinario, sino que, si se cumplen los requisitos previstos, y está presente un acólito, se le debe preferir a otros laicos.

Además, de acuerdo con la Instrucción Immensae caritatis, el laico designado para administrar la comunión puede ser ad tempus o ad actum, o si fuera verdaderamente necesario, de modo estable. La designación la hace el Ordinario, el cual puede delegar en ciertas autoridades.

De esta manera podemos estar seguros de que la Iglesia siempre mira por las necesidades de sus hijos. Y de esta manera, bien sea por criterios de practicidad para obviar filas inmensas que retraerían a muchos de acercarse a recibir la comunión o prácticamente no daría tiempo de repartirla, o ante la falta de sacerdotes o personas idóneas como en el caso de las misiones, la Iglesia vela por hacer accesible el Cuerpo de Cristo a quien lo necesite.

2. Normas básicas

1) Laicos que distribuyen la comunión

Entre los ministerios litúrgicos que en estos últimos años se han ido encargando a los laicos, el que tal vez ha llamado más la atención es el de poder distribuir la comunión.

No es una novedad. Hasta el siglo VIII, los laicos llevaban con frecuencia la Comunión a los ausentes, enfermos o presos. Más tarde este ministerio se fue reservando, poco a poco, a los clérigos.

En 1.969 se permite que los laicos pudieran distribuir la Comunión, en determinadas circunstancias. Es en 1.972, cuando Pablo VI estableció que los "acólitos instituidos", que pueden ser laicos, fueran ministros extraordinarios, pero permanentes, de este ministerio de la comunión. Finalmente, en el año 1.973, la Congregación de los Sacramentos establece los motivos y modalidades de la distribución de la Comunión por laicos, así como la repetición de la Comunión en el mismo día, la mitigación del ayuno y la Comunión recibida en la mano.

Este servicio litúrgico de distribuir la Comunión, tal y como en la actualidad está regulado, se puede decir que ha sido bien acogido por el pueblo cristiano, lógicamente después de las primeras y naturales reacciones de sorpresa. Allí donde se ha introducido con pedagogía y buena preparación, se ha convertido en una experiencia enriquecedora, que va educando a la comunidad en el sentido de la Iglesia y de la Eucaristía. En muchas iglesias se ve ahora cómo con toda naturalidad y dignidad participan los laicos en esta misión. Como dato significativo, hace cuatro o cinco años, que en Roma se calculaban en unos 800 los ministros extraordinarios de la Comunión oficialmente nombrados como tales, de los cuales unos 200 eran laicos y el resto religiosos.

2) Funciones de este ministerio

Dentro de la Misa: Ayudar al sacerdote a repartir la Comunión cuando haya muchos comulgantes, falten otros ministros ordenados, o cuando se de bajo las dos especies.

Fuera de la Misa: Impartir la Comunión a los fieles que lo deseen cuando el sacerdote esté ausente.

Comunión a enfermos: Llevar la Comunión a los enfermos.

En celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote: Pueden recibir el encargo oficial del Obispo de presidir la celebración de la Palabra y distribuir a sus hermanos la Comunión.

3) Motivación de este ministerio

Todas las funciones litúrgicas de este Ministerio extraordinario de la Comunión, obedece al deseo de ayudar a que la comunidad cristiana celebre mejor la Eucaristía. Se puede decir que la primera motivación es la utilidad pastoral:

- Ayudar a repartir la Comunión cuando son muchos los fieles a recibirla, favorece el que la celebración sea ágil, proporcionada, y no innecesariamente larga. O cuando la Comunión se realiza bajo las dos especies, que con la ayuda de los ministros laicos se puede realizar mejor.

- Fuera de la Misa, la comunidad cristiana encuentra facilitado su acceso a la Comunión. Los enfermos pueden comulgar más frecuentemente, en especial el día del domingo, cuando los laicos son encargados de repartir la Comunión.

Pero de lo que verdaderamente se trata, es de dar otra imagen de Iglesia, donde se pone de manifiesto la dignidad del laico, que en virtud de su Bautismo, puede recibir el encargo ministerial de ayudar a sus hermanos, también en la celebración de los sacramentos, en bien de toda la comunidad.

4) Quien puede ser ministro extraordinario de la comunión

Ser ministro extraordinario de la Comunión es dar un servicio importante a la comunidad celebrante, que hay que saber realizar con desenvoltura y dignidad.

Es necesario que la persona sea ya madura, aproximadamente mayor de 25 años, con buena fama, aceptada en la comunidad y que ofrezca cierta garantía en cuanto a su vida cristiana, su fe y sus buenas costumbres.

Es conveniente que los designados estén comprometidos en alguna clase de apostolado: catequesis, cuidado de enfermos, que pertenezcan al equipo de liturgia, al consejo pastoral o a una comunidad religiosa, o bien desarrollen alguna actividad parroquial. De esta manera, el servicio de repartir la Comunión o llevarla a los enfermos no sería un hecho aislado dentro de su identidad y de su imagen en la comunidad.

5) Modo de designación

Es el Obispo a quien corresponde la designación de los ministros extraordinarios de la Comunión, tras haber escuchado la petición de los párrocos.

El responsable de la comunidad, después de haber consultado con los otros miembros de la comunidad, presenta al Obispo los nombres de las personas que desea sean asignadas para este ministerio, indicando las motivaciones que hacen aconsejable esta decisión.

El Obispo, o bien el Vicario u otro Delegado, designa oficialmente a estas personas para que puedan ejercer en su Parroquia el ministerio de distribuir la Comunión o llevarla a los enfermos. Puede hacerlo para un año o varios (en muchas ocasiones se concede por tres o cinco años). Suele a veces plasmarse esta designación en un documento oficial firmado por el Obispo para que se vea que es un encargo oficial de la Diócesis.

La comunidad parroquial reunida en la Misa principal de un domingo (en los meses de Septiembre u Octubre que es cuando suelen empezar las actividades en las Parroquias), es informada de la decisión de encomendar este ministerio a tales personas, y los motivos por los cuales ha parecido conveniente.

6) Rito del nombramiento

El rito del nombramiento es el propio del “Ritual del Culto”. Es un acto que puede representar para la comunidad cristiana reunida una hermosa catequesis de lo que es la Iglesia, la dignidad y corresponsabilidad de los laicos, y la importancia de la Eucaristía para los presentes y los enfermos.

El rito para la designación estable de los ministros extraordinarios de la comunión es el siguiente:

- Se comienza con una monición en la que se da a conocer a la comunidad qué ministerio se va a encomendar y a quiénes, y se les recuerda a las personas designadas su deber de dar testimonio de vida cristiana y de ejercitar este oficio con respeto especial a la Eucaristía.

