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CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA CONVOCACIÓN DE UN AÑO SACERDOTAL CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS Queridos hermanos en el Sacerdocio: He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero. 1 Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010. El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. 2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él? Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal. Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre? Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras 1 Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929. 2 Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

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Page 1: CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA … 2019/BenedictoXVIsacerd.pdf · 2018-08-13 · El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas,

CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA CONVOCACIÓN DE

UN AÑO SACERDOTAL

CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO

DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150

aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos

del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón

de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–.1 Este

año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los

sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo,

y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura

de Ars.2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración

el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la

humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día

las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose

con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no

destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye

a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las

dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados

personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé

mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio

ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También

repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en

mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio

cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta

en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas

situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la

experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de

los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en

su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el

supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia

misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el

que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la

Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar

el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras

1 Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929. 2 “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par

l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión

aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

Page 2: CARTA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA … 2019/BenedictoXVIsacerd.pdf · 2018-08-13 · El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas,

de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales

clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María

Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy

humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen

pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede

conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.3

Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y

de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese

cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al

oír su voz y se encierra en una pequeña ostia…”.4 Explicando a sus fieles la importancia de

los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor.

¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas

nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El

sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la

sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a

causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…

¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.5 Estas

afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas.

Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio.

Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos

bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor…

Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote

continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro

si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del

cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus

bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El

sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.6

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la

precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”.

Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura

de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo

que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión.7 El Santo Cura de

Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima

de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender

también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total

identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda

su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la

eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda

humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar

que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se

3 NODET, p. 101. 4 Ibíd., p. 97. 5 Ibíd., pp. 98-99. 6 Ibíd., pp. 98-100. 7 Ibíd., p. 183.

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puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad

objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida

esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del

ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto

llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía

hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”,

se lee en su primera biografía.8

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que

el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia:

visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y

fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las

misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas

huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por

la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe

dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo

sacerdotal9 y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar

a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la

estima mutua’ (Rm 12, 10)”.10 En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida

recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y

promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la

Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus

deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad

humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.11

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su

vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer

una visita a Jesús Eucaristía.12 “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les

enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro

corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.13 Y les persuadía: “Venid

a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”.14

“Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.15 Dicha educación de los fieles en la

presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar

el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura

que expresase mejor la adoración… Contemplaba la ostia con amor”.16 Les decía: “Todas las

buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de

hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.17 Estaba convencido de que todo el fervor

8 A. MONNIN, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p.

122. 9 Cf. Lumen gentium, 10. 10 Presbyterorum ordinis, 9. 11 Ibid. 12 “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura un

campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715. 13 NODET, p. 85. 14 Ibíd., p. 114. 15 Ibíd., p. 119. 16 A. MONNIN, o.c., II, pp. 430 ss. 17 NODET, p. 105.

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en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es

que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese

haciendo algo ordinario!”.18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la

propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio

todas las mañanas!”.19

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola

moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver

vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este

sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil

ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde

hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y

con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de

la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia

eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario

en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros

de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al

final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo

retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido

en “el gran hospital de las almas”.20 Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía

[para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin

dejarles un momento de tregua”.21 En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No

es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el

pecador y lo hace volver a Él”.22 “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca

por todas partes”.23

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros

aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a

los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.24

Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el

sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras

preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se

debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien

se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios,

encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia”

que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia,

con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión

de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo

confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el

amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de

perdonarnos!”.25 A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba,

18 Ibíd., p. 105. 19 Ibíd., p. 104. 20 A. MONNIN, o.c., II, p. 293. 21 Ibíd., II, p. 10. 22 NODET, p. 128. 23 Ibíd., p. 50. 24 Ibíd., p. 131. 25 Ibíd., p. 130.

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con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud:

“Lloro porque vosotros no lloráis”,26 decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es.

Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.27

Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios

ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que

los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda,

le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de

vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo

para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.28 Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la

gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.29

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas

personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también

en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas

est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney

edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura,

hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio

parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia

ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la

salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis

severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma

se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de

pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.30 Dominaba su cuerpo con vigilias

y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba

voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la

expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le

diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por

ellos”.31 Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su

enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de

Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el

“alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los

sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo

VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que

dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan

testimonio”.32 Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello

la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos

realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que

vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos

verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto

26 Ibíd., p. 27. 27 Ibíd., p. 139. 28 Ibíd., p. 28. 29 Ibíd., p. 77. 30 Ibíd., p. 102. 31 Ibíd., p. 189. 32 Evangelii nuntiandi, 41.

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de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.33 Así

como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los

mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo

estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.34

La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación

al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri

primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María

Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos

evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar

esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de

los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le

presenta como el camino real de la santificación cristiana”.35 El Cura de Ars supo vivir los

“consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue

la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho

dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era

consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la

“Providence”,36 sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy

pobre para sí mismo”.37 Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.38

Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy

soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”.39 Así, al final de su vida, pudo decir con

absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.40

También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que

era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y

contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus

fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta

cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.41 También la

obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a

las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo

para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”.42

Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto.

A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una

sola: servirlo como Él quiere ser servido”.43 Consideraba que la regla de oro para una vida

obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.44

33 BENEDICTO XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009. 34 Cf. BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el

Clero. 16 de marzo de 2009. 35 P. I. 36 Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de

mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (NODET, p. 214). 37 NODET, p. 216. 38 Ibíd., p. 215. 39 Ibíd., p. 216. 40 Ibíd., p. 214. 41 Cf. Ibíd., p. 212. 42 Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103. 43 Ibíd., p. 75. 44 Ibíd., p. 76.

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En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos,

me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir

la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los

Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El

Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado,

en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra

multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”.45 A este propósito vale la indicación del

Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los

presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos,

tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con

empeño”.46 Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden

hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre

ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el

anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones

del mundo”.47 Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo

vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma

comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su

Obispo.48 Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada

en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en

diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.49 Sólo así los

sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer

comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del

Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el

Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente

“entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si

uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para

que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5,

15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino

de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan

María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas

del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan

XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de

méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven

humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa

resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este

sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes

verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción

vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había

45 BENEDICTO XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de

junio de 2006. 46 N. 9. 47 BENEDICTO XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de

amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007. 48 Cf. n. 17. 49 Cf. JUAN PABLO II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.

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consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de

acoger la definición dogmática de 1854”.50 El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus

fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de

lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.51

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en

cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a

la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente

vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su

entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes

el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como

siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras

de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo

he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con

confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo

Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy,

mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

50 Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III. 51 NODET, p. 244.

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REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS

DE LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

INAUGURACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL

EN EL 150° ANIVERSARIO DE LA MUERTE

DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro

Viernes 19 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "Nos acogió el Señor en su seno y

en su corazón", "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el Antiguo Testamento se

habla veintiséis veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: el

hombre es juzgado en referencia al corazón de Dios. A causa del dolor que su corazón siente

por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la

debilidad humana y perdona. Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema

del corazón de Dios se expresa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro

del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que

el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de

Egipto llamé a mi hijo" (v. 1). En realidad, a la incansable predilección divina Israel responde

con indiferencia e incluso con ingratitud. "Cuanto más los llamaba —se ve obligado a

constatar el Señor—, más se alejaban de mí" (v. 2). Sin embargo, no abandona a Israel en

manos de sus enemigos, pues "mi corazón —dice el Creador del universo— se conmueve en

mi interior, y a la vez se estremecen mis entrañas" (v. 8).

¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado Corazón

de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de

un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso,

que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios

por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha

escogido; más aún, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que

cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la

muerte, restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo

esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo amado a los

suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Símbolo de este amor

que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un

testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de los soldados le atravesó el costado con

una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34).

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Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias porque, respondiendo a mi invitación,

habéis venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año sacerdotal.

Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular al cardenal prefecto y al

secretario de la Congregación para el clero, así como a sus colaboradores, y al obispo de Ars.

Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los diversos colegios de Roma; a los religiosos,

a las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssif

Younan, patriarca de Antioquía de los sirios, que ha venido a Roma para encontrarse conmigo

y manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado

del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, acabamos

de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,

estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (...) y con él

nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús

significa ya sentarse en los cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del

cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio:

el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san Juan

escribe: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él

no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a

nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades

humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de

amor sin reservas.

Aunque es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (cf. Jn 15, 9) se

dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de santificación

sacerdotal, esa invitación resuena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo

particular esta tarde, solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del

150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene inmediatamente a la mente una

hermosa y conmovedora afirmación suya, recogida en el Catecismo de la Iglesia católica:

"El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús" (n.1589).

¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado directamente el don de

nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido consagrados

para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión

es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión

incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos constantemente la

santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan María Vianney.

En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos hermanos

sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan nuestro ministerio,

haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de

todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude

e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que

cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor,

su verdad. Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos

conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza,

reconciliación y paz".

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Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san Pablo, al

que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a punto de concluir;

y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo

especial durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de cada uno de

nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es ciertamente útil y necesario el

estudio, con una esmerada y permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria

aún es la "ciencia del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos

llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre.

Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor que es su

Corazón traspasado en la cruz.

Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que consiste en

"hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la historia en la medida

en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos

que están llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las "promesas

sacerdotales", que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el

Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.

Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvernos a conducir al

Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarlo, deben sentirse impulsados

por él al necesario "dolor de los pecados" que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún

más para los ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir más a

la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se

convierten en "ladrones de las ovejas" (cf. Jn 10, 1 ss), ya sea porque las desvían con sus

doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se

dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la

Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e

incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos

a quienes debemos salvar.

Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su

corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar en la dignidad

del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y sublime, afirmando que

"después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo"

(cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción,

ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y entrega, ya sea para conservar en

el alma un verdadero "temor de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra

negligencia o culpa, a las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!—

de poderlas dañar.

La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el

amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística,

que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de

cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de configurar su "yo" personal al de Jesús

sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.

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Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón contemplaremos

mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción hacia ella, hasta el punto

de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había

consagrado su parroquia a María "concebida sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar

a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta

con dirigirse a ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo

vernos felices".

Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que hoy

iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles que el Señor

encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de junio de 2009

Año sacerdotal

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada

tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría

de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario del "nacimiento

para el cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica

vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, visité la

capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué

un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que

aparentemente no hizo nada extraordinario?

La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras

está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de

extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el

Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que llegó a ser un

humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña aldea. Aunque los dos

santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero

pasó de región en región para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de

fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une:

su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san

Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí"

(Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios

escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua".

Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este Año

sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la perfección

espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los

sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia

del extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado representa para

quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo

estaría perdido.

No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se

encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la

identificación con su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el

que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo

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"funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio

podría correr el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la

conciencia eclesial. Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la

práctica pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos

concepciones distintas del sacerdocio.

A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, "por una parte, una concepción

social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de "servicio": el

servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción

sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio,

pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don

concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento"

(J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio

su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la palabra

"sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esa diversa

concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de

la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la segunda correspondería

el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.

Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas

debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II

afirma: "Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el pueblo de Dios,

de manera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos como "sacrificio vivo, santo, agradable a

Dios" (Rm 12, 1). Por medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el

sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se

ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos

de los presbíteros, hasta que el Señor venga" (n. 2).

Entonces nos preguntamos: "¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar?

¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del reino de

Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un

"discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza

indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término

con su misma persona. En este sentido, es preciso recordar que, también en el primado del

anuncio, la palabra y el signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama

"palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo,

ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.

Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una

profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, sino que es

Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "dueño" de la palabra, sino

servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad

celebramos precisamente hoy, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto:

Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).

Ahora bien, para el sacerdote ser "voz" de la Palabra no constituye únicamente un aspecto

funcional. Al contrario, supone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su

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misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia, libertad, voluntad y

ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el

sacrificio de Cristo, en su kénosis, hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe

recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre juntamente con él: "No se haga lo que yo

quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también

el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.

Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al encarnarse

tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de

Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un

carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con

Cristo. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de

los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación,

madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el "estar

unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo anuncio, que

conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil

a la Iglesia.

El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser sacerdote!".

Y añadía: "¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué

desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año sacerdotal impulse a todos los

sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, imitando

a san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo

el ejemplo del cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su

misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la

Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes del

mundo.

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de julio de 2009

Palabra y sacramento

son las dos columnas del sacerdocio

Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las primeras Vísperas de la solemnidad de los apóstoles San Pedro y

San Pablo en la basílica de San Pablo extramuros se clausuró, como sabéis, el 28 de junio, el

Año paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los gentiles.

Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado

a tantas comunidades cristianas. Como preciosa herencia del Año paulino, podemos recoger

la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que

sea él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Esta es, de hecho,

la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial.

Como subrayé ya durante la primera celebración eucarística en la Capilla Sixtina después de

mi elección como sucesor del apóstol san Pedro, es precisamente de la plena comunión con

Cristo de donde "brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la

comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y

el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños" (Homilía,

20 de abril de 2005, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de

2005, p. 7). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por eso demos gracias a la

Providencia de Dios que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año sacerdotal. Deseo

de corazón que constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en

consecuencia, de firme revigorización en el compromiso de su misión.

Como durante el Año paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los

próximos meses contemplaremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo cura de

Ars, recordando el 150° aniversario de su muerte. En la carta que escribí para esta ocasión a

los sacerdotes, quise subrayar lo que más resplandece en la existencia de este humilde

ministro del altar: "su total identificación con el propio ministerio". Solía decir que "un buen

pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede

conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina". Y casi

sin poder percibir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana,

suspiraba: "¡Oh, qué grande es el sacerdote!... Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece:

pronuncia dos palabras y nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una

pequeña hostia".