- A continuación se pregunta a los candidatos, para que ratifiquen su compromiso de realizar bien este ministerio en beneficio de la comunidad.

- La asamblea hace oración sobre ellos.

- También tiene particular recuerdo por ellos en la oración universal.

Con este rito se quiere que, oficialmente, se destaque y se dé expresividad a este ministerio, sobre todo cuando va a ejercitarse durante un cierto tiempo.

7) Qué es un ministro extraordinario

Los laicos que reciben la misión de distribuir la Comunión, dentro o fuera de la Misa, son considerados ministros "extraordinarios" de la Comunión. También lo son los acólitos "instituidos", aunque sean ministros permanentes. Los únicos ministros "ordinarios" de la distribución de la Comunión son los ordenados (diáconos, presbíteros y obispos).

Llamar a uno ministro "extraordinario" significa que sólo puede ejercitar el encargo recibido en ausencia de los ministros ordinarios. Si hay diáconos o sacerdotes, son éstos los que deben distribuir la Eucaristía, empezando por el sacerdote celebrante (todos los documentos desautorizan el que un sacerdote, presente en la celebración, se siente y deje que sean los laicos los que repartan la Comunión).

En cambio, es más conveniente que un laico, que ha estado presente durante la celebración, sea llamado a ejercer el ministerio que tiene oficialmente encomendado, a que acuda un sacerdote sólo en el momento de la Comunión.

8) Modo de realizar el ministerio

La comunión es el acto central de la celebración Eucarística: hay que realizarla con pausa, dignidad y expresividad.

a) Los ministros extraordinarios suben al altar en el momento adecuado.

b) El sacerdote celebrante, después de comulgar, distribuye la Comunión a los ministros extraordinarios para que comulguen ellos. Es bueno que los que van a distribuir el Cuerpo de Cristo (y la Sangre de Cristo, en su caso) lo reciban antes de manos del Celebrante.

c) El sacerdote, a continuación, les entrega el copón (y el cáliz, si la comunión se realiza bajo las dos especies) para que se vea que son como una prolongación del celebrante, que es el representante del mismo Cristo.

d) Los ministros extraordinarios bajan a repartir la Comunión a los fieles. Lo harán con pausa y expresividad, mostrándola ante cada uno y diciendo con calma: "El Cuerpo de Cristo" (o "la Sangre de Cristo" en su caso), depositándola luego en la mano o en la boca de cada fiel, según la opción de este (ofreciendo, asimismo, el cáliz cuando la Comunión se realiza bajo las dos especies).

e) Es importante conocer que es mucho más expresivo dar la Comunión, a invitar a que los fieles la cojan. Queda mejor expresada la mediación de la Iglesia cuando se hace por sus ministros. De aquí que sea aconsejable el que también los ministros extraordinarios la reciban por el sacerdote celebrante, antes de distribuirla al resto de los fieles.

9) Pastoral de conjunto

Para que la designación de los ministros extraordinarios de la Comunión sea plenamente eficaz y expresiva, deberán tenerse en cuenta unos principios de pastoral bastante evidentes:

- Que la elección de las personas se haga en coordinación con otros ministerios y tareas de la vida de la comunidad (catequesis, cuidado de enfermos, servicios de caridad, pastoral de preparación de sacramentos, etc.).

- Que esta elección se haga, sobre todo, en coordinación con el responsable último, el párroco, en cuanto a la designación como al ejercicio del ministerio.

- Que se realice este ministerio, fundamentalmente, todos los domingos, como día de la comunidad y día del Señor, tanto en la celebración misma como en el servicio a los enfermos.

- Que el número de los designados sea suficiente para asegurar su presencia y participación en todas las Eucaristías dominicales, en las que sea necesaria su presencia.

- Y que formen un verdadero equipo en el que se distribuyan sus incumbencias, para que no hagan falta, normalmente, otros ministros ocasionales.

Es conveniente que los ministros laicos de la Comunión reciban una preparación adecuada antes de empezar a ejercer su ministerio. Se recomienda, a ser posible, una preparación bíblica, litúrgica, teológica, pastoral y ceremonial, en cursos intensivos organizados por la Parroquia, Arciprestazgo o Diócesis.

10) Actitud exterior e interior del ministro extraordinario de la comunión

Hay que ser consciente de que, distribuir la comunión a los hermanos de la comunidad y llevarla a los enfermos, es un servicio hermoso y significativo, que debería de llenar de alegría a quien ha sido llamado a realizarlo.

Exteriormente no hace falta indicar, que cualquier ministerio litúrgico merece una compostura y una actitud digna. El ministerio de la Comunión todavía lo pide más.

En el vestir en el momento de distribuir la comunión, el Ritual del Culto y otros documentos, dejan libertad sobre el uso del alba, o bien aparecer como laicos a la vista de la comunidad, lógicamente con un vestido digno y adecuado.

Pero lo verdaderamente importante es la actitud espiritual interior. Ante todo se pide a los ministros extraordinarios:

- Respeto y aprecio a la Eucaristía: Es el momento central de la celebración, cuando Cristo se da a los suyos como alimento de vida eterna. Todo ministro que ayuda a que la Comunión se realice con dignidad, debe él mismo estar convencido de la importancia de este sacramento, tener sentido de lo sagrado, porque está sucediendo el misterio central de la donación de Cristo y de la fe de los cristianos. El ministro extraordinario está ayudando a un acontecimiento de fe y debe notársele en su modo de actuar y en su postura interior.

- Respeto y amor a la comunidad a la que sirven: Porque están ayudando a sus hermanos a que reciban al Señor en las mejores condiciones posible de celebración. En el caso de los enfermos, están facilitando este encuentro de fe a personas que no han podido acudir a la celebración comunitaria.

Hay que tener muy presente que este ministerio no es un privilegio para la persona, sino un servicio para bien de los demás. Su actitud interior y exterior de servidores y el talante humilde, harán manifiesta su fe en la importancia de la Eucaristía y el respeto que les merece la comunidad.

Es un ministerio, por tanto, que debe ir unido a una actitud de disponibilidad generosa. Muchas veces no será cómodo estar dispuesto a participar en alguna celebración en que haga falta este ministerio, porque no coincida con los planes o proyectos personales, pero hay que tener muy claro que es un ministerio para los demás y no para provecho propio.

3. Lo que debería ser extraordinario se ha convertido en norma, y lo que debería ser norma se ha convertido en extraordinario

La introducción de la comunión en la mano fue invariablemente seguida por la introducción de ministros extraordinarios de la Eucaristía. Pero contrariamente a la comunión en la mano, que fue aceptada en los primeros tiempos de la Iglesia, el uso de ministros extraordinarios durante la Misa no tiene precedente histórico. Ni la más mínima evidencia puede ser invocada para probar que la Sagrada Comunión haya sido jamás administrada durante la liturgia sino por un obispo, sacerdote o diácono.

En los primeros siglos hay evidencia de casos, pero siempre fuera de la liturgia. Para el siglo trece era ya una tradición establecida que sólo aquello que había sido específicamente consagrado para ese propósito podía entrar en contacto con el Santísimo Sacramento hasta que Éste hubiera sido colocado en la boca del comulgante. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) escribió a este respecto (III, q. 82, a. 3): “La distribución del Cuerpo de Cristo pertenece al sacerdote por tres razones. Primero, porque él consagra in persona Christi. Pero así como Cristo consagró Su Cuerpo en la Cena, también Él lo dio a los otros para que participaran de él. Consecuentemente, así como la consagración del Cuerpo de Cristo pertenece al sacerdote, del mismo modo su distribución también le corresponde a él. En segundo lugar, porque el sacerdote es el intermediario establecido entre Dios y el pueblo, por lo cual, así como le pertenece ofrecer los dones del pueblo a Dios, también le pertenece a él dispensar al pueblo los dones consagrados. Tercero, porque en virtud de la reverencia debida a este sacramento, nada lo toca sino las cosas consagradas; por eso, para tocar este sacramento, se consagran el corporal y el cáliz, así como

las manos del sacerdote. En consecuencia, a nadie le es lícito tocarlo, excepto caso de necesidad, por ejemplo, si estuviera por caer al suelo o en otro caso de urgencia”.

El documento que autoriza la introducción de ministros extraordinarios de la Eucaristía es una Instrucción de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, del 29 de enero de 1973, titulada Immensae caritatis. Ella autoriza el uso de ministros extraordinarios en “casos de genuina necesidad”. Esta es la enumeración de los casos, pero siempre y cuando:

a) no haya sacerdote o diácono;

b) éstos se vean impedidos de administrar la Sagrada Comunión por motivo de otro ministerio pastoral, razones de salud o avanzada edad;

c) el número de fieles por recibir la Sagrada Comunión sea tal que la celebración de la Misa o la distribución de la Eucaristía fuera de la Misa pueda verse indebidamente prolongada.

La Instrucción estipula que: “Dado que estas facultades son concedidas sólo por el bien espiritual de los fieles y para casos de genuina necesidad, se recuerda a los sacerdotes que no por esto ellos están excusados de la tarea de distribuir la Eucaristía a los fieles que legítimamente la piden, y especialmente darla a los enfermos”.

Es difícil imaginar la existencia de circunstancias que justifiquen el uso de ministros extraordinarios no tratándose de tierras de misión. Aunque también es posible que estas circunstancias se den cuando a un sacerdote a cargo de vastas áreas le resulte físicamente imposible administrar la Sagrada Comunión a todos los enfermos y moribundos que lo requieran. Por supuesto, el bien de las almas debe tener toda prioridad, de manera que si se presenta la alternativa entre alguien que muera sin recibir este sacramento o recibirlo de un laico, indudablemente esta última es la preferible, siempre suponiendo que al sacerdote le haya resultado físicamente imposible concurrir. Obviamente, en tales circunstancias sería deseable que el moribundo pudiera acceder al sacramento de la penitencia pero, una vez más, cuando esto es físicamente imposible un acto de contrición perfecta será suficiente, aun en caso de pecado mortal.

Pero no hay comparación entre estas circunstancias verdaderamente extraordinarias y la práctica, hoy demasiado común en muchos países, de encomendar a cientos de laicos en cada diócesis el desempeño de una tarea que, como lo ha destacado Juan Pablo II, debería ser normalmente “un privilegio de los ordenados”. Y con no poca frecuencia se ve a sacerdotes sentados en sus sillas presidenciales, dirigiendo cantos o aun actuando como directores de las filas de comulgantes mientras miembros de élite de la parroquia administran a aquéllos la Santa Comunión, tal vez abreviando la duración de la Misa cinco minutos o menos. 

El hecho de que una persona sea seleccionada como ministro extraordinario puede ciertamente contribuir a la autoestima de quienes estén deseosos de obtener oficios que los coloquen aparte (y por encima) de sus coparroquianos. Este fenómeno se manifestó no bien se comenzó a permitir a los laicos leer la Epístola o a tomar parte en las procesiones del Ofertorio. Sacerdotes que no han admitido estas prácticas han sido frecuentemente objeto de quejas al obispo por parte de laicos deseosos de alcanzar el status que estos oficios les traen. 

Los fieles que han visto la admisión de estos ministros extraordinarios en sus parroquias habrán notado que el correcto término “extraordinario” es raramente usado. Sin embargo, éste es el término oficial usado en Immensae caritatis y en el nuevo Código de derecho Canónico. Los términos “laicos” o “especiales” se aplican preferentemente para referirse a estos ministros porque ello permite camuflar el hecho de que el uso de tales ministros debería constituir un

evento extraordinario, algo que sólo raramente –si alguna vez se diera el caso– se podría dar fuera de tierras de misión.

Es difícil imaginar algún sacerdote, digamos, en los Estados Unidos, con tantas apremiantes obligaciones que no tenga tiempo de llevar la Santa Comunión a los enfermos. Si el peso de sus tareas administrativas se le tornara tan pesado, esa sí que es un área donde puede obtener ayuda de los laicos. La presente situación, en la que los sacerdotes se ven superados por actividades que pueden desempeñar los laicos, mientras que éstos asumen la tarea propia de los sacerdotes de llevar la Santa Comunión a los enfermos, es positivamente exótica, una perfecta epitomización del ethos de la Iglesia Occidental en nuestros días.

En cuanto a la indebida prolongación de la Misa en las parroquias con feligresía numerosa, habitualmente hay otro sacerdote para ayudar. Y aun cuando no hubiera otros sacerdotes, y la administración de la Eucaristía fuera prolongada, es difícil imaginar que sea indebidamente prolongada. El sacerdote podría estimular a los fieles para hacer, en esos minutos, una más perfecta preparación y acción de gracias por el privilegio de recibir a su Salvador. ¿Podría cualquier tiempo empleado en tal acción de gracias ser indebidamente prolongado? Raramente se extendería más allá de diez o quince minutos. Si se considera cuanto tiempo emplea el católico medio en mirar T. V. cada día, ¿puede una acción de gracias de quince minutos considerarse indebidamente prolongada?