En verdad, precisamente considerando el binomio "identidad-misión", cada sacerdote puede

advertir mejor la necesidad de la progresiva identificación con Cristo, que le garantiza la

fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El título mismo del Año sacerdotal —

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"Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote"— pone de manifiesto que el don de la gracia

divina precede a toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del

sacerdote, el anuncio misionero y el culto no se pueden separar nunca, como tampoco se

deben separar la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora.

Por lo demás, podríamos decir que el fin de la misión de todo presbítero es "cultual": para

que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a él (cf.

Rm 12, 1), que en la creación misma, en los hombres, se transforma en culto, en alabanza al

Creador, recibiendo la caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a

otros. Lo constatamos claramente en los inicios del cristianismo. Por ejemplo, san Juan

Crisóstomo decía que el sacramento del altar y el "sacramento del hermano" o, como dice, el

"sacramento del pobre" constituyen dos aspectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la

atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más

bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque a través del

ministerio de los presbíteros se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con

el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y

sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Esta es la principal dimensión,

esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del

anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir

al sacrificio de Cristo su propio sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.

Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios también en el

ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el

primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: "El

más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo" (Summa Theologiae,

I-II, q. 113, a. 9, ad 2). Por tanto, la misión de cada presbítero dependerá, también y sobre

todo, de la conciencia de la realidad sacramental de su "nuevo ser". De la certeza de su propia

identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuita y divinamente, depende

el siempre renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros

vale lo que escribí en la encíclica Deus caritas est: "No se comienza a ser cristiano por una

decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona,

que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).

Habiendo recibido con su "consagración" un don de gracia tan extraordinario, los presbíteros

se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de

esta conciencia interior, pueden realizar plenamente su "misión" mediante el anuncio de la

Palabra y la administración de los sacramentos. Después del concilio Vaticano II, en muchas

partes se tuvo la impresión de que en la misión de los sacerdotes en nuestro tiempo había

algo más urgente; algunos creían que en primer lugar se debía construir una sociedad diversa.

En cambio, la página evangélica que hemos escuchado al inicio llama la atención sobre los

dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y hoy, a los

Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de expulsar a los espíritus malignos. Por

tanto, "anuncio" y "poder", es decir, "Palabra" y "sacramento", son las dos columnas

fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.

Cuando no se tiene en cuenta el "díptico" consagración-misión, resulta verdaderamente

difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. El presbítero

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no es sino un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal

con Cristo, haciendo constantemente suyos los criterios evangélicos. El presbítero no es sino

un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de

la extraordinaria grandeza de la vocación recibida: ayudar a extender el reino de Dios hasta

los últimos confines de la tierra.

¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, puesto que es Dios mismo quien lo llama y lo

constituye en su servicio apostólico. Y precisamente por ser todo del Señor, es todo de los

hombres, para los hombres. Durante este Año sacerdotal, que se prolongará hasta la próxima

solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Es preciso que

en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas —especialmente en las

monásticas—, en las asociaciones y en los movimientos, en las diversas organizaciones

pastorales presentes en todo el mundo, se multipliquen iniciativas de oración, en particular

de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales,

respondiendo a la invitación de Jesús a pedir "al Dueño de la mies que envíe obreros a su

mies" (Mt 9, 38).

La oración es el primer compromiso, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes

y el alma de la auténtica "pastoral vocacional". El escaso número de ordenaciones

sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe impulsar a

multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección

espiritual y el sacramento de la Confesión, para que muchos jóvenes puedan escuchar y seguir

con prontitud la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando. Quien ora no tiene

miedo; quien ora nunca está solo; quien ora se salva. Sin duda, san Juan María Vianney es

modelo de una existencia hecha oración. Que María, la Madre de la Iglesia, ayude a todos

los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del

Evangelio.

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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO EUROPEO

DE PASTORAL VOCACIONAL

Sala Clementina

Sábado 4 de julio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Con verdadera alegría me encuentro con vosotros, pensando en el valioso servicio pastoral

que realizáis en el ámbito de la promoción, animación y discernimiento de las vocaciones.

Habéis venido a Roma para participar en un congreso de reflexión, confrontación e

intercambio entre las Iglesias de Europa, que tiene por tema "Sembradores del Evangelio de

la vocación: una Palabra que llama y envía" y cuya finalidad es dar nuevo impulso a vuestro

compromiso en favor de las vocaciones.

Para cada diócesis, la atención a las vocaciones constituye una de las prioridades pastorales,

que asume más valor aún en el contexto del Año sacerdotal recién iniciado. Por eso, saludo

de corazón a los obispos delegados para la pastoral vocacional de las distintas Conferencias

episcopales, así como a los directores de los centros vocacionales nacionales, a sus

colaboradores y a todos los presentes.

En el centro de vuestros trabajos habéis puesto la parábola evangélica del sembrador. El

Señor arroja con abundancia y gratuidad la semilla de la Palabra de Dios, aun sabiendo que

podrá encontrar una tierra inadecuada, que no le permitirá madurar a causa de la aridez, y

que apagará su fuerza vital ahogándola entre zarzas. Con todo, el sembrador no se desalienta

porque sabe que parte de esta semilla está destinada a caer en "tierra buena", es decir, en

corazones ardientes y capaces de acoger la Palabra con disponibilidad, para hacerla madurar

en la perseverancia, de modo que dé fruto con generosidad para bien de muchos.

La imagen de la tierra puede evocar la realidad más o menos buena de la familia; el ambiente

con frecuencia árido y duro del trabajo; los días de sufrimiento y de lágrimas. La tierra es,

sobre todo, el corazón de cada hombre, en particular de los jóvenes, a los que os dirigís en

vuestro servicio de escucha y acompañamiento: un corazón a menudo confundido y

desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entrega; dispuesto a

abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad

y la certeza que brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia. Quien siembra

en el corazón del hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra

abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos de

acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña semilla, don

misterioso de la Providencia celestial, que irradia una fuerza extraordinaria, pues la Palabra

de Dios es la que realiza eficazmente por sí misma lo que dice y desea.

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Hay otra palabra de Jesús que utiliza la imagen de la semilla, y que se puede relacionar con

la parábola del sembrador: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero

si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Aquí el Señor insiste en la correlación entre la muerte

de la semilla y el "mucho fruto" que dará. El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es la "vida

en abundancia" (Jn 10, 10), que nos ha adquirido mediante su cruz. Esta es también la lógica

y la verdadera fecundidad de toda pastoral vocacional en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote

y el animador deben ser un "grano de trigo", que renuncia a sí mismo para hacer la voluntad

del Padre; que sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que renuncia a buscar la

visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se convierten en criterios e incluso en

finalidades de la vida en buena parte de nuestra cultura y fascinan a muchos jóvenes.

Queridos amigos, sed sembradores de confianza y de esperanza, pues la juventud de hoy vive

inmersa en un profundo sentido de extravío. Con frecuencia las palabras humanas carecen de

futuro y de perspectiva; carecen incluso de sentido y de sabiduría. Se difunde una actitud de

impaciencia frenética y una incapacidad de vivir el tiempo de la espera. Sin embargo, esta

puede ser la hora de Dios: su llamada, mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra, genera

un camino de esperanza hacia la plenitud de la vida. La Palabra de Dios puede ser de verdad

luz y fuerza, manantial de esperanza; puede trazar una senda que pasa por Jesús, "camino" y

"puerta", a través de su cruz, que es plenitud de amor.

Este es el mensaje que nos deja el Año paulino recién concluido. San Pablo, conquistado por

Cristo, fue un promotor y formador de vocaciones, como bien se desprende de los saludos de

sus cartas, donde aparecen decenas de nombres propios, es decir, rostros de hombres y

mujeres que colaboraron con él al servicio del Evangelio. Este es también el mensaje del Año

sacerdotal recién iniciado: el santo cura de Ars, Juan María Vianney —que constituye el

"faro" de este nuevo itinerario espiritual— fue un sacerdote que dedicó su vida a la guía

espiritual de las personas, con humildad y sencillez, "gustando y viendo" la bondad de Dios

en las situaciones ordinarias. Así, fue un verdadero maestro en el ministerio de la consolación

y del acompañamiento vocacional.

Por tanto, el Año sacerdotal brinda una magnífica oportunidad para volver a encontrar el

sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones fundamentales de método:

el testimonio, sencillo y creíble; la comunión, con itinerarios concertados y compartidos en

la Iglesia particular; la cotidianidad, que educa a seguir al Señor en la vida de todos los días;

la escucha, guiada por el Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y

de la verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar libertad

interior.

Que la Palabra de Dios, queridos hermanos y hermanas, sea en cada uno de vosotros fuente

de bendición, de consuelo y de confianza renovada, para que podáis ayudar a muchos a "ver"

y "tocar" al Jesús que ya han acogido como Maestro. Que la Palabra del Señor habite siempre

en vosotros, renueve en vuestro corazón la luz, el amor y la paz que sólo Dios puede dar, y

os capacite para testimoniar y anunciar el Evangelio, fuente de comunión y de amor. Con

este deseo, que encomiendo a la intercesión de María santísima, os imparto de corazón a

todos la bendición apostólica.

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Palacio pontificio de Castelgandolfo

Miércoles 5 de agosto de 2009

San Juan María Vianney, cura de Ars

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars subrayando

algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los sacerdotes de nuestra

época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada

por los mismos desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se

cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto

de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al

encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del

mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió

de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado

la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su obra de párroco y confesor!

He querido tomar este aniversario como punto de partida para la convocatoria del Año

sacerdotal que, como es sabido, tiene por tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote".

De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de

la misión de todo sacerdote.

Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno

de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe.

Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento,

consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar

animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se

sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del

sentido religioso que se respiraba en su casa.

Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a

la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el

deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral

después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes

sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar

más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente

singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente,

sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos

fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.

El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido.

Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en

el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin,

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Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera

sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p. 1064).

Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este

anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su

ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en

alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus

ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio

sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular

cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar

muchas horas en el confesonario.

El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con

devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal

era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia

reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al

mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se

los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).

Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro

espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al confesonario", donde

transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con

consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la

Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística

(cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).

Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las

actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy,

en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son

típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo

de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de

Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante

abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.

Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose

exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso

las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con

Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor

que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en

amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.

Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con

mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos

protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una

transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre

y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).

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Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea

admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la

fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En

la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo"

orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió

primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros

durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó

por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo,

entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y,

por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.

Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los

desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más

complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en

muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas

inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como

elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado

porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como

medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo

mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada

con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el

hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas

a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.

Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres

del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes,

"como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar

"a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto

a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y

siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual"

(cf.Presbyterorum ordinis, 6).

La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de

ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que

es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá

enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón

de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir

entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.

Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el

don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar

con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la que precisamente hoy

invocamos como Virgen de las Nieves.

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Palacio pontificio de Castelgandolfo

Miércoles 12 de agosto de 2009

María, Madre de todos los sacerdotes

Queridos hermanos y hermanas:

Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen, el

sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacerdotal; por eso deseo hablar del nexo

entre la Virgen y el sacerdocio. Es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la

Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una

criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente extraordinario:

Dios se hace dependiente de la libertad, del "sí" de una criatura suya; espera este "sí". San

Bernardo de Claraval, en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento

decisivo de la historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá

esta criatura.

El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo,

hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el misterio de la

Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el

inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de

convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación

van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.

Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo

amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es

más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas

llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular

también de los sacerdotes.

Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento:

encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo:

"Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan,

el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero

el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María

en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.

Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es

algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece

que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María

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y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga

por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por

ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos,

como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al

mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de

María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima

y humildísima Madre.

El concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo perfecto

de su propia existencia, invocándola como "Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los

Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio". Y los presbíteros —prosigue el

Concilio— "han de venerarla y amarla con devoción y culto filial" (cf. Presbyterorum

ordinis, 18).

El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir:

"Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más

precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato

d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo

especial para los sacerdotes.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los sacerdotes, en todos

los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del

tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.

¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Castelgandolfo

Miércoles 19 de agosto de 2009

San Juan Eudes y la formación del clero

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incansable de la devoción a

los Sagrados Corazones de Jesús y María, quien vivió en Francia en el siglo XVII, un siglo

marcado por fenómenos religiosos contrapuestos y también por graves problemas políticos.

Es el tiempo de la guerra de los Treinta Años, que devastó no sólo gran parte de Europa

central, sino también las almas. Mientras se difundía el desprecio hacia la fe cristiana por

parte de algunas corrientes de pensamiento entonces dominantes, el Espíritu Santo suscitaba

una renovación espiritual llena de fervor, con personalidades de alto nivel como De Bérulle,

san Vicente de Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran

"escuela francesa" de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan María Vianney. Por

un designio misterioso de la Providencia, mi venerado predecesor Pío xi proclamó santos al

mismo tiempo, el 31 de mayo de 1925, a Juan Eudes y al cura de Ars, ofreciendo a la Iglesia

y a todo el mundo dos ejemplos extraordinarios de santidad sacerdotal.

En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico de san Juan Eudes,

dirigido especialmente a la formación del clero diocesano. Los santos son la verdadera

interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la experiencia de la vida,

la verdad del Evangelio; así nos introducen en el conocimiento y en la comprensión del

Evangelio. El concilio de Trento, en 1563, había emanado normas para la erección de los

seminarios diocesanos y para la formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente

de que toda la crisis de la reforma estaba condicionada también por una formación

insuficiente de los sacerdotes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo

adecuado, intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.

Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de las normas se dilataban,

tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las consecuencias de esta carencia.

Movido por la clara conciencia de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban

las almas precisamente a causa de la falta de preparación de gran parte del clero, el santo,

que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera específica a la formación de

los sacerdotes. En la ciudad universitaria de Caen, fundó su primer seminario, experiencia

sumamente apreciada, que muy pronto se extendió a otras diócesis.