Lamentablemente, la directiva vaticana fue expresada en términos poco precisos. La frase “indebidamente prolongada” puede significar cinco o cincuenta minutos, según quién la interprete. A través de esas interpretaciones, pues, Immensae caritatis abrió la puerta a la proliferación de ministros extraordinarios. Vinculada con la introducción de la Comunión bajo las dos especies en las misas de los domingos, esta explosión de ministros extraordinarios ha alcanzado proporciones de epidemia, lo cual ha sido posible, si bien no estrictamente autorizado, por Immensae caritatis. Muy pocos obispos prestan el mínimo acatamiento a la admonición del papa Juan Pablo II en su carta Dominicae Coenae, del 24 de febrero de 1980: “Tocar las sagradas especies y distribuirlas con sus propias manos es un privilegio de los ordenados”.

“Cuando ministros ordinarios (obispos, sacerdotes o diáconos) se encuentran presentes en la celebración eucarística, estén o no celebrando, en número suficiente, y no estén impedidos de hacerlo en virtud de otros ministerios, los ministros extraordinarios de la eucaristía no están autorizados para distribuir la comunión a sí mismos o a los fieles”.

Por lo contrario, algunos obispos, o los burócratas litúrgicos que los manipulan, muestran gran entusiasmo por la Comunión bajo las dos especies, principalmente por la excusa que ello les da de incrementar la epidemia de los ministros extraordinarios hasta convertirla en una verdadera plaga. En 1987, en una carta que se incluye al final de este trabajo, la Santa Sede intentó restringir la expansión de esta plaga, pero con poco éxito. 

Ningún observador imparcial podrá negar que se ha expandido una amplia declinación en la reverencia al Santo Sacramento desde el Concilio Vaticano II. En "Dominicae Coenae" el papa Juan Pablo II deplora estos casos: “Hemos tomado conocimiento de casos de deplorable falta de respeto hacia las especies Eucarísticas, casos que son imputables no sólo a los individuos culpables de tal conducta, sino también a los pastores de la Iglesia que no han sido suficientemente vigilantes respecto a la actitud de los fieles hacia la Eucaristía”.

El Santo Padre concluyó esta carta con su famoso pedido de perdón a los fieles por el escándalo y las perturbaciones a los que se han vistos sometidos respecto a la veneración debida al Santísimo Sacramento: “Y yo ruego al Señor Jesús que en lo futuro podamos evitar en nuestra

manera de conducirnos con este misterio sagrado todo lo que pueda debilitar o desorientar de cualquier modo el sentido de reverencia y amor que existe en nuestro pueblo fiel”.

El sentido de reverencia y amor del pueblo fiel por el Santísimo Sacramento se verá inevitablemente debilitado en cualquier diócesis donde el obispo, por convicción o debilidad, haya permitido el uso de ministros extraordinarios de la Eucaristía cuando no existen circunstancias extraordinarias, lo cierto es que tales circunstancias no existen en el noventa y nueve por ciento de las parroquias donde se emplean tales ministros. Lo que debería ser extraordinario se ha convertido en norma, y lo que debería ser la norma se ha convertido en extraordinario. Tal es el estado del catolicismo en el rito romano en nuestros días. 

Estamos presenciando no simplemente una disminución en el respeto por el Santísimo Sacramento –allí donde ese respecto existe todavía– sino una disminución en el respeto y valoración del carácter sagrado del sacerdocio, donde ese respeto y esa valoración existen todavía. Muy pocos jóvenes católicos consideran a sus sacerdotes como otro Cristo, alter Christi, un hombre que se diferencia no simplemente en grado sino en esencia del resto de los fieles, un hombre cuya misión primaria es entrar en el santuario y llevar a cabo los ritos sagrados que sólo él puede realizar. En Dominicae Coenae el papa Juan Pablo II recuerda a los católicos que: “No se debe olvidar el oficio primario de los sacerdotes, que han sido consagrados por su ordenación para representar a Cristo Sacerdote: por esta razón sus manos, así como sus palabras y su voluntad, se han convertido en instrumentos directos de Cristo. A través de este hecho, esto es, como ministros de la Sagrada Eucaristía, ellos tienen una responsabilidad primaria por las Sagradas Especies, porque es una responsabilidad total. Ellos ofrecen el pan y el vino, ellos lo consagran, y luego distribuyen las sagradas especies a los participantes de la asamblea que desean recibirlas... ¡Qué elocuente, en consecuencia, aun cuando no sea costumbre antigua, el rito de ungimiento de las manos en nuestra ordenación Latina, como que para estas manos es necesaria precisamente una gracia especial y el poder del Espíritu Santo!”

4. Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes: Artículo 8: El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión

Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que «el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a su eficacia salvífica con siempre mayor intensidad» (95).

Se trata de un servicio litúrgico que responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada Comunión.

§ 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diácono (96) mientras son ministros extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3. (97).

Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e

imprevistos la autorización puede ser concedida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística (98).

§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, éstos, aunque presentes, se encuentren verdaderamente impedidos (99). Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaría excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios. (100)

Tal encargo es de suplencia y extraordinario (101) y debe ser ejercitado a norma de derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión.

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes;

asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión.

el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el concepto de “numerosa participación”.

CAPÍTULO IV

ESPIRITUALIDAD DEL MINISTRO EXTRAORDINARIO DE LA COMUNIÓN

Una espiritualidad laical auténtica no puede ser sino una espiritualidad eucarística. En efecto, todos los acontecimientos importantes de nuestra vida y de nuestra historia los celebramos festivamente, sobre todo los más significativos. Esto, que es una necesidad intrínseca a la naturaleza humana, forma también parte de la vida cristiana y aflora en el acontecimiento máximo: la celebración eucarística.

El tema de la formación y espiritualidad es para todos los fieles cristianos. A todos se nos pide que profundicemos y asuman una auténtica espiritualidad cristiana. “En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es “la vida en Cristo” y “en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial”. En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión, se entiende no “una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo”. Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo “conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos”1.

1 Juan Pablo II, Ecclesia in América, 29, 1

La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. “Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada” (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo”. A sus discípulos, sin excepción, el Señor recuerda: “Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto” (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre “a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1 Co 12, 13)”. En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios2.

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental, y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia3.

1. Perfil del ministro de la comunión

Creyente laico/a adulto, muy humano en el trato cotidiano con todas personas, de vida familiar ejemplar, bien aceptado en la comunidad local.

Optimista, paciente, lleno de alegría, discreto, sigiloso, misericordioso, buen samaritano.

Gran vocación altruista de servicio hacia quien sufre.

Con tiempo disponible, sin excesos en los compromisos pastorales, con formación adecuada y conocimiento del hombre enfermo.

De mucha intimidad personal con Cristo muerto y resucitado.

De oración constante, hambriento de la Palabra de Dios y de la misericordia divina.

Impregnado de la espiritualidad eucarística.

Amante de la comunión de la Iglesia, creativo en un apostolado en equipo, considerando este ministerio no como una promoción u honor sino como un servicio humilde.

Quien hace carne la fe, la esperanza y la caridad y lo transmite a quien sufre.

Corresponsable de la salvación de los hombres.

2. Configurado con Cristo2 Ibidem 29, 23 Ibidem 29, 4

El ministro de la Comunión ha de vivir con orgullo el don de gozar con su hermano mayor, Jesús, la filiación con Dios Padre; la dicha de la amistad con ese amigo del alma y en el alma que es el Espíritu Santo. En esta relación amorosa con la Trinidad ha de fundamentar su vida espiritual. El ministro no es un mero “cartero” de la Comunión. Es, sobre todo, un “Cristóforo”, portador de Cristo. Es más, es un configurado con Cristo.

Y constantemente ha de crecer esa configuración que, de manera inigualable, expresó San Cirilo de Jerusalén:

“Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo” (Catequesis, 22).

Portador por llevar a Cristo dentro de sí y llevar a Cristo a los que sufren. El ministro ha de configurarse con la humanidad de Jesús de Nazaret, con todo Cristo resucitado que comulga.

3. Virtudes teologales

a) La Fe del ministro extraordinario de la Eucaristía

Para todo cristiano católico, la fe no es creer en algo, sino conocer creer y amar a Alguien, es fundamentalmente una relación personal, no es una aproximación intelectual o filosófica, ni una experiencia psíquica solamente, ni siquiera un creer en algo que la Biblia dice que hay que creer, sino la experiencia de una persona: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, la tercera persona del Dios uno y trino, que llega realmente en su cuerpo, alma y divinidad en la Sagrada Comunión.

La fe eucarística es algo más que la sola Eucaristía. Cuando celebramos la Eucaristía, celebramos la fe - es decir una amorosa intimidad con Dios y con su pueblo- que nos esforzamos y pedimos la gracia de poder vivir todos los días.

En la Eucaristía encontramos la máxima unión entre lo santo y lo ordinario, porque esto es el misterio de la encarnación, de la misma manera la fe eucarística esta constantemente condicionada por la misma unión, la perfecta transformación del pan de cada día y del vino en la persona total de Cristo resucitado. Este es el corazón de la fe eucarística en este mundo de lucha.

Vale la pena preguntarnos si ¿hay algo excepcional en la fe de un ministro de la Eucaristía, algo diferente de la fe de los demás católicos? La respuesta es no y también si. La fe de un ministro de la Eucaristía es la misma que comparten todos los miembros de la Iglesia. Al mismo tiempo, como toda relación humana es única, porque cada persona es única y se relaciona con Dios con su propia personalidad. Agreguemos a esa personalidad única el hecho de ser ministro de la Eucaristía: debemos concluir que la fe de un ministro es única porque es única su relación personal con la Eucaristía.

Si el ministro de la Eucaristía tiene un talento especial para dar al mundo, quizá sea el de ser, sobre todo, consciente en todo momento de la presencia de Cristo resucitado en su corazón y también, siempre y al mismo tiempo, en lo más profundo del corazón de la gente. Por eso la fe de un ministro de la Eucaristía encuentra siempre motivos para dar gracias.

b) La Esperanza del ministro extraordinario de la Eucaristía

Es particularmente apropiado hablar de la esperanza de un ministro de la Eucaristía, porque la Eucaristía nutre la esperanza de una manera muy especial.

La esperanza puede y debe existir en todas las circunstancias, pero se hace más reconocible y llega a su grado de máxima realidad cuando la vida parece más desolada. Por eso es en los enfermos y en los moribundos donde se ve más claramente el poder de la Eucaristía para alimentar la esperanza. Cuando estamos enfermos o en peligro de muerte, nosotros recobramos la esperanza por la Eucaristía, justo en el momento en que la vida parece que ya no tiene sentido o ha llegado al límite de la existencia. Pocas palabras, un trozo de pan, unas gotas de vino, realidad sensible que esconden y comunican una realidad mucho mas perfecta, la de la presencia de Jesús en su cuerpo, alma y divinidad que sale a nuestro encuentro para confortarnos y alimentaros con su amor en la realidad humana difícil y hasta desesperada, tanto en esta vida como en la próxima en la que ya nada habrá que esperar.

Cuando llevamos la comunión a una persona enferma o moribunda, compartimos con ella el conocimiento que proviene de una esperanza autentica, esa luz del Espíritu que alimenta la esperanza que va mas allá de esta vida y por eso el ministro de la Eucaristía debe cultivar la habilidad de mirar más allá de las apariencias, de las perspectivas superficiales. A veces nos olvidamos de que la Eucaristía es la misma experiencia de la Última Cena que Jesús compartió con sus discípulos en el umbral de su terrible pasión y muerte.

La esperanza del ministro de la Eucaristía es la misma esperanza, que viene del poder de la resurrección, que nosotros compartimos cuando damos la comunión a los demás. Nuestra fe y esperanza, se alimentan de todos modos de la caridad, del amor, que es la realidad fundamental y centro de la creación, la más profunda en toda persona, la realidad esencial en la cual “vivimos, nos movemos y existimos” (Hech. 17,28).

c) La Caridad del ministro extraordinario de la Eucaristía

En el sentido cristiano, el amor no es primeramente una emoción, sino un acto de la voluntad. Cuando Jesús dice que tenemos que amar a nuestro prójimo, no dice que tenemos que amarlo en el sentido de sentir por él algo emocional e íntimo... En las palabras de Jesús, se nos dice que podemos amar al prójimo sin necesariamente gustar de él. El hecho de que guste puede hacer de nuestro amor un sentimentalismo sobre protector en lugar de una honesta amistad.

Yendo a la raíz de la palabra “Caridad”, descubrimos que se refiere al amor benévolo de Dios hacia nosotros y del mismo modo al amor de los unos a los otros. Este es el amor o caridad, que es la joya de la corona de virtudes teologales, fe, esperanza y amor/caridad.