El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía como fundamento una

sólida confianza en el amor que Dios reveló a la humanidad en el Corazón sacerdotal de

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Cristo y en el Corazón maternal de María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de

interioridad, se dirigió al corazón para comunicar al corazón una palabra de los Salmos muy

bien interpretada por san Agustín. Quería hacer volver a las personas, a los hombres, y sobre

todo a los futuros sacerdotes, al corazón, mostrando el Corazón sacerdotal de Cristo y el

Corazón maternal de María. Todo sacerdote debe ser testigo y apóstol de este amor del

Corazón de Cristo y de María.

También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de la

misericordia infinita de Dios con una vida totalmente "conquistada" por Cristo, y aprendan

esto desde los años de su formación en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del

Sínodo de 1990, publicó la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la que retoma y

actualiza las normas del concilio de Trento y subraya sobre todo la necesaria continuidad

entre el momento inicial y el permanente de la formación; para él, como para nosotros, es un

verdadero punto de partida para una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los

sacerdotes, e igualmente es el punto fundamental para que la "nueva evangelización" no sea

sólo un eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.

Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el insustituible "humus

spirituale" en el que se puede "aprender a Cristo", dejándose configurar progresivamente a

él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver

como la actualización del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los

Apóstoles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con él (cf. Mc 3, 14). Cuando

san Marcos narra la vocación de los doce Apóstoles, nos dice que Jesús tenía un doble

objetivo: el primero era que estuvieran con él; y el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo

siempre con él, realmente anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo.

En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y hermanas, por los sacerdotes

y por quienes se preparan a recibir el don extraordinario del sacerdocio ministerial. Concluyo

dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes: "Entregaos

a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón de su santa

Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de amor, de caridad, de

misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad" (Coeur

admirable, III, 2).

Con este espíritu, cantemos ahora juntos el Padre nuestro en latín.

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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

AL RETIRO SACERDOTAL INTERNACIONAL

QUE SE ESTÁ CELEBRANDO EN ARS

(27 DE SEPTIEMBRE-3 DE OCTUBRE)

Lunes 28 de septiembre de 2009

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Como podéis imaginar fácilmente, me habría sentido muy feliz de poder estar con vosotros

en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema: "La alegría del sacerdote consagrado

para la salvación del mundo". Estáis participando en gran número y os beneficiáis de las

enseñanzas del cardenal Christoph Schönborn. Lo saludo cordialmente, así como a los demás

predicadores y al obispo de Belley-Ars, monseñor Guy-Marie Bagnard. Debo contentarme

con dirigiros este mensaje grabado, pero —creedme— con estas pocas palabras os hablo a

cada uno de vosotros de la manera más personal posible, pues, como dice san Pablo: "Os

llevo en el corazón, partícipes como sois de mi gracia" (Flp 1, 7).

San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdote, cuando decía: "Un

buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios

puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina"

(Le curé d'Ars. Pensées, presentados por el abad Bernard Nodet, ed. Desclée de Brouwer,

Foi Vivante 2000, p. 101). En este Año sacerdotal, todos estamos llamados a explorar y

redescubrir la grandeza del sacramento que nos ha configurado para siempre a Cristo sumo

Sacerdote y nos ha "santificado en la verdad" (Jn 17, 19) a todos.

Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado a servirles

entregándoles la vida de Dios. Es él quien "continúa la obra de la redención en la tierra"

(Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf.

2 Co 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita distancia que existe entre nuestra

vocación y la pobreza de las respuestas que podemos dar a Dios. Desde este punto de vista

existe un vínculo secreto que une el Año paulino y el Año sacerdotal. Todavía conservamos

en lo más íntimo de nuestro corazón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol,

que dice: "Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). La conciencia de

esta debilidad abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y alegría. Cuanto más persevera el

sacerdote en la amistad de Dios, tanto más continuará la obra del Redentor en la tierra (cf.

Nodet, p. 98). El sacerdote ya no vive para sí mismo, sino para todos (cf. Nodet, p. 100).

Este es precisamente uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El sacerdote,

ciertamente hombre de la Palabra divina y de lo sagrado, debe ser hoy más que nunca hombre

de alegría y de esperanza. A los hombres que ya no pueden concebir que Dios sea Amor puro

él dirá siempre que la vida vale la pena vivirla, y que Cristo le da todo su sentido porque ama

a los hombres, a todos los hombres. La religión del cura de Ars es una religión de la felicidad,

no una búsqueda morbosa de la mortificación, como a veces se ha creído: "Nuestra felicidad

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es demasiado grande; no, no, nunca podremos comprenderlo" (Nodet, p. 110), decía, y

también: "Cuando estamos en camino y divisamos un campanario, esta vista debe hacer latir

nuestro corazón como la vista de la casa donde habita su amado hace latir el corazón de la

esposa" (ib.).

Aquí quiero saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que tienen el encargo

pastoral de varias iglesias y que se prodigan sin escatimar esfuerzos para mantener la vida

sacramental en sus diferentes comunidades. El reconocimiento de la Iglesia hacia todos

vosotros es inmenso. No os desalentéis, sino seguid rezando y haciendo rezar para que

numerosos jóvenes acepten responder a la llamada de Cristo, que no deja de querer que

aumente el número de sus apóstoles para segar sus campos.

Queridos sacerdotes, pensad también en la gran diversidad de los ministerios que ejercéis al

servicio de la Iglesia. Pensad en el gran número de misas que habéis celebrado o celebraréis,

haciendo cada vez realmente presente a Cristo sobre el altar. Pensad en las innumerables

absoluciones que habéis dado y que daréis, permitiendo a un pecador dejarse redimir.

Entonces percibís la fecundidad infinita del sacramento del Orden. Vuestras manos, vuestros

labios, se han convertido, por un instante, en las manos y los labios de Dios. Lleváis a Cristo

en vosotros; por gracia habéis entrado en la Santísima Trinidad. Como decía el santo cura:

"Si se tuviera fe, se vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un cristal,

como un vino mezclado con agua" (Nodet, p. 97). Esta consideración debe llevar a armonizar

las relaciones entre los sacerdotes con el fin de realizar la comunidad sacerdotal a la que

exhortaba san Pedro (cf. 1 P 2, 9) para construir el cuerpo de Cristo y edificaros en el amor

(cf. Ef 4, 11-16).

El sacerdote es el hombre del futuro: es aquel que se ha tomado en serio las palabras de san

Pablo: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba" (Col 3, 1). Lo que hace

en la tierra forma parte de los medios ordenados al Fin último. La misa es el único punto de

unión entre los medios y el Fin, pues nos permite contemplar ya, bajo las humildes especies

del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre de Aquel a quien adoraremos en la eternidad. Las

frases sencillas y densas del santo cura sobre la Eucaristía nos ayudan a percibir mejor la

riqueza de este momento único de la jornada en el que vivimos un cara a cara vivificante para

nosotros mismos y para cada uno de los fieles. "La felicidad que hay en decir la misa —

escribió— sólo se comprenderá en el cielo" (Nodet, p. 104). Por eso, os animo a reforzar

vuestra fe y la de los fieles en el Sacramento que celebráis y que es la fuente de la verdadera

alegría. El santo de Ars escribió: "El sacerdote debe sentir la misma alegría (de los Apóstoles)

al ver a nuestro Señor, al que tiene entre las manos" (ib.).

Agradeciéndoos lo que sois y lo que hacéis, os repito: "Nada sustituirá jamás el ministerio de

los sacerdotes en la vida de la Iglesia" (Homilía durante la misa del 13 de septiembre de 2008

en la Explanada de los Inválidos, en París: L'Osservatore Romano, edición en lengua

española, 19 de septiembre de 2008, p. 11). Testigos vivos del poder de Dios que actúa en la

debilidad de los hombres, consagrados para la salvación del mundo, habéis sido elegidos,

mis queridos hermanos, por Cristo mismo para ser, gracias a él, sal de la tierra y luz del

mundo. Os deseo que, durante este retiro espiritual, experimentéis de modo profundo al

Íntimo inenarrable (san Agustín, Confesiones, III, 6, 11) para estar perfectamente unidos a

Cristo a fin de anunciar su amor a vuestro alrededor y de entregaros totalmente al servicio de

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la santificación de todos los miembros del pueblo de Dios. Encomendándoos a la Virgen

María, Madre de Cristo y de los sacerdotes, os imparto a todos mi bendición apostólica.

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MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI

PARA LA XLVII JORNADA MUNDIAL

DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES.

25 DE ABRIL DE 2010 – IV DOMINGO DE PASCUA

Tema: El testimonio suscita vocaciones

Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas

La 47 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará en el IV domingo de

Pascua, domingo del “Buen Pastor”, el 25 de abril de 2010, me ofrece la oportunidad de

proponer a vuestra reflexión un tema en sintonía con el Año Sacerdotal: El testimonio suscita

vocaciones. La fecundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende primariamente de

la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la experiencia pastoral, está favorecida

también por la cualidad y la riqueza del testimonio personal y comunitario de cuantos han

respondido ya a la llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada,

puesto que su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a

la llamada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la misión de los

sacerdotes y de los consagrados. Por tanto, quisiera invitar a todos los que el Señor ha llamado

a trabajar en su viña a renovar su fiel respuesta, sobre todo en este Año Sacerdotal, que he

convocado con ocasión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el Cura

de Ars, modelo siempre actual de presbítero y de párroco.

Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar llamados a dar testimonio

con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a afrontar incluso la incomprensión, el rechazo,

la persecución. La misión que Dios les había confiado los implicaba completamente, como

un incontenible “fuego ardiente” en el corazón (cf. Jr 20, 9), y por eso estaban dispuestos a

entregar al Señor no solamente la voz, sino toda su existencia. En la plenitud de los tiempos,

será Jesús, el enviado del Padre (cf. Jn 5, 36), el que con su misión dará testimonio del amor

de Dios hacia todos los hombres, sin distinción, con especial atención a los últimos, a los

pecadores, a los marginados, a los pobres. Él es el Testigo por excelencia de Dios y de su

deseo de que todos se salven. En la aurora de los tiempos nuevos, Juan Bautista, con una vida

enteramente entregada a preparar el camino a Cristo, da testimonio de que en el Hijo de María

de Nazaret se cumplen las promesas de Dios. Cuando lo ve acercarse al río Jordán, donde

estaba bautizando, lo muestra a sus discípulos como “el Cordero de Dios, que quita el pecado

del mundo” (Jn 1, 29). Su testimonio es tan fecundo, que dos de sus discípulos “oyéndole

decir esto, siguieron a Jesús” (Jn 1, 37).

También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio

de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido

a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo

que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías —que

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quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael,

Bartolomé, gracias al testimonio de otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su

gran descubrimiento: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la

ley, y del que hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). La

iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana de cuantos

acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en instrumentos de la llamada

divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los sacerdotes,

fieles a su misión, para suscitar nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del

Pueblo de Dios. Por esta razón deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que

considero esenciales para un testimonio sacerdotal eficaz.

Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y a la vida consagrada

es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante unión con el Padre, y esto era lo que

suscitaba en los discípulos el deseo de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la

comunión y el diálogo incesante con Dios. Si el sacerdote es el “hombre de Dios”, que

pertenece a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una profunda

intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la escucha de su Palabra. La

oración es el primer testimonio que suscita vocaciones. Como el apóstol Andrés, que

comunica a su hermano haber conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y

testigo de Cristo debe haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe haber

aprendido a amarlo y a estar con Él.

Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el don total de sí mismo

a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha

dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3,

16). Con estas palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma lógica de Jesús

que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad del Padre hasta el don supremo de

sí mismo en la cruz. Se manifiesta aquí la misericordia de Dios en toda su plenitud; amor

misericordioso que ha vencido las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de

Jesús que en la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla, se la

ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expresa el sentido del servicio

y del don manifestados en su entera existencia, en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn

13, 3-15). Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la vida de especial consagración debe

esforzarse en dar testimonio del don total de sí mismo a Dios. De ahí brota la capacidad de

darse luego a los que la Providencia le confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena,

continua y fiel, y con la alegría de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para

que se abran al encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia

de cada vocación va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive con alegría

el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos. Y esto porque la cercanía y la

palabra de un sacerdote son capaces de suscitar interrogantes y conducir a decisiones incluso

definitivas (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal, Pastores dabo vobis, 39).

Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al sacerdote y a la persona

consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó, como signo distintivo de quien quiere ser

su discípulo, la profunda comunión en el amor: “Por el amor que os tengáis los unos a los

otros reconocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13, 35). De manera especial, el

sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a todos, capaz de caminar unido con toda la

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grey que la bondad del Señor le ha confiado, ayudando a superar divisiones, a reparar

fracturas, a suavizar contrastes e incomprensiones, a perdonar ofensas. En julio de 2005, en

el encuentro con el Clero de Aosta, tuve la oportunidad de decir que si los jóvenes ven

sacerdotes muy aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su ejemplo. Se sienten

indecisos cuando se les hace creer que ése es el futuro de un sacerdote. En cambio, es

importante llevar una vida indivisa, que muestre la belleza de ser sacerdote. Entonces, el

joven dirá:"sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede vivir" (Insegnamenti I,

[2005], 354). El Concilio Vaticano II, refiriéndose al testimonio que suscita vocaciones,

subraya el ejemplo de caridad y de colaboración fraterna que deben ofrecer los sacerdotes

(cf. Optatam totius, 2).

Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan Pablo II: “La vida misma

de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio

amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida

en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización

del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional” (Pastores dabo

vobis, 41). Se podría decir que las vocaciones sacerdotales nacen del contacto con los

sacerdotes, casi como un patrimonio precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la

vida entera.

Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los religiosos y de las

religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen con plena fidelidad al Evangelio y

asumen con alegría sus criterios de juicio y conducta. Llegan a ser “signo de contradicción”

para el mundo, cuya lógica está inspirada muchas veces por el materialismo, el egoísmo y el

individualismo. Su fidelidad y la fuerza de su testimonio, porque se dejan conquistar por Dios

renunciando a sí mismos, sigue suscitando en el alma de muchos jóvenes el deseo de seguir

a Cristo para siempre, generosa y totalmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e

identificarse con Él: he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta

de Dios en la vida y en la historia de los hombres.

Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su vocación, transmiten la

alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los cristianos a responder a la llamada universal a

la santidad. Por tanto, para promover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a

la vida religiosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es indispensable

el ejemplo de todos los que ya han dicho su “sí” a Dios y al proyecto de vida que Él tiene

sobre cada uno. El testimonio personal, hecho de elecciones existenciales y concretas,

animará a los jóvenes a tomar decisiones comprometidas que determinen su futuro. Para

ayudarles es necesario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y

acompañarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como vocación.

Así lo hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre en contacto con sus parroquianos,

“enseñaba, sobre todo, con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a

orar” (Carta para la convocación del Año Sacerdotal, 16 junio 2009).

Que esta Jornada Mundial ofrezca de nuevo una preciosa oportunidad a muchos jóvenes para

reflexionar sobre su vocación, entregándose a ella con sencillez, confianza y plena

disponibilidad. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, custodie hasta el más pequeño

germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama a seguirle más de cerca, hasta

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que se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la

humanidad. Rezo por esta intención, a la vez que imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 13 de noviembre de 2009

BENEDICTUS PP. XVI

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MENSAJE DEL SANTO PADRE

BENEDICTO XVI

PARA LA XLIV JORNADA MUNDIAL

DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES

«El sacerdote y la pastoral en el mundo digital:

los nuevos medios al servicio de la Palabra»

[Domingo 16 de mayo de 2010]

Queridos hermanos y hermanas:

El tema de la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales –«El sacerdote y la

pastoral en el mundo digital: los nuevos medios al servicio de la Palabra»– se inserta muy

apropiadamente en el camino del Año Sacerdotal, y pone en primer plano la reflexión sobre

un ámbito pastoral vasto y delicado como es el de la comunicación y el mundo digital,

ofreciendo al sacerdote nuevas posibilidades de realizar su particular servicio a la Palabra y

de la Palabra. Las comunidades eclesiales, han incorporado desde hace tiempo los nuevos

medios de comunicación como instrumentos ordinarios de expresión y de contacto con el

propio territorio, instaurado en muchos casos formas de diálogo aún de mayor alcance. Su

reciente y amplia difusión, así como su notable influencia, hacen cada vez más importante y

útil su uso en el ministerio sacerdotal.

La tarea primaria del sacerdote es la de anunciar a Cristo, la Palabra de Dios hecha carne, y

comunicar la multiforme gracia divina que nos salva mediante los Sacramentos. La Iglesia,

convocada por la Palabra, es signo e instrumento de la comunión que Dios establece con el

hombre y que cada sacerdote está llamado a edificar en Él y con Él. En esto reside la altísima

dignidad y belleza de la misión sacerdotal, en la que se opera de manera privilegiada lo que

afirma el apóstol Pablo: «Dice la Escritura: “Nadie que cree en Él quedará defraudado”…

Pues “todo el que invoca el nombre del Señor se salvará”. Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo

si no creen en Él? ¿Cómo van a creer si no oyen hablar de Él? ¿Y cómo van a oír sin alguien

que les predique? ¿Y cómo van a predicar si no los envían?» (Rm 10,11.13-15).

Las vías de comunicación abiertas por las conquistas tecnológicas se han convertido en un

instrumento indispensable para responder adecuadamente a estas preguntas, que surgen en

un contexto de grandes cambios culturales, que se notan especialmente en el mundo juvenil.

En verdad el mundo digital, ofreciendo medios que permiten una capacidad de expresión casi

ilimitada, abre importantes perspectivas y actualiza la exhortación paulina: «¡Ay de mí si no

anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). Así pues, con la difusión de esos medios, la

responsabilidad del anuncio no solamente aumenta, sino que se hace más acuciante y reclama

un compromiso más intenso y eficaz. A este respecto, el sacerdote se encuentra como al inicio

de una «nueva historia», porque en la medida en que estas nuevas tecnologías susciten

relaciones cada vez más intensas, y cuanto más se amplíen las fronteras del mundo digital,

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tanto más se verá llamado a ocuparse pastoralmente de este campo, multiplicando su esfuerzo

para poner dichos medios al servicio de la Palabra.

Sin embargo, la creciente multimedialidad y la gran variedad de funciones que hay en la

comunicación, pueden comportar el riesgo de un uso dictado sobre todo por la mera exigencia

de hacerse presentes, considerando internet solamente, y de manera errónea, como un espacio

que debe ocuparse. Por el contrario, se pide a los presbíteros la capacidad de participar en el

mundo digital en constante fidelidad al mensaje del Evangelio, para ejercer su papel de

animadores de comunidades que se expresan cada vez más a través de las muchas «voces»

surgidas en el mundo digital. Deben anunciar el Evangelio valiéndose no sólo de los medios

tradicionales, sino también de los que aporta la nueva generación de medios audiovisuales

(foto, vídeo, animaciones, blogs, sitios web), ocasiones inéditas de diálogo e instrumentos

útiles para la evangelización y la catequesis.

El sacerdote podrá dar a conocer la vida de la Iglesia mediante estos modernos medios de

comunicación, y ayudar a las personas de hoy a descubrir el rostro de Cristo. Para ello, ha de

unir el uso oportuno y competente de tales medios –adquirido también en el período de

formación– con una sólida preparación teológica y una honda espiritualidad sacerdotal,

alimentada por su constante diálogo con el Señor. En el contacto con el mundo digital, el

presbítero debe trasparentar, más que la mano de un simple usuario de los medios, su corazón

de consagrado que da alma no sólo al compromiso pastoral que le es propio, sino al continuo

flujo comunicativo de la «red».

También en el mundo digital, se debe poner de manifiesto que la solicitud amorosa de Dios

en Cristo por nosotros no es algo del pasado, ni el resultado de teorías eruditas, sino una

realidad muy concreta y actual. En efecto, la pastoral en el mundo digital debe mostrar a las

personas de nuestro tiempo y a la humanidad desorientada de hoy que «Dios está cerca; que

en Cristo todos nos pertenecemos mutuamente» (Discurso a la Curia romana para el

intercambio de felicitaciones navideñas, 21 diciembre 2009).

¿Quién mejor que un hombre de Dios puede desarrollar y poner en práctica, a través de la

propia competencia en el campo de los nuevos medios digitales, una pastoral que haga vivo

y actual a Dios en la realidad de hoy? ¿Quién mejor que él para presentar la sabiduría religiosa

del pasado como una riqueza a la que recurrir para vivir dignamente el hoy y construir

adecuadamente el futuro? Quien trabaja como consagrado en los medios, tiene la tarea de

allanar el camino a nuevos encuentros, asegurando siempre la calidad del contacto humano

y la atención a las personas y a sus auténticas necesidades espirituales. Le corresponde

ofrecer a quienes viven éste nuestro tiempo «digital» los signos necesarios para reconocer al

Señor; darles la oportunidad de educarse para la espera y la esperanza, y de acercarse a la

Palabra de Dios que salva y favorece el desarrollo humano integral. La Palabra podrá así

navegar mar adentro hacia las numerosas encrucijadas que crea la tupida red de autopistas

del ciberespacio, y afirmar el derecho de ciudadanía de Dios en cada época, para que Él pueda

avanzar a través de las nuevas formas de comunicación por las calles de las ciudades y

detenerse ante los umbrales de las casas y de los corazones y decir de nuevo: «Estoy a la

puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 20).

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En el Mensaje del año pasado animé a los responsables de los procesos comunicativos a

promover una cultura de respeto por la dignidad y el valor de la persona humana. Ésta es una

de las formas en que la Iglesia está llamada a ejercer una «diaconía de la cultura» en el

«continente digital». Con el Evangelio en las manos y en el corazón, es necesario reafirmar

que hemos de continuar preparando los caminos que conducen a la Palabra de Dios, sin

descuidar una atención particular a quien está en actitud de búsqueda. Más aún, procurando

mantener viva esa búsqueda como primer paso de la evangelización. Así, una pastoral en el

mundo digital está llamada a tener en cuenta también a quienes no creen y desconfían, pero

que llevan en el corazón los deseos de absoluto y de verdades perennes, pues esos medios

permiten entrar en contacto con creyentes de cualquier religión, con no creyentes y con

personas de todas las culturas. Así como el profeta Isaías llegó a imaginar una casa de oración

para todos los pueblos (cf. Is 56,7), quizá sea posible imaginar que podamos abrir en la red

un espacio –como el «patio de los gentiles» del Templo de Jerusalén– también a aquéllos

para quienes Dios sigue siendo un desconocido.

El desarrollo de las nuevas tecnologías y, en su dimensión más amplia, todo el mundo digital,

representan un gran recurso para la humanidad en su conjunto y para cada persona en la

singularidad de su ser, y un estímulo para el debate y el diálogo. Pero constituyen también

una gran oportunidad para los creyentes. Ningún camino puede ni debe estar cerrado a quien,

en el nombre de Cristo resucitado, se compromete a hacerse cada vez más prójimo del ser

humano. Los nuevos medios, por tanto, ofrecen sobre todo a los presbíteros perspectivas

pastorales siempre nuevas y sin fronteras, que lo invitan a valorar la dimensión universal de

la Iglesia para una comunión amplia y concreta; a ser testigos en el mundo actual de la vida

renovada que surge de la escucha del Evangelio de Jesús, el Hijo eterno que ha habitado entre

nosotros para salvarnos. No hay que olvidar, sin embargo, que la fecundidad del ministerio

sacerdotal deriva sobre todo de Cristo, al que encontramos y escuchamos en la oración; al

que anunciamos con la predicación y el testimonio de la vida; al que conocemos, amamos y

celebramos en los sacramentos, sobre todo en el de la Santa Eucaristía y la Reconciliación.

Queridos sacerdotes, os renuevo la invitación a asumir con sabiduría las oportunidades

específicas que ofrece la moderna comunicación. Que el Señor os convierta en apasionados

anunciadores de la Buena Noticia, también en la nueva «ágora» que han dado a luz los nuevos

medios de comunicación.

Con estos deseos, invoco sobre vosotros la protección de la Madre de Dios y del Santo Cura

de Ars, y con afecto imparto a cada uno la Bendición Apostólica.

Vaticano, 24 de enero 2010, Fiesta de San Francisco de Sales.

BENEDICTUS PP. XVI

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI

A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO

POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Aula de las Bendiciones

Viernes 12 de marzo de 2010

Señores cardenales;

queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

estimados presentes:

Me alegra encontrarme con vosotros en esta ocasión particular y os saludo a todos con afecto.

Dirijo un saludo especial al cardenal Cláudio Hummes, prefecto de la Congregación para el

clero, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Expreso mi gratitud a todo el dicasterio

por el empeño con el que coordina las múltiples iniciativas del Año sacerdotal, entre ellas

este congreso teológico sobre el tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". Me

congratulo por esta iniciativa en la que participan más de cincuenta obispos y más de

quinientos sacerdotes, muchos de los cuales son responsables nacionales o diocesanos del

clero y de la formación permanente. Vuestra atención a los temas relativos al sacerdocio

ministerial es uno de los frutos de este Año especial, que he querido convocar precisamente

para "promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su

testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo" (Carta para la

convocatoria del Año sacerdotal).

El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada de estudio es

determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro. En una

época como la nuestra, tan "policéntrica" e inclinada a atenuar todo tipo de concepción que

afirme una identidad, que muchos consideran contraria a la libertad y a la democracia, es

importante tener muy clara la peculiaridad teológica del ministerio ordenado para no caer en

la tentación de reducirlo a las categorías culturales dominantes. En un contexto de

secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y

tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote

parece "extraño" al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su

ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en

favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1).

Por este motivo es importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios

pasados, utilizando categorías más funcionales que ontológicas, han presentado al sacerdote

casi como a un "agente social", con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo. La

hermenéutica de la continuidad se revela cada vez más urgente para comprender de modo

adecuado los textos del concilio ecuménico Vaticano II y, análogamente, resulta necesaria

una hermenéutica que podríamos definir "de la continuidad sacerdotal", la cual, partiendo de

Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando por los dos mil años de la historia de grandeza y

de santidad, de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha escrito en el mundo, ha de llegar

hasta nuestros días.

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Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es especialmente importante que

la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en

el "carisma de la profecía": hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al mundo y

que presenten el mundo a Dios; hombres no sujetos a efímeras modas culturales, sino capaces

de vivir auténticamente la libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios puede dar.

Como ha subrayado muy bien vuestro congreso, hoy la profecía más necesaria es la de la

fidelidad que, partiendo de la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la Iglesia y el

sacerdocio ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la adhesión total a Cristo y a la

Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter

sacramental recibido (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1563 y 1582), es "propiedad"

de Dios. Este "ser de Otro" deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido.

En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de

relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética

de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. Por consiguiente, debe poner sumo esmero

en preservarse de la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su

persona, sino sólo a su función, negando así la obra de Dios, que incide en la identidad

profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a sí de modo definitivo (cf. ib., n. 1583).

El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el marco adecuado para

comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del celibato sagrado, que en la

Iglesia latina es un carisma requerido por el Orden sagrado (cf. Presbyterorum ordinis, 16)

y que las Iglesias orientales tienen en grandísima consideración (cf. Código de cánones de

las Iglesias orientales, can. 373). Es una auténtica profecía del Reino, signo de la

consagración con corazón indiviso al Señor y a las "cosas del Señor" (1 Co 7, 32), expresión

de la entrega de uno mismo a Dios y a los demás (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.

1579).

La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para

quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos

a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado

a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacerdocio

ministerial está vinculada a la fe y requiere, de modo cada vez más firme, una continuidad

radical entre la formación recibida en el seminario y la formación permanente. La vida

profética, sin componendas, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el

Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente

y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos

sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas

aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra

de Dios que siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia

del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan

de vida nueva, "alimento verdadero dado a los hombres" (cf. Himno del Oficio en la

solemnidad del Corpus Christi del Rito romano).