Este es el amor que san Pablo tiene en mente en su famoso himno a la caridad en 1Cor. 13,13. En cuanto ministros de la Eucaristía, estamos llamados a amar como Jesús amaba, lo que no significa que estemos llamados a ser amigotes de todo el mundo. Para las visitas a domicilios, hospitales o asilos, se deben distinguir entre el saludo cordial y la acogida de la celebración ritual, ya que se trata de dos cosas totalmente distintas, ya que el rito de la comunión a los enfermos y ancianos es una de las maneras más notables de comunicar el amor de Dios a aquellos a los que servimos.

Como ministros de la Eucaristía estamos llamados a ser instrumentos del amor de Dios para aquellos que se acercan a comulgar, especialmente cuando lo hacemos con aquellos que no pueden participar de la Santa Misa. A menudo esta gente tiene la necesidad de alguien que los escuche. Podemos estar tentados de llegar y partir cuanto antes sin dar lugar a la escucha de los enfermos. Cada visita debería tener cuatro partes: 1 -Entrar en contacto con el enfermo, 2-

liturgia de la Comunión, 3- unos minutos para estar con la gente en la casa y 4- el tiempo para dar una bendición informal y despedirnos.

Un ejercicio pleno de éste ministerio implica hacerlo con el corazón lleno de amor de Dios, cosa que requiere un tiempo de oración cotidiana. Es importante para el ministro de la Eucaristía aferrarse con las dos manos a la verdad de que nadie puede amar a los demás si no se ama a sí mismo. Lo importante es descubrirse y amarse a si mismo como amamos a los demás descubriéndonos y descubriendo al otro como un don de Dios enviado a este mundo para estar con los demás y para los demás.

4. Otras líneas de espiritualidad eucarística

Nos limitaremos a dar unas ideas, con la esperanza de que sean las parroquias las que afronten el tema, dando estímulos y contenidos más amplios para iniciativas específicas de catequesis y formación de los MEC. Es importante, en efecto, que la Eucaristía sea acogida en los aspectos de la celebración, como proyecto de vida; estando en la base de una auténtica “espiritualidad eucarística”.

La espiritualidad eucarística del sacrificio debería impregnar las jornadas de todos y, en el caso que nos ocupa, la vida del MEC: el trabajo, las relaciones, las miles de cosas que hacemos, el empeño por practicar la vocación de esposos, padres, hijos; la entrega al ministerio de la atención a los enfermos. Así, se podrá valor el sentido ‘cristiano’ del dolor físico y del sufrimiento moral; la responsabilidad de construir la ciudad terrena, en las dimensiones diversas que comporta, a la luz de los valores evangélicos.

1) Escucha de la Palabra

Todos, pero sobre todo, en el caso que nos ocupa, el Ministros extraordinario de la comunión lo primero que ha de tener presente es la escucha. Al respecto Jesús afirma de modo explícito: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 28). Más aún, a Marta, preocupada por muchas cosas, le dice que “una sola cosa es necesaria” (Lc 10, 42). Y del contexto se deduce que esta única cosa es la escucha obediente de la Palabra.

Participar en la Eucaristía quiere decir escuchar al Señor con el fin de poner en práctica cuanto nos manifiesta, nos pide, desea de nuestra vida. El fruto de la escucha de Dios que nos habla cuando en la Iglesia se leen las Sagradas Escrituras (cf. SC, 7) madura en el vivir cotidiano (cf. Mane nobiscum Domine, 13).

En efecto, la Iglesia no se hace a sí misma y no vive de sí misma, sino de la palabra creadora que sale de la boca de Dios. Escuchar juntos la palabra de Dios; practicar la lectio divina de la Biblia, es decir, la lectura unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, en la comunión de los creyentes de todos los tiempos, todo lo que constituye un camino que es preciso recorrer para alcanzar la unidad en la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.

Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás, a los que nunca la han escuchado o a los que la han olvidado y ahogado bajo las espinas de las preocupaciones o de los engaños del mundo (cf. Mt 13, 22). Debemos preguntarnos: ¿no habrá sucedido que los cristianos nos hemos quedado demasiado mudos? ¿No nos falta la valentía para hablar y dar testimonio como hicieron los que fueron testigos de la

curación del sordomudo en la Decápolis? Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los cristianos.

Por eso, la escucha de Dios que habla implica también la escucha recíproca, el diálogo entre las Iglesias y las comunidades eclesiales. El diálogo sincero y leal constituye el instrumento imprescindible de la búsqueda de la unidad.

El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo puso de relieve que, si los cristianos no se conocen mutuamente, no puede haber progreso en el camino de la comunión. En efecto, en el diálogo nos escuchamos y comunicamos unos a otros; nos confrontamos y, con la gracia de Dios, podemos converger en su Palabra, acogiendo sus exigencias, que son válidas para todos.

2) La conversión

La dimensión penitencial ha de estar muy presente en la celebración eucarística y en el culto eucarístico fuera de la Misa. Emerge no sólo al inicio del acto penitencial, con sus variadas fórmulas de invocación de la misericordia, sino también en la súplica a Cristo en el canto del Gloria, en el canto del Agnus Dei durante la fracción del Pan, en la plegaria que dirigimos al Señor antes de participar en el convivio eucarístico; como fuente de la vida y misión del MEC.

La Eucaristía estimula a la conversión y purifica el corazón penitente, consciente de las propias miserias y deseoso del perdón de Dios, aunque sin sustituir a la confesión sacramental, única forma ordinaria, para los pecados graves, de recibir la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

Tal actitud del espíritu debe extenderse durante nuestras jornadas, sostenida por el examen de conciencia, es decir, confrontar pensamientos, palabras, obras y omisiones con el Evangelio de Jesús.

Ver con transparencia nuestras miserias nos libera de la autocomplacencia, nos mantiene en la verdad delante de Dios, nos lleva a confesar la misericordia del Padre que está en los cielos, nos muestra el camino que nos espera, nos conduce al sacramento de la Penitencia. Posteriormente nos abre a la alabanza y acción de gracias. Nos ayuda, finalmente, a ser benévolos con el prójimo, a compadecerlo en sus fragilidades y perdonarlo. Es preciso tomar en serio la invitación de Jesús de reconciliarnos con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar (cf. Mt 5, 23-24), y la llamada de Pablo a examinar nuestra conciencia antes de participar en la Eucaristía (cada uno se examine a sí mismo y después coma el pan y beba el cáliz: 1Cor 11,28). Sin el cultivo de estas actitudes, se desatiende una de las dimensiones profundas de la Eucaristía y del ministerio de enfermos.

3) Presencia de Cristo

Por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama, el MEC ha de ser testigo fervoroso de la presencia de Cristo en la Eucaristía; de forma que la Eucaristía modele su vida, la vida de la familia que forman; que oriente todas sus opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, les inspire ideales de solidaridad y los haga vivir en comunión con sus hermanos más necesitados.

El MEC siempre ha de tener presente que cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II hace referencia a

uno de los modos de la presencia de Cristo:  “Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió:  “Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20; Cfr. SC 7).

CAPÍTULO V

EL APOSTOLADO DE LOS ENFERMOS

La Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes en el Artículo 8 y 9, cuando habla del ministro extraordinario de la Sagrada Comunión 4 , dice que los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que “el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a su eficacia salvífica con siempre mayor intensidad”.

Se trata de un servicio litúrgico que, responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada Comunión.

§ 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diácono, mientras son ministros extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3.97.

Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización puede ser concebida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística.

§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario o que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, estos, aunque presentes, se encuentren verdaderamente impedidos. Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaría excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios.

Tal encargo es de suplencia y extraordinario y debe ser ejercitado a norma de derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión.

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes.

4 Articulo 8

asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa Crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión.

el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el concepto de “numerosa participación”.

1. Sobre el apostolado para los enfermos

§ 1. En este campo, los fieles no ordenados pueden aportar una preciosa colaboración. Son innumerables los testimonios de obras y gestos de caridad que personas no ordenadas, bien individualmente o en formas de apostolado comunitario, tienen hacia los enfermos. Ello constituye una presencia cristiana de primera línea en el mundo del dolor y de la enfermedad. Allí donde los fieles no ordenados acompañan a los enfermos en los momentos más graves es para ellos deber principal suscitar el deseo de los Sacramentos de la Penitencia y de la sagrada Unción, favoreciendo las disposiciones y ayudándoles a preparar una buena confesión sacramental e individual, como también a recibir la Santa Unción. En el hacer uso de los sacramentales, los fieles no ordenados pondrían especial cuidado para que sus actos no induzcan a percibir en ellos aquellos sacramentos cuya administración es propia y exclusiva del Obispo y del Presbítero. En ningún caso, pueden hacer la Unión de los Enfermos, ni con óleo no bendecido.

§ 2. Para la administración de este sacramento, la legislación canónica acoge la doctrina teológicamente cierta y la practica multisecular de la Iglesia, según la cual el único ministro válido es el sacerdote. Dicha normativa es plenamente coherente con el misterio teológico significado y realizado por medio del ejercicio del servicio sacerdotal.

Debe afirmarse que la exclusiva reserva del ministerio de la Unción al sacerdote está en relación de dependencia con el sacramento del perdón de los pecados y la digna recepción de la Eucaristía. Ningún otro puede ser considerado ministro ordinario o extraordinario del sacramento, y cualquier acción en este sentido constituye simulación del sacramento.

2. Jesús y los enfermos

Si uno lee con detención los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuantos enfermos encuentra en su paso por la vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir “no” cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10, 29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.

El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento humano suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el sufrimiento.105 El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.

1) La enfermedad en tiempos de Jesús

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los “días Hamsin” (días del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el clima, la falta de higiene.

De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia, vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir, pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de ese enfermo. Para los judíos era Yavé el curador por excelencia (cf. Ex 15, 26).

Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.

2) Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo

Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad? Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana que vivió la enfermedad como consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación física es siempre símbolo de una nueva vida interior.

Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.

3) ¿Y ante el enfermo?

Primero: siente compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina. No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.

Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo (cf. Lc 4, 18).

Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención, aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13, 14).

Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores.107 A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno de valores (cf. Mt 11, 28).

Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).

Juan Pablo II en su exhortación “Salvifici doloris” del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.

Al final de la exhortación, el Papa dice: "Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo" (número 31).

4) Nosotros ante el dolor y la enfermedad, ¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la enfermedad y ante los enfermos?

Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación de nuestra vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención de los hombres.

Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre, pues estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.

Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa.109 El buen samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que socorren y ayudan.

Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici doloris", sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene carácter de prueba.110 Es más, sigue diciendo el Papa: "El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios" (número 12).

Conclusión

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en Él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Algo tiene el sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor...ni siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.

CAPÍTULO VI

FORMA DE LLEVAR LA COMUNIÓN A LOS ENFERMOS

El Papa Benedicto XVI en el discurso a la VII asamblea plenaria del consejo pontificio para la pastoral de la salud, el 22 de marzo de 2007, afirmó que “la caridad como tarea de la Iglesia (…) se aplica de modo particularmente significativo en la atención a los enfermos. Lo atestigua la historia de la Iglesia, con innumerables testimonios de hombres y mujeres que, tanto de forma individual como en asociaciones, han actuado en este campo (…) como san Juan de Dios, san Camilo de Lelis y san José Benito Cottolengo, que sirvieron a Cristo pobre y doliente en las personas de los enfermos”.

“… De la Eucaristía la pastoral de la salud puede sacar continuamente la fuerza para socorrer de modo eficaz al hombre y promoverlo según la dignidad que le es propia. (…) La Eucaristía, distribuida a los enfermos dignamente y con espíritu de oración, es la savia vital que los conforta e infunde en su corazón luz interior para vivir con fe y con esperanza la condición de enfermedad y sufrimiento.

Así, los MEC es bueno que se experimenten como enviados por el Señor al mundo para transformarlo, para sembrar en las realidades terrenas el germen de su Reino. Al llevar la Vida a los enfermos, les hacen conciencia de que Jesús siguen estando realmente presenten en medio de nosotros en el sacramento de la Eucaristía, en su doble aspecto de celebración y permanencia,

porque allí está no solo la presencia real del Señor, sino también su presencia ‘sustancial’: la misma sustancia del pan y el vino, la fibra íntima de su ser, es transformada en Jesús.

1. Tratamiento de la Eucaristía

Tener siempre en cuenta que las especies consagradas ocultan la presencia real de Jesucristo Nuestro Señor. El sacramento eucarístico deberá ser tratado con la mayor reverencia.

Al Santísimo Sacramento del altar se lo saluda doblando la rodilla derecha (genuflexión), tanto cuando esta expuesto como cuando está reservado en el sagrario.

2. Forma de trasladar la Eucaristía

Para llevar la comunión a un enfermo, se debe retirar el Santísimo Sacramento inmediatamente antes de salir hacia el hogar donde se ha de administrar el sacramento. No corresponde llevar la Eucaristía y ocuparse en otras actividades antes de dar la comunión; tampoco es lícito retenerla en la casa del ministro. La norma general e invariable debe ser: desde el sagrario a la casa del enfermo.

El recipiente donde se lleva la sagrada Forma, llamado “teca” (pequeña cajita de metal), no puede ser sustituido, por pastilleros o cosas semejantes. La teca se destinará exclusivamente a este uso. Sería adecuado llevarla de manera respetuosa y protegiéndola de posibles robos o pérdidas. En el camino es conveniente rezar adorando al Sacramento.