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Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san Juan María Vianney,

que nos conceda agradecerle cada día el gran don de la vocación y vivir con plena y gozosa

fidelidad nuestro sacerdocio. Gracias a todos por este encuentro. Os imparto de buen grado

a cada uno la bendición apostólica.

© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana

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Benedicto XVI, Audiencia General del 14 de abril de 2010

Munus docendi

Queridos amigos,

en este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las

celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio

próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio ordenado,

deteniéndome en la realidad fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el

ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y

gobernar.

Para comprender qué significa actuar in persona Christi Capitis – en persona de Cristo

Cabeza – por parte del sacerdote, y para entender también qué consecuencias derivan de la

tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario

aclarar ante todo qué se entiende por “representación”. El sacerdote representa a Cristo. ¿Que

quiere decir “representar” a alguien? En el lenguaje común, quiere decir – generalmente –

recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, hablar y actuar en su

lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos:

¿el sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es que no, porque en la

Iglesia Cristo no está nunca ausente, la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es

él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente, al contrario, está presente de una

forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de

la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.

Por tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no

actúa nunca en nombre de un ausente, pero en la Persona misma de Cristo Resucitado, que

se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote

no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del

Señor, la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona

que realiza estos gestos. Estas tres tareas del sacerdote – que la Tradición ha identificado en

las distintas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar – en su distinción y

en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Éstas son en

realidad las tres acciones del Cristo resucitado, lo mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo

enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la

comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.

La primera tarea de la que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, la de enseñar.

Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia, ejercido concretamente

a través del ministerio de cada sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una

gran confusión sobre las elecciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre

qué es el mundo, de donde viene, adónde vamos, que tenemos que hacer para realizar el bien,

cómo tenemos que vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. En relación con todo

esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando una confusión

sobre las decisiones fundamentales, cómo vivir, porque ya no sabemos, generalmente, de qué

y para qué hemos sido hechos y adónde vamos. En esta situación se realiza la palabra del

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Señor, que tuvo compasión de la multitud porque eran como ovejas sin pastor (cfr Mc 6, 34).

El Señor había hecho esta constatación cuando había visto las miles de personas que le

seguían en el desierto porque, en la diversidad de las corrientes de aquel tiempo, ya no sabían

cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la

compasión, interpretó la Palabra de Dios, él mismo es la palabra de Dios, y dio así una

orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la

confusión y en la desorientación de nuestros tiempos, la luz de la palabra de Dios, la luz que

es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto el sacerdote no enseña ideas propias, una

filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado o que le gusta; el sacerdote no habla desde

sí mismo, no habla por sí mismo, quizás para crearse admiradores o un propio partido; no

dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en la confusión de todas las ideologías, el

sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su

palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo ha dicho de sí

mismo: “Mi doctrina no es mía” (Jn, 7, 16); Es decir, Cristo no se propone a sí mismo sino

que, como Hijo, es la voz, la palabra del Padre. También el sacerdote debe decir siempre y

actuar así: “mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la

boca y el corazón de Cristo y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la

Iglesia universal y que crea vida eterna".

Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto

que la doctrina que anuncia no es suya , sino de Cristo, no significa, por otra parte, que él sea

neutro, casi como un portavoz que lee un texto del que, quizás, no se apropia. También en

este caso vale el modelo de Cristo, el cual dijo: Yo no soy por mí mismo y no vivo por mí

mismo, sino que vengo del Padre y vivo por el Padre. Por ello, en esta profunda

identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es uno con el Padre. El

sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe

decir también: yo no vivo de mí y para mí sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo

que Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote

debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin embargo,

en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema, hablando de los

sacerdotes, dijo: “Y nosotros ¿qué somos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo

que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos de su despensa. Y también nosotros

vivimos de ella, porque somos siervos como vosotros" (Discurso 229/E, 4).

La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser

interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el

sacerdote entre en una profunda, interior comunión con Cristo mismo. El sacerdote cree,

acoge e intenta vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha

transmitido, en ese recorrido de ensimismamiento con el propio ministerio, del que san Juan

María Vianney es testigo ejemplar (cfr Carta para la convocatoria del Año Sacerdotal).

"Unidos en la misma caridad – afirma de nuevo san Agustín – todos somos oyentes de aquél

que es para nosotros en el cielo el único Maestro" (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).

La del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer “voz que grita en el desierto”

(Mc 1,3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en el no ser nunca

homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única

novedad capaz de obrar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo

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es el Viviente, es el Dios cercano que opera en la vida y para la vida del mundo y nos da la

verdad, la manera de vivir.

En la preparación atenta de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de

formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera especial,

a través de ese libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote es siempre "docente",

enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde y

alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y

por ello no puede menos que anunciarla. El sacerdocio, de hecho, nadie lo puede elegir para

sí, no es una forma de alcanzar la seguridad en la vida, para conquistar una posición social:

nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del

Señor, a su voluntad, para llegar a ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su

verdad.

Queridos hermanos sacerdotes, el Pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la

genuina doctrina eclesial, a través de la cual poder renovar el encuentro con Cristo que da la

alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores

de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de

referencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión,

el camino de fe y la salvación de los hombres. “Ordenación sacerdotal significa: ser

sumergidos [...] en la Verdad" (Homilía para la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad

que no es simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que

es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir y así, necesariamente, nace

también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una Verdad

hecha Persona en la Encarnación del Hijo justifica el mandato misionero: “Id por todo el

mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Solo si es la Verdad está

destinado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello

por lo que ha sido creado.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser

anunciadores de Su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar

aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cfr 1Cor

6,12). Que san Juan María Vianney sea de ejemplo para todos los sacerdotes. Él era hombre

de gran sabiduría y fuerza heroica en resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo

para poder llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características

esenciales de su predicación, transparencia de su fe y de su santidad. El Pueblo cristiano era

así edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía en

él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se debería reconocer en

un sacerdote: la voz del Buen Pastor.

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 5 de mayo de 2010

Munus sanctificandi

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado, en mi visita pastoral a Turín, tuve la alegría de estar en oración ante la

Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que han podido

contemplarla durante la solemne ostensión de estos días. Ese lienzo sagrado puede nutrir y

alimentar la fe, y reavivar la piedad cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al

Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del

mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cf. Rm 12,

5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno según la

propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos. Hoy, en esta

catequesis, quiero volver a recordar las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la

tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis

anteriores hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad,

el anuncio del Dios revelado en Cristo, o —con otras palabras— la tarea profética de poner

al hombre en contacto con la verdad, de ayudarlo a conocer lo esencial de su vida, de la

realidad misma.

Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea que tiene el sacerdote,

la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia.

Aquí, ante todo, debemos preguntarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es:

«Santo» es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor,

belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, ponerla en contacto con Dios,

con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que esta relación transforma a la persona. En la

antigüedad existía esta firme convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La

fuerza de verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente absoluta, no

sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que sin un mínimo contacto con

Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bondad, amor son condiciones fundamentales de su

ser. La cuestión es: ¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es

fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice

que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes

de Dios.

Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo,

partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de

crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio

de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo

particularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y

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resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la

Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo

de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32).

Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Pero

como acto de su infinita misericordia llama a algunos a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a

convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de

su mismo sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios,

«puentes» del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre los

hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y

la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con

frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental.

Pero ¿es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pastoral

sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste

el así llamado «primado del anuncio»? Como narran los Evangelios, Jesús afirma que el

anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un

«discurso», sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que

Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última

instancia con su persona, con el don de sí mismo, como hemos escuchado hoy en la liturgia

del Evangelio. Y lo mismo vale para el ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a

Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento»,

en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta al obispo

Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Hagan, por tanto, los servidores

de Cristo, los ministros de la palabra y del sacramento de él, lo que él mandó o permitió»

(Epist. 228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio

fiel del munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe misma en la

eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el obrar actual de Cristo y de su

Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.

Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar

es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y ¿dónde se actualiza el

Misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo

mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la

ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, en el

que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental

de santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una

catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero

asimismo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser generosos, estar

disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros de gracia que Dios ha puesto

en nuestras manos, y de los cuales no somos «dueños», sino custodios y administradores.

Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y,

por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad, es

preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anuncio misionero y el culto y los

sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al

pueblo de Dios y ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramentos

como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de salvación.

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Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es el centro del culto de

la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos

algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira

y nos conduce hacia él. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que él toma

a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo» (Misa

crismal, 1 de abril de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril

de 2010, p. 2). La verdad según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que

hacemos algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal: cada

presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero

siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la

administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en

la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a

Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). San Juan

María Vianney también es ejemplar acerca del primado del munus sanctificandi y de la

correcta interpretación de la pastoral sacramental: Un día, frente a un hombre que decía que

no tenía fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal

encaminado, yo no sé razonar..., pero si necesitas consolación, ponte allí... (indicaba con su

dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se han arrodillado allí

antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-

Maria Vianney, vol. I, Turín 1870, pp. 163-164).

Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto: es acción que Cristo

resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros.

Quiero renovar la invitación que hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar

en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que

“habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo,

sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia

divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11

de marzo de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de 2010,

p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la

Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con

nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de

Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros

y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a

él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser

ministro de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición

eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta

del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles»,

eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral,

que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus

pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf. Discurso a la plenaria de

la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L'Osservatore Romano, edición en

lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la celebración de los santos misterios es

donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).

Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia

y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose

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presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros

sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean

cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.

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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL

EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN

DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA

(11-14 DE MAYO DE 2010)

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON SACERDOTES,

RELIGIOSOS, SEMINARISTAS Y DIÁCONOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima

Miércoles 12 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas

“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para que

recibiéramos el ser hijos adoptivos” (Ga 4, 4.5). La plenitud de los tiempos llegó, cuando el

Eterno irrumpió en el tiempo: por obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue

concebido y se hizo hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo excelso

de la Iglesia creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el Hijo, que el Padre ha querido

como primogénito de muchos hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a ser, con María

y como María, un signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se ofrece como

esposa en las manos de su Señor.

A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde

el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo

silencioso y para nada fácil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En Jesús

presente en la Eucaristía, abrazo a mis hermanos en el sacerdocio y el diaconado, a las

consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los miembros de los movimientos y de las

nuevas comunidades eclesiales aquí presentes. Que el Señor recompense, como sólo Él sabe

y puede hacerlo, a todos los que han hecho posible que nos encontremos aquí ante Jesús

Eucaristía, en particular a la Comisión Episcopal para las Vocaciones y los Ministerios, con

su Presidente, Mons. Antonio Santos, al que agradezco sus palabras llenas de afecto colegial

y fraterno pronunciadas al inicio de estas Vísperas. En este “cenáculo” ideal de fe que es

Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra oblación pura y santa en las manos

del Padre.

Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada

cristiano, especialmente de la persona consagrada y del ministro del Altar, debe ser la

fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La

fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y

profundo a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios

por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido

contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad

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superficial” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que

mira ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que viváis el gozo

de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fundada en la fidelidad de Cristo.

Esto supone evidentemente una auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la

experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a

corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.

Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica para el pueblo de Dios,

memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda la Iglesia la radicalidad evangélica y la

venida del Reino. Por lo tanto, queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación

a la oración, a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la misión,

tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, firme en la posesión y en la

contemplación amorosa del Dios Amor. Este testimonio es muy necesario en el momento

presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si no existiese el más allá, sin

preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a

amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación. Sabemos bien que

Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de los hombres es una gracia. Pero

nosotros somos responsables del anuncio de la fe, en su integridad y con sus exigencias.

Queridos amigos, imitemos al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la

conversión de mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de mi

vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y conducirlas al amor.

Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo: no es posible

amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney quiso ser sacerdote precisamente para

la salvación de ellos: “Ganar la almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación

con dieciocho años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co

9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en la Parroquia, usted

lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco era misericordioso como Jesús en el

encuentro con cada pecador. Prefería insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la

misericordia de Dios, en cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba

la ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensibles” y se

acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -advertía- que permanece en

silencio viendo cómo se ofende a Dios y las almas se pierden”.

Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante

nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la

Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de

vuestro sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor

también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos unos con otros,

sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en común, compartiendo

las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra

existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en

vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración, con

consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos a las situaciones que

debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no

concuerdan del todo con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid

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como una necesidad actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano

que ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.

Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los sacerdotes es limitada.

Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos, perpetúen el sacerdocio ministerial instituido

por Él. Por lo tanto, mantened en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar

entre los fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones

sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la propia vocación y la

dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos

que Dios llama.

Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el sacerdocio y os estáis

preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de Formación religiosa, el Papa os anima

a ser conscientes de la gran responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las

intenciones y motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra

formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y de servicio,

debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y la atención al

Santísimo Sacramento, a lo largo de estos años de preparación, harán que un día celebréis el

sacrificio del Altar con verdadera y edificante unción.

En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas,

seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María.

Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes;

libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que

en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al cual los sacerdotes,

siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna

a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da

a todos en la Santísima Eucaristía.

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 26 de mayo de 2010

Munus regendi

Queridos hermanos y hermanas:

El Año sacerdotal está llegando a su término; por este motivo en las últimas catequesis había

comenzado a hablar sobre las tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y

gobernar. Ya he dedicado dos catequesis a este tema, una al ministerio de la santificación —

los sacramentos, sobre todo—, y una al de la enseñanza. Por tanto, me queda hablar hoy sobre

la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, a

la porción del pueblo que Dios le ha encomendado.

¿Cómo comprender en la cultura contemporánea esta dimensión, que implica el concepto de

autoridad y tiene origen en el mandato mismo del Señor de apacentar su rebaño? ¿Qué es

realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e

históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del oeste en el

siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a este concepto. Una

desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario el abandono de

toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida a ellos,

controlada por ellos. Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el siglo pasado

sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se

ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad suprema, que es Dios

mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es importante, por tanto,

reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio, y que

necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios con su propia

intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador, en el camino terreno de la

existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la responsabilidad delante de Dios,

del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero

bien de las personas y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es

extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda preciosa en el camino hacia la plena

realización en Cristo, hacia la salvación.

La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autoridad, que es servicio, y no

la ejerce a título personal, sino en el nombre de Jesucristo, que recibió del Padre todo poder

en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18). A través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo

apacienta su rebaño: es él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama

profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el

Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, y los sacerdotes,

sus colaboradores más valiosos, participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo

de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad

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cristiana o, como dice el Concilio, «procurando personalmente, o por medio de otros, que

cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según

el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó»

(Presbyterorum ordinis, 6). Todo pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo

ama a los hombres: mediante nuestro ministerio —queridos sacerdotes—, a través de

nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su

Comentario al Evangelio de san Juan, dice: «Apacentar el rebaño del Señor ha de ser

compromiso de amor» (123, 5); esta es la norma suprema de conducta de los ministros de

Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento

a los cercanos y solícito por los lejanos (cf. san Agustín, Sermón 340, 1; Sermón 46, 15),

delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la

misericordia infinita de Dios con las tranquilizadoras palabras de la esperanza (cf. id., Carta

95, 1).

Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, su eficacia no es independiente de

la existencia personal del presbítero. Para ser pastor según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15)

es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia,

sino también de la libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en

la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al rebaño encomendado

al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, parece más

conveniente o más fácil. Esto requiere, ante todo, la continua y progresiva disponibilidad a

dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie

es realmente capaz de apacentar el rebaño de Cristo, si no vive una obediencia profunda y

real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad

de los sacerdotes a Cristo; por esto, en la base del ministerio pastoral está siempre el

encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de él, el conformar

la propia voluntad a la voluntad de Cristo.

En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo «pastoral» casi en oposición al

concepto de «jerárquico», al igual que, en la misma contraposición, se ha interpretado

también la idea de «comunión». Quizá este es el punto en el que puede ser útil una breve

observación sobre la palabra «jerarquía», que es la designación tradicional de la estructura

de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del sacramento del

Orden: episcopado, presbiterado y diaconado. En la opinión pública prevalece, para esta

realidad «jerarquía», el elemento de subordinación y el elemento jurídico; por eso, a muchos

les parece que la idea de jerarquía está en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del

sentido pastoral y que también es contraria a la humildad del Evangelio. Pero esto es un

sentido mal entendido de la jerarquía, históricamente causado también por abusos de

autoridad y por un afán de hacer carrera, que son precisamente eso, abusos, y no derivan del

ser mismo de la realidad «jerarquía». La opinión común es que «jerarquía» es siempre algo

vinculado al dominio y que, de ese modo, no corresponde al verdadero sentido de la Iglesia,

de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, esta es una interpretación errónea,

que tiene su origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo

que es la jerarquía. Comencemos con la palabra. Generalmente se dice que el significado de

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la palabra jerarquía sería «dominio sagrado», pero el verdadero significado no es este, es

«origen sagrado», es decir: esta autoridad no viene del hombre, sino que tiene origen en lo

sagrado, en el Sacramento; por tanto, somete la persona a la vocación, al misterio de Cristo;

convierte al individuo en un servidor de Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo este puede

gobernar, guiar por Cristo y con Cristo. Por esto, quien entra en el Orden sagrado del

Sacramento, en la «jerarquía», no es un autócrata, sino que entra en un vínculo nuevo de

obediencia a Cristo: está vinculado a él en comunión con los demás miembros del Orden

sagrado, del sacerdocio. Tampoco el Papa —punto de referencia de todos los demás pastores

y de la comunión de la Iglesia— puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es el custodio

de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la Iglesia,

y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica, por tanto, un triple

vínculo: ante todo, el vínculo con Cristo y el orden que el Señor dio a su Iglesia; en segundo

lugar, el vínculo con los demás pastores en la única comunión de la Iglesia; y, por último, el

vínculo con los fieles encomendados a la persona, en el orden de la Iglesia.

Por consiguiente, se comprende que comunión y jerarquía no son contrarias entre sí, sino que

se condicionan. Son una cosa sola (comunión jerárquica). El pastor, por tanto, es pastor

guiando y custodiando la grey, y a veces impidiendo que se disperse. Fuera de una visión

clara y explícitamente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los

sacerdotes. En cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada fiel, es

especialmente valiosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es transmitir el anuncio

de Cristo y llevar a los hombres al encuentro salvífico con él para que tengan vida, la tarea

de guiar se configura como un servicio vivido en una entrega total para la edificación de la

grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo contracorriente y recordando que el mayor

debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lumen gentium, 27).

¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio ministerio en

la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo hay una

respuesta: en Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio

humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un

triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte en juicio

para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad que sea expresión

verdadera de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han

ejercido con amor y entrega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha

encomendado, mostrando también que eran hombres fuertes y determinados, con el único

objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en persona, hasta el

martirio, por permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio.

Queridos sacerdotes, «apacentad la grey de Dios que os está encomendada (...); no por

mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo modelos de la grey» (1 P 5, 2-3).

Por tanto, no tengáis miedo de llevar a Cristo a cada uno de los hermanos que él os ha

encomendado, seguros de que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la

voluntad de Dios, darán fruto; vivid apreciando las cualidades y reconociendo los límites de

la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio

es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. En efecto, en esta vida terrena no hay

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bien mayor que llevar a los hombres a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y

de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del

mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor

nos ha encomendado. Se trata de formar a Cristo en los creyentes, mediante ese proceso de

santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para

dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos, por

quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4, 19).

Queridos hermanos y hermanas, quiero invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro, que tengo

una tarea específica de gobernar la Iglesia de Cristo, así como por todos vuestros obispos y

sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las ovejas, también de las perdidas, del

rebaño que se nos ha confiado. A vosotros, queridos sacerdotes, os dirijo mi cordial invitación

a las celebraciones conclusivas del Año sacerdotal, los días 9, 10 y 11 del próximo mes de

junio, aquí en Roma: meditaremos sobre la conversión y sobre la misión, sobre el don del

Espíritu Santo y sobre la relación con María santísima, y renovaremos nuestras promesas

sacerdotales, sostenidos por todo el pueblo de Dios. Gracias.

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CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús

Plaza de San Pedro

Viernes 11 de junio de 2010

(Vídeo)

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,

queridos hermanos y hermanas:

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de

Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar

por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio

sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que

toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario,

el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre

de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la

situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de

acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen

presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos

del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio

no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones

para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de

Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras

debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia

de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios

nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos

desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender.

Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el

hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día.

Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de

servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto

con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación.

Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una

llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que

Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio

brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado

del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del

sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los

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pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del

hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a

Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible

para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio

sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la

autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su

camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los

peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros

humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba

precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva

en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible

su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un

quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran

don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la

humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos

entonado como canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que

significa hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y

humilde de corazón» (Mt 11,29).

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por

así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado

romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el

corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús,

que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio

de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne

fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre

anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo,

los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las

lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados

de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha

Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más

importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor»

–, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto

la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer

versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros. La

lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona

buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de

nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad

ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano,

para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver,

han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano.

Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había

que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un

peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no

dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante

que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo,

para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las

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cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un

origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No

querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como

molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que

me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce,

me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14),

dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa

de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre

intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa:

Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos

sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en

comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo

concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote,

junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen».

«Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual

que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente

cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de

Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad de

Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.

Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado

me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados.

Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo

justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no

arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta

que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta

oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente

la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin

pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el

Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero

justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido

algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los

mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por

este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el

camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo

vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no

son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en

Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando

junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes

debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la vida.

Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al

hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte,

a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la

noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto

en el abismo, allí te encuentro”, dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la

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última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada

temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas

oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe

atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad

de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse,

muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto

a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos

mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que

quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el

cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del

ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del

pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son,

en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy

vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida

sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y

la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no

fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo,

sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que

ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de

la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la

perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos

por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo

y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y

profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación

profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como

alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre

y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma

mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este

mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la

mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don

precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras

del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22],

6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en

su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión

de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y

agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en

una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de

los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su

corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El

corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha

pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que

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proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto

es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la

Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto

de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que

venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán

torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la

Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la

tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer

de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada

cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica

vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos

gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has

convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos

ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te

agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los

hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.

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Homilías Misa Crismal

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro

Jueves santo 13 de abril de 2006

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas:

El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de

celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso.

En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de

su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de

que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don,

llegamos a ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del mismo modo también el

sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es cuestión de descendencia, sino que

es encontrarse en el misterio de Jesucristo.

Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir: "Esto es

mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho

de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con

su "yo": in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros.

Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a

impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria

no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos

volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.

Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos donó el

Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el

que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome: "Tú me perteneces". Pero con ese gesto

también me dijo: "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de

mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te

encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y

dame las tuyas".

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo

del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del hombre

es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de

"dominarlo". El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el

mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las

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cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan

su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para

servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo

lleva a los hombres.

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la

técnica como poder de disponer del mundo, entonces las manos ungidas deben ser un signo

de su capacidad de donar, de la creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso,

sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es

signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo que

deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio,

en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.

Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces

quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo,

y que, de esta manera, dona al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo

modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual

el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y

pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo

Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario

existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos

encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: "Sígueme". Tal vez al inicio lo

seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente

nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de

Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su

grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta

el punto de querer dar marcha atrás: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador"

(Lc 5, 8).

Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: "No

temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de

una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando,

caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo

sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: "Señor, ¡sálvame!"

(Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y

espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él... y él nos

aferró la mano y nos dio un nuevo "peso específico": la ligereza que deriva de la fe y que

nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene.

Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.

Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al

servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte

que el odio.

La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la

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mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones

preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la

Comunión: "Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la

comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico.

Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las

palabras: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros

os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn

15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la

institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos

encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su "yo", "in persona Christi

capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.

Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones

de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos

encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y

personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar

también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone

en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser

sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos

cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta

comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la

carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo

meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por

tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez

más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la

lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino

espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos

razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La

lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y

llevar a la oración.

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se

retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese

"monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se

desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así

podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas

cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión

con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral,

de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de

oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad

y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan

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las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo.

Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior

de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser

sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la

ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos

ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la

frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es,

gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las

épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un

libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo

sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de su Iglesia.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda

nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del

Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por

nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir

en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro

ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la

diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; el cardenal Cè nos las

refirió durante los Ejercicios espirituales. Son las siguientes: "Estoy aquí para vivir entre

esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de

salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos

compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús".

Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda

venir al mundo y transformarlo. Amén.

© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana

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SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana

Jueves Santo 5 de abril de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que pidió a

sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los sabios no fueron

capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del campo, se ofreció para

realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo al rey que sus ojos no bastaban

para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al menos qué es lo que hacía Dios. "Para

responder a esta pregunta —dijo el pastor al rey— debemos intercambiarnos nuestros

vestidos". Con cierto recelo, pero impulsado por la curiosidad para conocer la información

esperada, el rey accedió y entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa

sencilla de ese pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que

hace Dios".

En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor

divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de

tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la

muerte" (Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium,

el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo

que era suyo, ser semejantes a Dios.

San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la imagen del

vestido: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 27). Eso es

precisamente lo que sucede en el bautismo: nos revestimos de Cristo; él nos da sus

vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con

él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. "Ya no soy yo quien

vivo, sino que es Cristo quien vive en mí": así describe san Pablo en la carta a los Gálatas

(Ga 2, 20) el acontecimiento de su bautismo.

Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed,

el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras

angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los

Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del nuevo ser—, san Pablo nos lo

presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: "Debéis despojaros,

en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo,

creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira,

hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si

os airáis, no pequéis" (Ef 4, 22-26).

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Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la

ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un "intercambio

de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión existencial con Cristo, así

también en el sacerdocio se da un intercambio: en la administración de los sacramentos el

sacerdote actúa y habla ya "in persona Christi".

En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose

a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace

visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con

nuestro "Adsum" —"Presente"— durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, presente,

para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por

todos, para que los que viven ya no vivan para sí" (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de

Cristo significa identificarnos con su entrega "por todos": estando a su disposición

podemos entregarnos de verdad "por todos".

In persona Christi: en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace visible y

palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al revestirnos con los

ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de manifiesto el acontecimiento

interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de Cristo, entregarnos a él como él se

entregó a nosotros.

Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa

cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los

ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra

misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da

y a la vez nos pide.

El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer

claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la persona de

Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son

una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio. Por eso, queridos

hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la esencia del ministerio sacerdotal

interpretando los ornamentos litúrgicos, que quieren ilustrar precisamente lo que significa

"revestirse de Cristo", hablar y actuar in persona Christi.

En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que

ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal.

Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se

colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la

disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la

santa misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las

expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en

el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro

corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia,

para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la

oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de

nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con

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el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la

comunión con él.

Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección.

Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio.

Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos

caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida.

Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su

servicio.

Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales las

vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no por mérito de

ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero y

que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz (cf. Ap 7, 14).

Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco como la

luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo crucificado. Este amor es

lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace veraz e ilumina nuestra alma

obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras tinieblas, nos transforma a nosotros mismos

en "luz en el Señor". Al revestirnos del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí;

y sólo porque su amor es más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser

testigo de su luz.

Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo y, de

modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar también el vestido nupcial,

del que habla la parábola del banquete de Dios. En las homilías de san Gregorio Magno he

encontrado a este respecto una reflexión digna de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue

entre la versión de la parábola que nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido

de que la parábola de san Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que,

según él, la versión que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete

nupcial en la liturgia y en la vida de la Iglesia.

En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a sus

huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido nupcial, que

luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se pregunta: "pero, ¿qué

clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en la Iglesia han recibido el

vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no estarían en la Iglesia. Entonces,

¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe añadirse aún?".