3. En la casa del enfermo

Al llegar a la casa del enfermo, lo primero que debe hacerse después de saludar cordialmente, es comenzar la celebración con los ritos acostumbrados y establecidos por la Iglesia.

Si el enfermo sólo puede recibir una parte de la hostia, hay que llevar el resto al sagrario nuevamente, así también cuando no se encuentra al enfermo o no la quiso recibir.

Si el enfermo no quiere recibir la eucaristía, no se le debe exigir, tampoco se debe invitar imprudentemente a que sus acompañantes la reciban. Corresponde que el sacerdote visite al enfermo para que éste tenga oportunidad de confesarse. El enfermo que recibe habitualmente la Eucaristía de manos de un ministro extraordinario debe recibir también, periódicamente y con regularidad, la visita del sacerdote.

No debe olvidar que es el sacerdote quien envía al ministro a visitar a los enfermos, y por tanto es el que determina a quienes a de administrársele la comunión.

Bajo ningún concepto se dejará el Santísimo Sacramento en la casa del enfermo para que comulgue por si mismo (ya sea porque no esta, o cualquier otra causa). El ministro debe volver las veces que sea necesario y en la medida de sus posibilidades.

Es muy importante tener conocimiento de la situación sacramental del enfermo, si está bautizado, si ha recibido su primera comunión, que sacramentos ha recibido en su vida, etc.

4. Una forma de dar la comunión a los enfermos

1. Rito de inicio

Canto de entrada, por ejemplo:

Ha venido el señor a traernos la paz, ha venido el señor y en nosotros esta.

Te alabamos, Señor, por tu inmensa bondad, Te alabamos, Señor, por tu Cuerpo hecho pan.

Después de hace la señal de la cruz diciendo:

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

Saludo

Ministro: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo el Señor, esté con ustedes

R. Y también contigo

Luego, con profundo respeto y adoración el MEC se pone de rodillas y deposita el Santísimo Sacramento sobre un lugar digno, previamente preparado, de preferencia con dos velas encendidas.

Acto penitencial

MEC: Hermanos, dispongámonos a esta celebración: obramos nuestro corazón a la misericordia del Señor, reconozcamos nuestros pecados (un breve silencio)

Confesémonos públicamente que somos pecadores: Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor.

Todos: Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna. Amén

Señor, ten piedad. R. Señor, ten piedad Cristo, ten piedad. R. Cristo, ten piedad Señor, ten piedad. R. Señor, ten piedad

Oración

Dios nuestro, que llevaste a cabo la obra de la redención humana por el misterio pascual de tu Hijo, concédenos que, al anunciar llenos de fe por medio de los signos sacramentales, su muerte y su resurrección, recibamos cada vez con mayor abundancia los frutos de la salvación. Por Jesucristo Nuestro Señor. R. Amén

2. Palabra de Dios

Del santo Evangelio según san Lucas (7, 1-10)

Cuando hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, envió donde él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo.

Estos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: “Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga”.

Iba Jesús con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: “Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace”.

Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: “Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande”. Cuando los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano.

Palabra del Señor.

Todos: Gloria a Ti, Señor Jesús. - Breve reflexión

(El MEC, si ha preparado, puede hacer una breve reflexión; si no, se guarda un breve silencio)

Preces

MEC: Ahora llenos de confianza oremos por las necesidades de nosotros y de todos nuestros hermanos. A cada petición responderemos: Oh Cristo, pan vivo bajado del cielo, escucha nuestra oración.

1. Te rogamos, Señor, por nuestros hermanos enfermos, haz que, animados por tu amor, puedan llevar serenamente su cruz por la redención de la humanidad.

2.      Señor Jesús, que durante tu vida terrena pasaste haciendo el bien y curando toda enfermedad, sostén y consuela a nuestros hermanos enfermos, para que puedan llevar la cruz de la enfermedad bajo la luz de tu designio universal de salvación.

3.      Jesús, varón de dolores y sabedor de dolencias, reconforta a los enfermos y une sus sufrimientos a los tuyos, para la salvación de todos los hombres.

4.      Señor Jesús, modelo de los que sufren, haz que nuestros enfermos encuentren alivio y consuelo en la promesa de tu salvación.

Ministro: Señor y Padre Nuestro, Dios de todo consuelo y amor, escucha las súplicas que con fe y confianza te hemos dirigido, por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén.

3. Comunión

Padre nuestro: Fieles al mensaje de Jesús, digamos confiadamente: PADRE NUESTRO...

Cordero de Dios

MEC: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Ten piedad de nosotros.

Ministro: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Ten piedad de nosotros.

Ministro: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo. R: Danos la paz.

Comunión

(Con la debida reverencia, el MEC saca del relicario al Santísimo Sacramento y lo presenta diciendo): Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor.

R: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuyi bastará para sanarme.

Ministro: El Cuerpo de Cristo.

Enfermo: Amén.

(Breve silencio de adoración)

Si se cree oportuno se puede concluir con la Oración de San Ignacio de Loyola

Ángeles y Serafines, ayúdenme a bendecir a Jesús Sacramentado que acabo de recibir.

Alma de Cristo, santifícame Cuerpo de Cristo, sálvame

Sangre de Cristo, embriágame Agua del costado de Cristo, lávame Pasión de Cristo, confórtame ¡Oh, buen Jesús, óyeme!

Dentro de tus llagas, escóndeme No permitas que me aparte de Ti Del maligno, defiéndeme

En la hora de mi muerte, llámame Y mándame ir a Ti

Para que con tus santos te alabe Por los siglos de los siglos. Amén

Oración después de la comunión

Padre Santo, a quienes creemos y confesamos que en este sacramento está realmente presente Jesucristo, quien por redimirnos nació de la Virgen M ría, padeció muerte de cruz y resucitó de entre los muertos, concédenos por es comunión que hemos recibido, obtener de El nuestra salvación eterna. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

4. Rito conclusivo

Que Dios, nuestro Padre, nos bendiga.

R. Amén.

Que el Hijo de Dios nos conceda la salud.

R. Amén.

Que el Espíritu Santo nos ilumine.

R. Amén.

Que la Trinidad Omnipotente de Dios, encienda nuestro corazón y nos dé su paz, R. Amén.

Y que a todos nosotros nos bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Ministro: Bendigamos al Señor. R: Demos gracias a Dios.

Se puede concluir con un canto, por ejemplo: Bendito, bendito, bendito sea Dios, los ángeles cantan y alaban a Dios.