El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a los que

había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey encuentra

algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al prójimo. "¿En qué

condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el Papa—, si no llevamos

puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos puede embellecer?". En el

interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las tinieblas exteriores, de las que

habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera interna del corazón (cf. Homilía

XXXVIII, 8-13).

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Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si llevamos puesto

este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad de nuestro interior, que

nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de verdad nos revista con el vestido

del amor, para que seamos personas luminosas y no pertenezcamos a las tinieblas.

Por último, me referiré brevemente a la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote

reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los

sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de

él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa

ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos

aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse

hombre.

San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso hacerse

hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su respuesta es: "Dios

quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo

según su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, puede

conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la

indulgencia que merecemos, calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" (Discurso

30; Disc. Teol. IV, 6).

A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún, es muy

pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo, que experimentó en

sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad, entonces dejamos de lamentarnos.

Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto más lo amamos a él y cuanto más amamos

como él, tanto más ligero nos resulta su yugo, en apariencia pesado.

Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán hermoso es

llevar su yugo. Amén.

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

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SOLEMNE MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro

Jueves Santo 20 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año la misa Crismal nos exhorta a volver a dar un «sí» a la llamada de Dios que

pronunciamos el día de nuestra ordenación sacerdotal. «Adsum», «Heme aquí», dijimos,

como respondió Isaías cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: «¿A quién

enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?» (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las

manos del obispo, nos impuso sus manos y nos consagramos a su misión. Sucesivamente

hemos recorrido caminos diversos en el ámbito de su llamada. ¿Podemos afirmar siempre

lo que escribió san Pablo a los Corintios después de años de arduo servicio al Evangelio

marcado por sufrimientos de todo tipo: «No disminuye nuestro celo en el ministerio que,

por misericordia de Dios, nos ha sido encomendado»? (cf. 2Co 4, 1). «No disminuye

nuestro celo». Pidamos hoy que se mantenga siempre encendido, que se alimente

continuamente con la llama viva del Evangelio.

Al mismo tiempo, el Jueves santo nos brinda la ocasión de preguntarnos de nuevo: ¿A qué

hemos dicho «sí»? ¿Qué es «ser sacerdote de Jesucristo»? El Canon II de nuestro Misal,

que probablemente fue redactado en Roma ya a fines del siglo II, describe la esencia del

ministerio sacerdotal con las palabras que usa el libro del Deuteronomio (cf. Dt 18, 5. 7)

para describir la esencia del sacerdocio del Antiguo Testamento: astare coram te et tibi

ministrare.

Por tanto, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer

lugar, «estar en presencia del Señor». En el libro del Deuteronomio esa afirmación se debe

entender en el contexto de la disposición anterior, según la cual los sacerdotes no recibían

ningún lote de terreno en la Tierra Santa, pues vivían de Dios y para Dios. No se dedicaban

a los trabajos ordinarios necesarios para el sustento de la vida diaria. Su profesión era «estar

en presencia del Señor», mirarlo a él, vivir para él.

La palabra indicaba así, en definitiva, una existencia vivida en la presencia de Dios y

también un ministerio en representación de los demás. Del mismo modo que los demás

cultivaban la tierra, de la que vivía también el sacerdote, así él mantenía el mundo abierto

hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a él.

Si esa expresión se encuentra ahora en el Canon de la misa inmediatamente después de la

consagración de los dones, tras la entrada del Señor en la asamblea reunida para orar,

entonces para nosotros eso indica que el Señor está presente, es decir, indica la Eucaristía

como centro de la vida sacerdotal. Pero también el alcance de esa expresión va más allá.

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En el himno de la liturgia de las Horas que durante la Cuaresma introduce el Oficio de

lectura —el Oficio que en otros tiempos los monjes rezaban durante la hora de la vigilia

nocturna ante Dios y por los hombres—, una de las tareas de la Cuaresma se describe con el

imperativo «arctius perstemus in custodia», «estemos de guardia de modo más intenso».

En la tradición del monacato sirio, los monjes se definían como «los que están de pie».

Estar de pie equivalía a vigilancia.

Lo que entonces se consideraba tarea de los monjes, con razón podemos verlo también

como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación correcta de las palabras del

Deuteronomio: el sacerdote tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas

amenazadoras del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe estar de pie

frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad. De pie en el compromiso por el bien.

Estar en presencia del Señor también debe implicar siempre, en lo más profundo, hacerse

cargo de los hombres ante el Señor que, a su vez, se hace cargo de todos nosotros ante el

Padre. Y debe ser hacerse cargo de él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El

sacerdote debe estar de pie, impávido, dispuesto a sufrir incluso ultrajes por el Señor, como

refieren los Hechos de los Apóstoles: estos se sentían «contentos por haber sido

considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5, 41).

Pasemos ahora a la segunda expresión que la plegaria eucarística II toma del texto del

Antiguo Testamento: «servirte en tu presencia». El sacerdote debe ser una persona recta,

vigilante; una persona que está de pie. A todo ello se añade luego el servir. En el texto del

Antiguo Testamento esta palabra tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes

correspondía realizar todas las acciones de culto previstas por la Ley. Pero realizar las

acciones del rito se consideraba como servicio, como un encargo de servicio. Así se explica

con qué espíritu se debían llevar a cabo esas acciones.

Al utilizarse la palabra «servir» en el Canon, en cierto modo se adopta ese significado

litúrgico del término, de acuerdo con la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote

hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, realizar un servicio a

Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo rindió al Padre consistió en entregarse

hasta la muerte por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio.

Así, la palabra «servir» implica muchas dimensiones. Ciertamente, del servir forma parte

ante todo la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada

con participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada

liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, de forma que llegue a

ser el alma de nuestra vida diaria. Si lo hacemos así, celebraremos del modo debido y será

una realidad el ars celebrandi, el arte de celebrar.

En este arte no debe haber nada artificioso. Si la liturgia es una tarea central del sacerdote,

eso significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que es preciso

aprender sin cesar continuamente y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y

de los santos de todos los tiempos. Dado que la liturgia cristiana, por su naturaleza, también

es siempre anuncio, debemos tener familiaridad con la palabra de Dios, amarla y vivirla.

Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. «Servir al Señor»: precisamente el

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servicio sacerdotal significa también aprender a conocer al Señor en su palabra y darlo a

conocer a todas aquellas personas que él nos encomienda.

Del servir forman parte, por último, otros dos aspectos. Nadie está tan cerca de su señor

como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido,

«servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un

peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para

nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las

costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está

presente, nos habla y se entrega a nosotros.

Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón

debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que

implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero

sobre todo significa también obediencia. El servidor debe cumplir las palabras: «No se haga

mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Con esas palabras, Jesús, en el huerto de los Olivos,

resolvió la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído.

El pecado de Adán consistió, precisamente, en que quiso realizar su voluntad y no la de

Dios. La humanidad tiene siempre la tentación de querer ser totalmente autónoma, de

seguir sólo su propia voluntad y de considerar que sólo así seremos libres, que sólo gracias

a esa libertad sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero precisamente así nos

ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que debemos compartir nuestra libertad

con los demás y sólo podemos ser libres en comunión con ellos. Esta libertad compartida

sólo puede ser libertad verdadera si con ella entramos en lo que constituye la medida misma

de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios.

Esta obediencia fundamental, que forma parte del ser del hombre, ser que no vive por sí

mismo ni sólo para sí mismo, se hace aún más concreta en el sacerdote: nosotros no nos

anunciamos a nosotros mismos, sino a él y su palabra, que no podemos idear por nuestra

cuenta. Sólo anunciamos correctamente la palabra de Cristo en la comunión de su Cuerpo.

Nuestra obediencia es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, servir con ella.

También en esta obediencia entra siempre lo que Jesús predijo a Pedro: «Te llevarán a

donde tú no quieras» (Jn 21, 18). Este dejarse guiar a donde no queremos es una dimensión

esencial de nuestro servir y eso es precisamente lo que nos hace libres. En ese ser guiados,

que puede ir contra nuestras ideas y proyectos, experimentamos la novedad, la riqueza del

amor de Dios.

«Servirte en tu presencia»: Jesucristo, como el verdadero sumo Sacerdote del mundo,

confirió a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el

Señor, quiso convertirse en el Siervo de Dios que la visión del libro del profeta Isaías había

previsto. Quiso ser el servidor de todos. En el gesto del lavatorio de los pies quiso

representar el conjunto de su sumo sacerdocio. Con el gesto del amor hasta el extremo, lava

nuestros pies sucios; con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra

soberbia. Así nos permite convertirnos en comensales de Dios. Él se abajó, y la verdadera

elevación del hombre se realiza ahora en nuestro subir con él y hacia él. Su elevación es la

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cruz. Es el abajamiento más profundo y, como amor llevado hasta el extremo, es a la vez el

culmen de la elevación, la verdadera «elevación» del hombre.

«Servirte en tu presencia» significa ahora entrar en su llamada de Siervo de Dios. Así, la

Eucaristía como presencia del abajamiento y de la elevación de Cristo remite siempre, más

allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. Pidamos al Señor,

en este día, el don de poder decir nuevamente en ese sentido nuestro «sí» a su llamada:

«Heme aquí. Envíame, Señor» (Is 6, 8). Amén.

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SOLEMNE MISA CRISMAL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro

Jueves Santo 9 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus discípulos reunidos en

torno a Él, pero con la vista puesta al mismo tiempo en la comunidad de los discípulos de

todos los siglos, «los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17,20). En la plegaria por

los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha visto también a nosotros y ha rezado por

nosotros. Escuchemos lo que pide para los Doce y para los que estamos aquí reunidos:

«Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los

envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren

ellos en la verdad» (17,17ss). El Señor pide nuestra santificación, nuestra consagración en

la verdad. Y nos envía para continuar su misma misión. Pero hay en esta súplica una

palabra que nos llama la atención, que nos parece poco comprensible. Dice Jesús: «Por

ellos me consagro yo». ¿Qué quiere decir? ¿Acaso Jesús no es de por sí «el Santo de Dios»,

como confesó Pedro en la hora decisiva en Cafarnaún (cf. Jn 6,69)? ¿Cómo puede ahora

consagrarse, es decir, santificarse a sí mismo?

Para entender esto, hemos de aclarar antes de nada lo que quieren decir en la Biblia las

palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el término «santo» se describe en primer

lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que

corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido originario.

Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz

purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno significa dar

en propiedad a Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en

su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios.

Consagración es, pues, un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona

ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. Un privarse así

de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos también sacrificio: ya no será propiedad mía,

sino suya. En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su

«santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal y, de este modo, se define

también en qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y

entregado a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte del

proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de la vida mundana, un

«ser puestos a parte» para Dios. Pero precisamente por eso no es una segregación. Ser

entregados a Dios significa más bien ser puestos para representar a los otros. El sacerdote

es sustraído a los lazos mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios,

debe quedar disponible para los otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él

se hace a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene razón traduciendo la

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afirmación «Yo me consagro» por «Yo me sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede

cuando Jesús dice: «Por ellos me consagro yo»? Éste es el acto sacerdotal en el que Jesús

—el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios— se entrega al Padre por

nosotros. Es la expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro,

me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite asomarnos a lo íntimo del corazón de

Jesucristo, debería ser una y otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el

misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el origen del sacerdocio de la

Iglesia, de nuestro sacerdocio.

Sólo ahora podemos comprender a fondo la súplica que el Señor ha presentado al Padre por

los discípulos, por nosotros. «Conságralos en la verdad»: ésta es la inserción de los

apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para la

comunidad de los fieles de todos los tiempos. «Conságralos en la verdad»: ésta es la

verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo los

atraiga hacia sí, al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí mismos y los tome como

propiedad suya, para que, desde Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal para el mundo.

Esta oración de Jesús aparece dos veces en forma ligeramente modificada. En ambos casos

debemos escuchar con mucha atención para empezar a entender, al menos vagamente, la

sublime realidad que se está operando aquí. «Conságralos en la verdad». Y Jesús añade:

«Tu palabra es verdad». Por tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios

mediante su inmersión en la palabra de Dios. La palabra de Dios es, por decirlo así, el baño

que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo

están las cosas en nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios?

¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas

de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos

interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra

vida y forma nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se

amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con frecuencia las

opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos? ¿Acaso no nos

quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone

al hombre de hoy? ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la palabra de

Dios? Nietzsche se ha burlado de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, por

las cuales se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha puesto el orgullo y la libertad

absoluta del hombre. Ahora bien, hay caricaturas de una humildad equivocada y una falsa

sumisión que no queremos imitar. Pero existe también la soberbia destructiva y la

presunción, que disgregan toda comunidad y acaban en la violencia. ¿Sabemos aprender de

Cristo la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que

se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? «Santifícalos en la verdad: tu palabra es

verdad»: esta palabra de la incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama

a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios.

En la interpretación de esta frase podemos dar un paso más todavía. ¿Acaso no ha dicho

Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cf. Jn 14,6)? ¿Y acaso no es Él mismo la Palabra

viva de Dios, a la que se refieren todas las otras palabras? Conságralos en la verdad, quiere

decir, pues, en lo más hondo: hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos

dentro de mí. Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza,

Jesucristo mismo. Por tanto, el sacerdocio de los discípulos sólo puede ser participación en

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el sacerdocio de Jesús. Así, pues, nuestro ser sacerdotes no es más que un nuevo y radical

modo de unión con Cristo. Ésta se nos ha dado sustancialmente para siempre en el

Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un juicio de

condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento. A este

propósito, las promesas que hoy renovamos dicen que nuestra voluntad ha de ser orientada

así: «Domino Iesu arctius coniungi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse a

Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra

voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él,

donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San Pablo decía a este respecto:

«Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la

Ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos,

a la «autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este gran «sí» en los muchos

pequeños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que en su

conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y autocompasión si

Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una verdadera

familiaridad con Él. En efecto, entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en

un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los

pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien

se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a perdernos a nosotros mismos por el

Señor, experimentamos lo verdadera que es su palabra.

Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte de la oración en la

que nos ejercitamos en la amistad con Él y también aprendemos a conocerlo: en su modo de

ser, pensar, actuar. Orar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante

Él nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un

sencillo presentarnos a nosotros mismos delante de Él. Pero para que eso no se convierta en

una autocontemplación, es importante aprender continuamente a orar rezando con la

Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente la Eucaristía

cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser en las palabras que la Iglesia nos

propone. En ellas está presente la oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo

por el camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebración eucarística somos

aquellos que, con su oración, abren paso a la plegaria de los fieles de hoy. Si estamos

unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por

ellas, también los fieles tienen al alcance esas palabras. Y, entonces, todos nos hacemos

realmente «un cuerpo solo y una sola alma» con Cristo.

Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también significa para nosotros

aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto en las cosas grandes como en

las pequeñas a la mentira que hay en el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga

de la verdad, para que su alegría más profunda esté presente en nosotros. Cuando hablamos

del ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de olvidar que, en Jesucristo, verdad y

amor son una misma cosa. Estar inmersos en Él significa afondar en su bondad, en el amor

verdadero. El amor verdadero no cuesta poco, puede ser también muy exigente. Opone

resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con Cristo,

aprendemos a reconocerlo precisamente en los que sufren, en los pobres, en los pequeños

de este mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus

hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo.

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«Conságralos en la verdad». Ésta es la primera parte de aquel dicho de Jesús. Pero luego

añade: «Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn

17,19), es decir, verdaderamente. Pienso que esta segunda parte tiene un propio significado

específico. En las religiones del mundo hay múltiples modos rituales de «santificación», de

consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos pueden quedarse en simples

formalidades. Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su

ser, a ellos mismos; que no se quede en una forma ritual, sino que sea un verdadero

convertirse en propiedad del mismo Dios. También podríamos decir: Cristo ha pedido para

nosotros el Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero también ha

rogado para que esta transformación en nosotros, día tras día, se haga vida; para que en lo

ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verdaderamente inundados de la luz de Dios.

La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura porque

todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel día y mi camino futuro de sacerdote.

Mis ojos se detuvieron en este pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad».

Entonces me dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo

me ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por ritos, aunque haya

necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el Señor es Él mismo, la Verdad en

persona. La Ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco

de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para que venga su Reino». Queridos

amigos, en esta hora de la renovación de las promesas queremos pedir al Señor que nos

haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga

cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la

Nueva Alianza. Amén.

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SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana Jueves Santo 1 de abril de 2010

(Vídeo)

Imágenes de la celebración

Queridos hermanos y hermanas

El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y

viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo todavía más singular: Dios nos toca por medio de realidades materiales, a través de dones de la creación, que él toma a su servicio, convirtiéndolos en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo. Los elementos de la creación, con los cuales se construye el cosmos de los sacramentos, son cuatro: el agua, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva. El agua, como elemento básico y condición fundamental de toda vida, es el signo

esencial del acto por el que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una vida nueva. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y representa el

acceso común de todos al nuevo nacimiento como cristianos, los otros tres elementos pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo. Nos remiten así al ambiente histórico

concreto en el que el cristianismo se desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy determinado de la tierra, verdaderamente ha hecho historia con los hombres. Estos tres elementos son, por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados

también con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis entre creación e historia: dones de Dios que nos unen siempre con aquellos lugares del mundo en los que

Dios ha querido actuar con nosotros en el tiempo de la historia, y hacerse uno de nosotros.

En estos tres elementos hay una nueva gradación. El pan remite a la vida cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria. El vino evoca la fiesta, la exquisitez de la creación y, al

mismo tiempo, con el que se puede expresar de modo particular la alegría de los redimidos. El aceite de oliva tiene un amplio significado. Es alimento, medicina, embellece,

prepara para la lucha y da vigor. Los reyes y sacerdotes son ungidos con óleo, que es signo de dignidad y responsabilidad, y también de la fuerza que procede de Dios. El

misterio del aceite está presente en nuestro nombre de “cristianos”. En efecto, la palabra “cristianos”, con la que se designaba a los discípulos de Cristo ya desde el comienzo de la Iglesia que procedía del paganismo, viene de la palabra “Cristo” (cf. Hch 11,20-21), que

es la traducción griega de la palabra “Mesías”, que significa “Ungido”. Ser cristiano quiere decir proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de Dios, a Aquel al que Dios ha dado la realeza y el sacerdocio. Significa pertenecer a Aquel que Dios mismo ha ungido,

pero no con aceite material, sino con Aquel al que el óleo representa: con su Santo

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Espíritu. El aceite de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo el Hombre Jesús está totalmente colmado del Espíritu Santo.

En la Misa crismal del Jueves Santo los óleos santos están en el centro de la acción litúrgica. Son consagrados por el Obispo en la catedral para todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada por el Episcopado, y remiten a Cristo, el

verdadero «pastor y guardián de nuestras almas», como lo llama san Pedro (cf. 1 P 2,25). Al mismo tiempo, dan unidad a todo el año litúrgico, anclado en el misterio del Jueves

santo. Por último, evocan el Huerto de los Olivos, en el que Jesús aceptó interiormente su pasión. El Huerto de los Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la redención: Dios no ha dejando a Jesús en la muerte. Jesús vive para siempre junto al Padre y, precisamente por esto, es omnipresente, y está siempre

junto a nosotros. Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia. En cuatro sacramentos, el óleo es signo de la bondad de Dios que llega a nosotros: en el bautismo, en la confirmación como sacramento

del Espíritu Santo, en los diversos grados del sacramento del orden y, finalmente, en la unción de los enfermos, en la que el óleo se ofrece, por decirlo así, como medicina de

Dios, como la medicina que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, la resurrección (cf. St 5,14). De este modo, el óleo, en sus diversas formas, nos acompaña durante toda la vida: comenzando por el catecumenado y el bautismo hasta el

momento en el que nos preparamos para el encuentro con Dios Juez y Salvador. Por último, la Misa crismal, en la que el signo sacramental del óleo se nos presenta como

lenguaje de la creación de Dios, se dirige, de modo particular, a nosotros los sacerdotes: nos habla de Cristo, que Dios ha ungido Rey y Sacerdote, de Aquel que nos hace partícipes de su sacerdocio, de su “unción”, en nuestra ordenación sacerdotal.

Quisiera brevemente explicar el misterio de este signo santo en su referencia esencial a la vocación sacerdotal. Ya desde la antigüedad, en la etimología popular se ha unido la

palabra griega “elaion”, aceite, con la palabra “eleos”, misericordia. De hecho, en varios sacramentos, el óleo consagrado es siempre signo de la misericordia de Dios. Por tanto, la unción para el sacerdocio significa también el encargo de llevar la misericordia de Dios a

los hombres. En la lámpara de nuestra vida nunca debería faltar el óleo de la misericordia. Obtengámoslo oportunamente del Señor, en el encuentro con su Palabra, al recibir los

sacramentos, permaneciendo junto a él en oración.

Mediante la historia de la paloma con el ramo de olivo, que anunciaba el fin del diluvio y, con ello, el restablecimiento de la paz de Dios con los hombres, no sólo la paloma, sino también el ramo de olivo y el aceite mismo, se transformaron en símbolo de la paz. Los cristianos de los primeros siglos solían adornar las tumbas de sus difuntos con la corona de la victoria y el ramo de olivo, símbolo de la paz. Sabían que Cristo había vencido a la

muerte y que sus difuntos descansaban en la paz de Cristo. Ellos mismos estaban seguros de que Cristo, que les había prometido la paz que el mundo no era capaz de ofrecerles,

estaba esperándoles. Recordaban que la primera palabra del Resucitado a los suyos había sido: «Paz a vosotros» (Jn 20,19). Él mismo lleva, por así decir, el ramo de olivo,

introduce su paz en el mundo. Anuncia la bondad salvadora de Dios. Él es nuestra paz. Los cristianos deberían ser, pues, personas de paz, personas que reconocen y viven el misterio de la cruz como misterio de reconciliación. Cristo no triunfa por medio de la

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espada, sino por medio de la cruz. Vence superando el odio. Vence mediante la fuerza más grande de su amor. La cruz de Cristo expresa su “no” a la violencia. Y, de este modo, es el signo de la victoria de Dios, que anuncia el camino nuevo de Jesús. El sufriente ha sido más fuerte que los poderosos. Con su autodonación en la cruz, Cristo ha vencido la

violencia. Como sacerdotes estamos llamados a ser, en la comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a oponernos a la violencia y a fiarnos del poder más

grande del amor.

Al simbolismo del aceite pertenece también el que fortalece para la lucha. Esto no contradice el tema de la paz, sino que es parte de él. La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía

dispuestos a sufrir por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que

rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban

doblegarse a la falsedad, a adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad. Así sirvieron a la paz auténtica. También hoy es importante que los cristianos cumplan el

derecho, que es el fundamento de la paz. También hoy es importante para los cristianos no aceptar una injusticia, aunque sea retenida como derecho, por ejemplo, cuando se

trata del asesinato de niños inocentes aún no nacidos. Así servimos precisamente a la paz y así nos encontramos siguiendo las huellas de Jesús, del que san Pedro dice: «Cuando lo

insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño,

para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia» (1 P 2,23s.).

Los Padres de la Iglesia estaban fascinados por unas palabras del salmo 45 [44], según la tradición el salmo nupcial de Salomón, que los cristianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo, el nuevo Salomón, con su Iglesia. En él se dice al Rey, Cristo: «Has amado

la justicia y odiado la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros» (v. 8). ¿Qué es el aceite de júbilo con el que fue

ungido el verdadero Rey, Cristo? Los Padres no tenían ninguna duda al respecto: el aceite de júbilo es el mismo Espíritu Santo, que fue derramado sobre Jesucristo. El Espíritu Santo

es el júbilo que procede de Dios. Cristo derrama este júbilo sobre nosotros en su Evangelio, en la buena noticia de que Dios nos conoce, de que él es bueno y de que su bondad es más poderosa que todos los poderes; de que somos queridos y amados por

Dios. La alegría es fruto del amor. El aceite de júbilo, que ha sido derramado sobre Cristo y por él llega a nosotros, es el Espíritu Santo, el don del Amor que nos da la alegría de vivir. Ya que conocemos a Cristo y, en Cristo, al Dios verdadero, sabemos que es algo

bueno ser hombre. Es algo bueno vivir, porque somos amados. Porque la verdad misma es buena.

En la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo particular como signo de la presencia del Espíritu Santo, que se nos comunica por medio de Cristo. Él es el aceite de júbilo. Este júbilo es distinto de la diversión o de la alegría exterior que la sociedad moderna anhela. La diversión, en su justa medida, es ciertamente buena y

agradable. Es algo bueno poder reír. Pero la diversión no lo es todo. Es sólo una pequeña

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parte de nuestra vida, y cuando quiere ser el todo se convierte en una máscara tras la que se esconde la desesperación o, al menos, la duda de que la vida sea auténticamente

buena, o de si tal vez no habría sido mejor no haber existido. El gozo que Cristo nos da es distinto. Es un gozo que nos proporciona alegría, sí, pero que sin duda puede ir unido al sufrimiento. Nos da la capacidad de sufrir y, sin embargo, de permanecer interiormente

gozosos en el sufrimiento. Nos da la capacidad de compartir el sufrimiento ajeno, haciendo así perceptible, en la mutua disponibilidad, la luz y la bondad de Dios. Siempre me hace reflexionar el episodio de los Hechos de los Apóstoles, en el que los Apóstoles, después de que el sanedrín los había mandado flagelar, salieron «contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (Hch 5,41). Quien ama está siempre

dispuesto a sufrir por el amado y a causa de su amor y, precisamente así, experimenta una alegría más profunda. La alegría de los mártires era más grande que los tormentos que les infligían. Este gozo, al final, ha vencido y ha abierto a Cristo las puertas de la historia. Como sacerdotes, como dice San Pablo, «contribuimos a vuestro gozo» (2 Co

1,24). En el fruto del olivo, en el óleo consagrado, nos alcanza la bondad del Creador, el amor del Redentor. Pidamos que su júbilo nos invada cada vez más profundamente y que seamos capaces de llevarlo nuevamente a un mundo que necesita urgentemente el gozo

que nace de la verdad.

Amén.

© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana

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SANTA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán Jueves Santo 21 de abril de 2011

(Vídeo)

Galería fotográfica

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la

institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las

especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del

mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la

unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de

Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro?

¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que

quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países

en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por

su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba:

¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La

comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.

Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos

fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo,

Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El

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movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres.

Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo

seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra

del Siervo de Dios.

Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos. Quisiera en este

momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo

de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces

presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La

unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son

esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con

claridad en la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un

solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 16s). La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo

de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada

comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras:

«una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro». Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y

nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el mundo y establece

para nosotros mismos un criterio concreto.

San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a

tus hermanos» (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos

que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al

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encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. «Tú, cuando te hayas convertido…»: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente. Jesús

predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la

presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta

humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el

Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su

valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su

heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros

queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-

Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire también a

nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.

Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar

visible en la celebración de la santa Eucaristía. Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia,

el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la misión

de Jesús de parte del Padre.

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a

nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.

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SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

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Basílica Vaticana Jueves Santo 5 de abril de 2012

Galería fotográfica

(Vídeo)

Queridos hermanos y hermanas

En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado,

es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más

fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?». Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan

sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a

aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a

cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy?

Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del

Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido

del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la

Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al

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arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la

Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi

voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera

renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la

esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada

y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se

podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han

precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del siglo XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el

sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números

ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.

Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos –

como dice Pablo– «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza, el (munus docendi), que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón,

para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un

analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por

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tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para

nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos

tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la

encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos

indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa

Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la

cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este

contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia.

Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados

por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en

su corazón.

La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque –se dice–

expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se

encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en

cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que

antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un

testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la

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alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.

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